En la anterior entrada reseñamos los capítulos primero y tercero de Ciudad de cuarzo. Arqueología del futuro de Los Ángeles, de Mike Davis. El libro retrata la ciudad de California desde múltiples puntos de vista: en concreto, vimos la creación del imaginario de Los Ángeles (la novela negra, la anticiudad que vieron los exiliados europeos durante la Segunda Guerra Mundial por la carencia de un espacio público comunal donde se reuniese la civitas) y la arraigada tradición de defensa de la comunidad, entendiendo por tal concepto una zona homogénea de viviendas donde los propietarios comparten extracción social, raza y valor de sus inmuebles.
En los jardines cuidados con esmero del Westside de Los Ángeles brotan bosques de pequeñas señales ominosas que advierten: «¡Respuesta armada!». Incluso los vecindarios más ricos en cañones o colinas se aíslan tras muros protegidos por policías privados con pistolas y el último grito en vigilancia electrónica. En el Downtown, un «renacimiento urbano» financiado con dinero público ha construido la fortaleza empresarial más grande del país, separada de los barrios pobres que la rodean por una cordillera de arquitectura monumental. En Hollywood, el arquitecto estrella Frank Gehry, conocido por su «humanismo», alcanza la apoteosis del estilo asedio con una biblioteca diseñada a semejanza de un fuerte de la Legión Extranjera. En el distrito de Westlake y en el valle de San Fernando, la policía de Los Ángeles pone barricadas en las calles y clausura barrios pobres como parte de su «guerra contra las drogas». (p. 194)
De forma sucienta, la presentación del cuarto capítulo («La fortaleza LA») da una lista de los temas que va a tratar, que se pueden resumir del siguiente modo: la progresiva destrucción del espacio público en aras de la seguridad, provocando segregación y usando para ello el diseño urbano, la arquitectura y la maquinaria policial (p. 195). Esta coalición, destaca Davis, tiene dos efectos perversos: el primero, que la oferta de seguridad genera su propia demanda paranoica y va más ligada a la renta de cada familia y a las necesidades de seguridad que se le suponen que a una verdadera percepción del peligro. La segunda: el miedo es una construcción social y mediática. «Las encuestas muestran que los habitantes de las afueras de Milwaukee están tan preocupados por los delitos violentos como los del centro de Washington, a pesar de una diferencia de veinte veces en los niveles relativos de violencia.» (p. 196).
Una de las herramientas para el control en el espacio público pasa por el diseño urbano. Vimos ejemplos de ello al hablar de la arquitectura hostil, pero Davis da otros: los bancos cilíndricos de las paradas de autobús de Rapid Transit, donde uno se puede sentar (de forma incómoda) pero no puede dormir. O sistemas de riego que saltan de forma aleatoria por las noches, impidiendo dormir sobre el césped de los parques. Los restaurantes y mercados construyen estructuras de acero y hormigón para proteger sus entradas posteriores y las basuras, de forma que los vagabundos no puedan acercarse a saquearlas.
Otro modo: eliminar todos los baños públicos de la ciudad, así como las fuentes. Los buenos ciudadanos siempre podrán comprar bebida o consumir en un restaurante para poder usar el baño; pero es algo que está vedado a los pobres, que aún se sienten más alienados en el espacio urbano.
Del mismo modo, los espacios urbanos importante se convierten en fortalezas de fachadas agresivas, sin ventanas, que se cierran a la calle y donde todo lo importante sucede en el interior. Davis lo denomina «el efecto fortaleza, una estrategia socioespacial deliberada» (p. 200). El objetivo no es tanto «destruir la calle» como destruir la multitud, impedir que se reúnan grupos de personas heterogéneas o, siendo más directos, dejar claro a los negros, latinos y delincuentes que no son bienvenidos a ese espacio. Para ello se crean espacios amables, llenos de jardines, fuentes, plazas y arte, donde los consumidores de clase media son bienvenidos pero donde «los parias, ya sean latinos pobres, jóvenes negros o ancianas blancas sin hogar, sí que comprenden de inmediato su significado» (p. 196): que allí no son bienvenidos. A ellos se los contiene en espacios cada vez más pequeños y marginados, donde impera la ley del más fuerte.
Davis escoge el ejemplo de Frank Gehry y sus diseños. Por un lado, disimula las casas de lujo con fachadas que dan a la calle de aspecto vulgar (el Danziger, en Melrose) o crea cubos cerrados que disimulan su función (la Escuela Americana de Dana, Gemini GEI), cuando no crea construcciones barrocamente fortificadas, como la biblioteca Frances Howard Goldwyn de Hollywood, «un extraño híbrido de acorazado en dique seco y fuerte de guerra» (p. 208).

Otra de las estrategias es el aumento de la vigilancia, sobre todo en los centros comerciales de la ciudad, cada vez más poblados de cámaras, rodeados de vallas y recorridos por seguridad privada, en un remedo del panóptico de Bentham.
Las comunidades, por otro lado, «se han convertido en ciudades fortaleza, con sus muros perimetrales, sus puntos de acceso restringido con puestos de guardia, el solapamiento de servicios de policía públicos y privados e incluso carreteras privadas» (p. 212). Las áreas exclusivas se cierran al público no residente (San Marino cierra sus parques públicos los fines de semana para impedir el acceso a las familias asiáticas y latinoamericanas que viven en las cercanías). Esta tendencia, que se creó como un reducto para los más pudientes, se ha ido filtrando y la demanda de comunidades cerradas triplica a la de espacios abiertos. No sólo es una herramienta de vigilancia y privacidad: también permite controlar qué tipo de residentes acceden al espacio, no sea que la llegada de indeseables baje el precio de los inmuebles.
El aumento de la seguridad privada, además, tiene otros efectos negativos. Por un lado, llevan a cabo tareas policiales básicas (vigilancia, patrullas vecinales, pequeños delincuentes, acceso a los recintos), pero su sueldo, sus contratos y su formación son menores que los de la policía. Por el otro lado, la policía se desentiende de dichas tareas y se dedica a los grandes enclaves (aeropuertos, sistema penitenciario, grandes respuestas contra el narcotráfico o el terrorismo).
Precisamente de ello trata el quinto capítulo: de la demonización del otro. En concreto, de las bandas callejeras de la ciudad.
Como el terror a los vagabundos en el XIX o a los rojos en el XX, el terror contemporáneo a las bandas se ha convertido en una relación de clase imaginaria, un terreno de seudoconocimiento y proyección de fantasías. Mientras la violencia real se mantuvo más o menos confinada en el gueto, las guerras de bandas despertaban también una emoción voyeurística en los ciudadanos blancos, que devoraban imágenes impactantes en los periódicos o en la televisión. (p. 232)
Algo similar a lo que hemos visto en España recientemente con los okupas, que de repente simbolizaban todos los males del mundo; y ningún medio habló, por ejemplo, del SAREB y la deuda millonaria que ha supuesto para los españoles para conseguir sanear los bancos de sus activos inmobiliarios tóxicos en 2008, por ejemplo.
Progresivamente durante la década de los 80, las bandas de Los Ángeles pasaron a simbolizar todos los males: la corrupción, la indecencia, la llegada de drogas, la debacle de la civilización de Occidente. Eran un enemigo tan terrible que no se concebía ni darles cuartes ni ceder empeño en su lucha; y por ello, los fondos para la policía cada vez aumentaban más. Se llegó al extremo de restringirles derechos, de proponer toques de queda sólo para las bandas o para quienes fuesen sospechosos de pertenecer a ellas (es decir: jóvenes negros y latinos), de denunciar que estaban más allá de toda salvación. En 1989, por ejemplo, se detuvo a la madre de un pandillero de 15 años por «no luchar de forma adecuada contra las tendencias de su hijo», es decir, por no tratar por todos sus medios de que su hijo no acabase delinquiendo. Se la presentó como una mujer oscura y violenta que no sólo permitía sino fomentaba las tendencias de su hijo y se clamó contra los padres de ese tipo. Unas cuantas pesquisas periodísticas mostraron que era una madre soltera con tres hijos y muy pocos recursos económicos, en vez de la «jefa de la banda» descrita por las autoridades.
Pero la gradación ya estaba hecha: de «miembros de bandas» a «padres de miembros de bandas» a «familias relacionadas con las bandas» a, finalmente, barrios de bandas o incluso toda una generación de bandas. «Como resultado de la guerra contra las drogas todos los adolescentes no anglosajones del sur de California son ahora prisioneros de la paranoia de las bandas y la demonología que las acompaña.» (p. 244). Davis cita casos de cantos corales de niños negros detenidos o de boys scouts latinos a los que se prohíbe acceder a determinados lugares con la excusa de las bandas. Se permite que la policía registre a quien sea con dicha excusa, como sucede hoy en día con el terrorismo, que valida todo atropello de los mínimos derechos legales del individuo.
Desde finales de los 70, todos los sectores importantes de la economía del sur de California, desde el turismo a la moda, se han reestructurado en torno al protagonismo creciente del comercio exterior y la inversión extranjera. El gran perdedor en esta transformación ha sido, como hemos indicado, el Southcentral de LA, ya que las importaciones asiáticas han cerrado fábricas sin crear oportunidades económicas alternativas para los residentes de la zona. El talento específico de los Crips ha sido su habilidad para introducirse en un importante circuito de comercio internacional. A través del crack han descubierto para el gueto una vocación nueva en la economía de LA como «ciudad internacional». (p. 269)
El cártel de Medellín en concreto, destaca Davis, funciona con «mentalidad de negocios» y ha tenido éxito al transformar «el tráfico de cocaína en una industria multinacional bien gestionada» (p. 270) no muy diferente a, por ejemplo, el tráfico de ingleses y holandeses con el opio de la India. Sin embargo, la persecución de las autoridades no ha ido contra estas enormes redes de narcotráfico de cocaína, la droga de las clases altas, sino contra el consumo de crack, una droga mucho más barata, con un margen de beneficio irrisorio y, en general, producida por grupos pequeños o por los propios camellos.
Al estudiar los casos de narcotráfico en la ciudad, se descubrió que sólo un 25 por ciento de los presuntos narcotraficantes formaban parte de bandas. Éstas, a menudo limitadas al entorno de un barrio o una zona reducida, no disponían de la capacidad ni la logística para llevar a cabo grandes operaciones de narcotráfico; por lo que, en realidad, la policía, al destinar tantos recursos contra ellos, no hacía más que demonizar pequeños delincuentes y dejar escapara a los grandes.
Mientras tanto, a medida que el propio Southcentral experimenta una histórica (y sorprendentemente pacífica) transformación étnica, de los negros a los nuevos inmigrantes latinos (mexicanos y centroamericanos), los hijos de los mojados contemplan con envidia el poder y la fama de los Crips. Si no se produce algún movimiento de justicia social, la contradicción social más explosiva de Los Ángeles puede llegar a ser la movilidad bloqueada de los hijos de estos nuevos inmigrantes. Como mostraba un estudio de UCLA de 1989, la pobreza crece más rápidamente entre los latinos de Los Ángeles, especialmente los jóvenes, que en cualquier otro grupo urbano de Estados Unidos. Mientras que sus padres aún pueden juzgar su calidad de vida en comparación con su antiguo país, con la pobreza de Tijuana o Ciudad Guatemala, sus hijos forman su propia imagen mediante los estímulos incesantes de la cultura de consumo de LA. Atrapados en el callejón sin salida de los empleos mal pagados, en medio de lo que parece un paraíso para los jóvenes blancos, también ellos buscan atajos y caminos milagrosos para la promoción personal. (p. 275)
El libro es de 1990. ¿Sorprende, por ejemplo, que en 1992 se diesen los famosos disturbios en la zona? El BlackLivesMatter del 2020, de hecho, es una continuación de todo aquello, que sigue sin resolverse.
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