Urbanismo y desigualdad social, David Harvey

El primer libro del geógrafo David Harvey fue Explanation in Geography (1969), que seguía la línea tradicional de la geografía del momento: teorías positivistas, métodos cuantitativos y unas bases asentadas, por ejemplo, en los descubrimientos de la Escuela de Chicago. Por entonces, Harvey formaba parte de la Universidad de Bristol, aunque también estuvo en Cambridge, pero a finales de los 60 se trasladó a la John Hopkins University de Baltimore. El salto a Estados Unidos, especialmente a la ciudad de Baltimore, con sus manifiestas desigualdades y unos cambios urbanos generados por el tardocapitalismo que no tardaron en modificar su centro urbano y su frente marítimo (lo reseñamos aquí), hizo que Harvey se diese cuenta de que los postulados que estaba usando no bastaban para entender la ciudad. Para ello necesitaba una nueva base teórica: y acudió al marxismo.

En uno de los artículos aparecidos en Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, Harvey manifestaba que necesitó «siete años» de lecturas para tener un vocabulario (marxista) lo bastante amplio para poder aplicarlo a la ciudad y, de paso, refundar la geografía urbana. Urbanismo y desigualdad social (Social Justice and the City, 1973, leemos la edición de Siglo XXI de 1977) recoge parte de este viaje y es, además, uno de los libros esenciales del geógrafo inglés. Está dividido en dos mitades muy diferenciadas: en la primera, armado con los planteamientos liberales, Harvey trata de comprender el urbanismo y plantear una ciudad justa; en cuanto estos supuestos se demuestran incapaces, recurre a los planteamientos socialistas y lleva a cabo el mismo ejercicio.

Los tres primeros artículos, los que están escritos desde los planteamientos liberales, abordan el problema con una actitud científica, casi matemática. La ciudad, asume Harvey, siempre ha sido abordada desde dos vertientes distintas: la geográfica, es decir, en tanto que lugar físico construido; y la sociológica, en tanto que configuración social de una determinada cultura. «… si queremos comprender la forma espacial de las ciudades, hemos de articular una adecuada filosofía del espacio social. En la medida en que sólo podemos comprender el espacio social relacionándolo con ciertas actividades sociales, nos vemos obligados a tratar de integrar las imaginaciones sociológicas y geográficas» (p. 24). Todo esto suscita una serie enorme de preguntas, por supuesto, desde qué es el espacio a qué es la sociedad.

En cuanto a la relación entre espacio y sociedad, Harvey detecta dos posibles acercamientos: el determinista y el ambientalista. Para los primeros, «es posible considerar la forma espacial de una ciudad como un determinante básico de la conducta humana»; para ellos, así esté construida una ciudad, así se comportarán sus habitantes. El otro enfoque, el ambientalista, hipótesis donde sitúa, por ejemplo a Gans, Jacobs y Webber, «considera que los procesos sociales poseen su propia dinámica interna que, frecuentemente, a pesar del planificador, dará lugar a una determinada forma espacial», forma espacial que el planificador no podrá evitar, como mucho podrá influir sobre ella. Pese a su aparente enfoque, sin embargo, ambos planteamientos acaban asumiendo que las ciudades son, como afirma Harvey, «un complejo sistema dinámico en el cual las formas espaciales y los procesos sociales se encuentran en continua interacción».

Pero todos estos planteamientos son un tanto ingenuos en el sentido de que suponen que existe un lenguaje adecuado para estudiar simultáneamente las formas espaciales y los procesos sociales. Tal lenguaje no existe. Normalmente, lo que hacemos es abstraer bien la forma espacial, bien el proceso social de ese complejo sistema que es una ciudad, haciendo uso de ambos lenguajes por separado. Dado ese mecanismo de abstracción, no podemos decir de modo significativo que una forma espacial es causa de un proceso social (o viceversa), así como tampoco es correcto considerar las formas espaciales y los procesos sociales como si fuesen variables que se encuentran, de alguna manera, en continua interacción. (p. 41.42)

Lo que se hacía, en conclusión, era tratar de trasladar conceptos de un lenguaje al otro. Sin embargo, ¿qué reglas de equivalencia habría que usar?

En el segundo capítulo, Harvey introduce nuevas variables a la ecuación, a saber: «las medidas destinadas a cambiar la forma espacial de la ciudad (es decir, la localización de objetos tales como casas, fábricas, red de transportes y cosas por el estilo)» y «las medidas destinadas a influir sobre los procesos sociales que se desarrollan dentro de la ciudad» (p. 46), que, en general, son todos los procesos y agentes que relacionan a las personas (trabajadores con los lugares de trabajo, servicios sociales con sus beneficiarios, etc.). Pero, en este punto, no existe un criterio «objetivo» con el que abordar si una determinada medida es o no es buena, puesto «que este criterio requiere que recurramos a una serie de normas éticas y de preferencias sociales».

En este punto, Harvey desarrolla todos los conceptos anteriores en función de sus costos / beneficios, considerándolos de forma amplia y desarrollando un nuevo vocabulario. Por ejemplo: «al cambiar la forma espacial de una ciudad (…), cambiamos también el precio de la accesibilidad y el costo de la proximidad para cualquier familia» (p. 54).

Todo esto lleva a un «considerable desequilibrio» en la negociación de los distintos grupos, puesto que grupos diferentes cuentan con recursos diferentes, los grupos grandes suelen estar menos organizados que los grupos pequeños y muy identificados y algunos grupos quedan fuera de las negociaciones; además de la propia inercia de la estructura, donde unos ya cuentan, de partida, con mejores posiciones.

Las perspectivas de equidad o de una justa redistribución del ingreso en un sistema urbano a través de un proceso político surgido espontáneamente (particularmente si está basado en una filosofía del egoísmo individual) no son nada halagüeñas. La medida en que un sistema social reconozca este hecho y se obligue a sí mismo a contrarrestar esta tendencia natural estará, en mi opinión, en relación con el grado en que dicho sistema social haya logrado evitar los problemas estructurales y las tensiones sociales, cada vez más profundas, que surgen a consecuencia del proceso de urbanización masiva. (p. 78)

El tercer capítulo se centra en el que, según el parecer de Harvey, sería el objetivo ideal: un sistema capaz de aportar justicia social, es decir, un sistema redistributivo de la riqueza que, en su medida, ayude a los menos favorecidos. A menudo cita el óptimo de Pareto, que sería el punto en el que cualquier cambio que pueda suponer una mejora para unos individuos supone, también, un empeoramiento para otros, por lo que ya se ha alcanzado un punto de equilibrio.

Idealmente, eficiencia y justicia social irían de la mano. La eficiencia por sí misma no es un buen medidor objetivo, porque, por ejemplo, puede suponer descartar a unos mínimos de población que se verían abocados a la miseria o la exclusión; la justicia social, por sí misma, tampoco lo es, porque puede acabar persiguiendo objetivos imprácticos y dilapidando recursos que podrían usarse de otro modo. Sin embargo, como se ha tendido a primar la primera en detrimento de la justicia social, Harvey escoge darle más importancia.

El principio de justicia social, por consiguiente, se refiere a la división de los beneficios y a la asignación de las cargas que surgen de un proceso colectivo de trabajo. (p. 99)

Es el objetivo de este capítulo, por lo tanto, descubrir una base sobre la que asentar «una distribución justa a la que se pueda llegar justamente» y que estará basada en tres criterios:

  • la necesidad,
  • la contribución al bien común,
  • el mérito.

Al mismo tiempo, los tres «principios de la justicia social» se resumen en los siguientes puntos:

  • 1. «La organización espacial y el modelo de inversión regional deben ser tales que cubran las necesidades de la población»; y la diferencia entre las necesidades y la asignación que se recibe para las mismas marcarán el grado de «injusticia territorial» en un sistema determinado.
  • 2. Si la organización anterior, además, proporciona beneficios adicionales en otros territorios «a través de los efectos expansivos», dicha forma será mejor.
  • 3. Las desviaciones dentro del modelo pueden ser toleradas cuando tienen la finalidad de superar una situación específica que impediría la satisfacción del sistema.

Luego, Harvey aplica este armazón teórico al sistema capitalista.

…está claro que el capital se conducirá de un modo que apenas estará relacionado con las necesidades o con las condiciones de los territorios menos aventajados. Como resultado, encontraremos bolsas geográficamente localizadas donde el grado de insatisfacción de las necesidades será elevado, como las que actualmente encontramos en los Apalaches o en muchas zonas del centro de las ciudades. La mayoría de las sociedades aceptan ciertas responsabilidades al desviar la corriente natural del movimiento del capital para solucionar estos problemas. Pero, sin embargo, hacer esto sin alterar básicamente el proceso total del movimiento de capital parece más bien imposible. (p. 114)

El ejemplo al que recurre Harvey es el centro de las ciudades norteamericanas (sin duda, con Baltimore en mente), que se habían convertido en guetos de pobreza en el momento en que las inversiones se fueron hacia las viviendas suburbanas. El lugar donde más necesarias eran las inversiones era el que menos recibía; porque el retorno del capital era bajo (o nulo), por lo que el sistema capitalista no tenía necesidad de acudir allí.

«¿Es posible contrarrestar este movimiento utilizando instrumentos capitalistas?», se pregunta Harvey (p. 115). Las pocas ideas que se le ocurren, llevadas hasta el final, acaban en la misma situación: el capitalismo beneficiando a su cúspide. «Lo que esto sugiere es que «los medios capitalistas sirven invariablemente a sus propios fines capitalistas» (Huberman y Sweezey, 1969), y que estos fines capitalistas no concuerdan con los objetivos de la justicia social.» (p. 116).

Por lo tanto, si los planteamientos liberales no funcionan… hay que buscar otros planteamientos. Aquí se da el salto a la segunda parte, que empieza con la concepción de Kuhn sobre los cambios de paradigma en la ciencia. ¿Es necesario un nuevo paradigma en el pensamiento geográfico, una revolución en su forma de contemplar las ciudades? El problema analizado es la formación de los guetos. Hasta el momento, la geografía había seguido la visión «culturalista» de la Escuela de Chicago, según la cual en la ciudad había distintas «áreas naturales» que, mediante unas leyes muy similares a las de la ecología, acababan conformando todo el espacio de la ciudad. Las personas, al llegar a la ciudad, escogían su «área natural» en función de ciertos intereses (raciales, culturales, económicos, etc.) y, a medida que iba pasando el tiempo y se asentaban, iban cambiando de lugar o las propias áreas evolucionaban. La Escuela de Chicago nunca pretendió explicar todas las ciudades (de hecho, se ha comentado a menudo que sus teorías sólo eran aplicables a Chicago), pero el modelo, con sus altibajos, permitía cierta aplicación a bastantes ciudades norteamericanas.

Harvey se dio cuenta de que ese modelo no bastaba para explicar la formación de los guetos en el centro de la ciudad. En cambio, había otro análisis de los guetos y las condiciones de vida del proletariado, ochenta años anterior, que sí lo hacía.

El planteamiento adoptado por Engels en 1844 era, y todavía es, mucho más coherente con las duras realidades sociales y económicas que el planteamiento, esencialmente cultural, de Park y Burgess. De hecho, la descripción de Engels, con ciertas modificaciones obvias, podría adaptarse fácilmente a la ciudad americana contemporánea (creación de zonas concéntricas con buenas oportunidades de transporte para los ricos que viven en zonas suburbanas, cinturones de circunvalación para evitar que éstos vean la suciedad y la miseria que es la otra cara de su riqueza, etc.). Es una pena que los geógrafos contemporáneos se hayan inspirado más en Park y Burgess que en Engels. La solidaridad social que Engels observaba no provenía de ningún «orden moral» superordenado, sino que más bien las miserias de la ciudad eran una consecuencia inevitable del avaricioso y nefasto sistema capitalista. (p. 138)

Si la visión «cultural» no sirve para explicar los guetos, la económica sí que lo hace: el precio del suelo es más elevado cuando más cerca está de los lugares de trabajo (es decir, el centro urbano); las personas con mayores ingresos pueden permitirse el transporte hacia el centro, mientras que las personas con menores ingresos no tienen ese margen. Por ello, acaban viviendo en las zonas más cercanas al centro urbano. Pero como, realmente, tampoco pueden permitirse alquileres elevados (dado su nivel de ingresos), compensan esta contradicción ahorrando en la cantidad de espacio, es decir: hacinándose. Yendo más allá, de hecho, los ricos pueden escoger el espacio de la ciudad que prefieran, puesto que no están limitados por su capacidad de transporte; y será su elección, por lo tanto, la que configurará en gran medida el espacio.

Por supuesto, existen soluciones viables a este problema. Harvey las analiza; pero, como todas ellas surgen desde dentro del capitalismo, como mucho suponen desviaciones más o menos afortunadas que, a la larga, acaban generando la misma desigualdad. Si el origen del problema es «la licitación competitiva por el uso del suelo», es decir, la pugna por el espacio, que se lleva a cabo según métodos capitalistas, tal vez la solución sea acabar con esa pugna. «Esto sugiere inmediatamente una política destinada a eliminar los guetos que probablemente sustituiría la licitación competitiva por un mercado del suelo urbano socialmente controlado y por un control socializado del sector de la vivienda.» (p. 142)

Parte del problema de la vivienda es la distinción entre valor de uso y valor de cambio.

Poseemos una enorme cantidad de capital social bloqueado en el total de casas construidas, pero en el sistema de mercado privado de la vivienda y del suelo, el valor de la vivienda no se mide siempre en función de su uso como refugio y residencia, sino en función de la cantidad recibida en el mercado de cambio, que puede verse afectada por factores externos, como la especulación. En muchos barrios centrales de las ciudades las casas, actualmente, poseen claramente poco o ningún valor de cambio. Esto no significa que no tengan valor de uso. (…) Este despilfarro no ocurriría bajo un sistema de mercado de la vivienda socializado y éste es uno de los costos que soportamos por aferrarnos tan tenazmente a la noción de propiedad privada. (p. 143-144)

Esta teoría nos sirve, también, para explicar parte del problema actual de la vivienda en las ciudades globales: su valor de cambio es tan, tan distinto del de uso, que se prefiere especular con ellas, convertirlas en alojamientos turísticos o, simplemente, tenerlas vacías a la espera del momento adecuado.

En el quinto capítulo, el más extenso del libro, recupera conceptos como el de valor de uso o valor de cambio junto a muchos otros, todo un vocabulario económico sacado de la teoría marxista y con el que teje una red que le permitirá, en el sexto capítulo, abordar el tema del urbanismo como conjunto. Es ésta una tarea titánica y el propio Harvey adelanta, al empezar el capítulo, que no se puede conseguir; pero sí que llega a algunas conclusiones interesantes.

El urbanismo puede ser considerado como una forma o modelo característico de los procesos sociales. Estos procesos se manifiestan en un medio espacialmente estructurado creado por el hombre. Por consiguiente, la ciudad puede ser considerada como un medio tangible, construido, como un medio que es un producto social. (p. 206)

Lógicamente, la sociedad que ha generado ese producto construido que es la ciudad, o la sociedad que la habite, tienen unas «condiciones de autosuficiencia y de supervivencia» que «implican que el grupo posea un modo de producción y un modo de organización social eficaces para obtener, producir y distribuir cantidades suficientes de bienes materiales y servicios». Por lo tanto, entender el urbanismo requiere entender a las sociedades; y entender a éstas, comprender sus modos de producción y sus formas de urbanismo concomitantes, cuando las haya.

En esta coyuntura pienso que sería útil hacer ciertas observaciones previas sobre la relación entre el urbanismo como forma social, la ciudad como forma construida y el modo de producción dominante. En parte la ciudad es un depósito de capital fijo acumulado por una producción previa. Ha sido construida con una tecnología dada y edificada en el contexto de un modo de producción determinado (lo que no significa que todos los aspectos de la forma construida de una sociedad sean funcionales con respecto al modo de producción). El urbanismo es una forma social, un modo de vida basado, entre otras cosas, en una cierta división del trabajo y en una cierta ordenación jerárquica de las actividades coherente, en líneas generales, con el modo de producción dominante. Por tanto, la ciudad y el urbanismo pueden funcionar como sistemas de estabilización de un modo de producción concreto (tanto la primera como el segundo contribuyen a crear las condiciones para la autoperpetuación de dicho modo). Pero la ciudad puede ser también un lugar de acumulación de contradicciones y, por consiguiente, la sede apropiada para el nacimiento de un nuevo modo de producción. (p. 213)

Harvey da también algunas vueltas al concepto de excedente y de si está en los orígenes del urbanismo (controversia que vimos hace nada con Soja y Jacobs, que defendían que primero fue el urbanismo y luego el excedente de producción), aunque para él es sólo el preludio hacia el tema que verdaderamente le interesa: el plustrabajo, el plusvalor y su relación con el urbanismo. Más que una historia del excedente, entonces, es una cuestión de saber «cuáles fueron las principales condiciones en la base económica de la sociedad que permitieron la emergencia de la redistribución y, finalmente, del intercambio de mercado como modos de integración económica» (p. 240). Para lo cual hay que investigar «la transformación de la reciprocidad en redistribución». Las condiciones que se dieron para dicha transformación fueron claves, no sólo para el nacimiento del urbanismo, sino que «sirvieron también para concentrar el plusproducto en pocas manos y pocos sitios». Por ejemplo: es más fácil obtener plusvalor de una población sedentaria, que nómada; es más fácil obtener plusvalor de una población concentrada (urbana) que segregada (nómada o el campo).

A partir de aquí, Harvey define excedente social como «la cantidad de fuerza de trabajo utilizada en la creación de un producto para determinados fines sociales que exceden de lo biológica, social y culturalmente necesario para garantizar el mantenimiento y la reproducción de la fuerza de trabajo dentro del contexto de un modo de producción dado» y el plusvalor como «el plustrabajo expresado en términos capitalistas de intercambio de mercado». Ambas definiciones le permiten avanzar hacia unas proposiciones:

  • 1. «Las ciudades son formas construidas a partir de la movilización, extracción y concentración geográfica de cantidades importantes de plusproducto socialmente determinado.»
  • 2. «El urbanismo es una forma de modelar una actividad individual que, junto con otras, forma un modo de integración económica y social capaz de movilizar, extraer y concentrar cantidades importantes de plusproducto socialmente determinado.»
  • 3. «En todas las sociedades se produce algún tipo de plusproducto social y siempre es posible aumentarlo.»
  • 4. Dicha cantidad de plusproducto social es más fácil de extraer y concentrar cuando se dan algunas de las siguientes condiciones favorables, a saber: población total numerosa; población sedentaria; alta densidad; alta productividad en una situación determinada; buenas comunicaciones y accesos.
  • 5. «La movilización y concentración de excedente social sobre una base permanente implica la creación de una economía espacial permanente y la perpetuación de las condiciones descritas en el punto anterior.
  • 6. «El urbanismo puede surgir de la transformación de un modo de integración económica basado en la reciprocidad en otro basado en la redistribución.»
  • 7. «El urbanismo surge necesariamente de la emergencia de un modo de integración económica basado en el intercambio de mercado con lo que esto implica: estratificación social y diferencias en el acceso a los medios de producción.»
  • 8. El urbanismo puede asumir diversas formas; en las sociedades contemporáneas, dichas formas son cada vez más complejas.
  • 9. «Existe una relación necesaria, pero no suficiente, entre urbanismo y crecimiento económico.»
  • 10. «Si no se da una concentración geográfica del plusproducto socialmente determinado no habrá urbanismo. Allí donde es patente el urbanismo, su única explicación legítima consiste en un análisis de los procesos por los cuales se crea, se moviliza, se concentra y se manipula ese plusproducto social.» (p. 249-251)

Ahí es nada. Por lo tanto, más que de urbanismo, se puede hablar de una red de conceptos donde toda forma urbana va ligada a los distintos modos de producción y sus diversas formas de entender la integración o la redistribución.

Las metrópolis contemporáneas de los países capitalistas son verdaderos palimpsestos de formas sociales construidas a imagen de la reciprocidad, la redistribución y el intercambio de mercado. El plusvalor, tal como es esencialmente definido bajo el orden capitalista, circula dentro de la sociedad, moviéndose libremente a lo lago de algunos canales mientras que se ve reducido a un mero goteo en otros. En la medida en que esta circulación se manifiesta de forma física, a través de la corriente de bienes, servicios e información, de la construcción de medios de desplazamiento, etc., y en la medida en que la coherencia de las formaciones sociales depende de la proximidad espacial, también encontraremos una economía espacial intrincadamente expresada pero tangible. La tesis central de este ensayo es que si unimos los marcos conceptuales en que se inscriben 1) el concepto de excedente, 2) el concepto de modo de integración económica y 3) los conceptos de organización espacial, llegaremos a un marco de conjunto para interpretar el urbanismo y su expresión tangible, la ciudad.

Cada época concede un significado especial a estos marcos conceptuales. Si tratamos de escribir una teoría general del urbanismo en función de ellos, ha de tenerse en cuenta, por consiguiente, que sus significados cambian y deben ser establecidos siempre por medio de una detallada investigación de las circunstancias de la época. (p. 256-257)

Por poner algunos ejemplos, se habla del México teocrático (Wolf, 1959) y cómo las ciudades se enriquecieron más rápidamente que el campo, dando lugar a una diferencia de la que las periferias son conscientes y que crea resquemor y la semilla de una revolución, puesto que los márgenes son, también, los lugares donde el poder tiene menos control. Algo similar sucedió en el Imperio Romano, que fue capaz de controlar las periferias mientras se iba expandiendo pero se colapsó en cuanto dejó de expandirse. En estos modelos, «la ciudad funciona como un centro generativo alrededor del cual se crea un espacio efectivo del que se extraen crecientes cantidades de plusproducto.» (p. 261)

Pero el ejemplo al que más tiempo destina Harvey es el análisis de las ciudades de la Europa medieval y su transición hacia una economía capitalista. De una ética dominante casi anticapitalista (la condena de la usura, por ejemplo; pero, más que opuesto, era de un orden ideológico distinto al capitalista), con la Iglesia y los gremios controlando el comercio, se pasó, en cuanto el comercio fue aumentando, a una ciudad con una «forma de corporación territorial», con relaciones complejas con el comercio, ya fuese su control o su monopolio. Italia, por ejemplo (el territorio que acabaría siendo Italia) trató de apoderarse del comercio y para ello creo diversas instituciones, como los bancos y la contabilidad de doble asiento. Estas técnicas y organizaciones pasaron al resto de Europa mediante los comerciantes italianos.

Según Marx, había dos desarrollos posibles en la Europa medieval: el primero, «revolucionario», implicaba que el productor fuese también comerciante y capitalista. El segundo «extendía el control que ejercía el capital comercial sobre la producción» (p. 268). Por lo tanto, y para evitar que los productores fuesen también comerciantes y capitalistas, «había que suprimir las numerosas barreras que el orden feudal se había encargado de colocar. Y fue este cometido el que con más éxito llevó a cabo el capital comercial».

Este paso del urbanismo redistributivo de la sociedad feudal al urbanismo del capitalismo comercial supuso que el segundo llevase a cabo «una integración espacial por encima de la típica integración realizada por el localismo de la era feudal» que permitió acumular plusvalor en los centros comerciales y desarrollar nuevos instrumentos financieros.

La industrialización que finalmente sojuzgó al capital comercial no fue un fenómeno urbano, sino un fenómeno que condujo a la creación de una nueva forma de urbanismo, un proceso por el cual Manchester, Leeds y Birmingham dejaron de ser pueblos insignificantes o centros comerciales de poca importancia para convertirse en ciudades industriales con una alta capacidad productiva. (p. 271)

Esta nueva forma de urbanismo, por ejemplo, priorizaba la estratificación por clases, «en vez de los antiguos tipos de diferenciación basados en parte en la estratificación (…) y en parte en los criterios tradicionales de la sociedad jerárquica» (p. 272). De ahí, claro, pasó al resto de Europa y del mundo.

La rapidez con que circula actualmente el plusvalor es tal que la riqueza viene medida por el ritmo de flujo más que por la cantidad absoluta de producto almacenado. La riqueza ya no es una cosa tangible, sino que constituye una constatación del ritmo de flujo actual (capitalizado con respecto a un periodo de tiempo futuro) basado en documentos de propiedad sobre futuros flujos o deudas y obligaciones provenientes de flujos pasados. La metrópoli, como sistema de transacción maximizador, refleja todo esto de varios modos, el más evidente es la creciente inestabilidad física de las estructuras que contiene, dado que la economía requiere una mayor rapidez en la circulación del plusvalor a fin de mantener el índice de beneficios. (p. 279)

En las conclusiones, Harvey comparte su alegría por haber conocido a otro autor que, como él, revisita la ciudad desde la perspectiva marxista. Se trata nada más y nada menos que de Lefebvre, del cual leyó La revolución urbana y La producción del espacio, aunque los leyó tras haber terminado el libro (por eso los comentarios están en el apartado final).

De ahí [un extracto de La revolución urbana donde Lefebvre habla de un nuevo urbanismo y su problemática urbana] deduce Lefebvre su tesis principal. La sociedad industrial no es considerada como un fin en sí misma, sino como un estadio preparatorio del urbanismo. La industrialización, argumenta Lefebvre, sólo puede encontrar su realización en la urbanización, y la urbanización está llegando a dominar, en el momento presente, la organización y la producción industrial. La industrialización que en tiempos produjo el urbanismo está siendo actualmente producida por éste. (p. 322)

«El característico papel que desempeña el espacio tanto en la organización de la producción como en la modelación de las relaciones sociales se encuentra, por consiguiente, expresado en la estructura urbana. Pero el urbanismo no es meramente una estructura que proviene de una lógica espacial. El urbanismo se encuentra influido por ideologías determinadas (criterios urbanos contra criterios rurales, por ejemplo) y por tanto posee una cierta función autónoma para modelar el modo de vida de la gente.» (p. 323) Del mismo modo que, en las ciudades antiguas, «la organización del espacio era una recreación simbólica de un supuesto orden cósmico» (lo vimos, por ejemplo, en La idea de ciudad, de Joseph Rykvert), en las ciudades actuales «posee un propósito ideológico equivalente» (p. 326)

Donde Harvey no está de acuerdo con Lefebvre es en la idea de que el urbanismo prima sobre la sociedad industrial. «En ciertos aspectos importantes y esenciales, la sociedad industrial y las estructuras que comprende continúan dominando el urbanismo». Por ejemplo:

  • Las inversiones en capital fijo (es decir, en inmuebles, y que por lo tanto configuran el espacio urbano) sigue estando dictadas por el capitalismo industrial (de ahí la alienación constante que se puede sufrir en las ciudades, por ejemplo), y el urbanismo lógicamente influye en esas inversiones, pero no las domina.
  • Igualmente, la creación de necesidades y de escasez vienen determinadas por el capitalismo industrial. El urbanismo también crea necesidades y nuevas aspiraciones, pero la ideología subyacente es la del capitalismo industrial, no la urbana.
  • Análogamente con la «creación «producción, apropiación y circulación de plusvalor» (p. 328), que no están subordinadas a la dinámica del urbanismo sino a la de la sociedad industrial. Para Harvey, «el urbanismo es un producto de la circulación del plusvalor (…) Considero a los canales por donde circula el plusvalor como las arterias por las que pasan todas las relaciones e interacciones que definen la totalidad dela sociedad. Comprender la circulación del plusvalor significa, de hecho, comprender la manera en que funciona la sociedad.» (p. 328; el destacado es nuestro)

En defensa de la vivienda, David Madden y Peter Marcuse

Quienes fían todos sus argumentos a la fábula de la oferta y la demanda que se equilibran entre ellas suelen olvidar que ambas variables están profundamente moldeadas por el Estado. La administración pública regula todos y cada uno de los aspectos cruciales que afectan a la vivienda: los usos del suelo, los regímenes de propiedad privada, la construcción, los contratos de alquiler, el sistema hipotecario, la política de desahucios y realojos, la distribución de los recursos mediante la fiscalidad y la articulación entre la vivienda y el sistema financiero. En definitiva, el Estado no es un agente externo, que «interviene» desde fuera, sino parte constitutiva del mercado. Construye las reglas del juego, de principio a fin. (p. 13)

Son palabras de Jaime Palomera Zaidel (antropólogo social de la Universidad de Barcelona) en la Introducción a En defensa de la vivienda (Capitán Swing, 2016, traducción de Violeta Arranz), libro de David Madden y Peter Marcuse. A Marcuse lo conocimos gracias al artículo «Not Chaos, but Walls: Postmodernism and the Partitioned City», en Postmodern Cities and Spaces, y su nombre nos ha llevado hasta este ensayo que consiste en una férrea defensa de la vivienda como un bien público y en una exposición pormenorizada de cómo, desde ciertos sectores estatales y del capital, se ha convertido en un bien de mercado y ha perdido su papel de agente integrador de la sociedad o, simplemente, como necesidad básica humana.

«¿Se puede hablar de una política de vivienda cuando nos referimos al papel de los Gobiernos?», se pregunta Palomera en la introducción.

El proyecto de gobierno social por excelencia es el de la vivienda en propiedad. Que las élites políticas de todo el mundo se empeñen desde hace décadas en privilegiar económica y políticamente la vivienda en propiedad, de priorizarla como única forma de acceso, no responde a criterios técnicos. Tampoco que simultáneamente se hayan dedicado a estigmatizar el alquiler, convirtiéndolo en una forma de tenencia volátil e insegura. Y aún menos que hayan fabricado mitos nacionales, como el de que la propiedad es la base moral de la familia o de la seguridad ontológica. En una decisión política, consistente en alinear los intereses de las élites con las clases medias y orientada a proteger el sistema de políticas más justas o redistributivas. Planteamiento básico: una clase trabajadora con una pequeña participación en el sistema, propietaria de una minúscula parte del pastel, será mucho menos proclive a rebelarse y asaltar la parte grande del pastel. (p. 16)

En defensa de la vivienda está estructurado en cinco capítulos: la mercantilización de la vivienda, la alienación residencial, opresión y liberación residencial, los mitos de la política de vivienda y un quinto capítulo dedicado a las luchas en defensa de la vivienda de la ciudad de Nueva York.

Hoy en día existe cierta opinión de que «el sistema de la vivienda está estropeado, que se trata de una crisis temporal que puede resolverse con medidas aisladas y específicas» (p. 29). Existen ciertas soluciones que, de aplicarse, resolverían dicho problema coyuntural, algo muy concreto de la actualidad; un ámbito, de hecho, que pertenece exclusivamente a los expertos: promotores, concejales, urbanistas, arquitectos.

Madden y Marcuse tienen claro que no es así. «La vivienda está amenazada en la actualidad. Está atrapada dentro de varios conflictos simultáneos. El más inmediato es el conflicto que existe entre la vivienda como espacio social en el que se vive y la vivienda como instrumento para obtener beneficios: el conflicto entre la vivienda como hogar y la vivienda como bien inmueble» (p. 30).

Engels ya planteó, con su Contribución al problema de la vivienda (1872), que «el problema de la vivienda está integrado en las estructuras de la sociedad de clases». Precisamente para oponerse a esa concepción surge la noción de «crisis»: crisis de la vivienda, crisis del capitalismo, como si fuesen errores que no se podían predecir cuyo origen es incierto o azaroso. No, ambas forman parte de la estructura capitalista. En Estados Unidos se atribuye la crisis a la «injerencia» del Estado; en Reino Unido, al poco poder de los promotores; en España, a que «vivimos por encima de nuestras posibilidades».

La crisis de la vivienda es el resultado predecible y lógico de una característica básica del desarrollo espacial capitalista: la vivienda no se produce y se distribuye con la finalidad de que todo el mundo tenga un lugar en el que vivir, sino que se produce y se distribuye como una mercancía para enriquecer a unos pocos. La crisis de la vivienda no se produce como consecuencia de un fallo en el sistema, sino porque el sistema funciona como debe. (p. 35)

Los autores recorren la mercantilización de la tierra, cuyo requisito previo ha sido, a lo largo de la historia, «la privatización de los bienes comunales». Se hablan de los cercados en la Inglaterra de la Edad Moderna (tema que ya ha surgido en el blog en alguna ocasión) como ejemplo de acumulación originaria y un episodio esencial de las bases del capitalismo, una «revolución de los ricos contra los pobres», en palabras de Karl Polanyi (La gran transformación. Crítica del liberalismo económico). Durante la siguiente etapa, en las metrópolis del siglo XIX, «la estricta separación entre el trabajo y el hogar era señal de privilegio de clase»: mientras las familias obreras se hacinaban junto a la fábrica, las burguesas construían un nuevo modelo de domesticidad que las distinguía.

«Lentamente y a impulsos irregulares, la vivienda fue saliendo de los circuitos del trabajo y la producción hasta convertirse en portadora directa de valor económico por sí misma» (p. 45). Se dio el paso de buscar en el mercado el lugar de residencia; es decir, «el pago de dinero se convirtió en el nexo principal entre la vivienda y el que la habitaba», algo que, a pesar de que no se comenta en el libro, quedó restringido en esa época sólo a las ciudades (en el mundo rural aún serían otros factores, durante décadas, los que marcarían las viviendas de cada familia).

Las primeras décadas del siglo XX, sin embargo, dejaron claro que el problema estaba lejos de haberse resuelto. Tras la Primera Guerra Mundial surgieron nuevas formas de urbanismo y planificación social, tema en el que el libro tampoco entra. El crack del 29, eso sí, trajo la hipoteca estandarizada gracias a la Federal Housing Administration, un organismo nacido en Estados Unidos cuyo objetivo, más o menos disimulado, era convertir a la clase media (blanca y anglosajona) en propietarios de viviendas en los suburbios americanos, además de entregarse a un racismo endémico (el famoso redlining, del que también hemos hablado muy a menudo) en las ciudades.

Poco a poco, a principios de siglo, y a pasos agigantados, durante la segunda mitad del siglo XX, Occidente dejó de ser un mundo de inquilinos y se convirtió en uno de propietarios, algo que hemos analizado, en general, con La guerra de los lugares, de Raquel Rolnik; y, para el caso español, pero también lectura muy interesante, con Tocar fondo, de Manuel Gabarre.

El tardocapitalismo, por supuesto, ya ni siquiera disimula su voluntad de que la vivienda sea, únicamente, un bien de mercado. Nos vienen a la mente las recientes palabras de un ministro español al ser preguntado sobre la vivienda y declarar, con total impunidad, que la vivienda es, también, un bien de consumo. Un ministro socialista, ojo, que supuestamente no es de derechas y debería velar por la vivienda como un bien de primera necesidad. Madden y Marcuse destacan las formas proteicas de las hipotecas de Estados Unidos, adaptadas a todos los bolsillos, basadas en la creación de deuda y cuyo objetivo era, por un lado, permitir que todo el mundo tratase de convertirse en propietario; y, por el otro, el aumento sin fin de esa descomunal bola de deuda que fue la burbuja subpryme.

Los dos grandes factores que han propiciado esa evolución del mercado de la vivienda son la desregulación y la financierización, entendida la primera como la desaparición de todos los cortapisas a la voluntad del mercado y la acumulación de capital y el segundo como «el creciente poder y protagonismo de los actores y las empresas que acumulan beneficios mediante el suministro y el intercambio de dinero y de instrumentos financieros» y que podríamos resumir como el rostro anónimo (y descarnado) del capital que ni siquiera trata de simular que provee de bienes de consumo. Se ha pasado, mediante estos dos procesos, de una clase adinerada que sí, que poseía una gran parte del centro de su ciudad, y tal vez algún otro inmueble, a que «Wall Street y la City de Londres sean los nuevos propietarios del bloque de pisos». O un fondo en Dubai, da lo mismo.

Ése es el tercer factor que afecta a la vivienda: la globalización. Las viviendas en determinados lugares, sobre todo las ciudades globales, no pertenecen a sus habitantes, ni siquiera a su élite económica: pertenecen a los flujos globales, al capital mundial. De hecho, ya ni hacen el esfuerzo de disimularlo y se publicitan para ellos, para las empresas y los grandes fondos. Lo resumía Raquel Rolnik diciendo que un inmueble en una calle principal de una gran ciudad no es una vivienda, sino una caja fuerte; una reserva de dinero que, probablemente, no va a perder valor, sino a ganarlo.

Resumiendo, las casas de lujo son antisociales. Los propietarios de estos bienes raíces no tienen ningún vínculo con los lugares en los que aparcan su dinero. (p. 59)

Algo que hemos visto (a otro nivel) en el artículo de Carmen Bellet «Visiones de privatopía» o que comentaba Bauman a propósito de las «clases de élite flotantes». Y ya no entramos a hablar de las relaciones con el blanqueo de dinero, de cómo estos enclaves suelen estar diseñados por arquitectos estrella y construidos de espaldas a la ciudad, con el objetivo puesto en los flujos y todo lo que ello supone de reducción de impuestos y de homogeneización del paisaje para la ciudad en la que se alzan. Cada edificio de lujo es, en definitiva, un edificio perdido para la ciudad; porque ni lo comprarán personas en necesidad de una vivienda, sino de una inversión, y no lo tratarán como a un lugar donde residir, sino como un espacio que habitar de forma temporal, una vivienda que poner en Airbnb o, incluso, un espacio vacío a la espera de que se revalorice. «Arrancar la vivienda de su contexto destruye su dimensión social.» (p. 73)

En la siguiente entrada veremos los efectos que esta hipermercantilización de la vivienda tiene sobre sus usuarios, es decir, sobre los habitantes de la ciudad, así como algunas de las resistencias que dicha mercantilización ha ido generando a lo largo del último siglo.

La condición de la posmodernidad (IV): del fordismo a la acumulación flexible

Tras analizar la modernidad en la primera entrada y una primera aproximación a la posmodernidad en la segunda, Harvey se planteaba la pregunta importante en la tercera, donde analizamos el posmodernismo urbano: ¿supone la posmodernidad una ruptura con la modernidad o bien es el reflejo de un cambio en el modo en que funciona el capitalismo? Por ello, toda la segunda parte de La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural se titula, precisamente, «La transformación económico-política del capitalismo tardío del siglo XX» y recorre el paso del fordismo a la acumulación flexible en que vivimos.

«Sin duda, la fecha simbólica de iniciación del fordismo es 1914, cuando Henry Ford introdujo su jornada de cinco dólares y ocho horas para recompensar a los trabajadores que habían armado la línea de montaje en cadena de piezas de automóvil que había inaugurado el año anterior en Dearborn, Michigan.» Pero el fordismo no nació de cero: sólo tres años antes, por ejemplo, en 1911, se había publicado The principles of scientific management de Taylor; y Ford aprovechó también la cultura empresarial corporativa que se había ido forjando durante todo el siglo XIX, donde ya abundaban las fusiones y los trusts y cárteles y donde también se estaba dando la separación en la empresa entre la dirección, la concepción, el control y la ejecución. Lo que sí fue característico de Ford fue «su reconocimiento explícito de que la producción en masa significaba un consumo masivo, un nuevo sistema de reproducción de la fuerza de trabajo, una nueva política de control y dirección del trabajo, una nueva estética y una nueva psicología; en una palabra: un nuevo tipo de sociedad racionalizada, modernista, populista y democrática.» En palabras de Gramsci, el americanismo y el fordismo suponían «el esfuerzo colectivo más grande que se ha realizado hasta la fecha para crear, con una velocidad sin precedentes y con una conciencia del objetivo que no tiene parangón en la historia, un nuevo tipo de trabajador y un nuevo tipo de hombre.» (p. 148)

El objetivo de la jornada de cinco dólares y ocho horas era asegurar la sumisión del trabajador a la disciplina requerida para trabajar en el sistema de la linea de montaje. Al mismo tiempo quería suministrar a los obreros el ingreso y el tiempo libre suficientes para consumir los productos masivos que las corporaciones lanzarían al mercado en cantidades cada vez mayores. (p. 148)

El fordismo se enfrentó a dos problemas durante los años de entreguerras que le impidieron difundirse completamente: por un lado, las relaciones de clase no permitían aceptar con facilidad un sistema de producción que atacaba las prácticas artesanas, mayoritarias hasta entonces, y forzaba a los obreros a ser testigos manufactureros en grandes cadenas de montaje; por el otro, tampoco la estructura del Estado estaba lo bastante madura para el fordismo. El segundo obstáculo se superó con el crack del 29, que evidenció que el sistema no estaba funcionando y debía ser abordado de otro modo; y el primero se resolvió sólo tras la Segunda Guerra Mundial.

El período de posguerra asistió al surgimiento de una serie de industrias fundadas en tecnologías que habían madurado en los años de entreguerras y que habían sido llevadas a nuevos extremos de racionalización en la Segunda Guerra Mundial. Automóviles, construcción de barcos y de equipos de transporte, acero, petroquímica, caucho, artefactos eléctricos para el consumo, y la construcción, se convirtieron en mecanismos propulsores del crecimiento económico centralizado en una serie de regiones de gran producción de la economía mundial —-el Media Oeste en los Estados Unidos, el Ruhr-Renania, los West Midlands en Gran Bretaña, la región productiva Tokio-Yokohama–.

Sin embargo, el crecimiento fenomenal que se produjo en el boom de posguerra dependía de una serie de compromisos y reposicionamientos por parte de los actores más importantes del proceso de desarrollo capitalista. El Estado debía asumir nuevos roles (keynesianos) y construir nuevos poderes institucionales; el capital corporativo tenía que orientar sus velas en ciertos sentidos, a fin de moverse con menos sobresaltos por el camino de una rentabilidad segura; y el trabajo organizado tenía que cumplir nuevos roles y funciones en los mercados laborales y en los procesos de producción. El equilibrio de poder tenso aunque firme que se estableció entre el trabajo organizado, el gran capital corporativo y el Estado nacional, y que cimentó la base de poder para el boom de posguerra, no había llegado por azar. Era el resultado de anos de lucha. (p. 153-5; el destacado es nuestro)

Sin embargo, ese equilibrio duró poco y pronto quedó claro que uno de los tres elementos tenía más fuerza que los otros dos: el corporativo. El papel de las empresas era asegurar que sus ganancias repercutirían en inversiones cada vez mayores para mejorar la productividad y aumentar la calidad de vida. Ello supuso, por un lado, imponer la ideología del trabajo asalariado y de que el consumo (y, en el fondo, la acumulación) eran beneficiosos; y, por el otro, el predominio (la «hegemonía») de «la gestión científica de todas las facetas de la actividad corporativa». «Las decisiones de las corporaciones empezaron a hegemonizar la definición de las formas de crecimiento del consumo masivo, suponiendo, por supuesto, que los otros dos socios en la gran coalición harían lo que fuera necesario para sostener la demanda efectiva en niveles que pudieran absorber el crecimiento uniforme de la producción capitalista.» (p. 157)

Por su parte, el Estado se comprometía a invertir en las áreas más favorables a los negocios (transporte, servicios públicos) que «eran vitales para el crecimiento de la producción y del consumo masivos, y que también garantizarían relativamente el pleno empleo». Casualmente, «los gobiernos nacionales de muy diferentes características» y de un amplio espectro político organizaron sociedades similares, basadas en el estatismo del bienestar, una administración económica keynesiana y el control sobre las relaciones salariales. «Por lo tanto, el fordismo de la posguerra puede considerarse menos como un mero sistema de producción en masa y más como una forma de vida total». (p. 159) Esta forma de vida ligaba su existencia a la estética del modernismo: funcionalidad y eficiencia que se vinculaban a las líneas rectas y las formas geométricas del funcionalismo, el racionalismo y la zonificación.

Pero este progreso continuado requería, también, de un gran mercado al que Estados Unidos pudiese exportar. El fordismo se expandió a Europa y a Japón durante los años 40 integrado en el esfuerzo de la guerra. Luego, medidas como el Plan Marshall o el acuerdo de Bretton Woods de 1944, que convirtió al dólar en la moneda de reserva internacional, permitieron que «el excedente productivo de los Estados Unidos fuese absorbido en otra parte, mientras que el avance del fordismo en el nivel internacional significó la formación de mercados globales masivos y la incorporación de la masa de población mundial –fuera del mundo comunista– a la dinámica global de un nuevo tipo de capitalismo» (p. 160).

Pero la alianza fordista-keynesiana generaba resistencias. Por un lado: sólo algunos de los sectores disfrutaban de las ventajas de una resistencia sindical, aquellos donde había más organización; otros, por su propia estructura, dejaban a cada trabajador a merced de sus patrones. La estética funcionalista del modernismo suponía austeridad y se tradujo en derruir barrios pobres para permitir el paso de enormes autopistas (resumiéndolo mucho), por lo que cada vez era mayor el clamor de voces (como la de Jacobs) en contra de sus postulados. Y, en mucha mayor medida, una gran cantidad de naciones estaba quedando desconectada de este nuevo imperialismo americano: el Tercer Mundo. Esta amalgama sería la fuente de las protestas contra-culturales de los 60.

Pero no es oro todo lo que reluce, claro: «la caída de la productividad y de la rentabilidad de las corporaciones después de 1966 significó el comienzo de un problema fiscal en los Estados Unidos, que no desaparecería sino al precio de una aceleración inflacionaria que comenzó a deteriorar el papel del dólar como moneda estable de reserva internacional» (p. 164) El sistema fordista keynesiano era, en palabras de Harvey, demasiado «rígido». Por un lado, las organizaciones sindicales (en aquellas industrias donde las había) eran demasiado fuertes (y por ello todas las huelgas laborales que se dieron entre 1968 y 1972); por el otro, las empresas, poco a poco, se deslocalizaron hacia el Sudeste asiático, donde las condiciones laborales les eran mucho más favorables. De los tres grandes pilares de esta estructura, la única con capacidad de maniobra fue el Estado, que imprimió más moneda para mantener la estabilidad de la economía, provocando una ola inflacionaria.

El intento de poner un freno a la inflación creciente en 1973 dejó al descubierto una gran capacidad excedente en las economías occidentales, generando primero una crisis mundial en los mercados inmobiliarios y graves dificultades en las instituciones financieras. A lo cual se agregaron los efectos de la decisión de la OPEP de aumentar el precio del petróleo y la decisión árabe de embargar las exportaciones de petróleo a Occidente durante la Guerra árabe-israelí de 1973. (p. 168)

Para huir de los efectos de esta crisis de liquidez y legitimación, las empresas buscaron la automatización, se lanzaron a la búsqueda de nuevos productos o nichos de mercado, recurrieron a fusiones o se dispersaron hacia zonas con controles laborales más afines. Todo ello, por supuesto, deterioró el compromiso fordista y dio lugar a una nueva estructura económica que Harvey denominó, tentativamente, acumulación flexible.

La acumulación flexible, como la llamaré de manera tentativa, se señala por una confrontación directa con las rigideces del fordismo. Apela a la flexibilidad con relación a los procesos laborales, los mercados de mano de obra, los productos y las pautas del consumo. Se caracteriza por la emergencia de sectores totalmente nuevos de producción, nuevas formas de proporcionar servicios financieros, nuevos mercados y, sobre todo, niveles sumamente intensos de innovación comercial, tecnológica y organizativa. Ha traído cambios acelerados en la estructuración del desarrollo desigual, tanto entre sectores como entre regiones geográficas, dando lugar, por ejemplo, a un gran aumento del empleo en el «sector de servicios» así como a nuevos conglomerados industriales en regiones hasta ahora subdesarrolladas (como la «Tercera Italia», Flandes, los diversos Silicon Valleys, para no hablar de la vasta profusión de actividades en los países de reciente industrialización). Ha entrañado además una nueva vuelta de tuerca de lo que yo llamo «compresión espacio-temporal [que veremos más adelante]en el mundo capitalista: los horizontes temporales para la toma de decisiones privadas y públicas se han contraído, mientras que la comunicación satelital y la disminución en los costes del transporte han hecho posible una mayor extensión de estas decisiones por un espacio cada vez más amplio y diversificado. (p. 170)

Si el fordismo estuvo marcado por la rigidez, la acumulación flexible lo está, valga la redundancia, por la flexibilidad. La posibilidad de deslocalizar la industria supuso el fin del poder de negociación de los sindicatos, que tuvieron que aceptar condiciones cada vez peores. La flexibilidad vino también por el modo en que se modificaron las industrias: el mercado era más volátil, el margen de ganancias se había reducido y surgieron nuevas formas de contratación mucho más flexibles basadas en la temporalidad y la subcontratación. Las empresas se reducían a un núcleo cada vez menor de grandes directivos, considerados esenciales, y el resto de tareas se descentralizaban o deslocalizaban.

El tiempo de rotación del capital –que es siempre una de las claves de la rentabilidad capitalista– se redujo de manera rotunda con el despliegue de las nuevas tecnologías productivas (automatización, robots, etc.) y las nuevas formas organizativas (como el sistema de entregas «justo-a-tiempo» en los flujos de inventarios, que reduce radicalmente los que hacen falta para mantener la producción en marcha ). Pero la aceleración del tiempo de rotación en la producción habría sido inútil si no se reducía también el tiempo de rotación en el consumo. Por ejemplo, la vida promedio de un típico producto fordista era de cinco a siete años, pero la acumulación flexible ha reducido en más de la mitad esa cifra en ciertos sectores (como el textil y las industrias del vestido), mientras que en otros –como las llamadas industrias de «thought-ware (juegos de video y programas de software para las computadoras)– la vida promedio es de menos de dieciocho meses. Por consiguiente, la acumulación flexible ha venido acompañada, desde el punto de vista del consumo, de una atención mucho mayor a las aceleradas transformaciones de las modas y a la movilización de todos los artificios destinados a inducir necesidades con la transformación cultural que esto implica. La estética relativamente estable del modernismo fordista ha dado lugar a todo el fermento, la inestabilidad y las cualidades transitorias de una estética posmodernista que celebra la diferencia, lo efímero, el espectáculo, la moda y la mercantilización de las formas culturales. (p. 180)

De hecho, desde el momento en que escribió estas palabras, en 1990, vemos que la rotación no ha dejado de acelerarse y que el tiempo es cada vez menor, con la inmediatez no sólo de las modas (que ya no van por temporadas sino por quincenas) sino por lo efímero de las redes sociales o las noticias y la obsolescencia programada de los smartphones, que prácticamente cada dos o tres años dejan de ser funcionales para los nuevos programas de software cada vez más pesados.

Estos cambios sociales vinieron acompañados de una oleada de desregulaciones y de una constante reducción del Estado del bienestar. La información pasó a ser uno de los bienes más preciados: la institución capaz de reaccionar de forma más veloz a lo que sucede es, normalmente, la que puede alcanzar una situación privilegiada. El otro gran cambio de la acumulación flexible «fue la total reorganización del sistema financiero global y el surgimiento de mayores capacidades de coordinación financiera» (p. 184). Este movimiento fue doble: por un lado apuntaba hacia la creación de «conglomerados e intermediarios financieros de extraordinario poder global» y, por el otro, hacia una descentralización acelerada «de actividades y corrientes financieras a través de la creación de instrumentos financieros y mercados totalmente nuevos». Resumiéndolo en una palabra actual: la financiarización, el dinero virtual, el dinero líquido que se mueve por las redes, a menudo, despojado de todo vínculo no ya con el oro, sino con cualquier producto material. «Gran parte del flujo, de la inestabilidad y el torbellino puede atribuirse directamente a esta mayor capacidad de desplazamiento del capital que parece olvidar casi por completo las restricciones de tiempo y espacio que normalmente pesan sobre las actividades materiales de la producción y el consumo.» (p. 189).

De los tres pilares que sostenían el fordismo, las corporaciones se impusieron como líder indiscutible, como lo siguen siendo a día de hoy. El adelgazamiento del Estado del bienestar y la reducción de los sueldos, que se presentó con la excusa de la crisis de los años 70 como una medida necesaria para contener el gasto, «fueron transformados por los neo-conservadores en una simple virtud del gobierno. Se difundió así la imagen de gobiernos fuertes que administraban poderosas dosis de remedios desagradables a fin de restaurar la salud de las economías enfermas.» Curioso que los gobiernos fuertes sean aquellos que caen implacables sobre la clase obrera y los menos afortunados, y no los que son capaces de parar los pies a la acumulación desaforada de capital.

La excusa de los Estados, por supuesto, fue que debían competir entre ellos y que, si no se frenaban las pretensiones obreras o si se atendía a sus quejas, el capital huiría. Por ello, además de frenar los derechos obreros, los Estados debían crear un clima de seguridad y de bienestar para los negocios y volverse «empresariales», gestionando los países como si fuesen empresas. Y sin olvidar el papel que jugaron las instituciones internacionales (el FMI y el Banco Mundial), impuestas como jueces cuando eran parte interesada en el proceso y que siempre aconsejaban políticas restrictivas y austeras (de gasto público) e incluso sólo abrían su crédito a los países que cumplían estas recetas.

No sólo los Estados se volvieron «empresariales»: su forma de actuar modificó cómo concebimos hoy en día «ámbitos de la vida tan diversos como el gobierno urbano, el crecimiento del sector productivo informal, la organización del mercado laboral, la investigación y el desarrollo, y llega incluso a los confines de la vida académica, literaria y artística» (p. 196). La flexibilización de esta época «acentúa lo nuevo, lo transitorio, lo efímero, lo fugitivo y lo contingente de la vida moderna»; no es de extrañar, por ejemplo, que surjan conceptos como la Modernidad líquida de Bauman, que ponen de manifiesto la desaparición de los valores sólidos y tradicionales. La acción colectiva se vuelve más difícil, pues los valores que se dan por supuestos en la acumulación flexible son la competitividad y el individualismo.

Pero aunque la acumulación flexible sea una nueva forma de capitalismo, sigue siendo una forma de capitalismo. Por ello, se le aplican los mismos presupuestos, sacados de Marx, que Harvey ya desgranó en Los límites del capital (1982) y que resume en:

  • 1. El capitalismo tiende al crecimiento, que, según su ideología, es «a la vez inevitable y positivo»; por ejemplo, la palabra crisis se define como falta de crecimiento.
  • 2. El crecimiento de los valores depende de la explotación de la fuerza de trabajo, por lo que siempre habrá una pugna entre distintas clases y un recurso a la fuerza.
  • 3. El capitalismo es técnica y organizativamente dinámico, pues la competencia obliga a todos a mejorar la producción.

Estas «tres condiciones necesarias del modo de producción capitalista» son, como ya demostró Marx, inconsistentes y contradictorias, por lo que inevitablemente el capitalismo tiende siempre hacia una crisis. De hecho, tiende periódicamente hacia crisis de hiper-acumulación, definida como «una condición en la que la oferta de capital ocioso y de trabajo ocioso existirán una junto a otra, sin que se encontrara la manera de unir estos recursos ociosos para realizar tareas socialmente útiles» y caracterizada por, entre otros: «capacidad productiva ociosa, saturación de mercancías y exceso de inventarios, excedentes de capital dinero (…) y alto desempleo».

Para evitar o contrarrestar esta tendencia a la hiper-acumulación, el capitalismo ha optado por diversas vías:

  • 1. La devaluación de las mercancías, la capacidad productiva o el dinero. Sin embargo, este proceso tiene un coste social muy alto y es difícil de mantener en el tiempo, por lo que a menudo acaba revelando las costuras del propio capitalismo y significando una revolución (de derechas o izquierdas).
  • 2. El control macroeconómico, es decir, cierto intervencionismo (no necesariamente por parte del Estado, puede haber otros agentes). Es lo que sucedió, en cierto modo, durante el pacto que se dio entre el fordismo y el keynesianismo tras la Segunda Guerra Mundial.
  • 3. La absorción de la hiper-acumulación a través de un desplazamiento temporal y espacial. Puede ser temporal (que implica destinar recursos actuales a explorar usos futuros y que, en general, acaba suponiendo la aceleración en el tiempo de rotación de los productos) «de modo que el aumento de velocidad de este año absorba el exceso del año anterior»; puede ser espacial, lo que supone la producción de nuevos espacios capitalistas (a través de inversiones en infraestructura, por ejemplo) o una combinación de los dos anteriores, que ha sido la más habitual en el capitalismo.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, se podían intentar desplazamientos temporales y espaciales, en general, dentro de los propios países o en algunos países de ultramar, aunque de forma tan limitada que el único recurso de los anteriores era la devaluación. A partir de 1945 «surge una estrategia más o menos coherente de acumulación construida en torno del control de la devaluación y la absorción de la hiper-acumulación por otros medios» (p. 208). Se combinó la devaluación, controlada, con la obsolescencia planificada y el pacto entre los tres estamentos actuó como control macroeconómico que contenía la lucha de clases, redirigía el cambio tecnológico y organizativa y mantenía ciertas líneas de producción bajo control estatal. Sin embargo, una gran parte de los buenos resultados que dio el sistema se debieron a los desplazamientos temporales y espaciales.

El régimen fordista de acumulación resolvió el problema de hiper-acumulación durante el largo boom de posguerra, fundamentalmente a través del desplazamiento espacial y temporal, Hasta cierto punto, la crisis del fordismo puede interpretarse por lo tanto como el agotamiento de las opciones para manejar el problema de la hiper-acumulación. El desplazamiento temporal suponía amontonar deuda sobre deuda, hasta el punto de que la única estrategia viable para el gobierno era monetizarla. En efecto, esto se llevó a cabo imprimiendo tanto dinero como para dar lugar a un brote inflacionario que redujo radicalmente el valor real de las deudas pasadas (los mil dólares tomados en préstamo diez anos antes tienen poro valor después de un período de alta inflación). El tiempo de rotación no podía acelerarse fácilmente sin destruir el valor de los activos fijos. Se crearon nuevos centros geográficos de acumulación: el Sur y el Oeste norteamericanos, Europa Occidental y Japón además de un espectro de países de reciente industrialización. Cuando estos sistemas de producción fordistas maduraron, se convirtieron en nuevos centros de hiper-acumulación, a menudo altamente competitivos. Se intensificó la competencia espacial entre sistemas fordistas geográficamente distintos, con los regímenes más eficientes (como el japonés) y los de costos de mano de obra más reducidos (como los que se encuentran en los países del Tercer Mundo donde las nociones de un contrato social con la fuerza de trabajo faltaban o bien se implantaban débilmente), mientras que otros centros caían en paroxismos de devaluación a través de la desindustrialización. La competencia espacial se intensificó, en particular después de 1973, cuando se agotó la capacidad para resolver el problema de la hiper-acumulación a través del desplazamiento geográfico. Por consiguiente, la crisis del fordismo fue una crisis tanto geográfica como geopolitica, como también una crisis del endeudamiento, de la lucha de clases o del estancamiento de las corporaciones dentro de cada Estado nacional en particular. Se trataba simplemente de que los mecanismos involucrados en el control de las tendencias a la crisis se vieron finalmente avasallados por el poder de las contradicciones subyacentes del capitalismo. Parecía no quedar otra opción que caer nuevamente en una devaluación como la que había tenido lugar en el período 1973-1975 o 1980-1982, como medio esencial para manejar la tendencia hacia la hiper-acumulación. A menos que se pudiera crear algún otro régimen superior de producción capitalista que asegurara una base sólida para la posterior acumulación en una escala global.

La acumulación flexible se ha constituido como «una simple recombinación de dos estrategias básicas definidas por Marx para obtener ganancia»: la plusvalía absoluta, que consiste en los beneficios obtenidos al alargar la jornada de los trabajadores sin aumentar los salarios, y la plusvalía relativa, que consiste en mejorar las condiciones (organizativas, tecnológicas) del proceso productivo para que sea más eficiente, y que premia a las empresas que innovan más en tecnología. A consecuencia de las dos estrategias anteriores, la acumulación flexible se ha convertido en una especie de «fordismo periférico» que se desplaza a lugares donde la fuerza de trabajo no tenga tanta fuerza y deba aceptar condiciones laborales peores. Ello nos lleva, claro, a la deslocalización, las subcontratas y la explotación de los emprendedores a sí mismos de que hablaba Byung-Chul Han en Psicopolítica, pero también al auge de «un estrato altamente privilegiado y con cierto grado de poder dentro de la fuerza de trabajo», es decir, con los controladores del espacio de los flujos, en palabras de Manuel Castells, o, por extensión, con el concepto de la clase creativa que parece tener preeminencia en nuestras ciudades hoy en día.

Bajo las condiciones de la acumulación flexible, pareciera que sistemas de trabajo rivales pueden existir al mismo tiempo, en el mismo espacio, como para que los empresarios capitalistas puedan elegir a voluntad entre ellos. Los mismos diseños de camisa pueden producirse en grandes fábricas de la India, en cooperativas de producción de la «Tercera Italia», en talleres de trabajo expoliado en Nueva York y Londres o mediante los sistemas de trabajo familiares en Hong Kong. El eclecticismo en las prácticas laborales parece ser tan marcado en esta época como el eclecticismo de las filosofías y gustos posmodernos. (p. 211)

Puesto que, en definitiva, la crisis del fordismo ha acabado resultado una «crisis de la forma temporal y espacial», a estos dos conceptos dedica Harvey el resto del libro.

Desarrollo desigual (II): escalas, crisis y la tierra plana

Seguimos con el análisis de Desarrollo desigual. Naturaleza, capital y la producción del espacio, de Neil Smith. En la primera entrada vimos el concepto de naturaleza y cómo era contradictorio y avanzaba hasta volverse ideología; y luego recordamos la concepción de la producción del espacio en Lefebvre.

El capital no llega a un mundo en blanco, sino que hereda unas concepciones tanto de la geografía como de la naturaleza. Sin embargo, recordando la frase de Marx: la «naturaleza que precedió a la historia humana […] no existe ya en nuestros días», puesto que ha sido modificada para obtener rédito de ella (incluso aquellas partes de las que no se extrae rédito directo caen bajo esta modificación, como, por ejemplo, la hegemonía del paisaje urbano modifica la concepción del paisaje rural). Lo mismo sucede con la geografía: a medida que el capital se va imponiendo, agrupa los patrones espaciales existentes en «una jerarquía de escalas espaciales cada vez más sistemática». Estas son la urbana, la del Estado nación y la global (aunque en posteriores epílogos a la obra, el propio Smith ampliará la lista).

La centralización del capital encuentra su más completa expresión geográfica en el desarrollo urbano. Por medio de la centralización del capital, el espacio urbano es capitalizado y transformado en un espacio absoluto de producción. Si bien la diferenciación geográfica fundada en la centralización del capital también acontece en otras escalas espaciales, en estas los resultados no son ni directa ni exclusivamente el producto de la centralización. En la escala urbana, sin embargo, es donde está implicada una combinación de fuerzas más compleja, y donde el patrón final surge con mayor «claridad» que en cualquier otro lugar. (p. 185)

«Con el desarrollo de la ciudad capitalista se produce una diferenciación sistemática entre el lugar de trabajo y el lugar de residencia, entre el espacio de la producción y el espacio de la reproducción-» (p. 185) Diferencia que, no lo olvidemos, tiende a disolverse en estas eras de psicopolítica: el teletrabajo, el llevarse el trabajo a casa, contestar un mail desde el teléfono o ampliar la formación fuera del trabajo; incluso convertir el domicilio en la empresa (youtubers, influencers que comparten su día a día).

Smith defendía, en 1984, que los límites de la producción determinaban los límites de la ciudad («los límites geográficos de los mercados de trabajo cotidianos expresan los límites de la integración espacial a escala urbana: donde los límites urbanos se han extendido demasiado, la fragmentación y el desequilibrio amenazan la universalización del trabajo abstracto; donde están muy restringidos en términos geográficos, la fuerza de trabajo urbana se encuentra limitada y surge la posibilidad de un estancamiento prematuro en el desarrollo de las fuerzas productivas»), algo que él mismo matizará en los epílogos pero que no ha dejado de tener importancia: gran cantidad de las nuevas formas urbanas que se han establecido a finales del siglo pasado y principios de éste (edge cities, ciudad difusa, ciudad multinodal y tantos otros) responden a las necesidades del capitalismo. No olvidemos que el propio espacio de las ciudades y las viviendas han entrado en el mercado y son ya un producto de consumo.

La siguiente escala es la global, aunque no entraremos en detalle hasta los epílogos. Y la tercera escala es la del Estado-nación.

El capitalismo hereda una estructura geográfica de ciudades-estado, ducados, reinos y otros espacios absolutos localizados y parecidos que están bajo el control de Estados precapitalistas y que el propio capital se encarga de transformar. Con el incremento en la escala de las fuerzas productivas y la internacionalización del capital, el Estado capitalista combina e incorpora algunos de estos Estados de menor tamaño dentro del Estado nación, cuya extensión geográfica tiene su límite inferior en la necesidad de controlar un mercado lo suficientemente grande (de trabajo y mercancías) como para alimentar la acumulación. En su límite superior, un Estado nación muy grande tiene dificultades para mantener el control político sobre su territorio. Sin importar cuánto influya en ella, la determinación real de los límites de la escala del Estado nación no se encuentra en la dialéctica de igualación y diferenciación, sino en la esfera de la política, es decir, en una serie de negociaciones históricas, de compromisos y guerras. Lo que queda determinado de forma precisa es un conjunto de jurisdicciones territoriales establecidas en el paisaje por medio de alambradas, puestos aduaneros, cercas y guardias fronterizos, que da por resultado una subdivisión del planeta en 160 o más espacios absolutos diferenciados.

En el mundo volátil y dinámico de la acumulación de capital, esta subdivisión política del planeta ha sido un arreglo destacable por su estabilidad para organizar la expansión y acumulación de capital. A pesar de cuán sustancial haya sido la reestructuración de los espacios nacionales tras ambas guerras mundiales y la descolonización del mundo subdesarrollado, la similitud del mapa mundial de 1980 con el de 1900 es mayor de lo que uno podría imaginar para un periodo de ocho décadas en la historia del capitalismo. Con toda claridad, la división de la clase trabajadora en unidades nacionales y el fomento de las ideologías nacionalistas fueron factores importantes para producir esta estabilidad. Siempre y cuando la economía mundial continuara creciendo y la acumulación a escala global se lograra por medio de mecanismos económicos de exportación de capital (en todas sus formas) y no por medio de la invasión colonial directa, no hubo necesidad de que el Estado como tal siguiera expandiéndose. De hecho, cuando llega la devaluación y la crisis, la división del mundo en Estados nación demuestra ser un mecanismo útil para desplazar los efectos más destructivos de la competencia del nivel económico de la empresa individual a la esfera política del Estado. (p. 192-3)

¿Por qué las escalas urbana y estatal son tan distintas, en el sentido de que la primera es tan fluida y la segunda, tan rígida? Por un lado, porque el control político directo sobre un territorio no es necesario para su explotación ni para que el capital siga obteniendo réditos. Por el otro, por la creación de ciertas instituciones internacionales (FMI, Banco Mundial, ONU) que cumplen algunas de las funciones de un Estado internacional. Y, por el otro, por la necesidad de un control político más directo de la clase obrera: «Es difícil imaginar que, después de la Primera Guerra Mundial, el capital británico pudiera haber controlado a los trabajadores alemanes desde Londres o que, después de la Segunda Guerra Mundial, los trabajadores europeos pudieran haber sido controlados desde Washington, DC» (p. 194)

Si tomamos prestada la imagen de Nigel Harris, el capital es como una plaga de langostas: se asienta en un lugar y lo devora todo para luego moverse y azotar otro. Más aún, en el proceso de recuperación del azote, la región madura y facilita el siguiente ataque de la plaga. Así, el desarrollo desigual es, en última instancia, la expresión geográfica de las contradicciones del capital, donde el anclaje geográfico del valor de uso y la fluidez del valor de cambio se traducen en las tendencias contradictorias de la diferenciación y la igualación. (p. 203)

En las conclusiones, Smith destaca el papel que juegan las crisis en la configuración del espacio. Durante las crisis «se delimitan nuevos patrones [geográficos] como parte de una reestructuración del espacio geográfico que no tiene precedentes» y «en los periodos de expansión esto equivale a rellenar los patrones más o menos establecidos de un momento histórico anterior». Además de poner el ejemplo de la Segunda Guerra Mundial, señala que su época (recordemos: el libro es de 1984) también es uno de estos momentos de crisis, refiriéndose a todos los cambios que se sucedieron tras las crisis económicas de 1973 y que supusieron el fin del fordismo y del estado del bienestar y la contraofensiva del capital por medio de la devaluación de las rentas del trabajo y la globalización.

El primer epílogo data de 1990 y recorre algunos cambios en la concepción del espacio. «En su obra Postmodern Geographies, Ed Soja realiza la crónica y analiza de forma incisiva el redescubrimiento del espacio en el trabajo de Foucault, Poulantzas, Sartre, Althusser, Giddens y Habermas, por nombrar solo algunos.» Durante todo el siglo XX han ido, por un lado, «el arraigado historicismo de la teoría social» y, por el otro, «el aislamiento introspectivo que domina la mayor parte de la geografía del siglo XX» hasta que, en sus últimas décadas, ambos tienden puentes para tratar de encontrarse.

El planteamiento de Frederic Jameson es tal vez el más notable, entre los realizados de forma externa al discurso geográfico, que ha tratado de devolver centralidad al espacio. En 1984, Jameson argumentó que «un modelo de cultura política apropiado para nuestra situación tendría que preguntarse por necesidad acerca de las cuestiones espaciales, en tanto son estas su preocupación constitutiva central». Si damos crédito a la improbable fuente de Kevin Lynch, Jameson defiende la sugerencia de que «una estética de la cartografía cognitiva» es el enfoque apropiado para esta política cultural. Desde el discurso geográfico, el trabajo de David Harvey ha sido, sin duda, el de mayor influencia desde los años ochenta por sus esfuerzos para establecer un «materialismo histórico geográfico». Si hay una «nueva espacialidad implícita en lo posmoderno», como sugiere Jameson, esta podría explicar el amplio entusiasmo generado por La condición de la postmodernidad de Harvey. En esta obra trata de conectar el léxico cultural que caracteriza al posmodernismo con el sentido de los cambios políticos, económicos y sociales que acompañan la reconfiguración del capitalismo tardío. Aquí los paralelismos entre Jameson y Harvey, a propósito de la reafirmación del espacio, son innegables, aunque se aproximan a ella desde diferentes puntos. (p. 220)

Recordemos que Jameson acababa El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado con una invitación a trazar nuevos mapas cognitivos e incluso a trazar una ruptura con «el espacio mundial del capital multinacional» para dejar de ser «neutralizados por nuestra doble confusión espacial y social».

Además, vuelve a La producción del espacio de Lefebvre para loar el modo en que el francés distinguió los tres tipos de espacios: el real o social, el ideal o mental y el espacio metafórico.

Hay en la obra de Lefebvre un planteamiento acerca de que el espacio contemporáneo del capitalismo es una metáfora. Y si tomamos prestada la frase con la que Habermas describió al modernismo, diríamos que para Lefebvre el espacio se volvió «dominante y a la vez quedó muerto» con el advenimiento del capitalismo del siglo XX. En este caso, la muerte del espacio es provocada por la representación abstracta que de él produce el capitalismo. El mundo de la producción y del intercambio de mercancías, la lógica y las estrategias de comunicación, el régimen opresivo del Estado, la expansión de las redes de transporte y comunicación, todo ello ha producido un espacio abstracto que, simultáneamente, se desconecta de los paisajes de la vida cotidiana y aplasta las diferencias existentes. Es así que el espacio es «llevado a la ruina». «El Estado aplasta al tiempo al reducir las diferencias a repeticiones y circularidades […] El espacio regresa en su forma hegeliana», como un espacio que de hecho está muerto porque es una imposición conceptual del Estado, que es la razón por la que es también dominante. Esta dominación tiene un doble sentido porque el espacio es productor y reproductor primario de las relaciones sociales y, a la vez, fuente de una violencia opresora: una faceta de «la producción del espacio abstracto» es «la metaforización general que, al ser aplicada a las esferas histórica y acumulativa, las transfiere a ese espacio donde la violencia está investida de racionalidad y donde una racionalidad de la unificación es usada para justificar la violencia». (p. 224)

Smith lo ejemplifica con la gentrificación en Nueva York y cómo las autoridades tratan de dar significado al espacio. El ayuntamiento, en el momento en que considera algunos espacios estigmatizados (paso previo a la gentrificación), «los da por perdidos» y organiza una redada policial para reconquistarlos; o, como traduce Smith: «devolverlo al espacio abstracto controlado por el Estado, en términos de Lefebvre». Los manifestantes coreaban la consigna: «¿De quién es el parque? ¡Nuestro!».

Lo importante de este ejemplo está en destacar el papel de la escala de la lucha por el control del espacio. Esta empezó como una lucha por el parque, pero su escala se expandió geográficamente hasta llegar a comprender a todo el barrio como parte de la expansión política de la lucha, incluyendo a diferentes grupos y tipos de organizaciones y lugares. Esto sugiere que la política espacial no solo pone en práctica la metáfora de que los acontecimientos «toman lugar», también revela que la verdadera contienda se refiere al lugar del poder para determinar la escala de lucha: quién define el lugar a ser tomado (el fragmento o fragmentos de Lefebvre) y sus fronteras. Esto también sugiere que las luchas exitosas en contra del espacio abstracto avanzan «saltando escalas». Al organizar los espacios fractales al nivel de una escala en un lugar consistente y conectado, las luchas pueden moverse hacia la siguiente escala en la jerarquía. De ahí la importancia de entender la producción del espacio como la producción de una jerarquía de escalas anidadas dentro de la escala global, y de entender cómo se construyen estas jerarquías. (p. 230)

El segundo epílogo data de finales de 2007.

En los últimos 25 años, desde que se escribió Desarrollo desigual, el capitalismo y su geografía han cambiado de manera notable. La globalización, la informatización de la vida cotidiana, la implosión del Estado socialista en la Unión Soviética y Europa del Este, la reafirmación de la religión en la política mundial, la revolución industrial sin precedentes en el este de Asia y la concomitante capitalización de China, los movimientos antiglobalización y por la justicia social mundial, el calentamiento global, la generalización de la gentrificación como política urbana mundial, el ascenso de la biotecnología, el Estado neoliberal, la guerra por la hegemonía global dirigida por Estados Unidos bajo el disfraz de la guerra contra el terrorismo: estos y muchos otros procesos han alterado de forma profunda la faz del capitalismo del siglo XXI. La que fuera la estable división de posguerra entre el Primer, el Segundo y el Tercer Mundo, que ya era sospechosa en la década de 1980, carece en nuestros días de cualquier coherencia y nos resulta curiosa y tan propia de los años setenta. Asimismo, resulta sospechosa cualquier distinción precisa entre lo rural y lo urbano en un mundo que está urbanizado en un 50 %, de la misma manera que cualquier división entre la ciudad central y el suburbio en la era de los centros gentrificados y las periferias corporativas de vanguardia. Frente a esto, la desigualdad del desarrollo capitalista nos parece más fragmentada que nunca en sus múltiples frentes. (p. 237)

Smith se siente tentado de incluir en esta lista el 11S, pero lo rechaza porque lo esencial no fue tanto el acontecimiento como las reacciones a él, usadas por Estados Unidos «para consolidar la hegemonía global -tan deseada, esporádica y, en última instancia, quimérica- de la clase dominante asentada en Estados Unidos». El desarrollo desigual, como demuestra con los muchos ejemplos que propone, no ha hecho más que expandirse y convertirse en el rostro del capitalismo; un capitalismo desbocado que se da por sentado, que se concibe como algo natural, a lo que es impensable ponerle trabas.

Finalmente Smith habla de The World is Flat, novela del autor Thomas Friedman donde explica la revelación que sintió al estar jugando a golf en el Silicon Valley» de la India, rodeado por los mismos rascacielos, personas y empresas que podrían rodearlo en Nueva York. «Cariño», le dijo a su esposa, «el mundo es plano». En efecto, el embate neoliberal de la economía estadounidense ha homogeneizado el planeta hasta el punto de suponer «el fin de la geografía».

Pero esta concepción es falsa, claro. Cuando llegó la crisis económica de finales del siglo XX… ¿qué nombre recibió? La crisis asiática; ah, las fronteras habían vuelto. La geografía sólo ha muerto para una clase pudiente que dispone de gran cantidad de lugares en el mundo fabricados a imagen y semejanza de aquellos que consideran suyos. Enormes rascacielos, oficinas a las que se accede en coche privado con chófer, aeropuertos cerca de esos espacios para que no tengan que perder tiempo en desplazamientos, clubes de golf y de campo, hoteles de lujo y restaurantes de estrella Michelin pueblan el planeta.

El Marx del que Friedman se olvida es el Marx de la teoría de la crisis, la división del trabajo, la clase social, la muerte por pobreza, así como el Marx de la crítica contundente a las fantasías de autorrealización capitalistas, que suponen que competencia, propiedad privada y avaricia de clase políticamente sancionadas y orquestadas nos llevarán a todos, de alguna manera, hacia un mundo mejor. Friedman ignora por completo al Marx que señaló que las fuerzas de diferenciación están profundamente arraigadas y son fundamentales para el funcionamiento y la supervivencia del capitalismo. Esta postura puede deberse a que Friedman es un determinista tecnológico confeso, cuya creencia le hace pensar que la tecnología puede abatir todas las enfermedades sociales y que la clase es un «actitud mental» —una actitud que puede seducir y hacer parecer que el mundo es plano cuando uno tiene la posibilidad de pagarse un billete y volar a voluntad a ocho mil metros de altura de manera confortable en los asientos de primera clase—. No obstante, para quienes están abajo, ya sea en el altiplano de Zimbabue o en el delta de Bangladesh, el precio de ese pasaje supera con mucho su ingreso anual, y el estilo de vida neoyorquino de rentas mensuales de 7.000 dólares por apartamentos multimillonarios —incluso de una sola habitación—, tiene la apariencia de una montaña imposible de escalar. Para ellos, Nueva York solo puede ser visto en la distancia.

En un breve intermedio, Friedman reconoce que el mundo no es del todo plano, pero insiste en que las fuerzas aplanadoras van a predominar. Y puesto que él lucha por mitigar la pobreza, apoya a la Fundación Bill y Melinda Gates, cuyo caritativo lema es: «Colaboraremos horizontalmente». Esta eliminación de la verticalidad del poder es conveniente e interesada, dada la capacidad del capital financiero de Microsoft, de tal modo que el respaldo otorgado por Friedman a la ontología plana que define la visión de Gates, solo termina por suavizar con efectividad la desigualdad global. En la práctica, el desarrollo geográfico desigual es el producto de la dialéctica entre las tendencias contradictorias de la igualación y la diferenciación. (p. 250-1)

Se nos ha dicho de manera insistente que el globalismo neoliberal ha cambiado el mundo, pero si algo ha reafirmado una y otra vez son los fundamentos del capitalismo liberal; y esto lo ha logrado sin necesidad de eliminar al Estado y su regulación. Aunque muchos Estados se han desentendido de la responsabilidad asociada a la reproducción social de sus poblaciones, es cierto también que los aparatos del Estado se han convertido de manera selectiva en entidades empresariales, lo que quiere decir que se han convertido en catalizadores de una expansión capitalista sin precedente.

(…) En la década de 1970, la escala de acumulación de capital en las economías más ricas del mundo había superado la habilidad de los Estados nación para regular la actividad económica interna. La actividad económica se desbordó cada vez más sobre y a través de las fronteras nacionales, exigiendo una desregulación nacional, al tiempo que una regulación internacional. En la década de 1980, la mayor parte de las transacciones económicas a través de las fronteras fueron intraempresariales, es decir, se realizaron dentro de las propias corporaciones. En este contexto, la idea misma de la existencia de distintas economías nacionales se volvió cada vez más inapropiada. La posibilidad de un capitalismo globalmente integrado había sido planteada con anterioridad. De hecho, la propuesta de una «Doctrina Monroe global», elaborada por Woodrow Wilson después de la Primera Guerra Mundial, esbozó una versión viable de la ambición estadounidense global (que no continental). Esta primera idea fue derrotada por la resistencia interna, la oposición externa y por un nacionalismo reaccionario endógeno. Un segundo intento se produjo, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, con la fundación de la Organización de las Naciones Unidas y, en especial, del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (más tarde llamado Organización Mundial de Comercio). Este intento se frustró por la Guerra Fría, a la vez que se recurría a un nacionalismo regresivo y autodestructivo. Durante mucho tiempo inactivas, estas instituciones surgidas de la Segunda Guerra Mundial volvieron a la vida después de los años setenta, justo al avecinarse el tercer intento de la ambición global estadounidense. Esta nueva jugada en pro del poder global —reinventada como neoliberalismo y como solución a las crisis de los años setenta, que fueron descritas en la primera edición de este libro— recibió un impulso significativo desde el final de la Guerra Fría, pero de ninguna manera coincidió con un proyecto de americanización. En realidad, se trataba de un proyecto de clase que unía por interés común —incluso cuando peleaban acerca de cómo competir entre sí— a diversos grupos dominantes localizados alrededor del mundo, desde Washington hasta Pretoria y desde Shanghái hasta Ciudad de México. Del mismo modo, el neoliberalismo vinculó de forma creciente a los trabajadores textiles de Dacca, Bangladesh, con los de Nueva York, y a los recolectores de plátano en el Caribe con los sindicatos europeos. Desde la década de 1980, las victorias del movimiento de los trabajadores han sido sobrepasadas con mucho por las derrotas. La norma es ahora la organización internacional y no la nacional. Junto con el intermitente movimiento antiguerra y los distintos frentes del movimiento global por la justicia social, los trabajadores han logrado al menos hacer del neoliberalismo y la globalización los objetivos de una aguda atención crítica, de una nueva ola de protesta y de oposición política.

El desarrollo desigual en la escala global ha estado asociado a una descomunal desigualdad social y geográfica dentro de las economías nacionales, lo que resulta visible no solo en economías ascendentes como la china o la india, también en el corazón del capitalismo del siglo XXI, en Estados Unidos, la desigualdad económica se ha profundizado. Esta nación siempre se ha caracterizado por una enorme desigualdad social, y aunque en el cuarto de siglo posterior a la Segunda Guerra Mundial esta permaneció estable e incluso disminuyó en ocasiones, hacia principios de los años setenta, la desigualdad socioeconómica se intensificó rápidamente. En concreto, mientras en las últimas cuatro décadas los salarios de los trabajadores han permanecido fijos o han disminuido, los ingresos del 1 % más rico se han triplicado.

(…) En la escala urbana, la gentrificación, que a principios de los años ochenta era todavía un fenómeno emergente, se ha convertido en una estrategia urbana global. La espectacular inversión en los centros urbanos ya no es una experiencia exclusiva de Londres, Sidney, Nueva York o Amsterdam, sino de muchas otras ciudades alrededor del mundo. La gentrificación ha florecido de manera horizontal y vertical, afectando a ciudades en todos los continentes (excepto, presumiblemente, la Antártida), alcanzando también a las ciudades que se encuentran en lo más bajo de la jerarquía urbana. La gentrificación ha pasado de ser un acontecimiento aislado de mercados de vivienda selectos a un elemento dominante de las políticas de planeación urbana. Cuando se combina con la suburbanización global de las ciudades, hace parecer profético el pronóstico de Henri Lefebvre, quien en 1970 planteó que la urbanización reemplazaría a la industrialización como motor del cambio social. Así, la construcción de la ciudad se ha convertido en una fuerza geográfica motora de la acumulación de capital, es decir, en una fuente de producción de abundantes plusvalías. El gobierno financiero y las funciones de control de la economía global podrán estar todavía concentradas en Nueva York, Tokio y Londres, pero las nuevas ciudades globales de Asia, de América Latina y, cada vez más, de África, son los nuevos talleres del capital global. El urbanismo global es un proceso bastante contradictorio —que viene alimentado de manera centralizada por la migración campo-ciudad que contribuye a sostener la industrialización—; de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas, en 2006 la población urbana mundial excedió por primera vez el 50 % del total de la población mundial. Por su parte, la gentrificación centraliza la ciudad, la suburbanización la descentraliza y la migración campo-ciudad conduce a la recentralización de la metrópolis. Y cada uno de estos procesos demanda un análisis escalar del desarrollo urbano desigual en un mundo globalizado. (p. 255-258)

Acabamos con las palabras de Donna Haraway, «una de nuestras más creativas pensadoras, ante un público atónito: «Si tuviera que ser honesta conmigo misma, he perdido la habilidad de pensar cómo sería un mundo más allá del capitalismo».

Espacios del capital (II): la producción del entorno urbano

Seguimos con el análisis de Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, de David Harvey. En la primera entrada analizamos la reflexión sobre el papel social de la geografía que hacía Harvey y un análisis sobre la (falsa) neutralidad de la ciencia a partir de los postulados de Malthus y Marx sobre la superpoblación y la repartición de recursos.

En el cuarto artículo, titulado «Rebatir el mito marxiano (al estilo Chicago)«, Harvey contrapone la ideología, según él, burguesa, de la Escuela de Chicago, a los postulados marxistas. La Escuela de Chicago la hemos analizado a menudo (de la mano de Javier García Vázquez, Ulf Hannerz, Francisco Javier Ullán de la Rosa y, más recientemente, Josep Picó e Inmaculada Serra), por lo que no entraremos en mucho detalle. Se trata de la primera escuela de sociología urbana, afincada en una ciudad, Chicago, que creció de modo extraordinario sobre todo gracias a la inmigración. Las personas se distribuyeron por la ciudad en función de su procedencia étnica, pero también pro clases, religión o raza.

El primer punto para alcanzar un entendimiento es el establecimiento de un «sistema hegemónico de conceptos, categorías y relaciones para entender el mundo». Aquí Harvey ya señala las primeras distinciones: como él, que empezó como «científico social burgués» y, tras no quedar convencido con la teoría, dio el salto a marxista, que le llevó «siete años» de lectura sólo para disponer de un vocabulario preciso, explica que los primeros, los chicaguianos, sólo necesitan desarrollar un vocabulario propio; mientras que los marxistas necesitan entrar en diálogo con el pensamiento burgués: «el primero es una representación del mundo obtenida desde el punto de vista del capital mientas que el segundo es una representación del mundo obtenida en función de la oposición del trabajo

Los de Chicago (y, con ellos, la sociología del momento, incluso las disciplinas sociales) daban por sentado que se podía alcanzar una ciencia objetiva, neutra: libre de sesgos de clase. Esto lleva, asegura Harvey, a una «excesiva fragmentación del conocimiento»: cada uno en su torre de marfil, con sus temas acotados. Siempre se desbordarán, lógicamente; pero llega un momento en que hay que ser consciente de que se está en otro ámbito y dar un paso atrás. ¿A qué se dedica un «sociólogo urbano»?, ¿en qué momento debe dejar sus estudios si lo lleva a, por ejemplo, analizar la economía? Recordemos que la Escuela de Chicago operó, sobre todo, en los años 20-40 del pasado siglo; y recordemos también que fue Castells, a finales de los 60, quien replanteó el objeto de la sociología urbana con La cuestión urbana, buscando una nueva justificación teórica a por qué el estudio de las ciudades era esencial. Y lo era por la economía, como también concluirá Harvey.

Pero no nos adelantemos. Además de la fragmentación, el propio funcionamiento de la ciencia positivista impedía abordar los problemas de fondo. Si las ciencias sociales de los 50 podía permitirse un enfoque fragmentado, la de los 60, con problemas de fondo como el racismo, la desigualdad social o la expresión a los grupos minoritarios, que además tenía un fuerte componente urbano, ya no podía aceptar ese enfoque.

Las crisis capitalistas no sólo se traducen en crisis de la ciencia social burguesa porque ésta se fragmente de maneras inapropiadas para entender aquéllas. La ciencia social burguesa se inclina, por ser burguesa, a interpretar los asuntos sociales basándose en intereses y funciones opuestos dentro de la totalidad social, que se percibe como real o potencialmente armoniosa en su funcionamiento. Las teorías políticas pluralistas, la economía neoclásica y la sociología funcionalista tienen eso en común. (p. 87)

En épocas de crisis, «los economistas políticos (…) se limitan a decir que todo iría bien si la economía se comportara de acuerdo con sus libros de texto». La teoría marxista, en cambio, «es primordialmente una teoría de la crisis». Volvemos a la teoría que ya expusimos en la primera entrada: el marxismo estudia las relaciones. Una acción sencilla (Harvey habla de «cavar una zanja») «no se puede entender sin comprender del todo el marco social del que forma parte». «El significado se interioriza en la acción, pero sólo podemos descubrir lo que la acción interioriza mediante un estudio y uan reconstrucción cuidadosos de las relaciones que ésta expresa con los sucesos y las acciones que la rodean».

Aplicado a lo urbano, «encontramos ciudades en diversos tiempos o lugares, pero la categoría «ciudad» o «urbano» cambia de significado de acuerdo con el contexto en el que la encontremos». Y, de nuevo, volvemos al Lefebvre de La producción del espacio.

Para entender «las formas de urbanización capitalistas«, Harvey despliega toda una batería teórica que resumimos a continuación. La base de «lo urbano» se encuentra en los dos procesos de la acumulación y la lucha de clases. El capital domina el trabajo y lo organiza a fin de obtener beneficios. Los trabajadores venden su labor en forma de mercancía. «El beneficio deriva de la dominación del trabajo por el capital pero los capitalistas en cuanto clase deben, si quieren reproducirse, expandir la base del beneficio. Llegamos así a una concepción de la sociedad basada en el principio de «acumular por acumular, producir por producir»».

Existen contradicciones, claro. Cada capitalista, actuando en su interés, busca algo opuesto a sus intereses de clase: que exista un mercado capaz de consumir sus productos. Si se oprime hasta lo indecible a la clase obrera, ésta no podrá consumir sus productos. Esta contradicción crea «una persistente tendencia a la sobreacumulación», «la condición en la cual se produce demasiado capital en relación con las oportunidades de encontrar usos rentables para el mismo». Esto genera las crisis periódicas del capitalismo («caída de los beneficios, capacidad productiva ociosa, sobreproducción de mercancías, empleo», etc.).

El segundo grupo de contradicciones se da en el antagonismo entre capital y trabajo. Un capital desbocado lleva a salarios mínimos y una clase obrera que no puede consumir; cuando es al revés, los trabajadores aumentan sus salarios, lo que supone «la reducción de la tasa de expansión de las oportunidades de empleo». En ambos casos, se crean «crisis de desproporcionalidad». El tercer conjunto de contradicciones se da entre el sistema capitalista y los sectores precapitalistas o socialistas (de los que cada vez quedan menos, vaya). Y, finalmente, la dinámica entre el capital y los recursos naturales.

El sistema de producción capitalista exige un entorno específico para funcionar. Se basó en una separación entre el lugar de trabajo y el de residencia. Además, necesitó la creación de un entorno construido que «funcionaba como medio colectivo de producción de capital». Parte del entorno hay que destinarlo al transporte de mercancías («el aniquilamiento del espacio por el tiempo» del que habló Marx), además de todo lo que la aparición y acumulación del capital conlleva (banca, administración, coordinación, etc.).

Pero también es necesario un paisaje de consumo, opuesto al de trabajo. Y, asimismo, un espacio de para la reproducción de la fuerza de trabajo. Estos dos modifican y conforman la vida personal de los trabajadores, que queda también a merced del capital. «La socialización de los trabajadores que se da en el lugar de residencia -con todo lo que esto implica respecto a las actitudes de trabajo, consumo, ocio y demás- no puede dejarse al azar.» Finalmente, «la colectivización del consumo mediante el aparato estatal se convierte en una necesidad para el capital», por lo que «la lucha de clases se interioriza en el Estado y en sus instituciones asociadas».

Todas estas contradicciones se interiorizan en la creación del entorno construido. Por ejemplo, «la sobreacumulación crea condiciones marcadamente favorables a la inversión en el entorno construido». Este trasvase acaba provocando que las crisis inmobiliarias vayan asociadas (o sean precursoras) de las crisis económicas (como sucedió en el crack del 29 o con el auge de la aparición de oficinas en 1969-73 en Estados Unidos y Reino Unido o, por supuesto, en 2008).

Otra de las batallas persistentes en el entorno urbano se expresa por «las condiciones de trabajo y la tasa salarial». Las leyes y el poder capitalista se imponen mediante el Estado para hacer cumplir su voluntad; por otro lado, están las demandas de los trabajadores y su capacidad de organizarse. Aquí es donde Harvey coloca el territorio de la sociología urbana tradicional (burguesa): en la configuración de las relaciones que adopta la clase obrera, en su fragmentación, para enfrentarse (o adaptarse, sobrevivir, llámenlo como quieran) al capital. Recordemos que la Escuela de Chicago dedicó todo tipo de estudios a los guetos, los negros, las bandas juveniles y las jóvenes del taxi-dance hall, pero ninguno a los blancos anglosajones protestantes o a las clases altas. «No fue accidental que para trabajar en sus cadenas de montaje Ford usara casi exclusivamente inmigrantes recién llegados y que United Steel, al enfrentarse a sus propios problemas de trabajo, recurriera a trabajadores negros del sur para reventar las huelgas.» Estos elementos, económicos y sociales, tienen un gran peso en las relaciones de la clase obrera entre sí.

Por todo ello, la lucha de clases se desplaza de su lugar autóctono, el trabajo, a «todas aquellas relaciones contextuales de la lucha de clases en el lugar de trabajo»; es decir, a prácticamente todo. La educación era una exigencia básica de la clase trabajadora, «pero la burguesía pronto comprendió que la educación pública podía movilizarse contra los intereses de aquella», o un sistema sanitario público que «define la mala salud como la incapacidad para ir a trabajar».

Toda esta estructura teórica, sin embargo, funcionará mientras lo haga el contexto. En el momento en que cambien las relaciones, habrá que modificar también la forma en que las comprendemos, alerta Harvey.

Aristóteles comentó en una ocasión que con que sólo hubiera un punto fijo en el espacio exterior, podríamos construir una palanca para mover el mundo. El comentario nos dice mucho de las imperfecciones del pensamiento aristotélico. La ciencia social burguesa es heredera de las mismas imperfecciones. Intenta dar una visión del mundo desde fuera, descubrir puntos fijos (categorías de conceptos) sobre cuya base se pueda elaborar un entendimiento «objetivo» del mundo. En general el científico social burgués intenta abandonar el mundo mediante un acto de abstracción para entenderlo. El marxista, por el contrario, siempre intenta establecer un entendimiento de la sociedad desde dentro, en lugar de imaginar algún punto exterior. El marxista encuentra todo un conjunto de palancas para el cambio social dentro de los procesos contradictorios de la vida social e intenta alcanzar un entendimiento del mundo apretando fuertemente esas palancas. (p. 102)

El peso económico de las ciudades europeas

Compartimos un reportaje aparecido en la web elordenmundial.com sobre el peso económico de las principales ciudades europeas en relación al PIB que producen. Se observan fenómenos muy interesantes como la centralidad de Madrid (o el eje Madrid-Barcelona en España) o París, frente a la distribución regional que hay en Italia o Alemania (naciones con una historia bastante distinta y conformadas por una unión de regiones más o menos autónomas).

Link a la noticia original: aquí.

El mapa del peso económico de las ciudades en Europa

31 enero, 2021


Las capitales suelen convertirse en espacios que concentran la población y riqueza de sus respectivos países, y es frecuente que sean la mayor ciudad de cada Estado. Sin embargo, en el mapa del peso económico de las ciudades en Europa, no todos los sistemas urbanos se comportan igual, y mientras que en algunos países europeos las capitales generan macrocefalias urbanas que ahogan al resto del territorio nacional, o a una parte importante de él, privándolo de recursos, población y riqueza, en otros existen sistemas urbanos bien jerarquizados o sistemas urbanos policéntricos.

Toda ciudad, por pequeña que sea, genera una macrocefalia sobre su entorno. A su vez, las ciudades tienden a jerarquizarse en el mapa según su peso económico, demográfico o cultural, sea en Europa o en cualquier otra región. Normalmente ocurre mediante ciudades grandes con servicios muy especializados, ciudades medias con servicios regionales y pequeñas ciudades de ámbito comarcal. El problema se genera cuando esta macrocefalia aumenta su área de influencia sobre toda una región o sobre todo el país, destruyendo en su crecimiento la jerarquía urbana del resto del territorio y privando de oportunidades, recursos y mano de obra al mismo. Esto les convierte en el único lugar con funciones especializadas en cientos de kilómetros a la redonda.

Estas macrocefalias son más evidentes y normales en Estados pequeños, y más preocupantes en Estados de mayor tamaño que deberían tener capacidad de poseer varias ciudades con diferentes niveles de funciones. Por ejemplo, en Malta o Luxemburgo, las ciudades de La Valeta y Luxemburgo concentran la inmensa mayoría de la población y el PIB de sus respectivos países. O en Estonia y Letonia, donde Tallin y Riga poseen un 65 y 70% del PIB, respectivamente.

No obstante, para detectar una macrocefalia no solamente hay que fijarse en el porcentaje de PIB o población concentrado en una ciudad, sino también en si existen más ciudades con tamaños y funciones intermedias, o en la riqueza y población que quedan en el resto del país.

España concentra un tercio de su riqueza en Madrid y Barcelona, en lo que se denomina un sistema bicéfalo —con dos cabezas de similar importancia—, y solamente reparte el 22,4% del PIB fuera de las regiones urbanas con más de 1% de PIB, siendo el país de Europa con mayor desequilibrio. Esto implica que la base del sistema es débil, con gran parte del territorio sin apenas actividades económicas. Tampoco existen ciudades intermedias entre el binomio de Madrid-Barcelona y el resto de la red, profundizando aún más los desequilibrios. Por último, Madrid ejerce una de las más claras macrocefalias de Europa, donde solamente Zaragoza y ciudades periféricas próximas a la costa llegan a poseer un 10% del PIB de la capital, dejando la mayor parte del interior del país desestructurado en favor de Madrid.

París ejerce otra poderosa macrocefalia sobre el norte de Francia. Sin embargo, tiene un sur y una costa atlántica mejor estructurados. Por su parte, Londres concentra también un tercio del PIB británico, pero la macrocefalia londinense no está tan marcada, y si bien no hay una ciudad que pueda competir individualmente con Londres, el conjunto del área urbana de las Tierras Medias, con ciudades como Liverpool, Mánchester, Birmingham o Leicester, sí que lo hace. Esto genera un desequilibrio entre en eje Londres-Liverpool, donde se acaba concentrando más de la mitad del PIB, y el resto del país.

Italia y, sobre todo, Alemania son ejemplos de redes urbanas bien estructuradas, aunque ambas presentan algunos desequilibrios internos. A favor de ambas juega el hecho de haberse formado a partir de la unión de varios pequeños países que tenían sus propias estructuras urbanas. En Alemania existe un sistema de muchos núcleos con varias grandes ciudades especializadas, aunque Berlín va conformando una macrocefalia sobre Alemania del Este. En Italia existe un desequilibrio norte-sur, con un sistema urbano ejemplar en el norte y una red urbana más endeble en el sur.

La sociedad red (III): cambios en el trabajo y las empresas

Llegamos a la tercera entrada de La sociedad red, primer volumen de la monumental trilogía de Manuel Castells La era de la información. Si la primera entrada trataba sobre Las nuevas tecnologías y la segunda sobre la nueva economía, en esta reseñamos los capítulos 3 y 4, centrados respectivamente en La empresa red y La transformación del trabajo y el empleo.

La tesis de partida de Castells en cuanto a la organización empresarial es que la nueva lógica organizativa está relacionada con el proceso de cambio tecnológico pero no depende de él; hay elementos comunes para todas las empresas, pero al mismo tiempo el factor cultural de cada lugar sigue siendo relevante.

Sean cuales fueren las causas, lo que es evidente es que durante los años 80 se produjeron una serie de cambios estructurales en las empresas. Algunos autores lo han atribuido al paso del fordismo al postfordismo, otros a las consecuencias de la crisis económica de los 70, que se podrían interpretar como el agotamiento del sistema de producción en serie; o una crisis de rentabilidad que sufría el proceso de acumulación de capital.

Cuando la demanda se volvió impredecible en cantidad y calidad, cuando los mercados se diversificaron en todo el mundo y, en consecuencia, se dificultó su control, cuando el ritmo del cambio tecnológico hizo obsoleto el equipo de producción de cometido único, el sistema de producción en serie se volvió demasiado rígido y costoso para las características de la nueva economía. (p. 204)

Las empresas fueron ganando flexibilidad, y esta flexibilidad vino por muchas rutas distintas: la subcontratación de empresas pequeñas y medianas, la deslocalización de la industrialización, el sistema de franquicias. Sin embargo, las grandes empresas, pese a volverse más flexibles y mucho más adaptadas a un mercado cambiante, nunca dejaron «el centro de la estructura de poder económico en la nueva economía global».

Castells destaca el paso de las grandes empresas verticales de la época fordista a empresas de redes horizontales y pone el ejemplo de Cisco Systems, una empresa que a lo largo de los años 90 externalizó su producción industrial y creó una página web muy eficiente que conectaba directamente a los clientes con la red de empresas que manufacturaba el producto; la propia Cisco se encargaba de la gestión de esta línea de suministros y del desarrollo industrial del producto, no de fabricarlo. Nos vienen a la mente las palabras de Naomi Klein en No logo que citamos en Urbanalización de Francesc Muñoz: «Tommy HIlfiger se ocupa menos de fabricar ropa que de poner su firma. La sociedad está íntegramente dirigida por medio de acuerdos de explotación bajo licencia, y Hilfiger pasa todos sus productos a un conjunto de sociedades distintas: Jockey fabrica la ropa interior Hilfiger, Pepe Jeans London fabrica los Jeans Hilfiger, Oxford Industries fabrica las camisas Tommy, la Sride Rite Corporation fabrica su calzado. ¿Qué fabrica Tommy Hilfiger? Nada.”

Como hizo Max Weber al plantearse la ética bajo el capitalismo, Castells se pregunta: ¿cuál es la base ética del informacionalismo? «El capitalismo sigue operando como la forma económica dominante», por lo que «el ethos empresarial de la acumulación y el atractivo renovado del consumismo, son las formas culturales impulsoras en las organizaciones del informacionalismo». Pero ha surgido una nueva unidad: la empresa red.

Por primera vez en la historia, la unidad básica de la organización económica no es un sujeto, sea individual (como el empresario o la familia empresarial) o colectivo (como la clase capitalista, la empresa, el Estado). Como he tratado de exponer, la unidad es la red, compuesta por diversos sujetos y organizaciones, que se modifica constantemente a medida que se adapta a los entornos que la respaldan y a las estructuras del mercado. (p. 253)

Es una red tan extensa que no se apoya en una cultura común; ni en una serie conjunta de instituciones, porque abarca una gran diversidad de entornos. «Pero hay un código cultural común en sus diversas formas de funcionamiento.» «Es una cultura, en efecto, pero una cultura de lo efímero, una cultura de cada decisión estratégica, un mosaico de experiencias e intereses, más que una carta de derechos y obligaciones. Es una cultura multifacética y virtual, como las experiencias visuales creadas por los ordenadores en el ciberespacio mediante el reordenamiento de la realidad.»

El «espíritu del informacionalismo» es la cultura de la «destrucción creativa», acelerada a la velocidad de los circuitos optoelectrónicos que procesan sus señales. Schumpeter se encuentra con Weber en el ciberespacio de la empresa red. (p. 254)

Como es lógico, todos estos cambios que sólo parecen afectar a una elite superconectada acaban filtrándose hasta todas las capas de la sociedad, especialmente en la forma de la organización del trabajo. Muchos de los procesos que ya se estaban dando se agilizaron durante la llegada del informacionalismo, por lo que Castells acaba separando dos grandes épocas: 1920-1970, y 1970-1990. Tocamos el tema de forma sólo tangencial, pero, de nuevo, recomendamos la lectura del capítulo (y del libro) a todos los públicos.

Los rasgos generales que acaban conformando el «anteproyecto de la sociedad informacional» son:

  • los trabajos agrícolas se van eliminando;
  • el empleo industrial sigue descendiendo hasta convertirse en una mano de obra muy especializada de ingenieros y gestores;
  • los servicios de producción, así como la salud y educación, encabezan el crecimiento del empleo;
  • los puestos de trabajo en tiendas minoristas y servicios suponen las actividades de escasa cualificación de la nueva economía.

En contra de la creencia habitual de que se está pasando de una sociedad industrial a una sociedad de servicios, incluso de que es la evolución lógica del capitalismo el paso de la una a la otra, Castells destaca que el informacionalismo adopta formas distintas en cada país en función de su cultura y circunstancias; «en otras palabras, centrarse en el «modelo de economía de servicios» significa para un país que el resto está ejerciendo su papel como economía de producción industrial». Es decir, la estructura de empleo de, por ejemplo, Estados Unidos o Japón (que Castells ha situado como dos ejemplos distintos de economía de servicios o bien modelo de producción industrial) «refleja sus diferentes formas de articulación en la economía global y no sólo su grado de ascenso en la escala informacional». Dicho de otro modo, no hay una serie de pasos en la escala «industrial a informacional», sino una serie de situaciones características que se plasman de modos distintos.

¿Existe una mano de obra global, por lo tanto? Existe una clara tendencia hacia la interdependencia: las empresas se han vuelto globales y también sus redes; el comercio internacional tienen un profundo impacto sobre las condiciones de empleo y trabajo; así como los efectos de la competencia global y el nuevo modo de gestión flexible. Muchos países en vías de desarrollo, por ejemplo, han experimentado una ola de industrialización enorme. Sin embargo, la imagen de fábricas enormes con sistemas en vías de desarrollo no se corresponde con la realidad; una fábrica de México y una de Japón funcionan con productividad similar, pero los costes de la mano de obra son completamente distintos. Por lo tanto, en una primera instancia, la deslocalización de las empresas no supone un cambio directo en las condiciones del empleo de los lugares donde se instala; sin embargo, «sus efectos indirectos transforman por completo las condiciones e instituciones laborales de todas partes».

Cada vez será más difícil para las compañías japonesas continuar con las prácticas de empleo vitalicio para el 30% privilegiado de su mano de obra, si han de competir en una economía abierta con las compañías estadounidenses que practican el empleo flexible. El efecto entrecruzado de la globalización económica y la difusión de las tecnologías de la información está induciendo y posibilitando la producción escueta, la reducción de tamaño, la reestructuración, la consolidación y las prácticas de gestión flexible. Los efectos indirectos de estas tendencias sobre las condiciones laborales en todos los países son mucho más importantes que el impacto mensurable del comercio internacional o el empleo directo transnacional.

Así, aunque no existe un mercado de trabajo global unificado y, por lo tanto, tampoco una mano de obra global, sí hay una interdependencia global de la mano de obra en la economía informacional. Esta interdependencia se caracteriza por la segmentación jerárquica del trabajo, no entre los países, sino a través de las fronteras. (p. 294)

Dicho de otro modo: «El nuevo modelo de producción y gestión global equivale a la integración del proceso de trabajo y la desintegración de la fuerza de trabajo simultánemente.» Lo cual, como ya sabemos, supone elevar la polarización social, algo a lo que el propio Castells no es ajeno y alerta de que se puede redirigir con «políticas deliberadas»; pero, dejadas por su cuenta, las fuerzas de la competencia sin restricciones empujarían al empleo y la estructura social hacia la polarización. Surge un nuevo trabajador en la empresa red: el de tiempo flexible.

Uno de los resultados del paso al informacionalismo es la individualización del trabajador en el proceso de trabajo. Con los mercados personalizados en nichos cada vez más estrechos, se descentraliza la gestión, se segmenta el trabajo y también se fragmentan las sociedades. Esto se evidencia en cuatro grandes rasgos:

  • Jornada laboral flexible, no limitada a las 35-40 horas semanales;
  • el trabajo flexible está orientado a la tarea y no incluye el compromiso de empleo futuro;
  • localización: dada la multiplicidad de sedes y nodos que forman parte de la empresa, un número creciente de trabajadores lleva a cabo su tarea fuera del centro de trabajo principal; con la pandemia actual, esta cifra no ha hecho más que crecer;
  • contrato social: del trabajador se esperaba cierto compromiso con la empresa y sus valores o la disposición a realizar horas extras; de la empresa, estabilidad, un sueldo acorde, beneficios sociales y una carrera laboral predecible. Ese contrato queda cada vez más obsoleto.

De nuevo, estas tendencias encuentran caminos distintos en cada país (Castells cita los ejemplos de Holanda, donde una política de trabajos flexibles, contratos eventuales y a tiempo parcial fue respaldada por el apoyo del gobierno y la institución de la plena cobertura del sistema sanitario nacional; y Japón, donde se desarrolló una política de trabajos a tiempo completo con compensaciones sensiblemente inferiores a las del trabajo a tiempo completo que agravó la «lógica del mercado dual»).

El modelo prevaleciente de trabajo en la nueva economía basada en la información es el de una mano de obra nuclear, formada por profesionales que se basan en la información y a quienes Reich denomina «analistas simbólicos», y una mano de obra desechable que puede ser automatizada o contratada/despedida/externalizada según la demanda del mercado y los costos laborales. Además, la forma de funcionamiento en red de la organización empresarial permite el outsourcing y la subcontrata como formas de exteriorizar la mano de obra en una adaptación flexible a las condiciones de mercado. Los analistas han distinguido acertadamente entre varias formas de flexibilidad en los salarios, la movilidad geográfica, la posición ocupacional, la seguridad contractual y las tareas realizadas, entre otras. Con frecuencia, todas estas formas se agrupan en una estrategia interesada para presentar como inevitable lo que en realidad es una decisión empresarial o política. No obstante, es cierto que las tendencias tecnológicas actuales fomentan todas las formas de flexibilidad, por lo que, en ausencia de acuerdos específicos para estabilizar una o varias dimensiones del trabajo, el sistema evolucionará hacia una flexibilidad multifacética y generalizada para los trabajadores, tanto altamente especializados como no especializados, y las condiciones laborales. Esta transformación ha sacudido nuestras instituciones, induciendo una crisis en la relación entre el trabajo y la sociedad. (p. 337)

Las consecuencias son diferentes en cada país: por ejemplo, en Estados Unidos, epítome del nuevo trabajo flexible, supone la desigualdad de rentas y la caída de los salarios; en Europa, donde la presencia sindical es mayor, se traduce en un desempleo creciente debido a la entrada limitada de trabajadores jóvenes y la salida anticipada de los mayores, que suelen tener más antigüedad y mejores condiciones laborales y, por lo tanto, las empresas tratan de substituirlos. Hasta la mano de obra nuclear, «aunque mejor pagada y más estable, está sometida a la movilidad por la reducción del periodo de vida laboral».

La pertenencia a grandes empresas o incluso a países ha dejado de tener privilegios porque la competencia global intensificada sigue rediseñando la geometría variable del trabajo y los mercados. Nunca fue el trabajo más central en el proceso de creación de valor. Pero nunca fueron los trabajadores (prescindiendo de su cualificación) más vulnerables, ya que se han convertido en individuos aislados subcontratados en una red flexible, cuyo horizonte es desconocido incluso para la misma red. (p. 334)

La sociedad red (II): los cambios en la economía

Como ya dijimos en la presentación de este primer volumen de La era de la información titulado La sociedad red, el sociólogo Manuel Castells procede tema a tema para estudiar el paso de una sociedad industrial a una sociedad informacional, cambio de paradigma generado por el surgimiento durante los años 70 a 90 del siglo pasado de una serie de tecnologías (de la información y la comunicación) que permitieron la reestructuración de la configuración del sistema social. La primera entrada estudiaba el surgimiento de estas nuevas tecnologías y por qué su aparición supuso tal cambio en el paradigma; en esta segunda entrada, Castells estudia los efectos de estas tecnologías sobre la economía mundial.

En el último cuarto del siglo XX surgió una nueva economía a escala mundial. La denomino informacional, global y conectada en redes para identificar sus rasgos fundamentales y distintivos, y para destacar que están entrelazados. Es informacional porque la productividad y competitividad de las unidades o agentes de esta economía (ya sean empresas, regiones o naciones) dependen fundamentalmente de su capacidad para generar, procesar y aplicar con eficacia la información basada en el conocimiento. Es global porque la producción, el consumo y la circulación, así como sus componentes (capital, mano de obra, materias primas, gestión, información, tecnología, mercados), están organizados a escala global, bien de forma directa, bien mediante una red de vínculos entre los agentes económicos. Está conectada en red porque, en las nuevas condiciones históricas, la productividad se genera y la competencia se desarrolla en una red global de interacción entre redes empresariales. (p. 111)

La información no es un producto en sí: es la forma en que permite gestionar el resto de los productos. La importancia que tiene sobre un sistema económico es la forma como permite gestionar (y aumentar) la productividad.

La llegada de las TIC creó una economía verdaderamente global: hasta entonces había sido «mundial» en el sentido de que todas las economías del mundo funcionaban del mismo modo, basada en la acumulación de capital; pasó a ser global porque empezó a funcionar en tiempo real como una sola unidad. Eso supuso una nueva ola de competencia entre los agentes económicos, «desempeñada por las empresas pero condicionada por el Estado» que convirtió a algunos sectores de algunas regiones en muy productivos pero también provocó una destrucción creativa en grandes segmentos de la economía. «En otras palabras, la economía industrial tuvo que hacerse informacional y global o derrumbarse. Un ejemplo que viene al caso es la espectacular descomposición de la sociedad hiperindustrial, la Unión Soviética, debido a su incapacidad estructural para pasar al paradigma informacional y seguir su crecimiento en un aislamiento relativo de la economía internacional.» (p. 135)

A medida que este proceso se iba ampliando, se creaba un mercado global cuyo rendimiento es el que determinaba el destino de las economías en su conjunto. Es decir, y como veremos más adelante, el precio de no formar parte de la globalización era mucho más alto que el de formar parte de ella.

La siguiente pregunta que se hace Castells: si la economía se ha vuelto global… ¿se ha vuelto también global el trabajo? La respuesta es compleja. Existe un trabajo que la sociedad informacional demanda y que es altamente cualificado: altos ejecutivos, analistas financieros, consultores, científicos, ingenieros, programadores… y que, por lo tanto, «no sigue las reglas habituales en lo que se refiere a normas de inmigración, salarios o condiciones de trabajo». Sucede lo mismo con otras profesiones como diseñadores, actores, estrellas del deporte, gurús espirituales, criminales: si son capaces de generar suficiente valor añadido, «son capaces de comprar en todo el mundo… y de ser comprados. Estas élites son pocas personas, pero muy significativas, por lo que Castells concluye que «el mercado para el trabajo más valorado sin duda se está revalorizando.»

Para el resto, sin embargo, la situación es ambivalente. Las tasas de natalidad de Norteamérica y Europa, por ejemplo, suponen que los flujos migratorios hacia ellas seguirán aumentando, por lo que existen oportunidades para cambiar significativamente de forma de vida; sin embargo, y en general, «aunque el capital es global, y las redes de producción del núcleo están cada vez más globalizadas, la inmensa mayoría del trabajo es local» (p. 168)

Explica más adelante Castells que, a pesar de la percepción habitual de que las economías informacionales son postindustriales, lo que han hecho es deslocalizar la industria, que no ha bajado en cómputo global, sino que se ha situado en otras regiones. Por ello, la red globalizada lo que demanda sobremanera es una clase dirigente para gestionar estas redes; pero la mayor parte del trabajo sigue siendo poco cualificada para hacer funcionar los productos que dichas redes mueven. Un apunte interesante sería estudiar la relación entre esta clase de gestores o personas muy famosas que Castells dice que «no alcanza las decenas de millones» con el concepto de clase creativa de Richard Florida que exploramos, por ejemplo, hablando de la obra de Martha Rosler Clase cultural, que son un número bastante mayor y cuya existencia está teniendo grandes efectos sobre la forma en que se diseñan y construyen las ciudades actuales.

La economía global no es una economía planetaria, aunque tenga un alcance planetario: no alcanza a todos los territorios, ni todos los procesos, ni incluye el trabajo de todas las personas, aunque sí afecta, directa o indirectamente, a los medios de vida de toda la humanidad. Existen unas redes planetarias de «creación de valor y apropiación de riqueza» que se vinculan a los sectores y territorios valiosos y que descartan todo aquello que «carece de valor según lo que se valora en las redes», y que por lo tanto queda desconectado de ellas.

En los últimos años del siglo xx ha surgido una economía global, en el sentido preciso definido en este capítulo 109. Resultó de la reestructuración de las empresas y los mercados financieros tras la crisis de los años setenta. Se expandió utilizando las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Fue posible, y en gran medida inducida, por políticas gubernamentales deliberadas. La economía global no fue creada por los mercados, sino por la interacción entre los mercados y gobiernos e instituciones financieras internacionales que actuaron en representación de los mercados… o de su idea de lo que deberían ser los mercados. (p. 172)

Ni la tecnología, por disruptiva que fuese, ni la economía privada podían haber desarrollado por sí solas la economía global. Los agentes decisivos fueron los gobiernos (en particular el G7) y sus instituciones internacionales auxiliares, el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, y tres políticas interrelacionadas:

  • la desregulación de la actividad económica interna;
  • la privatización de las compañías controladas por el sector público;
  • la liberalización del comercio y la inversión internacional.

Políticas que se iniciaron en Estados Unidos en los 70, pasaron al Reino Unido en los 80 y allí a la Unión Europea, hasta convertirse en un estándar común del sistema económico internacional en los noventa. Castells destaca que es trabajo de los historiadores abordar cómo sucedió todo este proceso, pero lo explica brevemente y, dado su interés, lo seguimos en unos cuantos detalles.

El punto de inflexión fue la llegada al poder de Reagan y Thatcher, ambos partidarios del libre mercado. En el continente europeo, el fracaso económico de Mitterrand dio fuerzas a la visión contraria, la política llevada a cabo por Helmut Kohl y Felipe González de construir una Europa «en torno a los principios de una economía de mercado atemperada con la compasión y una economía social de mercado». No fue una imposición de la derecha: «a finales de siglo, 13 de los 15 países de la UE estaban gobernados por socialdemócratas que (…) apoyaban esta estrategia pragmática».

El hombre clave en conseguir que la globalización se volviese planetaria, señala Castells, fue Bill Clinton, que se rodeó de una élite del mundo financiero («Robert Rubin, antiguo presidente de Goldman & Sachs y hombre de Wall Street»). Apoyados en las tres instituciones antes citadas (FMI, BM, OMC), la elección era clara: subirse a la globalización o ver cortado el flujo de crédito. «Sólo después de que las economías se liberalizaban acudía a ellas el capital global.» La primera ronda de la globalización de los años 80 había dejado las economías de los países latinoamericanos y africanos muy maltrechas «al imponer políticas de austeridad para el pago de la deuda»; Rusia y sus antiguos satélites trataban de pasar a una economía de mercado, lo que supuso un colapso económico inicial. A eso se le sumó la crisis asiática de 1997-98; ante tal panorma, el BM y el FMI acudían al rescate… si los gobiernos aceptaban las recetas del FMI para la salud económica. «Ésta era la lógica: si un país decidía permanecer fuera del sistema (por ejemplo, el Perú de Alan García en los años ochenta) era castigado con el ostracismo financiero y se derrumbaba, verificando así la profecía autocumpliente del FMI.» (p. 178)

Para economías orientadas al exterior, como los casos de China y la India, era esencial acceder al mercado internacional. Pero para ello, debían adherirse a las reglas ya impuestas en dicho comercio, que pasaban por «desmantelar gradualmente la protección de las industrias no competitivas por su tardío acceso a la competencia internacional». En una espiral, como ya la ha bautizado Castells, de profecía autocumplida, cuantos más países se sumaban al club, más difícil era para los otros seguir su propio camino.

¿Por qué entran los gobiernos en este espectacular avance hacia la globalización, socavando de ese modo su propio poder soberano? Si rechazamos las interpretaciones dogmáticas que reducirían a los gobiernos a su papel de “comité ejecutivo de la burguesía”, el asunto es bastante complejo. Requiere diferenciar cuatro niveles de explicación: los intereses estratégicos percibidos de un determinado Estado-nación, el contexto ideológico, los intereses políticos del liderazgo y los intereses personales de quienes ocupan los cargos. (p. 179)

Los intereses de Estados Unidos estaban claros: «una economía global abierta e integrada es una ventaja para las empresas estadounidenses y para las empresas radicadas en Estados Unidos, y por tanto para la economía estadounidense». En Europa, que adoptó la globalización en forma del Tratado de Maastricht, se percibió que era el único modo de competir en un mundo «cada vez más dominado por la tecnología estadounidense, la manufacturación asiática y los flujos financieros globales». Japón lo adoptó con reticencias, pero, tras una crisis económica profunda, no le quedó otro remedio que aceptar aperturas progresivas. China e India, como ya hemos comentado, necesitadas del comercio exterior, tuvieron que aceptar la desaparición progresiva de sus aranceles a las inversiones extranjeras. Los países emergentes fueron más o menos forzados, como hemos comentado, por la espiral del FMI y el BM; y las antiguas naciones soviéticas vieron aceptar la globalización como una ruptura definitiva con el pasado comunista.

El marco ideológico en el que sucedió todo esto fue el del colapso del estatismo y la «crisis de legitimidad sufrida por el estado del bienestar y el control gubernamental durante los años 80». Por doquier surgían ideólogos neoliberales («neoconservadores) a los que se unieron conversos «de pasado marxista, como filósofos franceses o hasta brillantes novelistas hispanoamericanos», hasta configurar lo que Ignacio Ramonet denominó el pensamiento único.

El interés político de los líderes está relacionado con el hecho de que muchos de ellos fueron escogidos en momentos en que la economía de su país estaba en retroceso, por lo que ligaron su éxito político al éxito financiero. La paradoja es que muchos de estos líderes provenían en su mayoría de la izquierda; pero Castells no habla de oportunismo, «sino más bien de realismo ante los nuevos desarrollos económicos y tecnológicos y de lo que se consideraba el camino más rápido para sacar a las economías de su estancamiento relativo» (p. 182).

Castells sostiene que «no es que el mundo financiero controle a los gobiernos; de hecho, ocurre lo contrario». Para gestionar las nuevas formas de la economía, los políticos necesitan un personal que incorpore dicho conocimiento; y este personal, que proviene de las finanzas, necesita rodearse de un equipo similar, que provenga del mismo entorno. Puesto que son los que acceden a las redes de las finanzas, su poder se vuelve desproporcionado y «establecen una relación simbiótica con los líderes políticos que llegan al poder gracias a su atractivo entre los votantes».

Esta explicación mezcla el tercer y el cuarto niveles: el interés político de los líderes y su interés personal. El interés personal se explica por una creciente fortuna personal obtenida a través de dos canales: «las recompensas financieras y los nombramientos lucrativos una vez dejan el cargo como resultado de la red de contactos establecida o como gratificación de las decisiones que hayan ayudado a hacer negocios», lo que se conoce como las puertas giratorias; o un segundo canal que es directamente la corrupción.

Por tanto, la economía global se constituyó políticamente. (…) Se requiere una perspectiva de política económica para entender el triunfo de los mercados sobre los gobiernos: los propios gobiernos buscaron semejante victoria en un histórico deseo de auto aniquilación. Lo hicieron para preservar o potenciar los intereses de sus estados en el contexto de la emergencia de una nueva economía y en el nuevo entorno ideológico que resultó del colapso del estatismo, la crisis del Estado de bienestar y las contradicciones del Estado desarrollista. Al actuar resueltamente a favor de la globalización (algunas veces esperando que tuviera un rostro humano), los líderes políticos también perseguían sus propios intereses políticos y, muchas veces, sus intereses personales, con diversos grados de decencia. Sin embargo, el hecho de que la economía global fuera inducida políticamente desde el principio no significa que pueda deshacerse políticamente en sus aspectos principales. (p. 184)

La economía global es una red de segmentos interconectados; una vez constituida, cualquier nodo que se desconecte pasa a ser ignorado por la red, sufriendo además un coste abrumador. «Así, dentro del sistema de valores del productivismo/consumismo, no existe una alternativa individual por países, empresas o personas», salvo un colapso catastrófico o la «autoexclusión de personas con valores completamente diferentes. Una vez constituida, la economía global es un rasgo fundamental de la nueva economía.»

Y esta nueva economía, desarrollada en Estados Unidos con muchos de los rasgos culturales de este país (espíritu emprendedor, individualismo, flexibilidad, multietnicidad, sumados a la desregulación y la liberalización de las actividades económicas), orbita alrededor de las finanzas y las nuevas tecnologías, sobre todo internet. Aquí Castells destaca cuatro niveles, que citamos; pero, dado que los datos son de hace 20 años, el panorama ha cambiado bastante:

  • primer nivel: las empresas de telecomunicaciones que proporcionan físicamente el acceso a la red;
  • segundo nivel: empresas de software;
  • tercer nivel: empresas que viven y proporcionan servicios en la red (Castells cita Yahoo! o e-bay, pero probablemente el ejemplo hoy serían Google o Facebook);
  • cuarto nivel: empresas que llevan a cabo transacciones basadas en la red, como Amazon.

La sociedad red, de Manuel Castells

La era de la información, del sociólogo Manuel Castells, es una trilogía formada por los libros La sociedad red (1996), El poder de la identidad (1997) y Fin de Milenio (1998), concebidos como un único y extenso estudio, aunque revisadas luego en el año 2000 para actualizarla e incluir parte de la gran cantidad de seminarios y comentarios que la obra suscitó. No es para menos: en ella, Castells proclama la llegada de un nuevo paradigma social y económico: la llegada de la era de la información, un cambio tan relevante para la sociedad como lo fue la llegada de la sociedad industrial.

Castells, del que hablamos en el apartado de la sociología urbana marxista de los años 60 a propósito de la obra de Francisco Javier Ullán de la Rosa, nació en España pero se fue pronto a vivir a Francia. Allí tuvo como profesor, entre otros, a Lefebvre (del que seguimos con la lectura de La producción del espacio, primera entrada, segunda entrada) y vivió el Mayo del 68, aunque no participó en él. En cuanto se convirtió en sociólogo urbano criticó la sobreexistencia de la ideología en la disciplina (La cuestión urbana es un estudio que trata de dejar claro que en las ciudades no se dan elementos sistémicos esencialmente distintos a los que se pueden dar en otros entornos, por lo que hubo que desarrollar una nueva teoría para explicar su importancia; según Castells, si la ciudad es importante es, sobre todo, por el consumo que se lleva a cabo en ella por parte de la clase trabajadora y por la relación que establece la fuerza de trabajo con los valores productivos; es decir, la ciudad entendida como un «nodo»).

A partir del estudio del consumo y dejando algo apartado el marxismo, Castells llegó a la economía y el papel de las nuevas tecnologías. Introdujo el concepto de espacio de los flujos en 1989 (del que hablaremos en este libro) y durante la década de los 90 se dedicó a escribir esta monumental trilogía, que le llevó 12 años. Sin más, pasamos a ella.

Permítannos acabar la presentación diciendo que la lectura de Castells es una delicia. Es un estudioso analítico, empírico, extraordinariamente bien estructurado, que presenta claramente los temas y procede hacia ellos con un gran despliegue de datos.

Este libro estudia el surgimiento de una nueva estructura social, manifestada bajo distintas formas, según la diversidad de culturas e instituciones de todo el planeta. Esta nueva estructura social está asociada con la aparición de un nuevo modo de desarrollo, el informacionalismo, definido históricamente por la reestructuración del modo capitalista de producción hacia finales del siglo XX. (p. 44)

Las sociedades, sigue Castells en el prólogo, están organizadas en torno a procesos humanos estructurados por relaciones de producción, experiencia y poder:

  • producción: la acción de la humanidad sobre la materia (naturaleza) en su propio beneficio para convertirla en un producto, el consumo de parte de este producto y la acumulación del excedente para la inversión;
  • experiencia: «la acción de los sujetos humanos sobre sí mismos, determinada por la interacción de sus identidades biológicas y culturales y en relación con su entorno social y natural. Se construye en torno a la búsqueda infinita de la satisfacción de las necesidades y los deseos humanos;
  • poder: la relación entre los sujetos humanos sobre esta base de producción y experiencia y la imposición de unos sujetos sobre otros mediante la violencia o la amenaza de dicha violencia; «las instituciones de la sociedad se han erigido para reforzar las relaciones de poder existentes en cada periodo histórico, incluidos los controles, límites y contratos sociales logrados en las luchas por el poder».

Las redes tejidas entre estos tres conceptos dan lugar a los tres volúmenes de la trilogía: economía, sociedad y cultura, aunque, por supuesto, no se trata de conceptos autónomos y están profundamente imbricados.

En el modo de producción industrial, la principal fuente de productividad es la introducción de nuevas fuentes de energía y la capacidad de descentralizar su uso durante la producción y los procesos de circulación. En el nuevo modo de desarrollo informacional, la fuente de la productividad estriba en la tecnología de la generación del conocimiento, el procesamiento de la información y la comunicación de símbolos.(p. 47)

El modelo keynesiano que originó una gran prosperidad económica tras la Segunda Guerra Mundial alcanzó su cenit a comienzos de los 70 y «su crisis se manifestó en forma de una inflación galopante». Dicha crisis provocó que los gobiernos y las empresas reestructurasen el sistema poniendo énfasis en «la desregulación, la privatización y el desmantelamiento del contrato social entre el capital y la mano de obra», lo que se conocía como el Estado del bienestar. Establecieron una serie de reformas que Castells resume en cuatro metas principales:

  • profundizar en la obtención de beneficios;
  • intensificar la productividad del trabajo y el capital;
  • globalizar la producción, circulación y los mercados;
  • conseguir que los estados se convirtiesen en aliados en esta búsqueda del beneficio, «a menudo en detrimento de la protección social y el interés público».

Estas metas sólo eran posibles porque se había desarrollado unas nuevas tecnologías que permitían el uso y transporte de la información por cauces casi instantáneos a lo largo del planeta, por lo que Castells habla de «sociedad informacional». Aquí hace una distinción entre sociedad de la información y sociedad informacional, del mismo modo que se puede hablar de sociedad de la industria y sociedad industrial: «una sociedad industrial no es sólo una sociedad en la que hay industria, sino aquella en la que las formas sociales y tecnológicas de la organización industrial impregnan todas las esferas de la actividad, comenzando con las dominantes (…) y alcanzando los objetos y hábitos de la vida cotidiana». Del mismo modo, la sociedad informacional es aquella donde la información ha alcanzado y modificado todos los ámbitos de la vida; la forma como ustedes leen esta entrada, por ejemplo en el ordenador de su domicilio, en su smartphone

Una duda que se nos suscita al respecto de las palabras de Castells: ¿es la sociedad informacional el siguiente paso lógico en la sociedad industrial -o postindustrial-, o es uno de los muchos caminos que podía haber tomado? Veremos en breve que Castells sitúa el origen de la globalización en el modo de trabajo que se daba a cabo en un pequeño lugar de California que acabaría siendo conocido como Silicon Valley. ¿Qué otros caminos podría haber llevado a cabo el capitalismo para volverse global?

Sin más, entramos en el primer capítulo: La revolución de la tecnología de la información. El primer punto necesario es explicar por qué se trata de una revolución, conclusión a la que llega tras comparar sus efectos en el día a día con los de la revolución industrial, «que se extendió a la mayor parte del globo durante los dos siglos posteriores», aunque con una expansión muy selectiva. En cambio, las nuevas tecnologías de la información se han expandido por el globo en apenas dos décadas, de 1970 a 1990.

El siguiente apartado es un resumen muy, muy recomendable sobre cómo se desarrollaron internet y otras tecnologías. Se escapa del tema del blog, aunque permítannos unos apuntes sobre la importancia que tuvo la contracultura americana y la primera cultura hacker en desarrollar la base de la actual internet. Como ya saben, Arpanet fue un desarrollo militar para conseguir una forma de comunicación en tiempo real entre distintas bases militares; pero el módem, por ejemplo, fue un desarrollo tecnológico de esta primera contracultura informática. La información pasó a estar indexada en función de su contenido, no de su localización, y luego se desarrolló el «hipertexto», estableciendo vínculos horizontales de información. Toda la información estaba jerarquizada de modo horizontal, no jerárquico; por ello se habla de red, y no de otro tipo de estructuras.

Una anécdota que cita Castells es la llegada de William Shockley a Palo Alto en 1955. Inventor del transistor, Shockley trató de levantar una empresa con ocho brillantes ingenieros de Bell Labs. La cosa no funcionó (se ve que Shockley era un hombre difícil de tratar) pero estos ingenieros fundaron la empresa Fairchild Semiconductors, donde en dos años inventaron el proceso planar y el circuito integrado y, al comprobar la potencialidad de dichas tecnologías, cada uno de ellos fundó su propia empresa. Así, Castells pone de manifiesto cómo la tecnología disruptiva que permitió que la información y la comunicación se extendiesen globalmente provino de núcleos muy pequeños pero con grandísimo poder de penetración. «Fue esta transferencia de tecnología de Shockley a Fairchild y luego a una red de empresas escindidas lo que constituyó la fuente inicial de innovación sobre la que se levantó Silicon Valley y la revolución de la microelectrónica.»

Pero un punto clave de este estilo no se crea de la nada: «requiere (…) la concentración espacial de centros de investigación, instituciones de investigación superior, compañía de tecnología avanzadas, una red de proveedores auxiliares de bienes y servicios y redes empresariales de capital riesgo para financiar las empresas recién constituidas». Una vez que un entorno así se ha generado, sin embargo, lo habitual es que desarrolle sus propias dinámicas y atraiga lo que necesita para seguir expandiéndose. Castells y Peter Hall (Ciudades del mañana) se lanzaron en 1988 a un viaje por el mundo para analizar los principales centros tecnológicos del planeta.

«Nuestro descubrimiento más sorprendente es que las viejas grandes áreas metropolitanas del mundo industrializado son los principales centros de innovación y producción en tecnología de la información fuera de los Estados Unidos.» El caso de Estados Unidos es distinto debido por un lado al «relativo retraso tecnológico de las viejas metrópolis», el «espíritu de frontera» y su «huida interminable de las contradicciones de las ciudades construidas y las sociedades constituidas».

La fuerza cultural y empresarial de las metrópolis (viejas o nuevas; después de todo, la zona de la Bahía de San Francisco es una metrópoli de más de seis millones de habitantes) las convierte en el entorno privilegiado de esta nueva revolución tecnológica, que en realidad desmiente la noción de que la innovación carece de lugar geográfico en la era de la información. (p. 100)

Sin estos empresarios innovadores (los que estuvieron en el origen de Silicon Valley, por ejemplo), «la revolución de la tecnología de la información habría tenido características muy diferentes y no es probable que hubiera evolucionado hacia el tipo de herramientas tecnológicas descentralizadas y flexibles» que existen hoy en día, con lo que aquí Castells ya nos ofrece una respuesta a la pregunta que planteábamos más arriba. «La innovación tecnológica se ha dirigido esencialmente al mercado», y los innovadores, los que consiguen cierto éxito, buscan establecer su empresa, a ser posible en Estados Unidos, lo que a su vez genera un efecto de atracción ya que «las mentes creadoras, llevadas por la pasión y la codicia, escudriñan constantemente la industria en busca de nichos de mercado en productos y procesos» (p. 102). Dicho de otro modo, este modelo tecnológico se da en un entorno muy concreto.

Acabamos el capítulo con los cinco paradigmas de la tecnología de la información, «que constituyen la base material de la sociedad red»:

  • la materia prima es la información: son tecnologías para actuar sobre la información, no sólo información para actuar sobre la tecnología;
  • su capacidad de penetración: puesto que la información es parte integral de toda actividad humana, todos los procesos individuales y colectivos quedan moldeados (no determinados) por el nuevo medio tecnológico;
  • la lógica de interconexión es la red: en primer lugar, porque es la menos estructurada de las estructuras y la que mantiene mayor flexibilidad, «ya que lo no estructurado es la fuerza impulsora de la innovación en la actividad humana»; y en segundo lugar, porque su crecimiento se vuelve exponencial, mientras que los costes de mantenimiento crecen de forma lineal;
  • el paradigma de la teoría de la información se basa en la flexibilidad; aunque Castells lo enuncia sin juicios de valor, «porque la flexibilidad puede ser una fuerza liberadora, pero también una tendencia represora si quienes reescriben las leyes son siempre los mismos poderes»;
  • y su quinta característica, la convergencia creciente de tecnologías específicas en un sistema altamente integrado.

En suma, el paradigma de la tecnología de la información no evoluciona hacia su cierre como sistema, sino hacia su apertura como una red multifacética. Es poderoso e imponente en su materialidad, pero adaptable y abierto en su desarrollo histórico. Sus cualidades decisivas son su carácter integrador, la complejidad y la interconexión. (p. 109)

La producción del espacio (II): el espacio social

Seguimos con el análisis del libro de Henri Lefebvre La producción del espacio, del que ya reseñamos el primer capítulo, Plan de la obra, en la anterior entrada. En esta ocasión, analizamos el segundo capítulo, titulado El espacio social, que se distingue del espacio mental (el de filósofos y matemáticos, el espacio «pensado) y del espacio físico (concepto ligado a los orígenes «naturales» del espacio), es un espacio producido; y para llegar a ello, Lefebvre justifica la elección de las palabras producción del espacio.

Según el pensamiento de Marx y Engels (que para el concepto de producción deriva en parte de Hegel, con su ambigüedad sobre «la Idea que produce el mundo, que produce al ser humano, que produce mediante sus luchas y trabajos la historia, el conocimiento y la conciencia de sí, esto es, el Espíritu que reproduce la Idea inicial y final»); para Marx y Engels, decíamos, «Nada hay en la historia y en la sociedad que no sea adquirido y producido. La misma «naturaleza», tal como es aprehendida en la vida social por los órganos sensoriales ha sido modificada, esto es, producida.» (p. 125)

¿Qué constituyen, a juicio de Marx y Engels, las fuerzas productivas? En primer lugar, la naturaleza; después, el trabajo, y en consecuencia la organización (división) del trabajo así como los instrumentos empleados, las técnicas y, por tanto, el conocimiento. (p. 126)

¿La naturaleza produce? No, la naturaleza no produce: crea. Surge la distinción entre obra y producto: «la obra posee algo de irreemplazable y único mientras que el producto puede repetirse y de hecho resulta de gestos y actos repetitivos».

Entonces, la ciudad (esto es, «espacio producido», «creado, modelado y ocupado por actividades sociales en el curso de un tiempo histórico»), ¿es una obra o un producto? Lefebvre piensa en Venecia, «Venecia no puede no decirse obra», por su estructura monumental, su concepción, su significación; «testimonia la existencia desde el siglo XVI de un código unitario, de un lenguaje común relativo a la ciudad». En palabras de Lefebvre, «en Venecia la representación del espacio (el mar a la vez dominado y evocado) y el espacio de representación (los trazados exquisitos, el gusto refinado, la disipación suntuosa y cruel de la riqueza acumulada por todos los medios) se refuerzan mutuamente». Pero también hay que reflexionar sobre el espacio: ¿acaso las aldeas medievales responden sólo a la noción de obra, de modo que no tienen nada que ver con el concepto de producción? O las catedrales, que son «actos políticos», expresiones del poder.

Pero dejemos épocas anteriores atrás y pasamos al siglo XIX, al surgimiento de la industria, de la economía política: «las cosas y los productos que son medidos, esto es, reducidos al patrón común del dinero, no comunican su verdad: al contrario, lo ocultan en tanto que cosas y productos».

La cosa miente. Y alcanzado el estatuto de mercancía, al mentir respecto a su origen -el trabajo social-, al disimularlo, la cosa tiende a erigirse como un absoluto. Los productos y los circuitos a que dan lugar (en el espacio) se fetichizan, devienen más «reales» que la realidad mismo, es decir, que la actividad productiva, apoderándose de ella. Esta tendencia aclanza su expresión última, como sabemos, en el mercado mundial. El objeto oculta algo de gran importancia, y lo hace con mayor efectivdad en tanto que no podemos (el «sujeto») pasar sin él; no podemos prescindir de lo que nos aporta, un placer ilusorio o real (¿pero cómo distinguir ilusión y realidad en el goce?). La apariencia y la ilusión de realidad no se hallan en el uso de las cosas ni en el placer derivado del uso, sino en la cosa misma en calidad de soporte de signos y significados falaces. Arrancar la máscara de las cosas con el fin de desvelar las relaciones (sociales), tal fue el gran logro de Marx… (p. 137)

Volvamos al espacio; a cualquier espacio, siempre que no sea vacío: «este espacio implica, contiene y disimula las relaciones sociales, a pesar de que, como hemos dicho, este espacio no es una cosa, sino un conjunto de realciones entre las cosas (objetos y productos)». Por ejemplo: un trigal o maizal, con sus surcos, barreras, alambradas… indican relaciones de producción y propiedad. Lo mismo sucede con los peñascos, árboles, montes… sabemos que pertenecen a alguien, que tras ellos subyace una producción, o al menos una propiedad; incluso un parque natural.

El espacio no es nunca producido al modo en que se produce un kilo de azúcar o un metro de tela. (…) ¿Acaso se produce como una superestructura? No, sería más exacto decir que es la condición o el resultado de superestructuras sociales: el Estado y cada una de las instituciones que lo componen eigen sus espacios -espacios ordenados de acuerdo con sus requerimientos específicos-. (…) Podemos afirmar que el espacio es una realidad social, pero inherente a las relaciones de propiedad (la propiedad del suelo, de la tierra en particular), y que por otro lado está ligado a las fuerzas productivas (que conforman esa tierra, ese suelo); (…) Producto que se utiliza, que se consume, es también medio de producción: redes de cambio, flujos de materias primas y de energías que configuran el espacio y que son determinados por él. (p. 141)

Para la «experiencia vivida», el espacio no es nunca un marco, comparable al de una pintura, una forma neutra, un mero continente donde pasan cosas; pero esta concepción, tan común, ¿es error o ideología? Lefebvre lo tiene claro: «más bien lo último que lo primero». El error, continúa, consiste en «contentarse con ver un espacio sin concebirlo«.

Dando el siguiente paso, «la nación no sería sino una ficción proyectada por la burguesía sobre sus propias condiciones históricas y sobre su origen: primero, con objeto de magnificarlos en su imaginario y, después, para ocultar las contradicciones de clase e implicar a la clase obrera en una solidaridad ficticia con ella» (p. 166). La nación, para Lefebvre, comprende dos momentos:

  • un mercado, construido a lo largo del tiempo y como asentamiento de distintas jerarquizaciones, mercados locales y regionales subordinados a un mercado nacional;
  • una violencia, la del Estado; un poder político que utiliza todos los recursos del mercado o de las fuerzas productivas, adueñándose de ellas.

Faltaría, claro, reflexionar largamente sobre cómo han sido luego todas las relaciones que han ido conformando el espacio-nación. Aquí Lefebvre introduce un símil: el de un espectador que contempla un cuadro. El cuadro está terminado, está enmarcado, supone una obra terminada, supone un autor con una intencionalidad; y el observador contempla el cuadro suponiendo que esa obra tiene un significado, una intencionalidad, ya sea un mensaje, el uso de los colores, la expresividad del trazo, todas las anteriores o tal vez muchas más.

Algo similar sucede al contemplar un paisaje, incluso un monumento; pero aquí «remiten a una capacidad creativa y a un proceso significante», existe un poder (político) detrás, son el resultado de una pugna, por lo que surge un nuevo elemento: la historia del espacio. Cuando se contempla un paisaje la mente bascula hacia la dialéctica «mandar-demandar», ¿quién lo hizo, planteó, para qué, para quién…? Pero cuando esa relación dialéctica (conflictiva) cesa, cuando no hay sino demanda sin orden, u orden sin demanda, cesa la historia del espacio. La producción del espacio surge sólo a demanda del poder: se produce sin crear, se reproduce. (p. 170)

Eso no supone el fin de la historia del espacio, sino el surgimiento de la creación del espacio como hecho industrial: «un espacio donde lo reproducible, la repetición y la reproducción de las relaciones sociales asumen deliberadamente más peso que la sobras, la reproducción natural, la naturaleza misma y el tiempo natural» (p. 173). Y a toda esta consideración nos falta añadirle un elemento esencial, que por ahora Lefebvre ha dejado de lado: el espacio es donde el ser humano habita, donde tiene su morada (aquí recurre a Bachelard y su Poética del espacio, pero con el hecho físico, fáctico, de que el ser humano habita un lugar, nos basta).

Aunando los dos puntos anteriores (la creación industrial, la necesidad de morada), se puede datar perfectamente el momento de «la emergencia de una conciencia espacial y de la producción del espacio»: el papel «histórico» de la Bauhaus. La Bauhaus desarrolló los vínculos entre industrialización y urbanización, entre lugares de trabajo y lugares de habitación. «Lo paradójico es que «programática» vino a pasar por racional y al mismo tiempo por revolucionaria, cuando en realidad se avenía perfectamente al Estado, al capitalismo de Estado y al socialismo de Estado» (p. 177). «Tanto para Gropius como para Le Corbusier el programa consistía en la producción del espacio.» Los de la Bauhaus comprendieron que las cosas no podían producirse independientemente unas de otras, sino que era preciso tener en cuenta sus relaciones mutuas y su relación con el conjunto.

Este cambio de mentalidad supuso una serie de consecuencias:

  • una nueva conciencia del espacio, que a veces lo reducía intencionalmente al dibujo, al plano, a la superficie del lienzo, y otras tratándolo como rupturas y fracturas de planos;
  • la desaparición de la fachada;
  • el espacio global se convirtió en abstracción a llenar; y el capitalismo lo pobló de imágenes, signos, objetos comerciales; apareció, así, el «medio-ambiente» urbano.

La reflexión de Lefebvre lo lleva ahora a la significación del espacio (la capacidad de la arquitectura por producir «espacios destinados a la voluptuosidad», como la Alhambra, para la contemplación (monasterios), de poder (castillos), etc: el espacio, ligado a una práctica social, donde reúne los bienes, la producción, la acumulación de conocimientos, el proceso creativo. La pregunta que subyace en todo esto (o al menos, la que se nos suscita con su lectura): ¿existe libertad al construir el espacio, o sólo al disfrutarlo? Dicho de otro modo: si el espacio es el resultado de una batalla, o una imposición del poder, sea éste el que sea… ¿quiénes disponen de verdadera libertad, al producirlo, si es que existe un único grupo? ¿Y dónde queda la libertad de los demás, los usuarios, los ciudadanos: en el mero «uso», «disfrute»?

Y de la significación, lógicamente, a la semiología, la ciencia que lee la ciudad y estudia cómo se forman y decodifican sus signos. «La semiología introduce la idea de que el espacio es susceptible de lectura y, en consecuencia, de una práctica (la lectura-escritura). El espacio de la ciudad, desde esta perspectiva, comporta un discurso, un lenguaje.

¿Pero se lee el espacio? Sí y no. Se lee en cuanto que el lector lo descifra y descodifica; pero no se lee en cuanto «nunca es una página en blanco sobre la que cualquiera (¿pero quién?) puede haber escrito su mensaje»; si acaso, más que signos hay consignas, trazos, convenciones, intenciones, órdenes; una maraña de múltiples significaciones que, en definitiva, remiten a «lo que es preciso hacer y no hacer», es decir, que remiten al poder. «El espacio ordena en la medida en que implica un orden (y en ese sentido, también cierto desorden)», pues es tanto expresión del poder el cartel que impide pintar paredes como el grafiti que lo desafía.

El capítulo acaba con unas reflexiones sobre la tríada forma, función y estructura que llevan a Lefebvre a reflexionar sobre la distribución espacial japonesa (donde las tipologías público y privado son mucho más laxas, por dar sólo un apunte, o la diferenciación naturaleza y sociedad; por ejemplo todo templo, público, dispone de espacios privados; toda casa, privada, dispone de lugares públicos, susceptibles de ser vistos por las visitas… Reflexión que nos retrotrae a la que hiciera Carlos García Vázquez en Ciudad hojaldre) y que acaba revelando tanto la incapacidad del capitalismo para producir un espacio diferente al capitalista pero también su esfuerzo por disimular esta producción como tal, «el intento de ocultar todo rastro del máximo beneficio».