Lluís Duch, recientemente fallecido en 2018, fue un monje de la abadía de Montserrat, teólogo y antropólogo. Además de multitud de estudios sobre temas diversos, se centró especialmente en la antropología alrededor del ser humano: su cuerpo, sus ámbitos de existencia y expresión, la vida cotidiana y la comunicación.
En 2015 publicó Antropología de la ciudad, un enorme estudio dividido en 4 capítulos. El primero aborda la cuestión de la relación entre la naturaleza y la cultura, en la que entraremos a continuación. El segundo, el espacio y el tiempo de la ciudad. El tercero la ciudad como lugar donde se desarrollan el tiempo y el espacio humanos por antonomasia, y el cuarto la ciudad como entidad histórica y su evolución.
Hay que destacar, antes de entrar en materia, la enorme capacidad intelectual de Lluís Duch y su vastísima erudición: parece que todos los estudios de los que hemos oído hablar en este blog los había leído, analizado, estudiado y catalogado, amén de una enormidad que nos era desconocida; la simple bibliografía del libro da para años de estudio alrededor del tema de la ciudad, ¡bienvenidos sean!
Sin más, damos paso a sus palabras en la Introducción.
Nuestro punto de partida ha sido que, desde las configuraciones urbanas más primitivas, la ciudad ha constituido la máxima expresión de la presencia cultural del ser humano en el mundo como diseñador y «constructor natural» de artificios. Una presencia cultural, debe añadirse, propia e insuperable del ser humano que en realidad ha establecido, en cada momento histórico, cuáles son las dimensiones de su auténtica naturaleza, caracterizada por estar siempre históricamente situada y sometida incesantemente a las irrupciones imprevistas y desconcertantes de las mil fisonomías de la contingencia. Al mismo tiempo, esta incesante contextualización biográfico-histórico-cultural de la naturaleza del hombre constituye una muestra de la radical insuficiencia del instinto humano (la «transanimalidad», en terminología de Hans Jonas) para tomar posesión, construir y organizar humanamente la habitabilidad de su mundo cotidiano. Esta reflexión se convertía además en una confirmación explícita de la artificiosidad como la forma genuina e inevitable de presencia del hombre en la realidad mundana que es, siguiendo el pensamiento de Helmuth Plessner, una de las expresiones más convincentes de la excentricidad del hombre, la cual, a diferencia de los otros seres vivos, constituye su especificidad característica.
A partir de estas consideraciones, hemos comprobado la importancia excepcional de una de las cuestiones más controvertidas (sobre todo a finales del siglo XIX y comienzos del XX) y al mismo tiempo más ineludibles para cualquier praxis antropológica: las relaciones humanas entre naturaleza y cultura. Según creemos, estas relaciones son determinantes para diseñar el marco idóneo de cualquier forma de discurso antropológico. (p. 20).
Cultura entendida como todo aquello que ha producido el hombre en un contexto determinado: «… habida cuenta de que para el ser humano no hay -no puede haber- ninguna posibilidad extracultural, nos hemos interesado en temas como la burocracia, la vigilancia, la globalización, la identidad, el paisaje, etcétera, que inciden con intensidades, a menudo no debidamente calibradas, en la vida cotidiana de individuos y grupos humanos.» (p. 23). Es cultura la disposición de los asientos en un vagón de metro, físicamente, sí, pero también de las personas que alternativamente los van ocupando y sus posibles preferencias y cesiones; pero también del billete, de la disposición de la estación, de la existencia del dinero; cultura es todo aquello que el hombre desarrolla para acomodarse en el mundo.
Duch termina la introducción con la que es, a su parecer, la tarea de un antropólogo, «por lo menos es lo que creemos que se desprende de nuestra concepción de la antropología, es un diseño del marco general donde se sitúan las transmisiones de todo tipo que son, positiva y/o negativamente, factores constituyentes de las múltiples relaciones que se entretejen en la vida urbana de individuos y colectividades. Se trata, en consecuencia, de establecer los ejes fundamentales de la configuración espaciotemporal, siempre polifacética y amenazada por la anomía, de la realidad y de su intérprete por excelencia (el ser humano), en cuyo interior, por parte de individuos y grupos humanos, en la variedad de espacios y tiempos, sin posibilidad de eludir los estragos de la contingencia, se inscribe en la ciudad histórica y biográficamente, con sus luces y sus sombras, la convivencia o malevolencia humanas.» (p. 25).
Y con ello da paso al primer capítulo, donde entra de lleno en materia: «Directa o indirectamente, en la ciudad, antigua y moderna, la controversia sobre lo que es natural (naturaleza) y lo que es artificial (cultura) ha tenido siempre una gran actualidad.» El propio término naturaleza tiene dos orígenes, el griego y el semítico. En el primero, phýsis, hace relación al mundo tal como es, el devenir que en él sucede, que dará paso al natura latín, término más amplio pero similar. En cambio, en la visión semita del mundo, la naturaleza es una criatura de Dios, «el efecto directo de la omnipotencia de su voluntad» (p 35). «En Occidente, sobre todo a partir de Descartes, el ser humano no se incluye en la naturaleza, sino que se comporta como un observador neutral que la contempla desde fuera, la manipula e incluso la explota como si se tratase de un objeto completamente ajeno a su humanidad.»
«A partir de la influencia que ha ejercido el universo cristiano-semita en la cultura occidental clásica, resulta muy comprensible que se haya producido la tajante separación entre el mundo natural, es decir, el ámbito del mundo físico regido por la sola causalidad mecánica, y la sociedad, es decir, el ámbito del pensamiento y la acción de los hombres orientados hacia objetivos concretos.» (p. 37). Se ha ido dando, sobre todo con la llegada y paso de la Ilustración, un progresivo «desencantamiento del mundo» que ha generado la necesidad de una estetización constante. «En efecto, el sujeto burgués -porque continuaba siendo alguien irreducible a la mera problematicidad- no podía dejar de diseñar y utilizar un conjunto de emblemas, anagramas y figuraciones referidos alusivamente a «otro» mundo y que además le permitiesen articular praxis de dominación de la contingencia. La estetización de la realidad (incluido, en primer lugar, el mismo hombre) no es sino compensaciones por la pérdida del carácter polifónico y numinoso de la realidad humana, y es, en ese preciso momento, cuando por parte de la burguesía triunfante se da un paso con una innegable impronta teodicéica: lo «estético» se convierte en «anestésico».» (p 42).
Precisamente un retorno a la naturaleza es lo que se busca en tiempos de crisis globales, cuando se percibe que la ciudad se llena de espacios públicos abstractos y «sin caracteres familiares e identificadores» (los no lugares de Marc Augé). En estos casos, dicho retorno obedece o bien a que se anhela la recuperación de una naturaleza ideal (la edad de oro primigenia) o bien porque se aborrece la configuración actual de parte o la totalidad de la sociedad, tachándola de «antinaturales». De ahí tanto la ecología como la necesidad del paisaje urbanos.
A continuación Duch pasa a la etimología y el posterior desarrollo del término cultura, la confrontación entre la civilisation y la Kultur, temas enormemente interesantes pero que se nos alejan algo del objeto del blog, y finalmente pasa a la relaciones entre cultura y poder, burocracia, vigilancia, artificiosidad y urbanidad.
De la relación entre cultura y poder nos quedamos con un apunte de Elias Canetti citado por Duch (p. 91). «Teniendo en cuenta la circunstancia de que Kafka teme el poder en cualquiera de sus manifestaciones, teniendo en cuenta la circunstancia de que el auténtico objetivo de su vida consiste en sustraerse al poder en cualquiera de sus formas, lo presiente, lo reconoce, lo señala o lo configura en todos aquellos casos en que otras personas lo aceptaría como algo natural.» (Elias Canetti, El otro proceso de Kafka. Sobre las cartas a Felice).
El proceso de burocratización que se impuso en las postrimerías del siglo XIX fue el producto de cuatro factores conjugados, que se reforzaron mutuamente entre sí:
- la «taylorización» y la organización del trabajo en la empresa de tipo capitalista, acompañada de poderosas concentraciones empresariales con la consiguiente formación de grandes agrupaciones (trusts) productivas;
- el desarrollo de la incesante de la legislación social, que provocó un aumento de la burocracia dedicada a la administración y la vigilancia de las nuevas realidades sociales;
- el crecimiento del intervencionismo estatal en la economía, que se concretó a menudo en la nacionalización de algunos sectores clave como los ferrocarriles y los carburantes;
- el desarrollo de los grandes partidos de masas, que implicó la consolidación de la burocracia interna de su aparato administrativo y también del de los sindicatos, que tenía como misión primordial no el bienestar de sus asociados, sino asegurar el éxito en las contiendas electorales. (p. 95).
Citando La máquina burocrática, de González García, «tanto la monarquía guillermina [de Alemania] como la doble monarquía del Danubio [Austría-Hungría] basaban su poder en la centralización administrativa y en la jerarquía funcionarial.»
Precisamente «el pensamiento de Weber se refiere a la singularidad de la cultura occidental frente a todas las otras culturas antiguas y modernas: la racionalización como proceso imparable que ha intervenido en todas las esferas y etapas de la cultura occidental (…) La administración de la vida urbana ha dado lugar a un anonimato generalizado en las relaciones humana, constata Weber. La función de la vecindad, tan decisiva en otros tiempos para individuos y colectividades, ha dejado prácticamente de existir. Al mismo tiempo ha provocado, vistas las cosas superficialmente, el progresivo deterioro de los elementos mágicos y numinosos del entramado social, provocando a menudo el retorno de lo reprimido que se creía definitivamente suprimido. Señala que la burocratización moderna es un producto típico de la «racionalidad instrumental» que es el tema central y el gran principio que define a las sociedades modernas.» (p. 97).
Prosigue el tema con un repaso a Hannah Arendt y sus estudios sobre la banalización del mal y cómo la «banalidad burocrática» que mostró Eichmann durante el juicio en Jerusalén fue el motor de la «banalidad del mal». «La ideología burocráctica actúa mediante el distanciamiento de la acción burocrática respecto a los efectos que produce; estos, en realidad, son «moralmente inapreciables» e «invisibles» para el burócrata, ya que no hay ningún vínculo visible entre la intervención burocrática y los sujetos (convertidos en meros objetos) que experimentan en sus carnes las fatales consecuencias de las decisiones de aquellos.» (p. 105). Sólo ello explica cómo una sociedad tecnológicamente tan avanzada fue capaz de un acto de tal crueldad como el Holocausto: porque la mayoría de los que formaron parte de él «no dispararon rifles contra niños judíos ni vertieron gas en las cámaras […] sino que redactaron memorandos, elaboraron proyectos, hablaron por teléfono…»
El proceso burocrático, señala Duch, es que separa el «mundo vital» de funcionarios y administrados, por lo que los segundos quedan en un «no espacio» y un «no tiempo», en una especie de limbo donde lo que les sucede no acaba de ser real.
El siguiente tema que trata el autor es el de la cultura y la vigilancia, tan ubicua en nuestros días.
En todas las etapas de la historia de la humanidad, vigilancia y tecnología han ido estrechamente unidas. Es evidente que la progresiva sofisticación tecnológica de la vigilancia ha sido un elemento decisivo de la mayoría de formas de organización de la modernidad porque toda cultura se basa en una forma u otra de «ortodoxia» que es necesario mantener. Al mismo tiempo, toda ortodoxia (toda cultura) segrega formas de heterodoxia, herejes, que han de controlarse y, si es necesario, desactivarlos sin tener demasiado en cuenta los métodos utilizados para ello. Las etapas del camino seguido por la sociedad de la vigilancia corren en paralelo con el nacimiento y el desarrollo de la nación-Estado moderna.
Ernest Gellner opina que «un moderno Estado liberal interfiere en la vida de sus ciudadanos mucho más que un despotismo preindustrial de carácter tradicional.» La sociedad de nuestros días, con los gigantescos dispositivos de tipo electrónico de que dispone, ha dado lugar a la reflexión crítica sobre la «sociedad de vigilancia»: participar en la sociedad moderna es estar bajo la vigilancia electrónica, lo cual significa haber dado un paso adelante de enorme transcendencia respecto a la organización burocrática tradicional basada en archivos de papel. […] En la actualidad, una de las consecuencias de la sociedad de vigilancia electrónicamente configurada es la eliminación de los límites que antaño, por lo menos teóricamente, existían entre la esfera pública y la esfera privada de los individuos. Como se sabe, la configuración de estas dos esferas fue una de las grandes conquistas de la modernidad europea.
Recuerda Duch la inflexión de que hablaba Jeremy Bentham en Panopticon, or The Inspection House (1780) cuando los medios técnicos permiten el paso de la simetría tradicional entre el ver (de los vigilantes) y el ser visto (de los vigilados) a la supervisión asimétrica de los segundos, que pasan a ser vistos continuamente mientras que los primeros permanecen invisibles. Se pasa, así, de ser vistos a vivir expuestos; y, pese a que somos conscientes de que no estamos siempre siendo observados, vivimos con la constancia de que podemos serlo en cualquier momento determinado o al azar.
El siguiente aspecto: cultura y movilidad humana. En tanto que animal cultural, que habita un medio cultural, el hombre tiene la necesidad, más que de productos creados por esta cultura, de indicaciones, planes, recetas, guías que le sirvan para moverse por ella o incluso creadas a propósito para controlarlo. De ahí, Duch recuerda la distinción que hacen Remy, Voyé y Servais entre «cultura móvil» y «cultura aprobada». «La «cultura móvil» consta de un conjunto de elementos cuya aparición, transformación y supresión sólo necesita de unas mínimas justificaciones mínimas, con frecuencia incluso inexistentes,. […] La «cultura aprobada», en cambio, consiste en un conjunto de elementos en relación con los cuales el grupo social se muestra incapaz de crear o modificar su contenido.» (p. 111). Aún más: a menudo se perciben en estos elementos inmóviles la expresión de la identidad del grupo, y de su permanencia se obtiene seguridad, certeza. Un ejemplo de cultura móvil: la moda, sin ir más lejos, que va mutando de forma pernanente y cuyo cambio no supone mayor trastorno.
Como consecuencia de la sobreaceleración del tiempo que experimenta la sociedad de nuestros días, la «cultura móvil» se impone como el referente más importante en detrimento de la «cultura aprobada»: en eso consiste fundamentalmente la «destradicionalización» que tiene lugar en el momento presente, que afecta profundamente las transmisiones que deberíoan llevar a cabo las «estructuras de acogida». Al mismo tiempo, a causa de la íntima coimplicación de espacio y tiempo en el ser humano, la relación de este con el territorio se «desubica», se «desterritorializa» y adquiere un grado muy importante de abstracción y virtualidad. (p. 112).
Y prácticamente con esto termina el primer capítulo. Nos quedan al menos otras dos entradas para tratar, sólo someramente, los temas que da de sí este libro, pero repetimos: es, sin ninguna duda, de los más interesantes y fecundos que hemos tenido la suerte de leer.
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