Visiones de privatopía, Carmen Bellet

El título completo de este artículo, aparecido en «Scripta Nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales» (Vol. XI, núm. 245 (08), 1 agosto de 2007) es «Los espacios residenciales de tipo privativo y la construcción de la nueva ciudad: visiones de privatopía». En él, Carmen Bellet Sanfeliu, del Departamento de Geografía y Sociología de la Universidad de Lleida, repasa las principales características de los espacios residenciales cerrados (ya sea de forma simbólica, ya sea de forma física, como las gated communities de que hemos hablado a menudo) e indaga en las causas tras su proliferación. El artículo está disponible aquí.

Sea cual sea su forma (barrio cerrado, urbanización privada, club de campo, gated community), estos entornos son «el producto residencial neoliberal y posmoderno por excelencia». Por un lado, suponen el máximo punto de elección: cuando un ciudadano puede escoger, no ya sólo el entorno en el que quiere vivir, sino el tipo de personas por las que se va a rodear. Además, y teniendo en cuenta que la seguridad es uno de los principales valores con los que se publicitan, los entornos residenciales cerrados «resultan ser el cobijo ideal para superar todas aquellas inseguridades e incertidumbres que genera la sociedad postmoderna».

Bellet destaca dos posibles respuestas a los miedos generados por la «sensación de inestabilidad e inseguridad» de estos tiempos: la primera consiste en «retraerse del conjunto de la sociedad en unidades más pequeñas, más controlables y seguras», como las gated communities o cualquier tipo de barrio cerrado o urbanización privada. La segunda respuesta consiste en escapar mediante la huida a «mundos paralelos, perfectos y fantásticos», como son los resorts residenciales, comunidades tipo club o las ciudades simulación creadas por el Nuevo Urbanismo en Estados Unidos (el ejemplo es la famosa Celebration de Disney, a la que volveremos luego pero que ya hemos tratado en otras ocasiones en el blog).

La literatura académica tradicionalmente ha asociado los procesos de fragmentación y privatización urbanos a determinados usos y funciones: los espacios de producción (parques industriales), parques empresariales y complejos de oficinas, espacios de ocio y consumo (centros urbanos privatizados, centros comerciales, parques temáticos), e incluso con algunas megaestructuras públicas (centros culturales, centros educativos y universidades, centros de convenciones, aeropuertos y estaciones de transporte, etc.). Sin embargo en las dos últimas décadas los procesos de privatización han penetrado de forma clara en los usos residenciales a través de diversas tipologías (comunidades cerradas, condominios, supermanzanas, urbanizaciones y complejos privados) y empiezan a ser familiares, como ya hemos apuntado, en casi cualquier gran ciudad del planeta (Webster, 2001).

Desde esta perspectiva, igual que se pasa de un fordismo de mediados del pasado siglo a un postfordismo donde las empresas tratan de llenar nichos muy específicos, desde el punto de vista del consumo se podrían ver los entornos residenciales privativos como una «hiperespecialización» residencial, un tema que Bellet va recorriendo durante el resto del artículo. Por un lado, las comunidades se erigen como «micro-universos», «un pequeño fragmento homogéneo en su sino que poco o nada tiene que ver con aquello que lo rodea». Son entornos poco diversos (de ahí, precisamente, su atractivo: que uno pueda vivir rodeado de aquellos que son como él): algunos por edad, otros por creencias religiosas, características sociales o, las veces en que estos factores no son los decisorios, y se priman otros como puedan ser estéticos o hasta emocionales (la vuelta a una idílica comunidad rural, por ejemplo), la segregación la impone el precio de acceso o de residir allí.

Pero, aunque soterrada, la elección de vivir en un entorno cerrado esconde siempre la segregación.

Las normas establecen y salvaguardan el estilo de vida y determinan, por lo tanto, el tipo de población que puede residir en el desarrollo residencial. El posible comprador o habitante se convierte así también en parte del producto. El estilo de vida que se vende, junto al precio, es uno de los elementos que genera segregación sin hacerlo sin embargo de forma abierta. Si la segregación es políticamente incorrecta e inaceptable, el hecho de elegir una comunidad por su estilo de vida es al contrario una actitud valorada positivamente ya que encaja perfectamente en la historia y tradición norteamericana (Degoutin, 2006, pp. 99). [el destacado es nuestro]

Esto tiene dos efectos devastadores. Por un lado, se crea un sistema social donde cada uno vive en el entorno que le corresponde en función de sus ingresos, su forma de vida, el color de su piel o la edad. Las comunidades resultantes son lugares libres de heterogeneidad, de diferencias, de encuentros desafortunados, con lo que sus habitantes se desacostumbran al hecho de que la ciudad, el resto del mundo fuera de su comunidad, es un entorno diverso en razas, edades y comportamientos. Como denunciaba Richard Sennet en El declive del hombre público, por ejemplo, olvidan cómo lidiar con la diferencia o el conflicto, algo inherente a los lugares donde vive gran cantidad de personas. Y, si nos disculpan el chascarrillo, se genera el personaje caracterizado como «Karen» en Estados Unidos (obviando el machismo de que sea un personaje femenino): un ser asocial que no comprende, ni tolera, ni respeta, que haya otras personas viviendo en un espacio público de modos alternativos al suyo.

El otro gran problema generado por el auge de estas comunidades es que se convierten en los garantes de los derechos y necesidades de sus habitantes. La protección ya no viene de la policía (servicio público), sino de un servicio privado de seguridad (en Estados Unidos ya hay más vigilantes -privados- que policías -públicos-), con lo que eso conlleva de pérdida del nivel de democracia o respeto hacia las leyes (seguramente sea complicado obligar a tu jefe a aparcar bien el coche, si quieres mantener el puesto de trabajo). Lo mismo sucede con las cañerías, el mantenimiento de las calles, la iluminación… Puesto que pasan a ser servicios privados de la comunidad, que además sus habitantes tienen que pagar, éstos se liberan de la necesidad de tener que pagar también los servicios públicos de la ciudad en la que habitan, degradándola. Porque los habitantes de enclaves privatizados siguen usando la ciudad, pueden visitarla, pueden trabajar en ella, recorrer sus calles y, seguramente, esperen que los servicios se sigan manteniendo; pero, puesto que ellos ya financian los servicios de sus comunidades, a menudo con enormes presupuestos, no sienten esa obligación hacia los lugares donde no residen.

Esto es algo que, en general, sólo podía suceder en Estados Unidos y en entornos con una tradición similar y que Bellet relaciona, de forma muy acertada, con la white flight, la huida de las clases medias blancas durante mediados del siglo pasado del centro de la ciudad hacia los entornos residenciales; hacia suburbia, vaya.

Una gated community no consiste solo en una agrupación de viviendas delimitadas por un perímetro controlado, sino que busca además crear un espíritu de comunidad, de colectivo con valores y visiones similares (Kunstler, 1993, 1996; Hayden, 2004). Ningún otro país posee una tradición y herencia tan rica en la materialización física de utopías (religiosas, políticas y sociales) ni la fuerza de la democracia directa y gobierno local que da a las diferentes comunidades una gran autonomía (Fishman, 1987; Braudillard, 1986; Judd y Swanstrom, 1994). El espíritu de la búsqueda del ideal comunitario que trajeron consigo los pioneros y exploraron algunos en el nuevo mundo persiste aún hoy, aunque sea tan solo, las más de las veces, utilizado como un reclamo publicitario y estrategia de venta. No es casual que nos sea tan difícil de traducir el nombre, gated communities, tras del cual, no solo hay un producto físico, sino también otras muchas dimensiones que van ligadas, por un lado, a la visión utópica sobre la comunidad y, por otro, a la autonomía en el gobierno que históricamente se ha desarrollado a escala comunitaria, la escala más próxima al ciudadano y a los intereses de grupo. Aún hoy muchos de los nuevos desarrollos son vendidos con el sueño de participar en la construcción de una comunidad, de una utopía colectiva.

El final del artículo lo dedica Bellet a analizar ciertas comunidades y sus entornos idílicos, convertidos en simulaciones de parque temático. El primer ejemplo es Celebration, la comunidad erigida por Disney con «la tematización absoluta del espacio como punto fuerte del desarrollo» y un control total del espacio, sus usos y su diseño, amén, claro, de una gestión privada de todo el conjunto y de los servicios. «En Celebration, como ya hizo en sus parques temáticos, Disney evoca una forma urbana sin producirla.»

Celebration. La fotografía es de Mark Power para Magnum.

Otros ejemplos son Seaside, en Florida, el pueblo tan idílico que se usó como metáfora de un plató gigante para la película El show de Truman (y uno se pregunta qué sentirían sus habitantes, si orgullo o vergüenza por tal elección como decorado) o Hamlet Estates, en Jericho (Long Island, Nueva York), una paradoja de comunidad simulada puesto que todos sus edificios se basan en la arquitectura de las obras de Frank Lloyd Wright… mezclando todas sus épocas y sin tener nunca en cuenta que el famoso arquitecto las diseñó atendiendo a sus entornos y, en general, valorando que estuviesen rodeadas de naturaleza, y no apiñadas unas junto a las otras.

Los habitantes de los desarrollos residenciales privados, y los usuarios de los otros enclaves urbanos privados, no renuncian al consumo del espacio público, de la ciudad tradicional, pero se desentienden y renuncian expresamente a su construcción y mantenimiento. No hay intercambio con la ciudad tradicional, con la esfera pública, solo puro consumo.

Y es precisamente en el aspecto de la corresponsabilidad de todos en la construcción de la esfera pública, para con la sociedad y la ciudad, lo que debe de reclamarse a promotores, propietarios y habitantes de esos desarrollos y enclaves privados.

Y, algo más adelante, tras analizar el auge de las gated communities:

La única manera de revertir el proceso radicaría en la regeneración de aquellas condiciones que hacían a la ciudad digna de ser vivida, las mismas condiciones que recrean buena parte de esos enclaves: la provisión de seguridad, medio ambiente y entorno saludable y presencia de espacios públicos, equipamientos y servicios necesarios.

Las citadas condiciones, antes proveídas por la esfera pública, son facilitadas hoy de forma más eficiente por la esfera privada.

Por ello, Bellet propone la creación de un reglamento específico para estas comunidades que ayude a gestionar las relaciones entre ciudad y gated communities pensando en el bienestar general, no el de unos pocos.

«Una década de la nueva sociología urbana», Sharon Zukin

En 1980, Sharon Zukin publicó un artículo titulado «A Decade of the New Urban Sociology» (Theory and Society, Vol. 9, Noº 4, pp. 575-601), «Una década de la nueva sociología urbana», donde recogía los cambios que estaban sucediendo en la disciplina, así como los errores conceptuales que se iban arrastrando desde la Escuela de Chicago, y proponía algunos temas nuevos a tratar. Los dos nombres esenciales sobre los que pivota el artículo son los de Castells y Harvey, y la parte central del mismo consisten en una comparación entre el enfoque, y la obra, de estos dos pesos pesados del tema urbano.

Uno de los hitos que marcó la debacle de la Escuela de Chicago fue, como aprendimos en La Escuela de Chicago de Sociología, la irrupción de nuevas herramientas y los métodos estadísticos a la disciplina. De repente, todos los estudios trataban de cuantificar datos para evidenciar hipótesis ya asumidas, por lo que los sociólogos, como comenta Zukin, se convirtieron en asalariados del Estado gracias a las muchas universidades y fundaciones que los apoyaban.

Essentially, urban sociologists took as their tasks tracking the movement of people, social and economic activity, and spatial forms in the process they called «urbanization,» and finding the uniformities of behavior and belief they called «urbanism». Both the process of urbanization and the pattern of urbanism were considered universal, inexorable characteristics of social change (p. 575)

Puesto que estos movimientos demográficos y cambios se daban como algo natural, las metáforas con las que fueron descritos eran, lógicamente, la biología y la ecología (y de ahí la ecología urbana de los de Chicago, que si consiguieron tal renombre fue más por su capacidad «periodística» de bajar a la calle y describir lo que veían que por una gran estructura teórica con que envolverla). Del mismo modo que consideraban que las «áreas naturales», término que nunca llegaron a concretar pero que podía incluir Little Italy, el barrio judío o el gheto negro (pero nunca los barrios blancos de clase media o alta), acabarían fundiéndose en una especie de crisol (melting pot) homogéneo, blanco y de clase media, daban por sentado que las decisiones de dónde vivir de las personas eran elecciones que tomaban, más que situaciones a las que se veían abocados.

En esta hipótesis en la que estaban (que, de nuevo, más que una hipótesis era una visión concreta, no cuestionada), cualquier disrupción en el orden establecido se tomaba como algo que debía ser estudiado de modo puntual; y ni la infraestructura ni el estado tenían nunca nada que ver en ello.

Las crisis contraculturales de los 60 (Zukin cita los disturbios negros en los ghetos y mayo del 68), que la sociología no fue capaz de adivinar, supusieron un pequeño cambio en el objeto de la disciplina, que se centró en la renovación urbana, el sistema criminal o las políticas de bienestar. De nuevo, acudiendo a la estadística y los grandes números.

Hubo tres corrientes, sin embargo, que buscaron un nuevo enfoque. La primera, los empiristas radicales americanos (los términos son los que usa Zukin) que, esquivando la doctrina oficial, estudiaron la competencia social entre clases, con las luchas de vecindad, por las escuelas en los barrios, la violencia del estado en ciertos sectores… Luego estaban los británicos neoweberianos (que ya vimos en Sociología Urbana de Francisco Javier Ullán de la Rosa), «donde los urbanólogos (urbanologist, ?) ya habían desarrollado una tradición de investigación aplicada en reparar una distribución desigual de los recursos», y finalmente, claro, los marxistas franceses. Tal vez por ser «latecomers to the urban sociology» (suponemos que Halbwachs y Chombart de Lauwe no cuentan para Zukin) y por no tener el mismo respaldo del estado que en Estados Unidos, los franceses se presentaban como mucho más teóricos y críticos ante el Estado, y venían marcados por tres claras influencias: la crítica de Lefebvre «de la sociedad urbana en términos de la reproducción social del capitalismo industrial», la distinción de Touraine entre «las distintas formas de acción social» y las tesis de Althusser al marxismo francés. Ahí es nada.

Los tres frentes trataban de convertir la sociología urbana en una disciplina científica.

… they have been critically re-evaluating the history of urbanization. Rather than merely document the successive emergence of urban forms (e.g., the change from the pre-industrial to the industrial city, or the reproduction of metropolitan urban forms in colonial and post-colonial capitals), their historical analysis focuses on the hegemony of urban forms within social formations and the hegemony of metropolitan culture within the world system as a whole; the rise and decline of particular cities; and the political, ideological, juridical, and economic significance of particular urban forms, especially in advanced capitalist societies. (p. 579)

Sus temas, ahora, enlazaban «la urbanización, la búsqueda del beneficio capitalista, los intentos del estado por moderar los conflictos de clase»; los sociólogos tuvieron que aprender a usar términos políticos y económicos y tuvieron que abrirse a nuevas disciplinas, pues el estudio de la ciudad no podía ser un campo cerrado. Pero la disciplina se abrió tanto que el propio significado del término «urbano» iba quedando difuminado.

But the very congruence, from 1500 to 1900, of urbanization, industrialization, and capitalist development raised the logical possibility that «urban» phenomena could be subsumed by either «technology» or «mode of production» and therefore deserved no study of their own. Empirically, if world-wide urbanization and «metropolitanization» covered the face of every society, then the study of cities per se was superfluous. Methodologically, if cities merely reproduced the contradictions of a given social structure, then the study of cities was essentially identical with studying society as a whole. (p. 580).

Estas dudas fueron las que llevaron a la pregunta de Castells sobre si existía una sociología urbana; lo que no impidió, como comenta con cierta ironía Zukin, que se siguiesen publicando artículos bajo el mismo paraguas. Las principales obras del momento eran, según la autora, el estudio de casos históricos que ponían de manifiesto esa estructura teórica que aún se estaban desarrollando, como la investigación de Jean Lokine sobre el desarrollo urbano de París entre 1945 y 1972, que evidenciaba los conflictos de clase y de trabajo en temas cómo dónde se construían estaciones de tren de alta velocidad (al servicio de las clases altas), la competencia por el espacio central y la creación, en concreto, de La Défense. Zukin escoge el desarrollo de este centro económico porque pone de manifiesto la importancia creciente del capital global, así como la concentración de recursos para el capital que podrían haber sido usados para mejorar las condiciones de otras clases sociales; además de la creación de horribles espacios arquitectónicos que no se integran con la ciudad sino que se erigen como sede del poder transnacional.

A pesar de las distintas corrientes que iban surgiendo en la disciplina, sin embargo, dos nombres brillaban con luz propia: Manuel Castells y David Harvey.

Both are historical materialists. For Castells, the four «elements of urban structure» –production, consumption, exchange, and institutions– are determined by the reproduction of the means of production and the reproduction of the labor force in any given social formation; for Harvey, the «urban process under capitalism» is created through the interaction of capital accumulation and class struggle. While Castells is more eclectic in his sources and his data, ranging in his empirical work from France to Latin America and in his interpretations to every existing type of social formation, Harvey is more judicious and more exact, concentrating on American society and on economic data. Castells’ inclusiveness tends to diffuse his framework into definitions and categories whose unification rests on structuralist premises. Harvey’s narrower focus produces a more functionalist marxist approach which demonstrates, rather than assumes, connections between trends and structures. They differ, too, in emphasis. Castells –and the studies that he has inspired in both France and the United States– tends toward treating the city in terms of the problems of social reproduction; Harvey focuses on the city’s role in the production of capital. Just as Harvey emphasizes investment flows, mediating financial institutions, and credit mechanisms, so Castells is drawn to the urban segregation of social classes and the rise of grass-roots political movements. (p. 584)

Castells da mayor importancia a la lucha de clases y la intervención política; el Estado juega un papel importante porque es quien controla la planificación urbana y quien redistribuye los recursos, por lo que todo movimiento social aparece como una pugna por obtener control estatal. Castells presupone la existencia de un «compromiso de mínimos» mediante el cual el Estado, pese a que no sea provechoso para el capitalismo ni ofrezca réditos directos, redistribuye ciertos bienes sociales (educación, sanidad). Harvey comprende, por su parte, que la resistencia organizada fuerza a las estrategias capitalistas a ciertos compromisos, pero en general se centra en el rol del Estado como facilitador de las reglas del juego que impiden que el capitalismo sea víctima de sus propias acciones (como se hizo con la crisis de 2008, cuando se socializaron las pérdidas de los bancos y no se obligó al capital a responsabilizarse de sus decisiones).

Las crisis urbanas son, para Harvey, de acumulación de capital; para Castells, de consumo. Según Harvey, el capital se acumula de forma grotesca para obtener beneficios hasta que la zona deja de ser rentable o surge una que lo es más (lo llamará «coherencia estructurada«, algo que ya vimos). Sin embargo, aunque el capital se retire y la zona se devalúe, al mismo tiempo retiene cierto capital social y cultural, que puede ser usado de nuevo para obtener beneficios. Por ello, el propio flujo del capitalismo es el que va generando zonas de desarrollo desigual, en función de sus necesidades.

Para Castells, en cambio, dichas crisis son fruto de factores sociales y políticos, en concreto, del fallo en la gestión del consumo colectivo, y se deben a las propias limitaciones del estado (ya sean intrínsecas, como la imposibilidad de gestionar determinado número de demandas sociales, como impuestas por el propio capital, que vería de otro modo limitada su capacidad para obtener beneficio). Cuando se alcanzan estos límites es cuando surgen las crisis urbanas.

Pese a estas y otras diferencias, ambos coinciden en que «el espacio urbano se produce deliberadamente como respuesta a las necesidades del capital. Puede ser monopolizado por algunos grupos y luego «liberado» de su posesión por grupos no dominantes, pero –a diferencia de los supuestos de la Escuela de Chicago– el espacio urbano nunca sucede como una creación natural o espontánea» (p. 589). Ambos coinciden, también, en criticar la desigualdad con que se reparten estos beneficios y cómo el modo de producción capitalista está relacionada (si no es la causa directa) en ella.

En la parte final del artículo, Zukin destaca los cuatro temas que, a su parecer, la sociología aún tiene pendiente tratar:

  • el papel de la ciudad en la acumulación de capital;
  • el papel de la ciudad como acumulador de mano de obra barata;
  • la penetración de la política y economía nacionales en lo local (que se refiere a la carencia de autonomía por parte de las ciudades, puesto que siempre son elementos que forman parte de un país, aunque las últimas décadas las han llevado a tratar de ser cada vez más autónomas para superar este hecho);
  • la coordinación de una matriz urbana de interruptores en la estrategia de investigación que relaciona la producción y el consumo, es decir, la centralidad de las ciudades como lugares de control, comunicación y acumulación, pero también como entes «complejos» donde se desarrollan nuevas formas de consumo y producción que luego se exportan al resto de lugares (por poner un ejemplo relativamente banal, los «cazadores de tendencias» de moda se dan en entornos urbanos; y luego sus decisiones se popularizan y se exportan a todos los ámbitos, algo que la visibilidad de las redes está llevando a entornos no necesariamente exclusivamente urbanos).

Como cuestión final, Zukin se vuelve a plantear si «aún existe una cultura urbana o un mito urbano que no esté completamente determinado por el capital o la tecnología» (p. 598). Teniendo en cuenta los caminos que recorrerían Castells o Harvey, por ejemplo (el espacio de los flujos del primero, la acumulación flexible del segundo, por citar sólo unos pocos, y teniendo en cuenta los muchos que aún nos quedan por descubrir en las lecturas del blog), la respuesta aún no está definida; pero siguen existiendo estudios urbanos, felizmente.

«De los espacios otros», Michel Foucault

Esta semana hemos empezado la lectura de Postmodern Cities & Spaces, una recopilación de artículos editada por Sophie Watson y Katherine Gibson que analiza las nuevas formas espaciales surgidas a finales del pasado siglo (el libro es de 1995). De las tres partes que lo componen, la primera gira alrededor de un concepto que ya es conocido en el blog: la heterotopía de Foucault. Puesto que los dos primeros artículos de la antología eran, en esencia, un resumen del artículo original de Foucault, pensamos que tal vez era el momento de leerlo.

«Des espaces autres», título original del artículo, proviene de una conferencia de Foucault en el «Cercle des études architecturals» del 14 de marzo de 1967. No se incluyó en el cuerpo «oficial» de las obras de Foucault hasta que fue publicado, póstumamente, en la revista Architecture, Mouvement, Continuité de octubre de 1984. Es muy fácil de conseguir en internet y muy sencillo de leer (apenas seis páginas), además de más que interesante; no sólo porque el concepto esencial, la heterotopía, haya hecho fortuna en las ciencias sociales que orbitan alrededor del espacio (antropología, claro, sociología, geografía, etc.), sino por las propias reflexiones de Foucault.

«La época actual quizá sea sobre todo la época del espacio», dice Foucault al poco de empezar. El espacio medieval estaba claramente jerarquizado, o, al menos, claramente organizado: había espacios profanos y espacios sagrados, espacios urbanos y espacios rurales; estaba la civilización y el exterior, el bosque innombrable, el lugar donde no existían leyes, ni humanas ni divinas. Se olvida Foucault de las zonas que, aún existiendo, no estaban claras: las marcas, los pasos fronterizos, la no man’s land de la que hablaba Manuel Delgado en El animal público: lugares surgidos, o creados con ese objetivo, como espacios indeterminados donde todo podía suceder fuera de los límites; como veremos algo más adelante, espacios liminares.

Ahora bien, a pesar de todas las técnicas que lo invisten, a pesar de toda la red de saber que permite determinarlo o formalizarlo, el espacio contemporáneo tal vez no está todavía enteramente desacralizado –a diferencia sin duda del tiempo, que ha sido desacralizado en el siglo XIX. Es verdad que ha habido una cierta desacralización teórica del espacio (aquella cuya señal es la obra de Galileo), pero tal vez no accedimos aún a una desacralización práctica del espacio.

Ésta es la tesis primera del artículo: que el espacio aún no ha sido desacralizado, que siguen existiendo antinomias como espacio público y privado o espacio de trabajo y espacio de ocio. Algo que, creemos, ha sucedido ya desde los tiempos de publicación del artículo. El espacio…. postmoderno, podríamos decir (teniendo en cuenta el origen que nos ha llevado a esta lectura), o postfordista, si lo prefieren, incluso globalizado, es un espacio desacralizado. No hace falta pensar en el confinamiento y la pandemia actuales para ver cómo se han soslayado los espacios de trabajo y ocio e incluso vivienda; ni pensar en personas maquillándose en el metro o trabajando con su smartphone o portátil en el tren. Podemos volver al concepto de los territoriantes de Muñoz: el espacio no es un absoluto que se transita a voluntad del poder (aunque dicha voluntad exista y sea insoslayable, claro), sino una construcción social más o menos individual o comunitaria.

Dicho de otra manera, no vivimos en una especie de vacío, en el interior del cual podrían situarse individuos y cosas. No vivimos en un vacío diversamente tornasolado, vivimos en un conjunto de relaciones que definen emplazamientos irreductibles los unos a los otros y que no deben superponerse.

Los espacios se pueden definir, pues, como emplazamientos determinados por su red de relaciones. «Se podría describir, por el haz de relaciones que permiten definirlos, estos emplazamientos de detención provisoria que son los cafés, los cines, las playas. Se podría también definir, por su red de relaciones, el emplazamiento de descanso, cerrado o medio cerrado, constituido por la casa, la habitación, la cama, etc.»

Pero los que me interesan son, entre todos los emplazamientos, algunos que tienen la curiosa propiedad de estar en relación con todos los otros emplazamientos, pero de un modo tal que suspenden, neutralizan o invierten el conjunto de relaciones que se encuentran, por sí mismos, designados, reflejados o reflexionados. De alguna manera, estos espacios, que están enlazados con todos los otros, que contradicen sin embargo todos los otros emplazamientos, son de dos grandes tipos.

El primero es la utopía: los emplazamientos sin lugar real. Una serie de relaciones tal que no se puede atribuir a ningún lugar existente, pero que nos sirve para plantear la validez de esas relaciones y, a la vez, cuestionar las relaciones existentes en nuestros lugares reales.

También existen, y esto probablemente en toda cultura, en toda civilización, lugares reales, lugares efectivos, lugares que están diseñados en la institución misma de la sociedad, que son especies de contra-emplazamientos, especies de utopías efectivamente realizadas en las cuales los emplazamientos reales, todos los otros emplazamientos reales que se pueden encontrar en el interior de la cultura están a la vez representados, cuestionados e invertidos, especies de lugares que están fuera de todos los lugares, aunque sean sin embargo efectivamente localizables. Estos lugares, porque son absolutamente otros que todos los emplazamientos que reflejan y de los que hablan, los llamaré, por oposición a las utopías, las heterotopías; y creo que entre las utopías y estos emplazamientos absolutamente otros, estas heterotopías, habría sin duda una suerte de experiencia mixta, medianera, que sería el espejo.

La experiencia del espejo, pese a su interés, la dejamos para la filosofía y la estética. La heterotopía es, pues, un «contra-emplazamiento», un lugar que cuestiona de algún modo el resto de los emplazamientos. En el siguiente párrafo Foucault sugiere la creación, no de una ciencia, «porque es una palabra demasiado prostituida ahora», sino una especie de «lectura» o catálogo de estos espacios: una «heterotopología». Que no sería válida por el mismo motivo por el que no lo es un catálogo de espacios liminares: porque no son categorías estancas, como insiste Marc Augé respecto a sus no lugares. Un aeropuerto es un no lugar para el viajero pero es un lugar para sus trabajadores; un hotel es un no lugar para el huésped pero un lugar para el recepcionista y un centro comercial puede ser un no lugar para los compradores ocasionales pero un centro de reunión social para los jóvenes de la zona.

Primer principio de la descripción de las heterotopías. Las heterotopías en los lugares primitivos son lo que Foucault llama «heterotopías de crisis», lugares reservados para personas que se encuentran «en estados de crisis», como adolescentes, mujeres en la menstruación o el parto, viejos… Es decir: zonas liminares. Estas heterotopías de crisis están desapareciendo en nuestra sociedad, aunque quedan restos como los internados o el servicio militar masculino. En su lugar, surgen «heterotopías de desviación»: casas de reposo, clínicas psiquiátricas y, «por supuesto, las prisiones» (estamos hablando de Foucault, al fin y al cabo).

Segundo principio. Las sociedades otorgan una función determinada a sus heterotopías; dicha función puede cambiar a lo largo de la historia. El ejemplo que da Foucault es el cementerio: situado al principio en el centro del pueblo y consistente en poco más que una fosa común donde aparcar a los muertos, va evolucionando hacia un «espacio para después de la muerte» burgués y se traslada a las afueras, para que el recuerdo de la muerte no perturbe la existencia.

«Tercer principio: la heterotopía tiene el poder de yuxtaponer en un solo lugar real múltiples espacios, múltiples emplazamientos que son en sí mismos incompatibles.» Ejemplo de ello son el teatro, que recrea múltiples realidades sobre un escenario rectangular; el cine, o el jardín, que es en sí mismo un microcosmos que recrea un macrocosmos.

Cuarto principio: en general, las heterotopías están asociadas a un «corte de tiempo», una «heterocronía»; puesto que suspenden el espacio, es lógico suponer que también suspenden el tiempo; o que se hayan en un entorno donde ambos quedan suspendidos. Las relaciones entre heterotopías y heterocronías son complejas, claro: desde las «heterotopías del tiempo que se acumulan al infinito», como las bibliotecas o los museos, con su voluntad de ser catálogos de una o de todas las eras; o las heterotopías ligadas al tiempo fútil y efervescente, como las ferias o «las ciudades de veraneo». Lo que, en definitiva, vuelve sobre el concepto de espacio liminar.

Quinto principio: las heterotopías tienen un sistema de apertura y de cierre que, a la vez, «las aíslan y las vuelven penetrables». Hay que llevar a cabo ciertos ritos (a menos que uno se encuentre allí encerrado, como prisiones o geriátricos), algunos de los cuales requieren su propio espacio, como los hammam musulmanes o las saunas escandinavas. Ampliando el concepto, Foucault pone como ejemplo las habitaciones para invitados en las grandes fincas brasileñas (?) o los moteles americanos donde se encontraban los amantes adúlteros en Estados Unidos.

Sexto principio. Las heterotopías son, «con respecto al espacio restante, una función».

O bien tienen por rol crear un espacio de ilusión que denuncia como más ilusorio todavía todo el espacio real, todos los emplazamientos en el interior de los cuales la vida humana está compartimentada (…); o bien, por el contrario, crean otro espacio, otro espacio real, tan perfecto, tan meticuloso, tan bien ordenado, como el nuestro es desordenado, mal administrado y embrollado.

Es decir: o bien se convierten en lugares exagerados que ponen de manifiesto algún aspecto del haz de relaciones de un lugar real (tal vez serían las fábricas del sudeste asiático donde se producen los objetos de consumo del mundo occidental, o simplemente un almacén de amazon donde los trabajadores no tengan tiempo ni para ir al baño); o bien son (aunque Foucault escoge el ejemplo de las colonias) parques temáticos. Recordemos lo que decía Sharon Zukin de Disneylandia: que funciona bien, o al menos da esa apariencia. En primer lugar porque toda función «no agradable» ha sido escondida (la higiene, la eliminación de residuos, etc.) y, sobre todo: porque sus usuarios no son tales, sino clientes que han pagado una entrada.

El concepto de heterotopía, como hemos dicho, ha sido ampliamente utilizado desde entonces, no siempre respetando el sentido original que le dio el autor en este texto. En el blog lo hemos encontrado, sobre todo, en la obra de Stravrides Hacia la ciudad de umbrales, donde la heterotopía era prácticamente un lugar sin ley ocupado por el poder capitalista para llevar a cabo sus desmanes. Aunque nos vienen a la mente los espacios de Post-it City: lugares que no encajan en ninguna otra categoría y que, sin referirse necesariamente a la heterotopía, proponen, sin tener que desafiar a la lectura dominante, una lectura alternativa.

El mercado contra la ciudad

El mercado contra la ciudad. Globalización, gentrificación y políticas urbanas es una publicación del Observatorio Metropolitano de Madrid (Traficantes de sueños, 2015) que recoge siete artículos célebres alrededor de este tema. De los siete, dos ya los hemos reseñado en su propio apartado: «El bello arte de la gentrificación«, de Rosalyn Deutsche y Cara Gendel Ryan, analizaba por un lado el papel de la clase creativa como pioneros de la gentrificación y, por el otro, el apoyo de las autoridades a un arte vacío, sin crítica social ni interés por los modos de producción de la cultura, como era el neoexpresionismo. «A vueltas con la clase creativa«, de Jaime Peck, discutía el concepto de Richard Florida de «la clase creativa» y, sobre todo, las consecuencias urbanas que ha tenido, que convierten los centros de las ciudades en lugares perfectos para la gentrificación y las llena de una arquitectura amable que, además de expulsar a las clases bajas, no tiene en cuenta la redistribución social, sólo el bienestar del ocio de una parte de la población.

El resto de artículos siguen más o menos los mismos temas. La tesis de los autores es que las funciones de las ciudades han cambiado y «se han convertido en gigantescas y sofisticadas mercancías»; de ahí el título de la obra. O, como lo resumirá Neil Smith en el último artículo: las ciudades ya no se ocupan de la reproducción social, sólo de la producción.

Sus estructuras espaciales y relacionales han adquirido valores de mercado, los centros históricos se han transformado en destinos turísticos o centros comerciales al aire libre, las periferias en ciudades dormitorio o espacios residuales de exclusión, y la producción social y cultural en ocio y entretenimiento. La ciudad ya no es ni el lugar donde «el aire te hace libre» (Pirenne, 1910), ni el centro de operaciones de mercaderes, soldados y fraternidades (Weber, 1921), sino una «máquina de crecimiento» (Logan y Moloch, 1987), cuyo desarrollo produce rentas para las élites empresariales y financieras. Esto las convierte en un campo de pruebas de la resiliencia de las comunidades frente a la privatización y financiarización de las instituciones que garantizaban la reproducción social. (p. 18)

«La expulsión de las perspectivas críticas en la investigación sobre gentrificación«, de Tom Slater, también profesor de Geografía Urbana, se publicó en 2008 e intentaba dar un golpe sobre la mesa respecto al modo en que las ciencias sociales abordaban la gentrificación. Tras unos primeros análisis críticos con el tema, puesto que las expulsiones que generaban eran más que evidentes, se pasó a asumir que era una consecuencia inevitable de la transformación de la ciudad. De hecho, el foco pasó de las consecuencias de la gentrificación a las causas; podemos recordar, por ejemplo, el análisis de Neil Smith en La nueva frontera urbana, donde hablaba del diferencial de renta. Precisamente de este autor habla Slater, pero también de David Ley (considera a Smith el representante de la explicación económica y a Ley el de la explicación «cultural»).

De las muchas respuesta que provocó el artículo de Slater (recogidas en el International Journal of Urban and Regional Research), los editores seleccionaron la del sociólogo Loïc Wacquant, discípulo y colaborador de Pierre Bordieu que no deja de aparecer en las bibliografías de los libros que reseñamos y que pronto, esperamos, podremos leer. «Reubicar la gentrificación: clase trabajadora, ciencia y Estado en la reciente investigación urbana«, publicado también en 2008, se quejaba también del abandono por parte de la academia de los estudios críticos sobre la gentrificación.

Al centrarse de manera limitada en las prácticas y aspiraciones de los gentrificadores, mirando a través de unas gafas conceptuales de «color rosa», en detrimento, casi por completo, de la suerte que corren los ocupantes arrinconados y expulsados por la remodelación urbana, estos académicos repiten como loros la actual retórica de los empresarios y gobiernos que identifican la renovación de la metrópolis neoliberal con la llegada de un edén social de diversidad, energía y oportunidades. (p. 145 del libro).

Pero Wacquant iba mucho más allá y engarzaba la desaparición de las críticas ante la gentrificación en una corriente con tres patas distintas:

  • La desaparición de la clase obrera de la esfera pública. Wacquant habla de la «invisibilidad de la clase trabajadora en la esfera pública y en la investigación social de las dos últimas décadas». La desindustrialización, la inestabilidad y flexibilidad en el empleo y el desplazamiento hacia el empleo terciario desregularizado, así como «la universalización de la educación como medio de acceso incluso a puestos de trabajo no cualificados, la unificada y compacta clase trabajadora, que ocupó el lugar central de la escena histórica hasta la década de 1970, se ha marchitado, fragmentado y dispersado». No es que no haya trabajadores: es que nadie se considera a sí mismo un obrero. Más aún: estos cambios han ido acompañados de una «desmoralización colectiva y de una devaluación simbólica en el debate cívico y científico», a medida que los sindicatos han entrado en declive y los partidos de izquierda se han desplazado a la derecha, el famoso «centro». Ahora los intereses de este supuesto «centro» son los que marcan la política. Estos cambios han ido acompañados por su correspondiente cambio de nombre, como la underclass en Estados Unidos o los «excluidos» en Europa.
  • La creciente heteronomía de la investigación urbana. Si hace veinte años (Wacquant se refiere a los 80) «las investigaciones sobre clase y cultura urbana estaban marcadas por las luchas entre escuelas teóricas que competían por el dominio intelectual: la ecología humana, el marxismo, la economía política weberiana y una insurgente corriente culturalista alimentada por las teorías sobre la identidad, el feminismo y el postmodernismo», el desencanto político, la caída de los grandes discursos y, sobre todo, la necesidad de buscar financiación de los investigadores los ha llevado a buscar temas de rabiosa actualidad que no tienen en cuenta los procesos de fondo. Se estudió la «exclusión» y la «integración» en Europa, por ejemplo; los efectos del desempleo en Estados Unidos, la «mezcla social» en Francia o Países Bajos, «todo ello de acuerdo con el objetivo de los políticos de desplegar el territorio, la etnia y la inseguridad como pantallas que oculten la des-socialización del trabajo asalariado y su impacto en las estrategias de vida y en los espacios del proletariado emergente».
  • El Estado como promotor habitacional y agente de limpieza urbana. Aquí Wacquant elimina la falsa distinción entre Smith y Ley hecha por Slater en el artículo anterior. «Tanto la «tesis de la renta diferencial» apoyada por los análisis neo-marxistas, como el enfoque de la «distinción cultural» adoptado por los estudiosos neo-weberianos o postmodernos (que invocan la fraseología de Bourdieu tan rápidamente como hacen caso omiso de sus principios teóricos) o las tesis de la globalización inspiradas por Saskia Sassen dejan de lado el papel fundamental del Estado en la producción no solo del espacio, sino del espacio de los consumidores y los promotores de vivienda.» (p. 152) El peso del Estado no sólo es abrumador en todo contexto (por marcar las estructuras sociales, la fiscalidad, las formas de acceso a la vivienda, etc.), sino que es especialmente importante en los barrios de clase baja, puesto que sus habitantes son más vulnerables a las políticas públicas de acceso a la vivienda. Más aún: son las políticas policiales y de seguridad del Estado las que criminalizan la pobreza y patrullan los nuevos barrios gentrificados o en proceso; cuando no son, directamente, una parte interesada, al vender terrenos de esos mismos barrios en condiciones favorables a empresas inmobiliarios o fondos de inversión. «Sin las agresivas campañas de vigilancia policial en las calles desplegadas durante la última década (Herbert, 2006; Wacquant, 2008), impulsadas por la expansión del Estado penal, dentro y alrededor de los barrios en declive, las clases medias no podrían haberse trasladado al centro de las ciudades y la gentrificación no se habría desarrollado más allá de dispersas «islas de revitalización en medio de mares de decadencia»» (p. 152) Wacquant describe el paso del «Estado keynesiano de la década de 1950 al Estado neo-darwinista fin de siècle, que practica el neoliberalismo económico por arriba y el paternalismo punitivo por abajo». Esto se traduce, sobre los pobres, en dispersarlos (progresiva reducción de la vivienda pública) o en confinarlos en espacios reservados (como ya avisó Mike Davis en Ciudad de cuarzo).

«La ciudad como máquina de crecimiento«, de John R. Logan y Harvey Molotoch, ambos sociólogos, es el tercer capítulo del libro Urban Fortunes: The Political Economy of Place, publicado en 1987. El capítulo demuestra que las ciudades, lejos de ser un centro de intercambio o incluso un nexo regional, son el resultado de los intereses de «la máquina local de crecimiento». Valga un ejemplo para entenderlo: el de William Ogden, que llegó a Chicago en 1835, cuando la ciudad apenas contaba cuatro mil habitantes, y se convirtió en alcalde, magnate del ferrocarril y dueño de gran parte de la ciudad. Si Chicago se convirtió en el centro de Estados Unidos (era la ciudad que regulaba el paso de una a otra costa) no fue sólo por su situación geográfica, «sino porque un pequeño grupo de personas (lideradas por Ogden) tuvieron poder para, literalmente, hacer que los caminos se cruzaran donde ellos decidieron». Asimismo, las élites del ferrocarril de San Francisco impidieron que la línea acabase en San Diego, porque temían que su puerto natural convirtiese a la ciudad en un rival. Paradójicamente, prefirieron que la línea acabase en Los Ángeles, puesto que su puerto era completamente inadecuado. Sin embargo, las élites de Los Ángeles consiguieron fondos federales para reformar su puerto, convertido hoy en uno de los principales del mundo. A menudo, defienden los autores, se habla del «bien público» para ocultar los intereses de las élites. Un buen ejemplo sucedió en España con las estaciones del tren de Alta Velocidad, que a veces estaban en zonas despobladas cuyos terrenos pertenecían a políticos del partido dominante.

Sin embargo, si en el siglo XIX estos intereses eran más o menos evidentes (canales, ferrocarriles, grandes vías de comunicación), en el siglo XX son mucho más complejos y se establecen en forma de redes intercomunicadas. Tras todo tipo de iniciativas, destinadas siempre a favorecer un clima de seguridad y estabilidad de cara a las inversiones, siempre subyace la misma ideología: que el desarrollo «es algo que está por encima de las valoraciones políticas y morales». Incluso eventos que en principio no se deben a la obtención de rentas («ciertamente el orgullo cultural de los grupos tribales es anterior a las máquinas de crecimiento») son mercantilizados y canalizados por la máquina del desarrollo (y nos viene a la mente la celebración del Orgullo en Madrid que leímos hace poco de Ignacio Elpidio Domínguez Ruiz).

«Urbanismo neoliberal. La ciudad y el imperio de los mercados«, de Neil Brenner, Jaime Peck (autor de «A vueltas con la clase creativa«, en el mismo libro, que comentamos en la anterior reseña) y Nik Theodore, se publicó en un libro de 2011, The New Blackwell Companion to the City, editado por Gary Bridge y Sophie Watson, si bien el artículo aquí reseñado ha sido ampliado por los autores.

…el neoliberalismo adquirió relevancia por primera vez a finales de los años setenta y principios de los ochenta como una respuesta política estratégica a la sostenida recesión mundial de la década anterior. Frente al descenso de rentabilidad de las industrias tradicionales de producción en masa y la crisis de las políticas del Estado de bienestar keynesiano, los gobiernos nacionales y locales del mundo industrializado comenzaron, tímidamente al principio, a desmantelar los componentes institucionales en los que se basaban los acuerdos de postguerra y a poner en marcha un conjunto de políticas públicas con la intención de expandir la disciplina de mercado, la competencia y la mercantilización a lo largo de todos los sectores de la sociedad. En este contexto, las doctrinas neoliberales se utilizaron para justificar, entre otros proyectos, la desregulación del control estatal sobre las principales industrias, la ofensiva contra los sindicatos, la reducción de los impuestos a las grandes empresas, la reducción y/o privatización de los servicios públicos, el desmantelamiento de los programas de bienestar social, el aumento de la movilidad del capital internacional, la intensificación de la competencia interterritorial y la criminalización de la pobreza urbana. (p. 211)

Para ello usaron instituciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o la Organización Mundial del Comercio (algo que ya leímos en, por ejemplo, La sociedad red o que nos recordaba con otras palabras David Harvey hace nada). Sin embargo, el artículo se centra en los efectos que este neoliberalismo ha tenido en la reestructuración urbana. En efecto, las ciudades han sido entregadas a las fuerzas del mercado; pero, si bien la doctrina neoliberal es que el mercado lo regulará todo, «en la práctica ha conllevado una drástica intensificación de formas coercitivas y disciplinarias de intervención estatal a fin de imponer el imperio de los mercados sobre todos los aspectos de la vida social».

Para ello, el neoliberalismo ha recurrido a una vieja herramienta del capitalismo: la destrucción creativa.

Y, aun así, debido a su dinamismo inherente, el capital vuelve continuamente obsoleto el paisaje que él mismo crea y sobre el que descansa su propia expansión y reproducción. Particularmente durante los periodos de crisis sistémica, los marcos heredados de la organización territorial capitalista se pueden desestabilizar en tanto el capital pretende trascender las infraestructuras socio-espaciales y los sistemas de relaciones de clase que ya no proveen una base segura para la acumulación sostenida. A los efectos de las crisis que se propagan por toda la economía espacial, le siguen procesos de destrucción creativa por los que el paisaje capitalista se ve fuertemente transformado: la configuración de la organización territorial que sostenía la anterior ronda de expansión capitalista se desecha y se rehace para establecer una nueva red de nodos territoriales para el proceso de acumulación. (p. 218)

Lo que nos recuerda la coherencia estructurada de Harvey. Con el neoliberalismo y la globalización, las escalas se han alternado y la nacional ha perdido sentido, por lo que surgen las ciudades como grandes nodos de control y gestión de los flujos. De ahí, también, la competencia entre ciudades y el city branding, tratando de posicionarse como punteras en el ámbito global.

Finalmente, el último artículo corresponde a Neil Smith. «Nuevo globalismo y nuevo urbanismo. La gentrificación como estrategia urbana global» fue publicado en Antipode, vol, 34, núm. 3, julio de 2002. Empieza con cuatro hechos sucedidos por entonces en la ciudad de Nueva York:

  • el «regalo» por parte del alcalde de un «subsidio» de 900 millones de dólares de dinero público a la bolsa de Nueva York para que no abandonase la ciudad, algo que lógicamente no iba a hacer;
  • la búsqueda por parte del Departamento de Educación de profesores de Matemáticas en otros países, puesto que en Estados Unidos escaseaban, lo que entra en la política de subcontrataciones y privatizaciones;
  • el aumento del control social, reforzando las doctrinas de la «tolerancia cero» y avanzando hacia la «ciudad revanchista» que pronosticó el propio Smith en 1996;
  • el anuncio de que Nueva York no permitiría que los coches de diplomáticos de la ONU siguiesen aparcando en doble fila; lo que de por sí no es importante, pero implica una voluntad de las ciudades de reevaluar su situación en el eje de la política internacional.

Los cuatro eventos sitúan el mapa del urbanismo neoliberal que se ha ido instaurando desde los años 80. Sin embargo, Smith considera que el liberalismo del siglo XVIII, de Locke a Adam Smith, se basaba en dos fundamentos: «que el ejercicio libre y democrático del interés personal lleva al bien social colectivo óptimo y que el mercado siempre tiene razón, esto es, que la propiedad privada es la base de este interés personal y que su vehículo ideal es el intercambio en el mercado libre». Sin embargo, durante el siglo XX, y en parte como respuesta a la ola comunista y al socialismo, la vertiente de control social quedó por el camino o, más bien, fue reconvertida a un nuevo papel del Estado como garante de las libertados del comercio y del contexto necesario para su funcionamiento.

«Las conexiones entre capital y Estado, entre reproducción social y control social, han sido alteradas de forma drástica. Y esta transformación, que solo ahora hemos empezado a perfilar, se manifiesta vívidamente en una geografía alterada de relaciones sociales y, más concretamente, en un reescalamiento de los procesos y de las relaciones sociales que genera nuevos anidamientos de escala que a su vez reemplazan las antiguas, comúnmente asociadas a la «comunidad», lo «urbano», lo «regional», lo «nacional» y lo «global». (p. 249; el destacado es nuestro)

Como ya vimos en Desarrollo desigual, del mismo autor. Smith orbita alrededor del concepto de ciudad global de Sassen, aunque le encuentra pegas: para Sassen, la economía global es «una plétora de contenedores» que son los Estados entre los cuales flotan las ciudades; Smith, sin embargo, comprende que se han dado toda una serie de cambios que están resituando las ciudades y que tienen efectos evidentes en ellas. ««Lo urbano» se está redefiniendo de una forma tan dramática como lo global; los viejos contenedores conceptuales (nuestra hipótesis de lo que era o no «urbano» en los años setenta) hacen aguas. La nueva concatenación de funciones y actividades urbanas en relación con los cambios nacionales y globales no solo cambia el «maquillaje» de la ciudad sino la definición misma de lo que (literalmente) constituye la escala urbana.» (p. 250)

La ciudad keynesiana del capitalismo avanzado, en la que el Estado aseguraba grandes áreas de la reproducción social, desde la vivienda a los servicios sociales o las infraestructuras de transporte, representó la culminación de esta relación definitiva entre escala urbana y reproducción social. Se trata de un tema recurrente que ha recorrido el trabajo de los teóricos urbanos de Europa y América a partir de los años sesenta: desde la revolución urbana (Lefebvre, 1971) hasta la crisis urbana (Harvey, 1973) y la explícita definición de lo urbano en términos de consumo colectivo (Castells, 1977), a la vez que constituye una inquietud constante de la teoría urbana feminista (Hansen y Pratt, 1995; Katz, 2001; Rose, 1981). En la medida en que era un centro de acumulación de capital, la ciudad keynesiana era, en muchos aspectos, una mezcla de oficina de empleo y oficina de servicios sociales al servicio del capital nacional correspondiente. De hecho, la llamada crisis urbana de finales de los años sesenta y principios de los años setenta fue generalmente interpretada como una crisis de la reproducción social que tenía que ver con la disfuncionalidad del racismo, la explotación de clase y el patriarcado y la contradicción entre una forma urbana surgida conforme a criterios de acumulación y otra que se tenía que justificar en cuanto a la eficiencia de la reproducción social. (p. 251; los destacados son nuestros)

Por un lado, la industrialización dejó de estar centrada en regiones productivas para enfocarse en las ciudades, que es donde se establecen las sedes de una enorme red que puede extenderse por todo el globo. Por el otro, los propios Estados dejaron de sentirse vinculados o responsables de sus ciudades (que Smith ejemplifica con el famoso titular «Ford to City: Drop Dead» del presidente Ford ante la bancarrota de Nueva York, del que hablamos en «El bello arte de la gentrificación«).

El urbanismo neoliberal es una parte integral de este amplio reescalamiento de funciones, actividades y relaciones, y conlleva un considerable énfasis en el nexo entre producción y capital financiero a costa de las cuestiones relativas a la reproducción social. No se trata de que la organización de la reproducción social ya no module la definición de la escala urbana, sino más bien que su poder para hacerlo está considerablemente debilitado. (p. 255)

Esto se traduce en un urbanismo supeditado a la producción, más que a la reproducción, en una crisis que a veces hasta atenta contra la máxima sacrosanta del capitalismo: la obtención de beneficio, con viajes desde la periferias de la ciudad hasta el centro para ir a trabajar que llevan dos, tres o cuatro horas por trayecto. Sumando que las directrices del Banco Mundial, especialmente para los países en vías de desarrollo, donde estos hechos son más notorios, incluyen la privatización de los transportes públicos. El problema, como señala Smith, es que la preeminencia de «los impulsos de la producción económica» aún no se ha traducido en una pérdida del beneficio; veamos qué sucede cuando pase, como por ejemplo la ausencia de camioneros en Reino Unido y la petición de los empresarios para que vuelvan los inmigrantes que les suponían mano de obra barata. A eso hay que añadirle que las ciudades donde más peso están teniendo estos efectos son aquellas metrópolis de Asia, Latinoamérica y parte de África «donde el Estado de bienestar keynesiano» nunca se aplicó de forma relevante y que se están convirtiendo en los «núcleos de producción de un nuevo capitalismo».

Barrios corsarios, Giuseppe Aricó, José A. Mansilla y Marco Luca Stanchieri

Barrios corsarios. Memoria histórica, luchas urbanas y cambio social en los márgenes de la ciudad neoliberal es una serie de artículos alrededor de los conceptos de centro (o centros) y periferias urbanos. Está coordinado por los antropólogos urbanos Giuseppe Aricó, José A. Mansilla y Marco Luca Stanchieri, los mismos que coordinaron Mierda de ciudad. Una rearticulación crítica del urbanismo neoliberal desde las ciencias sociales (2015) y, como entonces, se trata de una publicación del Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà (pol·len edicions, 2016), un colectivo dedicado al estudio del conflicto en la ciudad.

Así, por centro se entiende el principio de orden, unidad y coherencia que estaría en el corazón de todo sistema, mientras que por periferia se haría referencia los elementos «desordenados» y «desorganizados» que gravitan en la frontera de dicho sistema escapándose, supuestamente, a su empresa. (p. 17)

«La periferia encarnaría una transición física y social: el tránsito desde un territorio delimitado y dominado por el ordenamiento racional de la ley y el urbanismo hacia un territorio sin límites ni confines. Un territorio geográfico y, a la vez, simbólico, consustancialmente atravesado por la imprevisibilidad y la «a-legalidad» de unas relaciones sociales que se escapan a la supuesta centralidad urbana», insisten los coordinadores en la presentación del libro. El ejemplo lo tenemos en los nombres de las calles: si las centrales hacen referencia a grandes hechos y personas ilustres de la historia oficial, a medida que se alejan del centro se recurre a constelaciones, planetas, vientos, mares y otros azares genéricos.

Puesto que los centros de las ciudades van cambiando y creciendo, los barrios cercanos, antes periféricos, se gentrifican y son recuperados por el capital para solaz del consumo y las clases medias (y vienen a la mente las palabras de Lefebvre, citadas en algún artículo del libro, de que probablemente el objetivo del urbanismo no haya sido otro que sofocar lo urbano). Por el camino, los habitantes de estos barrios son expulsados y substituidos por otros de clases más altas. No siempre se trata de gentrificación, sino de un catálogo de formas distintas en que la ciudad se apropia de espacio colectivo para destinarlo a unos fines institucionalmente sancionados. La imposición de una determinada idea de ciudad que pasa, siempre, por la obtención de rédito económico.

Teniendo en cuenta el origen del Observatori, bastantes de los artículos giran alrededor de la ciudad de Barcelona. Es el caso de «Luchas centrales en barrios periféricos. La «intifada del Besòs», Santa Adrià del Besòs, octubre 1990″, de Manuel Delgado, que disecciona el conflicto entre autoridades y vecinos de esta población cercana a Barcelona a raíz de que un espacio vacío, el Solar de la Palmera, fuese destinado por el ayuntamiento a la construcción de viviendas de protección social para los habitantes del vecino barrio de La Mina.

El tema es complejo. Por un lado, el contexto es el de una Barcelona que, con la excusa de los Juegos Olímpicos del 92, está renovando por completo su ciudad, esto es: interviniendo, barrio por barrio, para sanearlos, expulsar a los vecinos originales y convertirse en una ciudad hermosa, esto es una, en una ciudad marca capaz de atraer a los turistas, el famoso «modelo Barcelona».

Además, Delgado hace otra distinción: entre periferiedad, suburbialidad y marginalismo:

  • el suburbio es, en urbanismo, «una unidad territorial con niveles de calidad considerados comparativamente por debajo de los estándares medios tenidos por correctos»;
  • el barrio periférico incorpora a la definición «un criterio de distancia no sólo física, sino también estructural, respecto de un centro urbano dado con el que mantiene relaciones de subsidiariedad y dependencia»;
  • finalmente, «la noción de marginalidad no es ni de nivel ni de estructura; no es ni material ni funcional; es ante todo moral, puesto que alude a la condición inaceptable de aquello o aquellos a quienes se aplica»; no está en el orden moral, sino fuera de él. «Lo que existe, pero no debería existir.»

La zona del conflicto era el cortafuegos que separaba, no sólo los dos barrios, sino las distintas concepciones que los definían: por un lado el Besòs, barrio claramente obrero, suburbio, sí; por el otro La Mina, barrio marginal completamente estigmatizado y donde habitan los excluidos. El solar de la Palmera llevaba tiempo siendo reivindicado por los vecinos del Besòs como un lugar donde construir equipamientos esenciales para el barrio y, sin embargo, el ayuntamiento quería realojar allí a algunos habitantes de La Mina.

El hecho de fondo es que Barcelona estaba reapropiándose de espacios cada vez más amplios de la ciudad para convertirla en algo hermoso y fotografiable; y, por el camino, expulsaba a unos habitantes que ahora le sobraban de un barrio que quería recuperar y los situaba en un barrio obrero doblemente castigado: por un lado, porque impedía que en ese solar se construyesen equipamientos que ellos consideraban como más urgentes; y, por el otro, atravesando la frontera entre el obrero y el marginal y condenándolos a un nuevo estigma. Todo, recordemos, simplemente en aras de dejar bonita la ciudad para los Juegos Olímpicos (y sus potenciales inversores; de ahí, por ejemplo, que el Mobile se haya celebrado durante tantos años en Barcelona).

Nunca sabremos cuál habría sido la reacción del vecindario si el destino previsto para aquel descampado no hubieran sido los anhelados equipamientos, sino cualquiera de las grandes operaciones infraestructurales o inmobiliarias que acompañarían los fastos olímpicos. Por su parte, a los administradores políticos y urbanísticos, tanto de Barcelona como de Sant Adrià del Besòs, se les planteaba entonces un problema que es el mismo que se les plantea ahora, que es dónde meter todo lo que de indeseable genera el sistema social que regentan a la hora de poner en venta sus ciudades. (p. 72)

El siguiente artículo, «La pulverización de una colonia obrera: un barrio bajo atrapado en una zona alta», detalla la destrucción de la Colònica Castells, una zona específica situada en el barrio de Les Cortes que, a medida que el barrio se iba volviendo cada vez más reducto de las clases altas, iba quedando sitiada y amenazada por todos los frentes oficiales. El autor, Marc Dalmau, se refiere a la zona como «cultura de los pasajes», en referencia a un lugar donde habitaba una comunidad y no unos vecinos. En parte, espacio dominado y pautado por mujeres (ya hablamos de las redes que tejían las mujeres en La cultura de los suburbios y nos lo recordó hace poco Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire), la descripción que hace Dalmau (vecinos que salían a la puerta de casa con sus sillas, casas siempre abiertas, membranas porosas, espacios comunales, resolución de los conflictos por parte de los propios vecinos) nos lleva a un planteamiento: ¿es esta forma de comunidad vecinal el ideal para una ciudad? Tal vez por las palabras de vorágine y modernidad que leíamos, precisamente, en la obra de Berman, nos queda la duda de por qué esas loas a una comunidad tan cerrada. Eso no supone defender la destrucción de un espacio en función de la rentabilidad de los solares colindantes, claro; pero tampoco habría que reclamar un retorno al pasado en un lugar entregado a lo urbano. Las formas de relación en las ciudades son distintas; ya lo dijo Wirth hace cerca de un siglo, y ni siquiera fue el primero.

«Cuando la calle era nuestra. Acuartelamiento de la infancia y desaparición de la cultura infantil de la calle», de Marta Contijoch, se centra en un tema maravilloso: las hogueras que se encendían en numerosísimos espacios del litoral catalán durante la noche de San Juan y que, progresivamente, han sido erradicadas. Sin embargo, el artículo lo explora desde el punto de vista de la infancia y un espacio de autonomía que han perdido. Sorprende, por otro lado, que a menudo en el texto se hable de «los niños y las niñas», dando a entender que el masculino no es neutro y, por lo tanto, hace referencia sólo a los varones; y, sin embargo, en tantas otras ocasiones se habla sólo de «los niños» usándolo como genérico, con lo que queda la duda de si se trata sólo de ellos o de ellos y ellas.

«A la sombra de Chueca. Alternativas a la visión dominante del Madrid LGTB», de Ignacio Elpidio Domínguez, sigue la evolución de la celebración del Orgullo Gay (ahora LGTBI) en Madrid desde sus orígenes hasta el surgimiento de un «segundo Orgullo» en el barrio de Lavapiés. Para ello recorre parte de la historia de Chueca, barrio clásico gay de la ciudad, hasta situar sus orígenes como algo completamente mercantilizado. Ojo: se llevó a cabo un segundo Orgullo porque se consideraba que el primero, sobre todo desde la celebración de Madrid como capital gay mundial, se había «mercantilizado», esto es, había perdido su factor reivindicativo (de las revueltas de Stonewall en Nueva York que dieron origen al orgullo) en favor de una celebración popular con carrozas y festiva, más destinada a divertirse y recaudar dinero que a reivindicar derechos pendientes. Sin embargo, Domínguez explica que Chueca se convirtió en el barrio gay por una serie de confluencias, algunas de las cuales fueron, por supuesto, el precio de los inmuebles y la vivienda en la zona cuando los homosexuales empezaron a buscar lugares específicos donde vivir.

Desde esta óptica, me atrevería a decir que fue precisamente la situación «degradada» de la Chueca pre-gay la que posibilitó el despliegue espacial de negocios y viviendas de una minoría que, por la situación de invisibilidad, no podía permitirse otras zonas. En esta dirección, el perfil socio-espacial de una minoría discriminada y las condiciones materiales de una serie de plazas y calles fueron los dos principales factores que confluyeron y condicionaron el desarrollo de la Chueca que conocemos hoy. Al depender de un espacio bajo la frontera del diferencial de renta, tal y como lo ha tratado buena parte de la literatura centrada en la gentrificación (Lees, Slater y Wily, 2007; Neil Smith 2012 [1996]), el espacio propio de la minoría «nació» ya de por sí mercantilizado. (p. 141)

Por ello, Lavapiés podría acabar convirtiéndose en un «segundo gueto, caracterizado y protagonizado por agentes que, pese a compartir minoría con los y las de Chueca, no tienen por qué participar o sentirse parte de la misma comunidad» (p. 147)

Tras los siguientes artículos, que exploran temáticas similares en Burgos, Tarragona, Sao Paulo y Guadalajara (México), el epílogo, de nuevo firmado por los tres coordinadores, trata de desmontar la historia «oficial» del modelo urbanístico Barcelona. Se ha propuesto, de forma genérica, que Barcelona vivió un gran cambio a partir de los Juegos Olímpicos del 92 y que supo aprovecharlo, encadenando promoción urbanística con reforma inmobiliaria hasta situarse por completo en el mapa global. «La salvaguarda ininterumpida del poder de clase. Una visión alternativa a la «teoría de las etapas» en el urbanismo barcelonés» trata de desmontar esta clasificación y recuerda que, ya durante el franquismo, el alcalde Porcioles fue un instrumento colocado por la connivencia entre las autoridades del régimen y los poderes locales con el objetivo de remodelar Barcelona y obtener beneficios por el camino. De hecho, nos viene a la mente La época de las metrópolis, de Clemens Zimmermann, donde ya hablaba de que la burguesía catalana siempre había tenido el sueño de convertir Barcelona en una ciudad internacional.

De este modo, la era porciolista dio literalmente lugar a lo que conocemos como «el urbanismo de las grandes obras públicas», un eufemismo bajo el cual se esconde la colaboración pionera entre los sectores público y privado en la promoción de grandes obras que facilitaban enormes beneficios económicos (…) Fue precisamente durante las décadas de la alcaldía de Porcioles que, gracias a la promoción de grandes planes urbanísticos, diferentes grupos conformados por empresas, constructoras y promotoras inmobiliarias consiguieron consolidar sobremanera su poder político y económico. (p. 223)

Barcelona se convirtió en un laboratorio urbano, proclaman los autores, dando especial protagonismo al «espacio público» con la construcción de plazas duras (es decir, formadas por cemento y con algún arbolito solitario), parques urbanos y rondas verdes. Durante los primeros años tras la recuperación de la democracia, Barcelona vivió un urbanismo puesto al servicio de las reivindicaciones vecinales; sin embargo, con la llegada de los Juegos Olímpicos, todo esto cambió por completo.

El objetivo manifiesto siempre fue «abrir Barcelona al mar», es decir, recuperar el litoral barcelonés para disfrute de las clases pudientes. «La idea era que las playas que se extendían desde la Barceloneta hasta la Mar Bella, consideradas «poco atendidas», «subutilizadas» o «abandonadas» a merced de los antiguos barrios chabolistas o industriales, fueran ganando cada vez más espacio para «uso público»». Lo que, por supuesto, se tradujo a considerables movimientos de expulsión de las clases populares que ahí habitaban.

Las palabras del principal arquitecto de la remodelación, Oriol Bohigas, resaltaban la necesidad de «higienizar el centro y monumentalizar la periferia»; monumentalizar en el sentido que le daba Lefebvre al término, es decir, imponer retazos del poder; permitir que el capital lo reapropiase. Asimismo, «uno de los máximos ideólogos y difusores de lo que vino a llamarse «modelo Barcelona» es el sociólogo y urbanista Jordi Borja» (del que hemos leído un par de obras en el blog y del que ya destacamos que confunde la descripción de la ciudad con su anhelo por su determinado modelo de ciudad),

«En definitiva, con los JJ.OO. de 1992 Barcelona se transformó, literalmente, en un modelo de ciudad a seguir, un inédito patrón de «urbanismo redentor» que podía ser exportado (…) a otras realidades metropolitanas». ¿El lema de la ciudad? Barcelona: la mejor tienda del mundo.

El proceso generó unas dinámicas de gentrificación aceleradas, forzando al capital a apropiarse de barrios hasta entonces considerados periféricos y pasando a ver los barrios aún más alejados como potenciales objetivos de especulación inmobiliaria. Por el camino, todos esos proyectos fueron realizados siempre por el ayuntamiento en connivencia con intereses empresariales, en los famosos PPP (public-private partnership).

Los autores acaban el artículo con una crítica al nuevo consistorio, liderado por Ada Colau, que si bien se presenta como una candidatura popular y de izquierdas, es continuista con el modelo Barcelona y su urbanismo «amable, edulcorado», de espacio público abierto a todos que trata de amortiguar los conflictos invisibilizándolos o expulsándolos a barrios más lejanos.

Asimismo, esta «nueva» forma de intervenir social y urbanísticamente en la ciudad acabaría configurando un potente imaginario colectivo donde la cotidiana conflictividad social, política, económica y cultural de gran parte de la ciudadanía quedaría relegada a las oscuras décadas del franquismo, mostrando el periodo posterior como inherentemente próspero y luminoso. (p. 243)

«Una ciudad que, vale la pena repetirlo, ha olvidado y/o desplazado a las clases populares, así como a sus necesidades reales con el fin último de crear escenarios favorables a la atracción de capitales locales e internacionales.»

El urbanismo como forma de vida, Louis Wirth

Leer la ciudad. Ensayos de Antropología Urbana es una recopilación de artículos sobre la materia seleccionados por Mercedes Fernández-Martorell, Doctora en Antropología Social y profesora de Antropología Urbana, y editados en 1988. Los siete artículos se dividen en tres grupos temáticos:

  • los dos primeros tratan sobre el urbanismo: «El urbanismo como forma de vida», de Louis Wirth, que reseñaremos a continuación, y «Génesis y evolución de una aldea urbana», de Jacques Barou, donde analiza la tipología de las residencias en un barrio pescador de Marsella y la importancia que dan a la figura del patio, que les permite un paso fluido de las zonas privadas a las zonas públicas, creando espacios semipúblicos-semiprivados donde se da la vida social, similares a los que propondrá luego Jan Gehl en su Ciudades para la gente;
  • los tres siguientes, sobre las categorías socioculturales en la ciudad: «Una noche en la Ópera», de Gary W. McDonogh, analiza la figura del Liceo de Barcelona como sede de la alta sociedad y su significación simbólica; «Modernidad y aculturaciones. En torno a los trabajadores emigrados», de Dominique Schnapper, estudia el papel de los emigrados en París y su adaptación al entorno, así como la emulación sociocultural que hacen de su país; «Precio del novio en la India urbana: clase, casta y «mal de la dote» entre los cristianos de Madrás», de Lionel Caplan, recorre el tema de la dote en la ciudad India y las conexiones sociales y familiares que crea;
  • finalmente, dos artículos que giran alrededor del análisis del medio urbano, el primero respecto a las redes, «Análisis de red», de Norman E. Whitten, Jr. y Alvin W. Wolfe, y «Aspectos organizativos y cognitivos del razonamiento del diagnóstico médico», Aaron V. Cicourel.

Seis de los siete artículos se centran en aspectos concretos que se dan en grupos diversos de la ciudad; algo a lo que no hemos prestado excesiva atención en el blog, motivo por el que no los reseñamos en profundidad. Sin embargo, su lectura suscita, una vez más, una pregunta que lleva tiempo persiguiéndonos: ¿qué es la antropología urbana? Disciplina pequeña nacida en los 60, en cuanto el término «urbano» se volvió omnipresente, como destacaba Josepa Cucó en la introducción de su Antropología Urbana, todo puede ser estudiado desde el prisma de esta disciplina. Por ahora nos parece que la mejor definición la ha dado Lluís Duch en su monumental Antropología de la ciudad: la antropología es el estudio de la cultura de las personas; por lo tanto, la antropología urbana es el estudio de la cultura urbana en la que habitan las personas que habitan lo urbano. Pero eso, en un mundo globalizado de ciudades, valga la redundancia, globales, donde los flujos del capital, del turismo o de las movilizaciones de personas no cesan, lo incluye prácticamente todo.

El objeto de estudio de estos artículos es más pequeño: trata de hallar lo general a partir de lo específico de los casos: la cultura de la que provienen los norteafricanos trasladados al barrio pescador de Marsella, reproducida en la tipología de casas que deciden / pueden habitar en su nuevo entorno. En esa mezcla se encuentran las dos culturas, la de origen y la de destino; y ese grupo social las engloba a las dos, en una mezcolanza propia que los describe y también les proporciona el marco cultural en el que se moverán. Eso es, innegablemente, antropología. Luego, los estudios sobre flujos, gentrificación, vacíos urbanos, smart cities, configuración del espacio, etc., a que prestamos tanta atención en el blog… ¿son también antropología urbana? ¿Nos estamos desviando? El inconveniente de ser nuevos en la temática es que no conocemos exactamente el camino a recorrer, si es que lo hay; la ventaja es que vagamos sin rumbo, prestando atención a lo que nos llama y atrae, sin pretensiones y disfrutando del camino. Gracias a ustedes por acompañarnos, y perdónennos la reflexión.

Sin más, pasamos al artículo de Wirth. «El urbanismo como forma de vida» («Urbanism as a Way of Life») publicado en 1938, es uno de los artículos más famosos de la sociología y antropología urbanas. En él, Wirth, estudioso de la Escuela de Chicago, que llevaba ya años en el departamento y había publicado, por ejemplo, The Guetto, trata de hallar una definición del urbanismo y de qué es una ciudad desde la sociología. «Una definición de la ciudad sociológicamente válida ha de diferenciar los elementos del urbanismo que la delimitan como forma de agrupación distintiva de la vida humana. Considerar urbana una comunidad basándose sólo en el número de habitantes es claramente arbitrario.» Recordemos que la población de Chicago había crecido de forma extraordinaria en muy poco tiempo y su ciudad se había dividido en zonas en función de diversos factores: la clase social, por supuesto, o la religión, pero sobre todo la procedencia de los muchos grupos de inmigrantes llegados. La Escuela de Chicago trató de analizar sus interacciones mediante la ecología humana, una disciplina que seguía en parte la teoría de la evolución y que veía a los distintos grupos como contendientes por el espacio en una pugna que los iba integrando a una especie de cultura mayoritaria (blanca y WASP, por supuesto, y de ahí saldrán luego las críticas a la Escuela de Chicago) mientras nuevos grupos entraban a la palestra.

Una definición sociológica debe ser evidentemente lo bastante amplia para incluir las características esenciales que tienen en común estos diferentes tipos de ciudades como entidades sociales, pero no puede ser, claro, tan detallada que incluya todas las variaciones correspondientes a las diversas clases de ciudades que hemos enumerado. Es de suponer que haya algunas características urbanas más significativas en el sentido de que condicionan más que otras el carácter de la vida urbana, y es de suponer que los rasgos sobresalientes del escenario social urbano varíen según el número de habitantes, la densidad y las diferencias en el tipo funcional de ciudades. Además, podemos suponer que la vida rural llevará el sello del urbanismo en la medida en que, por el contacto y la comunicación, caiga bajo la influencia de las ciudades.

Lo que lleva a la definición clásica que dio:

A efectos sociológicos puede definirse una ciudad como un asentamiento relativamente grande, denso y permanente, de individuos socialmente heterogéneos.

Wirth trata de avanzar hacia una teoría del urbanismo mediante esas tres variables: tamaño, densidad y heterogeneidad. El tamaño, donde cita tanto a Weber como a Simmel, implica que la ciudad es demasiado grande para conocer a todo el mundo, por lo que las relaciones se dan «en papeles sumamente segmentarios». «Es indudable que los contactos de la ciudad pueden ser directos, pero son sin embargo impersonales, superficiales, transitorios y segmentarios. La reserva, la indiferencia y esa expresión de estar de vuelta de todo que se manifiestan los urbanitas en sus relaciones pueden considerarse por tanto instrumentos para inmunizarse frente a las expectativas y pretensiones personales de otros.» Oímos ecos de Simmel en estas palabras, por supuesto, pero también de la anomia de Durkheim, como el propio Wirth cita: «En consecuencia, el individuo gana, por una parte, un cierto grado de emancipación o libertad respecto a los controles emotivos y personales de grupos íntimos, y pierde, por otra, la autoexpresión espontánea, la moralidad y el sentido de participación que aporta el vivir en una sociedad integrada».

La densidad lo lleva a hablar de la ecología urbana. «Estamos expuestos a tremendos contrastes de esplendor y miseria, de riqueza y pobreza, inteligencia e ignorancia, orden y caos. La rivalidad por el espacio es grande, y por ello cada área tiende en general a utilizarse para el fin que proporciona mayor beneficio económico. El lugar de trabajo tiende a disociarse del de residencia, pues la proximidad de establecimientos comerciales e industriales hace que un área deje de ser deseable, económica y socialmente para fines residenciales.»

La heterogeneidad sirve para explicar «el refinamiento y el cosmopolitismo del urbanita»; de igual modo que las fábricas producen en serie, las personas consumen en serie, se rigen por sus intereses económicos, más que sociales: «el nexo pecuniario que entraña el hecho de que se compren servicios y artículos ha ido desplazando las relaciones personales como base de asociación». «Para que el individuo participe de algún modo en la vida social, política y económica de la ciudad, ha de subordinar parte de su individualidad a las exigencias de la comunidad más amplia, y en esa medida sumergirse en los movimientos de masas.»

Basándose en estas tres variables, Wirth aborda el urbanismo desde tres puntos de vista interrelacionados:

  • como estructura física con una base de población, una tecnología y un orden ecológico; por ejemplo, la diversidad étnica en las ciudades de Estados Unidos, lo que lleva a que una característica esencial de los urbanitas es «la disimilitud respecto a sus conciudadanos» y a la organización de los diversos grupos;
  • como forma de organización social: pujanza de las relaciones secundarias frente a las primarias, debilitamiento de los lazos de parentesco… «Lo que los servicios comunales no le proporcionan el urbanita ha de comprarlo y no hay prácticamente una sola necesidad humana que no haya explotado el comercialismo. (…) El urbanita, al verse reducido a un estado de práctica impotencia como individuo, ha de procurar unirse con otros de intereses afines en grupos organizados para alcanzar sus objetivos.»
  • como una serie de actitudes e ideas, conductas y mecanismos de control social: el urbanita se expresa y desarrolla su personalidad mediante «grupos de afiliación voluntaria», aunque esto, que no dejan de ser lazos tenues, segmentados, llevan a que el «desequilibrio mental, las crisis, el suicidio… abunden más en la comunidad urbana que la rural». «Como los vínculos de parentesco concretos no son eficaces creamos grupos de parentesco ficticios. Como desparece la unidad territorial como base de solidaridad social creamos unidades de intereses. Y mientras la ciudad como comunidad se disuelve en una serie de relaciones segmentarias tenues superpuestas a una base territorial con centro definido pero sin periferia definida y una división del trabajo que trasciende ostensiblemente su emplazamiento concreto y alcanza un ámbito mundial.»

Acaba Wirth observando que «la dirección que sigan los cambios que se están produciendo en el urbanismo transformarán, para bien o para mal, no sólo la sociedad, sino el mundo.»

Lo urbano, en suspenso

El objeto de estudio de la antropología urbana no es la ciudad en sí sino una de las manifestaciones que en ella suceden: lo urbano. La distinción es de Lefebvre en El derecho a la ciudad (p. 71):

«una distinción entre, por un lado, la ciudad, en cuanto que realidad presente, inmediata, dato práctico-sensible, arquitectónico, y, por otro lado, lo urbano, en cuanto que realidad social compuesta por relaciones que concebir, que construir o reconstruir por el pensamiento.»

Lo urbano, concepto que hemos trabajado a fondo, sobre todo, con Manuel Delgado (De la ciudad a lo urbano), «no tiene habitantes, sino usuarios que lo usan de forma transitoria», que forman relaciones cristalizadas pero no estructuradas, siempre cambiantes, siempre desbordadas y a punto del desastre.

Cuando el habitante sale del espacio privado al público lo hace consciente de que será sometido a escrutinio por sus pares y por ello decide actuar. Actuar no implica mentir, sino ser consciente de que se es un actor sobre un escenario y que los otros son tanto espectadores como posibles actores con los que interactuar. El objetivo: no montar una escena, escamotear la verdad que se esconde en el interior de uno, mostrar una verdad falsa (pero siempre verosímil) o cualquier otra intencionalidad que un usuario pueda tener. Nos lo enseñó Erving Goffman (La presentación de la persona en la vida cotidiana). Delgado lo llamó «un baile de disfraces», Jane Jacobs, «el ballet de las aceras».

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Un vagón de metro es el ejemplo perfecto de lo urbano: efímero, cambiante, lleno de personas con intereses y fines diversos y unas normas, laxas, que cada cual podrá cumplir a su voluntad. Cada usuario decide qué normas le interesa cumplir; un acto flagrante de incumplimiento puede acarrear la censura por parte de otros usuarios y llevar al destierro de ese usuario de la escena y condenarlo al ostracismo; o no. Cada persona es juzgada por su apariencia; no juzgada en el sentido personal, emocional, sino analizada de un vistazo por los otros usuarios en función de sus características físicas (edad, género, raza) y sociológicas (ropa, estilismo, comportamiento) para tratar de intuir cómo se va a comportar. Es tanto un acto reflejo como un análisis del peligro; también nos enseñó Goffman que, del mismo modo que podemos herir a los demás con nuestro comportamiento, somos conscientes de que los otros pueden herirnos; y por ello llevamos a cabo ese análisis desde el desapego (Simmel y «Las grandes urbes y la vida del espíritu«).

Cuando el vagón se vacía y es por un motivo concreto, lo urbano se derrumba. El confinamiento del COVID-19 ha encerrado a todo el mundo en sus casas y nos ha convertido en sospechosos unos de otros. La calle, espacio público y lugar de manifestación de lo urbano, se ha vuelto un no-lugar cuyos habitantes son sospechosos de no estar usándolo bien por si no están cumpliendo la normativa del confinamiento. Los primeros días, con las calles vacías, cada encuentro suponía una amenaza y un pequeño desvío para alejarse unos de otros; con el paso del tiempo, la vuelta a las calles y la relajación del peligro, se vuelve poco a poco a las calles. Pero sólo en momentos puntuales y con las normas cambiadas: los usuarios pasan a ser analizados por sus actos en relación al acatamiento, no por sus características. Se tiene en cuenta si lleva o no mascarilla, si cumple con el espacio de distanciamiento; toser es un incumplimiento flagrante de la cortesía, como sentarse sin respetar el espacio seguro.

¿Cuáles de estas características serán transitorias y cuáles permanentes? Veremos.

«Las grandes urbes y la vida del espíritu», de Georg Simmel

Georg Simmel fue un sociólogo alemán de finales del XIX y principios del siglo XX. Huyendo un poco de la praxis habitual en su época, que era desarrollar una teoría lo bastante potente que permitiese comprender la sociedad como un todo, invirtió la ecuación y empezó a estudiar la sociedad en sí, dando importancia al contexto en que sucedían los diversos hechos. Fue un precursor de la microsociología y del interaccionismo simbólico, y uno de sus estudios más relevantes, «Las grandes urbes y la vida del espíritu», de 1903, aunque no tuvo mucha repercusión en su momento, ha acabado siendo uno de los textos de referencia de todas las ramas urbanas, desde la sociología hasta la arquitectura.

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Berlín, ca. 1900.

Die Großstädte und das Geistesleben (literalmente: «las grandes urbes y la vida del espíritu», o también «y la vida intelectual») empieza su análisis con los efectos que tiene la metrópolis sobre los ciudadanos.

El fundamento psicológico sobre el cual reposa el tipo del urbanita es la intensificación de la vida nerviosa, que proviene de una sucesión rápida e ininterrumpida de impresiones, tanto internas como externas. El hombre es un ser “diferencial”: su conciencia se excita por la diferencia entre la impresión presente y aquella que la precedió; las impresiones prolongadas, la poca oposición entre ellas, la regularidad de su alternancia y de sus contrastes, consumen en cierta forma menos conciencia que la rapidez y concentración de imágenes variadas, la diversidad brutal de los objetos que uno puede abarcar con una sola mirada, el carácter inesperado de impresiones todas poderosas. Al crear precisamente estas condiciones psicológicas —sensibles a cada paso que damos en la calle, provocadas por el ritmo rápido, la diversidad de la vida económica, profesional y social— la gran ciudad introduce en los fundamentos sensitivos mismos de nuestra vida moral, dada la cantidad de conciencia que reclama, una diferencia profunda respecto de la ciudad pequeña y el campo cuya vida, lo mismo sensitiva que intelectual, transcurre con un ritmo más lento, más habitual, más regular. Esto nos permite comenzar a entender por qué, en una gran ciudad, la vida es más intelectual que en una ciudad pequeña, donde la existencia se funda más bien sobre los sentimientos y los lazos afectivos, los cuales se arraigan en las capas menos conscientes de nuestra alma y crecen de preferencia en la calma regularidad de las costumbres. 

El tipo del urbanita —que se manifiesta naturalmente en una multitud de formas individuales— crea para sí mismo un órgano de protección contra el desarraigo con que lo amenazan la fluidez y los contrastes del medio ambiente; reacciona ante ellos no con sus sentimientos, sino con su razón, a la cual la exaltación de la conciencia —y por las razones mismas que la hicieron nacer— le confiere primacía; así, la reacción a los fenómenos nuevos se ve transferida al órgano psíquico menos sensible, el más alejado de las profundidades de la personalidad.

A diferencia del pueblo, donde más o menos todo es conocido y relativamente estable, las ciudades ofrecen tal cantidad de estímulos a los ciudadanos que no queda más remedio que dejar de guiarse por la emoción y pasar a guiarse por la razón. Anular el impulso natural de ayudar a un mendigo, por ejemplo, con el razonamiento de que es imposible ayudarlos a todos y acabar con el problema.

En parte esta forma de pensar deriva del hecho de que las ciudades están regidas por el dinero y la ganancia y esta forma de pensar lo inunda todo.

Si las relaciones afectivas entre personas se fundan en su individualidad, las relaciones racionales hacen de los hombres elementos de cálculo, indiferentes en sí mismos y sin más interés que el de su rendimiento, grandeza objetiva: el citadino hace de sus proveedores y sus clientes, de sus sirvientes y con demasiada frecuencia de las personas con que la sociedad lo obliga a mantener buenas relaciones, elementos de cálculo, mientras que en un ambiente más restringido el conocimiento inevitable que tenemos de los individuos provoca, de manera igualmente inevitable, una coloración más sentimental del comportamiento y nos hace rebasar la evaluación puramente objetiva de lo que damos y lo que recibimos.

[…] Ahora bien, son las condiciones de existencia en las grandes ciudades las que vienen a ser a la vez la causa y la consecuencia de este fenómeno. Las relaciones y los negocios del citadino son a tal punto múltiples y complicadas y ante todo, a causa del hacinamiento de tantos hombres con preocupaciones tan diversas, sus contactos y sus actividades se enmarañan en una red tan compleja, que sin la puntualidad más absoluta en el cumplimiento de las citas, el conjunto se desmoronaría en un caos inextricable. Si bruscamente todos los relojes de pulsera de Berlín se pusieran a avanzar o retrasar de manera discordante, así fuera durante un máximo de una hora, toda la vida económica y social quedaría completamente descompuesta durante un largo tiempo. A esto se añade, fenómeno aparentemente más superficial, la magnitud de las distancias, que hace que toda espera o desplazamiento inútil provoquen una pérdida de tiempo que resulta imposible soportar. Es así que ya no se puede imaginar en absoluto la técnica de la vida urbana sin que todas las actividades y todas las relaciones queden encerradas de la manera más precisa dentro de un esquema rígido e impersonal.

Ante tal aluvión de estímulos y ante la pérdida de una personalidad estable, de un discurso de uno mismo sostenido también por una comunidad reconocible, el individuo se vuelve blasé, hastiado.

No hay fenómeno más exclusivamente propio de la gran ciudad que el hombre blasé, el hastiado. Así como una vida de placeres inmoderados puede hastiar, porque exige de los nervios las reacciones más vivas, hasta ya no provocarlas en absoluto, así impresiones sin embargo menos brutales arrancan al sistema nervioso, debido a la rapidez y la violencia de su alternancia, respuestas a tal punto violentas, lo someten a choques tales, que gasta sus últimas fuerzas y no tiene tiempo de reconstituirlas. Es precisamente de esta incapacidad para reaccionar a nuevas excitaciones con una energía de misma intensidad que deriva el hartazgo del hombre blasé; incluso los niños de las grandes ciudades presentan ese rasgo, si se los compara con niños originarios de un medio más apacible y menos rico en solicitaciones.

» Lo que define al hombre blasé es que se ha vuelto insensible a las diferencias entre las cosas; no que no las perciba, ni que sea estúpido, sino que la significación y el valor de esas diferencias, y por tanto de las cosas mismas, él los percibe como negligibles.» Por lo tanto se recurre a una forma de valorar las cosas objetiva: el valor del dinero.

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Simmel

Pero lo que sucede con los objetos materiales sucede también con las personas: ante el aluvión de seres con quienes el ciudadano convive, la imposibilidad de mantener relaciones personales intensas, significativas, incluso de conocer a cada uno y sus detalles concretos, lleva al ciudadano a mantener una actitud fría, de reserva, «incluso una ligera aversión», y explica por qué vecinos que llevan años conviviendo en el mismo edificio apenas se conocen de saludarse o intercambian fríos comentarios en el ascensor. Volvemos aquí a las tesis de Goffman (La presentación de la persona en la vida cotidiana, Los momentos y sus hombres) sobre cómo las personas, conscientes de que están sobre un escenario en el momento en que salen a lo social, al espacio público, actúan para escamotear sus verdaderas intenciones, conscientes de que los otros están actuando igual.

Pero no todo son adversidades. El artículo de Simmel ha ido ganando aceptación a lo largo del tiempo (sirvió de inspiración para la Escuela de Chicago, por ejemplo) porque se mantiene ambivalente: muestra aspectos de lo que sucede en los habitantes de la ciudad, pero no juzga si dicho estado es bueno o malo.

«Esta reserva que culmina a veces en aversión oculta también se debe a otro factor mucho más general: las grandes ciudades otorgan al individuo una forma y un grado de libertad que no tienen ejemplo en otras partes.» La vida en una ciudad pequeña, para el habitante de una metrópolis, sería «asfixiante». La gran ciudad ofrece miles de alternativas, opciones, lugares a los que ir, personas con las que coincidir. La libertad, además, surge por la no necesidad de explicarse a uno mismo de forma coherente cada vez: el pueblo, la comunidad, suponen una personalidad para cada uno; y cualquier acto que escape de ella será motivo de rumores y juicios. La asociación de la ciudad libera al individuo de este peso; su gran ventaja, la enorme libertad de que dispone en todo momento; su inconveniente, » el hecho de que uno se sienta a veces más solitario, más abandonado que en cualquier otro sitio, no es evidentemente más que el reverso de esta libertad, pues en este caso, como en otros, no es para nada necesario que la libertad del  hombre se refleje en su bienestar.»

«Así como el individuo no se halla confinado en el espacio que ocupa su cuerpo, ni al espacio donde cumple su actividad inmediata, sino que se extiende hasta los puntos donde se hacen sentir los efectos temporales y espaciales de esta actividad, así la gran ciudad no tiene más límites que aquellos que alcanza el conjunto de las acciones que ejerce allende sus fronteras. Tal es su verdadera dimensión, aquella donde se expresa su ser.»

El crecimiento en la ciudad se da en progresión geométrica, alcanzando cada vez cotas mayores; no sólo en el valor económico, que no deja de incrementarse, sino en las opciones personales abiertas a cada uno. Todas las opciones son posibles, profesiones que no serían viables en ningún otro lugar, lo son en la ciudad; ello lleva a la especialización y a la individualización.

Sin embargo, la razón más profunda que hace que la gran ciudad lleve a la existencia personal más individualizada —lo que no quiere decir que siempre lo haga conforme a derecho ni con éxito— me parece que es la siguiente. La evolución de la civilización moderna se caracteriza por el predominio de lo que podemos llamar el espíritu objetivo en contraste con el espíritu subjetivo: en la lengua como en el derecho, en las técnicas de producción como en las artes, en la ciencia como en los objetos que forman el marco de nuestra vida doméstica, se encuentra concentrada una suma de inteligencia cuyo crecimiento continuo, casi cotidiano, no es seguido más que incompletamente y a una distancia cada vez mayor por el desarrollo intelectual de los individuos. Si abarcamos con la mirada la inmensa civilización que desde hace cien años se encarnó en las cosas y los conocimientos, en las instituciones y los instrumentos del confort, y si comparamos con esta expansión el proceso que la cultura de los individuos ha realizado en el mismo lapso —por lo menos en las capas sociales más altas—, comprobamos una aterradora diferencia de ritmo e incluso, en ciertos puntos, una regresión en materia de espiritualidad, de fineza, de idealismo. Esta brecha creciente, en lo esencial, es resultado de la división creciente del trabajo: pues ésta reclama del individuo una actividad cada vez más parcelaria, cuyas formas extremas provocan demasiado a menudo el languidecimiento del conjunto de su personalidad. Sea como sea, el individuo resiste cada vez menos bien a una civilización objetiva cada vez más invasora. Menos tal vez en su conciencia que en la práctica; y por los sentimientos vagos y generales que resultan de ello, el individuo se encuentra rebajado al rango de “cantidad negligible”, de mota de polvo frente a una enorme organización de objetos y de poderes que, poco a poco, arrebatan a su poder propio todo progreso, toda vida intelectual, todo valor. Que nos baste recordar que las grandes ciudades son el lugar de elección de esta civilización que desborda todo contenido personal. Allí se ofrece a nosotros, bajo la forma de edificios, de establecimientos de enseñanza, en los milagros y el confort de las técnicas de transporte, en las formas de la vida social y en las instituciones visibles del Estado, una abundancia a tal grado aplastante de Espíritu cristalizado, despersonalizado, que el individuo no consigue, por así decirlo, mantenerse de cara a él. Por un lado, la vida se le vuelve al individuo infinitamente fácil, pues de todas partes se le ofrecen incitaciones, estímulos, ocasiones de colmar el tiempo y la conciencia, que lo arrastran en su corriente al grado de dispensarlo de tener que nadar por sí mismo. Pero por otro lado la vida se compone de cada vez más elementos de éstos, de esos espectáculos impersonales que sofocan los rasgos verdaderamente individuales y distintivos; de ahí que los elementos personales deban, para subsistir, hacer un esfuerzo extremo; es preciso que lo exageren, aunque sólo sea para seguir siendo audibles, en primer lugar para sí mismos. La atrofia de la cultura individual como consecuencia de la hipertrofia de la cultura objetiva es una de las razones del odio feroz que los sacerdotes del individualismo extremo, comenzando por Nietzsche, profesan por las grandes ciudades; pero es también una razón del amor apasionado que se siente por ellos precisamente en esas grandes ciudades donde aparecen como los profetas y los mesías de aspiraciones insatisfechas.

Para quien se interrogue sobre el lugar en la historia de las dos formas de individualismo nacidas de las condiciones cuantitativas de la vida urbana —la independencia individual y el desarrollo de la originalidad de la persona—, la gran ciudad adquiere una renovada importancia. El siglo XVIII en sus inicios encontró al individuo constreñido por vínculos políticos, agrarios, corporativos y religiosos que lo violentaban y habían acabado por perder toda razón de ser, con lo que imponían una forma de existencia antinatural y desigualdades injustas. Fue en esta situación que nació la sed de libertad e igualdad —la creencia en la libertad total del individuo en todas las circunstancias, tanto sociales como intelectuales—, que haría resurgir de inmediato en todos los hombres el noble fondo común que la naturaleza había depositado ahí y que la sociedad y la historia se habían limitado a deformar. Al lado del ideal del liberalismo, se desarrolló otro ideal a lo largo de todo el siglo XIX, expresado por Goethe y el romanticismo por una parte, provocado por otra parte por la división del trabajo: los individuos liberados de sus vínculos tradicionales ahora desean distinguirse unos de otros. El valor del hombre ya no consiste en “el hombre en general”, sino en esa singularidad que impide que cada cual se confunda con sus semejantes. Al combatirse y combinarse de diversas formas, esas dos maneras de atribuir al sujeto su papel en la sociedad han determinado la historia tanto política como espiritual de nuestro tiempo. El papel de las grandes ciudades consiste en proporcionar el teatro de estos combates, y de sus intentos de conciliación.

Es fácil encontrar el artículo íntegro en internet (no es mucho más largo que lo aquí reseñado; la traducción que hemos usado es de Héctor Manjarrez; está disponible también, por ejemplo, en El individuo y la libertad, que recoge diversos artículos del autor) y recomendamos encarecidamente su lectura.

Impostura y sociedad. Lo verdadero y lo verosímil en Erving Goffman, de Manuel Delgado

Como las bibliotecas siguen cerradas y se nos están terminando los libros pendientes de lectura que teníamos por casa, seguimos tirando de archivo y de artículos guardados y hoy leemos Impostura y sociedad. Lo verdadero y lo verosímil en Erving Goffman, artículo de Manuel Delgado aparecido (creemos…) en la revista Escala, 5, 2002.

Recordemos: Erving Goffman (La presentación de la persona en la vida cotidiana, Los momentos y sus hombres) fue un sociólogo americano centrado en la microsociología, es decir, la sociología de la situación, del instante que se da entre dos o más personas que se encuentran en la calle, en el tres, en la tienda del pueblo. Su tesis principal: que, ante dicha situación, ambos llevan a cabo una actuación con un objetivo doble:

  • el primero: mantener la propia situación, las reglas que ambos dan por sentadas que rigen el contexto en el que se encuentran;
  • y segundo, pero igual de importante: presentarse de forma verosímil ante el otro; y por verosímil entendemos de forma coherente tanto con el discurso como con su propia expresión personal.

Manuel Delgado, por otro lado, es antropólogo urbano e ilimitadamente admirado en este blog (El animal público, Sociedades movedizas, El espacio público como ideología, Ciudad líquida, ciudad interrumpida, Elogio del viandante).

El artículo de Delgado empieza situando el objeto de estudio de Goffman: «la interacción, en tanto que determinación recíproca de acciones y de actores, puede ser considerada como un fenómeno en sí mismo y, por tanto, puede ser observada, descrita y analizada». Como ya hemos comentado, para Goffman esta interacción hace que los implicados en ella se comporten como «impostores, falsificadores, practicantes conspicuos de la observación oculta, rastreadores de pistas o, como apuntaba Paolo Fabbri, agentes dobles».

¿El riesgo de no llevar bien a cabo esta acción? La disgregación social, el malestar, el desastre; por ello todos los implicados se convierten «en jugadores profesionales, abocados a una práctica casi convulsiva del farol». La diferencia, sin embargo, es que los jugadores de póker disponen de unas cartas que son las que son; los implicados en la interacción, no.

Los actuantes tienden a dar la impresión de que el aspecto que le dan a su actuación es el que refleja su ser esencial, su auténtica personalidad. Cada interacción no puede representarse sino como auténtica. Es más que la rutina con cada individuo o con cada grupo tienen algo de especial e irrepetible, lo que se consigue acentuando los aspectos espontáneos de la situación. Goffman dedica un amplio comentario en La presentación de la persona en la vida cotidiana sobre lo indefendible de la dicotomía entre la actuación real o sincera, que aparenta ser una respuesta sincera, y la actuación falsa. Entre verdad y mentira hay menor diferencia de la que se pretende. «Aun en manos de actores inexpertos los guiones pueden adquirir vida porque la vida en sí es algo que se representa en su forma dramática».

El estatus que ocupa cada individuo no es algo inmaterial que pueda ser poseído y exhibido, sino una «pauta de conducta apropiada, coherente, embellecida y bien articulada» que muta a cada momento mientras la interacción se va llevando a cabo. Un juego de apariencias nunca terminado. Por ello, precisamente, Goffman da tanta importancia a la metáfora teatral; actores sobre un escenario que jamás dejan de actuar.

La pregunta que se trata de responder en la segunda parte del artículo, por lo tanto: ¿existe una figura real bajo esa apariencia? Y la respuesta de Goffman y Delgado: da igual, porque no podríamos distinguirla.

«Para los pragmatistas y para G.H. Mead y la Escuela de Chicago, la posibilidad y la
realidad del mundo social son inmanentes a la constitución misma del sujeto. Éste
su forma en una dicotomía:

  1. de un lado el Yo, substrato indiscutible que atestigua la permanencia del ser;
  2. del otro, la pluralidad del Mi, proyecciones parciales y dispares de ese ser en los roles sociales que actualizan el contacto con los otros. En esa distribución, el self puede ser concebido como un espíritu pragmáticamente orientado hacia la asimilación de experiencias distintas del conjunto de los Mis de un mismo Yo, auténtico y único.»

Para Goffman, en cambio, el individuo es dividido entre un personaje (caracter, en inglés) y un intérprete (performer).

Ni que decir tiene que las personas se relacionan entre sí haciendo acopio de lo mejor que tienen, cancelando una gran parte de los hechos diversos y con frecuencia contradictorios de sus vidas y creando de este modo un orden manejable que quede lo más a salvo posible de las constantes amenazas de la incongruencia y la indeterminación. En ese orden de cosas, todos nos mostramos como lo que se entiende que deberíamos ser. Para ello, la conducta humana se divide siempre en una región frontal y otra posterior al escenario. En la región frontal o delantera se lleva cabo la representación real. En la posterior, a la que no tiene acceso el público, el intérprete puede relajarse y realizar actividades que, si trascendieran, destruirían su reputación o, cuanto menos, dificultarían su capacidad de controlar las situaciones en que se ve mezclado. En cada representación, el personaje ha de mantener por encima de todo la disciplina dramatúrgica, conocer su papel y saber improvisar ante cualquier circunstancia imprevista. En esos casos, el objetivo no es nunca resultar verdadero, sino ante todo ser verosímil. Cada cual trata de jugar a sí mismo, a estar presente sin dejar nunca de estar de algún modo oculto. Todo es realidad y engaño al mismo tiempo y todos, sin excepción, no podemos nunca, como escribía Harvey Sacks titulando un artículo suyo, «dejar de mentir»

«Es ahí que entra en acción la deuda de Goffman con la teoría de Durkheim a propósito del ritual y lo sagrado. Para Goffman, recordémoslo, el ritual es un acto formal, convencionalizado, mediante el cual un individuo refleja su respeto y su consideración por algún objeto de valor último o a su representante». Goffman se inspira en Durkheim al afirmar que el alma de un ser humano específico es una porción de sacralidad, una especie de expresión individualizada de mana. El self del que hablara G.H. Mead no deja de ser la expresión de esta sacralización del alma individual. El ego es ciertamente un dios, un pequeño dios si se quiere, pero un dios que, en tanto que tal, reclama ser honrado constantemente con todo tipo de liturgias. De ahí la atención que Goffman demuestra por el ritual. Se inspira para ello en Durkheim, es cierto, pero también la idea que encontramos en Simmel de que una «esfera ideal rodea a todo individuo», esfera que, diferente en cada cual, no puede ser penetrada sin que la identidad del sujeto quede destruida con ello.

La ciudad desdibujada: ¿cuál es el papel de la antropología urbana?

La ciudad desdibujada. Aproximaciones antropológicas para el estudio de la ciudad es un artículo de Fernando Monge aparecido en la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares de 2007. Teniendo en cuenta la situación y que todas las bibliotecas siguen cerradas y, por lo tanto, nos estamos quedando sin libros, hemos pasado a tirar de archivo y de los muchos textos que hemos ido acumulando a lo largo de la andadura del blog. Uno de ellos ha sido este magnífico artículo que, pese a tener más de una década, se plantea una pregunta que sigue siendo de gran actualidad.

En 1996, Setha M. Low publicó un artículo que se planteaba dos preguntas que Monge reformula en una sola: ¿por qué la antropología ha sido incapaz de construir un marco teórico integrado y reconocible sobre la ciudad?

La antropología urbana es una disciplina joven, con apenas cuarenta años. La primera que se interesó de forma científica por lo que sucedía en la ciudad y a sus habitantes fue la sociología. Uno de los textos fundacionales fue el de Max Weber, La ciudad (1905), donde destacaba tanto el papel de la ciudad europea medieval como el de la democracia. Hubo antes otros textos centrados, sobre todo, en las ciudades industriales, pero venían de las ramas del urbanismo o la filosofía. Simmel está ahí, por supuesto, con su ensayo sobre cómo la metrópolis colocaba al urbanita en un estado defensivo.

Los siguientes fueron la Escuela de Chicago, sociólogos de esta ciudad americana que se acercaron por primera vez a los habitantes de la ciudad para tratar de entender cómo se organizaban.

La sociología urbana de la Escuela de Chicago se caracteriza por el uso de la etnografía como herramienta básica de investigación y, desde una perspectiva teórica, por un trabajo sistematizador en el que las claves se establecían en torno a una ecología espacial de los grupos humanos. Robert Park era consciente de que la ciudad modelaba y liberaba a la naturaleza humana de un modo nuevo, que el orden moral de la vida social estaba profundamente modificado por el peculiar campo de relaciones sociales que se generaban en el espacio urbano. Así, llevando la sociología a las calles, reclamando el trabajo comparativo y convirtiendo a Chicago en su laboratorio de pruebas pudieron elaborar una visión de la ciudad a partir de sus estudios monográficos en los que distintos tipos de barrios, interacciones urbanas, relaciones morales y formas de vida se integraban en una visión coherente de la ciudad compuesta de relaciones sociales y formas espaciales.

El cierre teórico de la Escuela de Chicago lo aportó Wirth en su famoso artículo El urbanismo como modo de vida; en él defendía que el urbanismo podía abordarse desde tres perspectivas interrelacionadas:

  1. como una estructura física que comprende una base poblacional, una tecnología y un orden ecológico;
  2. como un sistema de organización social que incluye una estructura social característica, una serie de instituciones sociales, y un patrón de relaciones sociales típico;
  3. como un bloque de actitudes e ideas, y una constelación de personalidades involucradas en formas colectivas de comportamiento colectivo y sujetas a los mecanismos característicos del control social (Wirth 1938: 18-19).

Robert Redfield, antropólogo, dio otro paso a este sistema teórico al analizar la forma como las relaciones rurales se llevaban a la ciudad. En 1954, junto a Milton Singer, desarrollaron esta teoría al destacar que existían dos tipos de ciudades:

  • ortogenéticas, donde la construcción de las tradiciones culturales se llevaba a cabo por un grupo de literati, los encargados de crear desde arriba una «Gran Tradición» cultural adecuada para la sociedad mayoritaria. París, Washington o Madrid (en general, las capitales políticas) se ajustan con claridad a este modelo;
  • heterogenéticas, cuando el papel de las culturas es heterogenético, es decir, «las ciudades son centros de cambio económico y tecnológico que introducen nuevas ideas, cosmologías y prácticas sociales». Nueva York, Londres o Marsella son ejemplos de ciudades donde la «intelligentsia (…) pone en duda las tradiciones y se convierten en centros culturales innovadores».

El siguiente paso lo dio la Escuela de Manchester, forma primero en el Instituto Rhodes-Livingstone (Lusaka, Rhodesia del Norte, la actual Zambia) y luego en la ciudad inglesa. La Escuela de Manchester (Max Gluckman, Victor Turner, J. Clyde Mitchell, entre otros) trató de analizar cómo los grupos tribales de África se adaptaban a la ciudad al emigrar a entornos urbanos e industrializados. Uno de los planteamientos esenciales de la Escuela es que «ningún investigador individual podía dar cuenta de todos los variados fenómenos que se producían en el campo de estudio. De ahí su interés por cuestiones metodológicas que implicaran la delimitación de los tópicos de investigación o de las unidades de análisis, las formas de interconexión entre campos de
actividad humana y los órdenes o niveles de abstracción teórica” (Cucó 2004).

Es decir: a diferencia de la Escuela de Chicago, para quienes la ciudad podía dibujarse, abarcarse, para la Escuela de Manchester era un artefacto demasiado complejo; a lo sumo, podían estudiar una situación determinada, por lo que se preocuparon de determinar qué eran los eventos, las situaciones y los contextos y de desarrollar una metodología clara para abarcar dichos procesos.

Pese a unas conclusiones aparentemente opuestas, Monge destaca aquello en lo que ambas Escuelas, prácticamente las fundacionales de la antropología urbana, coincidían:

Hay, no obstante, una constante en ambas escuelas: las dos trabajan con grupos muy concretos de ciudadanos, y lo hacen también en zonas marginales y, pese a sus diferencias ideológicas, su visión de la ciudad se hace desde los márgenes y de un modo fragmentario. Con todo se perfila en el horizonte de la disciplina la subespecialización de la antropología urbana. En mi opinión, ambas escuelas son responsables de la progresiva introducción en la ciudad de los métodos de trabajo de las pequeñas comunidades, de la etnografía contextualizada, de las historias de vida, de la observación participante, del análisis situacional y, con el tiempo y en lógica progresión, de los estudios de red y el análisis simbólico del espacio y las relaciones personales. El campo académico estaba abonado para el surgimiento e institucionalización, en la década de los setenta, de la antropología urbana que no sólo era joven sino que, sobre todo, llegaba a la ciudad en busca de los nativos que estaba perdiendo en las aldeas africanas tradicionales. Una parte importante de la antropología de esa primera etapa, que en modo alguno considero todavía cerrada, se centró en la adaptación de la metodología tradicional al medio urbano. Los habitantes de la ciudad de los que se ocupaban o eran ciudadanos anómalos, en virtud de sus peculiaridades étnicas, o grupos marginales. El barrio se convertía en una suerte de nuevas aldeas dentro del conglomerado más amplio e inabarcable de la ciudad. (p. 23) 

El siguiente paso, que nos lleva a la década de los 60, pasa por Oscar Lewis y su concepto de la «cultura de la pobreza», según la cual «la pobreza no era solamente la falta de recursos materiales sino que incluía también una serie de valores culturales que limitaban de un modo drástico la capacidad de los desfavorecidos para cambiar su situación. Es decir que la pobreza se reproducía a sí misma y casi de modo exclusivo por medio de una suerte de patología de transmisión intergeneracional en la que los miembros adultos de las familias pobres enseñaban a sus hijos valores y comportamientos autodestructivos. O dicho de otro modo, los pobres son culpables de su pobreza (blaming the victim).» Esta teoría produjo gran revuelo, y hay diversos estudios que obtienen otras conclusiones, además de que el estudio de Lewis se considera hoy «simplismo psicologizante»; pero, si Monge saca el tema a relucir, es para obviar algo que se convirtió en esencial en la antropología urbana (por no decir todas las disciplinas sociales):»el modo en que nuestras propias teorías y percepciones modifican y modelan nuestra propia percepción del objeto de estudio».

Las ciudades no son simplemente “artefactos complejos, admirables”, productos sociales, es decir “modelados por la sociedad” en los que la misma forma física “acaba por afectar a los comportamientos de los hombres” tal como indica Horacio Capel (2002: 13); las ciudades son también, y volvemos a la definición de ciudad que ofreció Robert Park, “estados mentales” y como tales están sujetas a todas las peculiaridades de nuestra trama de comprensión y expresión. Por ello es fundamental tener en cuenta que para hacer antropología urbana en y de la ciudad es necesario no sólo aproximarse a un sujeto u objeto urbano, sino también ser conscientes de las tramas teóricas y conceptuales con la que nos aproximamos a lo urbano. El dibujo de la ciudad que tantos años costó realizar, comienza a difuminarse tan pronto como nos hacemos conscientes de esta peculiaridad básica de nuestro trabajo. (p. 26).

O, como lo resumió Roger Sanjek en 1990, citando la famosa frase de Leeds «ninguna ciudad es una isla en sí misma”;

(…) las ciudades son nodos dentro de sociedades, o formaciones sociales—. Las relaciones sociales urbanas tienen lugar dentro de —y contextualizadas por— el estado, y por instituciones estatalmente reguladas que se ocupan de educación, comunicación, transporte, producción, comercio, seguridad social, culto, orden público, vivienda y uso del suelo. Leeds ha sido oído, o al menos su mensaje es hoy día casi dado por supuesto. Consecuentemente, separar de la ‘antropología urbana’ el estudio de tales relaciones e instituciones en contextos periurbanos y transurbanos es imposible además de innecesario” (Sanjek 1990: 154)

La ciudad se ha desdibujado, y de ahí el título del artículo. Lo ha hecho por dos frentes:

  • la propia ciudad física, convirtiéndose en mil variantes de sí misma: en parques temáticos (Venecia), edge cities, suburbia, megalópolis, metápolis, las fortalezas cerradas de Los Ángeles o ciudades de Sudamérica, la ciudad análoga de Calgary;
  • los conceptos con los que la antropología trata de describir y abarcar todos estos procesos: la ciudad límite, frontera, global, postmoderna, fortificada, postfordista… parecen surgir casi tantos como ciudades y analistas haya.

La antropología urbana nunca ha estado tan viva y, sin embargo, sigue alejada de un marco conceptual fuerte con el que abordar el estudio de lo que sucede en el mundo urbano en la actualidad.

El artículo de Monge nos ha parecido interesante porque, en parte, sigue la trayectoría que ha llevado este blog en sus casi tres años de andadura: de la lectura de algunos libros sobre antropología urbana (Manuel Delgado, apuntes de Bauman) y de urbanismo (Jane Jacobs, Carlos García Vázquez) nos fuimos acercando progresivamente a conceptos como el espacio de los flujos, las ciudades globales, la desterritorialización, fragmentación, edges cities, parques temáticos y ciudades análogas. Como destaca el artículo, la antropología urbana no puede desbancarse de estos conceptos si pretende acercarse al estudio de unos ciudadanos sacudidos por la confluencia de todos estos procesos.

Monge termina el artículo con un resumen de lo que le ha sucedido a la antropología que no tiene desperdicio.

Hemos pasado de construir:
— una antropología
en la ciudad a una antropología de la ciudad;
— una antropología que seguía a los inmigrantes a la ciudad a una antropología que se preocupa por los ciudadanos transnacionales;
— una visión de los márgenes a una visión de los procesos globales en contextos localizados;
— una imagen de la ciudad al juego de imágenes y representaciones que definen y con las que juega la ciudad.

Y desde una perspectiva más teórica el tránsito ha recorrido el camino que arranca en una etnografía ubicada en un sitio concreto y lleva hacia nuevas formas de etnografía multi-situada (Marcus 1998); que parte de la interrelación entre lo global y lo local para preocuparse por los llamados ensamblajes globales (Ong y Collier 2005); que considera no sólo a los ciudadanos localizados sino a los transeúntes; y, que no sólo ha dejado de considerar al sitio como un hecho físico dado para contemplar el espacio como un paisaje, sino que aborda las desuniones del mundo actual desarrollando peculiares tipos de “paisajes” [(ethnoscapes), (mediascapes), (technoscapes), (financescapes), (ideoscapes)] que define Arjun Appadurai (1996:32-43).

Pueden descargar y leer el artículo de aquí.