Hacia la ciudad de umbrales, Stavros Stavrides

El argumento central de este libro es que la creación y el uso social de los umbrales permite la potencial emergencia de una espacialidad emancipadora. Las luchas y los movimientos sociales están expuestos al potencial formativo de los umbrales. La experiencia fragmentada de una vida distinta, durante la propia lucha, adquiere forma en las espacialidades y tiempos con características de umbral. Cuando las personas advierten colectivamente que sus acciones empiezan a diferir de lo que hasta entonces habían sido sus hábitos colectivos, la comparación adquiere una dimensión liberadora. (p. 16)

Stavros Stavrides, arquitecto griego y profesor de la Universidad Politécnica de Atenas, es el autor de Hacia la ciudad de umbrales (Akal, 2016, traducción de Olga Abasolo Pozas), uno de los libros a los que más ganas le teníamos en el blog. Stavrides concibe la ciudad como un archipiélago de diversas espacialidades y alude a temas que ya hemos tratado, como la teatralidad (Goffman), los ritos de paso (Van Gennep y pronto reseñaremos a Victor Turner) o el flâneur tanto de Baudelaire como de Benjamin. No es de extrañar, por lo tanto, que el prólogo a la edición española sea de Manuel Delgado.

Lo que Stavros Stavrides pone de manifiesto en Hacia la ciudad de umbrales es que una ciudad no constituye un organigrama cerrado de funciones, estructuras e instituciones, sino que no cesa de conocer discontinuidades, rupturas, porosidades, lagunas…, en cada una de las cuales se expresa o se insinúa la presencia de lo otro, a veces de todo lo otro, es decir, de todo aquello que se opone o desacata la realidad existente. (p. 9)

Para ello recurre al concepto de Foucault de heterotopías, «súbitas desjerarquizaciones del territorio, entradas en crisis del tiempo, por las que penetran o se despiertan energías oscuras pero a veces esperanzadoras» que desvelan «lo ilusorio que es el sueño de los tecnócratas de la ciudad de hacer de esta un espacio del todo inteligible, liso, desconflictivizado y amable» (p. 10).

El concepto clave que trata Stavrides a lo largo del libro es la alteridad (si acaso, el concepto esencial en la antropología): el otro. Puesto que toda identidad social se manifiesta de forma espacial, la alteridad genera espacios distintos que, en las ciudades, coexisten, chocan, luchan, se integran, se difuminan. Y entre unos y otros: fronteras, espacios difusos, que no acaban de pertenecer a ninguna de las naciones que los rodean: los umbrales, los puntos de la porosidad donde el encuentro es inevitable.

Las personas desarrollan el arte de la negociación en sus encuentros cotidianos con la alteridad, cuya base se encuentra en los espacios intermedios, es decir, en los umbrales. Y este es el arte que se pone colectivamente en práctica hasta su máxima potencialidad durante los periodos en los que se experimenta el cambio liberador. (p. 16)

«A menudo, la experiencia de la alteridad implica habitar espacios y tiempos intermedios.» Pero, en cuanto se levantan fronteras para proteger (o recluir ) a comunidades que perciben el entorno como hostil, se abre también una invitación a cruzarlas, a adentrarse hacia lo desconocido. «Las fronteras también están para ser cruzadas. Y, a menudo, el cruce de fronteras va acompañado de una serie de complejos actos ritualizados, gestos y movimientos simbólicos. La invasión es tan sólo una de las muchas formas de cruzar una frontera.» (p. 18)

Estos actos de transición son los ritos de paso, definidos por Arnold van Gennep como el tránsito entre diversos estados sociales (de joven a adulto, de soltero a casado) y entendido por Victor Turner como un estado de excepción, una liminalidad que pone de manifiesto la construcción social que subyace bajo toda estructura de la sociedad. Es el descubrimiento que hace el exiliado: «que la identidad social se construye a través de un proceso que está profundamente influido por la realidad de las relaciones que definen eso que cabría llamar «la frontera de la identidad»» (p. 19)

Las distintas formas de definir y controlar el espacio son construcciones sociales, y como tales no sólo reflejan distintas relaciones sociales y valores sino que los moldean e intervienen en la construcción a su vez de experiencias concretas, socialmente significativas. (p. 20)

(…) El espacio se convierte así en una especie de «sistema educativo» creador de eso que hemos denominado identidades sociales. Pero resulta importante advertir que tales identidades son el producto de una red socialmente regulada de prácticas que secretan su lógica y que tejen una y otra vez características concretas. (p. 21)

El espacio no sólo es una producción (Lefebvre) de los sistemas dominantes sino que lleva la huella de las creencias de la sociedad. Por ejemplo: Bordieu observó «la función social que tiene la puerta principal de la casa. El umbral es el punto en el que confluyen los dos mundos distintos. El interior es todo un mundo que pertenece a una familia distinguida; el exterior es el mundo de lo público, de los campos, los pastos y los edificios compartidos de la comunidad.» (p. 21) Algo que no es universal: recordemos cómo Carlos García Vázquez describía en Ciudad hojaldre la ciudad de Tokio y su trasvaso gradual entre lo público y lo privado, entendido no como una distinción abrupta sino como un flujo continuo.

El umbral, cuya existencia consiste en ser cruzado, real o virtualmente, no es una frontera definitoria que mantiene al margen a la alteridad hostil, sino un complejo artefacto social que produce, mediante distintos actos de cruce definidos, diferentes relaciones entre la mismidad y la alteridad. (p. 22)

Este espacio intermedio o tierra de paso está dotada de liminalidad (de limen, umbral en latín), tal como las describió Victor Turner.

¿Cómo acercarse a la alteridad?, se plantea Stavrides. Hay tres modos:

  • Para aquellas comunidades que perciben todo lo ajeno como potencialmente hostil, cruzar una frontera es un acto de invasión «real o simbólico».
  • Si el cruce se realiza «sin pasar por una fase intermedia de reconocimiento mutuo» o sin que medie gesto de negociación, se extingue o asimila la alteridad. Esto sucede con el consumismo actual (Bauman: «los consumidores son ante todo y en primer lugar recolectores de sensaciones», p. 23), «una especie de alteridad prefabricada, prefabricada por los medios de comunicación, por la publicidad, por la continua educación de los sentidos orientados al consumismo. El ciudadano-consumidor está más que dispuesto a cruzar las fronteras que lo conduzcan hasta esa alteridad. Hallamos una forma similar de asimilación consumista de la alteridad en la actitud del turista –guiada por un exotismo que moviliza el deseo– en un país ajeno, al que acude para acumular nuevas sensaciones como si de trofeos se trataran.» (p. 24)
  • «La aproximación a la alteridad como acto de reconocimiento mutuo requiere habitar el umbral con delicadeza. Desde ese territorio de transición que no pertenece a ninguna de las partes vecinas, comprenderemos que, para poder construir un puente, es preciso sentir la distancia. La hostilidad surge cuando esa distancia se preserva y aumenta; la asimilación cuando se anula. El encuentro se produce al mantenerse la distancia necesaria a la vez que se cruza. La sabiduría que encierra la experiencia del umbral radica en la consciencia de que sólo podremos acercarnos a la alteridad si abrimos las fronteras de la identidad, para poder formar –por así decirlo– zonas de paso habitadas por la duda, la ambivalencia, la hibridación; zonas de valores negociables. Como dice Richard Sennett, «para poder sentir al Otro uno tendrá que aceptarse como incompleto» (1993: 148)». (p. 24)

Si recordamos la lectura de El declive del hombre público, en ella Richard Sennett condenaba la creación actual de «comunidades» en las ciudades puesto que, en ellas, sus habitantes son homogéneos unos a otros y puesto que nada hay tan útil para la creación de comunidades como un enemigo común, exterior y ajeno: el otro. Por ello, abogaba por un aprendizaje de civilidad: acostumbrarse a la presencia del otro, a la necesidad de negociar espacios compartidos por la diversidad social.

Si consideramos la urbanidad como un aspecto que pertenece al arte de construir umbrales entre las personas o grupos sociales, coincidiremos con la defensa de Sennett de una nueva cultura pública, la cual se basaría en un esfuerzo continuo por conservar la alteridad y construir zonas intermedias de negociación. (p. 25)

El libro se divide en tres partes: la primera reflexiona sobre el espacio urbano actual en tanto que discontinuo; la segunda, los encuentros con la alteridad en función de la experiencia urbana, con especial mención de Benjamin y sus reflexiones; y la tercera avanza hacia el concepto de umbral a partir, sobre todo, de las heterotopías de Foucault. Vamos a ello.

En las muy proclamadas metrópolis «posmodernas», el espacio público aparece como el lugar en el que se experimenta una libertad fantasmagórica. (…) El surgimiento frenético de la privatización, y de las ideologías consumistas sustentadas sobre una idea de hedonismo individualista que la acompañan, transforma las prácticas «performativas» de los espacios públicos en prácticas para la autogratificación. Dichas prácticas tienden a representar la ciudad como si de una colección de casualidades (y de lugares) para la satisfacción del consumidor se tratase. No obstante, como ha mostrado Peter Marcuse, entre otros, la «condición posmoderna» corre pareja a una nueva «ciudad compartimentada». (…) La metrópolis moderna se convierte progresivamente en un conglomerado de enclaves definidos de forma distinta. En algunos casos, hay muros que separan literalmente estos enclaves del resto de la ciudad, como en el caso de los grandes almacenes y de las urbanizaciones valladas. Pero también puede haber muros «de orgullo y estatus, de dominación y prejuicio» (Peter Marcuse, «Not Chaos but Walls: Postmodernism and the Partitioned City»), como los muros invisibles de los guetos, los barrios suburbiales y las zonas de ocio gentrificadas. (p. 36)

«Uno de los atributos básicos de la ciudad compartimentada es que destruye eso que parece constituir el carácter público del espacio público.»

La ciudad compartimentada se halla repleta de espacios públicos privatizados en los que los usos públicos están minuciosamente controlados y son específicamente motivados. No se tolera en ellos la contestación. A menudo, se controla y clasifica a sus usuarios, que deben seguir instrucciones específicas para que se les permita acceder a diversos servicios e instalaciones. Hallaremos, por ejemplo, este tipo de espacios cuasi públicos en un centro comercial o en unos grandes almacenes. En una cuidad de propiedad empresarial o en una urbanización cerrada, aisladas de la red de espacios públicos que los rodean (calles, plazas, bosques, etc.), el espacio local está controlado y su uso estará limitado a quienes puedan certificar su condición de residentes. Los complejos vacacionales a menudo despliegan espacios públicos tradicionales que adquieren la forma de parques temáticos y que representan comunidades rurales o de pueblo. La vida pública queda así reducida a un consumo conspicuo de identidades fantaseadas dentro de un enclave sellado que imita a una «ciudad de vacaciones». Lo que define a esos espacios como lugares para la «vida pública» no es el choque de los ritmos de prácticas contestatarias (creadoras de lo político), sino los ritmos acompasados de una rutina bajo vigilancia. Las identidades de los usuarios que se exhiben allí públicamente actúan acordes a los mismos ritmos que las discriminan y canonizan. (p. 37)

Vimos varios ejemplos de los tipos anteriores de espacios compartimentados en The Cultures of Cities de Sharon Zukin: desde Disney Wordl, cuya Calle Mayor es un ejemplo perfecto de simulacro, un escenario que simula la calle central de un pueblo de los años 50 y que evoca una América perdida y dorada, hasta Bryant Park en Nueva York, un lugar vallado y con protección privada del que se expulsa a todo aquel sospechoso de no pertenecer a él. Otros muchos ejemplos serían La Défense, que Bauman denunciaba que no está hecha para el espacio de los lugares sino el de los flujos, o cualquier centro comercial que ustedes elijan; incluso las calles comerciales de las ciudades.

El acceso a cada uno de estos enclaves está controlado y permitido sólo a sus residentes o usuarios. En espacios semiprivados o privados, como las gated communities, la entrada es exclusiva; en espacios que se suponen públicos y sólo lo son hasta cierto extremo, se permite la suficiente alteridad, diluida y adecuadamente oxigenada, para que los consumidores tengan la ilusión de diferencia, de cambio, de abundancia; de que todos allí están permitidos y no hay parias; cuando «el mero hecho de que se les permita estar ahí es un indicador de su identidad» (p. 37).

Por ello, Stavrides habla de «identidades encuadradas tanto espacial como conceptualmente. Un encuadramiento es un espacio caracterizado por una demarcación clara de un espacio interno en oposición al espacio externo: lo que queda fuera del encuadramiento no contribuye a la definición de lo de dentro.» (p. 38) El espacio de los flujos convierte a todo ciudadano en, precisamente, una red de flujos. Pero hay que hacer la distinción (Bauman) entre aquellos «para quienes la movilidad es un privilegio y aquellos para quienes se convierte en una obligación». El propio Bauman hablaba de una clase dirigente que se limita a aterrizar en las ciudades y exigir que éstas (las ciudades globales) les cedan un espacio exclusivo, con clubes de golf, hoteles de superlujo y edificios de alto standing; un espacio cedido a los flujos y desgajado del espacio de los lugares.

No obstante, en estos lugares de performatividad de un anonimato solitario, se producen algunas de las características que definen las identidades contemporáneas urbanas. Las identidades de tránsito del viajero de la autopista o el cliente del supermercado contribuyen a la construcción del habitante tipo de una ciudad moderna. En dichos espacios siempre se dan una serie de instrucciones de uso explícitas o implícitas, dirigidas a cada cual individualmente pero generadoras de características recurrentes. Los mensajes no verbales son especialmente potentes como marcadores de esas características; por ejemplo, las imágenes de los anuncios en unos grandes almacenes o los logos de una cadena de comida rápida o las estaciones de servicio. Las identidades de tránsito no son, por lo tanto, el producto de una experiencia azarosa; por el contrario, destilan aquello que es típico y recurrente a partir de la experiencia contingente y personal en los «no lugares» urbanos. (p. 40)

Los estados de excepción urbanos crean zonas específicas con los atributos referidos. Por ejemplo: una concentración de líderes mundiales en determinado centro de congresos supone la llegada tanto de policías como la prohibición de la libre circulación en esa zona, a la que Stavrides denomina «zona roja»: «un enclave urbano es una zona claramente definida en la que se suspende parcialmente la ley general y se aplica una serie concreta de normas administrativas». La existencia y multiplicidad de estos enclaves, cada vez más habituales y cada uno de ellos investido de sus propias normas, cuestiona en el fondo a la propia ciudad «considerada como localización uniforme de la ley soberana». Cada uno de estos «enclaves urbanos-isla» supone la aparición de «los puntos de control metastásicos» que «imponen un orden parcial precario sobre el mar urbano que rodea dichos enclaves» (p. 51).

«Tendemos a adaptarnos a la excepción sin tan siquiera considerar eso que vivimos como excepción.» Se vuelven normales los puntos de control, la vigilancia policial, los cacheos antes de entrar en un estadio, la cajera de un supermercado exigiendo que le mostremos nuestras pertenencias. Estos enclaves de excepción o zonas rojas siguen, según Agamben, «el modelo de ciudad medieval infectada por la peste»: » se erigían zonas de progresivo control que dejaban a merced de la epidemia algunas partes de la ciudad mientras se protegía otros enclaves para los ricos» (p. 54). Estos controles serían, si acaso, las murallas del espacio de los flujos, las barreras impuestas por el capital al acceso de los no investidos. La City de Londres, por ejemplo, se ha convertido en un «anillo de acero» urbano (Coaffee, 2004).

Las zonas rojas «expresan la demonización de la alteridad» y sirven «para definir como extranjero a los otros que violan las normas»; de la ciudadanía obediente se espera que «acate las normas y consienta la supresión del derecho a la ciudad» (p. 55).

A continuación Stravrides se centra en los ritos de paso, tanto en su acepción según Van Gennep como en la de Turner de liminalidad, de suspensión de la estructura social. Ahí identifica el umbral, el lugar donde prevalece la liminalidad, donde no están claros los bordes ni definidas las fronteras. Identifica este lugar o estado con las protestas de los atenienses cuando se cerraron los parques públicos de la ciudad con la excusa de los Juegos Olímpicos de 2004. Negándose a aceptarlo, de forma desorganizada y espontánea, diversos grupos y colectivos se reunían, debatían sobre la importancia de esas vallas y decidían o no si derribarlas y recuperar los parques.

El último apartado de este primer capítulo se titula, adecuadamente, «de la ciudad de enclaves a la ciudad de umbrales».

En las ocasiones en las que toda esa diversidad de personas ocupa el espacio público y se organizan en él, emerge una potencial ciudad de umbrales. Estos grupos crean tanto simbólicamente como en la práctica un espacio público poroso, abierto a todos en las calles y plazas de la ciudad. Si en la construcción temporal-permanente de zonas rojas se está poniendo a prueba una nueva forma de gobernanza, se pone a prueba espontáneamente una nueva forma de cultura emancipadora en el espacio público. (p. 65)

La humanidad planetaria, Marc Augé y Josep María Montaner

La serie «diálogos» de la editorial Gedisa son pequeños libros que recogen una conversación entre dos pensadores. En este caso reseñamos La humanidad planetaria, diálogo entre el antropólogo y etnólogo Marc Augé y el arquitecto y urbanista Josep María Montaner.

Reflexionando acerca del concepto de lugar, Augé destaca que se podría considerar a los migrantes como «los héroes de los tiempos modernos porque aceptan la idea de que el lugar no es un destino obligatorio». Al renunciar a su hogar, a su tierra, país, nación, demuestran, de algún modo, que «el apego al lugar es una cosa relativa, hiperfrágil»; su decisión cuestiona el apego de los que permanecen. Al llegar a su destino, tratan de convertirlo en parte de lo que han dejado atrás: leen los periódicos de su lugar de origen, entablan relaciones con similares. Pero, al mismo tiempo, por propia necesidad y convivencia, hacen relaciones nuevas, salen a comprar, sus hijos van a las escuelas, tienen que ir al médico. Se establecen así los «territoriantes», concepto de Francesc Muñoz en Urbanalización: habitantes de ciudades distintas y que se mueven en geografías variables.

El lugar «[Montaner] siempre es eminentemente social»: «no está relacionado con el individuo sino con la colectividad: tiene que ver, esencialmente, con las relaciones que las personas establecen en el contexto urbano: en la esfera de lo privado, en los edificios públicos, en el trabajo y en el ocio…» En cada lugar existen unas formas determinadas de uso del espacio público; pero cada grupo social tiene una concepción distinta, incluso una forma propia de interpretar esas normas; y se lleva a cabo una negociación, una dialéctica.

En esta dialéctica entra también la concepción del espacio de las redes sociales y los canales mediáticos. Por ejemplo: un actor o presentador famoso que va por la calle y al que la gente se acerca y saluda, como si se tratase de un conocido; pero esa persona no conoce a quien lo saluda y la única interacción que ha habido ha sido a través de esos medios. «[Augé] Eso es el fenómeno nuevo que complica las cosas para la definición del lugar y del no lugar. Caracterizamos el lugar porque éste alberga las relaciones sociales. Pero los espacios de la comunicación, ¿pueden incluirse en esta categoría en cuanto ponen en contacto a los individuos?»

Del concepto de no lugar, Montaner pasa al de «no casa»: los apartamentos turísticos, que se han convertido en lugares sin identidad antropológica, «una casa que tiene una memoria falsa, como la de los androides o replicantes de Blade Runner, en un «estilo Airbnb» con toques locales: fotos genéricas, unos pocos libros comprados al azar que nadie ha leído, recuerdos impersonales, conchas de un mar incierto, pinturas que no tienen que ver con ninguna elección o regalo; nada que atesore ninguna historia», a diferencia, por ejemplo, de los hogares de las personas mayores, donde todo lleva años en un estado de inmobilismo porque todo tiene una larga historia.

«El turista de Airbnb que va a un apartamento turístico, además de querer ahorrar, se cree que por unos pocos días va a formar parte de la vida del barrio. Y realmente no forma parte de la experiencia del lugar. Más bien, está contribuyendo a perjudicar el barrio, porque usa una vivienda en la que antes había vivido gente real o que se ha construido sólo para hacer negocio. Es una actividad que lo que hace es perjudicar la vida del barrio: contribuye a la especulación, al incremento del precio de los bienes y de los alquileres, y a la destrucción del comercio de proximidad», continúa Montaner. Augé lo denomina «la última etapa del consumo»: «consumimos una imagen de intimidad, vivimos en un apartamento que parece un apartamento en el que se vive diariamente, y los que van allí se dejan penetrar por esta atmósfera y piensan que están en su lugar. Pero este apartamento es el mismo esté donde esté (…) Es el engaño supremo del consumo y es un fenómeno de lujo» que ayuda a perpetuar las diferencias. «Estamos viviendo el fenómeno de la «uberización» o nueva fase del capitalismo, basada en aprovecharse de la precariedad de los contratos (que conllevan una vida, vivienda, etc. precaria) (…) y en sacar rendimiento rápido y abusivo de unos recursos, facilidades y valores urbanos que cada cultura pública y local ha elaborado a lo largo de siglos.»

Sin embargo, Augé rompe una lanza a favor del turista: podemos caricaturizarlo; basta con ir a Pisa para verlos posando delante de la torre haciendo ver que la aguantan. Pero creo que también hay en cada turista, si lo observamos individualmente, un deseo de ver algo distinto, lo cual en sí mismo es respetable. Una vez denunciados los excesos del turismo, deberíamos tener un poco de respeto con los viajeros. El viajero es aquel que busca el encuentro, el que sea, y el encuentro es siempre con el otro.» El antropólogo llega a hablar de «la doble imagen de nuestra época»: «los turistas que van a Centroamérica o Asia o África y los centroamericanos, asiáticos o africanos que van a las metrópolis para encontrar la manera de ganarse la vida».

La cultura, las culturas, las que sean, inclusive las que fueron estudiadas por los etnólogos en las sociedades «primitivas», obedecen todas a la necesidad de enseñar a los individuos que existen en relación con el otro, que no hay identidad sin alteridad -y éstas definen normas que permiten todo esto-. Pero ello al precio de una negación de la libertad individual. Pienso que el sentido social y la libertad individual, la autonomía individual, son dos cosas opuestas. Y el día en que hagamos saltar por los aires esta oposición entre sentido social y autonomía individual habremos ganado. [Augé, p. 44]

«Si en el nacimiento del Estado-nación las grandes obras estatales eran los ayuntamientos, los mataderos, los mercados, los teatros, etc. y luego fueron las grandes infraestructuras, con el tiempo las grandes obras de las ciudades las está haciendo el sector privado», destaca Montaner; «la memoria en nuestras ciudades cada día es más de propiedad privada», a medida que el capital va adquiriendo los edificios relevantes o usándolos como nodos de atracción de flujos (de capital, de turistas). Esto tiene que ver con otro movimiento habitual de nuestros tiempos, el NIMBY (de las siglas en inglés Not In My Backyard, «no en mi patio trasero»), la oposición por parte de grupos de vecinos de la construcción en su barrio de un centro para los sin techo, un psiquiátrico, un lugar de acogida para los drogadictos o una mezquita. En ocasiones de modo justificado, pues nadie quiere una incineradora cerca de casa o un vertedero; pero en otras, simplemente, por falta de empatía. Está relacionado, claro, con la idea de comunidad a la que se oponía Richard Sennet en El declive del hombre público: aquella comunidad cerrada, donde los vecinos comparten o creen compartir aspectos comunes más allá de los situacionales y donde la mejor argamasa es siempre la creación de un enemigo común. Pero tiene también que ver con la situación característica de estos lugares: siempre en los barrios populares. No encontrarán mezquitas en el barrio de Salamanca ni en el de Sarrià, ni centros para drogodependientes; porque el suelo allí es extraordinariamente valioso y sólo los grandes capitales son capaces de permitírselo. Es otra muralla de contención que crea el capital para mantener sus espacios privados.

La arquitectura de la no-ciudad, Félix de Azúa

La arquitectura de la no-ciudad recoge una serie de conferencias dadas en el año 2003 por diversos ponentes alrededor de «la dificultad de imaginar, definir o pensar la no-ciudad y sus consecuencias sobre la arquitectura», organizada por la Cátedra Jorge Oteiza de la Universidad Pública de Navarra. Cada autor aborda la temática desde su punto de vista, ofreciendo un atisbo de lo que entienden por no-ciudad y las consecuencias que su desarrollo puede tener sobre la convivencia, los ciudadanos y también la arquitectura. Pese a que alguna de las intervenciones se perciba levemente desfasada (no en vano han pasado casi 20 años), todas ellas son más que interesantes.

El filósofo Félix Duque divide la no-ciudad en tres ciudades distintas en su intervención La Mépolis: Bit City, Old City, Sim City. «Las megalópolis son los nudos de la economía global, con sus funciones de dirección, de producción y de gestión planetarias: allí donde se anudan el control de los medios de comunicación, el poder fáctico -basado en los flujos bancarios- y la facultad para la invencion de mensajes, de narraciones de cohesión: los nuevos mitos de los que se nutre nuestra era.» (p. 27) Lo que caracteriza a estas megalópolis es su desconexión con la región circundante y su estrecha vinculación con otras megalópolis, mediante una red de aeropuertos, trenes de alta velocidad y conexiones que van relegando el resto del territorio a un papel secundario. A este espacio, Duque lo llama Nociudad y lo divide en tres subciudades (que coexisten, por supuesto, no como entes autónomos, pero sí que en cada una de ellas prima un concepto):

  • Bit City u Online City, que corresponde a la actividad económica y laboral;
  • Old-line City, una parodia del centro, el Downtown histórico, «una rehabilitación y reordenación del casco histórico de las ciudades con decidido desprecio hacia la historia de la ciudad»; mediante la museificación, la disneyificación, la recreación de un pasado que nunca existió, con ecos del simulacro, el hiperrealismo y Baudrillard;
  • Sim City o la Ciudad del Simulacro, antes llamada Sin City o la Ciudad del Pecado, que condensa el arquetipo de la vida social y de ocio, y cuyo paradigma es, por supuesto, Las Vegas y el Strip.

Encontramos en Duque, cuando habla de Bit City, ecos de ese momento, que se dio durante el cambio de siglo, en que se preveía que la virtualidad iba a llegar de forma mucho más drástica: en que el futuro sería virtual de una forma, si me permiten, más física de lo que es; que transitaríamos virtualmente las ciudades andando por ellas, en vez de recorrerlas mirando un teléfono y la aplicación de Google Maps. La virtualidad ha llegado, vaya si ha llegado, pero de una forma mucho más discreta, por la puerta de atrás, haciendo más difícil que nos demos cuenta de la enorme significación que está teniendo en nuestras vidas.

El escritor Eduardo Mendoza explica que se vio a sí mismo convertido en algo similar a un «cronista de Barcelona» y que su pasión por las ciudades surgió cuando descubrió que éstas se analizaban como colección de hechos, como ente donde suceden cosas, pero no como un lugar autónomo con personalidad propia. Esta concepción, de la que el propio autor es consciente de que era fruto de su época (en definitiva, de la creación del márqueting de ciudades a partir de la crisis económica de los años 70, cuando se reconvirtieron en «nodos» de atracción de poder, turismo y flujos de capital), se ejemplifica por la distancia entre los bombardeos de Londres o Dresde durante la Segunda Guerra Mundial, bombardeos a mansalva que pretendían implantar el miedo en los ciudadanos, y la destrucción de las Torres Gemelas el 2001, un golpe directo al símbolo, financiero y moral, de la ciudad de Nueva York que sus propios habitantes percibieron como tal.

El siguiente es el arquitecto Rafael Moneo, que reflexiona alrededor de seis puntos que han marcado la evolución arquitectónica de las ciudades:

  • los muros que protegían y encerraban las primeras ciudades, marcando la distinción entre el adentro y el afuera, dónde se cumple la ley y dónde no;
  • el surgimiento de la ciudad jardín como respuesta al progresivo embrutecimiento de las ciudades con la llegada de la revolución industrial, el proletariado, el hacinamiento urbano, etc.
  • Le Corbusier, generado por la misma causa, y la ciudad planificada que, voluntaria o involuntariamente, quiso acabar con la espontaneidad ciudadana;
  • la «beautiful city», un centro glorificado, una ciudad estática, inmutable y siempre bella; incapaz, por lo tanto, de adaptarse a los cambios que sucedan;
  • Rossi y el intento de la creación de una teoría de la ciudad, entender cómo se habían creado para tratar de crearlas mejor;
  • la aparición del «territorio», el hinterland de las ciudades; si me permiten (y esto sólo lo insinúa Moneo), el paso de ciudad a flujo, a nodo espacial.

El siguiente es Manuel Delgado, antropólogo urbano y viejo admirado en este blog. Sin embargo, en esta ocasión hace Delgado un símil con el que no acabamos de estar de acuerdo: equipara la no-ciudad al flujo, informe y magmático, nunca estructurado pero siempre estructurándose, de los ciudadanos, de las personas que la recorren. Siguiendo el cuento de la ciudad de Sofronia de Calvino en Las ciudades invisibles (una ciudad formada por dos mitades: el carrusel, la feria, el tiro al pato, el circo; y la otra, los museos, la bolsa, los templos, los castillos; y cada seis meses llegan los operarios y desmontan una mitad, y se la llevan; y se quedan el circo, el tiro al pato, el carrusel, la feria, esperando que vuelvan los museos, templos, la bolsa y la iglesia, para volver a estar completa), la no-ciudad es, realmente, la ciudad menos la arquitectura.

Primero asimila el concepto de no-ciudad al de suburbia, esos espacios disfuncionales (para el carácter de espacio público, se sobreentiende) donde las personas viven en extensiones larguísimas de casas similares y necesitan del vehículo privado para trasladarse a cualquier lugar, y donde la vida social se da solamente en los centros comerciales; más que no-ciudad, lo llama anticiudad o contraciudad, pseudociudad incluso: «centralización sin centralidad, renuncia a la diversificación funcional y humana, grandes procesos de especialización, producción de centros históricos de los que la historia ha sido expulsada… Todas esas dinámicas -trivialización, terciarización, tematización- desembocan en una disolución de lo urbano en una mera urbanización…» (p. 124).

De ahí al concepto de no lugar puesto de moda por Marc Augé; donde Augé veía algo «lugares monótonos y fríos a los que no les corresponde identidad ni memoria», Delgado propone la definición de Michel de Certeau: «Lo que para Augé es un paisaje, para Duvignaud y de Certeau sería más bien un pasaje. De la apoteosis del espacio sin creación y sin sociedad que sería el no-lugar augéiano, pasaríamos a la categorización del no lugar como espacio hecho de recorridos transversales en todas direcciones y de una pluralidad fértil de intersecciones, a la que llegan aquellos dos autores.» Aquí es donde inserta el cuento sobre Sofronia y recalca que los ciudadanos, los pasantes si lo desean, existen en tanto que quidam, aquella figura latina que se refiere al que pasa y que sólo existe en tanto que pasa; y llega finalmente a la creación (mítica) de Roma, cuando Rómulo traza los límites de la ciudad con un arado, dejando afuera «la inestabilidad y oscilación que se había decidido abandonar. Desde entonces, errar no en vano va a ser al mismo tiempo vagar y equivocarse. A partir de ese momento, el lenguaje nos va a obligar a que proclamemos que todo errar es un error.»

El escritor y periodista Vicente Verdú habla sobre Las Vegas. «Las Vegas no se encuentra, simbólicamente, en ningún lugar determinado. Carece del arraigo que la trabaría a un entorno marcado o de la pesantez documental, que la ataría a la historia. Nació como un artificio en el área desmarcada de un desierto y se comporta, desde entonces, con la liviandad de un espejismo.» (p. 157) En Las Vegas se mezcla todo, y cualquier ciudad desea ser allí clonada para acceder «a la categoría de lo irreal y (…) no morir nunca». La propia Las Vegas se clona en sí misma y ha generado un modo de hacer donde el resto de ciudades buscan clonarse en un simulacro más real que la realidad (la hiperrealidad): John Herde diseñó un centro comercial a las afueras de Nueva York donde reproducía escenas de la Nueva York real; que estaban a poco tiempo y se podrían visitar en realidad, pero que tienen el inconveniente de ser más sucias, demasiado reales. Por eso los cafés que simulan Roma son impolutos, no como los reales en Roma; pero los propios cafés romanos tienen que convertirse en impolutos, en simular bien su simulación, so pena de que los turistas acaben decepcionados al llegar a la ciudad eterna.

En un primer estadio, en el capitalismo de producción, la urbe hizo las veces de un campamento donde habitaba el ejército laboral de reserva. Más tarde, en el capitalismo de consumo, la ciudad fue el lugar donde brillaban los objetos de deseo. Ahora, en el capitalismo de ficción, la ciudad deja de ser contenedor para ser ella misma, en cuanto objeto fascinante y opaco, quien ingresa en el proceso de producción.

[…] Efectivamente, las ciudades históricas se emplean ya poco para residir. Son hoteles y locales de copas, restaurantes, museos, cines, calles comerciales, oficinas e iglesias antiguas, todo dentro de un pack. La ciudad ha demostrado su capacidad de fantasía interminable: lonjas convertidas en videotecas, mataderos acondicionados como teatros de ópera, cárceles y hospitales volcados en museos, palacios traducidos en paradores, catedrales iluminadas como platós. La ciudad se reconstruye como espacio teatral y se autocontempla como un tinglado donde los visitantes son actores, protagonistas de un concurso televisivo o turistas-fotógrafos que se afanan pro captar la visión de la visión, la foto que viene en la postal, el acta ilustrada de sus actos. (p. 160-61)

En este escenario, la vida que aún queda en la ciudad se convierten en «extras en la película que presenciala oleada turística», cuando no en parte del atractivo «local» que convoca a las masas de turistas (como sucedía con las resistencias antigentrificación de Kreuzberg, por ejemplo, lo vimos en First We Take Manhattan). El lugar estratégico de la primera ciudad fue la puerta, que conectava el adentro con el afuera; luego el puerto, que conectaba la ciudad con el exterior, y luego el ferrocarril, que la conectaba también con otras ciudades; ahora es el aeropuerto y las conexiones con los trenes de alta velocidad y las autopistas, nodos crecientes donde el único patrón dirigente es la especulación y el capital. Se habla de postmetrópolis (la escuela de Los Ángeles) pero también de egde cities, urban villages, middle landscape, etc, para referirse a estas extensiones amorfas, desproporcionadas.

Celebration, de Disney

¿Y los ciudadanos? Refugiándose en CID, Common-Interest Developments, también llamadas gated communities: recintos cerrados, amurallados, específicos para un tipo de población (jubilados, matrimonios, singles, cristianos, lo que pueda usted imaginar) donde la urbanización y la naturaleza siguen un determinado patrón (casas unifamiliares construidas según determinados motivos estéticos) y todo símil al espacio público es mediado, dirigido, controlado. El ejemplo sería Celebration, de Disney, pero existe una multitud creciente de ellas.

Félix de Azúa, escritor y doctor en Filosofía, es el último poniente, y también el moderador del evento. En su ponencia trata de buscar las formas en que es posible representar (o no) la no-ciudad. La primera ciudad separa el campo de lo urbano; la ciudad renacentista es glosada y retratada por la pintura, puesto que son ciudades esculpidas, similares a un objeto de culto (veremos más adelante, con La producción del espacio de Lefebvre, que son, en realidad, producidas). La literatura no se interesa por ellas hasta mediados del siglo XIX: Don Quijote ya empieza con la descripción de paisajes, algo que la novela anterior (si es que se puede hablar de novela antes del Quijote) no hacía, y Moll Flanders, por ejemplo, también viaja y permite al lector conocer las zonas que transmite; pero es con Jane Austen que la novela entra en la ciudad («la obra de Jane Austen puede leerse como el progresivo triunfo artístico de la ciudad sobre el campo y su consagración definitiva en tanto que territorio natural de la novela, aunque todavía las fuerzas del bien residan fuera de Londres»). Luego llegarán Dickens, Dostoievsky, Balzac, Galdós.

Sin embargo, la narrativa no era capaz de aprehender la ciudad: solía dividirla en dos, la del bien y la del mal. En cuanto aparecen más versiones, la literatura se revela incapaz del retrato, como descubrió Benjamin al afirmar que la nueva ciudad sólo podía ser representada mediante el cine y la fotografía, mediante el montaje: «la yuxtaposición de imágenes sin relación interna, expresaba con toda propiedad el proceso productivo, las condiciones del trabajo proletario, las relaciones sociales y la experiencia sensible del ciudadano en la gran urbe industrial.»

«La aparición de las no-ciudades, de los no-lugares, la tematización de los centros urbanos, la conversión de los depósitos de memoria (museos, monumentos, circuitos históricos) en centros comerciales, la construcción generalizada de «simulacros verdaderos», han convertido la vida urbana y la urbe en un laberinto de imágenes cada vez más similar a los cientos de canales televisivos a los que se accede con un mando a distancia.

[…] Pintura y dibujo fueron suficientes para la ciudad antigua, la palabra dio cuenta de la ciudad industrial, cine y fotografía se bastaron para el siglo XX, pero la urbe del siglo XXI escapa incluso a esos medios técnicos de representación. ¿Acaso debemos entender que la ciudad ha desaparecido como unidad conceptual?

La respuesta es que la ciudad, en su sentido clásico, ya no existe, pero en su lugar se está construyendo un simulacro de ciudad clásica muy convincente. Y este simulacro es verdadero. Tal es el origen de nuestro desconcierto. (p. 178-180)

Dos ejemplos: Matrix presenta una no-ciudad que, sin embargo, fue adaptada a la realidad en cuanto la película triunfó; en cambio, para El show de Truman, se escogió la ciudad de Seahaven («una ciudad-simulacro» del grupo Seaside). Seahaven es «real», Matrix no lo es, pero ambas son intercambiables puesto que ninguna se construye para cubrir las necesidades tradicionales; sin embargo, son reales en el sentido en que alguien los habita; por lo tanto, no existe sólo una realidad virtual, sino también una virtualidad real. «Es un sistema en el que la misma realidad (esto es, la existencia material/simbólica de la gente) es capturada por completo, sumergida de lleno en un escenario de imágenes virtuales, en el mundo del «hacer creer», en el que las apariencias no están sólo en la pantalla a través de la cual se comunica la experiencia, sino que se convierte en la experiencia.»

Por ejemplo: el castillo de Disney: es un simulacro, porque no pretende «asumir la ideología de Luis de Baviera, la monarquía absoluta y el wagnerismo»: sólo asume la imagen de la copia. Otro ejemplo: la cadena de marisquerías «John Silver», que imitan el ambiente de la película La isla del tesoro, que está basada en el libro La isla del tesoro que es en el fondo una invención de Stevenson que no existió jamás geográficamente. De modo que el cliente penetra en una especie de reverberación de la evocación de la imagen de una ficción sin original empírico.

Ponemos una foto de Times Square porque no hemos encontrado ninguna decente de las marisquerías John Silver.

O, dando un paso más, la reconstrucción de Times Square para reforzar la imagen de Nueva York simulando, de forma meticulosamente estudiada, la espontaneidad y anarquía que, se supone, tuvo en su origen la plaza; o los barrios gentrificados; o mantener, en Barcelona, las fachadas urbanas del siglo XIX pero dejando de lado las barracas, el barrio chino y las ciudades dormitorio; que también eran realidades de la época, pero se prefiere dejarlas de lado. Lo cual tiene lógica, porque es mucho más agradable pasearse por una Barcelona que evoca los paseos burgueses de una clase privilegiada «sin tener que soportar las huelgas, los atentados o el gangsterismo empresarial». O el simulacro de las fiestas populares, estrictamente controladas por la autoridad o denostadas en cuanto el control municipal se muestra insuficiente para contenerlas (caso de San Juan, constantemente demonizado por la prensa por «la suciedad que deja en las playas»).

Sí que distingue de Azúa entre distintos simulacros:

  • la reconstrucción del centro arrasado de Múnich, que se inspiró en el siglo XVIII porque todos los otros estilos viables conducían, de uno u otro modo, a evocar el nazismo; por lo que este simulacro está basado «en una decisión moral, no económica o lúdica»;
  • el barrio de Santa Cruz de Sevilla, donde se inventó una arquitectura andaluza tan específica que ha acabado siendo el estilo andaluz de las películas; no es simulacro, sino invento;
  • el Pueblo Español de Barcelona, que no es simulacro sino parque temático.

En consecuencia, la no-ciudad (…) no puede representarse porque ella misma es la mejor y más convincente representación de la sociedad que en ella habita.

[…] Del modo más paradójico, la no-ciudad que todo lo oculta es de nuevo el verdadero espejo de la sociedad y su más fiel representación, exactamente como la ciudad gótica o la neoclásica representaban a sus sociedades. (p. 194)

Acaba el libro con un debate a cuatro donde interviene también el público; no tiene desperdicio, pero nos quedamos con la última pregunta que hace un asistente a la charla: si cada autor ha dado una definición distinta, todas ellas viables pero distintas, de lo que es la no-ciudad, ¿cómo se concibe, en definitiva, la no-ciudad? A lo que cada autor responde con sus palabras:

  • Félix de Azúa la sitúa en la interacción entre dos procesos: el crecimiento urbano exagerado que hace que, por ejemplo, no se pueda distinguir Bruselas de Amberes, porque es como si fueran la misma ciudad; y, por el otro, la conversión, museificación y gentrificación mediante, de los centros históricos en espectáculos para turistas, y por ello falseados; este doble procedimiento (de explosión e implosión) está borrando los modelos de ciudad conocidos; y por ello nos ha dejado sin medidas con que representar esta nueva ciudad;
  • Rafael Moneo pone el ejemplo de Venecia, que ya no es Venecia sino un caparazón, un lugar para la mera contemplación estética, no vivido;
  • Manuel Delgado continúa en esta reflexión y dice que la no-ciudad no puede ser representada «puesto que únicamente puede ser vivida»;
  • y acaba Eduardo Mendoza explicando que el turismo es una fuente de ingresos tan grande que no hay que decepcionar al turista; por lo tanto, si uno cree que en determinado lugar le van a picar los mosquitos, «hay que comprar mosquitos para que no se vayan sin picaduras»; por lo que las ciudades se acaban convirtiendo en representaciones. Siempre lo han sido, pero devienen no-ciudades cuando son organizaciones no funcionales.

Sociología Urbana 05: el posmodernismo en la sociología

Es importante no confundir sociedad posmoderna con paradigma posmoderno. Con el primer término nos referimos al momento presente de la historia, marcado por una nueva fase del capitalismo: la posfordista, posindustrial o informacional, dependiendo de qué aspectos se quieran resaltar. Con el segundo, a un proyecto epistemológico, ético y estético que coexiste con otros. (p. 247 )

Con esta quinta entrada terminamos el libro Sociología Urbana: de Marx y Engels a las escuelas posmodernas, de Francisco Javier Ullán de la Rosa. La primera entrada la dedicamos a los precursores de la disciplina, la segunda a la Escuela de Chicago, la tercera al urbanismo y sus efectos en las ciudades, como la creación de suburbia o los grands ensembles, la cuarta a la sociología francesa marxista de Lefebvre y Castells, sobre todo, y esta quina a los efectos que la llegada del paradigma posmoderno a la sociología.

La sociedad posmoderna se ha descrito como posfordista, posindustrial o informacional. El posfordismo surge cuando se abandona el deseo de la sociedad moderna de uniformizar a sus ciudadanos a través del mercado y surge una sociedad posmoderna que adapta la producción a una sociedad más diversa. La industria busca formas más flexibles de organizar el trabajo para adaptarse a estos consumidores mutables y fraccionados, abandonando los principios tayloristas. El término capitalismo posindustrial (acuñado por Daniel Bell) hace referencia a este proceso pero desde otro punto de vista: el trasvase de la fuerza de trabajo de la industria al sector servicios y la llegada del capital a unos sectores inmateriales: ocio, arte, servicios personales… En esta fase del capitalismo, todo se ha mercantilizado: vivienda, educación, industria… Y, cuando ya no quedó nada material por mercantilizar, se pasó a vender estilos de vida asociados a productos. La ciudad no fue ajena a este proceso, con el city branding y el city marketing, que quieren convertir a la ciudad en una vivencia, una experiencia llena de glamour donde compiten todas contra todas. Finalmente, el capitalismo informacional, acuñado por Luke y White en 1987 pero popularizado por Castells, designa una fase del capitalismo en que el factor productivo más determinante habría dejado de ser el control de los medios de producción para pasar a ser el del conocimiento. Es la transmisión instantánea de ingentes cantidades de datos lo que ha permitido las formas de producción flexibles, deslocalizadas, la emergencia de las multinacionales y la globalización.

El paradigma posmoderno, en cambio, es una forma de aprehender el mundo que se define como reacción al moderno y que busca eliminar su pretensión racionalista y su hybris prometeica. El hombre no es sólo razón, sino emoción, creación, imaginación, locura. El conocimiento absoluto es imposible pues la realidad siempre se presenta mediada por nuestras emociones y percepciones, que son el resultado de unas categorías culturales concretas y de unos mecanismos cognitivos limitados” (p. 249) El gran golpe fue contra el propio lenguaje, considerado hasta entonces una herramienta que mediaba entre la realidad y el sujeto y que pasó a verse como una forma de creación de la realidad, no como un ente ajeno. “Así, a la obsesión de la modernidad por la homogeneidad, la unidad, la autoridad y el absolutismo/certidumbre, el posmodernismo opone los principios de diferencia, pluralidad, contextualidad y relativismo/escepticismo (Turner, 1990).”

Cualquier tipo de conocimiento está construido por ideologías y estructuras categoriales que son un producto histórico y cultural en sí mismo. (…) El pensamiento posmoderno identificará en las instituciones de poder la principal fuente de los discursos ideológicos absolutistas. Los discursos son creados por el poder como mecanismos de control: el poder, para minimizar sus costos, coloniza las mentes de los individuos vía proceso de socialización para que estos se conformen voluntaria, y felizmente, a sus reglas, a su disciplina. (p. 250)

Como consecuencia, por ejemplo, la lucha por el poder no puede perseguir la toma del poder en sí mismo, pues llevaría a la creación de nuevos discursos impuestos sobre la sociedad, sino a una disolución y liberación de esos mecanismos de control. Por ello los movimientos posmodernos se alejan del marxismo de la época pero también de las democracias burguesas y buscan soluciones en terrenos más cercanos al anarquismo: democracias participativas, asamblearias, horizontales, o abanderan la lucha contra los mecanismos de poder alentando una cultura del relativismo, la tolerancia y la diversidad cultural.

La crítica a la pretensión totalizadora de la razón ya se encuentra en el protoexistencialismo del XIX (Kierkegard, Schopenhaure, Nietzche), luego en la verstehen (Dilthey, Weber), el pragmatismo norteamericano que también influyó en la Escuela de Chicago (Herbert Mead, Dewey, James), el interaccionismo simbólico, la fenomenología de Husserl. La Escuela de Frankfurt son los primeros en acusar a la ciencia de ser una ideología más y realizan la separación entre las ciencias naturales y las sociales, cada vez más “científicas” en ese momento, sin comprender que los fenómenos sociales son reflexivos, están modificados por las ideas de los observadores.

El primer gran nombre del paragidma posmoderno es Marcuse, que en Eros y civilización (1955) denuncia la represión de los instintos del modelo capitalista y en El hombre  unidimensional (1964) cómo las sociedades avanzadas han creado falsas necesidades en los individuos que se constituyen como mecanismos de control social. Marcuse establecerá una relación entre las predicciones de Marx sobre el triunfo del capitalismo y la utopía blanca y consumista del suburb americano.

Por su lado, Gafinkel propuso nuevas formas de estudio metodológicas al candor del posmodernismo, pues la etnografía ya no tenía mucho sentido. Sin entrar en detalle, Garfinkel “retoma de nuevo la idea de que los textos no tienen una lectura única que relega todas las demás al estadio de erróneas”.

A partir de estas bases, la filosofía posmoderna explotó, especialmente en Francia. Roland Barthes con su Mitologías y La muerte del autor, donde dejaba claro que la intención del autor no tenía ningún valor específico sobre el texto, dotado de significado (significados, interpretaciones) por sí mismo. Foucalt, el autor central del movimiento, el gran descubridor de las formas de poder: la prisión, la psiquiatría, la sexualidad. Desarrolló la idea del panóptico de Bentham del siglo XVIII asociándola a la ciudad capitalista y cómo extendía sus redes de control y la relación espacio construido – sociedad, relación que otros autores retomarán para, por ejemplo, analizar el control social en los suburbs. Derrida, que generó el concepto de deconstrucción para demostrar que “todo texto, y por extensión todo constructo cultural, contiene en su interior una pluralidad de significados y, por tanto, más de una interpretación” (p. 255). Deleuze y Guattari, donde afirman que el deseo no se reprime en el capitalismo, sino que es usado precisamente por el poder como forma de control mediante el aumento de la libido: un ejemplo que nos viene fácilmente a la mente, la satisfacción que se obtiene en las redes sociales con un like o un comentario baladí sobre cualquier contenido publicado. “El deseo puede liberar o puede ser una herramienta de represión pues el sistema funciona no únicamente produciendo cosas o instituciones sino produciendo deseos.” Lyotard, con La condición posmoderna, casi un manifiesto del paradigma, donde analiza las metanarrativas, los discursos que el pensamiento moderno generó sobre el conocimiento y el mundo. Finalmente, Baudrillard, gran admirado en este blog, que analizó las formas de transmisión y reproducción de significados en la economía capitalista: “la relación entre significado y significante, que antes era muy estrecha, se ha roto, los significantes se han independizado de los significados. Vivimos en una sociedad de signos descontextualizados, que han perdido toda referencia a conceptos concretos, toda funcionalidad, excepto la estética o lúdica. ” Simmel ya adelantó que el exceso de estímulos conducía a la apatía; en las sociedades posmodernas, saturadas, se da la dificultad añadida de distinguir entre realidad y ficción, amabas reducidas a un paquete mediático. “En un mundo donde la percepción de la realidad está mediada por estos formatos lo que importa ya no es ser algo sino parecerlo.”

Toda esta construcción (o demolición) del paradigma posmoderno tuvo repercusiones en los movimientos sociales del momento. Sus antecedentes fueron la Beat Generation, nacida al calor de los estudios sobre los hobos de la Escuela de Chicago, y luego el movimiento hippie. También la Internacional Situacionista, de Debord, más centrado en la vida urbana y que proclama la liberación de la lógica mercantilista del espectáculo. El movimiento hippie fue evolucionando hasta convertirse en un movimiento contracultural que atacaba la cultura capitalista del momento: vuelta hacia los orígenes, el campo, la comunidad, la Gemeinschaft. A partir de ahí, otros movimientos alternativos fueron cobrando fuerza, como la eclosión (completamente urbana) de los homosexuales en distintos barrios de las ciudades (Castro en San Francisco, Greenwich Village en Nueva York, donde hubo la redada en Stonewall que dio lugar al nacimiento del Día del Orgullo Gay). El posmodernismo pretendía barrerlo todo, pero tuvo que llegar a un acuerdo de mínimos con la sociedad, que no podía caer en la anarquía: y lo hizo mediante la vía de “la libertad sexual, la autoafirmación persoanl, la tolerancia a las drogas, el pacifismo, la exaltación de la diferencia cultural, la igualdad de género y orientación sexual, la sensibilidad ecológica, el antinacionalismo, el relativismo axiológico” (p. 259, Jameson) pero también nuevos añadidos que no estaban en el paradigma como la veneración de la tecnología, un materialismo individualista hedonista, la erradicación de las fronteras espaciotemporales traída por el capitalismo globalizador, una búsqueda de lo inmediato mediada por un placer “sensorial, no intelectual”. El paradigma posmoderno, además, no erradicó por completo a su némesis modernista: ambos conviven y generan híbridos cada vez más sofisticados.

También en la ciudad tuvo efectos el posmodernismo. Kevin Lynch ya había advertido que la ciudad debía ser un espacio legible para sus ciudadanos; pero el gran grito lo dio Jane Jacobs con Muerte y vida de las ciudades americanas, donde atacó la línea de flotación del urbanismo racionalista, encarnado en la gran bestia del urbanismo racionalista de Nueva York, Robert Moses, que se dedicaba alegremente a derruir barrios enteros para dar lugar a grandes autopistas y construcciones faraónicas. Jacobs defendía el barrio tradicional, el de las redes y la comunidad, el de los ojos de los vecinos vigilando y el “ballet de las aceras”. También a raíz del posmodernismo surgieron otros movimientos urbanos y arquitectónicos, Ullán de la Rosa destaca el movimiento de los Provos y los Kabouters en Holanda, también el Aprendiendo de Las Vegas de Venturi, Brown e Izenour o el Delirio de Nueva York de Koolhas.

La zonificación del racionalismo fue quedando abandonada: los zonas periféricas se fueron dotando de servicios, se impulsó el transporte público que relacionaba las periferias con el centro, las zonas históricas de la ciudad se pusieron de moda, tanto las nobles como las populares (antiguas fábricas abandonadas, solares pendientes de uso…), dotadas de un halo neorromántico y neopopulista que fue poblando los centros y adecuándolos a una nueva horda de turistas consumistas ávidos de productos y experiencias. Si La carta de Atenas (1933) colocaba el sueño de la zonificación en lo alto y estaba dispuesta a sacrificar cuanto hiciese falta en la ciudad, La carta de Venecia (1964) defendía que todos los edificios transmiten un mensaje y la conservación de algunos de ellos es un imperativo moral de la civilización, una obligación con el pasado y las futuras generaciones.

¿Cómo afectó todo lo anterior a la sociología urbana? El gran logro de la crítica posmoderna fue su insistencia en la complejidad de los procesos y la necesidad de una visión multidisciplinar para tratar de aprehenderlos, una búsqueda de una nueva objetividad a partir de muchas fuentes. Los autores marxistas revisitaron sus doctrinas a la luz del nuevo paradigma para concluir la tarea de explicar la ciudad del posmodernismo tardío. Ullán de la Rosa habla de Zukin, del Harvey de La condición de la posmodernidad (1989), donde acababa alertando de que la posmodernidad “no es otra cosa que el tránsito de un régimen de acumulación a otro, dentro del seno del modo de producción capitalista. De la acumulación <<rígida>> del modo industrial a la acumulación flexible en la cual cumplen un papel protagonista lo que él llama, parafraseando a Debord, la <<acumulación de espectáculos>>” (p. 279).

Pero el gran nombre es, de nuevo, Manuel Castells con su trilogía La era de la información (1995), donde elabora un nuevo concepto del espacio: al espacio físico analizado hasta entonces se le superpone el nuevo espacio virtual de los flujos y las redes, creado por el intercambio de información, personas, bienes y servicios.

La sociedad red, nos dice Castells en su trilogía, genera una dicotomía entre el espacio de los flujos y el espacio de los lugares. El espacio de los flujos es la forma espacial dominante en la economía política de la sociedad red del capitalismo informacional. Es la organización material (espacial) de las prácticas sociales que funcionan a través de flujos (de capitales, de información de gestión, de imágenes e ideas, tecnología, drogas, modas, miembros de la élite cosmopolita, migrantes…) y está configurado por una combinación de tres soportes materiales: la red de comunicación electrónica; los nodos de la red (donde se ubican funciones y organizaciones estratégicas, es decir, las grandes ciudades) y ejes de transporte, ambos organizados de forma jerárquica; y la organización espacial de las élites gestoras de dichos flujos. Estas élites son cosmopolitas pero no flujos. Lo que significa que tienen que vivir en algún lugar. Esta sociedad red implica así un proceso simultáneo (y no contradictorio) de desterritorialización / reterritorialización. (p. 282)

Estas élites se organizan en comunidades culturales y políticas con fronteras materiales y simbólicas claras y cerradas: en el primer caso, por murallas y gated communities, en el segundo, por su pertenencia a una serie de clubs y lugares exclusivos donde sólo ellos tienen acceso y se lleva a cabo gran parte de la gestión de los flujos. Además, esta élite se reparte por diversas ciudades mundiales (de ahí las ciudades globales de Saskia Sassen)  donde se establecen en zonas homogéneas, desvinculadas del entorno físico en el que están y conectadas a grandes redes de transporte (y de ahí los no lugares de Augé, que son lugares sin identidad antropológica). El resto de la sociedad vive también en lugares físicos, pero, a diferencia de las élites, sus lugares no están vinculados a los lfujos de forma tan clara y siguen siendo locales.

Sassen es otro de los nombres que cita Ullán de la Rosa por el concepto de ciudad global, que son aquellas que cumplen ciertas funciones esenciales en el sistema de flujos:

  • son los centros de mando donde se concentran las grandes multinacionales que ejercen el control de las redes;
  • es donde se concentran todos los servicios que estas multinacionales necesitan: abogados, financieros, publicistas, centros de innovación e investigación, universidades de élite;
  • a menudo, también, las ciudades globales se forman alrededor de las capitales políticas (París, Londre, Tokyo, Ámsterdam), aunque no siempre (Nueva York, Sidney, Frankfurt, Milán, Barcelona…);
  • la alta concentración en estas ciudades permite la existencia de un conjunto muy sofisticado de servicios que las élites reclaman para su día a día.

Al mismo tiempo que las ciudades se vuelven globales y crecen, necesitan cada vez más mano de obra barata para llevar a cabo los servicios de baja cualificación: servicios de limpieza, de gestión menor, niñeras, teleoperadores, que van ocupando la ciudad en zonas cada vez más alejadas de sus centros de trabajo, generando megalópolis enormes con puntos alejados unos de otros.

Ullán de la Rosa cita otros autores: el Debord de La sociedad del espectáculo y su denuncia de cómo el capitalismo se ha metamorfoseado en espectáculos continuados para que el consumo no cese; la semiótica de la ciudad, de la que destaca a Bachelord y Lynch; Richard Sennet, del que hemos leído diversos libros en el blog; finalmente, la Escuela de Los Ángeles, que engloba a Mike Davies y Edward Soja, autores que tomaron la ciudad de California como el ejemplo posmoderno. Los Ángeles es una extensión brutal de territorio donde el vehículo es absolutamente necesario para todo y coexisten todas las formas posibles de urbanización presentes en el posmodernismo: gated communities donde los ricos se encierran y viven una vida alternativa a la del resto de la población, barrios completamente degradados y abandonados en el centro, oleadas de migración periódicas que van conformando núcleos de poder o “heterópolis”, parques temáticos como Disneyland, suburbios por doquier, malls panópticos… Gran parte de estos procesos se recogen en Ciudad de cuarzo (1990), de Mike Davis, quien también denunció, en Planeta de ciudades miseria (2006), los efectos de la desterritorialización y la aparición de chabolas en las afueras de las megalópolis alrededor del mundo. Edward Soja, por su parte, desarrolló el concpeto de thirdspace para referirse a unos espacios que son al mismo tiempo reales e imaginarios, a raíz de la teoría del simulacro de Baudrillard, y después escribió Postmetrópolis, donde analizada las seis grandes formas que adoptaba la nueva ciudad posmoderna, posfordista, poscapitalista.

Otra forma de abordar la sociología posmoderna es a través de los temas de estudio que escoge. Citando sólo unos pocos:

  • “Vivimos en un espacio dividido, una especie de puzzle. Algunos van más allá de la imagen de fragmentación para invocar la más radical (y sofisticada) de fractalización (Bassand, 2001)”;
  • la ciudad como simulacro y objeto de consumo, a través de la disneyficación (Zukin, Roost, Bryman, también el maravilloso Variaciones sobre un parque temático);
  • la ciudad fortaleza o la ciudad panóptico (Davis, Judd, Harris);
  • la gentrificación (Smith y Williams, Neil Smith, First We Take Manhattan);
  • el papel de los géneros en las formas urbanizadas (Hayden);
  • NIMBY (‘Not In My Backyard’);
  • el concepto de gobernanza (Manuel Castells y Jordi Borja, sobre todo).

El siguiente capítulo del libro está dedicado al futuro de la sociología urbana; lo dejamos para una entrada posterior, donde analizaremos el conjunto del libro y también la introducción.

Urbanalización (II): urbanalización, festivalización y no lugares

En la primera parte del libro Urbanalización. Paisajes comunes, lugares globales, del profesor de Geografía Francesc Muñoz, explicamos el concepto de la ciudad multiplicada: aquella entregada al espacio de los flujos, compitiendo en el mercado global y habitada por territoriantes.

…es la acumulación de no lugares -tecnológicos, de infraestructura y de consumo- lo que crea el espacio de las redes. Los no lugares son los lugares requeridos en el espacio de los flujos. los no lugares son los lugares de la economía global. (p. 46)

Pero, de la misma forma que los habitantes se han convertido en la ciudad multiplicada en territoriantes, es decir, seres que transitan de unos espacios a otros y que viven en una ciudad múltiple, que puede abarcar incluso diversas ciudades, regiones o países, los no lugares tampoco son compartimentos estancos: pueden derivar de lugar a no lugar en función de sus usos e incluso de las franjas horarias o el contexto. «Así ocurre con el uso intensivo que los centros históricos soportan por parte de los turistas globales que lo usan a tiempo parcial como un espacio para el consumo y el ocio.»

La multiplicación de los no lugares ha ido de la mano del protagonismo alcanzado por los contenedores en los que se desarrolla la vida metropolitana. Edificios singulares o conjuntos de edificios caracterizados por ser relativamente autónomos, con lógicas específicas que no necesariamente son las del propio territorio donde se localizan y donde, básicamente, tienen lugar el intercambio y el ritual del consumo. (p. 47)

Son espacios «autónomos y autorreferenciados»: centros comerciales, museos metropolitanos, parques temáticos, estaciones intermodales o aeropuertos donde cada vez hay más espacio para las zonas comerciales. Se trata de un urbanismo «que no genera tejidos ni establece soluciones de continuidad ni se define por la colmatación de espacios, ni acumula espacios construidos». Es un urbanismo aislado, encerrado en sí mismo, que se podría extraer del lugar en el que se erige y llevarlo a cualquier otro y establecería las mismas relaciones con su entorno: nulas.

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Cada vez más, fragmentos urbanos de nueva creación o zonas urbanas transformadas se configuran como auténticos hubs metropolitanos, es decir, espacios altamente especializados caracterizados por la utilización intensiva que hacen de los mismos las poblaciones visitantes: el inner harbour de Baltimore, la Potsdamez Platz de Berlín o el museo Guggenheim de Bilbao son claros ejemplos de este urbanismo de los flujos y de su escala planetaria. Incluso la propia ciudad, en algunos contextos, puede devenir un hub toda ella: Venecia centro storico o Las Vegas, con 150.000 visitantes cada fin de semana, no son más que inmensas playas de movilidad, gigantescas áreas de duty-free, que en poco se diferenciarían de las de aeropuertos hub como Charles de Gaulle, Heathrow o Schiphol. (p. 48)

Muñoz denomina a este fenómeno el (hub)banismo, del término inglés hub, que más o menos se podría traducir como centro o corazón de una actividad.

La suma de la existencia de los no lugares o espacios de los flujos, junto a la creación de espacios autónomos (centros comerciales indistinguibles, parques temáticos, etc.) y el (hub)banismo dan lugar a un extraño fenómeno: los paisajes aterritoriales. Tradicionalmente ha existido una distinción entre el centro urbano y las afueras, entre las zonas urbanizadas y las zonas rurales; dicha distinción está desapareciendo, y lo está haciendo en dos direcciones:

  • en primer lugar, «existe un indiferentismo espacial entre áreas con diferentes grados de urbanización que, paradójicamente, no aparecen tan distantes en términos morfológicos»; es decir, aparecen características urbanas en territorios tradicionalmente considerados no urbanos. Las edge cities son un ejemplo, pero también los parques tecnológicos o temáticos en zonas regionales; o grandes centros comerciales algo alejados de la centralidad.
  • en segundo lugar, «puede observarse un indiferentismo espacial comparando espacios tipológicos concretos en ciudades diferentes». Por ejemplo: los centros históricos o los frentes marítimos de diversas ciudades, cada vez más similares entre ellos.

Emerge así una nueva categoría de paisajes definidos por su aterritorialidad: esto es, paisajes independizados del lugar, que ni lo traducen ni son el resultado de sus características físicas, sociales y culturales, paisajes reducidos a sólo una de las capas de información que los configuran, la más inmediata y superficial: la imagen. (p. 50; el destacado es nuestro).

«Los paisajes son así reproducidos independientemente del lugar porque ya no tienen ninguna obligación de representarlo ni significarlo, son paisajes desanclados del territorio que, tomando la metáfora de la huelga de los acontecimientos que explica Jean Baudrillard, van sencillamente dimitiendo de su cometido.» (p. 51)

Teniendo en cuenta todo lo dicho, quizá podamos entender ahora mejor cómo ciudades con historia y cultura diferentes y localizadas en lugares diversos están produciendo un tipo de paisaje estandarizado y común. Aparece así un tipo de urbanización banal del territorio, en tanto en cuanto los elementos que se conjugan para dar lugar a un paisaje concreto pueden ser repetidos y replicados en lugares muy distantes tangto geográfica como económicamente. La urbanalización se refiere, así pues, a cómo el paisaje de la ciudad se tematiza, a cómo, a la manera de los parques temáticos, fragmentos de ciudades son actualmente reproducidos, replicados, clonados en otras. El paisaje, sometido así a las reglas de lo urbanal, acaba por no pertenecer ni a la ciudad ni a lo urbano, sin más cometido que formar parte de la cadena global de imágenes a las que antes me refería. (p. 52)

De la renovación de Bolonia, que ya comentamos, y la «intervención urbana concebida como un instrumento para regenerar la ciudad, entendiendo esta como un artefacto complejo, fue paulatinamente dejando paso a un discurso orientado hacia la participación especializada de la ciudad en los mercados globales de producción y consumo» (p. 55). De ahí se pasa a la «venta» de la ciudad como un producto global.

Y de ahí, fácilmente, a la festivalización de la política de que hablaba Venturi (1994): el desarrollo de políticas urbanas concebidas a partir de la necesidad de un gran evento como la máquina principal para la transformación de la ciudad. Lo veremos próximamente con el caso Barcelona y los Juegos Olímpicos y el Fórum de las Culturas de 2004, que son un buen ejemplo; pero ha sucedido en todas las ciudades con grandes eventos culturales usados como excusa para regenerar espacios enteros de la ciudad que hasta entonces habían quedado obsoletos o abandonados ex professo.

La festivalización requiere, para su éxito, de un gran equipo de márqueting, lo que aún sitúa más la ciudad como una empresa con la necesidad de vender su marca y de un público. Progresivamente, y a medida que los barrios van siendo gentrificados y entregados a nuevos mercados de ocio y consumo para las clases medias y de vivienda para las clases altas o los fondos de inversión, la creación de estos barrios se vuelve también parte de la festivalización de la ciudad, creando una similitud entre las nuevas morfologías de estos barrios y los parques temáticos o centros comerciales y de ocio: «parece que ahora las ciudades deben recrear y producir los escenarios urbanos previamente imitados en estos contenedores de entretenimiento y consumo» (p. 59)

Acabamos esta entrada con un apunte sobre el término gentrificación. Muñoz explica que la geógrafa Luz Marina García Herrera propone su traducción como «elitización», entre la opción de términos que se han usado (potenciación, recalificación social, aburguesamiento, aristocratización…). La palabra original (de la socióloga Ruth Glass, Aspects of Change, 1964) deriva de gentry, la nobleza rural inglesa, y explica el fenómeno de los barrios (obreros) del centro de la ciudad, semiabandonados y en estado de ruina debido a la falta de inversión, que son progresivamente adquiridos por empresas privadas o fondos de inversión y posteriormente reconvertidos en espacios de ocio y cosnumo para las clases medias y altas y en unas pocas viviendas destinadas o bien a hoteles o a personas de ingresos altos (o a plataformas tipo Airbnb, hoy en día). Gentrificación se refiere al retorno de esas clases nobles inglesas a los centros urbanos tras su saneamiento, por lo que elitización no parece un término adecuado: explica lo que ha pasado en los barrios pero no destaca las causas existentes (abandono por parte de las autoridades municipales del barrio, su venta a fondos privados tras ser saneados con fondos públicos). La elitización se puede dar de forma natural, a medida que un barrio va subiendo el nivel de ingresos de sus habitantes; la palabra gentrificación destaca, a nuestro parecer, la existencia de ese trasfondo público-privado.

Otra opción viable podría ser barrios neoenriquecidos (del término español «nuevos ricos», gente que proviene de estratos sociales bajos pero de repente tiene dinero y hace ostentación de él, sin saber estar a la altura de la nueva clase de la que forma parte, y perdónennos el sustrato clasista de la definición). Sin embargo, y como es lógico, preferimos el término gentrificación, que ya se ha incorporado al lenguaje habitual.

La condición urbana (y III): retorno a la ciudad ideal

La primera parte del libro de Olivier Mongin La condición urbana era un retrato de qué significa exactamente esa condición de ciudadano urbano, casi como concepto abstracto, ideal. La segunda partesegunda parte está dedicada a la evolución de dicho concepto a lo largo de los últimos tiempos, especialmente con la llegada de la tercera mundialización y el advenimiento de las nuevas tecnologías, un archipiélago de flujos económicos y migratorios y la aparición de nuevas formas de posciudad: megaciudades, metrópolis, ciudades globales, edgeless cities. Esta tercera parte que comenzamos ahora está dedicada al retorno de la segunda acepción a la primera, es decir, cómo conseguir que las ciudades inurbanas que tenemos hoy en día se vuelvan urbanas según la primera acepción. O, en palabras del propio Mongin:

Efectivamente, si uno imagina que la democracia no es un combate asegurado de antemano en nombre de no se sabe muy bien qué filosofía de la historia milagrosa, por fuerza debe devolverle a la «condición urbana» (entendida en el segundo sentido) su primer sentido, es decir, el del tipo ideal de la experiencia urbana, el de las exigencias corporales, escénicas, estéticas y políticas que son su resorte matriz. Confrontados como nos vemos hoy a economías de una escala inédita -en forma de archipiélago-, a desigualdades y disparidades nuevas que socavan y disuelven la ciudad del ayer, la invitación está cargada de consecuencias. Es necesario reconquistar sucesivamente el sentido de lo lo cal en un imaginario del no lugar y de la ciudad virtual que lo anula, reconquistar lugares, pero también reconquistar un lugar que aliente la formación de una comunidad política y no sea un espacio de repliegue. La condición urbana no se adquiere, tiene que ver con la creación de lugares, con la recomposición de lugares y con una lucha por los lugares democráticos.

[…] Mientras la globalización es un futuro que se conjuga en un presente insaciable, la cuestión urbana sugiere que la acción se realice en otros niveles además del espacio de decisión supranacional. Llámeselo comuna, conurbano o metrópolis, sea cual fuere la escala de acción privilegiada, la participación en el seno de un espacio colectivo es la principal condición de la acción democrática. (p. 272; la negrita es nuestra)

El primer paso es el retorno de los lugares. La conversión de la ciudad a lugar de tránsito de los flujos modifica el sentido de los lugares, los convierte en nodos, carentes de personalidad (o, mejor dicho: nodos cuya personalidad no es necesaria para su función, y que por lo tanto la economía de flujos tenderá a ignorar, pues no da beneficio directo, o incluso a voluntariamente dejar de lado). Pero si los lugares pierden sentido, la propia existencia de la red genera aún más nodos, conmutadores de mercancías, de personas, de capital, de flujos, que ya nacen sin personalidad ni capacidad para devenir lugares: aeropuertos, estaciones de ferrocarril, corredores, puertos enormes donde atracan cargueros y cruceros; nodos, hubs. «La red como forma espacial, los nodes y los hubs como no lugares, vale decir, como simples lugares de articulación de la red, y el nomadismo de las elites mundializadas son las tres características que permiten comprender los resortes de la ciudad virtual.» (p. 283)

El segundo capítulo, Por una cultura urbana de los límites, parte de una premisa básica de Henri Gaudin: «no sólo habitamos nuestros apartamento: también habitamos el portal, la calle y la ciudad hasta el horizonte». Por lo tanto, promulga un retorno a una ciudad de dimensiones humanas, corporales, con límites medidos. El ejemplo a no seguir: Brasilia, ciudad arquitectónicamente cargada de hitos pero inhabitable para vivirla.

Aquí Mongin recurre a una distinción de Christian de Portzamparc sobre las tres edades de las ciudades:

  • la primera ciudad siempre ha estado ordenada por un mismo esquema único y sencillo: la calle. Desde las cuadrículas de las polis griegas hasta los bulevares de Haussmann, la calle ha sido el bastión desde el que se ha concebido la experiencia urbana;
  • con la llegada de la segunda edad, se invierte la visión: «ya no vemos según ese vacío de los espacios públicos, sino que lo hacemos partiendo de objetos llenos»;
  • la tercera edad «no es la síntesis dialéctica de las dos ciudades precedentes sino un resultado híbrido, al que corresponden numerosas ciudades contemporáneas de Europa.

El tercer y último capítulo, «Recrear las comunidades políticas», propone una vuelta a los lugares partiendo de una base democrática que pasa por, pero no surge en, la política a nivel provincial y estatal. Los ciudadanos deben reclamar sus lugares como propios, potenciando las relaciones de proximidad del día a día, de ir al trabajo, a la escuela, al supermercado, al ocio libre, frente a las grandes dinámicas del capital.

Antropología de la ciudad, de Lluís Duch

Lluís Duch, recientemente fallecido en 2018, fue un monje de la abadía de Montserrat, teólogo y antropólogo. Además de multitud de estudios sobre temas diversos, se centró especialmente en la antropología alrededor del ser humano: su cuerpo, sus ámbitos de existencia y expresión, la vida cotidiana y la comunicación.

En 2015 publicó Antropología de la ciudad, un enorme estudio dividido en 4 capítulos. El primero aborda la cuestión de la relación entre la naturaleza y la cultura, en la que entraremos a continuación. El segundo, el espacio y el tiempo de la ciudad. El tercero la ciudad como lugar donde se desarrollan el tiempo y el espacio humanos por antonomasia, y el cuarto la ciudad como entidad histórica y su evolución.

Hay que destacar, antes de entrar en materia, la enorme capacidad intelectual de Lluís Duch y su vastísima erudición: parece que todos los estudios de los que hemos oído hablar en este blog los había leído, analizado, estudiado y catalogado, amén de una enormidad que nos era desconocida; la simple bibliografía del libro da para años de estudio alrededor del tema de la ciudad, ¡bienvenidos sean!

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Sin más, damos paso a sus palabras en la Introducción.

Nuestro punto de partida ha sido que, desde las configuraciones urbanas más primitivas, la ciudad ha constituido la máxima expresión de la presencia cultural del ser humano en el mundo como diseñador y «constructor natural» de artificios. Una presencia cultural, debe añadirse, propia e insuperable del ser humano que en realidad ha establecido, en cada momento histórico, cuáles son las dimensiones de su auténtica naturaleza, caracterizada por estar siempre históricamente situada y sometida incesantemente a las irrupciones imprevistas y desconcertantes de las mil fisonomías de la contingencia. Al mismo tiempo, esta incesante contextualización biográfico-histórico-cultural de la naturaleza del hombre constituye una muestra de la radical insuficiencia del instinto humano (la «transanimalidad», en terminología de Hans Jonas) para tomar posesión, construir y organizar humanamente la habitabilidad de su mundo cotidiano. Esta reflexión se convertía además en una confirmación explícita de la artificiosidad como la forma genuina e inevitable de presencia del hombre en la realidad mundana que es, siguiendo el pensamiento de Helmuth Plessner, una de las expresiones más convincentes de la excentricidad del hombre, la cual, a diferencia de los otros seres vivos, constituye su especificidad característica.

A partir de estas consideraciones, hemos comprobado la importancia excepcional de una de las cuestiones más controvertidas (sobre todo a finales del siglo XIX y comienzos del XX) y al mismo tiempo más ineludibles para cualquier praxis antropológica: las relaciones humanas entre naturaleza y cultura. Según creemos, estas relaciones son determinantes para diseñar el marco idóneo de cualquier forma de discurso antropológico. (p. 20).

Cultura entendida como todo aquello que ha producido el hombre en un contexto determinado: «… habida cuenta de que para el ser humano no hay -no puede haber- ninguna posibilidad extracultural, nos hemos interesado en temas como la burocracia, la vigilancia, la globalización, la identidad, el paisaje, etcétera, que inciden con intensidades, a menudo no debidamente calibradas, en la vida cotidiana de individuos y grupos humanos.» (p. 23). Es cultura la disposición de los asientos en un vagón de metro, físicamente, sí, pero también de las personas que alternativamente los van ocupando y sus posibles preferencias y cesiones; pero también del billete, de la disposición de la estación, de la existencia del dinero; cultura es todo aquello que el hombre desarrolla para acomodarse en el mundo.

Duch termina la introducción con la que es, a su parecer, la tarea de un antropólogo, «por lo menos es lo que creemos que se desprende de nuestra concepción de la antropología, es un diseño del marco general donde se sitúan las transmisiones de todo tipo que son, positiva y/o negativamente, factores constituyentes de las múltiples relaciones que se entretejen en la vida urbana de individuos y colectividades. Se trata, en consecuencia, de establecer los ejes fundamentales de la configuración espaciotemporal, siempre polifacética y amenazada por la anomía, de la realidad y de su intérprete por excelencia (el ser humano), en cuyo interior, por parte de individuos y grupos humanos, en la variedad de espacios y tiempos, sin posibilidad de eludir los estragos de la contingencia, se inscribe en la ciudad histórica y biográficamente, con sus luces y sus sombras, la convivencia o malevolencia humanas.» (p. 25).

Y con ello da paso al primer capítulo, donde entra de lleno en materia: «Directa o indirectamente, en la ciudad, antigua y moderna, la controversia sobre lo que es natural (naturaleza) y lo que es artificial (cultura) ha tenido siempre una gran actualidad.» El propio término naturaleza tiene dos orígenes, el griego y el semítico. En el primero, phýsis, hace relación al mundo tal como es, el devenir que en él sucede, que dará paso al natura latín, término más amplio pero similar. En cambio, en la visión semita del mundo, la naturaleza es una criatura de Dios, «el efecto directo de la omnipotencia de su voluntad» (p 35). «En Occidente, sobre todo a partir de Descartes, el ser humano no se incluye en la naturaleza, sino que se comporta como un observador neutral que la contempla desde fuera, la manipula e incluso la explota como si se tratase de un objeto completamente ajeno a su humanidad.»

«A partir de la influencia que ha ejercido el universo cristiano-semita en la cultura occidental clásica, resulta muy comprensible que se haya producido la tajante separación entre el mundo natural, es decir, el ámbito del mundo físico regido por la sola causalidad mecánica, y la sociedad, es decir, el ámbito del pensamiento y la acción de los hombres orientados hacia objetivos concretos.» (p. 37). Se ha ido dando, sobre todo con la llegada y paso de la Ilustración, un progresivo «desencantamiento del mundo» que ha generado la necesidad de una estetización constante. «En efecto, el sujeto burgués -porque continuaba siendo alguien irreducible a la mera problematicidad- no podía dejar de diseñar y utilizar un conjunto de emblemas, anagramas y figuraciones referidos alusivamente a «otro» mundo y que además le permitiesen articular praxis de dominación de la contingencia. La estetización de la realidad (incluido, en primer lugar, el mismo hombre) no es sino compensaciones por la pérdida del carácter polifónico y numinoso de la realidad humana, y es, en ese preciso momento, cuando por parte de la burguesía triunfante se da un paso con una innegable impronta teodicéica: lo «estético» se convierte en «anestésico».» (p 42).

Precisamente un retorno a la naturaleza es lo que se busca en tiempos de crisis globales, cuando se percibe que la ciudad se llena de espacios públicos abstractos y «sin caracteres familiares e identificadores» (los no lugares de Marc Augé). En estos casos, dicho retorno obedece o bien a que se anhela la recuperación de una naturaleza ideal (la edad de oro primigenia) o bien porque se aborrece la configuración actual de parte o la totalidad de la sociedad, tachándola de «antinaturales». De ahí tanto la ecología como la necesidad del paisaje urbanos.

A continuación Duch pasa a la etimología y el posterior desarrollo del término cultura, la confrontación entre la civilisation y la Kultur, temas enormemente interesantes pero que se nos alejan algo del objeto del blog, y finalmente pasa a la relaciones entre cultura y poder, burocracia, vigilancia, artificiosidad y urbanidad.

De la relación entre cultura y poder nos quedamos con un apunte de Elias Canetti citado por Duch (p. 91). «Teniendo en cuenta la circunstancia de que Kafka teme el poder en cualquiera de sus manifestaciones, teniendo en cuenta la circunstancia de que el auténtico objetivo de su vida consiste en sustraerse al poder en cualquiera de sus formas, lo presiente, lo reconoce, lo señala o lo configura en todos aquellos casos en que otras personas lo aceptaría como algo natural.» (Elias Canetti, El otro proceso de Kafka. Sobre las cartas a Felice).

El proceso de burocratización que se impuso en las postrimerías del siglo XIX fue el producto de cuatro factores conjugados, que se reforzaron mutuamente entre sí:

  1. la «taylorización» y la organización del trabajo en la empresa de tipo capitalista, acompañada de poderosas concentraciones empresariales con la consiguiente formación de grandes agrupaciones (trusts) productivas;
  2. el desarrollo de la incesante de la legislación social, que provocó un aumento de la burocracia dedicada a la administración y la vigilancia de las nuevas realidades sociales;
  3. el crecimiento del intervencionismo estatal en la economía, que se concretó a menudo en la nacionalización de algunos sectores clave como los ferrocarriles y los carburantes;
  4. el desarrollo de los grandes partidos de masas, que implicó la consolidación de la burocracia interna de su aparato administrativo y también del de los sindicatos, que tenía como misión primordial no el bienestar de sus asociados, sino asegurar el éxito en las contiendas electorales. (p. 95).

Citando La máquina burocrática, de González García, «tanto la monarquía guillermina [de Alemania] como la doble monarquía del Danubio [Austría-Hungría] basaban su poder en la centralización administrativa y en la jerarquía funcionarial.»

Precisamente «el pensamiento de Weber se refiere a la singularidad de la cultura occidental frente a todas las otras culturas antiguas y modernas: la racionalización como proceso imparable que ha intervenido en todas las esferas y etapas de la cultura occidental (…) La administración de la vida urbana ha dado lugar a un anonimato generalizado en las relaciones humana, constata Weber. La función de la vecindad, tan decisiva en otros tiempos para individuos y colectividades, ha dejado prácticamente de existir. Al mismo tiempo ha provocado, vistas las cosas superficialmente, el progresivo deterioro de los elementos mágicos y numinosos del entramado social, provocando a menudo el retorno de lo reprimido que se creía definitivamente suprimido. Señala que la burocratización moderna es un producto típico de la «racionalidad instrumental» que es el tema central y el gran principio que define a las sociedades modernas.» (p. 97).

Prosigue el tema con un repaso a Hannah Arendt y sus estudios sobre la banalización del mal y cómo la «banalidad burocrática» que mostró Eichmann durante el juicio en Jerusalén fue el motor de la «banalidad del mal». «La ideología burocráctica actúa mediante el distanciamiento de la acción burocrática respecto a los efectos que produce; estos, en realidad, son «moralmente inapreciables» e «invisibles» para el burócrata, ya que no hay ningún vínculo visible entre la intervención burocrática y los sujetos (convertidos en meros objetos) que experimentan en sus carnes las fatales consecuencias de las decisiones de aquellos.» (p. 105). Sólo ello explica cómo una sociedad tecnológicamente tan avanzada fue capaz de un acto de tal crueldad como el Holocausto: porque la mayoría de los que formaron parte de él «no dispararon rifles contra niños judíos ni vertieron gas en las cámaras […] sino que redactaron memorandos, elaboraron proyectos, hablaron por teléfono…»

El proceso burocrático, señala Duch, es que separa el «mundo vital» de funcionarios y administrados, por lo que los segundos quedan en un «no espacio» y un «no tiempo», en una especie de limbo donde lo que les sucede no acaba de ser real.

El siguiente tema que trata el autor es el de la cultura y la vigilancia, tan ubicua en nuestros días.

En todas las etapas de la historia de la humanidad, vigilancia y tecnología han ido estrechamente unidas. Es evidente que la progresiva sofisticación tecnológica de la vigilancia ha sido un elemento decisivo de la mayoría de formas de organización de la modernidad porque toda cultura se basa en una forma u otra de «ortodoxia» que es necesario mantener. Al mismo tiempo, toda ortodoxia (toda cultura) segrega formas de heterodoxia, herejes, que han de controlarse y, si es necesario, desactivarlos sin tener demasiado en cuenta los métodos utilizados para ello. Las etapas del camino seguido por la sociedad de la vigilancia corren en paralelo con el nacimiento y el desarrollo de la nación-Estado moderna.

Ernest Gellner opina que «un moderno Estado liberal interfiere en la vida de sus ciudadanos mucho más que un despotismo preindustrial de carácter tradicional.» La sociedad de nuestros días, con los gigantescos dispositivos de tipo electrónico de que dispone, ha dado lugar a la reflexión crítica sobre la «sociedad de vigilancia»: participar en la sociedad moderna es estar bajo la vigilancia electrónica, lo cual significa haber dado un paso adelante de enorme transcendencia respecto a la organización burocrática tradicional basada en archivos de papel. […] En la actualidad, una de las consecuencias de la sociedad de vigilancia electrónicamente configurada es la eliminación de los límites que antaño, por lo menos teóricamente, existían entre la esfera pública y la esfera privada de los individuos. Como se sabe, la configuración de estas dos esferas fue una de las grandes conquistas de la modernidad europea.

Recuerda Duch la inflexión de que hablaba Jeremy Bentham en Panopticon, or The Inspection House (1780) cuando los medios técnicos permiten el paso de la simetría tradicional entre el ver (de los vigilantes) y el ser visto (de los vigilados) a la supervisión asimétrica de los segundos, que pasan a ser vistos continuamente mientras que los primeros permanecen invisibles. Se pasa, así, de ser vistos a vivir expuestos; y, pese a que somos conscientes de que no estamos siempre siendo observados, vivimos con la constancia de que podemos serlo en cualquier momento determinado o al azar.

El siguiente aspecto: cultura y movilidad humana. En tanto que animal cultural, que habita un medio cultural, el hombre tiene la necesidad, más que de productos creados por esta cultura, de indicaciones, planes, recetas, guías que le sirvan para moverse por ella o incluso creadas a propósito para controlarlo. De ahí, Duch recuerda la distinción que hacen Remy, Voyé y Servais entre «cultura móvil» y «cultura aprobada». «La «cultura móvil» consta de un conjunto de elementos cuya aparición, transformación y supresión sólo necesita de unas mínimas justificaciones mínimas, con frecuencia incluso inexistentes,. […] La «cultura aprobada», en cambio, consiste en un conjunto de elementos en relación con los cuales el grupo social se muestra incapaz de crear o modificar su contenido.» (p. 111). Aún más: a menudo se perciben en estos elementos inmóviles la expresión de la identidad del grupo, y de su permanencia se obtiene seguridad, certeza. Un ejemplo de cultura móvil: la moda, sin ir más lejos, que va mutando de forma pernanente y cuyo cambio no supone mayor trastorno.

Como consecuencia de la sobreaceleración del tiempo que experimenta la sociedad de nuestros días, la «cultura móvil» se impone como el referente más importante en detrimento de la «cultura aprobada»: en eso consiste fundamentalmente la «destradicionalización» que tiene lugar en el momento presente, que afecta profundamente las transmisiones que deberíoan llevar a cabo las «estructuras de acogida». Al mismo tiempo, a causa de la íntima coimplicación de espacio y tiempo en el ser humano, la relación de este con el territorio se «desubica», se «desterritorializa» y adquiere un grado muy importante de abstracción y virtualidad. (p. 112).

Y prácticamente con esto termina el primer capítulo. Nos quedan al menos otras dos entradas para tratar, sólo someramente, los temas que da de sí este libro, pero repetimos: es, sin ninguna duda, de los más interesantes y fecundos que hemos tenido la suerte de leer.

Ciudad líquida, ciudad interrumpida, de Manuel Delgado: introducción a la antropología de lo urbano

Ciudad líquida, ciudad interrumpida es un libro de Manuel Delgado algo extraño. Parece difícil de encontrar físicamente, de hecho ni siquiera se encuentra alguna imagen de portada en google; en el blog lo conseguimos porque el propio Delgado nos envió el manuscrito en pdf y comentó, además, que parte de este escrito aparecería luego en Sociedades movedizas.

La tesis del libro es doble: por un lado, el símil entre la ciudad (entre aquello que caracteriza la ciudad: lo urbano) y cómo su movimiento es el de un líquido, sin forma, inestable, fluido; de ahí la ciudad líquida del título. Y, por otro lado, cómo la fiesta es el detonante de esa liquidez, un estado de cambio y euforia latente, émulo de la violencia, que colapsa periódicamente la ciudad y da la vuelta a lo profundo que subyace en lo urbano; y de ahí la ciudad interrumpida.

Capítulo 1: La ciudad no es lo urbano. Ya nos lo dijo Lefebvre en su El derecho a la ciudad: lo urbano es algo más, algo que se da en algunas ciudades pero también fuera de ellas. «Por supuesto que la antropología urbana no es, en un sentido estricto, una antropología de la ciudad, ni tampoco una antropología en la ciudad. En la ciudad no existe propiamente una cultura o una cosmología, y la ciudad no es sin duda una estructura social, por mucho que sea cierto que en ella uno pueda encontrar instituciones sociales más o menos cristalizadas.» (p. 4). Delgado empieza situando el tema de la antropología urbana en distinción a la antropología a secas; y su área de estudio es lo urbano. Además, y debido sobre todo a los fundamentos en los que se basó la Escuela de Chicago cuando desarrolló esta disciplina, de algún modo han quedado vinculados el estudio de la ciudad (de lo urbano) con el del proceso de la modernización en general.

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Imagen random sacada del blog de Delgado, elcordelesaparences.

La Escuela de Chicago usó un símil entre la ciudad y un ser vivo para abordar el estudio de esta última. Hablaron de «naturaleza animada regida por mecanismos de cooperación automática» (p. 6) y definieron lo urbano como «un mecanismo biótico y subsocial», dando lugar a lo que los teóricos de la complejidad denominarían luego un «caos autoorganizado». En cambio, otra tradición (más antigua, iniciada nada menos que con Baudelaire) se había referido a lo urbano como lo moderno: «lo efímero, lo fugitivo, lo contingente», aquello de lo cual el artista sería «el pintor del momento que pasa».

La siguiente gran figura es Simmel, el primero que se plantea «cómo captar lo fugaz y lo fragmentario de la realidad, cada uno de los detalles de la realidad, la imagen instantánea de la interacción social (…) Simmel concibió la sociedad como una interacción de sus elementos moleculares mucho más que como una substancia.» Y de ahí: «Entre todos los puntos y todas las fuerzas del mundo existen relaciones en movilidad constante», es decir, las relaciones están sometidas a un fluir permanente. «El papel social es la mediación entre lo que Simmel llama sociabilidad y lo que denomina socialidad. La sociabilidad es el modo de estar vinculado y se opone antinómicamente a individualidad. No se trata de que los individuos jueguen dentro de la sociedad: juega a la sociedad.» (p. 7).

El siguiente paso es el interaccionismo simbólico, que otorga un papel central a la situación: contempla a los seres humanos como actores que establecen y reestablecen constantemente sus relaciones mutuas, modificándolas o dimitiendo de ellas en función de las exigencias de cada situación. De ahí Ray L. Birdwhistell desarrolla la proxemia: la ciencia que atiende el uso y la percepción del espacio social y personal, como una «ecología del pequeño grupo: relaciones formales e informales, creación de jerarquías, marcas de sometimiento y dominio, creación de canales de comunicación. La idea en torno a la cual trabaja la proxemia es la de la territorialidad. En el contexto proxémico, la territorialidad remite a la identificación de los individuos con un área determinada que consideran propia y que se entiende que ha de ser defendida de intrusiones, violaciones o contaminaciones.» (p. 8).

Pero, volviendo a la antropología urbana y a Lefebvre: «lo urbano está constituido por usuarios». Ha existido una antropología del espacio, pero se ha centrado en el espacio físico, construido, los edificios. Ya dijo Lefebvre que la ciudad se componía de espacios inhabitados e incluso inhabitables. «Por ello, el ámbito de lo urbano por antonomasia, su lugar, es, no tanto la ciudad en sí misma, como su espacio público. Es el espacio público donde se produce la epifanía de lo que es específicamente urbano: lo inopinado, lo imprevisto, lo sorprendente, lo absurdo… La urbanidad consiste en esa reunión de extraños, unidos por aquello mismo que los separa: la distancia, la indiferencia, el anonimato y otras películas protectoras.» (p. 10).

La antropología urbana, esto es, la antropología no de la ciudad, sino de todo eso a lo que se acaba de aludir, no podría ser entonces otra cosa que una antropología del espacio público, o lo que era igual, de las superficies hipersensibles a la visibilidad, de los deslizamientos, de escenificaciones que bien podríamos calificar de coreográficas. (p. 10).

Otros autores han recogido el mismo concepto: el no-lugar de Michel de Certeau, precisamente ese espacio no-edificio donde sucede todo lo que estudia la antropología urbana. «El no-lugar se corresponde, en Michel de Certeau, con el espacio (…) el espacio es un cruce de trayectos, de movilidades. Es espacio el efecto producido por operaciones que lo orientan, lo circunstancían, lo temporalizan, lo ponen a funcionar.» (p. 12). Similar distinción se encuentra en Maurice Merleau-Ponty y su Fenomenología de la percepción entre espacio existencial o antropológico y espacio geométrico.

El segundo capítulo: Poder y potencia; polis y urbs es una reflexión sobre la esencia del poder, especialmente en la ciudad, siguiendo el esquema triangular de Jairo Montoya entre:

  • la urbs, constituida por espacios colectivos, construcción urbanizada, formas urbanas territorializadas, esto es, la sociedad fría tradicional;
  • la civitas, identificable con el espacio público y con la construcción social de la urbanidad;
  • la polis o el espacio político.

Este desglose triangular sería homologable con el que sugiere Lefebre entre sociedad, Ciudad y Estado.

Delgado acaba el capítulo fijándose en dos corrientes antagónicas: la que habla en los peores términos de la «psicología de masas», emulándola con una bestia salvaje sin cabeza, un «desbordamiento psicótico del populacho» perteneciente a los dominios de la «alteridad», lo animal, primitivo, prehumano… Y otro, «que ya había intuido Maquiavelo cuando se refería al pensamiento de la plaza pública» y que ejemplifica la reflexión de Gramsci cuando sugería que «la acción de las masas no sólo no correspondía a un oscurecimiento enloquecido de la razón sino todo lo contrario, a un sentido de la responsabilidad social que se despierta lúcidamente por la percepción inmediata del peligro común y el porvenir se presenta como más importante que el presente.»

Esta noción sera esencial para comprender todo lo que subyace bajo el poder que se intuye cuando se lleva a cabo una fiesta, como veremos en el siguiente post.

Sociedades movedizas, de Manuel Delgado (I). Texturas urbanas

Ya sabréis, a estas alturas, que Manuel Delgado es uno de nuestros favoritos en el blog. Su visión de la población urbana, de lo urbano, en general, como una masa amórfica, en perpetuo estado de autoorganización jamás completado, la necesidad del peatón de usar máscaras para sobrevivir al espacio liminal continuo… son fuente de inspiración constante y al tiempo análisis preclaro del hecho urbano. Leemos finalmente su tercer gran libro dedicado al tema (tras El animal público de 1999 y El espacio público como ideología, 2011; nos quedan otras pendientes que sin duda irán cayendo): Sociedades movedizas. Pasos hacia una antropología de las calles (2007).

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El urbanista nunca tiene del todo garantizadas la lealtad y la sumisión del urbanizado. (…) Tiene ante sí una estructura, es cierto, una forma. Hay líneas, límites, trazados, muros de hormigón, señales… Pero esa rigidez es sólo aparente. Además de sus grietas y porosidades, oculta todo tipo de energías y flujos que vibran, corrientes que lo sortean o transforman. Lugar que se hace y se deshace, nicho de y para una sociedad holística (…) el espacio urbano es un trabajo, un resultado, o, si se prefiere -evocando de nuevo a Lefevbre y, con él, a Marx-, una producción; o mejor, como había propuesto Isaac Joseph: una coproducción.

En el espacio urbano existe, es cierto, una coherencia lógica y una cohesión práctica, pero éstas no permiten algo parecido a una <<lectura>> o a una <<interpretación>>. En el espacio urbano no existe nada parecido a una verdad por descubrir, lo que hace inútil aplicar sobre él exégesis o hermenéutica alguna. (p. 17).

Sigue leyendo «Sociedades movedizas, de Manuel Delgado (I). Texturas urbanas»

Los no lugares

Recordemos la definición que daba Bauman de los no lugares en Modernidad líquida, p. 111: «Un no-lugar es un espacio despojado de las expresiones simbólicas de la identidad, las relaciones y la historia: los ejemplos incluyen aeropuertos, autopistas, autónomos cuartos de hotel, el transporte público.»  El término original proviene del antropólogo francés Marc Augé, que publicó un libro con el mismo nombre, Los no lugares, en 1992. El libro (editorial gedisa_cult, traducción de Margarita Mizraji) lleva el subtítulo, muy acertado, de Una antropología de la sobremodernidad.

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En el pimer capítulo, Lo cercano y el afuera, Augé parte del objeto de estudio de la antropología para hacer un diagnóstico de la modernidad. «La investigación antropológica trata hoy la cuestión del otro. (…) …de todos los otros: el otro «exótico» que se define con respecto a un «nosotros» que se supone idéntico (nosotros franceses, europeos, occidentales); el otro de los otros, el otro étnico o cultural (…); el otro social (…); el otro íntimo, por último (…), que está presente en el corazón de todos los sistemas de pensamiento, y cuya representación, universal, responde al hecho de que la individualidad absoluta es impensable.» (p. 25). Sigue leyendo «Los no lugares»