Decía Félix de Azúa en La arquitectura de la no-ciudad que cada ciudad ha encontrado un arte determinado que la represente de forma perfecta. La ciudad renacentista, con sus líneas y su perspectiva, quedó retratada en los cuadros de la época, puesto que era un objeto de arte, pensado para ser contemplado (como diría Lefebvre: producido). La novela ya se interesa desde sus inicios por el viaje y la descripción de lugares distintos, pero no destaca la ciudad como un lugar específico. Según Félix de Azúa, es con Jane Austen cuando la novela entra en la ciudad (aunque el mal habita en ella y el bien reside en el exterior). Luego llegaría la época dorada en que la novela y la ciudad van a la par: la era de los tranvías, la luz de gas, la muchedumbre y la modernidad (de la que hablaba Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire). Llegan entonces Dickens, Dostoievsky, Balzac, Galdós y tantos otros. Luego el espacio a representar se vuelve tan complejo y abrumador (la relatividad de Einstein, el principio de incertidumbre de Heisenberg) que la ciudad sólo puede ser aprehendida por el montaje o el collage; y surge el cine, el arte de la ciudad industrial, una yuxtaposición de imágenes dispersas que refiere al trabajo proletario y las experiencias de los habitantes de la gran ciudad (lo que nos lleva al Simmel de «Las grandes urbes y la vida del espíritu«).
Si hay una ciudad que representa este cambio mejor que ninguna otra es, sin duda, París. Por sus calles pasarán los artistas que escribirán, fotografiarán o pintarán la modernidad, desde los poetas como Baudelaire hasta los artistas como Picasso; pero, sobre todo, la propia configuración de la ciudad se modificará de una forma radical, dando paso a la modernidad en sus bulevares. Nos recordaba el ya citado Berman cómo Baudelaire ve la modernidad en los ojos de una familia de pobres que observa a los ricos tomar café en un entorno agradable. Si la ciudad medieval, con sus estrechos callejones, restringía a cada habitante a una zona determinada, puesto que a menudo se necesitaba dar un largo recorrido para abandonar el barrio, las avenidas y bulevares abiertos por el barón Haussmann permiten ir de una punta a otra en un paseo (y también a los militares acceder a todos los puntos de la ciudad en poco tiempo). Todos los habitantes pasan a contemplar la totalidad de la ciudad, que queda abierta, expuesta; y son conscientes de sus diferencias.

En este contexto se sitúa el libro de Gustave Kahn La estética de la calle (A. Machado Libros, 2017, traducción de Cristina Ridruejo). Publicado en 1900, Kahn, nacido en Alemania en 1850 pero cuya familia se mudó a París en 1870, fue un gran viajero y escritor, crítico y articulista. Se consideró también un poeta simbolista, defensor del verso libre (la lírica francesa era estática y academicista, y los primeros poetas que lucharon contra la tiranía del alejandrino debieron afrontar críticas del establishment; entre ellos estuvo, claro, Rimbaud, y lo seguirían Verlaine o Mallarmé).
La primera parte de La estética de la calle, titulada «La calle de antaño», describe distintos lugares históricos: Pompeya, las calles de Las mil y una noches, los canales de Venecia, Brujas o Ámsterdam. Esta parte, más lírica, se sitúa en la atracción por lo exótico que los granes almacenes de la época crearon en el público: la belleza de los lugares lejanos, de Oriente, la arqueología que empezaba a desentrañar el pasado de la humanidad, así como en la evolución del urbanismo hasta la actualidad.
La segunda parte, más interesante para los propósitos del blog, «La calle de hoy», empieza con la renovación de París durante el Segundo Imperio llevada a cabo por el ya mentado barón Haussmann. Kahn ya deja claro, en su primera frase, que uno de los objetivos era impedir la defensa de las calles estrechas de los barrios medievales usando barricadas (algo que se usó durante la Revolución de 1848 que destronó a Luis Felipe). París se abrió a los bulevares, los tranvías, las avenidas de circulación rápida y las mercancías.
A partir de ahí, Kahn sueña con una ciudad utópica (que sitúa en el año 2000) en la que se ha creado una segunda París sobre la primera, a la altura del primer piso de cada edificio. Esta segunda calle está protegida por puentes y bulevares y lleva a la consecuencia de que los parisinos abandonen las primeras calles para transitar sólo las segundas, iluminadas con luces de gas y repletas de una arquitectura industrial de hierro y cristal que, con el paso del tiempo, queda cubierta de polvo y suciedad.
El comercio se concentra en un único punto; el resto de la ciudad queda como lugar hermoso, de paseo y solaz, repleto de jardines. Es un poco una vuelta al sueño de Ebenezer Howard de la ciudad jardín; o, como lo criticó años después Jane Jacobs: la ciudad de los que odian la ciudad. Surge un poco el modo de pensar funcionalista y racional de la época en el cual las ciudades aparecen como entes desordenados y caóticos y todo intelectual busca, precisamente, ordenarlo: un barrio para las letras, otro para el comercio, otro para tal fin, y el resto llenos de jardines por los que pasear. Es lo que llevará al racionalismo de Le Corbusier y la zonificación; algo que fue desgajando las ciudades durante buena parte del siglo XX y, sobre todo, entregándolas a la orgía de los vehículos de la que ahora, a principios del XXI, parece que las ciudades quieran huir.
El otro gran tema que recorre la descripción de las calles de Kahn es la aparición, policromática y estridente, de la publicidad. Calles hasta hace poco ocupadas por caballos y palanquines están ahora repletas de raíles para el ferrocarril, carruajes y hasta los primeros vehículos. Por doquier brotan las bocas de metro, tan características en París, anunciando la llegada del subterráneo. Pero, además, las calles se han llenado de carteles, de personas anunciando productos, de escaparates brillantes que procuran llamar la atención del paseante.
El horizonte ha cambiado. Los bulevares y avenidas se erizan por todas partes con marquesinas, con edificios necesarios y parásitos de la ordenanza general, y la tendencia va a aumentarlos. ¡Pues no vamos a disponer de baños públicos -o más bien de duchas-, en compartimientos, en forma de edículos!, y el Metropolitano va a trazar, en algunas plazas de París, hasta ahora de aspecto tan sobrio, el perfil moderno de los pequeños vestíbulos de entrada a sus estaciones subterráneas. (…)
Comparen el París por el que deambula Gerard de Nerval, su París de plazas nocturnas con alegros molinos montmartrenses, con este París de Zola en el que hormiguea (en El vientre de París y en otras novelas) un hervidero tan poderoso. (…) La enormidad de la ciudad, acentuada por todas las fábricas que le modelan cierta altura, se acentúa aún más por el galope de las fuerzas naturales; no es Babel lo que asciende, sino el Leviatán que corre en mil escamas, que se espejea a sí mismo en mil reflejos inmóviles. (p. 158-9)