Chavs. La demonización de la clase obrera, escrito por el joven británico Owen Jones en 2011 (Capitán Swing, 2013, traducción de Íñigo Jáuregui Eguía) trata un tema del que leímos hace poco en palabras de Loïc Wacquant al hablar de la gentrificación: la progresiva desaparición de la clase obrera. Wacquant atribuía este hecho a la desindustrialización y el trasvase del empleo en la industria al sector terciario, así como la universalización de la educación, entre otros; la consecuencia es que, hoy en día, nadie se considera a sí mismo un obrero.

El pistoletazo de salida del libro de Jones fue otro: en una reunión con sus amigos, todos ellos progresistas de clase media, uno hizo un comentario denigrante respecto a los chavs (algo así como una subcultura o subespecie dentro de la clase trabajadora: jóvenes sin formación ni futuro, ataviados con chándal, que desprecian las normas sociales y viven de subvenciones, según la creencia popular) y el resto, más allá de afearle ese comentario, rieron con él. Eso extrañó a Jones: si el comentario despectivo hubiese sido sobre los gays, los negros, los judíos o cualquier otro grupo social, el resto lo habría censurado; pero, de algún modo, humillar a los chavs estaba permitido.
No es un caso aislado. El desprecio hacia las clases inferiores ha ido creciendo con el tiempo. Nuestra sociedad premia cada vez más una supuesta meritocracia en la cual los triunfos y los fracasos son el resultado de las acciones individuales de cada uno. Jones critica que, si la mayoría de sus amigos era de clase media, se debía a que habían podido acceder a unos buenos estudios (en general, en la educación privada), a unas buenas universidades, habían tenido tiempo para hacer prácticas no remuneradas mientras sus familias de clase media los mantenían. Es decir: su éxito como individuos era un reflejo de las circunstancias de su clase.
Pero el asunto va más allá de la desigualdad. En la raíz de la demonización de la clase trabajadora está el legado de una auténtica lucha de clases británica. El ascenso al poder de Margaret Thatcher en 1979 marcó el comienzo de un asalto total a los pilares de la clase trabajadora británica. Sus instituciones, como los sindicatos y las viviendas de protección oficial, fueron desmanteladas; se liquidaron sus industrias, de las manufacturas a la minería; sus comunidades quedaron, en algunos casos, destrozadas y nunca más se recuperaron; y sus valores, como la solidaridad y la aspiración colectiva, fueron barridos en aras de un férreo individualismo. Despojada de su poder y ya no vista como una orgullosa identidad, la clase trabajadora fue cada vez más ridiculizada, menospreciada y utilizada como chivo expiatorio. Estas ideas se han impuesto, en parte, por la expulsión de la gente de clase trabajadora del mundo de la política y los medios de comunicación. (p. 19)
Si el objetivo original de las reivindicaciones obreras era mejorar las condiciones de todos ellos, como clase, el objetivo actual ha pasado a ser abandonar, de modo individual, la clase obrera para convertirse en clase media. Y, de nuevo: la pobreza o la ausencia de vivienda no se perciben como problemas sociales estructurales, sino como carencias de la personalidad individual.
El distinto trato que se le dio a dos hechos aparentemente similares le sirve a Jones para reflexionar sobre el periodismo. Dos niñas pequeñas, Madelaine McCann y Shannon Matthews, fueron raptadas con un año de diferencia. La primera en mayo de 2007, en el Algarve portugués; la segunda, en mayo de 2008, en Dewsbury, al este de Yorkshire. La primera recibió una enorme atención periodística; de hecho, más de una década después, el tema aún da titulares. La segunda recibió poco menos que unas semanas de titulares. Aunque Jones obvia el hecho de que la primera fue raptada en otro país y el caso pintaba bastante turbio, sí que señala que los periodistas, en general, son mayoritariamente de clase media, la misma que los padres de Madelaine. Para ellos era mucho más natural sentir empatía por el matrimonio elegante y bien vestido que por la madre de Shannon, una mujer de clase baja, con ropas gastadas, mal peinada y con gran cantidad de hijos de distintos padres.
Ningún titular habló, por ejemplo, de cómo los vecinos de Shannon se habían organizado para llevar a cabo la búsqueda de la niña y ayudar a la madre; ni de los panfletos que publicaron tras hacer una colecta, ni, en definitiva, de las redes vecinales y comunales que suelen ser habituales en los barrios de clase obrera. Al contrario: se dio por sentado que la madre era una mujer disfuncional, que se alimentaba de subsidios y tenía hijo tras hijo por los que se despreocupaba totalmente. «Más de la mitad de los cien periodistas más influyentes [en Gran Bretaña] se educaron en un colegio privado, una cifra que es incluso mayor que hace dos décadas. En marcado contraste, sólo uno de cada catorce niños en Gran Bretaña comparte este origen.» (p. 41)
La propia estructura de la comunidad en la que habitaba Shannon le sirve a Jones para tratar el tema de la vivienda pública, algo que ya leímos en La guerra de los lugares de Raquel Rolnik. Si durante el siglo XIX y la primera mitad del XX, el tema de la vivienda era una responsabilidad social y, por lo tanto, el Gobierno debía ocuparse de ella, a mediados de los años sesenta esta visión fue cambiando. Se redujo enormemente la inversión en viviendas sociales, se dejaron de construir y se concedieron créditos a un bajo interés que permitieron a las clases superiores dentro de la clase obrera convertirse en propietarios.
Cuando los años setenta llegaban a su fin, antes de que el Gobierno de Thatcher pusiera en marcha el plan de «derecho a compra», más de dos de cada cinco de nosotros vivíamos en viviendas sociales. Hoy la cifra está más cerca de uno de cada diez, la mitad de los cuales son inquilinos de asociaciones y cooperativas de viviendas. (p. 49)
Es algo muy similar a lo que sucedió en Estados Unidos (la famosa «huida blanca»): se financia la adquisición de vivienda privada, a la que acceden las clases medias y el estrato superior de la clase obrera (aunque en Estados Unidos se tradujo en casas en propiedad para los blancos y ayudas al alquiler para los negros, que se veían condenados a permanecer en los mismos barrios, cada vez más convertidos en guetos); se refuerza la ideología de la propiedad privada, se consigue que la sociedad sea algo más conservadora (por definición es más conservador quien tiene una gran inversión en un lugar concreto que quien puede cambiar de alquiler, por ejemplo) y se crean guetos donde viven los que no pueden acceder a esta rueda de molino.
Todo esto, claro, tiene que ir acompañado de la adecuada estigmatización por parte de los medios. Es el mismo proceso que ya hemos visto en los barrios gentrificados: se permite escapar a todos aquellos con un nivel medio y a los que quedan, de nivel adquisitivo bajo, encerrados en un barrio sin inversiones ni servicios, se los acusa de vagos, maleantes, desviados, pervertidos. De un lugar tan alejado de la media que no merece ni luchar por él. «Fue en los años 80 cuando los barrios de protección oficial se crearon mala fama de decrépitos, peligrosos y extremadamente pobres: exageraciones, en parte, y lo que hubiera de cierto era el resultado directo de las políticas gubernamentales» (p. 81).
Pero los años 80 no sólo supusieron el paso de la población inglesa de viviendas oficiales a la compra de sus domicilios: también una enorme reducción de los impuestos a las personas con mayor renta adquisitiva. Las tasas del 83% sobre los ingresos en conceptos de salario y del 98% sobre los rendimientos del capital se redujeron al 60%, los impuestos de sociedades pasaron del 52 al 35%. La City era la gran estrella de Gran Bretaña, un entorno de ricos y grandes empresas que cada vez acumulaban más dinero y que, con las progresivas reducciones de impuestos y liberalización del comercio, aún acumularían más. Por el lado opuesto, y para aumentar la recaudación de los gobiernos, se aumentaban los impuestos no progresivos, como el IVA, que repercuten con mucha mayor fuerza sobre las clases bajas.
Además: se demonizó a los delincuentes, a los drogadictos, prostitutas; el crimen siempre era el resultado de una acción individual, no la consecuencia de una situación determinada. Se aumentó el poder de la policía y las penas por determinados crímenes, se restringió la capacidad de captación, huelga y maniobra de los sindicatos y, por supuesto, se eliminó una enorme parte de la industria de las islas.
En solo una década o así, el thatcherismo había cambiado completamente el modo en que se veía la clase. Se adulaba a los ricos. Ahora se animaba a todos a ascender socialmente y a definirse por cuánto poseían. Los pobres o desempleados solo podían culparse a sí mismos. Los pilares tradicionales de la clase obrera británica se habían hecho añicos. Ser de clase obrera ya no era algo de lo que enorgullecerse, ni mucho que celebrar. Los viejos valores de la clase obrera, como la solidaridad, fueron sustituidos por un feroz individualismo. (p. 91)
«De la «sal de la tierra» a escoria de la tierra» (p. 92).
«Con tanta confusión sobre la clase social, ¿qué significa ser de clase trabajadora?», se pregunta Jones algo más adelante. Unas décadas atrás se definía por la sensación de pertenencia: uno nacía obrero y, aunque alcanzase mejores cotas de bienestar, podía seguir identificándose como un obrero. A medida que se han ido cerrando las fábricas y se ha desplazado el trabajo hacia sectores terciarios, esta sensación se ha perdido, amén de la progresiva debilitación de los sindicatos o la disgregación a que obliga el precio de las viviendas. Tampoco criterios como el salario sirven para clasificar quién es o deja de ser obrero; en época de burbuja inmobiliaria, por ejemplo, ganaba mucho más un albañil o yesero que un médico por cuenta ajena. Entonces, ¿es el criterio de posesión de los medios de producción?
El importante matiz que hay que añadir es: no sólo los que venden su trabajo, sino los que carecen de autonomía o control sobre ese trabajo. Tanto un catedrático como el empleado de una tienda deben trabajar para sobrevivir, pero un catedrático tiene un poder enorme sobre su actividad cotidiana, y un dependiente no. (p. 177)
Sea como sea, y sin que la definición acabe de ser satisfactoria, en Gran Bretaña hay «más de ocho millones de trabajadores manuales y otros ocho millones que son administrativos, secretarias o tienen otros empleos de servicio al consumidor»; y esta cantidad, que suma más de la mitad de la población activa, son obreros, aunque no se use esa palabra.
Se da otro factor en el empleo: cada vez hay extremos más abombados y menos espacio en el centro. Existen grandes directivos y ejecutivos con sueldos que no dejan de crecer y empleos manufactureros mal pagados que van siendo progresivamente substituidos por trabajos peor pagados en el sector servicios; Jones lo llama «economía tipo reloj de arena».
En 1979, Gran Bretaña era una de las sociedades más igualitarias de Occidente. Después de tres décadas de thatcherismo, ahora es una de las menos igualitarias. Londres es una de las ciudades con más desigualdades del planeta: el 10% más pudiente acumula 273 veces más riqueza que el 10% más pobre. No es como París, donde los ricos se concentran en el centro y es más probable encontrar a los pobres en la banlieu. En Londres, los ricos y los pobres pueden vivir casi uno encima del otro. Los menos afortunados pueden ver a diario lo que nunca tendrán. (p. 339)
Es por ello que los disturbios de ese año, como sucedió con la quema de coches en París o con tantos otros a lo largo de Europa, ocasionados por una juventud frustrada por la crisis-estafa de 2008, sin un futuro a la vista, sin capacidad para huir de su situación, se dedicaran a saquear las tiendas en las que podían conseguir este tipo de objetos: bambas de marca, ropa deportiva; lo que anhelan pero no pueden conseguir en el día a día.
Chavs. La demonización de la clase obrera acaba con una nota de esperanza; no en vano, 2011 fue un año de protestas y de movilizaciones: las primaveras árabes, los indignados en España, Occupy Wall Street y tantos otros; una década después, sin embargo, parece que los efectos de todo aquello fueron bastante limitados en el tiempo.
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