El término «economía colaborativa» o «economía compartida» proviene del inglés sharing economy, acuñado en 2010 tanto por Lisa Gansky en The Mesh: Why the Future of Business is Sharing como por Rachel Botsman and Roo Rogers en What’s Mine Is Yours: The Rise of Collaborative Consumption. La base es sencilla: es la economía basada en las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, mediante las que gran cantidades de individuos pueden interaccionar al mismo tiempo.
Existen distintos aspectos de economía colaborativa: Wikipedia podría ser un ejemplo, creada, mantenida y editada por multitud de usuarios, hasta convertirse en La Enciclopedia, una especie de culminación de lo que soñaron Diderot y d’Alembert; otro buen ejemplo sería el software libre, cualquiera que os venga a la cabeza; y una evolución de todo ello, el movimiento maker. Los fab labs (fabrication laboratorys) nacieron en el MIT a principios de este siglo: la idea tras ellos era que los estudiantes dispusiesen de un lugar donde poder crear físicamente todo aquello que pensaban de forma teórica durante sus estudios. Además de convertirse en un laboratorio físico, un espacio con herramientas que no están al alcance de todos, se fue desarrollando una ideología que ha dado lugar al movimiento maker: la de compartir y aprender colaborando. Uno no va a un espacio maker a que le enseñen, sino a aprender al tiempo que colabora con los otros y con el consenso establecido de que luego otros colaborarán con él en su proyecto.
Pensemos en una impresora 3D: basta con adquirirla y uno encuentra multitud de modelos listos para imprimir en internet. Además, probablemente, por el mero hecho de ir usándola, algunos de sus usuarios acabarán desarrollando otros modelos, que probablemente también compartirán.
Ahora sumemos otro concepto al de economía colaborativa: el cambio de ideología que ha ido asociado a la crisis de 2008 (que nació antes, pero ha vivido su auge desde ese momento): los objetos tienen una vida mucho más larga de lo que nos parecía. Esa idea va unida a otras de sobreexplotación, de obsolescencia programada, de conciencia ecológica; otra forma de enunciarla es decir que otras personas pueden sacar provecho de aquello que nosotros tenemos, pero no usamos constantemente.
El 95% de los trayectos en coche los realiza sólo el conductor, afirma una noticia de periódico que leí estos días. Supongamos que es cierto, o supongamos que sólo la mitad lo es, y el 50% de los trayectos los realiza una persona, en un vehículo que está preparado para llevar a tres o cuatro pasajeros más por el mismo precio. Por ese motivo nace blablacar, una compañía francesa que pone en contacto a conductores con personas que necesitan ser llevadas, para permitirles unirse, realizar trayectos juntos y reducir costes. Y además reducimos el consumo, la factura energética y cada viajero se ahorra una cantidad de dinero; el negocio redondo.
El «problema» surge cuando esa compañía ya no pone en contacto a dos usuarios, sino que usa a algunos de ellos como trabajadores y a otros como clientes. De ahí proviene el término «uberización» de la economía, que es la precarización de las condiciones laborales que sufren los trabajadores de algunas empresas de esta nueva economía colaborativa, y proviene, claro, de la famosa compañía Uber. Deliveroo es otro ejemplo que estos días se ha ido haciendo famosa por condiciones similares: une a clientes en su domicilio con restaurantes que no disponen de reparto de comida, y los enlaza mediante repartidores en bicicleta que acuden al restaurante, compran la comida y la llevan a casa de los clientes finales, todo con seguimiento en tiempo real. El problema, de nuevo, surge cuando a los repartidores se les obliga a hacerse un contrato de autónomos y a aportar la bicicleta, la ropa de seguridad y una flexibilidad horaria sin precedentes.
Es posible que esta nueva forma en red de hacer economía, o de extraer provecho de cosas que parecían ya fuera del mercado, cambie nuestra forma de comprender una gran parte del consumo. Pensemos sólo en Wallapop y su auge, en la cadena de libros Reread, cada vez más ubicua, en Airbnb y cómo va a modificar la forma de viajar, si no se estandariza en una forma sólo levemente distinta al hotel (¿dónde quedó el coachsurfing?, ¿demasiado social para nuestros días?), y todo ello son buenas ideas, sin duda; el problema es el abuso que se haga de ellas, especialmente ante una legislación que no va tan deprisa como la propia evolución de la economía. Por ello nacen iniciativas como la Plataforma Riders x Derechos, constituida en Barcelona pero abierta a todos los riders del país (los riders son los repartidores en bicicleta, del inglés to ride a bike), que pretende unir a los trabajadores de este nuevo modelo económico y darles más peso en su reivindicación de unas condiciones laborales dignas, y que está barajando la idea de convertirse en una cooperativa que desarrolle el mismo modelo de negocio pero con un trasfondo social y ético. Lo local, respondiendo una vez más a lo global.
Acabo con una cita de Joaco Alegre en un artículo que precisamente trata sobre la economía colaborativa y en cómo afectan sus cambios a las personas:
El factor transversal a todos estos epígrafes es precisamente la construcción de inmensas bases de datos que se gestionan de forma colectiva e interactiva y que se pueden compartir y actualizar en tiempo real por los usuarios, gracias a la velocidad de la comunicación de internet, y a los sistemas de almacenaje y gestión de datos.
En este aspecto nos acerca a una concepción del ser humano como insecto social, que por primera vez comparte una superestructura de datos/información/conocimiento transmisible y utilizable por todos los individuos. Una suerte de inteligencia colectiva. A esto lo llamamos mesh (malla) o red (red social). Y cada usuario constituye un nodo (nudo) de la red, de múltiples redes superpuestas. Como una red neuronal.
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