Espacios públicos, sociabilidad y orden urbano, de Ángela Giglia

En las próximas entradas vamos a comentar algunos de los artículos que hemos leído durante el postgrado «Antropología de la arquitectura«, del que ya llevamos algunas entradas (y que nos ha mantenido algo alejados del blog durante la redacción del ensayo final, que abordaba algunos aspectos de las Superillas de Barcelona). Empezamos con «Espacios públicos, sociabilidad y orden urbano. Algunas reflexiones desde la ciudad de México sobre el auge de las políticas de revitalización urbana» (Cuestión Urbana, Año 2, Nro 2, 2017, ps. 15-28), de la maravillosa antropóloga mexicana Ángela Giglia, un verdadero descubrimiento (y de la que lamentablemente acabamos de descubrir que falleció en 2021). El artículo reflexiona sobre la importancia desmesurada que se atribuye desde hace algunos años al concepto de «espacio público», sobre todo desde los aspectos morales que se vinculan con dicho concepto y su supuesta capacidad para «incidir sobre la sociabilidad de una forma directa y lineal» (p. 16).

Considero que esta idea es la versión más actual de una falacia recurrente en los planteamientos arquitectónicos y urbanísticos, la falacia del determinismo espacial. En este texto propongo una reflexión crítica en torno a esta tesis -de que una mejora en la forma del espacio conlleva una mejora de la sociabilidad- (…) En el fondo de dicha reflexión yacen unas preguntas que pueden formularse de este modo: ¿Por qué el espacio público se ha vuelto tan importante en las últimas décadas en el discurso sobre las ciudades? ¿Es posible mejorar la sociedad a partir de mejorar los espacios públicos urbanos? ¿Existe alguna relación entre el auge de la renovación de espacios públicos y la forma como la economía global está transformando las ciudades? (p. 16, el destacado es nuestro)

Las tres preguntas ya son, en sí, una declaración de intenciones y Giglia no disimula su convicción de que la importancia del espacio público no surge de la necesidad o voluntad por parte de las autoridades de mejorar las calles de las ciudades sino que tiene una estrecha relación con las necesidades sobre el espacio, la sociabilidad y el comportamiento en determinados espacios públicos que requieren las ciudades mercantilizadas.

Este discurso se conoce en la actualidad como «place making» y tal vez uno de sus máximos exponentes sean las tesis de Jan Gehl, arquitecto y urbanista danés (del que ya reseñamos algunas obras, por ejemplo Ciudades para la gente). Gehl y su estudio empezaron con actuaciones cerca de su Dinamarca natal, pero sus políticas (básicamente: espacio peatonal y amable, bicicletas, comercios para los caminantes y no para los coches) se han ido ampliando a muchas ciudades del mundo.

El place making consiste literalmente en hacer lugares mediante el diseño arquitectónico y la planeación (con o sin la participación de los usuarios y los habitantes). “Hacer un lugar” es algo que desde el punto de vista de las ciencias sociales urbanas -baste pensar en la famosa definición de lugar y de no-lugar propuesta por Marc Augé (1995)- es un objetivo extremadamente complejo y difícil de alcanzar a partir del mero diseño del espacio, si aceptamos que los lugares, además de ser espacios físicos (y a veces no necesariamente físicos sino imaginados o virtuales), son sobre todo sitios provistos de un significado colectivo y simbólico reconocido y reconocible, lo cual es el resultado de procesos sociales e históricos casi siempre largos, contradictorios, impredecibles y estratificados. (p. 18).

Paradójicamente, y a pesar de lo concreto que es un lugar determinado, las recetas que se aplican son siempre genéricas y estandarizadas. De hecho, rastreando el place making es fácil llegar a las tesis de William H. Whyte en The Social Life of Small Urban Spaces, aunque en la actualidad se invierte la ecuación: si Whyte y su equipo estudiaron espacios concretos de alta sociabilidad en Manhatta, Nueva York, y de ahí extrajeron las recetas del éxito (ojo: recetas de lugares concretos de un distrito concreto de una ciudad concreta), luego esas mismas recetas se podían aplicar en todas partes con el supuesto de que iban a funcionar igual. Es lo que sucede con Gehl: aplicamos recetas genéricos y, a partir de ahí, y de forma espontánea, se supone que el espacio va a cambiar y la sociabilidad que se lleva a cabo en ella también lo hará.

Giglia destaca lo inverosímil de estas recetas genéricas al comparar los consejos de Whyte (por ejemplo, en las plazas de Nueva York las personas preferían ocupar los espacios periféricos) con un lugar tan lleno de vida como el Zócalo, de México, que no deja de ser un enorme espacio vacío repleto de vida, especialmente en su centro. «En suma, las recomendaciones sobre la mejor manera de acondicionar un espacio público necesitan ser adecuadas a cada contexto socio cultural y espacial y partir de un estudio del orden urbano local, es decir del conjunto de las reglas formales e informales que en cada espacio organizan sus usos posibles con base en un entramado especifico de relaciones sociales entre actores diversos y desiguales» (p. 19).

Giglia destaca cómo, a pesar de que ya en los años 60 Jacobs avisaba, en Muerte y vida de las grandes ciudades, de que no había recetas genéricas y que cada caso era concreto y merecía su estudio determinado; o incluso que el Castells de La cuestión urbana ya refutaba la existencia de una «ideología urbana» independiente de los contextos, y «sostenía que lo que hay que analizar es mas bien la interacción entre las estructuras sociales –con en el centro las relaciones de producción– y las estructuras espaciales» (p. 20), «es difícil no calificar como una suerte de retroceso las actuales políticas de renovación de espacios públicos inspiradas en el place making que recorren las ciudades del globo en todas las direcciones con propuestas increíblemente semejantes a pesar de las grandes diferencias socioculturales y geográficas entre una ciudad y la otra» (p. 20).

¿O no será que el espacio público se ha convertido en el eje de la actual ideología urbana, es decir en un discuro que apunta a normalizar las relaciones sociales en la ciudad para beneficio de los intereses de los sectores dominantes? (p. 21, el destacado es de Giglia).

La propia Giglia destaca que ésa es la tesis de Manuel Delgado, al que hemos reseñado un sinnúmero de veces en el blog. «De ser cierta esta tesis, los efectos benéficos que la renovación de espacios públicos conllevaría (…) serían reales sólo para unos cuantos usuarios o habitantes de dichos espacios, quedando excluidos todos aquellos que no embonan con el ideal de ciudadano moderno y transeúnte/turista para quienes los lugares que resultan de los procesos de place making son destinados» (p. 21).

En efecto, y estudiando el caso de México, lo que acaba sucediendo es que se criminalizan ciertas actividades en el espacio público que, en general, llevan a cabo las personas con menos recursos, las que «utilizan la calle como un espacio para vivir y para ganarse la vida mediante el trabajo informal, la mendicidad u otras actividades ilegales» (p. 22), mientras se sancionan todas aquellas actividades que tiene que ver con el turismo, el ocio o el consumo. La Ley de cultura cívica de la Ciudad de México, por ejemplo, impide la mendicidad, ilegaliza toda actividad de venta de diversos productos y la prestación de «servicios no requeridos» (desde la prostitución hasta actuaciones como mimos o músicos) y, sin embargo, destaca Giglia, esas actividades siguen sucediendo. Porque la aplicación de la ley «resulta sujeta a la discrecionalidad y a la arbitrariedad de los custodios del orden público», lo que da pie a la negociación y la corrupción; y a la incertidumbre que acaban viviendo estas personas, susceptibles en cualquier momento de ser detenidas.

Lo mismo sucedió en uno de los mayores parques de la ciudad, la Alameda. Parque popular y de uso intensivo, sufrió una remodelación para adecuarlo a nuevos usos, más correctos, como el de asistir a conciertos o exposiciones artísticas e impidiendo que las personas se tumbasen allí para dormir o descansar o comer.

Actividades como los bailes que se organizaban los sábados por la tarde o los grupos religiosos que acudían al parque para congregarse y predicar sin necesidad de una convocatoria institucional, las decenas de personas que se reunían para asistir a los espectáculos de los mimos y payasos y muchas otras parecidas, no fueron consideradas como apropiadas después de la renovación y fueron reprimidas o confinadas en las orillas, fuera del perímetro del parque, contribuyendo a acrecentar las desigualdades y la fragmentación entre una porción del espacio y los espacios contiguos. (p. 25).

No sólo la venta está prohibida: patinar, ir en bicicleta, pasear al perro y, en definitiva, todo lo que suponga un uso inadecuado del mobiliario público, dejando a discreción, de nuevo, d la policía, qué se considera uso adecuado y qué es inadecuado. Como destaca Giglia, en general lo único que se puede hacer en el parque es caminar y sentarse en los bancos a mirar a los demás.

Con estos dos casos como ejemplo, Giglia concluye dos hechos: el primero, la falsa ingenuidad del place making, que con la excusa de crear un espacio de calidad en realidad lo que hace es seleccionar quién es y quién no es un ciudadano adecuado para un determinado espacio; creando, en definitiva, usuarios. Y el segundo hecho, mucho más esperanzador, es «que las normas no se imponen de manera simple y lineal», sino que «se enfrentan a la resistencia y a la oposición (tanto abierta como encubierta) por parte de los usuarios» (p. 26).

En otras palabras, al fijarse en querer imponer únicamente los usos deseables el diseño del espacio omite prever los muchos otros usos posibles, lo que complica las cosas en el momento de aplicar las reglas. Es decir que en lugar de hacer un ejercicio de imaginación que ponga en relación un cierto espacio con su entorno urbano y con el orden urbano en cual está inmerso, se prefiere restringir, pautar, acondicionar para ciertos usos únicamente. Por ejemplo, en el caso de la Alameda nadie pensó que las fuentes remodeladas con atractivos juegos de aguas serían un motivo de diversión infinita para niños y adolescentes con sus familias, en una ciudad en donde el clima vuelve muy atractivo durante casi todo el año darse una refrescada en las horas más calurosas del día. En las tardes soleadas las fuentes de la Alameda se abarrotan de chicos y chicas mojándose y jugando con los chorros intermitentes, mientras los padres y los abuelos aguardan alrededor con la toalla y muda de ropa lista para cuando sea el momento de irse. Las bancas de mármol en los alrededores de las fuentes son usadas como tendederos para poner las prendas a secar. En suma, la sociabilidad popular se renueva y vuelve a apropiarse de un espacio que se quería depurado de usos descontrolados y “poco cívicos”. El baño colectivo en las fuentes se ha convertido en un problema serio para la administración del parque, ya que no se puede impedir algo que no está prohibido en el reglamento y que además atrae una cantidad masiva de personas, familias enteras de sectores populares que proceden de toda el área metropolitana y que de este modo se reapropian de la Alameda desde sus gustos, con sus posibilidades y sus necesidades. (p. 26).

Lo cual nos recuerda a una frase de William Gibson que le leímos al Townsend de Smart Cities y que se ha convertido poco a poco en uno de los lemas del blog: «The Street finds its own uses for things». Que viene a decir que, aunque la imposición neoliberal sobre el espacio público sea creciente, y haya que luchar contra ella con todas nuestras herramientas, siempre queda ese resquicio de esperanza y de imposibilidad de controlar, por completo, lo urbano.

«Fragmentación urbana y comercio de proximidad: las Superilles de Barcelona», de Lluís Frago Clols

El caso práctico de estudio de «Antropología de la arquitectura», el postgrado en el que estamos participando y del que ya venimos reseñando algunas lecturas y artículos en las últimas entradas, será las Supermanzanas de Barcelona (Superilles, por su nombre en catalán). Se trata de un proyecto que se inició en el año 2016 pero que se popularizó, sobre todo, a partir de 2020, y que cobró aún mayor dimensión local a raíz de la pandemia y el confinamiento, como veremos en una próxima entrada. Las actuaciones implicadas en el proyecto Superilles se van a llevar a cabo por toda la ciudad pero, sobre todo, aprovechan la estructura de uno de los barrios más conocidos de la ciudad: el Ensanche. Diseñado por Ildefons Cerdà (del que ya hemos hablado en el blog en otras ocasiones) durante la segunda mitad del siglo XIX, el Ensanche se caracteriza por su distribución hipodámica o en damero, que extiende y amplía la ciudad hasta incorporar a las poblaciones cercanas (por entonces, independientes, y hoy ya incorporadas como barrios) de Gràcia, Sant Gervasi o Sants. La característica singular del Ensanche, frente a otros trazados hipodámicos, es que las esquinas presentan un chaflán, un espacio que se diseñó tanto para favorecer el tráfico de los vehículos (al evitar las esquinas abruptas) como de las personas.

El proyecto de las Superillas busca, mediante la reducción del tráfico, pacificar, peatonalizar y reverdecer el interior de algunos grupos de manzanas. Así, la idea rector consiste en coger un grupo de 9 manzanas y restringir el tráfico en sus calles interiores sólo a vecinos y servicios. De este modo, el tráfico ajeno a esas 9 manzanas puede circular por el perímetro exterior de la nueva «supermanzana», mientras que las cuatro calles interiores dan prioridad a los peatones y se convierten en espacios peatonales, verdes y de juego o consumo.

A lo largo de las próximas entradas iremos reseñando algunos artículos que analizan ventajas e inconvenientes del proyecto. Hoy, a modo de presentación del mismo, leemos «Fragmentación urbana y comercio de proximidad: Un ensayo sobre el proyecto Superilla en Barcelona«, de Lluís Frago Clols, geógrafo de la Universidad de Barcelona, publicado en Tlalli, Revista de Investigación en Geografía, nº 8. El artículo analiza el contexto en el que surgen las Superillas, compara el proyecto con los anteriores grandes proyectos urbanísticos de la ciudad y finalmente plantea dudas sobre si la escala de actuación es la adecuada.

La apuesta del Plan Cerdà (1855), creada en paralelo a su Teoría General de la Urbanización (1867 y considerado uno de los primeros tratados de urbanismo como ciencia) «es una formulación claramente en favor del fenómeno urbano» (p. 125) frente a otras propuestas de la época, como la ciudad jardín de Howard. Cerdà quería aprovechar los avances técnicos para construir una ciudad densamente poblada pero que, sin embargo, tuviese espacio para respirar (en principio el interior de las manzanas iba a ser una zona ajardinada; en el primer plan diseñado, de hecho, sólo se construía en dos de los cuatro lados de cada manzana, dejando el interior como un corredor verde). Cerdà apostó, también, por una mezcla de usos (convivían las viviendas con la industria) y la importancia del ferrocarril como medio de transporte urbano.

Ya en un nuevo contexto, el determinado por el funcionalismo y los CIAM (recordemos La carta de Atenas), surge el Plan Macià, planteado por los arquitectos del GATPAC, entre ellos Josep Lluís Sert o Le Corbusier. El Plan Macià no llegaría a ser ejecutado (por lo que hay que dar gracias a la providencia…), pero proponía reorganizar Barcelona en función de los nuevos «descubrimientos» de los CIAM, es decir: la funcionalización. Si Cerdà lo había mezclado todo, el Plan Macià proponía separar espacios, ampliar las carreteras (la tan omnipresente cuarta función, la movilidad) y, por ejemplo, situaba el ocio en la «Ciudad del Recreo y de las Vacaciones de Gavà»… a 20 kilómetros de la ciudad. Porque el ocio, para los racionalistas, era algo que sucedía organizadamente en fines de semana, y en manada, a ser posible. El Plan Macià, de hecho, también proponía la superación de las manzanas y la construcción de unas «supermanzanas» de 400 metros por 400 metros, «que tenían que favorecer más al tránsito viario» (p. 126).

Durante los años del franquismo, el Ensanche sirvió como epicentro a partir del cual estructurar el resto de la ciudad de Barcelona, aumentando enormemente su densidad y con una mezcla de usos aún muy presente. «Buena parte de la expansión urbana fuera del ámbito del ensanche de Barcelona irá de la mano de los intereses de promotores y propietarios del suelo, correspondiendo a las áreas suburbanas de la ciudad a partir de la edificación abierta intensiva» (p. 126). Es la época en que las ciudades colindantes con Barcelona se van proyectando como ciudades satélite o, incluso, ciudades dormitorio.

La siguiente época vino marcada por «las grandes reformas olímpicas» (respecto a las cuales vimos, hace nada, la construcción de la Vila Olímpica, de la mano de Gabriela Navas Perrone), pero también por «una importante creación de nuevo espacio público aprovechando los vacíos urbanos dejados por la desindustrialización» (p. 127). De ahí surgieron, por ejemplo, las «plazas duras», plazas de hormigón con pocos elementos verdes y algo de mobiliario, que han sido insignia del «modelo Barcelona» durante bastante tiempo.

Las superillas surgen en un contexto distinto. Si bien el proyecto, como ya hemos comentado, se inicia en 2016, es a partir de 2020 y el confinamiento provocado por el COVID-19 cuando gana popularidad. Se imbrica, además, con otros proyectos similares como el de la ciudad de los 15 minutos de París (de la que ya hablamos), en esta nueva ideología urbana que propone ciudades amables para los transeúntes y pobladas de espacios verdes. Los puntos esenciales del proyecto son, de hecho, favorecer los espacios verdes, priorizar espacios para caminar antes que para el vehículo y, entre otros, «el desarrollo del comercio de proximidad».

Sin embargo, como destaca Frago Clols, los estudios de amplio calado que analicen el impacto directo de estas medidas sobre los temas que pretenden afectar son casi inexistentes. Sí que hay estudios puntuales

Para el caso de las [Superilles de Barcelona], las investigaciones existentes han quedado limitadas a aspectos puntuales del proyecto, muy relacionadas con la smart city, y el uso asociado, y abuso, de indicadores cuantitativos que el big data ofrece, así como su georreferenciación. Las dimensiones analíticas de este tipo de trabajos se han articulado a partir de datos puntuales sobre movilidad y calidad ambiental (…), aspectos de salud (…) y la asociada contaminación (…). A pesar de estudios que se centran en algunos conflictos sobre las apropiaciones del espacio público (…), son inexistentes los estudios sobre la [Superilla de Barcelona] que no sean análisis puntuales y que utilicen perspectivas de análisis multiescalares con una reflexión más amplia sobre el fenómeno urbano. En este sentido, el trabajo se pregunta: ¿Cuál es la escala de la ciudad? ¿Qué papel ejerce el neoliberalismo para entender la eclosión de la ciudad de la proximidad? ¿Realmente la ciudad de la proximidad es una ciudad, o es un fragmento de ella? ¿La ciudad de la proximidad puede resolver los retos sociales, económicos y ecológicos de nuestro mundo? (p. 118; el destacado es nuestro).

Y remata con una conclusión muy acertada: «Teniendo en cuenta que, desde la escala local, o micro local, no se pueden resolver los principales retos que plantea el sistema capitalista, se deduce que la profunda crisis del comercio físico en nuestras ciudades, motivada por la difusión del e-commerce, no será resuelta desde el urbanismo o las políticas de proximidad» (p. 119).

Frente a los proyectos urbanos mastodónticos (pensamos en las grandes obras de Robert Moses en Nueva York, por ejemplo, pero también nos servirían el Fórum o Diagonal Mar en Barcelona), las últimas corrientes urbanas han vuelto a la escala de lo local y lo microlocal. El París de los 15 minutos, por ejemplo, que no busca grandes ejes viarios o rediseñar la ciudad, sino acercarla a los habitantes que ya existen. Frago Clols recuerda que «la planificación urbana ha servido sobre todo para hacer más fluidos los circuitos de acumulación de capital (Harvey, 1982)» (p. 120) y que la mayoría de propuestas de izquierdas que han tratado de luchar contra este fenómeno (por ejemplo, cooperativas de vivienda o de consumo de proximidad) tienen alcances muy limitados. En esta línea sitúa el gobierno de Barcelona en Comú (recientemente substituido por el actual alcalde socialista) que, a pesar de su «buena voluntad» de «aproximarse y de solucionar los problemas de los vecinos», acaban convirtiéndose en una fragmentación creciente de «minifundios» que impiden una respuesta poderosa y unitaria, articulada frente al capital.

Las acciones en favor del comercio de proximidad sintetizan muy bien este tipo de políticas postmodernas fragmentadas. Se basan en la idea de una ciudad articulada únicamente a partir de barrios o micro-barrios que darían origen a este tipo de comercio. Se interpreta que a partir de estas acciones se podría hacer frente al poder de las grandes empresas de distribución transnacionales que ocupan las áreas más centrales o frenar la creciente desertización comercial que el comercio online impulsa. En cierta forma, esta acción del poder público en beneficio del pretendido comercio de proximidad se olvida de la naturaleza de la ciudad, articulada a partir de un sistema de centralidades que actúan a distintas escalas y que se organiza a partir de redes. Las políticas de proximidad en el comercio no tienen en cuenta
la larga trayectoria de las teorías neopositivistas urbanas y comerciales que encontraron el inicio en la teoría de los Lugares Centrales de Christaller… (p. 121)

A este contexto hay que añadirle la modificación del comercio a escala global. Por un lado, la Gran Recesión (2008-2012), que supuso un mazazo importante al pequeño comercio, que ya de por sí arrastraba otros males (la dificultada para competir con los grandes comerciantes, sin ir muy lejos), sumado a los precios crecientes del suelo o el alquiler en las ciudades, lo que también impacta sobre el pequeño comercio. Este proceso ha recibido distintos nombres en función de las características de los lugares donde se ha dado: demalling, retail apocalypse, retail-less city… Esta última (Carreras y Frago, 2022) es «una hipotética ciudad sin comercio en la que sólo quedarían pequeños establecimientos de conveniencia, principalmente alimentación, o aquellos que requieren de una experiencia, como tiendas de sofás o colchones, que el canal online encuentra menos estratégico» (p. 123).

«La desaparición de las actividades comerciales en las calles amenaza la esencia de lo que es una ciudad; fundamentalmente afecta a la naturaleza polifuncional del espacio público, su centralidad multiescalar y al cotidiano» (p. 124) y es, además, de especial importancia en ciudades del mundo mediterráneo (o árabe), donde el comercio informal y a pie de calle es esencial, frente a ciudades donde su presencia no es tan importante, como son las anglosajonas o los barrios burgueses de América Latina (los barrios residenciales, en general).

En este contexto, Frago Clols entiende que el proyecto Superilla presenta una «lectura fragmentada de la ciudad en el momento en que el concepto calle desaparece del proyecto, tan importante para el Plan Cerdà, el Plan Macià o el urbanismo olímpico. la calles es intrínseca al espacio público y claramente relacionada con las infraestructuras de movilidad en el proceso de estructuración de la ciudad. En el proyecto Superilla Barcelona se utiliza el concepto eje verde.» (p. 129) Si bien sí que existen algunos planes de usos en las calles, sobre todo con el objetivo de que no se llenen únicamente de terrazas y bares y zonas de ocio, lo cierto es que los valores con los que se promueve la Superilla son muy similares a aquellos con los que se impulsan las periferias residenciales cerradas, especialmente de América Latina. «Retorno a la naturaleza», «seguridad», «autosuficiencia», «tranquilidad», «el papel de la comunidad»…

Se produce una paradoja, y es que el papel dominante de la escala del barrio en el proceso de articulación del proyecto Superilla en un contexto de creciente desaparición de las actividades comerciales en la calle apunta hacia un modelo de ciudad más parecido al de Le Corbusier que al de Jane Jacobs. Este hecho es sorprendente si se tiene en cuenta que las tesis sobre la ciudad de la publicista norteamericana siempre han servido de armadura intelectual para la Superilla Barcelona.

Dentro de la historia del urbanismo de Barcelona, el proyecto [Superilles de Barcelona] significa un empequeñecimiento de la escala de la actuación. (…) En contraposición, la ciudad-región se ha expandido mucho más allá de los límites de la metrópolis industrial y el fenómeno urbano es planetario. Barcelona, en cierta forma, deja de querer tener una función de capitalidad regional y nacional, y sólo se transforma en beneficio de la escala micro-local a partir de afrontar los principales retos globales. (p. 132)

Ya en las conclusiones, Frago Clols vuelve al debate sobre quién transforma las ciudades. Es innegable una multiplicidad de respuestas posibles; pero innegable es, también, el enorme papel del mercado para transformar los espacios urbanos. Querer modificar el comercio afectando únicamente al último eslabón del mismo, y sólo en la escala municipal, pocos efectos va a obtener, si no va ligado con la imposición de «restricciones a la operación desacomplejada de los grandes oligopolios empresariales del comercio online» (p.l 133). Dicho de otro modo: poco importa lo que se haga en las calles de Barcelona si se permite en los alrededores la construcción del enésimo centro logístico de Amazon o similares.

Por último, es importante remarcar que las comunidades locales que articulan los barrios se contraponen a la ciudad. Las ciudades son realidades sociales que van mucho más allá de la suma de áreas residenciales autosuficientes. La defensa de estas comunidades micro locales a la vez vehicula una parte muy importante del odio tradicional a la ciudad: ruido, contaminación, densidad, pobreza, desconocidos, etc. En el contexto de emergencia comercial, y teniendo en cuenta el papel fundamental que ejercen los vecinos y la escala local en la articulación de la Superilla Barcelona, ¿puede ser que la Superilla Barcelona se parezca al modelo de suburbio residencial de Le Corbusier? Si a este hecho, le añadimos la idea de un barrio autosuficiente y basado con su propio comercio, ¿hasta qué punto el modelo urbano de la Superilla Barcelona se parece al de los barrios cerrados de las periferias de las ciudades latinoamericanas? (p. 133)

Puentes desde la arquitectura hacia la etnografía

En algunas de las entradas anteriores (lo dionisíaco en la ciudad, de Manuel Delgado; un análisis desde la antropología de la arquitectura sobre la Vila Olímpica, de María Gabriela Navas Perrone; y Un habitar más fuerte que la metrópolis, de Consejo Nocturno) ya hemos comentado que estamos asistiendo al postgrado Antropología de la arquitectura, impartido en la Universidad de Barcelona por Manuel Delgado y María Gabriela Navas Perrone. Uno de los objetivos del mismo es servir como puente tendido entre la arquitectura y la antropología (o su aplicación directa, la etnografía). El punto de partida es, someramente, que la arquitectura, a pesar de ser un saber técnico, ha tendido, sobre todo en nuestro mundo postfordista, neoliberal y globalizado, a convertirse en una herramienta validadora del régimen capitalista; sus supuestos no se cuestionan y, basándose en cuestiones indiscutibles como la higiene, la ecología (como veremos en la próxima entrada) o la democracia (y el papel que juega en el espacio público, en oposición a las calles, como vimos hace tiempo en un video de Manuel Delgado), esconden en realidad imposiciones ideológicas que no tienen en cuenta la morfología social ni los usos urbanos que los ciudadanos llevan a cabo de los lugares; o, más incluso, simplemente se trata de excusas para la enésima privatización de un barrio o la obtención descarada de beneficios.

Hace seis décadas ya surgieron voces discordantes que avisaban de que el modernismo arquitectónico (Le Corbusier y la funcionalización de la ciudad) estaba, en su interés por reformar y racionalizar la ciudad, acabando con la vida de los barrios. Tal vez la obra que con más sentido común y entusiasmo llevó a cabo esta crítica fue la monumental Muerte y vida de las grandes ciudades, de Jane Jacobs, donde abogaba por la integración de usos en las calles y defendía el «ballet de las aceras», una coreografía de personas que sentían esas calles como suyas y, por lo tanto, las defendían. También Kevin Lynch, con La imagen de la ciudad, daba a entender que no percibimos y vivimos la ciudad únicamente como un lugar a transitar, sino que dotamos de sentido a algunos de sus puntos y los usamos como espacios singulares para orientarnos: las sendas, los nodos, los hitos, los barrios, los bordes. Espacios destacados a los que dotamos, de forma subjetiva, de un sentido; porque, de forma objetiva, también lo tienen. Y, aún por otras vías, Lefebvre (por ejemplo, con El derecho a la ciudad o La producción del espacio) fue desgranando el modo en que el espacio es producido y el papel que juega el poder en la discusión de la que acaba gestándose ese mismo espacio.

La propia arquitectura no ha sido ciega a los efectos de sus proyectos. La gran embestida capitalista globalizadora de los años 90 y la primera década de los 2000 fue acompañada por la creación de edificios singulares que no sólo no pretendían integrarse con el lugar o la ciudad en la que se erigían, sino que querían, voluntariamente, diferenciarse de ella. Ahí podríamos enmarcar desde La Défense, de la que hablaba Bauman como un espacio ajeno a la ciudad de París y propiedad, en realidad, de unas élites, una clase flotante que no siente verdadera vinculación con ningún lugar, hasta el Museo Guggenheim de Bilbao, que sirvió para lanzar la ciudad a los flujos del capital (y a oleadas de gentrificación) o «el pepinillo», tanto el original de Londres como su émulo, la Torre Agbar de Barcelona. El objetivo de estas creaciones singulares no era otro que mostrar a la palestra internacional que esa ciudad, o al menos la parte proyectada, se estaba volviendo un lugar idóneo para el aterrizaje de los flujos del capital; y esa parte se volvía un lugar ajeno para los habitantes originales de la ciudad (en la distinción que, por ejemplo, hacía Castells entre el «espacio de los flujos» y el «espacio de los lugares»).

Otra de las embestidas del capital flanqueadas por los proyectos arquitectónicos eran las reformas que suponían la gentrificación. Desde la arquitectura hostil, cuyo objetivo es expulsar a las personas sin suficiente renda de un barrio determinado (y que nunca tratan de resolver el problema, sólo alejarlo), hasta la progresiva dejadez que conllevaba el estigma en un barrio (y que lo volvía ideal para los grandes inversores inmobiliarios, que compraban suelo a precio de saldo con la idea de revenderlo una vez el barrio se hubiese saneado) pasando por la forma actual de arquitectura «amable» capitaneada por carriles bici y espacios ecológicamente responsables para clases creativas que no dejan de ser un espacio público desconflictivizado para clases medias cuya renta les permite evitar los grandes conflictos de clase, pobreza o hasta raza y género.

Pero no todo el panorama es tan negativo. Poco a poco, la propia arquitectura, o partes de ella, han ido siendo conscientes de los efectos que estos proyectos tienen sobre los ciudadanos y han surgido una serie de corrientes que buscan entender, en primer lugar, y respetar, en segundo, los usos sociales del espacio construido. Uno de ellos es, claro, el propio objetivo del postgrado: tender un puente entre los urbanistas, diseñadores y arquitectos, por un lado, como generadores de espacio construido; y los antropólogos, sociólogos y otros estudiosos de lo social, como aquellos capaces de visualizar los usos reales (apropiaciones y ausencias incluidas) de esas calles.

Sin embargo, hay otras corrientes desde la arquitectura que han tenido el mismo objetivo, centrándose en aspectos distintos. Como hemos ido leyendo algunos de sus artículos contenidos en la bibliografía del postgrado, aprovechamos para presentarlos aquí agrupados.

La primera corriente tiene que ver con repensar la arquitectura desde un entorno gráfico. Su punto central es la experimentación gráfica, partiendo del punto de que la arquitectura, antes que un entorno construido, se comunica como un dibujo (en la actualidad, más a menudo, un render) y, posteriormente, como una maqueta. Esa primera aproximación a lo que puede ser el resultado final es la forma en que los no arquitectos podemos acercarnos al proyecto, por lo que han surgido una serie de propuestas para que sean los propios usuarios los que se acerquen a la expresión gráfica del mismo y puedan intervenir en ella con los mismos términos: dibujando o aportando sus propuestas al proyecto. Nos recuerda a la intervención artística (lo vimos en el documental Urbanized) que se dio a cabo en Nueva Orleans tras los efectos del huracán Katrina, cuando Candy Chang recorrió la ciudad pegando adhesivos en blanco en distintos lugares con las letras: I wish this was… y un espacio en blanco junto a un bolígrafo. De modo que los transeúntes y habitantes de la zona podían escribir sus propuestas, tan abstractas como «un lugar bonito» o tan concretas como «una panadería» o «una biblioteca». También las propuestas que encontramos en esta corriente son, en general, de índole artística, como las del Atelier Bow-wow y su «etnografía arquitectónica» (Momoyo Kojima, 2018) en la Bienal de Venecia.

Parte del objetivo de esta corriente es una huida declarada del concepto del «star system» arquitectónico formado por estrellas como Frank Gehry (por citar sólo uno; en realidad, aquí entraría la mayoría de los arquitectos cuyo nombre los que no somos expertos en arquitectura conocemos, y que en general conocemos porque sus obras han tratado de convertirse en un revulsivo para el entorno, y no en una parte integrada del mismo) y una preocupación por otros aspectos más humanos, como son ese mismo entorno, los aspectos sociales o el impacto ecológico de sus construcciones.

La siguiente corriente, probablemente la más antigua, tiene su origen en el debate que ya hemos comentado y que se dio durante la década de los años 60-70 del siglo pasado donde voces como la de Jacobs, Lynch o Lefebvre denunciaron el racionalismo y la funcionalización. De ahí surgieron estudios que trataban, mediante la observación, de comprender los usos sociales de los espacios, por ejemplo los del arquitecto Philippe Boudon, que estudió lo que sucedió con algunos de los proyectos y viviendas diseñadas por la arquitectura modernista una vez fueron en efecto habitados. Tal vez uno de los más conocidos de estos estudios sea The Social Life of Small Urban Spaces (1980), de William H. Whyte (lectura que tenemos pendiente desde hace tiempo). Whyte y su equipo observaron durante largo tiempo las plazas y calles de Nueva York (hay un documental posterior, de 1988, que enumera los descubrimientos del estudio) para descubrir qué es lo que hacían las personas, dónde se detenían, qué espacios transitaban y cuáles no; y, lo más importante, trataron de deducir cuáles eran los elementos relacionados con dichos comportamientos. Sus conclusiones fueron, sobre todo, la importancia de lugares donde las personas pudiesen sentarse.

Una versión algo más actual es el estudio del arquitecto danés Jan Gehl (viejo admirado en el blog, por ejemplo: Ciudades para la gente), que también ha desarrollado herramientas con las que estudiar el espacio público y los usos que se hacen de él. Ambos son exponentes de una corriente que tiene por objetivo situar al usuario final en el centro del proyecto arquitectónico; es decir, para quién se proyecta, para quién se construye.

El problema de esta corriente, tal vez la más extendida hoy en día, es que las observaciones tienen que ser concretas: cada espacio es distinto y tiene sus propias peculiaridades. A menudo, sin embargo, las mismas medidas que se han aplicado en un lugar (con mayor o menor éxito) se acaban replicando en lugares que son, por su morfología, marcadamente distintos, creando fórmulas genéricas que son usada por el poder o los intereses inmobiliarios como una excusa para la mercantilización de un lugar con la excusa de que ya han tenido en cuenta al usuario. Aquí podríamos incluir ese diseño «amable» del que hablábamos al principio de la entrada, con carriles bicis, hileras de vegetación y espacios cedidos al consumo de unas clases medias que son las únicas que pueden acceder a él; puesto que las clases superiores tienen sus propios espacios privados y no requieren, por eso mismo, de nuevos espacios que ocupar.

Una tercera corriente se centra en los sistemas constructivos que se utilizan. Esta corriente está muy influenciada por el concepto de la arquitectura vernácula, es decir: la arquitectura ligada a lo popular, a lo informal, a los modos tradicionales de construir de un determinado lugar. Por ello es de las que menos artículos e investigaciones han generado, porque su objetivo es evidentemente práctico. Podríamos rastrear sus orígenes en Arquitectura sin arquitectos, la famosa obra de Bernard Rudofsky de 1964 (otra lectura pendiente del blog). El documental Hacer mucho con poco, por ejemplo, da una muestra de algunos de los colectivos y grupos de arquitectos que operan bajo esta premisa en Latinoamérica.

Tampoco esta corriente está exenta de críticas, puesto que, al estar relacionada con la patrimonialización de determinadas construcciones o espacios singulares, en ocasiones ha sido utilizada como una forma de justificación de la mercantilización de diversos espacios. Un ejemplo de ello (aunque algo distinto, más que ver con la importancia de una historia oficial, burguesa y blanca, en oposición a la multiplicidad de historias que se dan en cada ciudad) lo denunciaba Sharon Zukin en The cultures of cities: en Nueva York existe una comisión que determina qué edificios hay que proteger y cuáles no. Pero esta elección nunca está exenta de ideología, porque la mayoría de edificios que escogen pertenecen a las clases altas (WASP, vaya) y, por ejemplo, no consideraron que el edifico donde Malcolm X fue asesinado mereciese esa consideración, a pesar de su importancia para la historia de la comunidad negra de la ciudad.

Un ejemplo de los debates que suscita esta corriente lo encontramos en el artículo «An award controversy: Anthropology, architecture, and the robustness of knowledge» de Stewart Allen (Journal of Material Culture, 2014, Vol 19(2)). En 2001, uno de los receptores del prestigioso premio de arquitectura Aga Khan fue el campus y los alrededores del ‘Barefoot College», en Rajastán, la India. Las primeras construcciones del proyecto fueron encargadas a un joven arquitecto indio, Neehar Raina. Tras años de construcción y proyectos, cuando, finalmente, se recibió el premio, éste iba destinado a «un agricultor analfabeto» y otros doce arquitectos, como los dirigentes del proyecto; pero entre esos nombres no se encontraba el de Raina. La polémica estuvo servida y, tras muchos dimes y diretes, acabó con la renuncia al premio por parte de todos los implicados. Pero lo que realmente pone de manifiesto la polémica es el tema de quién es el verdadero autor de una obra; si quien la diseña, quien la construye, quien la modifica. Por un lado, el director del campus afirmaba que Raina fue «sólo el diseñador del proyecto, y no el arquitecto»; y, además, que Raina aprendió de la aldea, de los métodos que allí se llevaban a cabo y de las formas de construcción (arquitectura vernácula) de la zona. Raina, por el contrario, argumentaba que él fue quien proyectó los primeros edificios y quien puso en marcha toda la construcción; al modo, tal vez, como un director lleva a cabo el complejo papel de mediar entre todas las personas implicadas en una película para que ésta finalmente se lleve a cabo.

In the architectural case, the elements to be considered include the location of the site, the nature of the proposed building, the schedule of accommodation and, most importantly, the cost. Each component has to be carefully weighed and analysed before it is incorporated into the whole, the test of the architect’s mettle being how successfully he or she can assimilate these many disparate elements into a unified design. Once a design has been approved by the client, tenders will be invited for the work. In the Tilonia case, however, owing to the rural location and ideological underpinnings of the college, only local masons and labourers were approached for the building work. Working drawings were then prepared for the head mason, whose role was to interpret the drawings and assign jobs to the masons and labourers for their execution. Throughout, the architect supervises the work in progress, but is not expected to give constant supervision, only enough to ensure that the work is in accordance with the drawings and contract. (p. 175-6)

Y, finalmente, la cuarta corriente que comentamos es la que está relacionada con la etnografía de la propia arquitectura. Esta corriente busca llevar la etnografía al corazón de la práctica arquitectónica y, partiendo de la Actor-Network Theory (traducido a menudo como teoría del actor-red y abreviado por sus siglas en inglés, ANT) de Bruno Latour, da importancia a todas las partes del proceso y a todas las partes implicadas (sean o no personales, es decir, también el material, el contexto o el discurso se contemplan como agentes, «actantes», desde esta perspectiva). Esto se traduce en el estudio de las relaciones entre arquitectos y clientes, por ejemplo, o en el análisis del discurso (de los arquitectos, de los medios, comunicación del proyecto, cómo se hace llegar a los ciudadanos), o incluso en la propia gestión de los proyectos en el seno de los despachos de arquitectura donde se llevan a cabo. El artículo «Assemblages, Actor-Networks, and the Challenges of Critical Urban Theory», de Neil Brenner, David J. Madden y David Wachsmuth (en Cities for People, Not for Profit. Critical Urban Theory and the Right to the City, editado por Neil Brenner et al., 2011), precisamente, analiza el papel que está teniendo esta nueva corriente (ellos parten desde el «assemblages», el ensamblaje, palabra con la que se tradujo en inglés el «agencement» francés de Las mil mesetas de Deleuze y Guattari y que desde entonces se ha mantenido y, si acaso, ha ido ganando profundidad de significado). El artículo, como decíamos, analiza tanto las ventajas como las carencias ontológicas de la ANT para un estudio actual de las ciudades.

Una figura destacada de esta corriente es Albena Yeneva, arquitecta de formación cuyo trabajo, sin embargo, trasciende a otras disciplinas, especialmente las ciencias sociales y la antropología. Yeneva publicó en 2009 Made by the OMA: An Ethnography of Design, un estudio que, mediante el uso de técnicas etnográficas (entrevistas en profundidad, observación participante), que llevó a cabo durante un año en el despacho de arquitectos de Rem Koolhas, replanteaba las formas en que la arquitectura tiene lugar. En vez de una sola voz que genera un proyecto y éste acaba materializándose, el libro muestra cómo todo el proyecto va avanzando a trompicones fruto de una larga serie de negociaciones donde todos los aspectos implicados tienen relevancia. Posteriormente, Yeneva publicó Latour for Architects (2022), una guía práctica donde replantea la disciplina de la arquitectura partiendo de los postulados de la Actor-Network Theory.

«La vida social de la Vila Olímpica de Barcelona», María Gabriela Navas Perrone

Ya les comentamos en la reseña del artículo «Dionisos en las ciudades«, de Manuel Delgado, que hemos empezado el postgrado Antropología de la arquitectura en la UB. Sus profesores son el antropólogo Manuel Delgado, viejo conocido del blog, y la arquitecta y antropóloga María Gabriela Navas Perrone, de quien hoy reseñaremos un artículo. El objetivo del postgrado, y parte esencial del objeto de estudio de Navas Parrone, es tender un puente entre la arquitectura y la antropología. Desde esta última disciplina se han llevado a cabo múltiples estudios sobre el espacio y cómo se habitaba (sin ir muy lejos, en la anterior reseña, Estudios de ecología humana, hablamos entre otros sobre la Escuela de Chicago, que hacían su muy particular etnografía urbana), pero en cambio la arquitectura, hasta recientemente, no ha empezado a cuestionarse cuáles eran los efectos de sus proyectos sobre la vida social de la ciudad.

Lejos quedan ya, afortunadamente, los enormes proyectos modernistas que desgajaron ciudades (Le Corbusier, Moses), sometiéndolas a bloques de hormigón, a colosales autopistas y a la elevación de ciudades satélite o grands ensembles. No tan lejos, pero esperemos que algo más superados, están los proyectos que trataron de catapultar la ciudad a los flujos del capital global (entre ellos, claro, el Museo Guggenheim, pero en esta categoría entrarían desde La Défense, que tanto criticaba Bauman, hasta The Gherkin, tanto en Londres como en Barcelona, y cualquier otro proyecto de renovación urbana del frente marítimo, como los de Baltimore o el Canary Wharf, que les venga a la mente). Por un lado, y gracias a aportaciones desde las ciencias sociales como las de Jane Jacobs o Kevin Lynch, entre muchas otras, la propia legislación urbana se ha ido modificando, adaptándose a nuevas formas urbanas (y aquí tendríamos que hablar tanto de la arquitectura hostil como de las clases creativas); por otro lado, la propia disciplina de la arquitectura se ha ido planteando su papel como copartícipes de la ciudad y han surgido una serie de propuestas y movimientos (algunos de los cuales reseñaremos en una próxima entrada) que quieren tener en cuenta el papel que sus proyectos y construcciones juegan sobre la ciudad, sus habitantes y la vida urbana en general.

Una de estas propuestas es la Antropología de la arquitectura de Navas Perrone, un puente tendido entre la arquitectura y la etnografía que busca entender el papel de la arquitectura y sus efectos (y, sobre todo, su grado de participación en la construcción de la ciudad neoliberal).

La antropología de la arquitectura propone una etnografía de la producción arquitectónica, desvelando la trayectoria del diseño, desde la red de actores, consensos, imprevistos y circunstancias que condicionaron la toma de decisiones sobre la configuración de una determinada obra arquitectónica o plan urbanístico. En ese sentido, vincula la etnografía y la investigación proyectual como punto de intersección entre la antropología y la arquitectura, para analizar el complejo proceso de producción del espacio urbano. Su aplicación demanda una perspectiva reflexiva respecto al rol del profesional de la arquitectura en la gestión urbana empresarial. Pone al descubierto las demandas de clientes, las dinámicas del mercado inmobiliario, los intereses políticos y los pactos entre los agentes urbanos que participan en la configuración del diseño. Además, ofrece un modelo de investigación para detectar los impactos sociales de las reformas urbanísticas y su compleja interacción con las formas de habitar. (p. 44)

«Antropología de la arquitectura. La vida social de la Vila Olímpica de Barcelona» (recién publicado, en QuAderns, núm. 39, 2023) es un análisis de la destrucción y posterior reconstrucción de un barrio de Barcelona ante la inminencia de los Juegos Olímpicos de 1992 llevado a cabo desde la visión de la antropología de la arquitectura. Navas Perrone recurrió a un análisis documental del discurso oficial que justificó el derribo de gran parte del barrio y su substitución por uno nuevo, residencial, amén de la mercantilización y privatización del suelo que supuso, así como entrevistas personales y un análisis directo de la vida del nuevo barrio.

Hemos comentado a menudo en el blog que Barcelona aprovechó la excusa de los Juegos Olímpicos de 1992 para modernizarse y proyectarse en el exterior como una ciudad abierta y turística (hoy la llamaríamos global). Sus reformas urbanísticas, que abarcaron una gran parte de la ciudad, con mayor o menor intensidad dependiendo de la zona, han acabado siendo conocidas como el «modelo Barcelona», una forma de hacer ciudad que durante años se exportó a otros lugares y que muchas ciudades han querido imitar. Con el tiempo, sin embargo, tanto las ciencias sociales como la propia situación de la ciudad han puesto de manifiesto las muchas sombras de este proyecto: una ciudad masificada, vendida al turismo, terciarizada y museificada, donde la gentrificación va rondando por gran cantidad de barrios y donde el espacio público es una puesta en escena al servicio del capital y el turista.

La zona que es ahora la Vila Olímpica no fue ajena al proceso. Oriol Bohigas, el arquitecto máximo del proyecto (primero como arquitecto, luego como miembro del Ayuntamiento) describió la zona como «una especie de vacío urbano y, por lo tanto, un lugar idóneo para hacer una renovación a fondo, implantando el primer barrio moderno junto al mar» (p. 47). No era cierto. Se trataba de un terreno densamente poblado y con una enorme vida industrial; cerca del mar, eso sí. El proyecto, aprobado en 1986, supuso el mayor derribo de casas en la historia de Barcelona; a pesar de eso, sin embargo, y debido al discurso oficial que se promulgó, no se lo tiene en la memoria como una gran obra o como una gran pérdida, a diferencia de derribos mucho menores en extensión que la memoria popular sí que recuerda.

Se creó una sociedad privada municipal, VOSA, que fue la encargada de obtener o expropiar los terrenos. «Así, unos terrenos de propiedad industrial pasaron a ser de titularidad pública, para luego ser aportados como capital municipal a la empresa mixta creada para gestionar la operación inmobiliaria» (p. 48). Es decir: VOSA aportó la propiedad de los suelos a NISA, (Nova Icària, S. A.), una inmobiliaria participada con un 40% por el Ayuntamiento (es decir: la aportación de ese suelo) y con un 60% por capital privado, por lo que, en la práctica, fue una excusa encubierta para que la participación público-privada (gestionada, eso sí, por manos privadas) pasase a ostentar la propiedad del suelo y obtener réditos con ella.

Lógicamente, los accionistas privadas olvidaron todas las promesas de vivienda pública y reubicación de los desplazados que siempre acompañan a este tipo de proyectos y apuntaron hacia el beneficio, creando inmuebles para clases medias y altas y acabando con la sociabilidad de un barrio obrero e industrial, donde precisamente los vecinos, al carecer de recursos económicos, tienden a colaborar más unos con otros. Pero, cuando la nueva Vila Olímpica pasó a ser habitada, en diciembre de 1992, los nuevos habitantes se encontraron con un «desierto de fantasmas» (p. 55). Primero se achacó a que muchas de las viviendas aún no estaban ocupadas, pero el paso del tiempo fue dejando claro que se trataba de un barrio residencial con escaso uso del espacio público. Precisamente esa ausencia de uso del espacio llevó a delimitara aún más la separación entre espacio público y espacio privado, vallando los jardines y los interiores de las comunidades de vecinos, en algunos casos de forma porosa (límites que se podían traspasar), en otro caso con muros sólo accesibles a los vecinos.

Esta segregación también se refleja en las diferentes formas de usar el espacio público. Las observaciones sobre el terreno permitieron corroborar que la escasa presencia de transeúntes en la Vila Olímpica contrasta con la efervescente interacción social que existe en el barrio vecino, Poblenou. Si se realiza un recorrido comprendido entre la calle principal de ambos barrios, se puede apreciar cómo la baja densidad peatonal de la Avinguda Icària de la Vila Olímpica difiere de la elevada frecuencia de uso existente en la Rambla de Poblenou. (p. 59)

Esta sensación de poco tránsito no ha variado mucho con el tiempo. A día de hoy, la Vila Olímpica sigue siendo una zona residencial con un uso muy escaso y marcado de sus calles: salidas del metro, alrededores de los colegios y zonas puntuales. El resto, precisamente por la ausencia de usos habituales, se percibe como un espacio vulnerable e inseguro y, por eso mismo, los vecinos de la zona reclaman mayor seguridad al Ayuntamiento. De hecho, en 2019 se anunció que uno de los parques del barrio iba a ser vallado y se cerraría «por seguridad» durante las noches.

Dionisos en las ciudades, Manuel Delgado y Marta Contijoch

Con este artículo, «Dionisos en las ciudades. El retorno del dios trágico en Eurípides, Nietzche y Lefebvre«, de Manuel Delgado Ruiz y Marta Contijoch Torres (Scripta Nova, Vol. 25, num. 2 (2021)), inauguramos la lista de lecturas surgidas del postgrado Antropología de la Arquitectura, que estamos cursando (desde octubre hasta diciembre) en la Universidad de Barcelona, codirigido por la arquitecta y antropóloga María Gabriela Navas-Perrone y el propio Manuel Delgado. El objetivo del postgrado es establecer un puente entre la arquitectura, entendida como la disciplina global que diseña y ejecuta las ciudades (es decir: arquitectura, urbanismo, ingeniería y similares) y la antropología (entendida como la disciplina que se preocupa y estudia los movimientos y actos de las personas; lo que hacen en realidad, más allá de lo que se les planifique desde la arquitectura o el urbanismo). La temática es más que interesante y entra de lleno en lo que hemos ido indagando en el blog, por lo que nos lanzamos a ello sin más preámbulo.

El artículo «Dionisos en las ciudades» rescata un tema que ha sido continuo en la producción de Lefebvre: la irrupción de lo urbano en las ciudades. Pero esta vez lo rastrea desde los orígenes míticos del dios Dionisos: el extranjero, el forastero, el salvaje, el principio de locura, embriaguez y destrucción que Nietzsche identificó y que luego Lefebvre simbolizó en su concepción de lo urbano (enfrentado al urbanismo).

En Las bacantes, una de las tragedias de Eurípides, el dios Dionisos llega a Tebas, su ciudad de origen, una ciudad que lo ha olvidado y reniega de él. Lo hace en forma de forastero y no tarda en estar rodeado de una comitiva, las bacantes, de mujeres enloquecidas. Dionisos es el caos: es figura masculina pero viste como mujer, es oriundo de la ciudad pero se presenta como forastero. En oposición, Penteo, rey de Tebas, «encarna algunos de los aspectos fundamentales del mundo griego. Condensa el control sobre sí mismo, al tiempo que desprecia a mujeres y bárbaros, precisamente por su falta de autodominio. Es la expresión de la vida en la ciudad sometida a normas, del mantenimiento de este orden y el control sobre la polis frente el desorden potencial que siempre la amenaza desde dentro y desde fuera.» (p. 191). Estas dos figuras son la que sirven de oposición para «dos formas de pensar la ciudad y la vida urbana». Por un lado, el urbanismo y la arquitectura: la planificación de ciudades ordenadas y armoniosas, pacíficas y dotadas de un espacio público ideal donde todos los ciudadanos son ejemplos magnos de pulcritud, educación y ausencia de conflicto; y, por el otro, la presencia de Dionisos como forma de subrayar que «esta voluntad de ordenación de la vida urbana necesita del contrapeso del mito, como plasmación narrativa de esta vida urbana real que transcurre al margen de los repetidos intentos por regularla» (p. 191), es decir: lo urbano.

Recordemos también que toda ciudad de Grecia era sometida a una fundación mítica (La idea de ciudad) donde el sacrificio (y consumo) de la carne era una parte esencial. De ahí, por ejemplo, la importancia de la figura de Prometeo, el titán que robó el fuego a los dioses para entregarlo a los hombres y, con ello, inaugurar tanto la tecnología (lo divino en lo humano, lo que nos convierte en algo más que animales) y, simbólicamente, el consumo de carne cocinada, y no cruda. Ante ello, se opone (Detienne ya calificó el dionisismo como «antisistema» en 1982) tanto la figura de Dionisos y sus bacantes, que comen la carne cruda tras asesinar al animal, como «los pitagóricos, cínicos y órficos, los dos primeros también como devoradores de carne cruda y los últimos por su adhesión al vegetarianismo» (p. 192).

Penteo, de hecho, curioso por los actos que llevan a cabo las bacantes en los montes que rodean la ciudad, acude a Dionisos y éste le ofrece vestir sus ropajes; encaramados a un árbol, Penteo dice: «Me parece que veo dos soles y dos Tebas, ciudad de las siete puertas.» Y la respuesta de Dionisos: «Ahora ves lo que tienes que ver.» Porque siempre ha habido dos ciudades, y la voluntad ordenadora griega, la estructura reticular de Hipodamo de Mileto, es una forma de «pacificación del universo mítico», como la propia inclusión de Dionisos, un dios extranjero, en el panteón olímpico: un intento de domesticar, de separarse de las bestias.

La aparición de la tragedia como género teatral forma parte de ese deseo de incorporar el delirio dionisíaco –y los relatos míticos en general, por medio de una versión fijada de los mismos- a los intereses de las instituciones atenienses y hacer de las fiestas en honor del dios una manifestación cívica. Un proceso que transcurre paralelo al de la incorporación de Dionisos el panteón del santuario de Delfos, como una forma de desactivar su poder cuestionador, integrando su culto como uno más entre los estatales, articulando el imperativo del logos y la capacidad fascinadora y disuasoria del mythos. Se cumple así, de la mano de la tragedia, el objetivo de generar síntesis o compatibilidades entre la religión tradicional, fuertemente aristocrática, y corrientes religiosas populares como el dionisismo, que podían incluso ser potenciadas en nombre de una instrumentalización política de sus virtudes ejemplarizantes. (p. 194)

Luego serán los primeros románticos alemanes los que reclamarán esa figura dionisíaca, esquiva, salvaje, destructiva, como encarnación de lo sagrado y lo mítico ante la voluntad racional de la Ilustración, y posteriormente lo hará Nietzsche en su primera obra, su tesis doctoral, de hecho: El nacimiento de la tragedia. «Tal tarea, a su vez, enlaza con lo que Horkheimer y Adorno (2016 [1947]) apuntan a propósito de la manera cómo el proyecto ilustrado pasa necesariamente por la disolución y el control del mito y su sustitución por una nueva razón ordenadora, acaso tan mítica como el universo que había venido a abolir. Contra el triunfo del proyecto filosófico socrático y su continuación ilustrada, creador del humano teórico que niega y destierra el espíritu dionisíaco, convirtiendo la vida en objeto de conocimiento, de saber y no de vivencia, y que desprecia todo método que escape a su reduccionismo lógico, Nietzsche opone una práctica poética y extática que valora lo vivido en detrimento de lo concebido y percibido.» (p. 195)

Este nuevo dios acabará encarnado en la figura de Zaratustra en Así habló Zaratustra, trasunto tanto de Dionisos como del propio Nietzsche. Zaratustra denosta la ciudad La Vaca Multicolor, ciudad en la que predica y que anhela ver consumirse; pero no por ciudad, sino por ciudad racional, apolínea, controladora, subsumidora del mito; y de lo urbano. «Nietzsche es quien mejor entiende, sobre todo en su obra de madurez, esa dimensión fáustica de la modernidad urbana, que convierte al hombre moderno en un semibárbaro» (p. 197).

Tras la aparente hegemonía de la moral y la ciencia positiva, la esencia eterna e inmutable de la humanidad encontraba, como señala David Harvey (1998), su representación adecuada en la figura mítica de Dionisos, encarnación divina de la destrucción creativa y de la creatividad destructora, esa misma energía vital que fundamentará tanto la vida urbana como la apropiación capitalista de las ciudades. Acaso Dionisos también encarnara, irónicamente, al mismo tiempo que las desobediencias populares, la vocación nihilista del capitalismo, el espíritu indómito de la burguesía en pos de su propio enriquecimiento, la irracionalidad del libre mercado y la bolsa. (p. 197)

En el «combate contra el desorden urbano» surgen, ya desde el Renacimiento, las grandes utopías urbanas y arquitectónicas. La utopía siempre es una ciudad; y, más aún, una ciudad ordenada, una Nueva Jerusalén cuyas calles, limpias y pobladas por espacio público, brillan por la ausencia de conflicto y la presencia de lo urbano. Su máxima materialización sea, acaso, la reforma de París a manos del barón Haussmann, que tanto hemos referido en el blog, cuya finalidad manifiesta es la pacificación de París y el control de las masas, que en las calles adoquinadas del París medieval lo tenían demasiado fácil para sublevarse y montar barricadas. Además de un mayor control urbano, facilidad para todas las personas para desplazarse hasta el centro y soñar con las fantasmagorías mercantiles que pueblan los escaparates de los grandes almacenes.

Este urbanismo de la segunda mitad del XIX (Haussmann, el Cerdà del Ensanche de Barcelona, incluso el Daniel Burnham de Chicago), «con su mezcla de socialismo utópico y liberalismo autoritario», no podrá, sin embargo, y paradójicamente, exorcizar por completo lo urbano; y en el mismo París higienizad y debidamente domesticado por Haussmann estalla, en 1871, La Comuna, como vimos en la obra de Harvey (París, capital de la modernidad).

Peor aún, sin embargo, será el urbanismo racionalista de la primera mitad del siglo XX, por un lado con la voluntad utopista de la ciudad jardín de Howard (que, en palabras de Jane Jacobs, odiaba las ciudades; y que, de hecho, propone algo que no es una ciudad, sino un retorno idílico a la campiña inglesa y que acabará cristalizando en las zonas residenciales estadounidenses, el famoso suburbia). Y, por el otro, con la gran bestia negra de las ciudades: Le Corbusier, con su Carta de Atenas y la separación de la ciudad en las cuatro funciones básicas: habitar (en rascacielos separados unos de otros por enormes zonas verdes), trabajar y ocio, y dichas tres funciones conectadas por la cuarta: la movilidad, entregada por completo a un automóvil y a unas autopistas cada vez mayores que acaban destruyendo la ciudad (y que fueron las que catapultaron a Jane Jacobs cuando Robert Moses, el Haussmann de Nueva York, amenazó con derruir su barrio para construir autopistas con más carriles; o el de Marshall Berman, que también le dedicaba el último capítulo de su monumental Todo lo sólido se desvanece en el aire).

Esas Nuevas Atenas de la «ciencia urbana» aparecen mediadas por arquitectos y urbanistas –expertos en el espacio y especialistas de las morfologías de la vida cotidiana (2013 [1974], 150)– que imponen un orden lógico basado en la legibilidad, la visibilidad y la inteligibilidad del espacio que planifican, un orden de significaciones cerrado que elude toda crítica presentándose como neutro y objetivo, pero, sin embargo, escondiendo la existencia de un sujeto que, para Lefebvre, es el Estado, sostenido sobre clases sociales y facciones de clase que actuarían a través suyo para reproducir sus condiciones de dominación; un espacio que, a pesar de su condición abstracta, trata de imponerse como realidad. (p. 200)

Lefebvre será el siguiente crítico contra ese nuevo urbanismo racionalista y lo hará «continuando de forma consciente y deliberada la interpelación de Nietzsche» (p. 200). Donde más se nota esta influencia intelectual es en la definición de «lo urbano» del filósofo francés: «una forma de vida (…) rebosante de virtualidades, intensificación y aceleramiento de la espacialización de la sociedad, proscenio para el encuentro y la sobreposición de todo» (p. 202). Las visiones con que Lefebvre define lo urbano son las propias de Dionisos y la embriaguez nietzcheana; y la oposición entre urbanismo y lo urbano, o entre la ciudad y lo urbano, es la propia entre lo apolíneo y lo dionisíaco. «Esa división se retoma en Lefebvre en la pugna entre el espacio de arquitectos y urbanistas y el espacio practicado de la vida cotidiana, que es el espacio del querer vivir ciego y elemental» (p. 202).

Lo urbano es la abstracción con que Lefebvre (2017 [1968]) podría designar la vigencia del desafío del Dionisos. Es ese genio loco que llega o emerge para recordar que las ciudades se alimentan de lo que las altera, que recuerda que las ciudades son verdadera vida, esto es lucha y pasión, y que de esa sustancia la polis no puede saber nada en realidad y menos controlarla, ni siquiera predecirla. (p. 202)

De ahí la parte importante de la obra de Lefebvre donde se ponen de manifiesto tanto la importancia del juego como la de la fiesta; como admonición de que, por mucha voluntad apolínea que se aplique a la ciudad, lo urbano subyace, presto a estallar, al conflicto, a derrumbar los muros, a sacudir la ciudad. E incluso, dando un paso más allá, enlazamos con la visión de Ciudad líquida, ciudad interrumpida, otra obra de Delgado donde se analizaban las condiciones de la fiesta en la ciudad. A propósito de ella ya hablamos de la fiesta de San Juan, fiesta popular donde las haya y que siempre se ha tratado, desde el poder, de controlar y amortiguar. Porque se trata de una fiesta que no pertenece al poder ni está articulada por ella; y por ese mismo motivo, los jóvenes (y no tan jóvenes) son desalojados de la playa al amanecer del día de San Juan, para dar por concluida su fiesta. Y dicha operación siempre viene acompañada de las consiguientes noticias en los periódicos sobre lo incívicos que han sido y lo sucias que han quedado las playas. ¿Dónde están esas reflexiones tras los macroconciertos y festivales veraniegos que se celebran en el Fórum, por ejemplo?

Por otro lado, y siguiendo con la misma Ciudad líquida, ciudad interrumpida, la importancia para lo urbano del estallido, de la revolución, las manifestaciones que ocupan las calles y que nos recuerdan que el día a día, lo cotidiano (lo apolíneo, vaya), aunque sea lo habitual, lo es únicamente porque las multitudes (lo urbano) lo permiten.

Visiones de privatopía, Carmen Bellet

El título completo de este artículo, aparecido en «Scripta Nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales» (Vol. XI, núm. 245 (08), 1 agosto de 2007) es «Los espacios residenciales de tipo privativo y la construcción de la nueva ciudad: visiones de privatopía». En él, Carmen Bellet Sanfeliu, del Departamento de Geografía y Sociología de la Universidad de Lleida, repasa las principales características de los espacios residenciales cerrados (ya sea de forma simbólica, ya sea de forma física, como las gated communities de que hemos hablado a menudo) e indaga en las causas tras su proliferación. El artículo está disponible aquí.

Sea cual sea su forma (barrio cerrado, urbanización privada, club de campo, gated community), estos entornos son «el producto residencial neoliberal y posmoderno por excelencia». Por un lado, suponen el máximo punto de elección: cuando un ciudadano puede escoger, no ya sólo el entorno en el que quiere vivir, sino el tipo de personas por las que se va a rodear. Además, y teniendo en cuenta que la seguridad es uno de los principales valores con los que se publicitan, los entornos residenciales cerrados «resultan ser el cobijo ideal para superar todas aquellas inseguridades e incertidumbres que genera la sociedad postmoderna».

Bellet destaca dos posibles respuestas a los miedos generados por la «sensación de inestabilidad e inseguridad» de estos tiempos: la primera consiste en «retraerse del conjunto de la sociedad en unidades más pequeñas, más controlables y seguras», como las gated communities o cualquier tipo de barrio cerrado o urbanización privada. La segunda respuesta consiste en escapar mediante la huida a «mundos paralelos, perfectos y fantásticos», como son los resorts residenciales, comunidades tipo club o las ciudades simulación creadas por el Nuevo Urbanismo en Estados Unidos (el ejemplo es la famosa Celebration de Disney, a la que volveremos luego pero que ya hemos tratado en otras ocasiones en el blog).

La literatura académica tradicionalmente ha asociado los procesos de fragmentación y privatización urbanos a determinados usos y funciones: los espacios de producción (parques industriales), parques empresariales y complejos de oficinas, espacios de ocio y consumo (centros urbanos privatizados, centros comerciales, parques temáticos), e incluso con algunas megaestructuras públicas (centros culturales, centros educativos y universidades, centros de convenciones, aeropuertos y estaciones de transporte, etc.). Sin embargo en las dos últimas décadas los procesos de privatización han penetrado de forma clara en los usos residenciales a través de diversas tipologías (comunidades cerradas, condominios, supermanzanas, urbanizaciones y complejos privados) y empiezan a ser familiares, como ya hemos apuntado, en casi cualquier gran ciudad del planeta (Webster, 2001).

Desde esta perspectiva, igual que se pasa de un fordismo de mediados del pasado siglo a un postfordismo donde las empresas tratan de llenar nichos muy específicos, desde el punto de vista del consumo se podrían ver los entornos residenciales privativos como una «hiperespecialización» residencial, un tema que Bellet va recorriendo durante el resto del artículo. Por un lado, las comunidades se erigen como «micro-universos», «un pequeño fragmento homogéneo en su sino que poco o nada tiene que ver con aquello que lo rodea». Son entornos poco diversos (de ahí, precisamente, su atractivo: que uno pueda vivir rodeado de aquellos que son como él): algunos por edad, otros por creencias religiosas, características sociales o, las veces en que estos factores no son los decisorios, y se priman otros como puedan ser estéticos o hasta emocionales (la vuelta a una idílica comunidad rural, por ejemplo), la segregación la impone el precio de acceso o de residir allí.

Pero, aunque soterrada, la elección de vivir en un entorno cerrado esconde siempre la segregación.

Las normas establecen y salvaguardan el estilo de vida y determinan, por lo tanto, el tipo de población que puede residir en el desarrollo residencial. El posible comprador o habitante se convierte así también en parte del producto. El estilo de vida que se vende, junto al precio, es uno de los elementos que genera segregación sin hacerlo sin embargo de forma abierta. Si la segregación es políticamente incorrecta e inaceptable, el hecho de elegir una comunidad por su estilo de vida es al contrario una actitud valorada positivamente ya que encaja perfectamente en la historia y tradición norteamericana (Degoutin, 2006, pp. 99). [el destacado es nuestro]

Esto tiene dos efectos devastadores. Por un lado, se crea un sistema social donde cada uno vive en el entorno que le corresponde en función de sus ingresos, su forma de vida, el color de su piel o la edad. Las comunidades resultantes son lugares libres de heterogeneidad, de diferencias, de encuentros desafortunados, con lo que sus habitantes se desacostumbran al hecho de que la ciudad, el resto del mundo fuera de su comunidad, es un entorno diverso en razas, edades y comportamientos. Como denunciaba Richard Sennet en El declive del hombre público, por ejemplo, olvidan cómo lidiar con la diferencia o el conflicto, algo inherente a los lugares donde vive gran cantidad de personas. Y, si nos disculpan el chascarrillo, se genera el personaje caracterizado como «Karen» en Estados Unidos (obviando el machismo de que sea un personaje femenino): un ser asocial que no comprende, ni tolera, ni respeta, que haya otras personas viviendo en un espacio público de modos alternativos al suyo.

El otro gran problema generado por el auge de estas comunidades es que se convierten en los garantes de los derechos y necesidades de sus habitantes. La protección ya no viene de la policía (servicio público), sino de un servicio privado de seguridad (en Estados Unidos ya hay más vigilantes -privados- que policías -públicos-), con lo que eso conlleva de pérdida del nivel de democracia o respeto hacia las leyes (seguramente sea complicado obligar a tu jefe a aparcar bien el coche, si quieres mantener el puesto de trabajo). Lo mismo sucede con las cañerías, el mantenimiento de las calles, la iluminación… Puesto que pasan a ser servicios privados de la comunidad, que además sus habitantes tienen que pagar, éstos se liberan de la necesidad de tener que pagar también los servicios públicos de la ciudad en la que habitan, degradándola. Porque los habitantes de enclaves privatizados siguen usando la ciudad, pueden visitarla, pueden trabajar en ella, recorrer sus calles y, seguramente, esperen que los servicios se sigan manteniendo; pero, puesto que ellos ya financian los servicios de sus comunidades, a menudo con enormes presupuestos, no sienten esa obligación hacia los lugares donde no residen.

Esto es algo que, en general, sólo podía suceder en Estados Unidos y en entornos con una tradición similar y que Bellet relaciona, de forma muy acertada, con la white flight, la huida de las clases medias blancas durante mediados del siglo pasado del centro de la ciudad hacia los entornos residenciales; hacia suburbia, vaya.

Una gated community no consiste solo en una agrupación de viviendas delimitadas por un perímetro controlado, sino que busca además crear un espíritu de comunidad, de colectivo con valores y visiones similares (Kunstler, 1993, 1996; Hayden, 2004). Ningún otro país posee una tradición y herencia tan rica en la materialización física de utopías (religiosas, políticas y sociales) ni la fuerza de la democracia directa y gobierno local que da a las diferentes comunidades una gran autonomía (Fishman, 1987; Braudillard, 1986; Judd y Swanstrom, 1994). El espíritu de la búsqueda del ideal comunitario que trajeron consigo los pioneros y exploraron algunos en el nuevo mundo persiste aún hoy, aunque sea tan solo, las más de las veces, utilizado como un reclamo publicitario y estrategia de venta. No es casual que nos sea tan difícil de traducir el nombre, gated communities, tras del cual, no solo hay un producto físico, sino también otras muchas dimensiones que van ligadas, por un lado, a la visión utópica sobre la comunidad y, por otro, a la autonomía en el gobierno que históricamente se ha desarrollado a escala comunitaria, la escala más próxima al ciudadano y a los intereses de grupo. Aún hoy muchos de los nuevos desarrollos son vendidos con el sueño de participar en la construcción de una comunidad, de una utopía colectiva.

El final del artículo lo dedica Bellet a analizar ciertas comunidades y sus entornos idílicos, convertidos en simulaciones de parque temático. El primer ejemplo es Celebration, la comunidad erigida por Disney con «la tematización absoluta del espacio como punto fuerte del desarrollo» y un control total del espacio, sus usos y su diseño, amén, claro, de una gestión privada de todo el conjunto y de los servicios. «En Celebration, como ya hizo en sus parques temáticos, Disney evoca una forma urbana sin producirla.»

Celebration. La fotografía es de Mark Power para Magnum.

Otros ejemplos son Seaside, en Florida, el pueblo tan idílico que se usó como metáfora de un plató gigante para la película El show de Truman (y uno se pregunta qué sentirían sus habitantes, si orgullo o vergüenza por tal elección como decorado) o Hamlet Estates, en Jericho (Long Island, Nueva York), una paradoja de comunidad simulada puesto que todos sus edificios se basan en la arquitectura de las obras de Frank Lloyd Wright… mezclando todas sus épocas y sin tener nunca en cuenta que el famoso arquitecto las diseñó atendiendo a sus entornos y, en general, valorando que estuviesen rodeadas de naturaleza, y no apiñadas unas junto a las otras.

Los habitantes de los desarrollos residenciales privados, y los usuarios de los otros enclaves urbanos privados, no renuncian al consumo del espacio público, de la ciudad tradicional, pero se desentienden y renuncian expresamente a su construcción y mantenimiento. No hay intercambio con la ciudad tradicional, con la esfera pública, solo puro consumo.

Y es precisamente en el aspecto de la corresponsabilidad de todos en la construcción de la esfera pública, para con la sociedad y la ciudad, lo que debe de reclamarse a promotores, propietarios y habitantes de esos desarrollos y enclaves privados.

Y, algo más adelante, tras analizar el auge de las gated communities:

La única manera de revertir el proceso radicaría en la regeneración de aquellas condiciones que hacían a la ciudad digna de ser vivida, las mismas condiciones que recrean buena parte de esos enclaves: la provisión de seguridad, medio ambiente y entorno saludable y presencia de espacios públicos, equipamientos y servicios necesarios.

Las citadas condiciones, antes proveídas por la esfera pública, son facilitadas hoy de forma más eficiente por la esfera privada.

Por ello, Bellet propone la creación de un reglamento específico para estas comunidades que ayude a gestionar las relaciones entre ciudad y gated communities pensando en el bienestar general, no el de unos pocos.

«Una década de la nueva sociología urbana», Sharon Zukin

En 1980, Sharon Zukin publicó un artículo titulado «A Decade of the New Urban Sociology» (Theory and Society, Vol. 9, Noº 4, pp. 575-601), «Una década de la nueva sociología urbana», donde recogía los cambios que estaban sucediendo en la disciplina, así como los errores conceptuales que se iban arrastrando desde la Escuela de Chicago, y proponía algunos temas nuevos a tratar. Los dos nombres esenciales sobre los que pivota el artículo son los de Castells y Harvey, y la parte central del mismo consisten en una comparación entre el enfoque, y la obra, de estos dos pesos pesados del tema urbano.

Uno de los hitos que marcó la debacle de la Escuela de Chicago fue, como aprendimos en La Escuela de Chicago de Sociología, la irrupción de nuevas herramientas y los métodos estadísticos a la disciplina. De repente, todos los estudios trataban de cuantificar datos para evidenciar hipótesis ya asumidas, por lo que los sociólogos, como comenta Zukin, se convirtieron en asalariados del Estado gracias a las muchas universidades y fundaciones que los apoyaban.

Essentially, urban sociologists took as their tasks tracking the movement of people, social and economic activity, and spatial forms in the process they called «urbanization,» and finding the uniformities of behavior and belief they called «urbanism». Both the process of urbanization and the pattern of urbanism were considered universal, inexorable characteristics of social change (p. 575)

Puesto que estos movimientos demográficos y cambios se daban como algo natural, las metáforas con las que fueron descritos eran, lógicamente, la biología y la ecología (y de ahí la ecología urbana de los de Chicago, que si consiguieron tal renombre fue más por su capacidad «periodística» de bajar a la calle y describir lo que veían que por una gran estructura teórica con que envolverla). Del mismo modo que consideraban que las «áreas naturales», término que nunca llegaron a concretar pero que podía incluir Little Italy, el barrio judío o el gheto negro (pero nunca los barrios blancos de clase media o alta), acabarían fundiéndose en una especie de crisol (melting pot) homogéneo, blanco y de clase media, daban por sentado que las decisiones de dónde vivir de las personas eran elecciones que tomaban, más que situaciones a las que se veían abocados.

En esta hipótesis en la que estaban (que, de nuevo, más que una hipótesis era una visión concreta, no cuestionada), cualquier disrupción en el orden establecido se tomaba como algo que debía ser estudiado de modo puntual; y ni la infraestructura ni el estado tenían nunca nada que ver en ello.

Las crisis contraculturales de los 60 (Zukin cita los disturbios negros en los ghetos y mayo del 68), que la sociología no fue capaz de adivinar, supusieron un pequeño cambio en el objeto de la disciplina, que se centró en la renovación urbana, el sistema criminal o las políticas de bienestar. De nuevo, acudiendo a la estadística y los grandes números.

Hubo tres corrientes, sin embargo, que buscaron un nuevo enfoque. La primera, los empiristas radicales americanos (los términos son los que usa Zukin) que, esquivando la doctrina oficial, estudiaron la competencia social entre clases, con las luchas de vecindad, por las escuelas en los barrios, la violencia del estado en ciertos sectores… Luego estaban los británicos neoweberianos (que ya vimos en Sociología Urbana de Francisco Javier Ullán de la Rosa), «donde los urbanólogos (urbanologist, ?) ya habían desarrollado una tradición de investigación aplicada en reparar una distribución desigual de los recursos», y finalmente, claro, los marxistas franceses. Tal vez por ser «latecomers to the urban sociology» (suponemos que Halbwachs y Chombart de Lauwe no cuentan para Zukin) y por no tener el mismo respaldo del estado que en Estados Unidos, los franceses se presentaban como mucho más teóricos y críticos ante el Estado, y venían marcados por tres claras influencias: la crítica de Lefebvre «de la sociedad urbana en términos de la reproducción social del capitalismo industrial», la distinción de Touraine entre «las distintas formas de acción social» y las tesis de Althusser al marxismo francés. Ahí es nada.

Los tres frentes trataban de convertir la sociología urbana en una disciplina científica.

… they have been critically re-evaluating the history of urbanization. Rather than merely document the successive emergence of urban forms (e.g., the change from the pre-industrial to the industrial city, or the reproduction of metropolitan urban forms in colonial and post-colonial capitals), their historical analysis focuses on the hegemony of urban forms within social formations and the hegemony of metropolitan culture within the world system as a whole; the rise and decline of particular cities; and the political, ideological, juridical, and economic significance of particular urban forms, especially in advanced capitalist societies. (p. 579)

Sus temas, ahora, enlazaban «la urbanización, la búsqueda del beneficio capitalista, los intentos del estado por moderar los conflictos de clase»; los sociólogos tuvieron que aprender a usar términos políticos y económicos y tuvieron que abrirse a nuevas disciplinas, pues el estudio de la ciudad no podía ser un campo cerrado. Pero la disciplina se abrió tanto que el propio significado del término «urbano» iba quedando difuminado.

But the very congruence, from 1500 to 1900, of urbanization, industrialization, and capitalist development raised the logical possibility that «urban» phenomena could be subsumed by either «technology» or «mode of production» and therefore deserved no study of their own. Empirically, if world-wide urbanization and «metropolitanization» covered the face of every society, then the study of cities per se was superfluous. Methodologically, if cities merely reproduced the contradictions of a given social structure, then the study of cities was essentially identical with studying society as a whole. (p. 580).

Estas dudas fueron las que llevaron a la pregunta de Castells sobre si existía una sociología urbana; lo que no impidió, como comenta con cierta ironía Zukin, que se siguiesen publicando artículos bajo el mismo paraguas. Las principales obras del momento eran, según la autora, el estudio de casos históricos que ponían de manifiesto esa estructura teórica que aún se estaban desarrollando, como la investigación de Jean Lokine sobre el desarrollo urbano de París entre 1945 y 1972, que evidenciaba los conflictos de clase y de trabajo en temas cómo dónde se construían estaciones de tren de alta velocidad (al servicio de las clases altas), la competencia por el espacio central y la creación, en concreto, de La Défense. Zukin escoge el desarrollo de este centro económico porque pone de manifiesto la importancia creciente del capital global, así como la concentración de recursos para el capital que podrían haber sido usados para mejorar las condiciones de otras clases sociales; además de la creación de horribles espacios arquitectónicos que no se integran con la ciudad sino que se erigen como sede del poder transnacional.

A pesar de las distintas corrientes que iban surgiendo en la disciplina, sin embargo, dos nombres brillaban con luz propia: Manuel Castells y David Harvey.

Both are historical materialists. For Castells, the four «elements of urban structure» –production, consumption, exchange, and institutions– are determined by the reproduction of the means of production and the reproduction of the labor force in any given social formation; for Harvey, the «urban process under capitalism» is created through the interaction of capital accumulation and class struggle. While Castells is more eclectic in his sources and his data, ranging in his empirical work from France to Latin America and in his interpretations to every existing type of social formation, Harvey is more judicious and more exact, concentrating on American society and on economic data. Castells’ inclusiveness tends to diffuse his framework into definitions and categories whose unification rests on structuralist premises. Harvey’s narrower focus produces a more functionalist marxist approach which demonstrates, rather than assumes, connections between trends and structures. They differ, too, in emphasis. Castells –and the studies that he has inspired in both France and the United States– tends toward treating the city in terms of the problems of social reproduction; Harvey focuses on the city’s role in the production of capital. Just as Harvey emphasizes investment flows, mediating financial institutions, and credit mechanisms, so Castells is drawn to the urban segregation of social classes and the rise of grass-roots political movements. (p. 584)

Castells da mayor importancia a la lucha de clases y la intervención política; el Estado juega un papel importante porque es quien controla la planificación urbana y quien redistribuye los recursos, por lo que todo movimiento social aparece como una pugna por obtener control estatal. Castells presupone la existencia de un «compromiso de mínimos» mediante el cual el Estado, pese a que no sea provechoso para el capitalismo ni ofrezca réditos directos, redistribuye ciertos bienes sociales (educación, sanidad). Harvey comprende, por su parte, que la resistencia organizada fuerza a las estrategias capitalistas a ciertos compromisos, pero en general se centra en el rol del Estado como facilitador de las reglas del juego que impiden que el capitalismo sea víctima de sus propias acciones (como se hizo con la crisis de 2008, cuando se socializaron las pérdidas de los bancos y no se obligó al capital a responsabilizarse de sus decisiones).

Las crisis urbanas son, para Harvey, de acumulación de capital; para Castells, de consumo. Según Harvey, el capital se acumula de forma grotesca para obtener beneficios hasta que la zona deja de ser rentable o surge una que lo es más (lo llamará «coherencia estructurada«, algo que ya vimos). Sin embargo, aunque el capital se retire y la zona se devalúe, al mismo tiempo retiene cierto capital social y cultural, que puede ser usado de nuevo para obtener beneficios. Por ello, el propio flujo del capitalismo es el que va generando zonas de desarrollo desigual, en función de sus necesidades.

Para Castells, en cambio, dichas crisis son fruto de factores sociales y políticos, en concreto, del fallo en la gestión del consumo colectivo, y se deben a las propias limitaciones del estado (ya sean intrínsecas, como la imposibilidad de gestionar determinado número de demandas sociales, como impuestas por el propio capital, que vería de otro modo limitada su capacidad para obtener beneficio). Cuando se alcanzan estos límites es cuando surgen las crisis urbanas.

Pese a estas y otras diferencias, ambos coinciden en que «el espacio urbano se produce deliberadamente como respuesta a las necesidades del capital. Puede ser monopolizado por algunos grupos y luego «liberado» de su posesión por grupos no dominantes, pero –a diferencia de los supuestos de la Escuela de Chicago– el espacio urbano nunca sucede como una creación natural o espontánea» (p. 589). Ambos coinciden, también, en criticar la desigualdad con que se reparten estos beneficios y cómo el modo de producción capitalista está relacionada (si no es la causa directa) en ella.

En la parte final del artículo, Zukin destaca los cuatro temas que, a su parecer, la sociología aún tiene pendiente tratar:

  • el papel de la ciudad en la acumulación de capital;
  • el papel de la ciudad como acumulador de mano de obra barata;
  • la penetración de la política y economía nacionales en lo local (que se refiere a la carencia de autonomía por parte de las ciudades, puesto que siempre son elementos que forman parte de un país, aunque las últimas décadas las han llevado a tratar de ser cada vez más autónomas para superar este hecho);
  • la coordinación de una matriz urbana de interruptores en la estrategia de investigación que relaciona la producción y el consumo, es decir, la centralidad de las ciudades como lugares de control, comunicación y acumulación, pero también como entes «complejos» donde se desarrollan nuevas formas de consumo y producción que luego se exportan al resto de lugares (por poner un ejemplo relativamente banal, los «cazadores de tendencias» de moda se dan en entornos urbanos; y luego sus decisiones se popularizan y se exportan a todos los ámbitos, algo que la visibilidad de las redes está llevando a entornos no necesariamente exclusivamente urbanos).

Como cuestión final, Zukin se vuelve a plantear si «aún existe una cultura urbana o un mito urbano que no esté completamente determinado por el capital o la tecnología» (p. 598). Teniendo en cuenta los caminos que recorrerían Castells o Harvey, por ejemplo (el espacio de los flujos del primero, la acumulación flexible del segundo, por citar sólo unos pocos, y teniendo en cuenta los muchos que aún nos quedan por descubrir en las lecturas del blog), la respuesta aún no está definida; pero siguen existiendo estudios urbanos, felizmente.

«De los espacios otros», Michel Foucault

Esta semana hemos empezado la lectura de Postmodern Cities & Spaces, una recopilación de artículos editada por Sophie Watson y Katherine Gibson que analiza las nuevas formas espaciales surgidas a finales del pasado siglo (el libro es de 1995). De las tres partes que lo componen, la primera gira alrededor de un concepto que ya es conocido en el blog: la heterotopía de Foucault. Puesto que los dos primeros artículos de la antología eran, en esencia, un resumen del artículo original de Foucault, pensamos que tal vez era el momento de leerlo.

«Des espaces autres», título original del artículo, proviene de una conferencia de Foucault en el «Cercle des études architecturals» del 14 de marzo de 1967. No se incluyó en el cuerpo «oficial» de las obras de Foucault hasta que fue publicado, póstumamente, en la revista Architecture, Mouvement, Continuité de octubre de 1984. Es muy fácil de conseguir en internet y muy sencillo de leer (apenas seis páginas), además de más que interesante; no sólo porque el concepto esencial, la heterotopía, haya hecho fortuna en las ciencias sociales que orbitan alrededor del espacio (antropología, claro, sociología, geografía, etc.), sino por las propias reflexiones de Foucault.

«La época actual quizá sea sobre todo la época del espacio», dice Foucault al poco de empezar. El espacio medieval estaba claramente jerarquizado, o, al menos, claramente organizado: había espacios profanos y espacios sagrados, espacios urbanos y espacios rurales; estaba la civilización y el exterior, el bosque innombrable, el lugar donde no existían leyes, ni humanas ni divinas. Se olvida Foucault de las zonas que, aún existiendo, no estaban claras: las marcas, los pasos fronterizos, la no man’s land de la que hablaba Manuel Delgado en El animal público: lugares surgidos, o creados con ese objetivo, como espacios indeterminados donde todo podía suceder fuera de los límites; como veremos algo más adelante, espacios liminares.

Ahora bien, a pesar de todas las técnicas que lo invisten, a pesar de toda la red de saber que permite determinarlo o formalizarlo, el espacio contemporáneo tal vez no está todavía enteramente desacralizado –a diferencia sin duda del tiempo, que ha sido desacralizado en el siglo XIX. Es verdad que ha habido una cierta desacralización teórica del espacio (aquella cuya señal es la obra de Galileo), pero tal vez no accedimos aún a una desacralización práctica del espacio.

Ésta es la tesis primera del artículo: que el espacio aún no ha sido desacralizado, que siguen existiendo antinomias como espacio público y privado o espacio de trabajo y espacio de ocio. Algo que, creemos, ha sucedido ya desde los tiempos de publicación del artículo. El espacio…. postmoderno, podríamos decir (teniendo en cuenta el origen que nos ha llevado a esta lectura), o postfordista, si lo prefieren, incluso globalizado, es un espacio desacralizado. No hace falta pensar en el confinamiento y la pandemia actuales para ver cómo se han soslayado los espacios de trabajo y ocio e incluso vivienda; ni pensar en personas maquillándose en el metro o trabajando con su smartphone o portátil en el tren. Podemos volver al concepto de los territoriantes de Muñoz: el espacio no es un absoluto que se transita a voluntad del poder (aunque dicha voluntad exista y sea insoslayable, claro), sino una construcción social más o menos individual o comunitaria.

Dicho de otra manera, no vivimos en una especie de vacío, en el interior del cual podrían situarse individuos y cosas. No vivimos en un vacío diversamente tornasolado, vivimos en un conjunto de relaciones que definen emplazamientos irreductibles los unos a los otros y que no deben superponerse.

Los espacios se pueden definir, pues, como emplazamientos determinados por su red de relaciones. «Se podría describir, por el haz de relaciones que permiten definirlos, estos emplazamientos de detención provisoria que son los cafés, los cines, las playas. Se podría también definir, por su red de relaciones, el emplazamiento de descanso, cerrado o medio cerrado, constituido por la casa, la habitación, la cama, etc.»

Pero los que me interesan son, entre todos los emplazamientos, algunos que tienen la curiosa propiedad de estar en relación con todos los otros emplazamientos, pero de un modo tal que suspenden, neutralizan o invierten el conjunto de relaciones que se encuentran, por sí mismos, designados, reflejados o reflexionados. De alguna manera, estos espacios, que están enlazados con todos los otros, que contradicen sin embargo todos los otros emplazamientos, son de dos grandes tipos.

El primero es la utopía: los emplazamientos sin lugar real. Una serie de relaciones tal que no se puede atribuir a ningún lugar existente, pero que nos sirve para plantear la validez de esas relaciones y, a la vez, cuestionar las relaciones existentes en nuestros lugares reales.

También existen, y esto probablemente en toda cultura, en toda civilización, lugares reales, lugares efectivos, lugares que están diseñados en la institución misma de la sociedad, que son especies de contra-emplazamientos, especies de utopías efectivamente realizadas en las cuales los emplazamientos reales, todos los otros emplazamientos reales que se pueden encontrar en el interior de la cultura están a la vez representados, cuestionados e invertidos, especies de lugares que están fuera de todos los lugares, aunque sean sin embargo efectivamente localizables. Estos lugares, porque son absolutamente otros que todos los emplazamientos que reflejan y de los que hablan, los llamaré, por oposición a las utopías, las heterotopías; y creo que entre las utopías y estos emplazamientos absolutamente otros, estas heterotopías, habría sin duda una suerte de experiencia mixta, medianera, que sería el espejo.

La experiencia del espejo, pese a su interés, la dejamos para la filosofía y la estética. La heterotopía es, pues, un «contra-emplazamiento», un lugar que cuestiona de algún modo el resto de los emplazamientos. En el siguiente párrafo Foucault sugiere la creación, no de una ciencia, «porque es una palabra demasiado prostituida ahora», sino una especie de «lectura» o catálogo de estos espacios: una «heterotopología». Que no sería válida por el mismo motivo por el que no lo es un catálogo de espacios liminares: porque no son categorías estancas, como insiste Marc Augé respecto a sus no lugares. Un aeropuerto es un no lugar para el viajero pero es un lugar para sus trabajadores; un hotel es un no lugar para el huésped pero un lugar para el recepcionista y un centro comercial puede ser un no lugar para los compradores ocasionales pero un centro de reunión social para los jóvenes de la zona.

Primer principio de la descripción de las heterotopías. Las heterotopías en los lugares primitivos son lo que Foucault llama «heterotopías de crisis», lugares reservados para personas que se encuentran «en estados de crisis», como adolescentes, mujeres en la menstruación o el parto, viejos… Es decir: zonas liminares. Estas heterotopías de crisis están desapareciendo en nuestra sociedad, aunque quedan restos como los internados o el servicio militar masculino. En su lugar, surgen «heterotopías de desviación»: casas de reposo, clínicas psiquiátricas y, «por supuesto, las prisiones» (estamos hablando de Foucault, al fin y al cabo).

Segundo principio. Las sociedades otorgan una función determinada a sus heterotopías; dicha función puede cambiar a lo largo de la historia. El ejemplo que da Foucault es el cementerio: situado al principio en el centro del pueblo y consistente en poco más que una fosa común donde aparcar a los muertos, va evolucionando hacia un «espacio para después de la muerte» burgués y se traslada a las afueras, para que el recuerdo de la muerte no perturbe la existencia.

«Tercer principio: la heterotopía tiene el poder de yuxtaponer en un solo lugar real múltiples espacios, múltiples emplazamientos que son en sí mismos incompatibles.» Ejemplo de ello son el teatro, que recrea múltiples realidades sobre un escenario rectangular; el cine, o el jardín, que es en sí mismo un microcosmos que recrea un macrocosmos.

Cuarto principio: en general, las heterotopías están asociadas a un «corte de tiempo», una «heterocronía»; puesto que suspenden el espacio, es lógico suponer que también suspenden el tiempo; o que se hayan en un entorno donde ambos quedan suspendidos. Las relaciones entre heterotopías y heterocronías son complejas, claro: desde las «heterotopías del tiempo que se acumulan al infinito», como las bibliotecas o los museos, con su voluntad de ser catálogos de una o de todas las eras; o las heterotopías ligadas al tiempo fútil y efervescente, como las ferias o «las ciudades de veraneo». Lo que, en definitiva, vuelve sobre el concepto de espacio liminar.

Quinto principio: las heterotopías tienen un sistema de apertura y de cierre que, a la vez, «las aíslan y las vuelven penetrables». Hay que llevar a cabo ciertos ritos (a menos que uno se encuentre allí encerrado, como prisiones o geriátricos), algunos de los cuales requieren su propio espacio, como los hammam musulmanes o las saunas escandinavas. Ampliando el concepto, Foucault pone como ejemplo las habitaciones para invitados en las grandes fincas brasileñas (?) o los moteles americanos donde se encontraban los amantes adúlteros en Estados Unidos.

Sexto principio. Las heterotopías son, «con respecto al espacio restante, una función».

O bien tienen por rol crear un espacio de ilusión que denuncia como más ilusorio todavía todo el espacio real, todos los emplazamientos en el interior de los cuales la vida humana está compartimentada (…); o bien, por el contrario, crean otro espacio, otro espacio real, tan perfecto, tan meticuloso, tan bien ordenado, como el nuestro es desordenado, mal administrado y embrollado.

Es decir: o bien se convierten en lugares exagerados que ponen de manifiesto algún aspecto del haz de relaciones de un lugar real (tal vez serían las fábricas del sudeste asiático donde se producen los objetos de consumo del mundo occidental, o simplemente un almacén de amazon donde los trabajadores no tengan tiempo ni para ir al baño); o bien son (aunque Foucault escoge el ejemplo de las colonias) parques temáticos. Recordemos lo que decía Sharon Zukin de Disneylandia: que funciona bien, o al menos da esa apariencia. En primer lugar porque toda función «no agradable» ha sido escondida (la higiene, la eliminación de residuos, etc.) y, sobre todo: porque sus usuarios no son tales, sino clientes que han pagado una entrada.

El concepto de heterotopía, como hemos dicho, ha sido ampliamente utilizado desde entonces, no siempre respetando el sentido original que le dio el autor en este texto. En el blog lo hemos encontrado, sobre todo, en la obra de Stravrides Hacia la ciudad de umbrales, donde la heterotopía era prácticamente un lugar sin ley ocupado por el poder capitalista para llevar a cabo sus desmanes. Aunque nos vienen a la mente los espacios de Post-it City: lugares que no encajan en ninguna otra categoría y que, sin referirse necesariamente a la heterotopía, proponen, sin tener que desafiar a la lectura dominante, una lectura alternativa.

El mercado contra la ciudad

El mercado contra la ciudad. Globalización, gentrificación y políticas urbanas es una publicación del Observatorio Metropolitano de Madrid (Traficantes de sueños, 2015) que recoge siete artículos célebres alrededor de este tema. De los siete, dos ya los hemos reseñado en su propio apartado: «El bello arte de la gentrificación«, de Rosalyn Deutsche y Cara Gendel Ryan, analizaba por un lado el papel de la clase creativa como pioneros de la gentrificación y, por el otro, el apoyo de las autoridades a un arte vacío, sin crítica social ni interés por los modos de producción de la cultura, como era el neoexpresionismo. «A vueltas con la clase creativa«, de Jaime Peck, discutía el concepto de Richard Florida de «la clase creativa» y, sobre todo, las consecuencias urbanas que ha tenido, que convierten los centros de las ciudades en lugares perfectos para la gentrificación y las llena de una arquitectura amable que, además de expulsar a las clases bajas, no tiene en cuenta la redistribución social, sólo el bienestar del ocio de una parte de la población.

El resto de artículos siguen más o menos los mismos temas. La tesis de los autores es que las funciones de las ciudades han cambiado y «se han convertido en gigantescas y sofisticadas mercancías»; de ahí el título de la obra. O, como lo resumirá Neil Smith en el último artículo: las ciudades ya no se ocupan de la reproducción social, sólo de la producción.

Sus estructuras espaciales y relacionales han adquirido valores de mercado, los centros históricos se han transformado en destinos turísticos o centros comerciales al aire libre, las periferias en ciudades dormitorio o espacios residuales de exclusión, y la producción social y cultural en ocio y entretenimiento. La ciudad ya no es ni el lugar donde «el aire te hace libre» (Pirenne, 1910), ni el centro de operaciones de mercaderes, soldados y fraternidades (Weber, 1921), sino una «máquina de crecimiento» (Logan y Moloch, 1987), cuyo desarrollo produce rentas para las élites empresariales y financieras. Esto las convierte en un campo de pruebas de la resiliencia de las comunidades frente a la privatización y financiarización de las instituciones que garantizaban la reproducción social. (p. 18)

«La expulsión de las perspectivas críticas en la investigación sobre gentrificación«, de Tom Slater, también profesor de Geografía Urbana, se publicó en 2008 e intentaba dar un golpe sobre la mesa respecto al modo en que las ciencias sociales abordaban la gentrificación. Tras unos primeros análisis críticos con el tema, puesto que las expulsiones que generaban eran más que evidentes, se pasó a asumir que era una consecuencia inevitable de la transformación de la ciudad. De hecho, el foco pasó de las consecuencias de la gentrificación a las causas; podemos recordar, por ejemplo, el análisis de Neil Smith en La nueva frontera urbana, donde hablaba del diferencial de renta. Precisamente de este autor habla Slater, pero también de David Ley (considera a Smith el representante de la explicación económica y a Ley el de la explicación «cultural»).

De las muchas respuesta que provocó el artículo de Slater (recogidas en el International Journal of Urban and Regional Research), los editores seleccionaron la del sociólogo Loïc Wacquant, discípulo y colaborador de Pierre Bordieu que no deja de aparecer en las bibliografías de los libros que reseñamos y que pronto, esperamos, podremos leer. «Reubicar la gentrificación: clase trabajadora, ciencia y Estado en la reciente investigación urbana«, publicado también en 2008, se quejaba también del abandono por parte de la academia de los estudios críticos sobre la gentrificación.

Al centrarse de manera limitada en las prácticas y aspiraciones de los gentrificadores, mirando a través de unas gafas conceptuales de «color rosa», en detrimento, casi por completo, de la suerte que corren los ocupantes arrinconados y expulsados por la remodelación urbana, estos académicos repiten como loros la actual retórica de los empresarios y gobiernos que identifican la renovación de la metrópolis neoliberal con la llegada de un edén social de diversidad, energía y oportunidades. (p. 145 del libro).

Pero Wacquant iba mucho más allá y engarzaba la desaparición de las críticas ante la gentrificación en una corriente con tres patas distintas:

  • La desaparición de la clase obrera de la esfera pública. Wacquant habla de la «invisibilidad de la clase trabajadora en la esfera pública y en la investigación social de las dos últimas décadas». La desindustrialización, la inestabilidad y flexibilidad en el empleo y el desplazamiento hacia el empleo terciario desregularizado, así como «la universalización de la educación como medio de acceso incluso a puestos de trabajo no cualificados, la unificada y compacta clase trabajadora, que ocupó el lugar central de la escena histórica hasta la década de 1970, se ha marchitado, fragmentado y dispersado». No es que no haya trabajadores: es que nadie se considera a sí mismo un obrero. Más aún: estos cambios han ido acompañados de una «desmoralización colectiva y de una devaluación simbólica en el debate cívico y científico», a medida que los sindicatos han entrado en declive y los partidos de izquierda se han desplazado a la derecha, el famoso «centro». Ahora los intereses de este supuesto «centro» son los que marcan la política. Estos cambios han ido acompañados por su correspondiente cambio de nombre, como la underclass en Estados Unidos o los «excluidos» en Europa.
  • La creciente heteronomía de la investigación urbana. Si hace veinte años (Wacquant se refiere a los 80) «las investigaciones sobre clase y cultura urbana estaban marcadas por las luchas entre escuelas teóricas que competían por el dominio intelectual: la ecología humana, el marxismo, la economía política weberiana y una insurgente corriente culturalista alimentada por las teorías sobre la identidad, el feminismo y el postmodernismo», el desencanto político, la caída de los grandes discursos y, sobre todo, la necesidad de buscar financiación de los investigadores los ha llevado a buscar temas de rabiosa actualidad que no tienen en cuenta los procesos de fondo. Se estudió la «exclusión» y la «integración» en Europa, por ejemplo; los efectos del desempleo en Estados Unidos, la «mezcla social» en Francia o Países Bajos, «todo ello de acuerdo con el objetivo de los políticos de desplegar el territorio, la etnia y la inseguridad como pantallas que oculten la des-socialización del trabajo asalariado y su impacto en las estrategias de vida y en los espacios del proletariado emergente».
  • El Estado como promotor habitacional y agente de limpieza urbana. Aquí Wacquant elimina la falsa distinción entre Smith y Ley hecha por Slater en el artículo anterior. «Tanto la «tesis de la renta diferencial» apoyada por los análisis neo-marxistas, como el enfoque de la «distinción cultural» adoptado por los estudiosos neo-weberianos o postmodernos (que invocan la fraseología de Bourdieu tan rápidamente como hacen caso omiso de sus principios teóricos) o las tesis de la globalización inspiradas por Saskia Sassen dejan de lado el papel fundamental del Estado en la producción no solo del espacio, sino del espacio de los consumidores y los promotores de vivienda.» (p. 152) El peso del Estado no sólo es abrumador en todo contexto (por marcar las estructuras sociales, la fiscalidad, las formas de acceso a la vivienda, etc.), sino que es especialmente importante en los barrios de clase baja, puesto que sus habitantes son más vulnerables a las políticas públicas de acceso a la vivienda. Más aún: son las políticas policiales y de seguridad del Estado las que criminalizan la pobreza y patrullan los nuevos barrios gentrificados o en proceso; cuando no son, directamente, una parte interesada, al vender terrenos de esos mismos barrios en condiciones favorables a empresas inmobiliarios o fondos de inversión. «Sin las agresivas campañas de vigilancia policial en las calles desplegadas durante la última década (Herbert, 2006; Wacquant, 2008), impulsadas por la expansión del Estado penal, dentro y alrededor de los barrios en declive, las clases medias no podrían haberse trasladado al centro de las ciudades y la gentrificación no se habría desarrollado más allá de dispersas «islas de revitalización en medio de mares de decadencia»» (p. 152) Wacquant describe el paso del «Estado keynesiano de la década de 1950 al Estado neo-darwinista fin de siècle, que practica el neoliberalismo económico por arriba y el paternalismo punitivo por abajo». Esto se traduce, sobre los pobres, en dispersarlos (progresiva reducción de la vivienda pública) o en confinarlos en espacios reservados (como ya avisó Mike Davis en Ciudad de cuarzo).

«La ciudad como máquina de crecimiento«, de John R. Logan y Harvey Molotoch, ambos sociólogos, es el tercer capítulo del libro Urban Fortunes: The Political Economy of Place, publicado en 1987. El capítulo demuestra que las ciudades, lejos de ser un centro de intercambio o incluso un nexo regional, son el resultado de los intereses de «la máquina local de crecimiento». Valga un ejemplo para entenderlo: el de William Ogden, que llegó a Chicago en 1835, cuando la ciudad apenas contaba cuatro mil habitantes, y se convirtió en alcalde, magnate del ferrocarril y dueño de gran parte de la ciudad. Si Chicago se convirtió en el centro de Estados Unidos (era la ciudad que regulaba el paso de una a otra costa) no fue sólo por su situación geográfica, «sino porque un pequeño grupo de personas (lideradas por Ogden) tuvieron poder para, literalmente, hacer que los caminos se cruzaran donde ellos decidieron». Asimismo, las élites del ferrocarril de San Francisco impidieron que la línea acabase en San Diego, porque temían que su puerto natural convirtiese a la ciudad en un rival. Paradójicamente, prefirieron que la línea acabase en Los Ángeles, puesto que su puerto era completamente inadecuado. Sin embargo, las élites de Los Ángeles consiguieron fondos federales para reformar su puerto, convertido hoy en uno de los principales del mundo. A menudo, defienden los autores, se habla del «bien público» para ocultar los intereses de las élites. Un buen ejemplo sucedió en España con las estaciones del tren de Alta Velocidad, que a veces estaban en zonas despobladas cuyos terrenos pertenecían a políticos del partido dominante.

Sin embargo, si en el siglo XIX estos intereses eran más o menos evidentes (canales, ferrocarriles, grandes vías de comunicación), en el siglo XX son mucho más complejos y se establecen en forma de redes intercomunicadas. Tras todo tipo de iniciativas, destinadas siempre a favorecer un clima de seguridad y estabilidad de cara a las inversiones, siempre subyace la misma ideología: que el desarrollo «es algo que está por encima de las valoraciones políticas y morales». Incluso eventos que en principio no se deben a la obtención de rentas («ciertamente el orgullo cultural de los grupos tribales es anterior a las máquinas de crecimiento») son mercantilizados y canalizados por la máquina del desarrollo (y nos viene a la mente la celebración del Orgullo en Madrid que leímos hace poco de Ignacio Elpidio Domínguez Ruiz).

«Urbanismo neoliberal. La ciudad y el imperio de los mercados«, de Neil Brenner, Jaime Peck (autor de «A vueltas con la clase creativa«, en el mismo libro, que comentamos en la anterior reseña) y Nik Theodore, se publicó en un libro de 2011, The New Blackwell Companion to the City, editado por Gary Bridge y Sophie Watson, si bien el artículo aquí reseñado ha sido ampliado por los autores.

…el neoliberalismo adquirió relevancia por primera vez a finales de los años setenta y principios de los ochenta como una respuesta política estratégica a la sostenida recesión mundial de la década anterior. Frente al descenso de rentabilidad de las industrias tradicionales de producción en masa y la crisis de las políticas del Estado de bienestar keynesiano, los gobiernos nacionales y locales del mundo industrializado comenzaron, tímidamente al principio, a desmantelar los componentes institucionales en los que se basaban los acuerdos de postguerra y a poner en marcha un conjunto de políticas públicas con la intención de expandir la disciplina de mercado, la competencia y la mercantilización a lo largo de todos los sectores de la sociedad. En este contexto, las doctrinas neoliberales se utilizaron para justificar, entre otros proyectos, la desregulación del control estatal sobre las principales industrias, la ofensiva contra los sindicatos, la reducción de los impuestos a las grandes empresas, la reducción y/o privatización de los servicios públicos, el desmantelamiento de los programas de bienestar social, el aumento de la movilidad del capital internacional, la intensificación de la competencia interterritorial y la criminalización de la pobreza urbana. (p. 211)

Para ello usaron instituciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o la Organización Mundial del Comercio (algo que ya leímos en, por ejemplo, La sociedad red o que nos recordaba con otras palabras David Harvey hace nada). Sin embargo, el artículo se centra en los efectos que este neoliberalismo ha tenido en la reestructuración urbana. En efecto, las ciudades han sido entregadas a las fuerzas del mercado; pero, si bien la doctrina neoliberal es que el mercado lo regulará todo, «en la práctica ha conllevado una drástica intensificación de formas coercitivas y disciplinarias de intervención estatal a fin de imponer el imperio de los mercados sobre todos los aspectos de la vida social».

Para ello, el neoliberalismo ha recurrido a una vieja herramienta del capitalismo: la destrucción creativa.

Y, aun así, debido a su dinamismo inherente, el capital vuelve continuamente obsoleto el paisaje que él mismo crea y sobre el que descansa su propia expansión y reproducción. Particularmente durante los periodos de crisis sistémica, los marcos heredados de la organización territorial capitalista se pueden desestabilizar en tanto el capital pretende trascender las infraestructuras socio-espaciales y los sistemas de relaciones de clase que ya no proveen una base segura para la acumulación sostenida. A los efectos de las crisis que se propagan por toda la economía espacial, le siguen procesos de destrucción creativa por los que el paisaje capitalista se ve fuertemente transformado: la configuración de la organización territorial que sostenía la anterior ronda de expansión capitalista se desecha y se rehace para establecer una nueva red de nodos territoriales para el proceso de acumulación. (p. 218)

Lo que nos recuerda la coherencia estructurada de Harvey. Con el neoliberalismo y la globalización, las escalas se han alternado y la nacional ha perdido sentido, por lo que surgen las ciudades como grandes nodos de control y gestión de los flujos. De ahí, también, la competencia entre ciudades y el city branding, tratando de posicionarse como punteras en el ámbito global.

Finalmente, el último artículo corresponde a Neil Smith. «Nuevo globalismo y nuevo urbanismo. La gentrificación como estrategia urbana global» fue publicado en Antipode, vol, 34, núm. 3, julio de 2002. Empieza con cuatro hechos sucedidos por entonces en la ciudad de Nueva York:

  • el «regalo» por parte del alcalde de un «subsidio» de 900 millones de dólares de dinero público a la bolsa de Nueva York para que no abandonase la ciudad, algo que lógicamente no iba a hacer;
  • la búsqueda por parte del Departamento de Educación de profesores de Matemáticas en otros países, puesto que en Estados Unidos escaseaban, lo que entra en la política de subcontrataciones y privatizaciones;
  • el aumento del control social, reforzando las doctrinas de la «tolerancia cero» y avanzando hacia la «ciudad revanchista» que pronosticó el propio Smith en 1996;
  • el anuncio de que Nueva York no permitiría que los coches de diplomáticos de la ONU siguiesen aparcando en doble fila; lo que de por sí no es importante, pero implica una voluntad de las ciudades de reevaluar su situación en el eje de la política internacional.

Los cuatro eventos sitúan el mapa del urbanismo neoliberal que se ha ido instaurando desde los años 80. Sin embargo, Smith considera que el liberalismo del siglo XVIII, de Locke a Adam Smith, se basaba en dos fundamentos: «que el ejercicio libre y democrático del interés personal lleva al bien social colectivo óptimo y que el mercado siempre tiene razón, esto es, que la propiedad privada es la base de este interés personal y que su vehículo ideal es el intercambio en el mercado libre». Sin embargo, durante el siglo XX, y en parte como respuesta a la ola comunista y al socialismo, la vertiente de control social quedó por el camino o, más bien, fue reconvertida a un nuevo papel del Estado como garante de las libertados del comercio y del contexto necesario para su funcionamiento.

«Las conexiones entre capital y Estado, entre reproducción social y control social, han sido alteradas de forma drástica. Y esta transformación, que solo ahora hemos empezado a perfilar, se manifiesta vívidamente en una geografía alterada de relaciones sociales y, más concretamente, en un reescalamiento de los procesos y de las relaciones sociales que genera nuevos anidamientos de escala que a su vez reemplazan las antiguas, comúnmente asociadas a la «comunidad», lo «urbano», lo «regional», lo «nacional» y lo «global». (p. 249; el destacado es nuestro)

Como ya vimos en Desarrollo desigual, del mismo autor. Smith orbita alrededor del concepto de ciudad global de Sassen, aunque le encuentra pegas: para Sassen, la economía global es «una plétora de contenedores» que son los Estados entre los cuales flotan las ciudades; Smith, sin embargo, comprende que se han dado toda una serie de cambios que están resituando las ciudades y que tienen efectos evidentes en ellas. ««Lo urbano» se está redefiniendo de una forma tan dramática como lo global; los viejos contenedores conceptuales (nuestra hipótesis de lo que era o no «urbano» en los años setenta) hacen aguas. La nueva concatenación de funciones y actividades urbanas en relación con los cambios nacionales y globales no solo cambia el «maquillaje» de la ciudad sino la definición misma de lo que (literalmente) constituye la escala urbana.» (p. 250)

La ciudad keynesiana del capitalismo avanzado, en la que el Estado aseguraba grandes áreas de la reproducción social, desde la vivienda a los servicios sociales o las infraestructuras de transporte, representó la culminación de esta relación definitiva entre escala urbana y reproducción social. Se trata de un tema recurrente que ha recorrido el trabajo de los teóricos urbanos de Europa y América a partir de los años sesenta: desde la revolución urbana (Lefebvre, 1971) hasta la crisis urbana (Harvey, 1973) y la explícita definición de lo urbano en términos de consumo colectivo (Castells, 1977), a la vez que constituye una inquietud constante de la teoría urbana feminista (Hansen y Pratt, 1995; Katz, 2001; Rose, 1981). En la medida en que era un centro de acumulación de capital, la ciudad keynesiana era, en muchos aspectos, una mezcla de oficina de empleo y oficina de servicios sociales al servicio del capital nacional correspondiente. De hecho, la llamada crisis urbana de finales de los años sesenta y principios de los años setenta fue generalmente interpretada como una crisis de la reproducción social que tenía que ver con la disfuncionalidad del racismo, la explotación de clase y el patriarcado y la contradicción entre una forma urbana surgida conforme a criterios de acumulación y otra que se tenía que justificar en cuanto a la eficiencia de la reproducción social. (p. 251; los destacados son nuestros)

Por un lado, la industrialización dejó de estar centrada en regiones productivas para enfocarse en las ciudades, que es donde se establecen las sedes de una enorme red que puede extenderse por todo el globo. Por el otro, los propios Estados dejaron de sentirse vinculados o responsables de sus ciudades (que Smith ejemplifica con el famoso titular «Ford to City: Drop Dead» del presidente Ford ante la bancarrota de Nueva York, del que hablamos en «El bello arte de la gentrificación«).

El urbanismo neoliberal es una parte integral de este amplio reescalamiento de funciones, actividades y relaciones, y conlleva un considerable énfasis en el nexo entre producción y capital financiero a costa de las cuestiones relativas a la reproducción social. No se trata de que la organización de la reproducción social ya no module la definición de la escala urbana, sino más bien que su poder para hacerlo está considerablemente debilitado. (p. 255)

Esto se traduce en un urbanismo supeditado a la producción, más que a la reproducción, en una crisis que a veces hasta atenta contra la máxima sacrosanta del capitalismo: la obtención de beneficio, con viajes desde la periferias de la ciudad hasta el centro para ir a trabajar que llevan dos, tres o cuatro horas por trayecto. Sumando que las directrices del Banco Mundial, especialmente para los países en vías de desarrollo, donde estos hechos son más notorios, incluyen la privatización de los transportes públicos. El problema, como señala Smith, es que la preeminencia de «los impulsos de la producción económica» aún no se ha traducido en una pérdida del beneficio; veamos qué sucede cuando pase, como por ejemplo la ausencia de camioneros en Reino Unido y la petición de los empresarios para que vuelvan los inmigrantes que les suponían mano de obra barata. A eso hay que añadirle que las ciudades donde más peso están teniendo estos efectos son aquellas metrópolis de Asia, Latinoamérica y parte de África «donde el Estado de bienestar keynesiano» nunca se aplicó de forma relevante y que se están convirtiendo en los «núcleos de producción de un nuevo capitalismo».

Barrios corsarios, Giuseppe Aricó, José A. Mansilla y Marco Luca Stanchieri

Barrios corsarios. Memoria histórica, luchas urbanas y cambio social en los márgenes de la ciudad neoliberal es una serie de artículos alrededor de los conceptos de centro (o centros) y periferias urbanos. Está coordinado por los antropólogos urbanos Giuseppe Aricó, José A. Mansilla y Marco Luca Stanchieri, los mismos que coordinaron Mierda de ciudad. Una rearticulación crítica del urbanismo neoliberal desde las ciencias sociales (2015) y, como entonces, se trata de una publicación del Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà (pol·len edicions, 2016), un colectivo dedicado al estudio del conflicto en la ciudad.

Así, por centro se entiende el principio de orden, unidad y coherencia que estaría en el corazón de todo sistema, mientras que por periferia se haría referencia los elementos «desordenados» y «desorganizados» que gravitan en la frontera de dicho sistema escapándose, supuestamente, a su empresa. (p. 17)

«La periferia encarnaría una transición física y social: el tránsito desde un territorio delimitado y dominado por el ordenamiento racional de la ley y el urbanismo hacia un territorio sin límites ni confines. Un territorio geográfico y, a la vez, simbólico, consustancialmente atravesado por la imprevisibilidad y la «a-legalidad» de unas relaciones sociales que se escapan a la supuesta centralidad urbana», insisten los coordinadores en la presentación del libro. El ejemplo lo tenemos en los nombres de las calles: si las centrales hacen referencia a grandes hechos y personas ilustres de la historia oficial, a medida que se alejan del centro se recurre a constelaciones, planetas, vientos, mares y otros azares genéricos.

Puesto que los centros de las ciudades van cambiando y creciendo, los barrios cercanos, antes periféricos, se gentrifican y son recuperados por el capital para solaz del consumo y las clases medias (y vienen a la mente las palabras de Lefebvre, citadas en algún artículo del libro, de que probablemente el objetivo del urbanismo no haya sido otro que sofocar lo urbano). Por el camino, los habitantes de estos barrios son expulsados y substituidos por otros de clases más altas. No siempre se trata de gentrificación, sino de un catálogo de formas distintas en que la ciudad se apropia de espacio colectivo para destinarlo a unos fines institucionalmente sancionados. La imposición de una determinada idea de ciudad que pasa, siempre, por la obtención de rédito económico.

Teniendo en cuenta el origen del Observatori, bastantes de los artículos giran alrededor de la ciudad de Barcelona. Es el caso de «Luchas centrales en barrios periféricos. La «intifada del Besòs», Santa Adrià del Besòs, octubre 1990″, de Manuel Delgado, que disecciona el conflicto entre autoridades y vecinos de esta población cercana a Barcelona a raíz de que un espacio vacío, el Solar de la Palmera, fuese destinado por el ayuntamiento a la construcción de viviendas de protección social para los habitantes del vecino barrio de La Mina.

El tema es complejo. Por un lado, el contexto es el de una Barcelona que, con la excusa de los Juegos Olímpicos del 92, está renovando por completo su ciudad, esto es: interviniendo, barrio por barrio, para sanearlos, expulsar a los vecinos originales y convertirse en una ciudad hermosa, esto es una, en una ciudad marca capaz de atraer a los turistas, el famoso «modelo Barcelona».

Además, Delgado hace otra distinción: entre periferiedad, suburbialidad y marginalismo:

  • el suburbio es, en urbanismo, «una unidad territorial con niveles de calidad considerados comparativamente por debajo de los estándares medios tenidos por correctos»;
  • el barrio periférico incorpora a la definición «un criterio de distancia no sólo física, sino también estructural, respecto de un centro urbano dado con el que mantiene relaciones de subsidiariedad y dependencia»;
  • finalmente, «la noción de marginalidad no es ni de nivel ni de estructura; no es ni material ni funcional; es ante todo moral, puesto que alude a la condición inaceptable de aquello o aquellos a quienes se aplica»; no está en el orden moral, sino fuera de él. «Lo que existe, pero no debería existir.»

La zona del conflicto era el cortafuegos que separaba, no sólo los dos barrios, sino las distintas concepciones que los definían: por un lado el Besòs, barrio claramente obrero, suburbio, sí; por el otro La Mina, barrio marginal completamente estigmatizado y donde habitan los excluidos. El solar de la Palmera llevaba tiempo siendo reivindicado por los vecinos del Besòs como un lugar donde construir equipamientos esenciales para el barrio y, sin embargo, el ayuntamiento quería realojar allí a algunos habitantes de La Mina.

El hecho de fondo es que Barcelona estaba reapropiándose de espacios cada vez más amplios de la ciudad para convertirla en algo hermoso y fotografiable; y, por el camino, expulsaba a unos habitantes que ahora le sobraban de un barrio que quería recuperar y los situaba en un barrio obrero doblemente castigado: por un lado, porque impedía que en ese solar se construyesen equipamientos que ellos consideraban como más urgentes; y, por el otro, atravesando la frontera entre el obrero y el marginal y condenándolos a un nuevo estigma. Todo, recordemos, simplemente en aras de dejar bonita la ciudad para los Juegos Olímpicos (y sus potenciales inversores; de ahí, por ejemplo, que el Mobile se haya celebrado durante tantos años en Barcelona).

Nunca sabremos cuál habría sido la reacción del vecindario si el destino previsto para aquel descampado no hubieran sido los anhelados equipamientos, sino cualquiera de las grandes operaciones infraestructurales o inmobiliarias que acompañarían los fastos olímpicos. Por su parte, a los administradores políticos y urbanísticos, tanto de Barcelona como de Sant Adrià del Besòs, se les planteaba entonces un problema que es el mismo que se les plantea ahora, que es dónde meter todo lo que de indeseable genera el sistema social que regentan a la hora de poner en venta sus ciudades. (p. 72)

El siguiente artículo, «La pulverización de una colonia obrera: un barrio bajo atrapado en una zona alta», detalla la destrucción de la Colònica Castells, una zona específica situada en el barrio de Les Cortes que, a medida que el barrio se iba volviendo cada vez más reducto de las clases altas, iba quedando sitiada y amenazada por todos los frentes oficiales. El autor, Marc Dalmau, se refiere a la zona como «cultura de los pasajes», en referencia a un lugar donde habitaba una comunidad y no unos vecinos. En parte, espacio dominado y pautado por mujeres (ya hablamos de las redes que tejían las mujeres en La cultura de los suburbios y nos lo recordó hace poco Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire), la descripción que hace Dalmau (vecinos que salían a la puerta de casa con sus sillas, casas siempre abiertas, membranas porosas, espacios comunales, resolución de los conflictos por parte de los propios vecinos) nos lleva a un planteamiento: ¿es esta forma de comunidad vecinal el ideal para una ciudad? Tal vez por las palabras de vorágine y modernidad que leíamos, precisamente, en la obra de Berman, nos queda la duda de por qué esas loas a una comunidad tan cerrada. Eso no supone defender la destrucción de un espacio en función de la rentabilidad de los solares colindantes, claro; pero tampoco habría que reclamar un retorno al pasado en un lugar entregado a lo urbano. Las formas de relación en las ciudades son distintas; ya lo dijo Wirth hace cerca de un siglo, y ni siquiera fue el primero.

«Cuando la calle era nuestra. Acuartelamiento de la infancia y desaparición de la cultura infantil de la calle», de Marta Contijoch, se centra en un tema maravilloso: las hogueras que se encendían en numerosísimos espacios del litoral catalán durante la noche de San Juan y que, progresivamente, han sido erradicadas. Sin embargo, el artículo lo explora desde el punto de vista de la infancia y un espacio de autonomía que han perdido. Sorprende, por otro lado, que a menudo en el texto se hable de «los niños y las niñas», dando a entender que el masculino no es neutro y, por lo tanto, hace referencia sólo a los varones; y, sin embargo, en tantas otras ocasiones se habla sólo de «los niños» usándolo como genérico, con lo que queda la duda de si se trata sólo de ellos o de ellos y ellas.

«A la sombra de Chueca. Alternativas a la visión dominante del Madrid LGTB», de Ignacio Elpidio Domínguez, sigue la evolución de la celebración del Orgullo Gay (ahora LGTBI) en Madrid desde sus orígenes hasta el surgimiento de un «segundo Orgullo» en el barrio de Lavapiés. Para ello recorre parte de la historia de Chueca, barrio clásico gay de la ciudad, hasta situar sus orígenes como algo completamente mercantilizado. Ojo: se llevó a cabo un segundo Orgullo porque se consideraba que el primero, sobre todo desde la celebración de Madrid como capital gay mundial, se había «mercantilizado», esto es, había perdido su factor reivindicativo (de las revueltas de Stonewall en Nueva York que dieron origen al orgullo) en favor de una celebración popular con carrozas y festiva, más destinada a divertirse y recaudar dinero que a reivindicar derechos pendientes. Sin embargo, Domínguez explica que Chueca se convirtió en el barrio gay por una serie de confluencias, algunas de las cuales fueron, por supuesto, el precio de los inmuebles y la vivienda en la zona cuando los homosexuales empezaron a buscar lugares específicos donde vivir.

Desde esta óptica, me atrevería a decir que fue precisamente la situación «degradada» de la Chueca pre-gay la que posibilitó el despliegue espacial de negocios y viviendas de una minoría que, por la situación de invisibilidad, no podía permitirse otras zonas. En esta dirección, el perfil socio-espacial de una minoría discriminada y las condiciones materiales de una serie de plazas y calles fueron los dos principales factores que confluyeron y condicionaron el desarrollo de la Chueca que conocemos hoy. Al depender de un espacio bajo la frontera del diferencial de renta, tal y como lo ha tratado buena parte de la literatura centrada en la gentrificación (Lees, Slater y Wily, 2007; Neil Smith 2012 [1996]), el espacio propio de la minoría «nació» ya de por sí mercantilizado. (p. 141)

Por ello, Lavapiés podría acabar convirtiéndose en un «segundo gueto, caracterizado y protagonizado por agentes que, pese a compartir minoría con los y las de Chueca, no tienen por qué participar o sentirse parte de la misma comunidad» (p. 147)

Tras los siguientes artículos, que exploran temáticas similares en Burgos, Tarragona, Sao Paulo y Guadalajara (México), el epílogo, de nuevo firmado por los tres coordinadores, trata de desmontar la historia «oficial» del modelo urbanístico Barcelona. Se ha propuesto, de forma genérica, que Barcelona vivió un gran cambio a partir de los Juegos Olímpicos del 92 y que supo aprovecharlo, encadenando promoción urbanística con reforma inmobiliaria hasta situarse por completo en el mapa global. «La salvaguarda ininterumpida del poder de clase. Una visión alternativa a la «teoría de las etapas» en el urbanismo barcelonés» trata de desmontar esta clasificación y recuerda que, ya durante el franquismo, el alcalde Porcioles fue un instrumento colocado por la connivencia entre las autoridades del régimen y los poderes locales con el objetivo de remodelar Barcelona y obtener beneficios por el camino. De hecho, nos viene a la mente La época de las metrópolis, de Clemens Zimmermann, donde ya hablaba de que la burguesía catalana siempre había tenido el sueño de convertir Barcelona en una ciudad internacional.

De este modo, la era porciolista dio literalmente lugar a lo que conocemos como «el urbanismo de las grandes obras públicas», un eufemismo bajo el cual se esconde la colaboración pionera entre los sectores público y privado en la promoción de grandes obras que facilitaban enormes beneficios económicos (…) Fue precisamente durante las décadas de la alcaldía de Porcioles que, gracias a la promoción de grandes planes urbanísticos, diferentes grupos conformados por empresas, constructoras y promotoras inmobiliarias consiguieron consolidar sobremanera su poder político y económico. (p. 223)

Barcelona se convirtió en un laboratorio urbano, proclaman los autores, dando especial protagonismo al «espacio público» con la construcción de plazas duras (es decir, formadas por cemento y con algún arbolito solitario), parques urbanos y rondas verdes. Durante los primeros años tras la recuperación de la democracia, Barcelona vivió un urbanismo puesto al servicio de las reivindicaciones vecinales; sin embargo, con la llegada de los Juegos Olímpicos, todo esto cambió por completo.

El objetivo manifiesto siempre fue «abrir Barcelona al mar», es decir, recuperar el litoral barcelonés para disfrute de las clases pudientes. «La idea era que las playas que se extendían desde la Barceloneta hasta la Mar Bella, consideradas «poco atendidas», «subutilizadas» o «abandonadas» a merced de los antiguos barrios chabolistas o industriales, fueran ganando cada vez más espacio para «uso público»». Lo que, por supuesto, se tradujo a considerables movimientos de expulsión de las clases populares que ahí habitaban.

Las palabras del principal arquitecto de la remodelación, Oriol Bohigas, resaltaban la necesidad de «higienizar el centro y monumentalizar la periferia»; monumentalizar en el sentido que le daba Lefebvre al término, es decir, imponer retazos del poder; permitir que el capital lo reapropiase. Asimismo, «uno de los máximos ideólogos y difusores de lo que vino a llamarse «modelo Barcelona» es el sociólogo y urbanista Jordi Borja» (del que hemos leído un par de obras en el blog y del que ya destacamos que confunde la descripción de la ciudad con su anhelo por su determinado modelo de ciudad),

«En definitiva, con los JJ.OO. de 1992 Barcelona se transformó, literalmente, en un modelo de ciudad a seguir, un inédito patrón de «urbanismo redentor» que podía ser exportado (…) a otras realidades metropolitanas». ¿El lema de la ciudad? Barcelona: la mejor tienda del mundo.

El proceso generó unas dinámicas de gentrificación aceleradas, forzando al capital a apropiarse de barrios hasta entonces considerados periféricos y pasando a ver los barrios aún más alejados como potenciales objetivos de especulación inmobiliaria. Por el camino, todos esos proyectos fueron realizados siempre por el ayuntamiento en connivencia con intereses empresariales, en los famosos PPP (public-private partnership).

Los autores acaban el artículo con una crítica al nuevo consistorio, liderado por Ada Colau, que si bien se presenta como una candidatura popular y de izquierdas, es continuista con el modelo Barcelona y su urbanismo «amable, edulcorado», de espacio público abierto a todos que trata de amortiguar los conflictos invisibilizándolos o expulsándolos a barrios más lejanos.

Asimismo, esta «nueva» forma de intervenir social y urbanísticamente en la ciudad acabaría configurando un potente imaginario colectivo donde la cotidiana conflictividad social, política, económica y cultural de gran parte de la ciudadanía quedaría relegada a las oscuras décadas del franquismo, mostrando el periodo posterior como inherentemente próspero y luminoso. (p. 243)

«Una ciudad que, vale la pena repetirlo, ha olvidado y/o desplazado a las clases populares, así como a sus necesidades reales con el fin último de crear escenarios favorables a la atracción de capitales locales e internacionales.»