Las ciudades de los inicios de la etapa moderna eran, en su inmensa mayoría, pequeñas ciudades mercado de entre 2.000 y 5.000 habitantes, donde el elemento rural aún desempeñaba un gran papel. Sólo en el siglo XIX se consagró como dominante el tipo de la gran ciudad industrial. (p. 10)
Ese es el objetivo del libro de Clemens Zimmermann La época de las metrópolis (1996): un vistazo histórico a cuatro ciudades europeas durante el siglo XIX, el momento en que se configuraron como grandes metrópolis al volverse ciudades industriales. Las cuatro ciudades elegidas son Mánchester, San Petersburgo, Múnich y Barcelona. Zimmermann las estudia para comprender tanto sus diferencias como aquellos elementos comunes.

El autor empieza con una distinción: los dos significados del término urbanización. Por un lado se refiere a la acumulación en las grandes urbes industriales que se dio en el siglo XIX (y se agudizó durante el XX); por el otro, a las formas de vida urbanas que surgen en estas ciudades durante dichos procesos.
Grosso modo, las ciudades eran enclaves densos de calles estrechas encerradas por murallas. Su crecimiento sólo se dio en cuanto éstas fueron, bien derribadas, bien superadas. Coincidió con el desarrollo industrial y cierto interés por racionalizar el espacio, por lo que se abrieron grandes bulevares y se llevaron a cabo ensanches (París, Barcelona). Pero el hacinamiento continuaba y ya en la Inglaterra de los años 40 del siglo XIX surgieron los higienistas reclamando condiciones más dignas. Estas se tradujeron en una regulación cada vez más compleja para decidir qué tipo de ciudades se quería (o se debía) construir. Paralelamente surgió el concepto de la ciudad jardín, que si bien no consiguió modificar las ciudades sí que supuso un toque de atención a la necesidad de que hubiese otros elementos en la paleta urbana y luchó contra la enorme densidad. Surgió también el racionalismo con su funcionalización y la separación de las distintas tareas en distintos distritos.
Gran ciudad y metrópolis, pese a que se usen como sinónimos, no lo son. Una ciudad grande se convierte en metrópolis cuando destaca en algún sentido: «especial aspiración a ser reconocidas como ámbitos ejemplares de experiencia social». Están, por supuesto, las ciudades globales de Sassen: Londres, Nueva York, París (aunque Zimmermann, historiador alemán, incluye Berlín debido a su poder regional); pero también ciudades artísticas como Múnich, centros de conexión entre Rusia y Europa como San Petersburgo o ciudades cuya «contribución a la arquitectura y arte modernos es importante en la escala internacional». O Mánchester, que fue «la primera» ciudad industrial, el espejo en el que todas se medían.
Esa es la explicación de por qué estas cuatro ciudades. Y en cuanto al tema en sí, la urbanización: es esencial porque configura el devenir de nuestro día a día. Las ciudades pasaron de ser lugares donde las personas se reunían a lugar especiales donde sucedían cosas específicas a sus habitantes (Simmel, «Las grandes urbes y la vida del espíritu«) así como una «segmentación de los lazos sociales» (a complex pattern of segregation) que llevó a Wirth («El urbanismo como modo de vida«) a estudiar las características específicas del proceso, y que él descubrió en el tamaño, la densidad y la heterogeneidad o carencia de ella.
Hoy en día está claro que los criterios de especialización funcional o la densidad de contacto son insuficientes para definir la «urbanidad». El peso económico y cultural es lo que caracterizó a las metrópolis y es esto lo que las distinguía de las meras aglomeraciones. (…)
Lo que en el siglo XIX fue específicamente urbano estaba estrechamente vinculado con la historia de la burguesía como portadora de formas de vida urbana y con la historia de los trabajadores y sus organizaciones autónomas. Las metrópolis no sólo fueron centros de cultura y ciencia, también fueron importantes las novedades institucionales, que introdujeron, por así decirlo, las actuaciones innovadoras. Un ejemplo de ello son los grandes almacenes, que desde finales del siglo XIX alcanzaron un eco cada vez mayor entre los consumidores de las grandes ciudades. (p. 36-37)
Mánchester es la ciudad industrial clásica, hasta el punto de que en el siglo XIX se hablaba de otras ciudades del continente europeo como «el Mánchester español» o «el Mánchester alemán». La ciudad se convirtió en un mastodonte enorme dedicado por entero a la producción económica. No sólo la ciudad en sí, sino toda la región se modificó con el foco puesto en Mánchester y su producción. «Mánchester se convirtió en el punto clave de una región que se caracterizaba por una estructura social espacial y para la cual el núcleo urbano adquiría un significado especial como puesto administrativo, comercial y financiero en la práctica cotidiana de la población del conjunto espacial.»

La propia estructura espacial de la ciudad se modificó. Los espacios disponibles lo bastante amplios para permitir el paso de las vías del tren subieron de precio, así como todas las zonas de la ciudad cercanas a las estaciones. El tren aún no era un medio de transporte asequible a los trabajadores, por lo que estos se establecían cerca de las fábricas, apiñándose en un centro urbano completamente hacinado. Las clases medias y altas escaparon tan lejos como les fue posible, a unas afueras donde el aire era respirable; la industria no dejaba de crecer, sin embargo, y hasta esos barrios eran absorbidos por las masas, provocando un éxodo continuo hacia el exterior.
Dos observadores de la ciudad a mitad del siglo XIX, Reach y Engels, la describieron de modo similar: un centro donde convivían el nodo comercial con masas de trabajadores, un anillo de proletarios hacinados e industria y una capa exterior donde residía la alta y media burguesía. De hecho, la propia clase obrera sufrió una larga serie de procesos de diferenciación «según criterios de ingresos, de cualificación, de respetabilidad y de origen étnico». «Es característico de Mánchester, en comparación con otras ciudades en proceso de industrialización, lo temprano y profundo de los procesos de segregación social.» Los ricos perdieron a los pobres de vista; y a partir de ahí, era fácil considerarlos unos parias, seres sin ganas de trabajar; personas que merecían sus condiciones de vida.
Esa fue la primera pregunta sobre los slums: ¿se formaban por el carácter moral de los pobres o eran debidos a su pobreza? Los estudios de los higienistas para combatir el hacinamiento revelaron también la formación de las redes familiares y sociales entre los proletarios. En efecto, se formaban estructuras funcionales capaces de ayudar y acoger a los inmigrantes que llegaban, y la vida social en el barrio era esencial. Aquí ya avanzamos el interés por los distintos grupos que luego desarrollaría la Escuela de Chicago.
Si el proletariado fue una de las clases resultantes de la aparición de la ciudad industrial, la otra fue la burguesía. Mercaderes que se hacían con grandes sumas de dinero, al convertirse en las clases dirigentes (o en parte de ellas) interaccionaron con los gentry, la aristocracia inglesa que tradicionalmente había dirigido el país. Los burgueses eran más pragmáticos e individualistas; sin embargo, al ir sumando cotas de poder, adoptaron los símbolos de poder y de estatus así como sus títulos nobiliarios y agrarios. Por otra parte, «en la fase central de la época victoriana se impusieron en la sociedad inglesa valores típicos de las capas medias -al menos la creencia en el sentido social de la competencia individual y en los efectos beneficiosos de una política social construida sobre el principio de la «ayuda a uno mismo»».
Al igual que los proletarios, también la burguesía estaba segregada en grupos distintos: no era lo mismo un empresario industrial que un prestamista o los propietarios de negocios pequeños.
San Petersburgo se estableció como el nexo entre Rusia y Europa. La ciudad se caracterizó por un esplendor de las artes (ópera, ballet, cultura) pero también de la edición de periódicos, libros y saber. Tal vez por ser de fundación reciente (fue fundada el 1703), la industria no ocupó el centro, sino un anillo exterior de la ciudad. Por ello, la segregación espacial no se dio en barrios, sino en el interior de los propios edificios: la planta principal correspondía a los burgueses y las clases iban descendiendo a medida que subían los pisos; paradójicamente, las clases más bajas habitaban en los húmedos subterráneos. Sí que hubo cierta segregación espacial por grupos étnicos de los inmigrantes llegados a la ciudad.
La industrialización de Múnich, en cambio, no consiguió acabar con el aura de comunidad, casi de centro rural, que imperó en la ciudad durante todo el siglo XIX. «Incluso hoy [1932] Múnich tiene alguna cosa de pueblo o de aldea animada del Oberland, mientras que simultáneamente ostenta rasgos esenciales urbanos internacionales y mundiales», escribía Max Halbe sobre la ciudad.
En cuanto a Barcelona, Zimmermann destaca el empuje de la arquitectura y la cultura en la ciudad. La industria, especialmente la téxtil, triunfó en la ciudad y en las cercanías (lo que explica la potencia de un cinturón de ciudades medianas que rodea la Ciudad Condal aún hoy), generando la aparición de una alta oligarquía industrial. Este estamento tenía una clase superior que se distanció del resto y adoptó formas de vida aristocráticas, convirtiéndose en unas 20 o 30 familias que aún a día de hoy disponen de gran poder y que se estructuraron alrededor de la caja de los marqueses (la actual Caixa de Pensions o, simplemente, La Caixa).
Entre estas familias, por ejemplo, estaba la familia Güell, que fue mecenas de Gaudí en muchas de las creaciones del arquitecto. Eso fue otra de las características esenciales de la ciudad: el desarrollo de un movimiento artístico, muy ligado al Jugendstil europeo, también con raíces en una revisión de la historia para potenciar el nacionalismo catalán y usarlo como arma en el dime direte entre el gobierno catalán y el gobierno español.
El epítome de esta burguesía fue el Liceu. Construido como el mayor teatro de música de Europa en su época, la burguesía lo usaba para llevar a cabo sus ritos de clase: presentaciones, puestas de largo, etc. Era al lugar al que ir para ver y dejarse ver; y de ese modo lo percibían también las clases trabajadoras, por lo que hubo allí un atentado en 1893.
Por el contrario, existía también una clase obrera muy politizada. Como dijo Engels, Barcelona había exhibido más barricadas a lo largo de su historia «que ninguna otra ciudad europea». Las reivindicaciones obreras colindaban con un asociacionismo muy potente, corales, grupos de excursionistas, etc, por lo que, cuando conseguían movilizar a la población, las redes ya estaban formadas y las protestas eran multitudinarias.
Es curioso cómo Barcelona ha luchado tanto por recordar las grandes gestas y la idiosincrasia de su burguesía (el modernismo, el Liceu, la Rambla, el Eixample) y, sin embargo, lucha constantemente por enterrar ese pasado de reivindicaciones obreras (enterrando La Maquinista o reformando el Barrio Chino para convertirlo en el Raval), como ya comentamos a propósito de Elogi del vianant de Manuel Delgado.
Como conclusión, Zimmermann destaca como característicos de la ciudad industrial «la nueva estructura espacial», determinada porque zonas de la ciudad adoptaron funciones claras, «y también las diferentes formas de segmentación de los grupos sociales». Asimismo, el desarrollo de la mentalidad productivista e individualista, el «estilo cultural específico» de la burguesía económica, con los cafés, las galerías, las exposiciones, fachadas y escaparates. «Durante la urbanización europea, las metrópòlis se transformaron en los centros de innovación líderes de la reproducción social.»
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