En 1848, en Europa en general y en París en particular, sucedieron hechos muy dramáticos. Los argumentos a favor de alguna ruptura radical en la política económica, la vida y la cultura de la ciudad parecen, a primera vista por lo menos, enteramente plausibles. Anteriormente, imperaba una visión de la ciudad que, como mucho, podía apenas enmendar los problemas de una infraestructura urbana medieval; después llegó Hausmann que a porrazos trajo la modernidad a la ciudad. Antes encontrábamos a clasicistas como Ingres y David y a coloristas como Delacroix, y después al realismo de Courbet y al impresionismo de Manet. Antes nos topábamos con los poetas y novelistas románticos (Lamartine, Victor Hugo, Alfred de Mausset y George Sand), después vino la prosa y la poesía tensa, variada y exquisita de Flaubet y Baudelaire. Antes reinaban las industrias manufactureras dispersas, organizadas sobre bases artesanales, mucha de las cuales dieron paso a la maquinaria y la industria moderna. Antes había tiendas pequeñas en los soportales y a lo largo de calles estrechas y torcidas, después llegó la expansión de los grandes almacenes que se derramaron por los bulevares. Antes campaban la utopía y el romanticismo, y después el gerencialismo obstinado y el socialismo científico. Antes, el de aguador era un oficio extendido; en 1870, la llegada del agua corriente a las viviendas lo hacía desaparecer. En todos estos aspectos, y muchos más, 1848 parecía ser un momento decisivo en el que mucho de lo que era nuevo cristalizaba de lo viejo.
Entonces, ¿qué sucedió exactamente en París en 1848? Todo el país sufría hambre, desempleo, miseria y descontento, y gran parte de todo ello fue confluyendo en la capital francesa, a medida que la gente inundaba la ciudad en busca de subsistencia. Había republicanos y socialistas dispuestos a enfrentarse a la monarquía y, por lo menos, reformarla para que cumpliera sus iniciales promesas democráticas. Si eso no sucedía, siempre podíamos toparnos con los que pensaban que los tiempos estaban maduros para la revolución. Sin embargo, esa situación existía desde hacía muchos años. Las huelgas, las manifestaciones y las conspiraciones que se habían producido durante la década de 1840 habían sido controladas, y pocos, a la vista de su falta de preparación, podían pensar que esta vez fuera a ser diferente. (p. 7)
Precisamente la Introducción a este magno París, capital de la modernidad, de David Harvey (publicado en 2006, leemos la edición de 2008 de Akal, traducida por José María Amoroto Salido) se titula «La modernidad como ruptura». Porque Harvey sostiene que, aunque se haya repetido hasta la saciedad que la llegada de la modernidad fue una irrupción, hay indicios anteriores a la revolución de 1848. «Mientras el mito de la ruptura total merece ser cuestionado, hay que reconocer el cambio radical en la escala que Haussmann ayudó a realizar, inspirado por las nuevas tecnologías y facilitado por las nuevas formas de organización. Este cambio le sirvió para poder pensar en la ciudad (incluyendo su periferia) como una totalidad en vez de como un caos de proyectos individuales.» (p. 21)

Porque la escala de París cambió, de una forma drástica y exponencial. La ciudad hizo un pacto con el capital, el consumo y la modernidad que tan bien reflejarían desde las obras de Baudelaire y Flaubert hasta El libro de los pasajes de Benjamin; y no olvidemos que gran parte de los estudios urbanos franceses de los 60 y los 70 volvieron al París de Haussmann, el París que se modernizaba a finales del siglo XIX, tanto para entender la producción del espacio urbano (Lefebvre, por ejemplo) como una incipiente postmodernidad (con la compresión espacio-temporal de las vanguardias de principio de siglo).
Para tratar de entender la magnitud del salto, Harvey divide el libro en dos capítulos: la época de 1830-1848, que denomina «Representaciones», y la época de 1848 a 1870, «Materializaciones». Es en esta segunda parte donde nos detendremos. Harvey recurre al fresco para presentar los distintos cambios sociales, culturales, económicas; vitales, en definitiva, que atravesó la ciudad en apenas una generación. En el blog nos detendremos en aquellos que más atañen a la forma urbana, dejando algo más de lado los culturales y los políticos, pues la Francia del XIX fue una época confusa y compleja de la que se ha hablado mucho y de la que hay mucho por hablar.
Saltamos al capítulo cuarto, «La organización de las relaciones espaciales». La modernización de Francia («la implantación de las estructuras y los métodos de un capitalismo moderno a gran escala», p. 137) era una cuestión pendiente que se volvió necesaria hacia 1850. El plan, que iría vinculado a las reformas de París, ya se había discutido antes de la llegada de Haussmann a la capital (luego entraremos en más detalle), aunque su participación lo aceleró y magnificó. No fueron los únicos cambios: la red ferroviaria pasó de 1900 km. en 1850 a 17.400 en 1870; en diez año, se pasó de no tener telégrafos a tender 23.000 kilómetros; y el canal de Suez, financiado por Francia, se abrió en 1869.
No puede olvidarse que no se trataba de un proyecto emprendido simplemente por orden de un emperador poderoso y sus consejeros (incluyendo a Haussmann), sino organizado por y para la asociación de capitales. Como tal se encontraba sometido a la poderosa pero contradictoria lógica de la realización de beneficios a través de la acumulación de capital. (p. 141)
Por ejemplo: si París se encontraba en el centro de la red ferroviaria no era sólo una decisión política, sino también económica motivada por el hecho de que se había convertido en una capital industrial y en el principal mercado del país. Hubo más cambios, claro: la aparición de los grandes almacenes, con sus escaparates y el fetichismo de las mercancías exóticas; el aluvión de turismo; el aumento de la velocidad de la rotación de la mercancía permitía, ahora, que las verduras llegasen de países incluso de fuera de Europa, aliviando a los consumidores de la aleatoriedad de buenas o malas cosechas.
La concepción del espacio urbano que desarrolló Haussmann era indudablemente nueva. En vez de una «colección de planes parciales de vías públicas considerados sin lazos ni conexiones», Haussmann buscaba «un plan general que, a pesar de todo, estuviera suficientemente detallado para poder coordinar adecuadamente las diferentes circunstancias particulares». Se consideró y se actuó sobre el espacio urbano como una totalidad en la que los diferentes barrios de la ciudad y las diferentes funciones se ponían en relación unas con otros para formar una unidad de funcionamiento. Esta persistente preocupación por la totalidad del espacio condujo al encarnizado empeño de Haussmann en incluir (sin contar con un respaldo inequívoco del emperador) los suburbios dentro de la región metropolitana, para evitar que un desarrollo sin reglas amenazara la evolución racional del orden espacial. (…)
Si los objetivos declarados de Haussmann y el emperador eran construir una nueva Roma y expulsar del centro a las clases «peligrosas», «una de las consecuencias más claras de sus esfuerzos fue mejorar la capacidad de circulación de personas y mercancías dentro de los límites de la ciudad» (p. 144). Como ya vimos en El declive del hombre público, ahora las masas podían acudir al centro (a consumir en los cafés y grandes almacenes, a contemplar los bulevares y a las damas que los transitaban) desde todas partes de la ciudad.
El nuevo sistema de calles tenía la ventaja añadida de que rodeaba hábilmente algunos de los tradicionales enclaves de los fermentos revolucionarios, lo que permitiría la libre circulación de la fuerza pública si llegara el caso. También contribuía a la renovación del aire en vecindarios insalubres, mientras que la luz gratuita del sol durante el día y la del nuevo alumbrado nocturno de gas, subrayaba la transición hacia una nueva forma de urbanismo más extrovertida, en la que la vida pública del bulevar se volvía un escaparate de lo que era la ciudad. Y en un extraordinario alarde de ingeniería, una maravilla en aquel momento, la circulación del agua de consumo y de las aguas residuales sufrió una transformación revolucionaria. (p. 144)
Todos los cambios que se dieron no fueron liderados por Haussmann; muchos de ellos, como la modificación del funcionamiento de los mercados del suelo y la propiedad, la distribución de población, etc., fueron más situaciones con las que tuvo que lidiar que consecuencia de los actos del barón; pero, eso sí, el París que estaba diseñando se convirtió en «un marco espacial alrededor del cual esos mismos procesos (de desarrollo industrial y comercial, de inversión en vivienda y segregación residencial, etc.) podrían agruparse y desarrollar sus propias trayectorias, definiendo así la nueva geografía histórica de la evolución de la ciudad». (p. 145)
Haussmann quería hacer de París una capital moderna digna de Francia, sino de la civilización occidental. Sin embargo, la realidad es que su papel fue ayudar simplemente a convertirla en una ciudad en la que la circulación del capital se volvió el auténtico poder imperial. (p. 146)
El quinto capítulo, «Dinero, crédito y finanzas», busca el origen del capital que remodeló Parías y los cambios que sufrió el tipo de financiación. Se comenta brevemente la pugna que mantuvieron los hermanos Pereire y la familia Rotschild como representantes de dos formas distintas de entender el capital: los Rotschild eran «un negocio familiar, privado y confidencial» que trabajaba entre amigos y conocidos, es decir, dentro de la clase y de forma conservadora; mientras que los Pereire «consideraban el sistema crediticio como el nervio central del desarrollo económico y del cambio social» y buscaban establecer una jerarquía de instituciones de crédito capaz de afrontar proyectos a largo plazo; de financiar la modernización que requería el capital, vaya.
El problema es que había que absorber los excedentes de capital y trabajo. La reciente crisis económica imponía cambios para que no se repitiese, aunque la burguesía no sabía por dónde tirar. Unos defendían una especie de keynesianismo primitivo donde se contuviese la inflación y se estimulase la expansión; otros, entre ellos los Pereire y Haussmann, «compartían la idea de que el crédito universal era el camino hacia el progrese económico y la reconciliación social». «Con ello, se abandonó lo que Marx llamaba «el catolicismo» de la base monetaria, que había convertido el sistema financiero en «el papado de la producción», y abrazaron lo que Marx llamó «el protestantismo de la fe y el crédito»» (p. 153).
A pesar de que el credo católico consideraba el préstamo como usura y estaba muy cerca del pecado (si no lo era), la modernización (económica) requería el establecimiento de toda una serie de instituciones crediticias y la reconversión de las que ya había para, por ejemplo, financiar las costosas infraestructuras que modificaban París. Y, por supuesto, a partir de ahí surgió la especulación.
La Compagnie Immobilièr de París surgió en 1858 de la organización que los Pereire habían creado en 1854 para llevar a cabo el primero de los grandes proyectos de Haussmann: la terminación de la Rue de Rivoli y del Hotel du Louvre. (…) La decisión de reunir el capital y construir a lo largo de Rue de Rivoli el hotel y los espacios comerciales se realizó como una maniobra especulativa con vistas a la Exposición Universal planeada para 1855. (p. 155)
La circulación del capital se aceleró y afectó otros ámbitos. En el sexto capítulo, «La renta inmobiliaria y los intereses inmobiliarios», Harvey detalla cómo se pasó de una profunda depresión en el mercado inmobiliario entre 1848 y 1852 (con porcentajes de ocupación reducidos a una sexta parte en algunos barrios burgueses) a una edad de oro durante el Segundo Imperio caracterizada por «índices relativamente elevados de rentabilidad y revalorización» (p. 161). Pero también la concepción de la vivienda en la ciudad se modificó, pasando de un bien social a un activo financiero (algo muy similar a lo que sucede hoy de forma generalizada) cuyo valor de cambio superaba, con mucho, a su valor de uso. Si durante la década de 1840 «la propiedad estaba en sus dos terceras partes en manos de los pequeños comerciantes y artesanos», en 1880 éstos habían caído hasta el 13.6% y una clase que se identificaba a sí misma como «los propietarios» dominaba el 53.9% del mercado.
El Imperio coqueteó con esta clase de propietarios, lógicamente, aunque sus relaciones nunca acabaron de ser del todo fructíferas. La visión de Haussmann era más amplia y contemplaba la totalidad de la ciudad, lo que siempre creaba personas favorecidas y personas perjudicadas; además, el barón tenía la potestad de expropiar por razones de interés público o insalubridad, algo que le daba cierto poder hasta que los propietarios contraatacaron aliándose con el poder judicial y el Consejo de Estado y consiguiendo que las expropiaciones se pagasen a un precio que llegó a ser superior al de mercado, por un lado, y por el otro a mantener ellos los beneficios del aumento del valor de la propiedad, algo que ayudó enormemente a la crisis financiera que sufrió la ciudad en la década de 1860.
La modificación de la ciudad trajo nuevas consecuencias para los usos del suelo. La aparición de cada bulevar suponía el florecimiento de las calles adyacentes, mientras que las calles interiores perdían valor. Precisamente «esa oscilación tan acusada de los valores del suelo es la que permitió a los grandes empresarios operar de manera tan satisfactoria; el nuevo sistema de avenidas proporcionaba unas oportunidades maravillosas de obtener terrenos con revalorizaciones muy rápidas» (p. 176). Ello supuso que los usos del suelo que no podían hacer frente a los nuevos precios fueran expulsados y reemplazados por los que sí podían, de la misma forma que en toda arteria principal de las ciudades global surgen tiendas de lujo y franquicias de cafeterías, así como negocios destinados a turistas.
Las diferencias en París empezaron a ser el resultado de las lógicas capitalistas: un centro sobrerepresentado de precio muy alto, unas periferias donde el precio iba disminuyendo, los nodos clave en las grandes intersecciones también muy valiosos y una diferencia crucial entre «el oeste burgués y el este trabajador».
Haussmann entendió claramente que su poder par dar forma al espacio era también un poder para influir sobre los procesos de representación de la sociedad.
Su deseo evidente de librar a la ciudad de su base industrial y de su clase obrera, para así transformarla, presumiblemente, en un bastión no revolucionario del orden burgués, era una tarea demasiado ardua para completarla en una generación (de hecho no se terminó hasta los últimos años del siglo XX). Sin embargo, sí acosó a la industria pesada, a la industria sucia e incluso a la industria ligera hasta el punto de que, en 1870, la desindustrialización de la mayor parte del centro de la ciudad era un hecho consumado. Gran parte de la clase obrera se vio obligada a seguir el mismo camino, pero no hasta el punto que él deseaba. El centro de la ciudad se entregó a representaciones monumentales del poder y de la administración imperial, a las finanzas y al comercio y a los creciente servicios que surgían alrededor de un sector turístico en ascenso. Los nuevos bulevares no solamente proporcionaban la oportunidad de un control militar, sino que (iluminados por la luz de gas y adecuadamente patrullados) también permitían la libre circulación de la burguesía dentro de los barrios comerciales y de diversión. Quedaba asegurada la transición hacia una forma «extrovertida» de urbanismo, con todas sus consecuencias sociales y culturales (no se trataba únicamente de que el consumo creciese, lo que realmente sucedía, sino de que sus características visibles se volvieron más ostensibles para todos). (p. 192)
Damos un salto hasta el capítulo doce, «Consumismo, espectáculo y ocio». Haussmann recibió el encargo de convertir París en la capital del poder imperial, una especie de nueva Roma. De hecho, se lo escogió por el enorme éxito que tuvo su representación de la entrada de Luis Napoleón en Burdeos en 1852, y por ello fue trasladado a París.
El carácter permanente de los monumentos que acompañaron a la reconstrucción del tejido urbano y el diseño de espacios y perspectivas para centrarlos en símbolos significativos del poder imperial, servían para respaldar la legitimidad del nuevo régimen. El drama de las obras públicas y la exuberancia de la nueva arquitectura enfatizaban la intencionalidad y el carácter festivo de la atmósfera con la que el régimen imperial quería envolverse. Las Exposiciones Universales de 1855 y 1867 contribuyeron a la gloria del Imperio. (p. 272)
El Segundo Imperio también quiso apropiarse de la condición de los participantes en el espectáculo para convertirlos en espectadores. Es algo que no se ha modificado y que ya hemos comentado, por ejemplo, con la fiesta de San Juan en Barcelona, una fiesta muy popular que se ha venido demonizando año tras año porque genera suciedad o por sus actos vandálicos pero que consiste en, simplemente, ocupar la calle e irse a la playa. Algo que choca con los usos mercantilizados de la ciudad y que genera sus constantes críticas. En el caso del París de Haussmann sucedió con el carnaval, una auténtica locura (recordemos el ensayo que le dedicó Bajtin a la festividad) que subvertía todos los usos de la ciudad y que fue paulatinamente desacreditada en favor de otras más burguesas, correctas y controlables.
Pero el espectáculo del Segundo Imperio iba mucho más allá de la pompa imperial. Para empezar, buscaba directamente celebrar el nacimiento de lo moderno, como se podía comprobar con las Exposiciones Universales. Como señala Benjamin, eran «lugares de peregrinación para el fetichismo de la mercancía», ocasiones en la que «la fantasmagoría de la cultura capitalista alcanzaba su despliegue más radiante». Pero también eran celebraciones de tecnologías modernas. (p. 274)
Los nuevos bulevares eran, en sí mismos, nuevas formas de espectáculo (recordemos el análisis de Marshal Berman del poema de Baudelaire Los ojos de los pobres): el bullicio de los carros y de las mercancías, los escaparates de los grandes almacenes, el tranvía y los nuevos transportes públicos al repicar sobre el asfalto del macadán; los cafés, cuya vida se derrama sobre las aceras. «La frivolidad cultural del Segundo Imperio estaba fuertemente asociada a las populares parodias que, en forma de operetas, hacía Offenbach de la ópera italiana. La transformación de parques como el Bois de Boulogne, Monceau e incluso de plazas como la del Temple en espacios sociales y recreativos, igualmente ayudó a acentuar una forma extrovertida de urbanización que realzaba la exhibición pública de la opulencia privada. La sociabilidad de las masas lanzadas a los bulevares estaba ahora tan controlada por los imperativos del comercio como por el poder de la policía.» (p. 275)
La relación simbiótica entre espacios públicos y comerciales y su apropiación privada por medio del consumo se volvió decisiva. El espectáculo de las mercancías vino a dominar la división entre la esfera pública y la privada y, de manera eficaz, unificó ambas. Y aunque el papel de la mujer burguesa se veía de alguna forma realzado por esta progresión desde las tiendas de los pasajes a los grandes almacenes, todavía se las podía explotar mucho, ahora como consumidoras más que como administradoras del hogar. Para ellas se convirtió en una necesidad pasear por los bulevares, ver los escaparates, comprar y mostrar sus adquisiciones en el espacio público en vez de ponerlas a buen recaudo en casa o en el tocador. Con la llegada de los descomunales vestidos de crinolina, ellas mismas se volvieron parte de un espectáculo que se alimentaba a sí mismo y definía los espacios públicos como lugares de exhibición de las mercancías y del comercio, todo ello recubierto por un aura de deseo e intercambio sexual. (p. 281)
Entonces, ¿cómo diferenciarse uno mismo en medio de esa incesante multitud de compradores que afrontan el creciente desfile de mercancías de los bulevares? El espléndido análisis de Benjamin sobre la fascinación de Baudelaire con el hombre en la multitud, el flâneur y el dandy, arrastrados por la multitud, intoxicados por ella, pero sin embargo, de alguna manera al margen de ella, proporciona un interesante punto de referencia masculino. La marea creciente de mercancías y de circulación del dinero no se puede contener. El anonimato de la multitud y del dinero puede ocultar toda clase de secretos personales, pero los encuentros casuales dentro de la multitud pueden ayudarnos a penetrar el fetichismo. Éstos eran los momentos que Baudelaire saboreaba, aunque no sin ansiedad. La prostituta, el trapero, el payaso empobrecido y caduco, un respetable anciano vestido con harapos, la hermosa y misteriosa mujer, todos se convierten en personajes fundamentales del drama urbano. (p. 287)
El capítulo quince orbita alrededor de temas culturales y de representación. Vuelve a la «pérdida del halo» de la que ya hablamos a propósito del Todo lo sólido se desvanece en el aire de Berman y a la fascinación por la prostitución que sentía Baudelaire; más que fascinación, el hecho de que aparezca en sus poemas, de que se haya convertido en un personaje más de los que pululan por el entorno urbano.
La tensión que Haussmann nunca pudo resolver fue transformar París en la ciudad del capital bajo los auspicios de la autoridad imperial. Ese proyecto estaba destinado a provocar respuestas políticas y sentimentales. Haussmann entregó la ciudad a los capitalistas, especuladores y cambistas; a una orgía de autoprostitución. Entre sus críticos los hubo que sintieron que habían sido excluidos de la orgía, y los que consideraban que todo el proceso era desagradable y obsceno. Es en semejante contexto donde las imágenes que Baudelaire acuña de la ciudad como una puta adquieren su significado. El Segundo Imperio fue un momento de transición en la siempre discutida imaginería de París. La ciudad llevaba tiempo representándose como una mujer. En el capítulo primero vimos como Balzac la veía misteriosa, caprichosa y a menudo banal, pero también natural, desaliñada e impredecible, especialmente en la revolución. La imagen de Zola es muy diferente. Ahora es una mujer caída y embrutecida, «destripada y sangrante», «presa de la especulación, la víctima de la avaricia del consumo sin freno». ¿Podía hacer otra cosa esta mujer embrutecida que levantarse en revolución? (p. 342)
El libro acaba con una Coda que narra «La construcción de la basílica del Sacré-Coeur» al mismo tiempo que la (breve, y sangrienta) historia de la Comuna de París.
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