Todo lo sólido se desvanece en el aire (V): San Petersburgo

Llevamos ya unas cuantas entradas con la monumental y enriquecedora Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman, una exploración de la dialéctica de la modernidad. Hemos reseñado la introducción y propósito de la obra, el Fausto de Goethe como tragedia del desarrollismo, la figura de Marx y los escritos de Baudelaire en el momento en que París cambiaba. En esta quinta entrada nos centraremos en la ciudad de San Petersburgo y la visión que se tiene de la modernidad desde lugares que no la vivieron en primera línea, sino a los que llegaba como un eco lejano, como un anhelo.

San Petersburgo nació como una ciudad planificada por arquitectos e ingenieros de fuera de Rusia. El objetivo de la ciudad: convertirse en la ventana abierta a Europa, cita que se ha repetido desde entonces hasta la saciedad. Era rectilínea y geométrica, algo habitual en el urbanismo occidental desde el Renacimiento pero completamente ajeno a Rusia, «cuyas ciudades eran aglomeraciones desorganizadas de calles medievales serpenteantes y retorcidas» (p. 178).

Mientras la ciudad se embellecía y enriquecía, Rusia se convirtió en un faro contrarrevolucionario europeo: sus emperadores y emperatrices rechazaban frontalmente todo lo que estaba sacudiendo a Europa. Paradójicamente, llamaban a su corte a los intelectuales más reaccionarios; lo que no hacía más que sacudir el fantasma en sus propias puertas.

«La primera chispa se encendió el 14 de diciembre de 1825, inmediatamente después de la muerte de Alejandro I, cuando cientos de reformistas de la guardia imperial -los «decembristas»- se congregaron en torno a la estatua de Pedro I en la plaza del Senado, manifestándose masiva y confusamente en favor del gran duque Constantino y de la reforma constitucional.» (p. 182) Este conato de revolución, no demasiado bien organizada y sin objetivos claros, fue desmembrada y reprimida con juicios sumarios, ejecuciones, encarcelamientos y destierros a Siberia, sembrando la semilla entre quienes fueron testigos de los hechos.

Y ahí surge el poema de Pushkin «El Jinete de Bronce». Empieza con la fundación mítica de la ciudad y sigue con la historia de una de sus grandes inundaciones (San Petersburgo se alza sobre tierras pantanosas). El protagonista es un funcionario ruso, Eugenio, de una categoría ínfima. Cuando llega la inundación se refugia junto a la estatua del Jinete, en la plaza del Senado, y se encarama para resistir el embate del oleaje. Cuando las aguas remiten busca una barca para llegar donde su enamorada; pero ella, que es más pobre, ha sido arrasada, como la totalidad del lugar donde vivía. Eugenio enloquece y da tumbos por la ciudad; al final, sin saber cómo, meses después llega hasta la plaza y, enfurecido, clama a la estatua por no haber sido capaz de defender a los pobres. La estatua cobra vida y, en su locura, persigue a Eugenio, que acabará muerto en las cercanías del lugar donde pereció su amada.

El poema de Pushkin habla de los mártires decembristas, cuyo breve momento en la plaza del Senado se producirá justo un año después del de Eugenio. Pero «El jinete de Bronce» va también más allá, pues penetra mucho más hondamente en la ciudad, en las vidas de las masas empobrecidas que fueran ignoradas por los decembristas. En las generaciones venideras, la gente corriente de San Petersburgo gradualmente encontrará la forma de hacer sentir su presencia, y hacer suyos los grandes espacios y estructuras de la ciudad. Sin embargo, de momento se escabullirá o se mantendrá fuera de la vista —en el subsuelo, en la imagen de Dostoievski en la década de 1860— y San Petersburgo seguirá encarnando la paradoja de un espacio público sin vida pública. (p. 192)

Bajo el reinado de Nicolás I (1825-1855), las cosas se recrudecen. Creó una policía secreta para controlar a su población, especialmente para sofocar cualquier atisbo de revolución. Además, una de sus principales ideas era la sacralidad de la servidumbre, algo muy arraigado en Rusia. «La insistencia de Nicolás en el carácter sagrado de la servidumbre hizo que el desarrollo económico de Rusia se frenara justamente en el momento en que despegaban con ímpetu las economías de Europa occidental y Estados Unidos. Esta es la razón por la que el retraso relativo del país aumentó considerablemente durante el período de Nicolás. Fue necesaria una derrota militar de consideración para sacudir la monumental autosatisfacción del gobierno. Solamente después del desastre de Sebastopol, desastre político y militar tanto como económico, se puso fin a la glorificación oficial del retraso de Rusia.» (p. 194)

A medida que aumentaba este régimen, San Petersburgo fue adquiriendo el mito de ciudad fantasma, de espejismo, de lugar de nieblas y jirones de luz «cuya grandeza y magnificencia se desvanecen continuamente en su aire lóbrego». Y surge la prosa de Gogol, que «inventa uno de los géneros fundamentales de la literatura moderna: el romance de la calle urbana, en el que la calle misma es la heroína»; le seguirán el Ulises de Joyce, el Berlín, Alexanderplatz de Döblin, «los paisajes urbanos cubistas y futuristas, los montajes dadaístas y superrealistas, el cine expresionista alemán…»

La Nevski Prospekt actual.

Hay otros dos aspectos modernos en la descripción de Gogol de la Nevski Prospekt (el relato habla de los amores de un artista romántico, por un lado, y un soldado joven, por el otro): la ciudad de noche, con su halo fantasmal y sus luces; y la ironía ambivalente que cuestiona, que critica de forma obscena la ciudad donde uno habita; con ese derecho que tienen los que la viven y sufren en sus carnes… pero no la abandonarían por nada del mundo.

El 19 de febrero de 1861 Alejandro II promulga un edicto por el que emancipa a los siervos. Es una línea divisoria, un antes y un después que no hace más que evidenciar algo que hace tiempo que se arrastra: «que Rusia tendría que experimentar cambios radicales». En este clima, en julio de 1862 arrestan al periodista y crítico radical Chernichevski bajo «vagas acusaciones de subversión y conspiración», aunque sin hallar pruebas. El Estado las fabricó durante unos años y condenó a Chernichevski a prisión permanente en Siberia, donde permanecería los siguientes veinte años hasta ser liberado con la mente y el cuerpo quebrados.

En prisión, Chernichevski escribió algunas obras, la más famosa de las cuales es ¿Qué hacer?, una novela, no muy lograda, donde reflexionaba sobre los logros morales. Sin embargo, debido a su peso moral, la obra fue encumbrada por nombres como Tolstoi o Lenin. En Las memorias del subsuelo, de Dostoievski, hay numerosas referencias tanto a la novela como a Chernichevski; la más famosa de ellas es la imagen del Palacio de Cristal, erigido en Hyde Park, Londres, para la exposición internacional en 1851 y reconstruido luego en 1859 en Sydenham Hill. Para Chernichevski era un símbolo de modernidad; para Dostoievski, en cambio, incluía también todos los aspectos nocivos que iban aparejados a ésta (luego volveremos sobre el tema).

Berman hace un inciso aquí para destacar las diferencias entre París y San Petersburgo. La primera era la ciudad moderna por antonomasia, con sus bulevares y sus cambios constantes, «con una burguesía dinámica y un Estado activo», con las explosiones políticas y revolucionarias constantes; aunque Baudelaire se sienta sólo entre la multitud, forma parte de sus tradiciones, suyos son sus logros: «vive en la ciudad más revolucionaria del mundo, ni por un instante duda de sus derechos humanos».

La Nevski Prospekt, de San Petersburgo, recuerda espacialmente un bulevar de París. De hecho, puede que sea más espléndida que un bulevar de París. Pero económica, política, espiritualmente, está a años luz de aquél. Incluso en la década de 1860, después de la emancipación de los siervos, el Estado está más preocupado por contener a su pueblo que por hacerlo avanzar. En cuanto a la clase acomodada, está ansiosa de disfrutar del cuerno de la abundancia de los bienes de consumo occidentales, pero sin trabajar por conseguir el desarrollo occidental de las fuerzas productivas que han hecho posible la economía de consumo moderna. Así, la Nevski es una especie de decorado que deslumbra a la población con brillantes productos, casi todos importados de Occidente, pero que esconde una peligrosa falta de profundidad detrás de la brillante fachada. (p. 237)

Estas contradicciones seguirán durante toda la década de 1860 y muestran, en definitiva, cómo las personas de la ciudad siguen estando atomizadas y sintiéndose incómodos en la calle. Tienen por delante la labor de desarrollar su propia cultura política; sin embargo, y pese a tener referencias en lugares lejanos cuyos ecos les van llegando, deben hacerlo de la nada, ex nihilo, porque ni el pensamiento ni la acción políticas en Rusia están aún permitidas. Por ello nace del subsuelo, y por eso la imagen de Dostoievski es tan potente; y por ello es una comunicación individual, personal, realizada en las calles, el único lugar restante; lo hizo el protagonista de «El jinete de bronce» y se sigue haciendo, décadas después, en la Nevski Prospekt.

Esta manifestación evidencia las diferencias entre una modernización plenamente aceptada, como en París, donde las calles se sacuden y confunden y abunda la mercancía, así como las protestas ante los cambios generados por esta modernización; y «el modernismo que nace del retraso y del subdesarrollo», ejemplificado aquí en Rusia pero presente en tantos países en vías de desarrollo. Se trata de un modernismo basado en «fantasías y sueños de modernidad», espejismos, fantasmas y la lucha contra ellos.

Volviendo al Palacio de Cristal: su construcción en Londres provocó odio y admiración a partes iguales. Por un lado, la mayoría de arquitectos e ingenieros británicos lo despreciaron como «parodia de arquitectura y ataque frontal a la civilización»; preferían las estaciones de ferrocarril habituales de su época, y de hecho no se construyó nada similar al Palacio durante cincuenta años. Los visitantes extranjeros, sin embargo, lo consideraban un símbolo de modernidad lleno de posibilidades y vieron en su construcción la demostración del liderazgo de Inglaterra en cuestiones técnicas.

Por otro lado, Berman compara a su constructor, Joseph Paxton, con el Olmsted que diseño Central Park: alguien que pretendía que la arquitectura supusiese un revulsivo para la ciudad y generase lugares donde todas las clases pudiesen encontrarse en condiciones similares, «como los bulevares de París o las avenidas de San Petersburgo de los que notoriamente carecía Londres».

Sin embargo, en los últimos años del siglo XIX , Ebenezer Howard comprendió las posibilidades antiurbanas del tipo de estructura del Palacio de Cristal, explotándolas de manera mucho más eficaz que Chernichevski. La enormemente influyente obra de Howard, Garden cities of tomorrow (1898, revisada en 1902) desarrolló de manera muy poderosa y convincente la idea, ya implícita en Chernichevski y en las utopías francesas que él había leído, de que la ciudad moderna no sólo estaba degradada espiritualmente, sino que era económica y tecnológicamente obsoleta. Howard comparó insistentemente la metrópoli del siglo XX con la diligencia del siglo XIX , argumentando que el desarrollo suburbano era la clave tanto para la prosperidad material como para la armonía espiritual del hombre moderno. Howard percibió las posibilidades formales del Palacio de Cristal como invernáculo humano —inicialmente se inspiró en los invernaderos construidos por Paxton en su juventud—, para crear un ambiente supercontrolado; se apropió de su nombre y forma para una gran galería comercial y centro cultural acristalado, que sería centro del nuevo complejo suburbano. Garden cities of tomorrow tuvo un impacto tremendo sobre los arquitectos, planificadores y constructores de la primera mitad del siglo XX , que concentraron todas sus energías en la producción de entornos «más agradables y ventajosos» que dejaran atrás la metrópoli turbulenta. (p. 255)

Acabamos con un detalle del año 1905, cuando San Petersburgo ya es un centro industrial con «cerca de 200.000 obreros fabriles, más de la mitad de los cuales han emigrado del campo desde 1890».

Ahora, el domingo del 9 de enero de 1905, una inmensa multitud de esos obreros, compuesta por 200 000 hombres, mujeres y niños, avanza desde todas las direcciones hacia el centro de la ciudad, decidida a llegar al palacio donde terminan todas las avenidas de San Petersburgo. Están encabezadas por el apuesto y carismático padre Gapon, capellán de la Siderúrgica Putilov aprobado por el Estado y organizador de la Asamblea de Obreros Fabriles de San Petersburgo. Todos van explícitamente desarmados (los ayudantes de Gapon han registrado a los participantes y desarmado a algunos) y son contrarios a la violencia. Muchos llevan iconos y retratos enmarcados del zar Nicolás II, y la multitud canta «Dios salve al zar» en su marcha. El padre Gapon ha suplicado al zar que comparezca ante el pueblo reunido frente al Palacio de Invierno y que responda a sus necesidades, que lleva escritas en un pergamino. (p. 259)

Las reivindicaciones incluyen la jornada laboral de 8 horas, un sueldo mínimo de un rublo diario, poder organizarse sindicalmente y la abolición de las horas extras obligatorias y no remuneradas. Ahí es nada. Sólo van dirigidas al zar formalmente: en realidad, es una petición a los patronos y empresarios. Además hay otras reivindicaciones, éstas sí, políticas, dirigidas al zar: libertad de prensa y reunión, garantías procesarles, una asamblea democrática…

Pero el zar ya no está en la ciudad: «Nicolás y su familia habían abandonado la capital apresuradamente, dejando a sus oficiales a cargo de la situación». Mientras la multitud se acercaba al palacio, 20.000 soldados los rodearon y dispararon a bocajarro, dispersándola. Las cifras oficiales hablan de 130 muertos, aunque ciertos cálculos los acercan al millar.

Trotski lo definió como «el intento de diálogo entre el proletariado y la monarquía en las calles de la ciudad»; Bertram Wolfe, citado por Berman, como el momento en que «millones de mentes primitivas dieron un salto desde la Edad Media al siglo XX (…) ahora se sabían huérfanos que tendrían que resolver sus problemas por sí mismos» (p. 261).

La contribución más original y duradera de San Petersburgo a la política moderna nació nueve meses más tarde: el sóviet, o consejo de los trabajadores. El Sóviet de Diputados Obreros de San Petersburgo irrumpió en la escena prácticamente de la noche a la mañana a comienzos de octubre de 1905. Tuvo una muerte prematura, con la Revolución de 1905, pero emergió nuevamente, primero en San Petersburgo y luego en toda Rusia, durante el año revolucionario de 1917. Ha sido la inspiración de los radicales y los pueblos oprimidos de todo el mundo a lo largo del siglo XX . Ha sido santificado por el nombre de la URSS, aunque es profanado por la realidad del Estado. Muchos de los que se han opuesto a la Unión Soviética en Europa del Este, incluyendo a los que se alzaron contra ella en Hungría, Checoslovaquia y Polonia, se han inspirado en una visión de lo que podría ser una auténtica «sociedad soviética».

Trotski, uno de los motores del primer Sóviet de San Petersburgo, lo describió como «una organización que tenía autoridad, y sin embargo no tenía tradiciones; que podía involucrar inmediatamente a una masa dispersa de miles de personas, sin tener prácticamente una maquinaria organizativa; que unía las corrientes revolucionarias existentes dentro del proletariado; que era capaz de iniciativa espontánea y autocontrol; y, lo más importante de todo, que podía salir de la, clandestinidad en veinticuatro horas». El sóviet «paralizó el Estado autocrático mediante una huelga insurreccional», procediendo a «introducir su propio orden democrático libre en la vida de la población obrera urbana». Quizá sea la forma de democracia más radicalmente participativa desde la antigua Grecia. La descripción de Trotski, aunque algo idealizada, generalmente resulta acertada, salvo en un aspecto. Trotski dice que el Sóviet de San Petersburgo «no tenía tradiciones».Pero este capítulo debería haber dejado claro que el sóviet procede directamente de la rica y vibrante tradición petersburguesa de política individual, de política a través de encuentros personales directos en las calles y plazas de la ciudad. Todos los gestos valientes e inútiles de generaciones de oficinistas de San Petersburgo —«“¡Conmigo ajustarás cuentas!” y escapó precipitadamente»—, todas las manifestaciones «ridículas e infantiles» de los raznochintsi del subsuelo se ven reivindicadas aquí durante un corto lapso de tiempo. (p. 261)

La época de las metrópolis, Clemens Zimmermann

Las ciudades de los inicios de la etapa moderna eran, en su inmensa mayoría, pequeñas ciudades mercado de entre 2.000 y 5.000 habitantes, donde el elemento rural aún desempeñaba un gran papel. Sólo en el siglo XIX se consagró como dominante el tipo de la gran ciudad industrial. (p. 10)

Ese es el objetivo del libro de Clemens Zimmermann La época de las metrópolis (1996): un vistazo histórico a cuatro ciudades europeas durante el siglo XIX, el momento en que se configuraron como grandes metrópolis al volverse ciudades industriales. Las cuatro ciudades elegidas son Mánchester, San Petersburgo, Múnich y Barcelona. Zimmermann las estudia para comprender tanto sus diferencias como aquellos elementos comunes.

El autor empieza con una distinción: los dos significados del término urbanización. Por un lado se refiere a la acumulación en las grandes urbes industriales que se dio en el siglo XIX (y se agudizó durante el XX); por el otro, a las formas de vida urbanas que surgen en estas ciudades durante dichos procesos.

Grosso modo, las ciudades eran enclaves densos de calles estrechas encerradas por murallas. Su crecimiento sólo se dio en cuanto éstas fueron, bien derribadas, bien superadas. Coincidió con el desarrollo industrial y cierto interés por racionalizar el espacio, por lo que se abrieron grandes bulevares y se llevaron a cabo ensanches (París, Barcelona). Pero el hacinamiento continuaba y ya en la Inglaterra de los años 40 del siglo XIX surgieron los higienistas reclamando condiciones más dignas. Estas se tradujeron en una regulación cada vez más compleja para decidir qué tipo de ciudades se quería (o se debía) construir. Paralelamente surgió el concepto de la ciudad jardín, que si bien no consiguió modificar las ciudades sí que supuso un toque de atención a la necesidad de que hubiese otros elementos en la paleta urbana y luchó contra la enorme densidad. Surgió también el racionalismo con su funcionalización y la separación de las distintas tareas en distintos distritos.

Gran ciudad y metrópolis, pese a que se usen como sinónimos, no lo son. Una ciudad grande se convierte en metrópolis cuando destaca en algún sentido: «especial aspiración a ser reconocidas como ámbitos ejemplares de experiencia social». Están, por supuesto, las ciudades globales de Sassen: Londres, Nueva York, París (aunque Zimmermann, historiador alemán, incluye Berlín debido a su poder regional); pero también ciudades artísticas como Múnich, centros de conexión entre Rusia y Europa como San Petersburgo o ciudades cuya «contribución a la arquitectura y arte modernos es importante en la escala internacional». O Mánchester, que fue «la primera» ciudad industrial, el espejo en el que todas se medían.

Esa es la explicación de por qué estas cuatro ciudades. Y en cuanto al tema en sí, la urbanización: es esencial porque configura el devenir de nuestro día a día. Las ciudades pasaron de ser lugares donde las personas se reunían a lugar especiales donde sucedían cosas específicas a sus habitantes (Simmel, «Las grandes urbes y la vida del espíritu«) así como una «segmentación de los lazos sociales» (a complex pattern of segregation) que llevó a Wirth («El urbanismo como modo de vida«) a estudiar las características específicas del proceso, y que él descubrió en el tamaño, la densidad y la heterogeneidad o carencia de ella.

Hoy en día está claro que los criterios de especialización funcional o la densidad de contacto son insuficientes para definir la «urbanidad». El peso económico y cultural es lo que caracterizó a las metrópolis y es esto lo que las distinguía de las meras aglomeraciones. (…)

Lo que en el siglo XIX fue específicamente urbano estaba estrechamente vinculado con la historia de la burguesía como portadora de formas de vida urbana y con la historia de los trabajadores y sus organizaciones autónomas. Las metrópolis no sólo fueron centros de cultura y ciencia, también fueron importantes las novedades institucionales, que introdujeron, por así decirlo, las actuaciones innovadoras. Un ejemplo de ello son los grandes almacenes, que desde finales del siglo XIX alcanzaron un eco cada vez mayor entre los consumidores de las grandes ciudades. (p. 36-37)

Mánchester es la ciudad industrial clásica, hasta el punto de que en el siglo XIX se hablaba de otras ciudades del continente europeo como «el Mánchester español» o «el Mánchester alemán». La ciudad se convirtió en un mastodonte enorme dedicado por entero a la producción económica. No sólo la ciudad en sí, sino toda la región se modificó con el foco puesto en Mánchester y su producción. «Mánchester se convirtió en el punto clave de una región que se caracterizaba por una estructura social espacial y para la cual el núcleo urbano adquiría un significado especial como puesto administrativo, comercial y financiero en la práctica cotidiana de la población del conjunto espacial.»

Mánchester, coqueta.

La propia estructura espacial de la ciudad se modificó. Los espacios disponibles lo bastante amplios para permitir el paso de las vías del tren subieron de precio, así como todas las zonas de la ciudad cercanas a las estaciones. El tren aún no era un medio de transporte asequible a los trabajadores, por lo que estos se establecían cerca de las fábricas, apiñándose en un centro urbano completamente hacinado. Las clases medias y altas escaparon tan lejos como les fue posible, a unas afueras donde el aire era respirable; la industria no dejaba de crecer, sin embargo, y hasta esos barrios eran absorbidos por las masas, provocando un éxodo continuo hacia el exterior.

Dos observadores de la ciudad a mitad del siglo XIX, Reach y Engels, la describieron de modo similar: un centro donde convivían el nodo comercial con masas de trabajadores, un anillo de proletarios hacinados e industria y una capa exterior donde residía la alta y media burguesía. De hecho, la propia clase obrera sufrió una larga serie de procesos de diferenciación «según criterios de ingresos, de cualificación, de respetabilidad y de origen étnico». «Es característico de Mánchester, en comparación con otras ciudades en proceso de industrialización, lo temprano y profundo de los procesos de segregación social.» Los ricos perdieron a los pobres de vista; y a partir de ahí, era fácil considerarlos unos parias, seres sin ganas de trabajar; personas que merecían sus condiciones de vida.

Esa fue la primera pregunta sobre los slums: ¿se formaban por el carácter moral de los pobres o eran debidos a su pobreza? Los estudios de los higienistas para combatir el hacinamiento revelaron también la formación de las redes familiares y sociales entre los proletarios. En efecto, se formaban estructuras funcionales capaces de ayudar y acoger a los inmigrantes que llegaban, y la vida social en el barrio era esencial. Aquí ya avanzamos el interés por los distintos grupos que luego desarrollaría la Escuela de Chicago.

Si el proletariado fue una de las clases resultantes de la aparición de la ciudad industrial, la otra fue la burguesía. Mercaderes que se hacían con grandes sumas de dinero, al convertirse en las clases dirigentes (o en parte de ellas) interaccionaron con los gentry, la aristocracia inglesa que tradicionalmente había dirigido el país. Los burgueses eran más pragmáticos e individualistas; sin embargo, al ir sumando cotas de poder, adoptaron los símbolos de poder y de estatus así como sus títulos nobiliarios y agrarios. Por otra parte, «en la fase central de la época victoriana se impusieron en la sociedad inglesa valores típicos de las capas medias -al menos la creencia en el sentido social de la competencia individual y en los efectos beneficiosos de una política social construida sobre el principio de la «ayuda a uno mismo»».

Al igual que los proletarios, también la burguesía estaba segregada en grupos distintos: no era lo mismo un empresario industrial que un prestamista o los propietarios de negocios pequeños.

San Petersburgo se estableció como el nexo entre Rusia y Europa. La ciudad se caracterizó por un esplendor de las artes (ópera, ballet, cultura) pero también de la edición de periódicos, libros y saber. Tal vez por ser de fundación reciente (fue fundada el 1703), la industria no ocupó el centro, sino un anillo exterior de la ciudad. Por ello, la segregación espacial no se dio en barrios, sino en el interior de los propios edificios: la planta principal correspondía a los burgueses y las clases iban descendiendo a medida que subían los pisos; paradójicamente, las clases más bajas habitaban en los húmedos subterráneos. Sí que hubo cierta segregación espacial por grupos étnicos de los inmigrantes llegados a la ciudad.

La industrialización de Múnich, en cambio, no consiguió acabar con el aura de comunidad, casi de centro rural, que imperó en la ciudad durante todo el siglo XIX. «Incluso hoy [1932] Múnich tiene alguna cosa de pueblo o de aldea animada del Oberland, mientras que simultáneamente ostenta rasgos esenciales urbanos internacionales y mundiales», escribía Max Halbe sobre la ciudad.

En cuanto a Barcelona, Zimmermann destaca el empuje de la arquitectura y la cultura en la ciudad. La industria, especialmente la téxtil, triunfó en la ciudad y en las cercanías (lo que explica la potencia de un cinturón de ciudades medianas que rodea la Ciudad Condal aún hoy), generando la aparición de una alta oligarquía industrial. Este estamento tenía una clase superior que se distanció del resto y adoptó formas de vida aristocráticas, convirtiéndose en unas 20 o 30 familias que aún a día de hoy disponen de gran poder y que se estructuraron alrededor de la caja de los marqueses (la actual Caixa de Pensions o, simplemente, La Caixa).

Entre estas familias, por ejemplo, estaba la familia Güell, que fue mecenas de Gaudí en muchas de las creaciones del arquitecto. Eso fue otra de las características esenciales de la ciudad: el desarrollo de un movimiento artístico, muy ligado al Jugendstil europeo, también con raíces en una revisión de la historia para potenciar el nacionalismo catalán y usarlo como arma en el dime direte entre el gobierno catalán y el gobierno español.

El epítome de esta burguesía fue el Liceu. Construido como el mayor teatro de música de Europa en su época, la burguesía lo usaba para llevar a cabo sus ritos de clase: presentaciones, puestas de largo, etc. Era al lugar al que ir para ver y dejarse ver; y de ese modo lo percibían también las clases trabajadoras, por lo que hubo allí un atentado en 1893.

Por el contrario, existía también una clase obrera muy politizada. Como dijo Engels, Barcelona había exhibido más barricadas a lo largo de su historia «que ninguna otra ciudad europea». Las reivindicaciones obreras colindaban con un asociacionismo muy potente, corales, grupos de excursionistas, etc, por lo que, cuando conseguían movilizar a la población, las redes ya estaban formadas y las protestas eran multitudinarias.

Es curioso cómo Barcelona ha luchado tanto por recordar las grandes gestas y la idiosincrasia de su burguesía (el modernismo, el Liceu, la Rambla, el Eixample) y, sin embargo, lucha constantemente por enterrar ese pasado de reivindicaciones obreras (enterrando La Maquinista o reformando el Barrio Chino para convertirlo en el Raval), como ya comentamos a propósito de Elogi del vianant de Manuel Delgado.

Como conclusión, Zimmermann destaca como característicos de la ciudad industrial «la nueva estructura espacial», determinada porque zonas de la ciudad adoptaron funciones claras, «y también las diferentes formas de segmentación de los grupos sociales». Asimismo, el desarrollo de la mentalidad productivista e individualista, el «estilo cultural específico» de la burguesía económica, con los cafés, las galerías, las exposiciones, fachadas y escaparates. «Durante la urbanización europea, las metrópòlis se transformaron en los centros de innovación líderes de la reproducción social.»