Neil Smith, geógrafo escocés que se trasladó a Estados Unidos, estudió a lo largo de su vida el modo como el capital configura el espacio. De él leímos ya La nueva frontera urbana. Ciudad revanchista y gentrificación, un libro de 1996 donde ahondaba en los casos de gentrificación y apropiación capitalista del espacio público y buceaban en sus causas hasta dar con la diferencia (o el diferencial) de renta: la máxima distancia entre lo que vale un edificio semiabandonado y lo que puede llegar a valer si su zona se revaloriza. En ese rent gap es donde se hallan las causas de la gentrificación y explica por qué las autoridades dejan de invertir voluntariamente en determinados barrios y zonas hasta que sus precios se desploman, momento en que el capital acude vorazmente a la zona, obtiene grandes réditos y, tras la expulsión de los vecinos originales, los sustituye por unos de renta más alta.

Desarrollo desigual. Naturaleza, capital y producción del espacio (1984, 2ª edición en 1990 y 3ª en 2008; leemos la traducción de León Felipe Téllez Contreras, Traficantes de Sueños, 2020) procede del mismo modo y traza las complejas relaciones entre el concepto de naturaleza, que ha ido evolucionando a lo largo de la historia, y cómo se produce el espacio en nuestras sociedades. El gran referente del libro es, por supuesto, Marx, aunque se apoya en geógrafos del siglo XX y encuentra un buen apoyo en las tesis del Lefebvre de La producción del espacio.
Desarrollo desigual no es un libro sencillo. En primer lugar, parte de la geografía, por lo que sus conceptos a veces son distantes de los del blog. Y, en segundo lugar, rastrea cada idea desde sus orígenes y traza toda su evolución, con lo que hay conceptos que, necesariamente, dejaremos algo colgados, y páginas enteras que reproduciremos. El objetivo del libro es llegar al desarrollo desigual: «el emblema de la geografía del capitalismo».
La lógica del desarrollo desigual deriva específicamente de las tendencias opuestas, inherentes al capital, que se orientan de manera simultánea hacia la diferenciación y la igualación de los niveles y condiciones de producción. El capital es invertido de forma continua en el espacio construido para producir plusvalía y expandir las mismas bases del capital. De la misma manera, el capital es retirado continuamente del espacio construido para desplazarse a otro sitio donde pueda aprovechar la existencia de tasas de ganancia más elevadas. La inmovilización espacial del capital productivo en su forma material es una necesidad, que no resulta ni menor ni mayor, que la circulación perpetua del capital en tanto valor. Así, es posible observar el desarrollo desigual del capitalismo como la expresión geográfica de la más fundamental contradicción entre valor de uso y valor de cambio. (p. 21)
Sí: el concepto recuerda al de coherencia estructurada de la producción y el consumo de David Harvey que vimos en Espacios del capital. No en vano, Harvey y Smith trabajaron juntos durante años (de hecho tienen obras escritas a cuatro manos), se admiraban mutuamente y se ayudaron a desarrollar sus teorías.
Por la tendencia constante a acumular cada vez mayores cantidades de riqueza social, el capital modifica la forma del mundo entero. Ninguna piedra es dejada en su lugar, ninguna relación original con la naturaleza continúa inalterada y ninguna cosa viva queda intacta. Hasta ese punto el capital reúne los problemas de la naturaleza, del espacio y del desarrollo desigual. El desarrollo desigual es el proceso y patrón concreto de producción de la naturaleza capitalista. (p. 22)
Para llegar al desarrollo desigual, Smith analiza la ideología de la naturaleza (I), luego su producción en tanto que ente sometido al capitalismo (II), la relación naturaleza-espacio (III) y, antes de llegar a la teoría del desarrollo desigual en el capítulo V, en el cuarto hablar de los procesos de igualación y diferencia. Como hemos dicho, la reseña será algo desigual, haciendo énfasis en algunos puntos y pasando sobre otros de puntillas.
El concepto de naturaleza en Estados Unidos ha tenido una concepción distinta al europeo. «Si los símbolos sociales dominantes del Viejo Mundo obtenían su fuerza y legitimidad de la historia, los símbolos del Nuevo Mundo lo hacían de la naturaleza» (p. 32). La naturaleza americana era un territorio agreste que había que domesticar; el mito americano hablaba, por lo tanto, de los pioneros, los solitarios que viajaban hacia el Oeste en una conquista del territorio (cuyo símbolo volverá como «pioneros urbanos» en La nueva frontera urbana: los precursores que iban a colonizar un barrio agreste, lleno de «salvajes»).
Tras esta concepción se dio una de «retorno a la naturaleza», pero estaba propiciada por las clases urbanas, que concebían una naturaleza amable, donde reconectar con los orígenes o que visitar los fines de semana para purificarse del aire de la ciudad.
Tras dar otros muchos ejemplos, Smith llega a un concepto de naturaleza antagónico: la naturaleza es, al tiempo, algo externo y algo que está en nuestro interior.
La concepción de la naturaleza es un producto social y, como vimos a propósito de la naturaleza en la frontera estadounidense, tuvo una clara función social y política. La hostilidad de la naturaleza externa justificó su dominación y la moralidad espiritual de la naturaleza universal generó un modelo de comportamiento social. Esto es lo que se entiende por «ideología» de la naturaleza. (p. 42)
Por un lado, la naturaleza ha sido domesticada hasta el extremo de que sólo algunos efectos naturales muy adversos y puntuales se consideran hostiles (inundaciones, volcanes, terremotos). Y esta domesticación se concibe como algo «natural». Por el otro lado, la «ideología de la naturaleza» se ha impuesto como una forma de comportamiento social y ciertas actitudes se conciben como «naturales»: «la competencia, la ganancia, la guerra, la propiedad privada, el sexismo, el heterosexismo, el racismo», atribuyéndose todas ellas a «la naturaleza humana», no a la historia: «el capitalismo es tratado como un producto inevitable y universal de la naturaleza y no como una contingencia histórica, por lo que, aunque el capitalismo pudiera estar en su apogeo en la actualidad, algunos lo encuentran en la Roma antigua o en las bandas de monos merodeadores, cuya regla es la supervivencia del más fuerte. El capitalismo es naturalizado, y combatirlo es combatir la naturaleza humana.» (p. 43)
Smith se detiene en la concepción de la Escuela de Fránkfurt de la tecnología (que acabarían viendo como algo natural) y también en el progresivo abandono de la escuela, a partir de su segunda generación, cuando «el Instituto reemplazó el conflicto de clase, esa piedra angular de cualquier teoría marxista verdadera, por un nuevo motor de la historia. El énfasis estaba ahora en el conflicto más amplio entre los hombres y la naturaleza.» (p. 58), para centrarse, en general, «en el abuso y la dominación que ejerce en general la especie humana sobre sí misma. La «condición humana», no el capitalismo, se convirtió en el villano histórico y en el blanco político.»
El segundo capítulo ahonda en cómo el capitalismo pasó a producir la naturaleza, a aprovecharla para sus réditos, y la base tal vez se encuentre en la frase de Marx de que la «naturaleza que precedió a la historia humana […] no existe ya en nuestros días», en el sentido de que toda visión (o ideología) que de ella tenemos se basa en cómo explotarla o extraer réditos. Aquí Smith reflexiona también sobre la formación de los Estados, que han acabado encargados de todas aquellas tareas que el capital no considera provechosas (como vigilantes de que la economía ande sin oposición) y de cómo con la llegada de la economía de las mercancías supuso el paso de que la unidad económica fuese la familia a la empresa. Los trabajadores son despojados de los medios de producción y pasan a depender de un salario. La familia, entonces, pasa a ser la encargada de la reproducción de la fuerza de trabajo, tarea que es privatizada: es decir, y de forma tradicional hasta ahora, recaía en las mujeres, las encargadas de criar a los hijos. Esta tarea las familias burguesas podían subarrendarla (contratando niñeras, por ejemplo), pero no así las familias trabajadoras; por ello se habla, en cuanto las mujeres también entran en el mercado laboral, de la «doble carga» que recae sobre ellas. «Con todo, que la familia sea privatizada no significa que toda la reproducción también lo esté, pues el Estado participa de manera profunda en su organización. No solo controla procesos cruciales como la educación, sino que por medio del sistema jurídico controla la forma misma de la familia y administra la opresión de las mujeres por medio del matrimonio y la legislación sobre el divorcio, el aborto, la herencia, entre otros.» (p. 84)
Como condición de su exitoso desarrollo, el capitalismo hereda un mercado para sus bienes que está organizado a escala mundial. Sin embargo, la escala de operación de este modo de circulación obliga al capitalismo a luchar para hacer del modo de producción un proceso igualmente universal. La acumulación por la acumulación y la inherente necesidad de crecimiento económico provocan la expansión y dominio espacial y social del trabajo asalariado. Las expediciones que ayudaron a constituir este mercado mundial fueron eclipsadas con cierta rapidez por el colonialismo, que no solo incorporó a las sociedades precapitalistas en el mercado mundial, sino que les introdujo en la relación específica trabajo-salario. Aunque hay excepciones significativas, entre otras la permanencia de la esclavitud y de relaciones precapitalistas de producción que quedaron al servicio del mercado mundial, el trabajo asalariado se volvió cada vez más universal. Esta universalidad de la relación trabajo-salario en el capitalismo libra a la clase trabajadora y también al capital de cualquier atadura al espacio absoluto. En las sociedades feudales tempranas, los siervos eran anclados a la tierra del señor feudal, por lo que la definición de las relaciones de clase incluyó una definición del espacio absoluto en función de su forma de trabajo. La liberación de la servidumbre solo podía obtenerse huyendo de la tierra del señor feudal y viviendo dentro de los muros de la ciudad por un año y un día. No ocurre así con el trabajador asalariado, quien es definido por una doble libertad: la de vender su fuerza de trabajo como una mercancía y la de carecer de cualquier medio de producción o subsistencia. Es, pues, libre de moverse, y de hecho, en muchos casos, debe dirigirse a la ciudad, en tanto ha sido despojado de cualquier medio para su supervivencia. (p. 122)
El capital intenta desligarse del espacio absoluto disolviéndolo: compartimentándolo en parcelas, por ejemplo, o separándolo en la posesión disjunta de diversos Estados-nación (algo que también observó Harvey y que la geografía de la primera mitad del siglo XX no hizo más que repetir).
En este tercer capítulo, Smith acude finalmente al pensador que más aportó al concepto de la producción del espacio: Henri Lefebvre.
El interés de Lefebvre es menor con respecto al proceso de producción y mayor frente a la reproducción de las relaciones sociales de producción que, explica, «constituyen el proceso central y oculto» de la sociedad capitalista, un proceso que es, en su esencia, espacial. De acuerdo con él, la reproducción de las relaciones sociales de producción se produce no solo en la fábrica o en la sociedad como un todo, «sino en el espacio como un todo»; «el espacio como un todo se ha convertido en el lugar donde se localiza la reproducción de las relaciones de producción». (p. 130)
Luego Edward Soja refinó las teorías de Lefebvre, en concreto la dialéctica espacio-sociedad.
Lefebvre entiende la importancia del espacio geográfico en el capitalismo tardío, pero es incapaz de aprehender la completa relevancia de esta cuestión. La razón de esto no reside únicamente en la indeterminación conceptual relacionada con el espacio, sino también en el intento por vincular la importancia del espacio al proyecto político más amplio que desplaza la problemática de la producción en favor de la reproducción. Esta tesis de la reproducción surge de la experiencia del capitalismo de posguerra, cuando, de hecho, la sociedad capitalista alcanza un nivel notable en el consumo de mercancías y logra integrar, de forma más completa, el proceso de reproducción en la estructura económica. En esto también participa el hecho de que las luchas de la década de 1960 se centraron significativamente en los temas comunitarios y no en las huelgas en los espacios de trabajo. No obstante, aún queda por ver si esto significa, como sugiere Lefebvre, que la reproducción de las relaciones de producción se vuelve la función más determinante, y si la lucha de clases gira más en torno a los problemas de la reproducción que a los del centro de trabajo. (p. 131)
Concluimos aquí la primera entrada y en la segunda analizaremos la teoría del desarrollo desigual, las diversas escalas geográficas que propone Smith y los epílogos que escribió en sendas reediciones del libro (1990 y 2008).
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