La sociedad del espectáculo, de Guy Debord

La sociedad del espectáculo es un libro del situacionista Guy Debord publicado en 1967 (el mismo año que El derecho a la ciudad de Lefebvre que comentábamos recientemente). El situacionismo está estrechamente relacionado con el urbanismo mediante conceptos tan claves como la deriva (el acto de vagar sin rumbo fijo por la ciudad atento a lo que ésta puede ofrecer), enmarcada dentro del concepto de psicogeografía, que sería la comprensión de los efectos que el ambiente geográfico (muy especialmente, el urbano) tiene sobre las emociones y el comportamiento de las persona.

Pero no nos engañemos. Incluso sin estos dos conceptos, La sociedad del espectáculo es un libro filosófico y político esencial, de los que más se han acercado a la descripción de la sociedad actual. Otros, como Bauman, han tratado aspectos concretos de nuestras sociedades; mientras que Debord parece alcanzar la comprensión y descripción completa de ésta. De algún modo, dicha comprensión se acerca, si acaso tangencialmente, al propósito de este blog.

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Lamentablemente, La sociedad del espectáculo es un libro que, explicado, o referido, se diluye fácilmente. No trataremos, por lo tanto, de explicarlo, sólo de dar aquellas pinceladas que más pertinentes nos han parecido.

Empezamos por el prólogo de José Luís Pardo (estamos en la edición de Pre-Textos de 1990, octava reimpresión, septiembre de 2015).

…en la teoría situacionista cobrase una especial relevancia el concepto de alienación, que constituye la base intelectual sobre la cual edificará Debord su noción de espectáculo. (…) …alienación de los trabajadores que ya no se centra en la explotación durante el tiempo de trabajo (tiempo que, efectivamente, tiende a disminuir), sino que coloniza el ocio aparentemente liberado de la producción industrial y se pone como objetivo la expropiación del tiempo total de vida de los hombres, del cual el mercado internacional del capital extrae ahora nuevas plusvalías, y que impone la generación de todo un «seudotrabajo» (el sector terciario o de los servicios) para alimentar el «seudoocio» del proletariado convertido en masa de consumidores pasivos y satisfechos, en agregado de espectadores que asisten a su propia enajenación sin oponer resistencia alguna. (p, 12).

De algún modo, la crítica principal al mayo del 68 (que, no nos engañemos, fue la realización situacionista) era por qué unos jóvenes bien alimentados, con un poder adquisitivo razonable, se rebelaban contra una sociedad que ni siquiera estaba en crisis. Dicho de otro modo: ¿de qué se quejaban, si ya lo tenían todo? Pues de la miseria de la vida cotidiana de los trabajadores.

el bueno de debord
Debord

Debord disolvió la Internacional Situacionista en 1972, probablemente siguiendo la lógica de uno de los principios de la sociedad del espectáculo: toda obra que fracasa en la práctica está condenada a convertirse en espectáculo. «Según Debord, las épocas «revolucionarias» no son interrupciones de la historia sino, al contrario, las únicas en las cuales verdaderamente transcurre la historia, las únicas en las cuales la historia es lo que es (progreso, avance), mientras que durante el resto del tiempo -y debido tanto a las «condiciones materiales de existencia» como a sus «correlatos ideológicos»- la historia permanecería frenada, obstruida, detenida y congelada en un presente íngrimo tan carente de futuro como de pasado, tan falto de imaginación como de memoria (a saber, el espectáculo).» (p. 22).

…la desaparición de la ciudad, de la ciudad moderna como tejido urbano inseparable de la escena civil de los derechos de la ciudadanía y del espacio público de intercambio de argumentos y mercancías (…). Esta desaparición tiene, por lo tanto, dos caras: la ciudad «superada» por las grandes unidades supranacionales y, tendencialmente, planetarias o mundiales; pero también la ciudad «disgregada» en comunidades aisladas (a veces constituidas por un solo individuo), diseminadas, dispersas y sin ningún territorio en común. En cierto sentido -en el sentido jurídico y sociológico-, la «ciudad» que así desaparece es lo que los teóricos del liberalismo bautizaron como sociedad civil, es decir, el espacio público.

[…] Para nosotros, las ciudades -el espacio urbano actual- empiezan a convertirse en bosques o desiertos inhabitables, peligrosos y poblados de fantasmas, que rodean amenazadoramente las aldeas contemporáneas -las urbanizaciones, los barrios, a veces simplemente las viviendas privadas- en cuyo interior el neocampesinado posindustrial se pone a salvo conectándose a un espacio global intangible y -en el sentido debordiano del término- «espectacular».

El espacio público de la ciudad moderna no fue solamente, como es obvio, el tranquilo escenario de la ordenada vida burguesa, sino también el teatro de una contienda en la cual quienes con su esfuerzo habían conseguido construir ese espacio -los trabajadores (…)- luchaban por el derecho a disfrutar de él. Entre otros, Walter Benjamin ha sugerido que la ciudad es una suerte de libro en el que podemos leer esa historia: la de los desheredados siendo una y otra vez rechazados hacia los miserables suburbios (expulsados del espacio público), y una y otra vez intentando ocupar la ciudad para apropiarse del fruto de su trabajo. Y el mismo Benjamin caracterizaba las operaciones urbanísticas más notables del final del siglo XIX como intentos de impedir que ese programa de ocupación tuviera éxito, estrategias para extraer las lecciones de experiencias como la Revolución del 48 o la Comuna de París y diseñar un espacio en el cual el movimiento obrero no pudiera volver a instalar sus barricadas. En algunos lugares -entre nosotros, notoriamente en la ciudad de Barcelona-, esta operación urbanística fue bautizada con el significativo nombre de «El ensanche». Pues, efectivamente, se trataba de eso, de ensanchar las avenidas para que nadie encontrase en ellas ocasión de atrincherarse. En la segunda mitad de nuestro siglo hemos asistido a otro «ensanche» de proporciones inusitadas: la amplificación de las avenidas ha llegado esta vez a convertirlas en autopistas -de la información- cuyos límites se confunden con los confines de la Tierra, un espacio en el que nadie puede ya encontrar refugio ni levantar una barricada, que nadie -salvo las corporaciones transnacionales- puede hacerse la ilusión de «ocupar». (p. 28 y ss).

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