París, capital de la modernidad; David Harvey

En 1848, en Europa en general y en París en particular, sucedieron hechos muy dramáticos. Los argumentos a favor de alguna ruptura radical en la política económica, la vida y la cultura de la ciudad parecen, a primera vista por lo menos, enteramente plausibles. Anteriormente, imperaba una visión de la ciudad que, como mucho, podía apenas enmendar los problemas de una infraestructura urbana medieval; después llegó Hausmann que a porrazos trajo la modernidad a la ciudad. Antes encontrábamos a clasicistas como Ingres y David y a coloristas como Delacroix, y después al realismo de Courbet y al impresionismo de Manet. Antes nos topábamos con los poetas y novelistas románticos (Lamartine, Victor Hugo, Alfred de Mausset y George Sand), después vino la prosa y la poesía tensa, variada y exquisita de Flaubet y Baudelaire. Antes reinaban las industrias manufactureras dispersas, organizadas sobre bases artesanales, mucha de las cuales dieron paso a la maquinaria y la industria moderna. Antes había tiendas pequeñas en los soportales y a lo largo de calles estrechas y torcidas, después llegó la expansión de los grandes almacenes que se derramaron por los bulevares. Antes campaban la utopía y el romanticismo, y después el gerencialismo obstinado y el socialismo científico. Antes, el de aguador era un oficio extendido; en 1870, la llegada del agua corriente a las viviendas lo hacía desaparecer. En todos estos aspectos, y muchos más, 1848 parecía ser un momento decisivo en el que mucho de lo que era nuevo cristalizaba de lo viejo.

Entonces, ¿qué sucedió exactamente en París en 1848? Todo el país sufría hambre, desempleo, miseria y descontento, y gran parte de todo ello fue confluyendo en la capital francesa, a medida que la gente inundaba la ciudad en busca de subsistencia. Había republicanos y socialistas dispuestos a enfrentarse a la monarquía y, por lo menos, reformarla para que cumpliera sus iniciales promesas democráticas. Si eso no sucedía, siempre podíamos toparnos con los que pensaban que los tiempos estaban maduros para la revolución. Sin embargo, esa situación existía desde hacía muchos años. Las huelgas, las manifestaciones y las conspiraciones que se habían producido durante la década de 1840 habían sido controladas, y pocos, a la vista de su falta de preparación, podían pensar que esta vez fuera a ser diferente. (p. 7)

Precisamente la Introducción a este magno París, capital de la modernidad, de David Harvey (publicado en 2006, leemos la edición de 2008 de Akal, traducida por José María Amoroto Salido) se titula «La modernidad como ruptura». Porque Harvey sostiene que, aunque se haya repetido hasta la saciedad que la llegada de la modernidad fue una irrupción, hay indicios anteriores a la revolución de 1848. «Mientras el mito de la ruptura total merece ser cuestionado, hay que reconocer el cambio radical en la escala que Haussmann ayudó a realizar, inspirado por las nuevas tecnologías y facilitado por las nuevas formas de organización. Este cambio le sirvió para poder pensar en la ciudad (incluyendo su periferia) como una totalidad en vez de como un caos de proyectos individuales.» (p. 21)

Porque la escala de París cambió, de una forma drástica y exponencial. La ciudad hizo un pacto con el capital, el consumo y la modernidad que tan bien reflejarían desde las obras de Baudelaire y Flaubert hasta El libro de los pasajes de Benjamin; y no olvidemos que gran parte de los estudios urbanos franceses de los 60 y los 70 volvieron al París de Haussmann, el París que se modernizaba a finales del siglo XIX, tanto para entender la producción del espacio urbano (Lefebvre, por ejemplo) como una incipiente postmodernidad (con la compresión espacio-temporal de las vanguardias de principio de siglo).

Para tratar de entender la magnitud del salto, Harvey divide el libro en dos capítulos: la época de 1830-1848, que denomina «Representaciones», y la época de 1848 a 1870, «Materializaciones». Es en esta segunda parte donde nos detendremos. Harvey recurre al fresco para presentar los distintos cambios sociales, culturales, económicas; vitales, en definitiva, que atravesó la ciudad en apenas una generación. En el blog nos detendremos en aquellos que más atañen a la forma urbana, dejando algo más de lado los culturales y los políticos, pues la Francia del XIX fue una época confusa y compleja de la que se ha hablado mucho y de la que hay mucho por hablar.

Saltamos al capítulo cuarto, «La organización de las relaciones espaciales». La modernización de Francia («la implantación de las estructuras y los métodos de un capitalismo moderno a gran escala», p. 137) era una cuestión pendiente que se volvió necesaria hacia 1850. El plan, que iría vinculado a las reformas de París, ya se había discutido antes de la llegada de Haussmann a la capital (luego entraremos en más detalle), aunque su participación lo aceleró y magnificó. No fueron los únicos cambios: la red ferroviaria pasó de 1900 km. en 1850 a 17.400 en 1870; en diez año, se pasó de no tener telégrafos a tender 23.000 kilómetros; y el canal de Suez, financiado por Francia, se abrió en 1869.

No puede olvidarse que no se trataba de un proyecto emprendido simplemente por orden de un emperador poderoso y sus consejeros (incluyendo a Haussmann), sino organizado por y para la asociación de capitales. Como tal se encontraba sometido a la poderosa pero contradictoria lógica de la realización de beneficios a través de la acumulación de capital. (p. 141)

Por ejemplo: si París se encontraba en el centro de la red ferroviaria no era sólo una decisión política, sino también económica motivada por el hecho de que se había convertido en una capital industrial y en el principal mercado del país. Hubo más cambios, claro: la aparición de los grandes almacenes, con sus escaparates y el fetichismo de las mercancías exóticas; el aluvión de turismo; el aumento de la velocidad de la rotación de la mercancía permitía, ahora, que las verduras llegasen de países incluso de fuera de Europa, aliviando a los consumidores de la aleatoriedad de buenas o malas cosechas.

La concepción del espacio urbano que desarrolló Haussmann era indudablemente nueva. En vez de una «colección de planes parciales de vías públicas considerados sin lazos ni conexiones», Haussmann buscaba «un plan general que, a pesar de todo, estuviera suficientemente detallado para poder coordinar adecuadamente las diferentes circunstancias particulares». Se consideró y se actuó sobre el espacio urbano como una totalidad en la que los diferentes barrios de la ciudad y las diferentes funciones se ponían en relación unas con otros para formar una unidad de funcionamiento. Esta persistente preocupación por la totalidad del espacio condujo al encarnizado empeño de Haussmann en incluir (sin contar con un respaldo inequívoco del emperador) los suburbios dentro de la región metropolitana, para evitar que un desarrollo sin reglas amenazara la evolución racional del orden espacial. (…)

Si los objetivos declarados de Haussmann y el emperador eran construir una nueva Roma y expulsar del centro a las clases «peligrosas», «una de las consecuencias más claras de sus esfuerzos fue mejorar la capacidad de circulación de personas y mercancías dentro de los límites de la ciudad» (p. 144). Como ya vimos en El declive del hombre público, ahora las masas podían acudir al centro (a consumir en los cafés y grandes almacenes, a contemplar los bulevares y a las damas que los transitaban) desde todas partes de la ciudad.

El nuevo sistema de calles tenía la ventaja añadida de que rodeaba hábilmente algunos de los tradicionales enclaves de los fermentos revolucionarios, lo que permitiría la libre circulación de la fuerza pública si llegara el caso. También contribuía a la renovación del aire en vecindarios insalubres, mientras que la luz gratuita del sol durante el día y la del nuevo alumbrado nocturno de gas, subrayaba la transición hacia una nueva forma de urbanismo más extrovertida, en la que la vida pública del bulevar se volvía un escaparate de lo que era la ciudad. Y en un extraordinario alarde de ingeniería, una maravilla en aquel momento, la circulación del agua de consumo y de las aguas residuales sufrió una transformación revolucionaria. (p. 144)

Todos los cambios que se dieron no fueron liderados por Haussmann; muchos de ellos, como la modificación del funcionamiento de los mercados del suelo y la propiedad, la distribución de población, etc., fueron más situaciones con las que tuvo que lidiar que consecuencia de los actos del barón; pero, eso sí, el París que estaba diseñando se convirtió en «un marco espacial alrededor del cual esos mismos procesos (de desarrollo industrial y comercial, de inversión en vivienda y segregación residencial, etc.) podrían agruparse y desarrollar sus propias trayectorias, definiendo así la nueva geografía histórica de la evolución de la ciudad». (p. 145)

Haussmann quería hacer de París una capital moderna digna de Francia, sino de la civilización occidental. Sin embargo, la realidad es que su papel fue ayudar simplemente a convertirla en una ciudad en la que la circulación del capital se volvió el auténtico poder imperial. (p. 146)

El quinto capítulo, «Dinero, crédito y finanzas», busca el origen del capital que remodeló Parías y los cambios que sufrió el tipo de financiación. Se comenta brevemente la pugna que mantuvieron los hermanos Pereire y la familia Rotschild como representantes de dos formas distintas de entender el capital: los Rotschild eran «un negocio familiar, privado y confidencial» que trabajaba entre amigos y conocidos, es decir, dentro de la clase y de forma conservadora; mientras que los Pereire «consideraban el sistema crediticio como el nervio central del desarrollo económico y del cambio social» y buscaban establecer una jerarquía de instituciones de crédito capaz de afrontar proyectos a largo plazo; de financiar la modernización que requería el capital, vaya.

El problema es que había que absorber los excedentes de capital y trabajo. La reciente crisis económica imponía cambios para que no se repitiese, aunque la burguesía no sabía por dónde tirar. Unos defendían una especie de keynesianismo primitivo donde se contuviese la inflación y se estimulase la expansión; otros, entre ellos los Pereire y Haussmann, «compartían la idea de que el crédito universal era el camino hacia el progrese económico y la reconciliación social». «Con ello, se abandonó lo que Marx llamaba «el catolicismo» de la base monetaria, que había convertido el sistema financiero en «el papado de la producción», y abrazaron lo que Marx llamó «el protestantismo de la fe y el crédito»» (p. 153).

A pesar de que el credo católico consideraba el préstamo como usura y estaba muy cerca del pecado (si no lo era), la modernización (económica) requería el establecimiento de toda una serie de instituciones crediticias y la reconversión de las que ya había para, por ejemplo, financiar las costosas infraestructuras que modificaban París. Y, por supuesto, a partir de ahí surgió la especulación.

La Compagnie Immobilièr de París surgió en 1858 de la organización que los Pereire habían creado en 1854 para llevar a cabo el primero de los grandes proyectos de Haussmann: la terminación de la Rue de Rivoli y del Hotel du Louvre. (…) La decisión de reunir el capital y construir a lo largo de Rue de Rivoli el hotel y los espacios comerciales se realizó como una maniobra especulativa con vistas a la Exposición Universal planeada para 1855. (p. 155)

La circulación del capital se aceleró y afectó otros ámbitos. En el sexto capítulo, «La renta inmobiliaria y los intereses inmobiliarios», Harvey detalla cómo se pasó de una profunda depresión en el mercado inmobiliario entre 1848 y 1852 (con porcentajes de ocupación reducidos a una sexta parte en algunos barrios burgueses) a una edad de oro durante el Segundo Imperio caracterizada por «índices relativamente elevados de rentabilidad y revalorización» (p. 161). Pero también la concepción de la vivienda en la ciudad se modificó, pasando de un bien social a un activo financiero (algo muy similar a lo que sucede hoy de forma generalizada) cuyo valor de cambio superaba, con mucho, a su valor de uso. Si durante la década de 1840 «la propiedad estaba en sus dos terceras partes en manos de los pequeños comerciantes y artesanos», en 1880 éstos habían caído hasta el 13.6% y una clase que se identificaba a sí misma como «los propietarios» dominaba el 53.9% del mercado.

El Imperio coqueteó con esta clase de propietarios, lógicamente, aunque sus relaciones nunca acabaron de ser del todo fructíferas. La visión de Haussmann era más amplia y contemplaba la totalidad de la ciudad, lo que siempre creaba personas favorecidas y personas perjudicadas; además, el barón tenía la potestad de expropiar por razones de interés público o insalubridad, algo que le daba cierto poder hasta que los propietarios contraatacaron aliándose con el poder judicial y el Consejo de Estado y consiguiendo que las expropiaciones se pagasen a un precio que llegó a ser superior al de mercado, por un lado, y por el otro a mantener ellos los beneficios del aumento del valor de la propiedad, algo que ayudó enormemente a la crisis financiera que sufrió la ciudad en la década de 1860.

La modificación de la ciudad trajo nuevas consecuencias para los usos del suelo. La aparición de cada bulevar suponía el florecimiento de las calles adyacentes, mientras que las calles interiores perdían valor. Precisamente «esa oscilación tan acusada de los valores del suelo es la que permitió a los grandes empresarios operar de manera tan satisfactoria; el nuevo sistema de avenidas proporcionaba unas oportunidades maravillosas de obtener terrenos con revalorizaciones muy rápidas» (p. 176). Ello supuso que los usos del suelo que no podían hacer frente a los nuevos precios fueran expulsados y reemplazados por los que sí podían, de la misma forma que en toda arteria principal de las ciudades global surgen tiendas de lujo y franquicias de cafeterías, así como negocios destinados a turistas.

Las diferencias en París empezaron a ser el resultado de las lógicas capitalistas: un centro sobrerepresentado de precio muy alto, unas periferias donde el precio iba disminuyendo, los nodos clave en las grandes intersecciones también muy valiosos y una diferencia crucial entre «el oeste burgués y el este trabajador».

Haussmann entendió claramente que su poder par dar forma al espacio era también un poder para influir sobre los procesos de representación de la sociedad.

Su deseo evidente de librar a la ciudad de su base industrial y de su clase obrera, para así transformarla, presumiblemente, en un bastión no revolucionario del orden burgués, era una tarea demasiado ardua para completarla en una generación (de hecho no se terminó hasta los últimos años del siglo XX). Sin embargo, sí acosó a la industria pesada, a la industria sucia e incluso a la industria ligera hasta el punto de que, en 1870, la desindustrialización de la mayor parte del centro de la ciudad era un hecho consumado. Gran parte de la clase obrera se vio obligada a seguir el mismo camino, pero no hasta el punto que él deseaba. El centro de la ciudad se entregó a representaciones monumentales del poder y de la administración imperial, a las finanzas y al comercio y a los creciente servicios que surgían alrededor de un sector turístico en ascenso. Los nuevos bulevares no solamente proporcionaban la oportunidad de un control militar, sino que (iluminados por la luz de gas y adecuadamente patrullados) también permitían la libre circulación de la burguesía dentro de los barrios comerciales y de diversión. Quedaba asegurada la transición hacia una forma «extrovertida» de urbanismo, con todas sus consecuencias sociales y culturales (no se trataba únicamente de que el consumo creciese, lo que realmente sucedía, sino de que sus características visibles se volvieron más ostensibles para todos). (p. 192)

Damos un salto hasta el capítulo doce, «Consumismo, espectáculo y ocio». Haussmann recibió el encargo de convertir París en la capital del poder imperial, una especie de nueva Roma. De hecho, se lo escogió por el enorme éxito que tuvo su representación de la entrada de Luis Napoleón en Burdeos en 1852, y por ello fue trasladado a París.

El carácter permanente de los monumentos que acompañaron a la reconstrucción del tejido urbano y el diseño de espacios y perspectivas para centrarlos en símbolos significativos del poder imperial, servían para respaldar la legitimidad del nuevo régimen. El drama de las obras públicas y la exuberancia de la nueva arquitectura enfatizaban la intencionalidad y el carácter festivo de la atmósfera con la que el régimen imperial quería envolverse. Las Exposiciones Universales de 1855 y 1867 contribuyeron a la gloria del Imperio. (p. 272)

El Segundo Imperio también quiso apropiarse de la condición de los participantes en el espectáculo para convertirlos en espectadores. Es algo que no se ha modificado y que ya hemos comentado, por ejemplo, con la fiesta de San Juan en Barcelona, una fiesta muy popular que se ha venido demonizando año tras año porque genera suciedad o por sus actos vandálicos pero que consiste en, simplemente, ocupar la calle e irse a la playa. Algo que choca con los usos mercantilizados de la ciudad y que genera sus constantes críticas. En el caso del París de Haussmann sucedió con el carnaval, una auténtica locura (recordemos el ensayo que le dedicó Bajtin a la festividad) que subvertía todos los usos de la ciudad y que fue paulatinamente desacreditada en favor de otras más burguesas, correctas y controlables.

Pero el espectáculo del Segundo Imperio iba mucho más allá de la pompa imperial. Para empezar, buscaba directamente celebrar el nacimiento de lo moderno, como se podía comprobar con las Exposiciones Universales. Como señala Benjamin, eran «lugares de peregrinación para el fetichismo de la mercancía», ocasiones en la que «la fantasmagoría de la cultura capitalista alcanzaba su despliegue más radiante». Pero también eran celebraciones de tecnologías modernas. (p. 274)

Los nuevos bulevares eran, en sí mismos, nuevas formas de espectáculo (recordemos el análisis de Marshal Berman del poema de Baudelaire Los ojos de los pobres): el bullicio de los carros y de las mercancías, los escaparates de los grandes almacenes, el tranvía y los nuevos transportes públicos al repicar sobre el asfalto del macadán; los cafés, cuya vida se derrama sobre las aceras. «La frivolidad cultural del Segundo Imperio estaba fuertemente asociada a las populares parodias que, en forma de operetas, hacía Offenbach de la ópera italiana. La transformación de parques como el Bois de Boulogne, Monceau e incluso de plazas como la del Temple en espacios sociales y recreativos, igualmente ayudó a acentuar una forma extrovertida de urbanización que realzaba la exhibición pública de la opulencia privada. La sociabilidad de las masas lanzadas a los bulevares estaba ahora tan controlada por los imperativos del comercio como por el poder de la policía.» (p. 275)

La relación simbiótica entre espacios públicos y comerciales y su apropiación privada por medio del consumo se volvió decisiva. El espectáculo de las mercancías vino a dominar la división entre la esfera pública y la privada y, de manera eficaz, unificó ambas. Y aunque el papel de la mujer burguesa se veía de alguna forma realzado por esta progresión desde las tiendas de los pasajes a los grandes almacenes, todavía se las podía explotar mucho, ahora como consumidoras más que como administradoras del hogar. Para ellas se convirtió en una necesidad pasear por los bulevares, ver los escaparates, comprar y mostrar sus adquisiciones en el espacio público en vez de ponerlas a buen recaudo en casa o en el tocador. Con la llegada de los descomunales vestidos de crinolina, ellas mismas se volvieron parte de un espectáculo que se alimentaba a sí mismo y definía los espacios públicos como lugares de exhibición de las mercancías y del comercio, todo ello recubierto por un aura de deseo e intercambio sexual. (p. 281)

Entonces, ¿cómo diferenciarse uno mismo en medio de esa incesante multitud de compradores que afrontan el creciente desfile de mercancías de los bulevares? El espléndido análisis de Benjamin sobre la fascinación de Baudelaire con el hombre en la multitud, el flâneur y el dandy, arrastrados por la multitud, intoxicados por ella, pero sin embargo, de alguna manera al margen de ella, proporciona un interesante punto de referencia masculino. La marea creciente de mercancías y de circulación del dinero no se puede contener. El anonimato de la multitud y del dinero puede ocultar toda clase de secretos personales, pero los encuentros casuales dentro de la multitud pueden ayudarnos a penetrar el fetichismo. Éstos eran los momentos que Baudelaire saboreaba, aunque no sin ansiedad. La prostituta, el trapero, el payaso empobrecido y caduco, un respetable anciano vestido con harapos, la hermosa y misteriosa mujer, todos se convierten en personajes fundamentales del drama urbano. (p. 287)

El capítulo quince orbita alrededor de temas culturales y de representación. Vuelve a la «pérdida del halo» de la que ya hablamos a propósito del Todo lo sólido se desvanece en el aire de Berman y a la fascinación por la prostitución que sentía Baudelaire; más que fascinación, el hecho de que aparezca en sus poemas, de que se haya convertido en un personaje más de los que pululan por el entorno urbano.

La tensión que Haussmann nunca pudo resolver fue transformar París en la ciudad del capital bajo los auspicios de la autoridad imperial. Ese proyecto estaba destinado a provocar respuestas políticas y sentimentales. Haussmann entregó la ciudad a los capitalistas, especuladores y cambistas; a una orgía de autoprostitución. Entre sus críticos los hubo que sintieron que habían sido excluidos de la orgía, y los que consideraban que todo el proceso era desagradable y obsceno. Es en semejante contexto donde las imágenes que Baudelaire acuña de la ciudad como una puta adquieren su significado. El Segundo Imperio fue un momento de transición en la siempre discutida imaginería de París. La ciudad llevaba tiempo representándose como una mujer. En el capítulo primero vimos como Balzac la veía misteriosa, caprichosa y a menudo banal, pero también natural, desaliñada e impredecible, especialmente en la revolución. La imagen de Zola es muy diferente. Ahora es una mujer caída y embrutecida, «destripada y sangrante», «presa de la especulación, la víctima de la avaricia del consumo sin freno». ¿Podía hacer otra cosa esta mujer embrutecida que levantarse en revolución? (p. 342)

El libro acaba con una Coda que narra «La construcción de la basílica del Sacré-Coeur» al mismo tiempo que la (breve, y sangrienta) historia de la Comuna de París.

Postmodern Cities and Spaces, Sophie Watson y Katherine Gibson (eds.)

Si en el blog hemos dado tanto la vara con el postmodernismo (con Francisco Javier Ullán de la Rosa, por ejemplo; con Jameson, Harvey, Lipovetsky y, aunque él no usase ese término, los simulacros de Baudrillard son parte esencial del paradigma) es porque, además de que la arquitectura (el espacio, vaya) fue una de las primeras disciplinas en sufrirlo, el término se usó de forma muy amplia a finales del siglo pasado, alrededor de los años 90, para referirse a nuevas formas urbanas/espaciales que iban adaptando las ciudades. En este caso no hay que confundir, como anuncian las editoras de Postmodern Spaces and Cities, Sophie Watson y Katherine Gibson, ya en la introducción, «dos discursos antitéticos de la postmodernidad: el que supone la postmodernidad como una era o periodo socioeconómico y el que la sitúa como una ciencia postmoderna o modo de pensar y conocer» (p. 1).

Pese a que ambos discursos tematizan la discontinuidad, la disyuntiva y la transformación, sus sujetos son radicalmente distintos. Para el primero es la realidad, la ciudad, o más específicamente el espacio urbano del capitalismo tardío, el sujeto de la transformación y la disyuntiva. Para el segundo, es un tipo de conocimiento, pensamiento y representación lo que es discontinuo con lo sucedido anteriormente. (p. 1). [La traducción es nuestra.]

Postmodern Cities and Spaces es una antología de artículos editada por Sophie Watson y Katherine Gibson en 1995 alrededor de un tema común: la irrupción del postmodernismo en la ciudad. Pese a la tentación inicial de organizar dichos artículos en función de si trataban de la primera corriente del postmodernismo (que podríamos llamar, por ejemplo, postfordista, o incluso periodo de acumulación flexible, volviendo a Harvey, o hasta espacio de los flujos, acudiendo a Castells) o de la segunda (la ruptura epistemológica que nos llevaría al postestructuralismo, a Lyotard, Baudrillard y Foucault, por citar algunos nombres), las editoras decidieron ser pragmáticas y dejarse de polémicas sobre quién (y cómo) era o no postmoderno e hicieron una división más sencilla: el primer capítulo, el que reseñamos ahora, se centra en el espacio postmoderno; el segundo, en las ciudades postmodernas, tanto entendidas en su totalidad como en sus partes fragmentadas; y el tercero, en la evolución política que supone la irrupción del postmodernismo a finales de siglo.

«Heterotopologies: A Remembrance of Other Spaces in the Citadel-LA«, de Edward W. Soja, empieza analizando el artículo «De los espacios otros» de Foucault que reseñamos hace poco, precisamente por la atención que se le dedicaba en este primer apartado de la antología. Tras un breve repaso al artículo de Foucault, Soja vuelve a las andadas y despliega una descripción de un Los Ángeles futurista que tiene más de literario que de indagación científica.

Mucho más interesante aparece «Discourse, Discontinuity, Difference: The Question of ‘Other’ Spaces«, del ensayista y crítico de arte australiano Benjamin Genocchio. Para Genocchio, la llegada del postmodernismo supone, siguiendo a la Elizabeth Ferrier de ‘Mapping Power: Cartography and Contemporary Cultural Theory’, como una crítica o el declive del orden espacial cartesiano, «a spatiality associated with Western metaphysics and its tribe of grids, binaries, hierarchies and oppositions» (p. 35). Aquí aparece el concepto de heterotopía de Foucault. Sin embargo, Foucault, en su artículo, acababa dando como ejemplos burdeles, iglesias, habitaciones de hotel, museos, bibliotecas, prisiones, sanatorios, baños romanos, el hamman, las saunas escandinavas…

One could no doubt add to this list similar spaces of ‘extra-territorial’ heterogeneity such as fairs and markets, sewers, amusement parks and shopping malls. Scripted as spaces of both repugnance and fascination, they also function as powerful sites of the imaginary.

Yet despite the persuasive commentary and seductive prose, a question immediately presents itself: how is it that we can locate, distinguish and differentiate the essence of this difference, this ‘strangeness’ which is not simply outlined against the visible? More specifically, how is it that heterotopias are ‘outside’ of or are fundamentally different to all other spaces, but also relate to and exist ‘within’ the general social space/order that distinguishes their meaning as difference? In short, how can we ‘tell’ these Other spaces/stories? (p. 38)

Es decir: ¿qué es, en el fondo, una heterotopía? Foucault la definió en su artículo, sí; pero con una definición tan vaga que no es de extrañar que luego cada autor se haya apropiado el término en sus propias palabras. Tras analizar algunas de las respuestas dadas por otras voces, Genocchio acaba preguntándose qué espacio no puede ser designado como heterotopia.

Volviendo a la obra de Foucault para tratar de encontrar la forma exacta de la heterotopía, Genocchio encuentra una cita de Borges que el francés admiraba enormemente. Se trata del ensayo El lenguaje analítico de John Wilkins, donde se habla de «cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos«.

En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador b) embalsamados c) amaestrados d) lechones e) sirenas f) fabulosos g) perros sueltos h) incluidos en esta clasificación i) que se agitan como locos j) innumerables k)dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello l) etcétera m) que acaban de romper el jarrón n) que de lejos parecen moscas.

Este pasaje era conocido y admirado por Foucault, que veía en él no solo la otredad sino la propia limitación de nuestros pensamientos; puesto que no sólo no hay orden en su interior, sino que limita, incluso impide, todo orden posible. Algo similar se pretendía con la heterotopía: la irrupción, la disolución de toda forma de ordenación espacial; un lugar, si acaso, donde un lugar se cuestione a sí mismo de tal modo, sin respuesta posible, que sólo quede la cuestión del propio sentido del lugar (algo que ya nos llevaría a plantear la necesidad de un observador de dicho lugar, que es quien tendría tal pensamiento). No extraña, por lo tanto, que Jameson acabe hablando del sublime histérico refiriéndose a la postmodernidad.

Para Genocchio, sin embargo, la heterotopía (al menos, como está definida en el artículo de Foucault) no acaba siendo ese revulsivo espacial. «The heterotopia is invariably reified as a handy marker for a variety of centreless structures or an elastic postmodern plurality.» Dicho de otro modo: un lugar común para definir los, valga la redundancia, lugares poco comunes del capitalismo tardío.

Los tres siguientes artículos orbitan alrededor de un concepto común: el de la palabra griega chora, el territorio de la pólis; tanto la ciudad como sus alrededores. El término fue luego analizado por otros autores, como Heidegger, Derrida o Julia Kristeva; y, en general, los tres artículos lo relacionan con el lugar de la mujer en el espacio feminista. Se trata de «Women, Chora, Dwelling«, de la filósofa australiana Elizabeth Grosz, y «‘Drunk with the Glitter’: Consuming Spaces and Sexual Geographies«, de Gillian Swanson, alrededor de las mujeres y los espacios de consumo. «The Invisible Flâneur«, de Elizabeth Wilson, bucea además en el origen del concepto del flâneur, que en origen (el término se puede encontrar ya hacia 1806) era un noble que había perdido parte de su posición pero que aún se encontraba «fuera del sistema productivo» y podía, por lo tanto, dedicarse al ocio y a observar. Pero esta libertad era sólo para los hombres; y es en el flâneur donde, según Wilson, el discurso feminista postmodernista encuentra el origen de la mirada masculina (‘male gaze’). «He represents men’s visual and voyeuristic mastery over women» (p. 65), algo que se irá modificando a medida que las mujeres se vayan incorporando a las profesiones liberales, por ejemplo, y requieran de espacios propios.

For Benjamin the metropolis is a labyrinth. The overused adjective ‘fragmentary’ is appropiate here, because what distinguishes great city life from rural existence is that we constantly brush against strangers; we observe bits of the ‘stories’ men and women carry with them, but never learn their conclusions; life ceases to form itself into epic or narrative, becoming instead a shor story, dreamlike, insubstantial or ambiguous (although the realist novel is also a product of urban life, or at least of the rise of the bourgeoisie with which urban life is bound up). Meaning is obscure; commited emotion cedes to irony and detachment; Georg Simmel’s ‘blasé’ attitude is born. The fragmentary and incomplete nature of urban experience generates its melancholy –we experience a sense of nostalgia, of loss for lives we have never knowk, of experiences we can only guess at. (p. 73).

También John Lechte empieza «(Not) Belonging in Posmodern Space» con el análisis de chora llevado a cabo por Kristeva y, tras hablar de la ciencia del XIX («This is the science of equilibrium and stasis», p. 101) avanza, entre Joyce y el flâneur, hacia la ciudad postmoderna, «a city of indetermination. It is a phenomen of flows, of clouds of people and clouds of letters, of a multiplicity of writings and differences. What is the architecture of this city which can barely be described and named –which may only exist as a simulacrum?»

Y, para ello, analiza París, una ciudad cargada de simbolismo y donde la mayoría de sus elementos evidencian la historia: la Revolución, o la edad medieval, el Renacimiento; Haussmann, por supuesto, que también era hijo de su época. Y, sin embargo, surgen dos elementos «that cannot be understood in such unambiguously modernist terms»: el Arco de la Défense y el Parque de la Villette. Dice del primero que es un vacío, un monumento que abraza el vacío, «a kind of giant Klein bottle, perhaps, where the distinction between inside and outside becomes problematic»; un lugar sin historias. Recordemos que ya Bauman hablaba de La Defénse como una de las estrategias que adoptan en nuestra era los espacios públicos para no ser civiles (o para dejar de ser públicos, vaya): la de ser inhóspitos, no invitar a permanecer en ellos y convertirse en mero tránsito residual (la segunda categoría eran los centros comerciales, también espacio privatizado de forma encubierta). Y, sin embargo, es fácil comprender La Defénse como un monumento al poder (en término de Lefebvre y el espacio producido); sólo que no a un poder que resida en París, sino a un poder deslocalizado, un puro flujo, que sólo aterriza ocasionalmente en nodos bien conectados (lo que nos llevaría al Archipiélago Megalopolitano Mundial desarrollado por el geógrafo Olivier Dollfus).

Esta primera parte se cierra con el artículo de Paul Patton «Imaginary Cities: Images of Postmodernity«. Empieza con un análisis de los objetos que dieron paso a otras tantas obras sobre la postmodernidad: el Hotel Bonaventura que describe Jameson en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, la novela Soft City con la que empieza La condición de la posmodernidad de Harvey y la propia descripción que hace de la ciudad Iris Marion Young en Justice and the Politics of Difference.

In all cases, I propose that we are dealing with imaginary cities. These are not simply the product of memory or desire, like many of Calvino’s invisible cities, bur rather complex objects which include both realities and their description: cities confused with the words used to describe them (Calvino 1979: 51). To call these imaginary cities is not to suggest that these are not real in their way, or that they do not have effects. Nor is it to suggest that they are all imaginary in the same sense: one of the aims of this chapter will be to separate out some of the different senses in which these postmodern cities are ‘imaginary’, (p. 112)

El argumento de Patton es doble: a) por un lado, que toda ciudad es imaginaria; y, por el otro, que la percepción que tienen Jameson, Harvey o Raban de las ciudades, y que presentan como una descripción, no deja de ser una percepción personal.

«I take this to be a tacit admission that all such accounts of the postmodern condition of urban life present us with imaginary cities, as well as an example of the manner in which these can nevertheless have real effects», comenta Patton tras reseñar la descripción hecha por Harvey de su lectura de la novela Soft City de Raban. Un paso similar realizar con la descripción de Jameson del Hotel Bonaventura, un espacio contenido en sí mismo, un «hiperespacio postmoderno». Patton se niega, eso sí, a ridiculizar la descripción de Jameson (que, recordemos, sólo está dando ejemplos del paradigma postmoderno): apunta, sin embargo, a que muchos hoteles de la zona son, ya, similares al Bonaventura. «The attemp to connect the confusion provoked by an unfamiliar space with the socio-historical condition of postmodernity is unconvincing»; al menos, en la obra de Jameson. Sin embargo, Patton sí que admite que el posterior análisis de Harvey, con su aportación de la acumulación flexible, tiene sentido.

The acceleration in the turnover time of capital in production brought about by the new strategies of flexible accumulation require parallel accelerations in exchange and consumption. Technological changes in transportation and communication allow much more rapid circulation of people, commodities and money. (…) For example, the growth of an ‘image industry’ can be seen on the one hand to respond to the underlying exigencies of capital accumulation, on the other to give rise to the proliferation of simulacra and the importance widely attached to appearances. (p. 115)

En la descripción de Harvey, según Patton, la ciudad es «el hábitat del consumidor», que no deja de ser una marioneta manipulada por las fuerzas del mercado. «The theatricality of postmodern urban life is a distant effect of the increase in the turnover time of the capital, manifest in social life by means of the industries and technologies of the image. (…) Harvey’s city is imaginary in a structural sense of the therm: a realm of appearance which is undoubtedly real but nevertheless dependent upon a deeper reality; an epiphenomenon in the sense that, for Marx, the entire sphere of exchange and consumption is dependent upon relations of production.» (p. 116)

La novela de Raban era, para Patton, más profunda que el análisis de Harvey porque el primero era consciente de que todo es una ciudad imaginaria: «Raban refuses to draw a distinction between the imaginary city and its real conditions of existence». Aquí, sin embargo, Patton cae en un error que luego repite: el de confundir la corriente postmoderna entendida como un análisis de una época distinta, que hemos denominado postfordista, con la estructura epistemológica, incluso estética, que percibe el mundo como una fragmentación personalizada. La visión de Harvey será imaginaria, pero pone de manifiesto algo que Raban, en su análisis estético, pasa por alto: que la explotación, escondida tras la tiranía de la imagen, sigue siendo real.

The point is not that we are all condemned to isolation, anomie or loneliness, even though those are a feature of urban life for many, but rather that for the most part our daily encounters with others are encounters with people we do not know, or know only a little. Yet our contacts may involve the most ‘personal’ parts of their lives or our own: our bodies touch on buses or in queues; we overhear snatches of conversation in restaurants or on the street; if we live in apartments we are exposed to the sounds and occasional sights of others going about their daily lives. What we see are fragmentary glimpses, snapshots of the lives of others, and on the basis of these fragments we extrapolate, identify and make judgements about them. Hitchcock’s Real Window is based entirely upon this dimension of urban living. It shows both the attraction, or compulsion, to observe the lives of others and the dangers of doing so in the fragmentary way that this kind of live allows. (p. 117)

Aquí el discurso de Patton lo lleva a concluir que, en la ciudad, es lógico juzgarnos unos a otros en función de nuestros actos o apariencia; algo que ya adelantó Goffman mucho antes, por ejemplo. Y es en este aspecto, esta necesidad de catalogar a los demás, donde encuentra la «teatralización intrínseca» de la ciudad, más que en la dinámica del consumo. De ahí, de esa consciencia de ser uno mismo un actor, se pasa a la consciencia de que nuestra propia presentación nos define, más que nuestra identidad. «This is at once the source of both the sense of freedom and endless possibility in relation to personal identity, and the fear of becoming a ‘stranger to oneself'».

Sin embargo, si todo esto ya estaba presente, por ejemplo, en la época de Baudelaire (recordemos los ojos de los pobres que analizaba Berman), ¿qué ha cambiado en la postmodernidad? «…the subject of the (post)modern city is no longer a subject apart from his or her performances, the border between self and city has become fluid. Raban’s city is thus imaginary in a deconstructive sense of the term: it is the city as experienced by a subject which is itself the product of urban existence, a decentred subject which can neither fully identify with nor fully dissociate from the signs which constitute the city» (p. 118) ¿Acaso no acaba cayendo Patton, con sus palabras y su análisis de la «deconstrucción», en el mismo tipo de descripción que le cuestionaba a Jameson por personal?

Parias urbanos (y III): la marginalidad avanzada

El libro de Loïc Wacquant Parias urbanos. Gueto, banlieue, Estados dedica su primera parte al análisis del gueto negro en las ciudades de Estados Unidos y su paso a una nueva forma, el hipergueto, donde las clases medias negras han abandonado el gueto para residir en las zonas que liberaron los blancos al escapar (white flight) hacia las zonas residenciales periféricas y todo lo que subyace ahora en el gueto es pobreza y segregación, con muy pocas posibilidades de escapar de él. Y dedica la segunda parte al estudio de las banlieues francesas, los barrios periféricos de las ciudades del país, que a menudo son comparados con el gueto negro pero que, en realidad, tienen poco en común, salvo el estigma y unas condiciones depauperadas, algo que vimos a fondo en la segunda entrada.

En esta última parte del libro, Wacquant presenta un concepto nuevo surgido a raíz del postfordismo: la marginalidad avanzada. Si la marginalidad de mediado del siglo XX era una consecuencia del mal funcionamiento del fordismo, la marginalidad avanzada de finales del XX y principios del XXI es, por el contrario, la consecuencia del buen funcionamiento del postfordismo.

Visto desde esta perspectiva, el retorno de las realidades «refrenadas» de la pobreza extrema y de la degradación social, de las divisiones etnorraciales y de la violencia pública y su acumulación en las mismas zonas desheredadas sugieren que hoy las ciudades del Primer Mundo se hallan frente a lo que se podría denominar la marginalidad avanzada. Estas nuevas formas de cierre excluyente que se traducen en un destierro a los confines del espacio social y físico han emergido –o se han intensificado– en las metrópolis postfordistas, pero no bajo el efecto de la inadaptación o el subdesarrollo económico, sino, al contrario, como consecuencia de las mutaciones de los sectores más avanzados de las sociedades y de las economías occidentales tal como se imprimen en las fracciones inferiores de la clase obrera en recomposición y en las categorías étnicas dominadas, así como en los territorios que ocupan en el seno de las ciudades sometidas al tropismo de la dualización.

Aquí, el calificativo avanzada pretende indicar que estas formas de marginalidad no se sitúan detrás de nosotros: no son cíclicas, ni transitorias, y tampoco están en un proceso de desaparición progresiva por la expansión del «libre mercado» (esto es, la mercantilización creciente de la vida social, empezando por los bienes y los servicios públicos) o por la acción del Estado-providencia (protector o sancionador). Estas formas se hallan delante de nosotros: están inscritas en el futuro de las sociedades contemporáneas (…) las formas estructurales que las engendran, entre otros, el crecimiento económico polarizado y la fragmentación del mercado de trabajo, la precarización del trabajo y la automatización de la economía clandestina en las zonas urbanas degradadas, el paro masivo que induce a la desproletarización de las capas más vulnerables de la clase obrera (principalmente, de los jóvenes desprovistos de capital cultural), finalmente, las políticas de retirada social y de desinversión urbana. (p. 281)

Para tratar de comprender este fenómeno reciente, Wacquant recurre a seis puntos a partir de los rasgos característicos de la pobreza urbana de la década de crecimiento fordista:

  • 1. El trabajo asalariado como vector de inestabilidad y de inseguridad sociales. «El trabajo asalariado, al volverse inestable y heterogéneo, diferenciado y diferenciante, se ha convertido en una fuente de fragmentación y de precariedad sociales» (p. 283). Ejemplo de ello son los trabajos flexibles, a tiempo parcial o con horarios variables y que sólo permiten una cobertura social (y hasta médica) reducida o inexistente, la reducción de las jornadas, la subcontratación, el debilitamiento de los sindicatos y tantos otros.
  • 2. La desconexión funcional de las tendencias macroeconómicas. La prosperidad económica ya no supone una mejora en las condiciones laborales de los trabajadores, mientras que su contrario, las crisis, sí que supone otra excusa para recortarlas. Con el tema del COVID y las crisis de trabajadores hemos visto cómo los empresarios, que siempre se habían afanado en reducir las condiciones laborales con la excusa de que había mucha mano de obra, ante la ausencia de profesionales se niegan a mejorar esas condiciones y presionan a los gobiernos para que permitan mayores flujos migratorios, pues en general los inmigrantes estarán dispuestos a aceptar trabajos que no aceptarían los autóctonos.
  • 3. Fijación y estigmatización territoriales. «En vez de estar aislada y diseminada por el conjunto de las zonas de hábitat obrero, la marginalidad avanzada tiende a concentrarse en territorios aislados y claramente circunscritos, percibidos, cada vez más, y tanto en el exterior como en el interior, como lugares de perdición» (p. 287).
  • 4. Alienación espacial y disolución del «lugar». El estigma, visto desde dentro, supone la disolución del lugar antropológico, «la pérdida de un marco humanizado, culturalmente familiar y socialmente diferenciado» en el cual se sientan «entre los suyos». Se da el paso de lugares (places) a espacios (spaces), donde además los lazos se debilitan. Un ejemplo de esto lo vimos en la primera entrada con el paso del gueto (lugar de sociabilidad) al hipergueto (espacio de competición y exclusión), que ya no supone un recurso para sus habitantes.
  • 5. La pérdida de un hinterland. «A la desaparición del espacio se añade la desaparición de un hinterland o de una base de protección viable. En las fases anteriores de crisis y de restructuración del capitalismo moderno, los trabajadores podían replegarse en la economía social de su colectividad de origen» (p. 294), algo que ya no les es posible.
  • 6. Fragmentación social y desintegración simbólica, o la génesis inacabada del «precariado». La marginalidad avanzada se da en un contexto de descomposición de clase, en vez de en uno de consolidación de clase; y bajo la presión de una tendencia a la precarización y a la desproletarización, en vez de a la unificación y homogeneización proletarias que se dieron anteriormente, lo que hace que quienes sufren estos procesos carezcan de un lenguaje específico o una adecuada representación social de grupo. «La propia proliferación de etiquetas para designar los sectores de población dispersos y dispares atenazados por la marginación social y espacial, «nuevos pobres», «marginales», «excluidos», «underclass», «jóvenes de las banlieues», y la trinidad de los «sin» (sin trabajo, sin techo, sin papeles) dice mucho del estado de desarreglo simbólico en el que se hallan las zonas marginales y de las fisuras de la estructura social y urbana» (p. 297).

«Mientras que antes la pobreza en las metrópolis occidentales era un fenómeno esencialmente residual o cíclico, incrustado en las comunidades obreras, geográficamente difuso y considerado remediable por la expansión continuada de la forma mercantil, en la actualidad aparece como persistente e incluso permanente, desconectada de las tendencias macroeconómicas y fijada en barrios de relegación rodeados de una aureola sulfurosa en cuyo seno el aislamiento y la alienación social se alimentan mutuamente, mientras que la distancia entre los que están a él destinados y el resto de la sociedad se va ensanchando. (p. 313)

Esta nueva forma de marginalidad ha avanzado sin freno en aquellos países carentes de protecciones sociales e, incluso en aquellos dotados de un estado del bienestar fuerte (Europa del Norte y Escandinavia), también ha hecho acto de presencia, a menudo mezclada con la temida «integración» de los extranjeros y la «inquietud por la formación de guetos». Tras esta marginalidad, Wacquant detecta cuatro lógicas estructurales:

  • La dinámica macrosocial: el progresivo distanciamiento en la escala de desigualdades en un contexto de prosperidad, es decir, un doble proceso socioprofesional que «multiplica los puestos de trabajo altamente cualificados y remunerados para un personal profesional surgido de la universidad», por un lado, y por el otro, «en la no cualificación y la eliminación pura y simple de millones de puestos de trabajo para los trabajadores sin estudios».
  • La dinámica económica: se da, de nuevo, una doble transformación en el trabajo que consiste, de modo cuantitativo, en la desaparición de puestos de trabajo debido a la progresiva automatización, a la deslocalización en lugares con peores condiciones laborales (y, por lo tanto, óptimos para las empresas) y por el trasvase de empleos industriales hacia empleos en el sector servicios; y, de modo cualitativo, por el empeoramiento general de las condiciones de trabajo (jornadas, salarios, protección social…). Una gran parte de la clase obrera se ha convertido en algo superfluo, pero no han aparecido opciones viables para ellos; además, el propio contrato de trabajo salarial ha dejado de ser una fuente de estabilidad y se ha convertido, por sí mismo, en «fuente de fragmentación social y de precariedad».
  • La dinámica política se refiere al paso de los Estados de garantes de la protección social universal de sus ciudadanos a simples guardianes de las normas del postfordismo, cuando no el propio origen de las desigualdades (lo que Harvey denominaba Estado-guardián, encargado de mantener el mercado bien protegido para que las empresas puedan obtener beneficios).
  • La dinámica espacial, que congrega a los pobres en zonas limítrofes carentes de inversión o las mínimas necesidades sociales. A diferencia del fordismo, en que la pobreza, más o menos, estaba distribuida por todos los barrios obreros y podía afectar a todos los trabajadores, hoy en día se concentra en núcleos que se perciben, como ha ido recorriendo Wacquant a lo largo de todo el libro, como lugares más allá de la salvación posible y, por supuesto, marcados por el estigma permanente.

En este último sentido, Wacquant sí que acepta que se hable de la «americanización de la pobreza». No lo hace si nos referimos a los guetos europeos como si fuesen los americanos; tampoco a la exclusión completa del espacio social en estos polígonos europeos tipo banlieues; pero sí para referirse a las nuevas formas de marginalidad avanzada creadas por el postfordismo con todas las características que hemos ido describiendo en esta entrada.

Finalmente, Wacquant acaba destacando el giro hacia políticas penitenciarias y de tolerancia cero de los estados con la pretensión de luchar contra estas nuevas formas de marginalidad, culpando siempre a quienes las sufren y evitando aceptar su propia responsabilidad. Propone una serie de fórmulas (una especie de salario mínimo, acceso gratuito a la educación, garantía universal de acceso a ciertos bienes públicos, etc.) que, por supuesto, los Estados no aceptarán a menos que sean forzados a ello, y dedica unas últimas palabras a la oleada de violencia que sacudió las afuera de París el 2005, cuando los jóvenes de las banlieues empezaron a quemar coches, algo que achaca al «incremento de la precariedad salarial y de la inseguridad social en las zonas urbanas olvidadas a lo largo de los últimos quince años» y que no sólo no recibían ayudas ni inversiones por parte del Estado, sino que además eran culpabilizadas y estigmatizadas constantemente por sus actos (como leímos, por ejemplo, en La cultura de los suburbios o Chavs. La demonización de la clase obrera).

Parias urbanos (II): las banlieues

Por un lado, la incidencia acumulada de la segregación, de la miseria, del aislamiento y de la violencia tiene un alcance muy diferente en los Estados Unidos. Por el otro, y esto es lo más importante, banlieue y gueto son el legado de trayectorias urbanas y el producto de criterios de clasificación y de formas de «selección» social diversas: esta selección se lleva a cabo prioritariamente sobre la base del origen de clase (modulada por la pertenencia o la apariencia étnica) en el primer caso, de la pertenencia etnoracial a un grupo históricamente paria (indiferentemente de la posición de clase) en el segundo. (p. 172)

Seguimos con la reseña de Parias urbanos. Gueto, banlieue, Estado, del sociólogo francés Loïc Wacquant. En la primera entrada analizamos el paso del gueto al hipergueto en las ciudades norteamericanas. El gueto, lugar de reclusión de los negros desde principios de siglo a causa, sobre todo, de un racismo estructural y de unas políticas de vivienda financiadas por el Estado y la FHA, se convirtió en la postguerra y hasta los años 60 en el lugar de residencia de la mayoría de los negros y en una especie de sociedad substitutiva que les permitía desarrollarse como individuos. El paso del fordismo al postfordismo y la deslocalización de muchas empresas, así como el trasvase de obreros fabriles al sector servicios, con menos poder sindical y empleos más flexibilizados, afectó especialmente al gueto; sumado a la reducción de las políticas del estado del bienestar y a la desinversión en sus barrios, el gueto se convirtió en el hipergueto, lugar donde sólo residen los negros de clase baja, carecen casi por completo de instituciones como escuelas u hospitales y se dedican a economías sumergidas.

En este segundo apartado, Wacquant estudia la relación entre el gueto negro (el Cinturón Negro) y las banlieues de Francia (el Cinturón Rojo). Durante las dos últimas décadas del siglo XX, desde ciertos sectores del periodismo y de las ciencias sociales, surgió la idea de que las banlieues (en general, los barrios marginalizados de las principales ciudades europeas) estaban sufriendo un proceso de «americanización» o «guetización» que los asimilaba a los guetos americanos. Wacquant rechaza esta idea y da gran cantidad de datos para demostrar lo que separa a ambas estructuras, en esencia originales desde su nacimiento. Como avance de las conclusiones: el gueto es un espacio de exclusión de los negros, formado con base racial; la banlieue se estructura para las clases bajas, independientemente de su origen étnico (aunque esté relacionado, claro) y, de hecho, quienes consiguen alcanzar la clase media la abandonan.

Wacquant empieza con las semejanzas. Tanto el gueto como la banlieue (que llevamos tiempo en el blog escribiendo, erróneamente, banlieu) son enclaves con una intensa concentración de minorías (negros en el gueto, con apariencia no europea en la banlieue). Ambos han experimentado en las últimas décadas cierta despoblación (a causa de los cambios en la economía al pasar al postfordismo, que afectó especialmente a las clases bajas) y ambos presentan distorsiones en cuanto a estructura de edades y composición de las unidades familiares respecto a sus entornos urbanos (en ellos viven muchos más jóvenes, que representan el 50% de los habitantes del gueto mientras que suelen ser un 30% alrededor).

La otra semejanza importante es el estigma que arrastran los habitantes de ambos lugares, así como «la atmósfera deprimente y opresiva que reina en su seno» (p. 186). El principal éxito posible en el gueto y la banlieue es abandonar el barrio; cualquier otro lugar les parece mejor a sus habitantes.

Luego vienen las diferencias, que Wacquant organiza en cinco apartados:

  • 1. Ecologías organizativas dispares. Pese a estar perdiendo población, el gueto de Chicago cuanta (datos de 2005, aproximadamente) con unos 400.000 habitantes, mientras que las banlieues tienen entre 15 y 35.000, como mucho. Son cifras muy dispares que suponen organizaciones sociológicas completamente distintas. Además, las banlieues en Francia son «islotes residenciales, grupos de viviendas públicas salpicados por la periferia de un paisaje urbano e industrial compuesto con el cual mantienen necesariamente relaciones funcionales regulares» (p. 190), a diferencia del gueto negro, que es un lugar donde se lleva a cabo la totalidad de la vida. Los jóvenes de las banlieues salen a visitar, comprar o divertirse por otros barrios, algo que no hacen los habitantes del gueto. Más aún: el problema del gueto son las relaciones consigo mismo, pues sus habitantes temen salir a las calles, debido a la delincuencia y las muestras de violencia habituales de que hablamos en la primera entrada. En cambio, el problema (percibido) de las banlieues es, precisamente, su relación con el exterior, con el resto de los barrios circundantes. El gueto, como ya hemos dicho, es una estructura prácticamente autónoma, creada como red alternativa en cuanto se privó a los negros el acceso al resto de redes.
  • 2. Concentración y unidad racial frente a dispersión y heterogeneidad étnica. El gueto es negro; es, «antes que nada, un mecanismo de reclusión social, un dispositivo que se propone cerrar a un grupo estigmatizado en un espacio físico y social reservado que le impedirá mezclarse con los otros y, por lo tanto, eliminará el riesgo de que los ‘manche'» (p. 192), mientras que las banlieues son profundamente multiétnicas. Si la reclusión negra en el gueto representa «la expresión de un dualismo racial», en las banlieues habita tal cantidad de etnias distintas porque, en general, «se debe principalmente a su representación tan elevada dentro de las facciones más bajas de la clase obrera y al hecho de que la mejora de su hábitat sólo se da mediante el acceso a la vivienda social» (p. 195).
  • 3. Porcentajes y niveles de pobreza divergentes. En La Courneuve, banlieue de París, el porcentaje de ocupación es del 48% de la población activa, mientras que en Grand Bulevar (centro del gueto de Chicago) es del 16%. En el primero hay un 6% de familias monoparentales y en el segundo, entre el 60 y el 80%.
  • 4. Criminalidad y peligrosidad. «En el gueto americano, la violencia física es una realidad inmediatamente palpable, y ya hemos visto que altera todos los datos de la existencia cotidiana. Es inimaginable coger el metro y pasear tranquilamente por el South Side de Chicago para hablar con la gente como se puede hacer en La Courneuve o cualquier otro polígono de los alrededores de París. Porque la frecuencia de los homicidios, los robos y las agresiones es tan alta, que ha comportado la práctica desaparición del espacio público.» (p. 198). En cambio, lo que los medios suelen describir como «violencia pública en las banlieues» tiene que ver con comportamientos al límite de la ilegalidad, robos, daños a edificios, peleas entre adolescentes o un tráfico reducido de drogas (a diferencia de los enormes mercados de la droga en plena calle de ciertas ciudades de Estados Unidos). El estigma en las banlieues se centra en la degradación relativa de las calles, la pequeña delincuencia y el aislamiento de sus habitantes. En el gueto, además, «la violencia letal es tan alta, que los jóvenes negros tienen una probabilidad más elevada de sufrir una muerte violenta recorriendo las calles del centro segregado de las ciudades de Estados Unidos que cuando iban al frente en el momento más álgido de la guerra de Vietnam» (p. 254).
  • 5. Políticas urbanas y degradación del espacio vital. Hay un contraste enorme entre las zonas depauperadas del gueto y las calles de la banlieue. Dice Wacquant que es difícil, para los habitantes de Europa, hacerse una idea del estado de las calles del gueto, verdaderas «zonas de guerra», donde también las escuelas, puentes, carreteras, alcantarillas, comisarías y hasta hospitales están en un estado de «decrepitud avanzada» o directamente abandonados a causa de la reducción del estado del bienestar desde los años 70.

Al contrario que el gueto americano, la banlieue francesa no es una formación social homogénea, portadora de una identidad cultural unitaria, que disfruta de una autonomía y una duplicación institucional avanzadas, fundamentada en una división dicotómica entre razas (es decir, entre categorías étnicas a las cuales se les da una explicación biológica ficticia) oficialmente reconocida o tolerada por el Estado. Los polígonos populares de los alrededores de las ciudades no han tenido nunca ni tienen hoy en día vocación de encerrar a un grupo particular, a diferencia del Cinturón Negro de la metrópolis norteamericana, que siempre ha sido más una especie de contenedor urbano reservado a una categoría desacreditada que una reserva de mano de obra o un vertedero de detritus sociales. (p. 201)

El último capítulo de este apartado lo dedica Wacquant al estigma que arrastran los habitantes del gueto. Vivir allí supone «una presunción automática de demérito social y de inferioridad moral» (p. 215). Ésta surge, en primer lugar, de la propia realidad del deterioro físico del barrio, del que ya hemos hablado; en segundo lugar, en la inferioridad de sus instituciones propias en relación con las de los barrios cercanos, algo también evidente; y, en tercer lugar, por la actitud desconfiada y despreciativa del resto de la gente, que evitan entrar en el gueto o tratan con recelo a sus habitantes al conocer su origen.

A todos estos estigmas que provienen del exterior hay que sumarle uno propio: «la disgregación avanzada de la economía y de la ecología locales tiene un efecto difuso de desmoralización sobre los habitantes del gueto». La mayoría de sus propuestas, acciones o efectos de voluntad acaban en nada, son destruidos o bien por el propio entorno violento del gueto, o bien por el trato denigrante que reciben del exterior, por lo que poco a poco van perdiendo la esperanza y la voluntad y acaban asumiendo que nunca saldrán del barrio y que todo lo que intenten, salvo lo que se espera de ellos, acabará en fracaso.

Pese a que el gueto negro está en condiciones mucho peores que cualquier banlieue, son los habitantes de estas últimas los que peor llevan el peso del estigma. En general suelen vivir una rápida adaptación a los valores franceses, entre los cuales la «ciudadanía unificada y participación sin barreras»; pero, puesto que se relacionan habitualmente con gente que no vive en su barrio, comprueban pronto que estos principios no se cumplen con ellos, lo que los lleva a una mayor frustración. Los residentes del gueto negro, en cambio, tienen tan asumido que este racismo forma parte de la sociedad que sufrirlo en sus carnes es algo inherente a ellos mismos. También pesa el hecho, apunta Wacquant, de que los negros del gueto americano tienen interiorizada la ideología del éxito o el fracaso en la vida como algo personal, no social. Y, finalmente, los habitantes de las banlieues están acostumbrados a salir de su barrio en el día a día, tanto para el trabajo como de compras en barrios de todo tipo; por lo que, al comprobar que existen niveles de vida que, por su origen y su clase social, les están vedados, sienten con mayor virulencia el peso del estigma.

En ambos casos, el peso del estigma genera que sus habitantes sean «proclives a desarrollar estrategias de distanciamiento y de huida que tienden a debilitar y deshacer los vínculos sociales y, así, a validar las percepciones exteriores negativas del barrio», dando lugar a una «profecía autorrealizada funesta donde la lacra pública y el deshonor colectivo acabar por producir exactamente lo mismo que pretendían registrar: la atomización social, la desorganización comunitaria y la anomia cultural» (p. 224).

La estética de la calle, Gustave Kahn

Decía Félix de Azúa en La arquitectura de la no-ciudad que cada ciudad ha encontrado un arte determinado que la represente de forma perfecta. La ciudad renacentista, con sus líneas y su perspectiva, quedó retratada en los cuadros de la época, puesto que era un objeto de arte, pensado para ser contemplado (como diría Lefebvre: producido). La novela ya se interesa desde sus inicios por el viaje y la descripción de lugares distintos, pero no destaca la ciudad como un lugar específico. Según Félix de Azúa, es con Jane Austen cuando la novela entra en la ciudad (aunque el mal habita en ella y el bien reside en el exterior). Luego llegaría la época dorada en que la novela y la ciudad van a la par: la era de los tranvías, la luz de gas, la muchedumbre y la modernidad (de la que hablaba Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire). Llegan entonces Dickens, Dostoievsky, Balzac, Galdós y tantos otros. Luego el espacio a representar se vuelve tan complejo y abrumador (la relatividad de Einstein, el principio de incertidumbre de Heisenberg) que la ciudad sólo puede ser aprehendida por el montaje o el collage; y surge el cine, el arte de la ciudad industrial, una yuxtaposición de imágenes dispersas que refiere al trabajo proletario y las experiencias de los habitantes de la gran ciudad (lo que nos lleva al Simmel de «Las grandes urbes y la vida del espíritu«).

Si hay una ciudad que representa este cambio mejor que ninguna otra es, sin duda, París. Por sus calles pasarán los artistas que escribirán, fotografiarán o pintarán la modernidad, desde los poetas como Baudelaire hasta los artistas como Picasso; pero, sobre todo, la propia configuración de la ciudad se modificará de una forma radical, dando paso a la modernidad en sus bulevares. Nos recordaba el ya citado Berman cómo Baudelaire ve la modernidad en los ojos de una familia de pobres que observa a los ricos tomar café en un entorno agradable. Si la ciudad medieval, con sus estrechos callejones, restringía a cada habitante a una zona determinada, puesto que a menudo se necesitaba dar un largo recorrido para abandonar el barrio, las avenidas y bulevares abiertos por el barón Haussmann permiten ir de una punta a otra en un paseo (y también a los militares acceder a todos los puntos de la ciudad en poco tiempo). Todos los habitantes pasan a contemplar la totalidad de la ciudad, que queda abierta, expuesta; y son conscientes de sus diferencias.

En este contexto se sitúa el libro de Gustave Kahn La estética de la calle (A. Machado Libros, 2017, traducción de Cristina Ridruejo). Publicado en 1900, Kahn, nacido en Alemania en 1850 pero cuya familia se mudó a París en 1870, fue un gran viajero y escritor, crítico y articulista. Se consideró también un poeta simbolista, defensor del verso libre (la lírica francesa era estática y academicista, y los primeros poetas que lucharon contra la tiranía del alejandrino debieron afrontar críticas del establishment; entre ellos estuvo, claro, Rimbaud, y lo seguirían Verlaine o Mallarmé).

La primera parte de La estética de la calle, titulada «La calle de antaño», describe distintos lugares históricos: Pompeya, las calles de Las mil y una noches, los canales de Venecia, Brujas o Ámsterdam. Esta parte, más lírica, se sitúa en la atracción por lo exótico que los granes almacenes de la época crearon en el público: la belleza de los lugares lejanos, de Oriente, la arqueología que empezaba a desentrañar el pasado de la humanidad, así como en la evolución del urbanismo hasta la actualidad.

La segunda parte, más interesante para los propósitos del blog, «La calle de hoy», empieza con la renovación de París durante el Segundo Imperio llevada a cabo por el ya mentado barón Haussmann. Kahn ya deja claro, en su primera frase, que uno de los objetivos era impedir la defensa de las calles estrechas de los barrios medievales usando barricadas (algo que se usó durante la Revolución de 1848 que destronó a Luis Felipe). París se abrió a los bulevares, los tranvías, las avenidas de circulación rápida y las mercancías.

A partir de ahí, Kahn sueña con una ciudad utópica (que sitúa en el año 2000) en la que se ha creado una segunda París sobre la primera, a la altura del primer piso de cada edificio. Esta segunda calle está protegida por puentes y bulevares y lleva a la consecuencia de que los parisinos abandonen las primeras calles para transitar sólo las segundas, iluminadas con luces de gas y repletas de una arquitectura industrial de hierro y cristal que, con el paso del tiempo, queda cubierta de polvo y suciedad.

El comercio se concentra en un único punto; el resto de la ciudad queda como lugar hermoso, de paseo y solaz, repleto de jardines. Es un poco una vuelta al sueño de Ebenezer Howard de la ciudad jardín; o, como lo criticó años después Jane Jacobs: la ciudad de los que odian la ciudad. Surge un poco el modo de pensar funcionalista y racional de la época en el cual las ciudades aparecen como entes desordenados y caóticos y todo intelectual busca, precisamente, ordenarlo: un barrio para las letras, otro para el comercio, otro para tal fin, y el resto llenos de jardines por los que pasear. Es lo que llevará al racionalismo de Le Corbusier y la zonificación; algo que fue desgajando las ciudades durante buena parte del siglo XX y, sobre todo, entregándolas a la orgía de los vehículos de la que ahora, a principios del XXI, parece que las ciudades quieran huir.

El otro gran tema que recorre la descripción de las calles de Kahn es la aparición, policromática y estridente, de la publicidad. Calles hasta hace poco ocupadas por caballos y palanquines están ahora repletas de raíles para el ferrocarril, carruajes y hasta los primeros vehículos. Por doquier brotan las bocas de metro, tan características en París, anunciando la llegada del subterráneo. Pero, además, las calles se han llenado de carteles, de personas anunciando productos, de escaparates brillantes que procuran llamar la atención del paseante.

El horizonte ha cambiado. Los bulevares y avenidas se erizan por todas partes con marquesinas, con edificios necesarios y parásitos de la ordenanza general, y la tendencia va a aumentarlos. ¡Pues no vamos a disponer de baños públicos -o más bien de duchas-, en compartimientos, en forma de edículos!, y el Metropolitano va a trazar, en algunas plazas de París, hasta ahora de aspecto tan sobrio, el perfil moderno de los pequeños vestíbulos de entrada a sus estaciones subterráneas. (…)

Comparen el París por el que deambula Gerard de Nerval, su París de plazas nocturnas con alegros molinos montmartrenses, con este París de Zola en el que hormiguea (en El vientre de París y en otras novelas) un hervidero tan poderoso. (…) La enormidad de la ciudad, acentuada por todas las fábricas que le modelan cierta altura, se acentúa aún más por el galope de las fuerzas naturales; no es Babel lo que asciende, sino el Leviatán que corre en mil escamas, que se espejea a sí mismo en mil reflejos inmóviles. (p. 158-9)

Todo lo sólido se desvanece en el aire (IV): Baudelaire y la vida en la calle

Continuamos con la lectura de Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, de Marshall Berman. La primera entrada nos presentó la obra, un estudio sobre la dialéctica del proceso de la modernidad y la modernización; la segunda entrada se centraba en el Fausto de Goethe y su lectura como una tragedia del desarrollo y la tercera giraba sobre la obra de Marx y su impulso moderno.

En esta cuarta entrada avanzamos medio siglo en el tiempo y nos desplazamos a las calles de un París que está cambiando bajo las directrices del barón Haussmann; y veremos los efectos que esto supone en la ciudad y sus calles desde los ojos de un espectador extraordinario: Baudelaire.

Y sin embargo, una cualidad notable de los muchos escritos de Baudelaire acerca de la vida y el arte modernos es que el significado de lo moderno es sorprendentemente escurridizo y difícil de fijar. (p. 131)

La primera visión del modernismo de Baudelaire (Salón del 1846, El pintor de la vida moderna) presenta a la burguesía como una entidad capaz de revolucionar el mundo y de traer progreso; incluso como un desfile incesante de novedades y modas. Berman lo llama «las pastorales modernas de Baudelaire».

Baudelaire, muy sonriente.

Sin embargo, esta visión poco a poco va cambiando. Baudelaire añade a su percepción elementos fluidos («existencias flotantes») y gaseosos («nos envuelve y empapa una atmósfera»), tan propios de la definición de modernidad de la época y posteriores (Marx, Kierkegaard, Dostoievski, Nietzche) y que se condensan en el título de la propia obra, «todo lo sólido se desvanece en el aire». Benjamin, en su lectura de los poemas en prosa de Baudelaire, ya encontró las características de la modernidad.

Los escritos parisienses de Benjamin constituyen una memorable actuación dramática (…) Su corazón y su sensibilidad lo arrastran irresistiblemente hacia las brillantes luces, las hermosas mujeres, la moda, el lujo de la ciudad, su juego de deslumbrantes superficies y escenas radiantes; mientras tanto, su conciencia marxista le arranca insistentemente de estas tentaciones, le dice que todo este mundo refulgente es decadente, hueco, vicioso, espiritualmente vacío, opresivo para el proletariado, condenado por la historia. Toma reiteradas resoluciones ideológicas de abandonar las tentaciones de París, pero no puede resistirse a una última mirada al bulevar o a los soportales; quiere salvarse, pero no todavía. (p. 145)

Y entonces, «a finales de la década de 1850 y a lo largo de la de 1860, mientras Baudelaire trabajaba en El spleen de París, Georges Eugène Haussmann, prefecto de París y sus aledaños, armado de un mandato imperial de Napoleón III, abría una vasta red de bulevares en el corazón de la vieja ciudad medieval» (p. 149). Haussmann abrió París: derribó barrio tras barrio, expandió el comercio local, contrató a una enorme cantidad de trabajadores y creó unos anchos corredores por donde las tropas y la artillería podían desplazarse de un punto a otro de la ciudad.

Pero no sólo ellos: por primera vez, todos los habitantes de París podían desplazarse por toda la ciudad: «después de vivir como una yuxtaposición de células aisladas, París se estaba convirtiendo en un espacio físico y humano unificado» (p. 150).

Los bulevares de Napoleón-Haussmann crearon nuevas bases —económicas, sociales, estéticas— para reunir enormes cantidades de personas. Al nivel de la calle, estaban bordeados de pequeños negocios y tiendas de todas clases, y en todas las esquinas había zonas acotadas para restaurantes y cafés con terrazas en las aceras. Estos cafés, como aquel en que se ven los amantes y la harapienta familia de Baudelaire, pronto serán vistos en todo el mundo como símbolos de la vie parisienne. Las aceras de Haussmann, como los propios bulevares, eran enormemente amplias, bordeadas de bancos y árboles frondosos. [99] Se dispusieron isletas peatonales para cruzar más fácilmente las calles, para separar el tráfico local del interurbano y para abrir rutas alternativas de paseo. Se diseñaron grandes panorámicas, con monumentos al final de cada bulevar, a fin de que cada paseo llevara a un clímax dramático. Todas estas características contribuyeron a hacer de París un espectáculo singularmente seductor, un festín visual y sensual. Cinco generaciones de pintores, escritores y fotógrafos (y un poco más tarde cineastas) modernos, comenzando por los impresionistas en la década de 1860, se nutrirían de la vida y la energía que fluían por los bulevares. Hacia 1880, el modelo de Haussmann era generalmente aclamado como el modelo mismo del urbanismo moderno. Como tal, no tardó en ser impuesto a las ciudades que surgían o se extendían en todos los rincones del mundo, desde Santiago a Saigón. (p. 151)

En este contexto es donde Baudelaire escribe «Los ojos de los pobres». En él, una pareja de amantes está en un café de un bulevar, disfrutando de la novedad, cuando una familia de pobres se asoma desde el exterior del escaparate y contempla el interior. Con ilusión, sí, como una novedad; pero también como algo ajeno, algo que ellos, por ahora, no pueden disfrutar. El chico se maravilla de la ilusión en los ojos de la familia pobre; la chica los aborrece, porque le están estropeando la experiencia. Y él se da cuenta, entonces, del abismo que los separa, y la tarde se vuelve triste.

Por un lado vemos el nacimiento del espacio urbano moderno, con sus luces y su esplendor. Por el otro, la escena «revela algunas de las ironías y contradicciones más hondas de la vida moderna en la ciudad». «Los bulevares, al abrir grandes huecos a través de los vecindarios más pobres, permitieron a los pobres pasar por esos huecos y salir de sus barrios asolados, descubrir por primera vez la apariencia del resto de su ciudad y del resto de la vida. Y, al mismo tiempo que ven, son vistos: la visión, la epifanía, es en ambos sentidos.» (p. 153)

París, antes [XIR164992 Rue Traversine, from rue d’Arras, Paris, between 1858-78 (b/w photo) by Marville, Charles (1816-79); black and white photograph; Musee de la Ville de Paris, Musee Carnavalet, Paris, France; (add. info.: on the right: rue Fresnel); Giraudon; French, out of copyright]

«¿Cómo podrían los enamorados mirar a las personas andrajosas que aparecen súbitamente entre ellos? En este punto, el amor moderno pierde su inocencia. La presencia de los pobres arroja una sombra inexorable sobre la luminosidad de la ciudad.» Las posiciones de los enamorados reflejan las visiones políticas de la época: la de quien quiere que esos pobres puedan disfrutar de los mismos placeres que uno mismo, y la de quien quiere defender lo que tiene para que no se lo arrebaten.

Pero la disolución va más allá. Tal vez lo que separa y entristece a los amantes no es la disparidad de su visión; sino que, en el fondo, ambos comparten puntos de vista. «Tal vez, incluso cuando él afirma noblemente su parentesco con la familia de ojos universal, comparte los mezquinos deseos de ella de negar a los parientes pobres, de sacarlos de su vista y de sus pensamientos. Tal vez detesta a la mujer que ama porque sus ojos le han mostrado una parte de sí mismo a la que detesta enfrentarse. Tal vez la división más profunda no se dé entre el narrador y su amada, sino dentro del mismo hombre. Si esto es así, nos muestra cómo las contradicciones que animan las calles de la ciudad moderna repercuten en la vida interna del hombre de la calle.» (p. 155)

Y ahí ve Berman la modernidad: en el impulso contradictorio que nos impulsa, valga la redundancia. Viene a la mente la reflexión que hacía Harvey sobre la industria automovilística de Oxford: si debía pensar en todo el bienestar de los obreros del mundo, o centrarse en el bienestar de esos obreros que podían perder su trabajo, en el momento en que ambas son contradictorias (Espacios del capital).

En la siguiente escena, «La pérdida de una aureola», un transeúnte se encuentra a un artista que, al cruzar la calle, azotado por caballos y carruajes que corren de un lado al otro, pierde su aureola tras caer ésta al suelo y decide dejarla atrás, pues teme que si se pone a buscarla entre el barro lo acaben atropellando. Sin embargo, descubre que sin ella es mucho más feliz, pues puede ir a los arrabales y a todo tipo de lugares que antes le estaban vedados.

Como hacía Marx, Baudelaire trata aquí de la desacralización que trae la modernidad. Los bulevares se hicieron increíblemente amplios; nadie entendía por qué hasta que empezaron a ser recorridos a toda velocidad por caballos y carruajes. El pavimento que los recubría hacia que el paso de los caballos fuese ágil y sin fricción; pero ese mismo polvo flotaba en el aire en verano y se llenaba de barrio los meses de lluvia.

Por otro lado, los caminantes son ahora peones lanzados en medio de un tráfico rodado que cada vez tendrá más velocidad. Ante esta explosión de vitalidad, sólo hay dos opciones: caer derrotado o aprender a moverse entre ellas. Así, el hombre moderno no tiene otro remedio que aprender a esquivar el tráfico, a vivir con él, a mezclarse con él; lo que lo lleva a nuevas formas de libertad, expresión y vitalidad.

París, después. Añadan artistas y absenta a discreción.

El resultado del cociente, para Baudelaire, es positivo: se ha perdido la aureola, sí, pero a cambio se abre todo un sinfín de posibilidades. «¿Qué pasaría si la multitud de hombres y mujeres aterrorizados por el tráfico moderno pudiesen aprender a afrontarlo juntos? Esto ocurrirá sólo seis años después de «La pérdida de una aureola» (y tres años después de la muerte de Baudelaire), en los días de la Comuna de París de 1871, y nuevamente en San Petersburgo en 1905 y 1917, en Berlín en 1918, en Barcelona en 1936, en Budapest en 1956, nuevamente en París en 1968, y en decenas de ciudades de todo el mundo, desde los tiempos de Baudelaire hasta los nuestros: el bulevar se transformará bruscamente en el escenario de una nueva escena primaria moderna. No será la clase de escena que le habría gustado ver a Napoleón o a Haussmann, pero será no obstante una escena que su forma de urbanismo habrá contribuido a crear.» (p. 164)

Todo esto da paso a una reflexión sobre el urbanismo, a propósito del hecho de que ya no se dan encuentros como el de «Los ojos de los pobres». «Una de las grandes diferencias entre el siglo XIX y el XX es que nuestro siglo ha creado una red de nuevas aureolas para reemplazar las que Baudelaire y Marx arrebataron.»

Si describimos los complejos espaciales urbanos más recientes que podamos imaginar —todos los que se han desarrollado, digamos, desde el final de la segunda guerra mundial, incluyendo todas nuestras nuevas ciudades y barrios urbanos recientes— nos resulta difícil imaginar que los encuentros primarios de Baudelaire pudieran suceder aquí. Esto no es casual: de hecho, durante la mayor parte de nuestro siglo, los espacios urbanos han sido sistemáticamente diseñados y organizados para asegurar que las colisiones y enfrentamientos no tengan lugar en ellos. El signo distintivo del urbanismo del siglo XIX fue el bulevar, un medio para reunir materiales y fuerzas humanas explosivos; el sello del urbanismo del siglo XX ha sido la autopista, un medio para separarlos. En esto vemos una dialéctica extraña, en que una forma de modernismo se activa y se agota tratando de aniquilar a la otra, todo en nombre del modernismo. (p. 165; la negrita es nuestra)

Y aquí entra otra figura, la del arquitecto más influyente del siglo XX: Le Corbusier. Baudelaire presentaba dos vías para sobrevivir a la vorágine de la modernidad: transformar los «sobresaltos» en una forma nueva de arte que reúna a los hombres modernos o, soterrada entre sus palabras, «la protesta revolucionaria que transforma una multitud de soledades urbanas en un pueblo, y reclama las calles de la ciudad para la vida humana». Le Corbusier da un gran salto: tras describir el tráfico… se identifica con él. El hombre de las calles se convierte en el hombre del tráfico, de la vorágine, de la velocidad y el progreso: el hombre del coche.

El hombre nuevo, dice Le Corbusier, necesita «un nuevo tipo de calle» que será «una máquina de tráfico» o, para variar la metáfora básica, «una fábrica de producir tráfico».

(…) Del momento mágico de Le Corbusier en los Campos Elíseos, nace la visión de un mundo nuevo: un mundo totalmente integrado de altas torres rodeadas de amplias áreas de césped y espacio abierto —«la torre en el parque»— unidas por superautopistas aéreas y provistas de garajes subterráneos y arcadas con tiendas. Esta visión tenía un claro objetivo político, enunciado en las últimas palabras de Hacia una nueva arquitectura: «Arquitectura o Revolución. La Revolución puede ser evitada». (p. 168)

Si la tesis había sido que las calles (urbanas) pertenecían al pueblo, la antítesis propuesta por Le Corbusier es: «no hay calles, no hay pueblo.» (p. 168) Recordemos: la zonificación, de la que tantas veces hemos hablado (y que quedó claramente establecida en La carta de Atenas). Todo separado, cada función en su lugar y, uniéndolos, enormes autopistas. Erradicar por completo a los peatones, salvo en los lugares donde deben estar para su ocio: parques debidamente amaestrados o contemplando la vegetación que se alza entre las torres donde habitan.

«La trágica ironía el urbanismo modernista», concluye Berman, «es que su triunfo ha contribuido a destruir la misma vida urbana que esperaba liberar.» (p. 169)

La homogeneización («achatamiento», lo llama Berman) del paisaje urbano corresponde a la del pensamiento social. Por un lado ha surgido una corriente de «modernolatría», donde se pregona el triunfo de la técnica por encima de todo, que será capaz de aliviar todos los males (Le Corbusier, claro, Marinetti, Maiakovski, Fuller, McLuhan); por el otro, la «desesperación cultural» (Ezra Pound, Eliot, Ortega, Foucault, Arendt, Marcuse), para quienes «la totalidad de la vida moderna parece uniformemente vacía, estéril, monótona, «unidimensional», carente de posibilidades humanas: cualquier cosa percibida o sentida como libertad o belleza en realidad es únicamente una pantalla que oculta una esclavitud y un horror más profundos» (p. 170). Ambos frentes se pueden rastrear hasta Baudelaire; pero lo que sin duda estaba en el poeta francés, y no en los intelectuales nombrados, era la voluntad de luchar hasta la última de sus fuerzas «con las complejidades y contradicciones de la vida moderna».

Al menos en el campo del urbanismo, acabaría surgiendo un punto de luz esplendoroso que trataría de poner fin, o al menos daría voz, a una nueva forma de vivir la calle: nuestra querida Jane Jacobs.

Jacobs argumenta brillantemente, primero, que los espacios urbanos creados por el modernismo eran físicamente limpios y ordenados, pero estaban social y espiritualmente muertos; segundo, que eran solamente los vestigios de la congestión, el ruido y la disonancia general del siglo XIX los que mantenían viva la vida urbana contemporánea; tercero, que el antiguo «caos en movimiento» urbano era, de hecho, un orden humano maravillosamente rico y complejo, inadvertido por el modernismo sólo porque sus paradigmas de orden eran mecánicos, reductivos y superficiales; y, finalmente, que lo que todavía pasaba por modernismo en 1960 podría ser algo evanescente y ya obsoleto. (p. 171)

Airbnb. La ciudad uberizada, Ian Brossat

Ya hablamos anteriormente de la economía colaborativa y cómo, bajo este epígrafe a menudo disfrazado de «innovador y disruptor» se esconde, en realidad, la uberización de la economía: el surgimiento de una nueva modalidad de empresas que prácticamente no poseen inversión en infraestructura y donde toda la carga de ésta recae sobre los propios trabajadores, a menudo convertidos, voluntariamente o no, en falsos autónomos. Si bien el ejemplo clásico es Uber, la que está teniendo efectos verdaderamente devastadores sobre la morfología de las ciudades hoy en día es Airbnb.

Ésta es la tesis del libro Airbnb. La ciudad uberizada, del político francés Ian Brossat, teniente de alcalde de Vivienda, Emergencia habitacional y Vivienda sostenible en París. Brossat empieza su exposición hablando de los inicios de Airbnb. Antes que ésta, existió otra compañía, de hecho una página de internet americana, llamada Coachsurfing que proponía, desde 1999, poner en contacto a personas que ofrecían su sofá o una cama para que los viajeros pudiesen dormir en ellas. La filosofía que había detrás: el intercambio y el conocimiento entre personas, y la red funcionaba mediante un sistema de reputación donde otros huéspedes o viajeros habían dejado información sobre la persona que iba a venir a tu casa o sobre el lugar donde ibas a dormir. Airbnb hizo lo mismo, pero de pago. La idea surgió en San Francisco en 2008: durante los grandes congresos internacionales, la oferta hotelera no daba abasto (como sucedía, por ejemplo, en Bcn durante el Mobile), por lo que se ofrecieron a alquilar un colchón inflable (air bed) y a dar desayuno (breakfast): Airbnb.

Pronto se acogieron al mito americano de «empresa fundada en un garaje» que ha venido a revolucionar el mercado; pero Brossat denuncia, en primer lugar, que la mayoría de empresas de este tipo (GAFA y NATU) suelen provenir de Estados Unidos, donde los fondos de inversión campan a sus anchas y están ávidos de dar un nuevo pelotazo. Sin embargo, la publicidad de Airbnb se basa en ir contra las normas, hacer las cosas de otro modo, descubrir nuevos horizontes. Pero la realidad es que la base de Airbnb no son personas alquilando su habitación: «cerca de la mitad de la cifra de negocios de la plataforma procede de alojamientos puestos en alquiler por agencias o multipropiedades.» Además de los efectos que esto tiene en las ciudades, como veremos a continuación, hay otro detalle esencial: no pagan impuestos. Brossat explica, por ejemplo, un sencillo método (disponible en Francia; no sabemos si también en España) por el cual los propietarios pueden escoger una forma de pago que evade al fisco francés, por lo que las aportaciones en impuestos que paga Airbnb en Francia son ridículas (igual que Apple, Netflix, Amazon…). De nuevo, el rasgo de las empresas de la «economía colaborativa»: privatizar beneficios, socializar gastos.

Los efectos sobre las ciudades son demoledores: escasez de vivienda y uniformidad de la oferta. Alquilar un piso en el barrio de Notre-Dame 9 días al mes en la plataforma Airbnb es igual de rentable que alquilarlo todo el mes a un residente de la ciudad; por lo tanto, es lógico que los propietarios se decanten por la primera opción, además de los fondos de inversión y empresas inmobiliarias que desean esa gran rentabilidad. Eso convierte a la vivienda en un bien de lujo, en una inversión, además del lugar de residencia de las personas, por lo que también se da la situación de que grandes fortunas poseen pisos en París que sólo visitan unas pocas semanas al año, y mantienen vacíos el resto del tiempo. Como nos decía Raquel Rolnik, la vivienda se ha convertido en una especie de depósito de lujo: un ático en Park Avenue, los Campos Elíseos o Paseo de Gracia es una inversión que difícilmente va a perder valor.

Decenas de millares de residencias secundarias poco ocupadas se unen a un nicho de alrededor de 100.000 viviendas vacías y a las más de 20.000 viviendas ilegales alquiladas al año. Así que son alrededor de 250.000 viviendas parisinas las que ya no están ocupadas por familias que viven y trabajan en París; una cifra impresionante, que se corresponde con casi una vivienda de cada cinco. Centenares de miles de metros cuadrados de viviendas son desviadas de su primera utilidad. Y las solicitudes de viviendas sociales -cuya escasez produce rabia- no dejan de crecer. (p. 57)

Esto genera un proceso expansivo de expulsión: las personas con menos renta tienen que abandonar el centro debido a la escasez de viviendas, por lo que acuden a ciudades fronterizas; donde también sube el precio de la vivienda y también se da un proceso de expulsión, ya sea a otras poblaciones más lejanas o a barrios apartados de las principales vías de acceso a la ciudad, esto es, las carreteras o los medios de transporte públicos.

Pero además, los barrios cambian. Un barrio donde habitan, en general, residentes en la ciudad tendrá lavanderías, peluquerías, reparaciones de calzado y de llaves, todo tipo de tiendas; un barrio transitado, mayoritariamente, por turistas, tendrá, sobre todo, cadenas genéricas de supermercados donde puedan hacer la compra; tiendas de souvenires, de ropa, de cómics, si llega la tan temida gentrificación. Con la excusa del turismo y de aprovechar los beneficios que reporta, se pierden derechos laborales: se abren los comercios los domingos, se potencia el sector servicios, aumentan los trabajos precarios. En definitiva: la ciudad se prepara para personas que hacen estancias cortas, en vez de sus habitantes permanentes.

El otro gran tema es la pérdida de la identidad. No sólo la mayoría de inmuebles que oferta Airbnb son estéticamente similares (pese a que la empresa utiliza para sus anuncios lugares extravagantes, como cabañas de madera o faros lejanos, ni sus precios son asumibles para todos ni son lo que la mayoría acaba escogiendo), sino que los propios barrios se transforman para agradar a los turistas, ofreciendo un remedo de identidad totalmente artificial. Brossat se refiere a la «parisinidad»: escaparates modernos que imitan tiendas de antaño, los inevitables trozos de camembert o baguete, canciones de Edith Piaf… entramos en la hiperrealidad, el simulacro del que tanto hemos hablado.

¡Adivinen la ciudad!

El tercer capítulo del libro se centra en las resistencias ante Airbnb. Aquí, Brossat es optimista… pero priman las palabras del político que es antes que las del analista que ha sido hasta ahora. Hay resistencias, sí, y se están redactando leyes ante las prácticas de Airbnb, su precariedad, su abuso ante las leyes y el fisco estatales, la forma en que entorpece la vida de los vecinos; pero también existe una empresa lo bastante grande para saltarse todas esas leyes sin que las multas lleguen a afectarle. En el primer capítulo el propio Brossat explicaba los tejemanejes de los lobbistas de Airbnb por todo el mundo, especialmente en el Parlamento Europeo y sobre los ediles parisinos; por lo que las rendijas de esperanza que vislumbra, nos disculpará, pero no las compartimos tanto en el blog.

El último capítulo es una reflexión sobre el poder de estas compañías recién surgidas (incluye Google, Amazon, Apple, Facebook…) y la capacidad que tienen de obtener información nuestra mediante el big data. Algunas de ellas ya están ocupando espacio físico en las ciudades, como Amazon en Seattle; otras residen en Sillicon Valley, modificando su propio espacio. Pero todas tienden sus tentáculos, en forma de datos, de interés por las smart cities, de capacidad, incluso, de ayuda a la gestión de los conflictos urbanos. Para Brossat, se trata de una lucha entre el poder neoliberal y el derecho a la ciudad de Lefebvre. Veremos.

La ciudad de los 15′

“Este orden se compone de movimiento y cambio; y aunque estamos hablando de vida, y no de arte, podemos quizá, un poco caprichosamente, hablar del arte de formar una ciudad y compararlo con la danza. No una danza precisa y uniforme en la que todo el mundo levanta la pierna al mismo tiempo, gira caprichosamente y hace la reverencia en masa, sino un intrincado ballet donde cada uno de los bailarines y los conjuntos tienen papeles diversos que milagrosamente se refuerzan mutuamente y componen un conjunto ordenado.”

La cita anterior es de la página 85 de Muerte y vida de las grandes ciudades, de nuestra admiradísima Jane Jacobs. Ella llamará a este proceso el ballet de las aceras y hace referencia al devenir diario de una ciudad saludable, es decir, una ciudad donde su espacio público es de calidad y no un mero trámite que los ciudadanos deban recorrer en coche o transitando sus aceras vacías. Viene a cuestión esta cita por la propuesta que está desarrollando la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, basada en las observaciones del urbanista colombiano afincado en Francia Carlos Moreno.

La propuesta se denomina ciudad de los 15 minutos y, en esencia, propone que el día a día de los ciudadanos de París -por extensión, de toda ciudad- se lleve a cabo en una zona cuyo diámetro máximo sea el que se recorre a 15 minutos andando, en bicicleta o en transporte público. La excusa necesaria para la propuesta: el cambio climático, uno de cuyos factores principales es la movilidad de las personas usando el transporte privado, es decir, el coche. Y el momento perfecto: tras el confinamiento generado por el coronavirus, que ha puesto de manifiesta otras posibilidades, como las que ofrece el teletrabajo.

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En esencia, la propuesta no es otra que recuperar los barrios de toda la vida. Pero en estos tiempos de márqueting las ideas no se venden así, por lo que la ciudad de los 15 minutos se vertebra alrededor de tres pilares:

  • Cronourbanismo: Que el ritmo de la ciudad siga a humanos y no a autos.
  • Cronotopía: Que los metros cuadrados sirvan para muchas cosas distintas.
  • Topofilia: amar el barrio y hacer que nos guste vivir allí.

Dicho de otro modo: el cronourbanismo es seguir, por ejemplo, las propuestas de Jan Gahl en La humanización del espacio público: calles pensadas para peatones y no para vehículos, lugares donde sentarse y reposar, que inviten a ser transitados, llenos de otras personas; es decir, donde participar y observar el ballet de las aceras de Jacobs. La cronotopía es la diversidad de usos de Jacobs: que en cada calle existan dedicaciones múltiples: oficinas, comercios, colegios, bares y restaurantes; que estén a máxima capacidad a distintas horas, para que siempre haya gente, para que se mezclen los usos y los usuarios; para que el ballet tenga sentido y no sea un vulgar desfile militar donde todos marquen el mismo compás. El concepto de topofilia, sin embargo, es el que más nos cuesta de asimilar. Y volvemos a Jacobs para analizarlo.

La gente de una ciudad es móvil. Puede escoger cualquier cosa en toda la ciudad (incluso más lejos), desde un trabajo, un dentista, su ocio, los amigos, las tiendas, los espectáculos o, en algunos casos, las escuelas de sus hijos. Los habitantes de una ciudad no se encierran en el provincianismo de un barrio. ¿Por qué habrían de hacerlo? ¿La gracia de la ciudad no es la amplitud y riqueza de sus oportunidades? Ésta es precisamente la gracia de las ciudades. Más aún, esta misma fluidez de funciones y posibilidades de elección de los ciudadanos es precisamente el fundamente subyacente de la inmensa mayoría de las actividades culturales de una ciudad y de todo tipo de iniciativas.” (p. 147)

Dicho de otro modo: si vamos a habitar en un radio de 15 minutos… ¿para qué vivir en una ciudad?

La ciudad de los 15 minutos busca, en el fondo, una vuelta de tuerca al que ha sido el modelo imperante de gran parte del siglo XX, el racionalismo de Le Corbusier donde las zonas estaban separadas y las viviendas se convertían en grandes torres de hormigón cuyos cimientos quedaban deshabitados y carentes de espacio público, cedido al vehículo necesario para transitar de una zona a otra. En Estados Unidos se llamó suburbia, en Europa generó las ciudades del extrarradio y los grands ensembles franceses. Por ello, bienvenidas sean todas las propuestas que traten de devolver el espacio central de las calles a los peatones.

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Las propuestas concretas de esta iniciativa se traducen, según su promotor, Carlos Moreno:

La “ciudad de 15 minutos” en París comienza por hacer que las calles más importantes sean inaccesibles para vehículos de motor; convirtiendo las intersecciones actualmente obstruidas por el tráfico en plazas peatonales y creando “calles para niños” alrededor de las escuelas. Las calles peatonales o con tráfico reducido con vegetalización y diseño para estar allí, las calles para niños, sin tráfico automotor para prolongar las áreas de juego sin peligro y favorecer la actividad y encuentro físico. La escuela pública, un elemento estructurante de la República francesa, será la capital del barrio, como vector de transformación. Abrir las escuelas los fines de semana para transformar su uso, la creación de kioscos ciudadanos de proximidad como referentes de la presencia municipal, los platos artísticos, que pueden ser fijos o móviles para integrar la cultura urbana de proximidad, abrir la alcaldía con salas abiertas como lugar de estudio y encuentro, complementarias de los horarios de bibliotecas, el acompañamiento a las personas de tercera y cuarta edad para mejorar sus condiciones de vida, los centros Social Sport Club mezclando vida social y deportiva, el apoyo a los comercios de barrio con la creación de un establecimiento municipal gestionando su catastro y propiedad, un servicio municipal de policía sin armas letales, con paridad de género y formación para mediar y estar presente…

Motivos para estar a favor:

  • bienvenida sea toda promoción del espacio público;
  • peatonalización de arterías ahora entregadas al vehículo privado;
  • redes de proximidad;
  • iniciativas como huertas urbanas o comercio local, con capacidad para diluir la potestad globalizadora del capital y para crear redes sociales entre vecinos;
  • redescubrimiento de la zona donde uno vive.

Y otros que la iniciativa no tiene en cuenta:

  • sólo afecta a los residentes en la ciudad; ¿y todos aquellos que se desplazan a ella para trabajar, estudiar, disfrutar de su ocio?
  • por ahora sólo se centra en servicios públicos; pero los ciudadanos suelen desplazarse por motivos laborales o de ocio; ¿se va a incentivar a las empresas para que descentralicen sus sedes?
  • ¿qué sucede con los barrios centrales de las ciudades, cedidos al flujo de turistas?
  • Ojo a las posibilidades de gentrificación creciente que suponen estas iniciativas: espacio público de calidad supone aumento del precio de las viviendas en la zona.

Recreando los vínculos urbanos de proximidad, queremos favorecer toda clase de servicios que tienen una presencia física y representan una actividad económica y al mismo tiempo, son lugares de vida. Librerías, mercados, comercios, panaderías, toda clase de comercios, serán apoyados. La ciudad de París tiene una agencia que maneja su patrimonio inmobiliario dedicada a los comercios y actividades de servicios de proximidad, que será ampliada y reforzada para darle mayor impacto y amplificar estos servicios accesibles a los 15 minutos.

La cultura de los suburbios, Marc Hatzfeld

El 27 de octubre de 2005 estallaron unos disturbios en los banlieue, primero de París, luego de otras ciudades francesas, que consistieron en la quema de coches en las calles y en enfrentamientos entre la policía y los jóvenes de esos barrios, la mayoría de origen inmigrante. Las declaraciones de los políticos, tildando a esos jóvenes de delincuentes” o “escoria”, no sólo no ayudaron a amansar los ánimos sino que mostraron el poco entendimiento de la situación que tenían. Con motivo de aportar algo de luz al asunto, el sociólogo Marc Hatzfeld publicó en 2007 La cultura de los suburbios, un breve estudio donde se adentraba en los barrios periféricos, sobre todo, de París, con el objetivo de estudiar la cultura en la que viven sus habitantes.

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El estudio sigue los pasos de la metodología de la Escuela de Chicago: la percepción de que existe un lugar, los banlieue, donde la visión del mundo de sus habitantes es concreta y sigue unas directrices alejadas de la normalidad de los otros barrios de la ciudad. A diferencia de la Escuela de Chicago, sin embargo, Hatzfeld es consciente de dos hechos:

  • por un lado, las estrechas relaciones entre la cultura dominante y la cultura de los suburbios; la Escuela de Chicago comprendía cada barrio como una entidad independiente en sí misma que tarde o temprano se asimilaría a la cultura dominante, dejando paso a otras nuevas culturas recién llegadas que también, con el tiempo, se unirían a la americana, en un ciclo continuo, un crisol de culturas asimiladas similar al proceso evolutivo ecológico;
  • por el otro, la importancia del otro en la sociedad francesa, europea, occidental; la cultura de los suburbios se sabe cultura alternativa, marginada, ajena a la cultura dominante; se sabe excluida, y gran parte de su desarrollo se debe a ese hecho.

Gran parte del problema que llevó a los disturbios se debe a la propia creación de los banlieue franceses: como ya hablamos en su momento, la aparición del urbanismo, pasando por Le Corbusier, La Carta de Atenas y el racionalismo arquitectónico, encuentra en Europa una fórmula maestra para acomodar a los obreros de baja cualificación: grandes bloques de viviendas en las afueras de las ciudades. Los de clase media pueden permitirse o bien vivir en barrios más cercanos o en casas unifamiliares en las afueras, porque pueden permitirse el viaje en coche o en transporte público; las clases bajas, sin embargo, son exiliadas al extrarradio. Con la llegada de la inmigración en la segunda mitad del siglo XX, son estos quienes se convierten en la clase baja y los que acaban ocupando los banlieue; alejados de la capital por unos medios de transporte que a menudo les son infranqueables, incapaces de acceder a los lugares donde podrían obtener trabajo, limitados a unas escuelas donde se les da una formación que no los prepara para el que será su día a día en el futuro, su frustración crece. Este contexto es importante: no muy alejado, por ejemplo, del movimiento Black Lives Matter que se está dando actualmente en Estados Unidos y que también tiene sus raíces en la forma en que se ha forzado a vivir a las clases bajas, que tradicionalmente en el país americano han sido los negros.

A partir de ahí, el estudio de Hatzfeld llueve sobre mojado, lo que en inglés llamarían preaching to the choir: trata de convencer a los que ya están convencido, a los que son conscientes de la riqueza de esa cultura. Y la forma es mediante estudios sobre los hechos sociales y culturales de los barrios periféricos que van desde lo muy interesante hasta lo meramente anecdótico. Entre lo muy interesante, por ejemplo, destacamos:

  • las relaciones generacionales entre padres e hijos: a menudo los padres, incluso los abuelos, han formado parte del sistema, han prosperado en él, han conseguido casa, mantener a sus hijos, un algo de desarrollo; o no, han perdido ese trabajo, han sido maltratados, despedidos, lo que sea; pero en ambos casos tienen una fe en el sistema, en las posibilidades que éste ofrece, que los hijos no contemplan; ahí se desata una lucha generacional entre los que tienen fe y proponen seguir luchando y los jóvenes que ya han perdido toda esperanza y a los que no les queda más que la transgresión, la rabia, una lucha sin objetivos;
  • las redes de redistribución de la riqueza, basadas en la caridad y las ayudas sociales, de las que viven muchas familias y que sólo consigue perpetuar el problema de que los habitantes de los suburbios se vean como el otro, como alguien que depende del resto de la sociedad;
  • el papel de las redes de mujeres como mediadoras entre los barrios centrales y los periféricos.

“Las mujeres, a menudo menos reclamadas que los hombres por los apremios del trabajo, traban amistades y crean relaciones de aprecio recíproco que trascienden a las categorías y las culturas. Son menos sensibles que los hombres a las pertenencias, a los orígenes y a las fronteras levantadas sobre las bases de símbolos y principios. Tienen en común la responsabilidad de la formación de los niños y, pragmáticas, se encuentran delante del colegio para hablar de so, o para contarse sus preocupaciones cotidianas. Crean, de este modo, unas redes de conocimiento mutuo y las activan para transmitir informaciones o para facilitar la comprensión, ya sea entre familias, ya sea entre las instituciones y familias. (p. 85)

  • las redes de cortesía y urbanidad, más visibles en los barrios de los suburbios, donde existe más sensación de pertenencia, de que todos forman parte de algo común, sensación en general bastante desaparecida en la mayoría de los barrios centrales de la ciudad; mayor importancia de la comunidad frente a la sociedad, en el binomio tradicional de Tönnies.

En cambio, algunas otras de las observaciones de Hatzfeld son o anecdóticas o interesadas:

  • anecdóticas como la recurrencia a la vanne o la joute, que no son más que chascarrillos que se sueltan en entornos urbanos al paso de personas más o menos conocidas y que provoca un corrillo de risas soterradas, o las reuniones para bailar o dedicarse a cantar o rapear, como por ejemplo los grupos de cantantes de trap que se están generalizando en algunas ciudades españolas hoy en día y que no dejan de ser manifestaciones urbanas de aspectos culturales del momento;
  • o interesadas, como la distinción entre los apacibles burgueses, capaces de hundir profundas raíces genealógicas rectilíneas en la blanda tierra de unas historias sin historia y los pobres desclasados que deben huir, adaptarse a las manos de nuevos amos de la tierra hasta sugerir la aparición de dos clases totalmente opuestas, el malvado burgués sin problemas en la vida y el pobre inmigrante que lleva generaciones sobreviviendo y cuya cultura y conocimientos, ¡ay!, la clase dominante no puede apreciar. Flaco favor le hace Hatzfeld a su estudio cuando cae en esas apreciaciones.

Por lo demás, sin embargo, el libro acaba con una reflexión a reconocer la importancia de las culturas de los suburbios como algo subversivo, como una cultura opuesta a la dominante, a la general: los excluidos se saben excluidos, objeto de racismo, de prejucios, de dificultades por ser quienes son y venir de donde vienen; y por ello la cultura que generan y en la que habitan es una de transgresión, de burla, opuesta a la oficial; Lipovetsky destacaba que la cultura del humor en la Edad Media era de burla hacia los poderes, sátira hacia aquellos que dominaban el devenir del pueblo; algo similar sucede en estas culturas, que nos permiten contemplar, desde la otredad, otra perspectiva de las culturas dominantes en que habitamos la mayoría.

Finalmente, Hatzfeld lanza una invitación a dejar de contemplar estas culturas como algo ajeno que hay que integrar, que disolver en el crisol de la normalidad, para verlas como una oportunidad de ampliación de aperturas, de cambio, creatividad; y para ello la solución pasa por dejar de repartir ayudas en forma de caridad y empezar a invertir en ellos, en sus creaciones, sus decisiones, para que hagan con sus vidas lo que quieran y puedan; más o menos como hacemos todos.

[La cultura de los suburbios. Una energía positiva, de Marc Hatzfeld, 2006, título original: La culture des cités. Publicado por Editorial Laertes, 2007, traducción de Emili Olcina.]

Sociología Urbana 03: la era del urbanismo

Tercera entrada dedicada al libro Sociología Urbana: de Marx y Engels a las escuelas posmodernas, de Francisco Javier Ullán de la Rosa. La primera entrada trataba sobre los sociólogos precursores de la disciplina, la segunda sobre la Escuela de Chicago y esta tercera lo hará, especialmente, sobre urbanismo.

Hasta mediados del siglo XIX, el urbanismo planificado se había limitado al terreno de los grandes conjuntos y edificaciones de poder. En esa fecha, sin embargo, la necesidad de resolver los grandes problemas de hacinamiento, polución e insalubridad en que vivían los inmigrantes y obreros llegados a la ciudad al calor de las sucesivas revoluciones industriales requiere de la intervención de los poderes y las administraciones. «Preocupaciones higienistas y políticas son dos de los tres pilares que empujan al nacimiento del urbanismo. (…) El tercer pilar es la posibilidad, en aquella fase más madura del capitalismo, de convertir la construcción en un sector empresarial más» (p. 121), hecho que no fue posible hasta que hubo una base financiera lo bastante grande (que permitía enormes inversiones) y un mercado lo bastante rentable (es decir, una clase mediana extensa). A partir de ese momento, la construcción implementaría los desarrollos de la producción industrial para abaratar costes y aumentar beneficios:

  • economía de escala: es decir, construir barrios o poblaciones enteras, y no casas una a una;
  • racionalización: lo que requiere planificación urbanística, de las vías de acceso y comunicación, disposición de los edificios en función de sus usos;
  • estandarización;
  • avances científicos como, por ejemplo, el descubrimiento del hormigón armado.

Existirán tres grandes movimientos que tratarán de dar respuestas a las nuevas necesidades de la ciudad: los ensanches y la ciudad jardín, en un primer momento, y el racionalismo, algo más tarde. Veámoslos uno por uno.

Los ensanches son la primera respuesta racional a los problemas de hacinamiento en las metrópolis. Tratan de superar la caótica y enrevesada ciudad medieval, con su trazado de callejas complicadas y llenas de revueltas, por una cuadrícula ortogonal de grandes calles rectas, abiertas a los vehículos y atravesadas también por enormes avenidas. El primer ejemplo es Dublín, pero los que se han llevado la fama son París y Barcelona.

Sobre Haussmann y París hemos hablado innumerables veces; quería higienizar París, limpiar la ciudad de las luces, llenarla de lugares hermosos y racionales; también una vía de acceso para que las tropas militares llegasen fácil y rápidamente hasta los puntos donde los obreros se estuviesen revolucionando y una forma de evitar que formasen barricadas con los adoquines.

Con los ensanches aparece una de las formas de poder «totalitario» más potentes que ha conocido la historia: el poder de transformar «total y unilateralmente», sin contar con las sensibilidades de la población, el conjunto del entorno material. Un poder que emana en última instancia del Estado central, pero que es aplicado por toda una cadena de poderes intermedios -la mayoría de ellos no democrático- dotados, cada uno de ellos, de parcial autonomía y capacidad de decisión: el alcalde, el urbanista, el promotor inmobiliario, el arquitecto. (p. 123)

Las características esenciales del ensanche de París son sus avenidas, su ortogonalidad, su racionalidad y su completa ausencia de zonas de socialización como habían sido las plazas medievales, donde los ciudadanos podían encontrarse o montar mercados y negocios. Las únicas grandes plazas que Haussmann concedió a su diseño fueron las que gestionaba el tráfico rodado: plazas por las que no se puede pasear, sólo transitar. «Y como no se puede pasear, al espacio infrautilizado del centro se le encontrará otra función: la monumental, es decir, la publicitación del poder.» (p. 125)

Este momento quedó magníficamente retratado por el poema de Baudelaire El cisne, y la sociología urbana, en especial la francesa, no ha dejado de volver a él como uno de sus temas predilectos.

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Visión del diseño original del Ensanche barcelonés de Cerdà.

El otro ensanche famoso es el de Barcelona. Si el de París es famoso por su éxito, el de Barcelona, si acaso, lo es por su fracaso y por lo poco que tiene que ver con lo que diseñó originalmente su creador, Ildefons Cerdà, que fue, también, el inventor de la disciplina del «urbanismo». Cerdà propuso una trama ortogonal con jardines en el centro de cada manzana y construcciones sólo en dos lados paralelos, de forma que se dibujaban dos líneas de edificios a cada lado de un jardín y separadas de la siguiente manzana por la calle. Además, tuvo la genial idea de dotar a las cuadrículas de chaflanes, es decir, esquinas redondeadas, que no sólo mejoraban enormemente el tráfico sino que también se han convertido en espacios perfectos para la socialización de la ciudad.

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Resultado final. Jueguen a las 7 diferencias.

La intención de Cerdà era permitir una vida con vegetación y aire libre para todos, basado en sus ideas socialdemócratas; la realidad y las ansias de obtener réditos acabaron convirtiendo su proyecto en islas prácticamente cerradas, como mucho con un espacio diminuto por el que acceder a un jardín interior, rodeadas de grandes bloques de pisos.

La otra gran forma que adoptó el urbanismo en su afán de ofrecer viviendas a las clases medias y bajas fue la ciudad jardín. Surgida de una visión romántica de las casas veraniegas donde los nobles se dedicaban a cazar y descansar en plena campiña, adoptó la idea a todos los bolsillos y la fue reconvirtiendo en casas aparceladas a menudo alejadas de la ciudad. La llegada del ferrocarril y la extensión de grandes vías que permitían el acceso rápido al centro de la ciudad supuso el desarrollo de este tipo de urbanismo, que halló su suelo más fértil en Estados Unidos.

Por ahora, seguimos en Europa, sin embargo, donde las primeras ciudades jardín se llevaron a cabo en Inglaterra de la mano de la extensión de las vías de ferrocarril. Ya no tenían nada que ver con las grandes mansiones de la nobleza, sino que iban desde casas más o menos grandes hasta su mínima expresión, las terraced houses (terraced porque sus aspiraciones a jardín habían quedado reducidas a un pequeño patio no mucho más grande que una terraza). Se trataba de barrios planificados y construidos por una única promotora, con dimensiones adecuadas al poder adquisitivo de sus futuros propietarios, y a menudo en las zonas que ocupaban o iban a ocupar nuevas estaciones del ferrocarril.

En Francia las ciudades jardín tuvieron un cariz más obrero o social; por un lado encontramos las que se forman alrededor de una fábrica para permitir a los obreros vivir más cerca del trabajo. Se consideraba que los obreros, a diferencia de los burgueses, no tenían necesidad en absoluto de acceder a la ciudad, por lo que les bastaba disponer de sus hogares cerca del trabajo y, además, se les cortaba el contacto con los obreros de la ciudad, con lo que se erradicaba el problema del virus marxista o la aparición de revueltas populares. El otro frente que adoptaron las ciudades jardín en Francia fueron las sociales, siguiendo la estela de los postulados de Le Play, pero también formadas con un fuerte acento paternalista.

Otra rama que tuvo cierto éxito en Inglaterra fue la de la cooperación, es decir, constuir una ciudad jardín de forma cooperativa. Hubo iniciativas, pero donde de verdad triunfó esta iniciativa fue en los bloques de pisos de Nueva York, muchos de los cuales siguen existiendo bajo ese régimen. La iniciativa social de las ciudades jardín, sin embargo, tuvo un enorme éxito como modelo teórico bajo la visión de Ebenezer Howard con su celebérrimo libro Garden Cities of To-morrow (1902). Como bien se encarga de demostrar Ullán de la Rosa, Howard no fue el precursor ni de las ciudades jardín ni del urbanismo socialista que yacía tras ellas; sin embargo, sí que fue el que se llevó la fama y a su nombre ha quedado asociado el concepto.

La novedad de la ciudad jardín de Howard es que la usaba como herramienta de reforma social y como propuesta para unir lo mejor de las dos formas de vida (campo y ciudad) y eliminar de un plumazo muchos de sus inconvenientes. Howard proponía que un grupo grande de personas se uniese en régimen de cooperativa y construyesen una ciudad jardín (de dimensiones determinadas, un máximo de 30 mil personas) alrededor de un centro comercial gestionado por ellos y rodeado de campos de cultuvo y de un cinturón exterior de industrias. Los trabajadores estarían cerca de la industria, por lo que ahorrarían tiempo en desplazamientos; podrían alimentarse directamente de los productos cosechados en la ciudad, que serían mucho más baratos al ser de proximidad, y obtendrían plusvalías tanto de la venta de las viviendas como del alquiler del espacio a las industrias. Con ello, y en poco tiempo, podrían financiar la ciudad y obtener rédito de ella para gestionarla; los obreros pasaban a ser propietarios en un régimen de cooperativa. Cada ciudad se entendía, no como extensión de una metrópolis, sino como ente independiente que se iría relacionando con las ciudades jardín que fuesen apareciendo alrededor.

No suena mal; pero la ausencia de financiación y el poco interés que suscitó en los empresarios condenaron los pocos intentos que se llevaron a cabo a ser un foco de clases medias y acomodadas con cierto aire bohemio.

Donde la ciudad jardín halló su más fecunda visión fue en Estados Unidos, donde la capacidad de los planes urbanísticos para decidir los usos del suelo era prácticamente un tema tabú. Por ello, los suburbs a las afueras de las ciudades con casas individuales, valla blanca y familias similares fueron brotando como setas por todo el territorio y convirtiéndose en el sueño de propiedad de toda una clase media sobreextendida. El ejemplo típico es Levittown, pero multitud sirven.

Europa, en cambio, «endeudada hasta las cejas por el conflicto [bélico, la Segunda Guerra Mundial] y destruido buena parte de su parque inmobiliario, no podía darse el lujo de construir vivienda unifamiliar» (p. 172). Por ello, y añadiendo el incipiente movimiento racionalista de Le Corbusier y los suyos con La carta de Atenas, acabó generando bloques y bloques de pisos en las afueras de las ciudades, alejados de todo, carentes de los mínimos servicios básicos y donde ir alojando a las progresivas oleadas migratorios que iban llegando al país. Especialmente notorios son los casos de los banlieus de París (precisamente el nombre, banlieu, siginifica «alejado una legua del ban«, que es la zona donde reside la población; de ahí bandido, por ejemplo, el que agrede al ban, o el inglés to ban, desterrar).

Estos fueron los tres grandes frentes urbanistas. De todos ellos, los que más éxito tuvieron fueron los suburbs americanos y las ciudades satélite (en las muchas versiones a lo largo y ancho del continente europeo: desde las ciudades satélite españolas o inglesas hasta los los grands ensembles franceses). Y precisamente en ellos se centraron los estudios sociológicos de la fecha.

La ausencia de barreras entre las casas pudo tener dos efectos de naturaleza contraria: favorecer la socialización, reconstruir el sentido de comunidad perdido en los más alienantes bloques de apartamentos del downtown (un rasgo posmoderno) o mejorar la eficacia policial y aumentar el control social (un rasgo moderno), obligando a sus habitantes a autodisciplinarse por temor al qué dirán o al qué me harán (un rasgo incluso premoderno). (p. 177)

Otras características de los suburbs americanos:

  • densidades bajas;
  • estandarización de las tipologías constructivas;
  • red viaria jerarquizada, desde la calle privada sin salida hasta las grandes autopistas de conexión; lo que supone facilidad para el control social, pues basta con controlar la principal vía de acceso y se controla toda la ramificación del suburb;
  • zonificación extrema: sólo hay viviendas, los servicios y zonas de trabajo están a una distancia tal que hay que recorrerla en coche;
  • deficiente transporte público, lo que supone dependencia total del vehículo;
  • grandes centros comerciales con enormes zonas de aparcamiento como únicos lugares de socialización y consumismo;
  • por primera vez en la historia de Estados Unidos, se consigue una identidad racial pancaucásica donde uno ya no es irlandés, italiano o alemán sino white american; porque, recordemos, en general los negros tenían el acceso vetado al suburb al tener limitado el acceso al crédito necesario para adquirir una casa en ellos.

La prosperidad ofrecida por el impulso económico de las siguientes décadas, en el país vencedor de la guerra, permitió reemplazar las subculturas étnicas previas por una nueva cultura estandarizada de consumo de masas, fundada en una nueva forma ética que combinaba, de forma sin duda original, la vieja ética puritana del trabajo con una nueva tendencia a la satisfacción hedonística inmediata y cuyos iconos eran la propia casa, el coche, la televisión y las vacaciones y su templo el shopping mall, el gran centro comercial. […] El centro comercial era una nueva forma histórica de ágora en la que el espacio público había quedado privatizado por el capital y sometido a una disciplina multívoca: dirigismo (era la compañía propietaria quien decidía dónde emplazar la plaza, sus características físicas y sus reglamentos, sin consultar con los ciudadanos), estandarización y control. A cambio, el shopping mall ofrecía seguridad total (cero carteristas, cero posibilidades de agresión física o sexual), la ilusión de una sociedad diseñada a medida, continuación de la del área residencial (sin mendigos, sin prostitutas, sin excrementos de perro o basura en los inmaculados pasillos interiores que ahora sustituían a las calles) y el confort moderno de un ambiente artificial sustraído a las inclemencias del tiempo y a las limitaciones del ciclo lumínico natural (…)

 

«Los americanos empiezan a definirse y realizarse no por lo que eran previamente sino por lo que consumían o por sus expectativas de consumo futuro.» Consumo que en los suburbs se produce a la vista de todos, estimulando la tendencia a la homeostasis social y potenciando exponencialmente el consumo (si todos los vecinos lo tienen, uno tiene que tenerlo también). El torrente de crédito fácil de la época, ayudado por los prejuicios de una ética social donde la pobreza se debía a la raza o a la incapacidad personal (el loser) lleva a una cultura profundamente hedonista pero también mucho más controlada socialmente, lo que redujo significativamente las tasas de criminalidad (que, por el contrario, subían en los guettos de las ciudades de forma abrumadora).

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Los habitantes de los suburbios (recordemos que la palabra significa algo distinto en español, por eso a menudo la usamos en inglés) no percibían la pobreza ni las disfunciones del sistema, porque los descastados no tenían acceso a sus zonas; por ello se fue desarrollando una cultura familiar, conservadora, extramoralizada, donde los jóvenes no tenían lugar donde esconderse de la mirada de sus padres y donde las esposas tenían especialmente difícil la infidelidad, porque estaban todo el día controladas por los vecinos (de ahí el mito del lechero o el cartero, porque eran los únicos varones que tenían un motivo legítimo para entrar en sus casas; en cambio los maridos, con sus viajes al exterior, tenían pleno acceso al adulterio); pero no sólo eso, la sociedad del suburb tenía opiniones sobre todo, los alcohólicos, los poco trabajadores, los que no asistían a misa lo bastante… creando una sociedad totalmente homogénea.

Algunos sociólogos lo vieron como el paraíso creado en la tierra; otros, los más críticos, como la manifestación del infierno, un horror artificial que escondía cualquier alternativa u otredad. Por ejemplo, Gordon en 1960 ponía de manifiesto el duro papel de las mujeres, con una carga extra de trabajo al tener que hacerse cargo de un hogar mayor que el de las ciudades y sin contar con una red familiar de apoyo para, por ejemplo, criar a los hijos. De hecho, Gordon creyó encontrar en el suburb el origen de las condiciones ecológicas particulares para una mayor incidencia de ciertas patologías psiquiátricas, como la depresión entre las mujeres. Lewis Mumford, con la publicación en 1961 de La ciudad en la historia, carga también contra las condiciones de los suburbs.

El otro gran foco de la sociología urbana de esta época se da en Francia, de la mano del considerado como miembro fundador de la sociología urbana en el país galo, Paul Henri Chombart de Lauwe, y tiene como objeto la otra forma de urbanismo que hemos recorrido: los grands ensembles. Un estudio similar al que llevaban a cabo los de la Escuela de Chicago muestra un París separado en nichos burgueses u obreros algo más difusos que en la ciudad americana; el componente racial está (por ahora) fuera de la ecuación. En siguientes estudios, Chombart describe la clase obrera al mismo tiempo como «un grupo construido por las relaciones de producción (y definido por la pobreza material) y como un grupo subcultural con estilo de vida y valores propios».

La sociología francesa no está formada por académicos burgueses alejados de la clase obrera, como en Chicago, sino por gente que viene de un entorno decididamente crítico con el sistema y que muchas veces le ha presentado batalla. El siguiente trabajo de Chombart, Famille et habitation (1960), analiza tres polígonos de viviendas (grands ensembles), uno de ellos la Cité Radieuse de Nantes, del propio Le Corbusier, y constata que dichos barrios no tienen nada de radiante, en lo que es la primera crítica potente al sistema del racionalismo. Los grands ensembles ejercen una nueva forma de violencia sobre los obreros al alejarlos de sus redes sociales vitales, de su entorno espacial, exiliándolos a un entorno aséptico y carente de sentido, homogéneo y mal comunicado con el centro (salvo para los que dispongan de coches). Chombart, que acuña el término ciudad dormitorio (banlieu dortoir) será también el primero en hablar de la alienación espacial que sufren los obreros, desplazados a un nuevo entorno. Constata, también, que los habitantes de los banlieus los contemplan como algo temporal, como una fase intermedia hasta que consigan su propia vivienda unifamiliar suburbana; por ello, ya avanza que se pueden convertir en guettos hipercriminalizados, como había sucedido en los barrios semiabandonados del interior de las ciudades norteamericanas. El futuro le dará la razón, aunque los que sufrirán esa espiral de decadencia no serán los obreros franceses sino sus sustitutos, «la subclase étnicamente marcada de los inmigrantes».

Las conclusiones de ambos sociólogos, los que estudian los suburbs y los que estudian los grands ensembles, son similares: desarraigo, alienación, exilio de las redes familiares y sociales que se habían establecido en la ciudad, progresiva destrucción de la conciencia y la solidaridad de clase, producida por el desarraigo de la ausencia de estas redes… De aquí surgirá El derecho a la ciudad (1968) de Lefebvre, aunque lo veremos en el siguiente capítulo.

El final del capítulo lo dedica Ullán de la Rosa a analizar la Tercera Generación de la Escuela de Chicago, que desarrollan la Nueva Ecología Urbana (Human Ecology. A Theory of Community Structure, Amos Hawley, 1950) que trata «cómo las poblaciones humanas se adaptan colectivamente al ambiente», huyendo de motivacioners o valores individuales y basado en cuatro conceptos clave:

  • interdependencia entre los distintos grupos, en forma de simbiosis (relaciones complementarias entre grupos diferenciados) o comensalismo (agregación de grupos iguales). La primera la llevan a cabo los grupos corporativos (la familia, por ejemplo, o las asociaciones de vecinos) y la segunda los categoriales (los sindicatos, por ejemplo).
  • función clave, ya que ciertas unidades tienden a desarrollar una función más importante que otras en el proceso de adaptación al ecosistema. La función clave en el ecosistema capitalista es desempeñada por la industria y el comercio.
  • diferenciación funcional, muy baja en sociedades cazador-recolector, elevadísimas, potencialmente ilimitadas, de hecho, en la sociedad capitalista de la altra productividad.
  • dominación: las posiciones dominantes en el sistema las desarrollan quienes llevan a cabo la función clave, es decir, en el caso de Estados Unidos, las empresas privadas.

A través de la dominación, Hawley vuelve a la ciudad: el dominio que ejercen los agentes económicos no se expresa solo en el terreno político sino también en el espacio, ocupando la centralidad de las ciudades.

Como destaca Ullán de la Rosa, sin embargo, la Nueva Ecología Humana es una variante de la escuela funcionalista que primaba en la sociología americana del momento.