La serie «diálogos» de la editorial Gedisa son pequeños libros que recogen una conversación entre dos pensadores. En este caso reseñamos La humanidad planetaria, diálogo entre el antropólogo y etnólogo Marc Augé y el arquitecto y urbanista Josep María Montaner.

Reflexionando acerca del concepto de lugar, Augé destaca que se podría considerar a los migrantes como «los héroes de los tiempos modernos porque aceptan la idea de que el lugar no es un destino obligatorio». Al renunciar a su hogar, a su tierra, país, nación, demuestran, de algún modo, que «el apego al lugar es una cosa relativa, hiperfrágil»; su decisión cuestiona el apego de los que permanecen. Al llegar a su destino, tratan de convertirlo en parte de lo que han dejado atrás: leen los periódicos de su lugar de origen, entablan relaciones con similares. Pero, al mismo tiempo, por propia necesidad y convivencia, hacen relaciones nuevas, salen a comprar, sus hijos van a las escuelas, tienen que ir al médico. Se establecen así los «territoriantes», concepto de Francesc Muñoz en Urbanalización: habitantes de ciudades distintas y que se mueven en geografías variables.
El lugar «[Montaner] siempre es eminentemente social»: «no está relacionado con el individuo sino con la colectividad: tiene que ver, esencialmente, con las relaciones que las personas establecen en el contexto urbano: en la esfera de lo privado, en los edificios públicos, en el trabajo y en el ocio…» En cada lugar existen unas formas determinadas de uso del espacio público; pero cada grupo social tiene una concepción distinta, incluso una forma propia de interpretar esas normas; y se lleva a cabo una negociación, una dialéctica.
En esta dialéctica entra también la concepción del espacio de las redes sociales y los canales mediáticos. Por ejemplo: un actor o presentador famoso que va por la calle y al que la gente se acerca y saluda, como si se tratase de un conocido; pero esa persona no conoce a quien lo saluda y la única interacción que ha habido ha sido a través de esos medios. «[Augé] Eso es el fenómeno nuevo que complica las cosas para la definición del lugar y del no lugar. Caracterizamos el lugar porque éste alberga las relaciones sociales. Pero los espacios de la comunicación, ¿pueden incluirse en esta categoría en cuanto ponen en contacto a los individuos?»
Del concepto de no lugar, Montaner pasa al de «no casa»: los apartamentos turísticos, que se han convertido en lugares sin identidad antropológica, «una casa que tiene una memoria falsa, como la de los androides o replicantes de Blade Runner, en un «estilo Airbnb» con toques locales: fotos genéricas, unos pocos libros comprados al azar que nadie ha leído, recuerdos impersonales, conchas de un mar incierto, pinturas que no tienen que ver con ninguna elección o regalo; nada que atesore ninguna historia», a diferencia, por ejemplo, de los hogares de las personas mayores, donde todo lleva años en un estado de inmobilismo porque todo tiene una larga historia.
«El turista de Airbnb que va a un apartamento turístico, además de querer ahorrar, se cree que por unos pocos días va a formar parte de la vida del barrio. Y realmente no forma parte de la experiencia del lugar. Más bien, está contribuyendo a perjudicar el barrio, porque usa una vivienda en la que antes había vivido gente real o que se ha construido sólo para hacer negocio. Es una actividad que lo que hace es perjudicar la vida del barrio: contribuye a la especulación, al incremento del precio de los bienes y de los alquileres, y a la destrucción del comercio de proximidad», continúa Montaner. Augé lo denomina «la última etapa del consumo»: «consumimos una imagen de intimidad, vivimos en un apartamento que parece un apartamento en el que se vive diariamente, y los que van allí se dejan penetrar por esta atmósfera y piensan que están en su lugar. Pero este apartamento es el mismo esté donde esté (…) Es el engaño supremo del consumo y es un fenómeno de lujo» que ayuda a perpetuar las diferencias. «Estamos viviendo el fenómeno de la «uberización» o nueva fase del capitalismo, basada en aprovecharse de la precariedad de los contratos (que conllevan una vida, vivienda, etc. precaria) (…) y en sacar rendimiento rápido y abusivo de unos recursos, facilidades y valores urbanos que cada cultura pública y local ha elaborado a lo largo de siglos.»
Sin embargo, Augé rompe una lanza a favor del turista: podemos caricaturizarlo; basta con ir a Pisa para verlos posando delante de la torre haciendo ver que la aguantan. Pero creo que también hay en cada turista, si lo observamos individualmente, un deseo de ver algo distinto, lo cual en sí mismo es respetable. Una vez denunciados los excesos del turismo, deberíamos tener un poco de respeto con los viajeros. El viajero es aquel que busca el encuentro, el que sea, y el encuentro es siempre con el otro.» El antropólogo llega a hablar de «la doble imagen de nuestra época»: «los turistas que van a Centroamérica o Asia o África y los centroamericanos, asiáticos o africanos que van a las metrópolis para encontrar la manera de ganarse la vida».
La cultura, las culturas, las que sean, inclusive las que fueron estudiadas por los etnólogos en las sociedades «primitivas», obedecen todas a la necesidad de enseñar a los individuos que existen en relación con el otro, que no hay identidad sin alteridad -y éstas definen normas que permiten todo esto-. Pero ello al precio de una negación de la libertad individual. Pienso que el sentido social y la libertad individual, la autonomía individual, son dos cosas opuestas. Y el día en que hagamos saltar por los aires esta oposición entre sentido social y autonomía individual habremos ganado. [Augé, p. 44]
«Si en el nacimiento del Estado-nación las grandes obras estatales eran los ayuntamientos, los mataderos, los mercados, los teatros, etc. y luego fueron las grandes infraestructuras, con el tiempo las grandes obras de las ciudades las está haciendo el sector privado», destaca Montaner; «la memoria en nuestras ciudades cada día es más de propiedad privada», a medida que el capital va adquiriendo los edificios relevantes o usándolos como nodos de atracción de flujos (de capital, de turistas). Esto tiene que ver con otro movimiento habitual de nuestros tiempos, el NIMBY (de las siglas en inglés Not In My Backyard, «no en mi patio trasero»), la oposición por parte de grupos de vecinos de la construcción en su barrio de un centro para los sin techo, un psiquiátrico, un lugar de acogida para los drogadictos o una mezquita. En ocasiones de modo justificado, pues nadie quiere una incineradora cerca de casa o un vertedero; pero en otras, simplemente, por falta de empatía. Está relacionado, claro, con la idea de comunidad a la que se oponía Richard Sennet en El declive del hombre público: aquella comunidad cerrada, donde los vecinos comparten o creen compartir aspectos comunes más allá de los situacionales y donde la mejor argamasa es siempre la creación de un enemigo común. Pero tiene también que ver con la situación característica de estos lugares: siempre en los barrios populares. No encontrarán mezquitas en el barrio de Salamanca ni en el de Sarrià, ni centros para drogodependientes; porque el suelo allí es extraordinariamente valioso y sólo los grandes capitales son capaces de permitírselo. Es otra muralla de contención que crea el capital para mantener sus espacios privados.