Smart Cities, de Anthony M. Townsend (I)

El urbanismo del próximo siglo es el último intento de la humanidad por tenerlo todo a la vez, por redoblar la apuesta de la industrialización mediante el rediseño del sistema operativo del siglo pasado para que haga frente a los desafíos del siguiente. Por eso los alcaldes del planeta se están aliando con los gigantes de la industria tecnológica. Las compañías (IBM, Cisco y Siemens, entre otras) les han tendido un buen señuelo: proponen que la misma tecnología que alimentó la  globalización de la economía a lo largo del último cuarto de siglo puede arreglar los problemas locales. Si les permitimos reprogramar las ciudades, dicen, podrán convertir el tráfico en un problema del pasado; si les dejamos rediseñar la infraestructura, tendremos el agua y la energía al alcance de las manos. El cambio climático y la escasez de materias primas no supondrán un retroceso; las ciudades inteligentes se basarán en la tecnología para hacer más con menos, y de paso poner orden al el caos creciente de las ciudades emergentes y volverlas ecológicas.

El tiempo decidirá lo acertado de esas promesas. Pero usted no tiene que limitarse a esperar la resolución. Porque ya no estamos en la revolución industrial, sino en la de la información. Usted ya no es un engranaje de una gran maquinaria. Es parte de la mente de la propia ciudad inteligente. Y eso le da poder para moldear el futuro. (p. xiii)

Anthony M. Townsend es un geek. Él mismo lo reconoce a lo largo del libro: estudió en el MIT, ha formado parte de multitud de grupos de, a falta de un nombre mejor, hackers, o activistas sociales, y le encanta la tecnología. No es de extrañar, por lo tanto, que la tesis de este libro, Smart Cities: Big Data, Civic Hackers, and the Quest for a New Utopia, sea, más o menos: sí a la smart city, pero sólo si se construye desde una base ciudadana. Townsend nos alerta del peligro de permitir que las grandes compañías tecnológicas sean las que establezcan la agenda y los temas a tratar en las ciudades actuales, y nos recuerda que todas las grandes tecnológicas están dedicando muchos recursos por conseguir el jugoso pastel de vender productos y nuevos avances a las ciudades. Las ciudades, además, se han vuelto globales, y compiten entre ellas por atraer el capital líquido que no tiene sede; en este afán de competición, es fácil que se dejen seducir por promesas de eficiencia, ecología y modernidad.

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La introducción relaciona tres hechos que sucedieron en 2008: el primero, por primera vez la población urbana del mundo era la misma que la rural, que siempre había sido superior; el segundo, el número de usuarios de internet conectado mediante redes móviles superaba al de usuarios de cable; es decir, internet se usa desde el teléfono portátil, y no desde el de sobremesa; y tercero, la internet de la gente fue substituida por la Internet of Things, un mundo donde todo está, o es susceptible de estar, conectado a internet, es decir, de tener una mente propia.

Estos hechos están sucediendo; presagian una batalla entre una visión monopolística, implantada por las grandes compañías que buscan el beneficio y que pretenden que todos los sistemas sean iguales en todas las ciudades, por un lado, y la base social, capaz de crear sólo aquello que responda a sus necesidades, y por lo tanto, pese a un nexo común, divergente en cada ciudad.

All over the world, a motley assortment of activists, entrepreneurs, and civic hackers are tinkering their ways toward a different kind of utopia. They eschew efficiency, instead seeking to amplify and accelerate the natural sociability of city life. Instead of stockpiling big data, they build mechanisms to share it with others. Instead of optimizing government operations behind the scenes, the create digital interfaces for people to see, touch, and feel the city in completely new ways. Instead of proprietary monopolies, they build collaborative networks. These bottom-up efforts thrive on their small scale, but hold the potential to spread virally on the Web. Everywhere that industry attempts to impose its vision of clean, computed, centrally managed order, they propose messy, descentralized, and democratic alternatives.

It’s only a matter of time before they come to blows. (p. 9).

[Y, me permito añadir a nota de pie, la lucha muy posiblemente tome un cariz similar a la estética cyberpunk].

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Cualquier excusa es buena para poner imágenes de ciudad cyberpunk

Townsend pone un muy buen ejemplo: la ciudad de Río de Janeiro, para prepararse para los Juegos Olímpicos de 2016 y alejar su imagen de ciudad atrasada, contrató a IBM para que les crease un centro de control desde el cual dirigir toda la ciudad. Existe, y se ha publicitado como un lugar del futuro, desde donde tener presentes todos los aspectos de la gestión urbana, cámaras, tráfico, agua, energía, paso de peatones… pero, pese a ello, no sirve para nada, ni puede hacer mucho más que gestionar la información que recibe. Además, la publicidad de IBM lo presentaba como un modelo a seguir por todas las otras ciudades, un cerebro extrapolable que toda ciudad del futuro desearía poseer.

En cambio, Alessandro Angelini, doctorando en antropología en la City University de Nueva York, estudió a los chavales de la calle en el llamado Projeto Morrinho, un acercamiento a la realidad de las calles desde la visión del arte (empezó como un proyecto documental). «IBM’s creation encodes the city in an inelastic stream of data, but de boy’s spins an enriching oral history of a typical favela’s human journey. The computer model may tell us what is happening, but the boy’s tells us why. The boy’s approach is undoubtedly the way any community would prefer to be modeled, not as a collection of objective physical measurements but as the subjective story of a living, feeling organism.» (p. 92).

Es la tesis principal del libro: la visión capitalista de IBM, una empresa que pretende ganar dinero instalando la misma tecnología en todas las ciudades (además del jugoso pastel que le puedan dar los datos obtenidos) frente a la visión ciudadana, fragmentada, diversa y autoorganizada, o ni eso. Pero Townsend, aunque tenga mucho de razón y presente gran cantidad de datos y de proyectos, no es parcial: él forma parte de uno de los dos bandos, ha sido hacker, activista, trabaja como consultor urbano y es de Nueva York, ciudad extremadamente activa. Se echa de menos un estudio o una aproximación algo más realista de qué puede suceder si el bando activista no consigue suficiente fuerza, o cómo luchar contra la imposición de un modelo de smart city generado en los despachos de grandes multinacionales.

En ese sentido, el capítulo 3 es de lo mejorcito del libro. Se titula «Cities of Tomorrow», pero no habla de las ciudades del futuro… sino de las actuales, vistas desde el ayer. «En 1850, cuando Ildefons Cerdà imaginaba una nueva Barcelona, no formaba parte de la compañía del ferrocarril ni de la del telégrafo. Simplemente trataba de crear una ciudad mejor usando las nuevas tecnologías. Pero en la actualidad las grandes compañías han usurpado el liderazgo sobre los tipos de ciudades del futuro.» (p. 93). A continuación se explica la historia de Ebenezerd Howard y sus ciudades-jardín (de las que ya hablamos aquí, y también a propósito de Jane Jacobs) y del papel que tuvo Geddes en convertir esa idea utópica en algo pragmático.

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Construcción de la exposición Futurama (1939)

Howard sought to work from a clean slate, but Geddes believed that mass urbanization was not to be feared. «Civics», as Geddes called the application of the then-new field of sociology to practical problems, intended to address social decay by mending the physical structure of existing cities. In stark contrast to utopian designers like Howard, who took a decidedly paternalistic approach to the problems of cities, Geddes believed that progress required the full participation of every citizen. […] Trained as an evolutionary biologist, Geddes saw the city as an organism rather than a machine, in stark contrast to the engineers and architects who dominated the nascent urban planning movement. (p. 96).

Poco después hubo otra batalla: la lucha por las calles de las ciudades americanas, que duró poco más de 15 años y se decidió cuando los ingenieros se aliaron con el vehículo en la defensa de dos principios incuestionados: la eficiencia y la modernización. Ambos conceptos, el del rediseño de las calles de las ciudades americanas y el de la ciudad jardín, se unieron para acabar generando lo que hoy conocemos como suburbia, o el sprawl, y que ya estaba expuesto en la Exposición Universal de Nueva York de 1939, precisamente con el nombre de Futurama: lo que hoy ocupa todo el Cinturón del Sol (Atlanta, Phoenix, Dallas, modelo que además China parece interesada en emular): una extensión de casas unifamiliares y de calles de sentido único donde el coche es necesario para conseguir cualquier servicio.

La batalla estuvo perdida hasta 1960, aproximadamente, cuando Robert Moses quiso destruir el barrio de Jane Jacobs. Una batalla más, pero esta vez se enfrentó a una mujer que supo ponerle freno, y los urbanistas tuvieron que replantearse sus ideas y su forma de entender -y diseñar- las ciudades. «Los urbanistas tuvieron que reinventarse. Anteriormente su papel había sido el de ingenieros objetivos de los que se esperaba que diseñasen la solución ideal que imponer sobre la ciudad sin objeciones. Ahora se esperaba que aconsejasen en las conversaciones sobre el futuro de la ciudad, ofreciendo información y análisis que permitiesen a las comunidades tomar sus propias decisiones. Una nueva generación de estudiantes, radicalizada por los conflictos sociales de los 60, llevó la profesión más allá, convirtiéndose en abogados de las minorías sociales.» (p. 104). En ese sentido, las compañías tecnológicas «son una actualización del siglo XXI del paternalismo del XX, un intento de solucionarnos los problemas» (p. 113).

Capítulo 4, «The Open-Source Metropolis», donde se analizan las alternativas a la tecnología de las grandes empresas. «Los gigantes tecnológicos que construyen smart cities prestan atención a la tecnología, no a la gente, y están especialmente interesados en reducir costes y eficiencia, ignorando, en general, el proceso creativo de cómo aprovechan la tecnología las clases populares» (p. 118). Siguiendo una máxima escrita por Willian Gibson (autor de Neuromante, emblema del cyberpunk, escritor de ciencia ficción que hoy escribe sobre el presente), «The Street finds its own uses for things». «When you start paying attention to what people actually do with technology, you find innovation everywhere. The stuff of smart cities -networked, programmable, modular, and increasingly ubiquitous on the streets themselves- may prove the ultimate medium for Gibsonian appropiation. Companies have struggled to make a buck off smart cities so far. But seen from the street level, there are killer aps everywhere.» (p. 119).

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A continuación se habla de Dodgeball, una aplicación que no tuvo éxito y cuyo creador quería algo similar al Mapa del Merodeador de Harry Potter, y que se acabó convirtiendo en Foursquare, una app que tuvo mucho más éxito (hablamos de 2015, el libro se publicó en 2013) porque mostraba lugares interesantes a los que ir de las ciudades, además relacionándolos con los amigos o contactos de cada uno e incluso desbloqueando logros (ir cinco días seguidos al gimnasio o visitar cuatro bares en una misma noche). Towsend lo muestra como ejemplo de cómo la tecnología puede afectar al ciudadano en las smart cities: ofreciéndole algo próximo. Otro ejemplo: en Nueva York, como en otras ciudades con alcantarillado antiguo, cuando hay grandes lluvias, las cañerías van tan sobrecargadas que las depuradoras locales no dan abasto, y se ven obligadas a abrir compuertas y dejar escapar al río (¿el Hudson?) o al mar las aguas sin depurar. Cada vez que un ciudadano tira de la cadena, la cantidad de agua en las tuberías aumenta, por lo que aumenta la cantidad de agua no depurada que se deja pasar. Leif Percifield (aquí su twitter) tuvo una idea genial: colocar un pequeño aparato (Arduino) en las cañerías para que, al alcanzar determinado nivel de agua, encendiese una lucecita en los baños de los habitantes de la zona, para avisarles de que, por favor, no tirasen de la cadena hasta que la luz se apagase. Me pareció una forma divertida y eficiente de usar las nuevas tecnologías, lo que una smart city debería ser.

Instead of big data, [Arduino y sus posibles aplicaciones] lets us collect and spread a few bits that really matter. The promise is that we’ll build the hardware of smart cities just like we built the web, by empowered users one little piece at a time. (p. 140).

El ejemplo de la creación y desarrollo de internet es bueno para el modelo de creación de una smart city: una red descentralizada, replicada, donde cada cual puede aportar a su manera.

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