La nueva cuestión urbana, Andy Merrifield

La neohaussmanización es un nuevo capítulo en la vieja historia de la reurbanización, del divide y vencerás por medio del cambio urbano, de la alteración y mejora del entorno físico urbano para alterar el entorno social y político. Lo mismo que ocurrió en el París de mediados del siglo XIX está ocurriendo ahora globalmente, no sólo en las grandes capitales y debido a fuerzas político-económicas poderosas a nivel municipal y nacional, sino en todas las ciudades, de la mano de las élites financieras y corporativas de todo el mundo, con el apoyo de sus respectivos gobiernos. Aunque estas fuerzas de clase dentro y fuera del gobierno no siempre están conspirando de forma consciente, crean una ortodoxia global, que a su vez crea y rasga un nuevo tejido urbano que cubre el mundo. (p. 16)

En este nuevo «tejido urbano», término que el geógrafo y urbanista inglés Andy Merrifield prefiere al de «ciudades», las luchas no son entre un centro y una o múltiples periferias sino que «hay centros y periferias en todas partes, ciudades y suburbios dentro de ciudades y suburbios, centros geográficamente periféricos, periferias que de pronto se convierten en nuevos centros».

En los años 70 se habló de una «nueva sociología urbana». Durante los años 50 y 60 (estamos citando a Fernando Ullán de la Rosa en Sociología Urbana) surgieron nuevas temas que la sociología anterior no tenía claro cómo abordar: por un lado, la lucha de «clases tradicional» había quedado desdibujada por una suave pátina de clase media donde los obreros no se reconocían como tales y donde las clases liberales habían perdido poder adquisitivo; además, muchos de los fenómenos que hasta entonces sólo había sucedido en entornos urbanos se daban también en entornos rurales. A todo ello, se le sumaban numerosas revoluciones culturales (los hippies, Mayo del 68) encabezadas, no por proletarios oprimidos, sino por clases medias o estudiantes. Esta nueva sociología urbana estuvo comandada por dos nombres: Lefebvre, que acuñó los conceptos de producción del espacio o el derecho a la ciudad, y Castells, que en 1974 publicó La cuestión urbana. En ella trataba de desentrañar la importancia de las ciudades en la sociedad y descartaba muchos de los efectos que se le atribuían, que para él estaban más basados en ideología que en datos empíricos, y situaba las ciudades como los lugares donde se daba el «consumo colectivo» (viviendas, escuelas, hospitales, transporte público). Estos bienes eran esenciales para la reproducción de la fuerza del trabajo y por ello el Estado velaba por ellos y, de ese modo, «el Estado media en la lucha social y de clase, la suaviza y la desvía, la absorbe, al interponerse entre el capital y el trabajo en el contexto urbano».

Sin embargo, y tras las crisis económicas de los 70, sucedió lo impensable: el Estado no sólo dejó de «financiar los artículos de consumo colectivo, esenciales para la reproducción social, funcionales para el capital y tan necesarios para la supervivencia global del capitalismo», sino que además «empezó a apoyar ideológica y materialmente al capital, sobre todo al capital financiero y mercantil, y se planteó una nueva cuestión urbana». Castells, en palabras de Merrifield, «sintió que debía abandonar no sólo su antigua cuestión urbana sino también al marxismo» y se centró en un nuevo sujeto: los movimientos sociales urbanos.

Pero el planteamiento de Castells, según Merrifield, estaba equivocado en que el espacio urbano no es un sujeto pasivo donde se da la reproducción de la fuerza de trabajo, sino «un espacio saqueado productivamente por el capital»; posición mucho más afín a la del oponente intelectual de Castells en los 70, Lefebvre, para quien todo espacio estaba producido y sólo podía ser aprehendido mediante el estudio del sistema productivo de su época. A todo este proceso de saqueo que no ha hecho más que agudizarse en las ciudades Merrifield lo denomina neohaussmanización. Y de ahí también el título de su obra: La nueva cuestión urbana (2014, traducción de Gema Facal Lozano).

Sin embargo, donde Lefebvre defendía el derecho a la ciudad como uno básico (y colectivo) de los ciudadanos, Merrifield considera la defensa de este derecho como algo vacío sino va apoyada por reivindicaciones más concretas. «El guardián de la ley siempre le atribuye violencia a aquel que la infringe» o, como dirá unos párrafos mas adelante: «la justicia es «lo ventajoso para el poderoso», lo que beneficia al más fuerte, que luego se consagra en las cortes». Por todo ello, Merrifield defiende una revuelta y se plantea, en gran parte del libro, la mejor forma de llevarla a cabo.

Y es una pena porque temas más que interesantes, como la progresiva privatización del espacio público, la reconversión de los centros de las ciudades en lugares amables y benevolentes para turistas o clases creativas, la gentrificación, la expulsión a la periferia de los trabajadores de los servicios y tantos otros, quedan algo diluidos en reflexiones más o menos acertadas sobre cómo percibía Debord París o sobre cómo Eric Hazan echa de menos su visión de la ciudad. Es posible que Merrifield, autor prolífico, haya tratado sobre estos temas en publicaciones anteriores (lo ha hecho sobre Lefebvre o Debord y tenemos ganas de leer su Metromarxismo: una historia marxista de la ciudad), pero la sensación es que la idea original del libro, una nueva reflexión sobre la cuestión urbana actual, queda algo disuelta.

Por un lado, hay que ocupar esos espacios vacíos y recuperarlos, reconstruirlos a partir de una imagen común, reinventarlos como espacios de encuentros, de desarrollo de afinidades, en los que la venta minorista pueda florecer entre tanta venta de sobreacumulación y devaluación. Estos espacios devaluados pueden revalorizarse y convertirse en calles principales en el límite, nuevos centros de vida urbana con espacios verdes, con pequeñas fincas ecológicas, con vivienda social, autogestionada pensando en las personas y no el beneficio. Por fin, la destrucción creativa podría dar pie a creatividad libre y sin patentar.

Por otro lado, el impulso externo de la insurrección debe seguir ocupando los espacios del 1%, de la aristocracia financiera y corporativa, debe seguir luchando contra los bancos, las instituciones financieras y las corporaciones que lideran la neohaussmanización… (p. 72)

Por un lado, el problema es la distinción entre buenos y malos: los que tienen una vivienda social y ecológica son buenos frente a los bancos, que son malos; ¿en qué punto un operador de un banco se vuelve malo? Y, si comprar en Amazon promueve trabajos con pésimas condiciones laborales y muy poco ecológicas, ¿un trabajador de Amazon es malo?, ¿un habitante responsable de una ecoaldea es malo si compra en Amazon?, ¿si vende ahí sus productos? El debate nunca es tan sencillo.

Por otro lado, Merrifield propone obstruir los flujos de mercancías y capital que ahora ocupan lo urbano, es decir, prácticamente todo el tejido urbano, todo aquello que los flujos de capital consideren, en algún momento determinado, valioso; todo lo que conviertan en central (opuesto a periferia) y sea rentable. El ejemplo que propone es cuando Occupy Oakland ocupó, en 2011, el quinto puerto más grande de Estados Unidos, «paralizando ingresos de hasta 27.000 millones de dólares anuales, golpeando duramente a los aristócratas donde más les duele: en sus bolsillos, en la tierra».

El problema es que las consecuencias no las pagan los aristócratas: o se socializan o se imponen sobre el pueblo. Quienes pagarán esos 27.000 millones de dólares son los trabajadores, que verán sus condiciones laborales rebajadas; o los clientes, que verán el precio de sus productos aumentado. «En el pasado, el modus operandi válido consistía en sabotear el trabajo, reducir su velocidad, romper las máquinas, hacer huelgas de celo; eran un arma eficaz para obstaculizar la producción y bloquear la economía. Ahora, el espacio de circulación urbana del siglo XXI, la corriente incesante y a menudo sin sentido de mercancías y personas, de información y energía, de coches y de comunicación, es una dimensión ampliada de la «fábrica social completa» y, por tanto, se puede aplicar el principio del sabotaje.» (p. 87)

Ojo: de nuevo teniendo en cuenta dónde caen las consecuencias. Vienen a la mente dos sabotajes actuales:

  • el primero, el bloqueo por el barco Ever Given del canal de Suez, algo, por su magnitud, alejado de la capacidad de la mayoría de ciudadanos, cuyos efectos recaerán, sobre todo, directamente en las personas, al aumentar el precio de los productos; y queda como reflexión que el 10% del tráfico marítimo mundial ha quedado obstruido por un único incidente;
  • por el otro lado, la pugna entre los fondos de inversión y los usuarios del hilo WallStreetBets de reddit a propósito de las acciones en corto de GameStop. Unos cuantos usuarios, ni siquiera especialmente bien organizados, hicieron perder a un fondo de inversión 2.750 millones. Se trata de dinero volátil, el capital en estado puro y convertido en flujo; y los vencieron usando los mismos sistemas legales que ellos usan (pese a las protestas de muchos de los multimillonarios de los fondos, que de repente pedían al Estado que los protegiese y anulase esas «acciones fraudulentas»; mismas acciones que, cuando ellos llevan a cabo y les suponen cantidades enormes de dinero, no les parecen tan ilícitas). Se abre una nueva vía de oposición al capital: jugar a su mismo juego pero siendo muchos usuarios y subvirtiendo las normas; algo similar a lo sucedido con Napster, emule o torrent; y cabe recordar que, en todos esos casos de usos de la multitud de productos que la industria quería rentabilizar, siempre se ha acabado legislando a favor del capital.

Por otro lado, nos viene a la mente la reflexión de Marc Augé sobre los no lugares cuando Merrifield hace distinciones entre, por ejemplo, el espacio activo y el espacio pasivo: «el espacio [en el siglo XXI] no se dividirá entre lo púbico y lo privado, sino entre lo pasivo y lo activo: entre un espacio que fomenta el encuentro activo de las personas y un espacio que se resigna a los encuentros pasivos, no públicos sino «prático-inertes» de Sartre» (…) Para que los espacios urbanos cobren vida (…) tienen que manifestar relaciones sociales dinámicas entre las personas, entre las personas de allí y de otras partes, de otros espacios urbanos, dando vida también a estos otros espacios…» (p. 149).

Decía Augé que los espacios no entran nunca de forma total en una categoría: un lugar puede ser a la vez antropológico y no lugar en función de quienes lo transiten o habiten; un aeropuerto es no lugar para los viajeros y lugar para los trabajadores. Del mismo modo, el centro comercial en Estados Unidos se vio como el lugar que destruía el espacio público por antonomasia en la sociología de los años 50; pero también era el lugar donde toda una generación socializaba con los suyos. Del mismo modo, Delgado lamenta en Elogi del vianant la destrucción de una Barcelona obrera y reivindicativa perdida tras las sucesivas capas de pintura burguesas y gentrificadoras que ha sufrido la ciudad para convertirse en un bonito escaparate al público turista; pero incluso en esos barrios desolados, pasivos, en palabras de Merrifield, los barceloneses podrán hacer vida y ciudad. Tal vez de un modo distinto a sus ancestros; pero la harán, porque «the Street finds its own used for things», que decía Gibson. Lo cual no invalida ni la reflexión de Merrifield ni la de Delgado ni nos impide lamentarnos por la destrucción del espacio público en los centros comerciales al haber sido privatizado y tener un acceso restringido; pero sí es un aviso para evitar las dicotomías en temas complejos.

A parte de estos temas, nos quedamos con un par más de reflexiones del libro:

  • La concepción del espacio de Lefebvre: «es global, fragmentado y jerárquico, todo al mismo tiempo. Es un mosaico increíblemente complejo, puntuado y texturizado por los centros y las periferias, pero un mosaico cuyo «patrón» está definido en el fondo por la forma de la mercancía.» (p. 36)
  • «Uno de los principales puntos de divergencia entre La cuestión urbana de Castells y Justicia social y la ciudad de Harvey, y el motivo por el cual el segundo ha tenido una vida más larga y radical, es que en el análisis de Harvey la ciudad asume un significado mucho más dinámico. Es un instrumento productivo más que reproductivo dentro del capitalismo, un escenario activo más que reactivo. Mientras Castells habla de la reproducción de la fuerza de trabajo y de vivienda asequible y de servicios públicos de barrio dentro de las dinámicas básicas de la reproducción social, Harvey enfatiza el suelo urbano como mercancía, como un lugar para la apropiación de rentas. La ciudad, desde su enfoque, es en sí misma un valor de cambio, está lista para la bolsa y para su explotación en la cartera de inversiones.» (p. 55)

Espacios del capital (II): la producción del entorno urbano

Seguimos con el análisis de Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, de David Harvey. En la primera entrada analizamos la reflexión sobre el papel social de la geografía que hacía Harvey y un análisis sobre la (falsa) neutralidad de la ciencia a partir de los postulados de Malthus y Marx sobre la superpoblación y la repartición de recursos.

En el cuarto artículo, titulado «Rebatir el mito marxiano (al estilo Chicago)«, Harvey contrapone la ideología, según él, burguesa, de la Escuela de Chicago, a los postulados marxistas. La Escuela de Chicago la hemos analizado a menudo (de la mano de Javier García Vázquez, Ulf Hannerz, Francisco Javier Ullán de la Rosa y, más recientemente, Josep Picó e Inmaculada Serra), por lo que no entraremos en mucho detalle. Se trata de la primera escuela de sociología urbana, afincada en una ciudad, Chicago, que creció de modo extraordinario sobre todo gracias a la inmigración. Las personas se distribuyeron por la ciudad en función de su procedencia étnica, pero también pro clases, religión o raza.

El primer punto para alcanzar un entendimiento es el establecimiento de un «sistema hegemónico de conceptos, categorías y relaciones para entender el mundo». Aquí Harvey ya señala las primeras distinciones: como él, que empezó como «científico social burgués» y, tras no quedar convencido con la teoría, dio el salto a marxista, que le llevó «siete años» de lectura sólo para disponer de un vocabulario preciso, explica que los primeros, los chicaguianos, sólo necesitan desarrollar un vocabulario propio; mientras que los marxistas necesitan entrar en diálogo con el pensamiento burgués: «el primero es una representación del mundo obtenida desde el punto de vista del capital mientas que el segundo es una representación del mundo obtenida en función de la oposición del trabajo

Los de Chicago (y, con ellos, la sociología del momento, incluso las disciplinas sociales) daban por sentado que se podía alcanzar una ciencia objetiva, neutra: libre de sesgos de clase. Esto lleva, asegura Harvey, a una «excesiva fragmentación del conocimiento»: cada uno en su torre de marfil, con sus temas acotados. Siempre se desbordarán, lógicamente; pero llega un momento en que hay que ser consciente de que se está en otro ámbito y dar un paso atrás. ¿A qué se dedica un «sociólogo urbano»?, ¿en qué momento debe dejar sus estudios si lo lleva a, por ejemplo, analizar la economía? Recordemos que la Escuela de Chicago operó, sobre todo, en los años 20-40 del pasado siglo; y recordemos también que fue Castells, a finales de los 60, quien replanteó el objeto de la sociología urbana con La cuestión urbana, buscando una nueva justificación teórica a por qué el estudio de las ciudades era esencial. Y lo era por la economía, como también concluirá Harvey.

Pero no nos adelantemos. Además de la fragmentación, el propio funcionamiento de la ciencia positivista impedía abordar los problemas de fondo. Si las ciencias sociales de los 50 podía permitirse un enfoque fragmentado, la de los 60, con problemas de fondo como el racismo, la desigualdad social o la expresión a los grupos minoritarios, que además tenía un fuerte componente urbano, ya no podía aceptar ese enfoque.

Las crisis capitalistas no sólo se traducen en crisis de la ciencia social burguesa porque ésta se fragmente de maneras inapropiadas para entender aquéllas. La ciencia social burguesa se inclina, por ser burguesa, a interpretar los asuntos sociales basándose en intereses y funciones opuestos dentro de la totalidad social, que se percibe como real o potencialmente armoniosa en su funcionamiento. Las teorías políticas pluralistas, la economía neoclásica y la sociología funcionalista tienen eso en común. (p. 87)

En épocas de crisis, «los economistas políticos (…) se limitan a decir que todo iría bien si la economía se comportara de acuerdo con sus libros de texto». La teoría marxista, en cambio, «es primordialmente una teoría de la crisis». Volvemos a la teoría que ya expusimos en la primera entrada: el marxismo estudia las relaciones. Una acción sencilla (Harvey habla de «cavar una zanja») «no se puede entender sin comprender del todo el marco social del que forma parte». «El significado se interioriza en la acción, pero sólo podemos descubrir lo que la acción interioriza mediante un estudio y uan reconstrucción cuidadosos de las relaciones que ésta expresa con los sucesos y las acciones que la rodean».

Aplicado a lo urbano, «encontramos ciudades en diversos tiempos o lugares, pero la categoría «ciudad» o «urbano» cambia de significado de acuerdo con el contexto en el que la encontremos». Y, de nuevo, volvemos al Lefebvre de La producción del espacio.

Para entender «las formas de urbanización capitalistas«, Harvey despliega toda una batería teórica que resumimos a continuación. La base de «lo urbano» se encuentra en los dos procesos de la acumulación y la lucha de clases. El capital domina el trabajo y lo organiza a fin de obtener beneficios. Los trabajadores venden su labor en forma de mercancía. «El beneficio deriva de la dominación del trabajo por el capital pero los capitalistas en cuanto clase deben, si quieren reproducirse, expandir la base del beneficio. Llegamos así a una concepción de la sociedad basada en el principio de «acumular por acumular, producir por producir»».

Existen contradicciones, claro. Cada capitalista, actuando en su interés, busca algo opuesto a sus intereses de clase: que exista un mercado capaz de consumir sus productos. Si se oprime hasta lo indecible a la clase obrera, ésta no podrá consumir sus productos. Esta contradicción crea «una persistente tendencia a la sobreacumulación», «la condición en la cual se produce demasiado capital en relación con las oportunidades de encontrar usos rentables para el mismo». Esto genera las crisis periódicas del capitalismo («caída de los beneficios, capacidad productiva ociosa, sobreproducción de mercancías, empleo», etc.).

El segundo grupo de contradicciones se da en el antagonismo entre capital y trabajo. Un capital desbocado lleva a salarios mínimos y una clase obrera que no puede consumir; cuando es al revés, los trabajadores aumentan sus salarios, lo que supone «la reducción de la tasa de expansión de las oportunidades de empleo». En ambos casos, se crean «crisis de desproporcionalidad». El tercer conjunto de contradicciones se da entre el sistema capitalista y los sectores precapitalistas o socialistas (de los que cada vez quedan menos, vaya). Y, finalmente, la dinámica entre el capital y los recursos naturales.

El sistema de producción capitalista exige un entorno específico para funcionar. Se basó en una separación entre el lugar de trabajo y el de residencia. Además, necesitó la creación de un entorno construido que «funcionaba como medio colectivo de producción de capital». Parte del entorno hay que destinarlo al transporte de mercancías («el aniquilamiento del espacio por el tiempo» del que habló Marx), además de todo lo que la aparición y acumulación del capital conlleva (banca, administración, coordinación, etc.).

Pero también es necesario un paisaje de consumo, opuesto al de trabajo. Y, asimismo, un espacio de para la reproducción de la fuerza de trabajo. Estos dos modifican y conforman la vida personal de los trabajadores, que queda también a merced del capital. «La socialización de los trabajadores que se da en el lugar de residencia -con todo lo que esto implica respecto a las actitudes de trabajo, consumo, ocio y demás- no puede dejarse al azar.» Finalmente, «la colectivización del consumo mediante el aparato estatal se convierte en una necesidad para el capital», por lo que «la lucha de clases se interioriza en el Estado y en sus instituciones asociadas».

Todas estas contradicciones se interiorizan en la creación del entorno construido. Por ejemplo, «la sobreacumulación crea condiciones marcadamente favorables a la inversión en el entorno construido». Este trasvase acaba provocando que las crisis inmobiliarias vayan asociadas (o sean precursoras) de las crisis económicas (como sucedió en el crack del 29 o con el auge de la aparición de oficinas en 1969-73 en Estados Unidos y Reino Unido o, por supuesto, en 2008).

Otra de las batallas persistentes en el entorno urbano se expresa por «las condiciones de trabajo y la tasa salarial». Las leyes y el poder capitalista se imponen mediante el Estado para hacer cumplir su voluntad; por otro lado, están las demandas de los trabajadores y su capacidad de organizarse. Aquí es donde Harvey coloca el territorio de la sociología urbana tradicional (burguesa): en la configuración de las relaciones que adopta la clase obrera, en su fragmentación, para enfrentarse (o adaptarse, sobrevivir, llámenlo como quieran) al capital. Recordemos que la Escuela de Chicago dedicó todo tipo de estudios a los guetos, los negros, las bandas juveniles y las jóvenes del taxi-dance hall, pero ninguno a los blancos anglosajones protestantes o a las clases altas. «No fue accidental que para trabajar en sus cadenas de montaje Ford usara casi exclusivamente inmigrantes recién llegados y que United Steel, al enfrentarse a sus propios problemas de trabajo, recurriera a trabajadores negros del sur para reventar las huelgas.» Estos elementos, económicos y sociales, tienen un gran peso en las relaciones de la clase obrera entre sí.

Por todo ello, la lucha de clases se desplaza de su lugar autóctono, el trabajo, a «todas aquellas relaciones contextuales de la lucha de clases en el lugar de trabajo»; es decir, a prácticamente todo. La educación era una exigencia básica de la clase trabajadora, «pero la burguesía pronto comprendió que la educación pública podía movilizarse contra los intereses de aquella», o un sistema sanitario público que «define la mala salud como la incapacidad para ir a trabajar».

Toda esta estructura teórica, sin embargo, funcionará mientras lo haga el contexto. En el momento en que cambien las relaciones, habrá que modificar también la forma en que las comprendemos, alerta Harvey.

Aristóteles comentó en una ocasión que con que sólo hubiera un punto fijo en el espacio exterior, podríamos construir una palanca para mover el mundo. El comentario nos dice mucho de las imperfecciones del pensamiento aristotélico. La ciencia social burguesa es heredera de las mismas imperfecciones. Intenta dar una visión del mundo desde fuera, descubrir puntos fijos (categorías de conceptos) sobre cuya base se pueda elaborar un entendimiento «objetivo» del mundo. En general el científico social burgués intenta abandonar el mundo mediante un acto de abstracción para entenderlo. El marxista, por el contrario, siempre intenta establecer un entendimiento de la sociedad desde dentro, en lugar de imaginar algún punto exterior. El marxista encuentra todo un conjunto de palancas para el cambio social dentro de los procesos contradictorios de la vida social e intenta alcanzar un entendimiento del mundo apretando fuertemente esas palancas. (p. 102)

Espacios del capital, David Harvey

Espacios del capital. Hacia una geografía crítica es un libro del geógrafo David Harvey publicado en 2001 que recoge 18 artículos del autor donde se refleja su tránsito de «geógrafo burgués» a geógrafo radical marxista. La recopilación de artículos se divide en dos grandes partes: la primera establece las bases del trayecto teórico y la segunda es una reflexión sobre «la producción capitalista del espacio».

El primer artículo es una entrevista; pasamos directamente al segundo: «¿Qué tipo de geografía para qué tipo de política pública?«, donde Harvey analiza el papel que tradicionalmente había tenido la disciplina de la geografía al servicio de los intereses estatales. Hace un apunte especialmente interesante: «el surgimiento del Estado corporativo«. «Cada uno de los países capitalistas avanzados se ha movido a tientas hacia alguna versión de Estado corporativo (Miliband, 1969). La manifestación exacta de dicho Estado en un país concreto depende del marco constitucional del que disponga, de sus tradiciones políticas, la ideología dominante y las oportunidades de crecimiento económico y desarrollo.» (p. 43)

Harvey define el Estado corporativo del siguiente modo: «Parece una estructura relativamente firme y jerárquicamente ordenada de instituciones interrelacionadas -políticas, adminsitrativas, judiciales, financieras, militares y demás- que transmite información de manera descendente y da a los individuos y a los grupos situados en niveles jerárquicos «inferiores» instrucciones sobre qué comportamientos son adecuados para la supervivencia de la sociedad en conjunto. El lema de dicho funcionamiento es el «interés nacional». La ética de la «racionalidad y eficacia» son los pilares que dominan el Estado corporativo; y, puesto que ambas requieren de un objetivo para funcionar, «el interés nacional -la supervivencia del Estado corporativo- se convierte en el propósito de facto.» En los países capitalistas, la clase gobernante «sale casi exclusivamente de las filas de los intereses industriales y financieros. En los países comunistas, muchos de los cuales han asumido la forma del Estado corporativo, la elite gobernante se obtiene del partido.»

Creo que en un futuro (tal vez no muy lejano) habrá que optar entre un «Estado incorporado» que refleje las necesidades creativas de personas que luchan por controlar las condiciones sociales de su propia existencia de una forma esencialmente humana (que es lo que Marx quería decir con la expresión «dictadura del proletariado») y un Estado corporativo que dé instrucciones desde arriba en interés del capitalismo financiero (las naciones capitalistas avanzadas) o de la burocracia del partido (Rusia y Europa Oriental). (p. 49); [el artículo apareció en 1974, de ahí las referencias históricas algo caducas.]

El tercer artículo se titula «La población, los recursos y la ideología de la ciencia«. Para Harvey, la ciencia no es éticamente neutral. Esta conclusión, de por sí, genérica, no lleva a mucho, por lo que propone abordarla en el estudio de un tema concreto: el de la relación entre la población y los recursos disponibles y su estudio por parte de Malthus, Ricardo (en el que no entramos) y Marx.

Malthus era empirista. «El empirismo supone que se pueden entender los objetos independientemente de los sujetos que los observan», explica Harvey, por lo que permite asumir que «la verdad radica en un mundo externo al observador, cuya tarea es registrar y reflejar fielmente los atributos de los objetos.» Mediante sus postulados «la comida es necesaria para los hombres» y «la pasión entre los sexos es constante y necesaria» (lo que supone la reproducción de la humanidad) se llega a su famosa teoría de que la humanidad está condenada a una superpoblación que sufrirá hambre y miseria (el crecimiento de la población es geométrico, el de los recursos, aritmético). Malthus concluyó que «la miseria tiene que tocarle a alguien»: las clases más bajas, por lo que estaba explicando la miseria de los pobres como el «resultado de una ley natural», en palabras de Harvey.

El método de Marx se denomina «materialismo dialéctico«, para cuya definición es necesario recurrir a las bases de la visión no aristotélica de la filosofía crítica alemana. «El uso que Marx hace del lenguaje es, como ha señalado Ollman, relacional en vez de absoluto.» No es posible entender una «cosa» con independencia de las relaciones que mantiene con otras cosas. La visión aristotélica da por sentado que las cosas tienen algún tipo de esencia y son, por consiguiente, definibles sin referencia a las relaciones que tienen con otras cosas. La «totalidad» en Marx es algo «emergente»: «tiene uan existencia independiente de sus partes y al mismo tiempo también domina y modela las partes contenidas en ella» (p. 65) Por ello, en la filosofía de Marx ofrece una tercera perspectiva donde no se consideran fundamentales ni las partes ni el todo, sino las relaciones dentro de la totalidad. «El capitalismo, por ejemplo, modela las actividades y los elementos de su interior para mantenerse como sistema. Pero a la inversa, los elementos también están continuamente modelando la totalidad para convertirla en configuraciones nuevas a medida que necesariamente se resuelven las contradicciones y conflictos internos del sistema.»

La base económica de la sociedad, para Marx, comprende dos estructuras: las fuerzas de producción (las actividades concretas del hacer) y las relaciones sociales de producción (las formas de organización social establecidas para facilitar el hacer). Además, existen las distintas estructuras: del derecho, la política, la ideología… Todas las estructuras están interrelacionadas, pero Marx dio cierta primacía a la base económica porque «el hombre tiene que comer para vivir, por lo que la producción -la transformación de la naturaleza- tiene que preceder a las demás estructuras».

Marx sostenía que el plusvalor se originaba a partir del plustrabajo, la parte del tiempo de trabajo del trabajador entregada de manera gratuita al capitalista. Por ejemplo: un obrero tiene que trabajar diez horas, porque esas son las condiciones laborales imperantes; en seis horas ya ha producido lo suficiente para cubrir sus necesidades de subsistencia: si el capitalista paga un salario de subsistencia, el obrero trabaja cuatro horas gratis para él. Este plustrabajo se convierte, mediante el intercambio de mercado, en su equivalente en dinero: plusvalor. «Y el plusvalor, bajo el capitalismo, es la fuente de la renta, el interés y el beneficio. Basándose en esta teoría del plusvalor, Marx obtiene una teoría de la población específica.»

David Harvey

Para cumplir los objetivos del capital y que el plusvalor produzca aún más plusvalor, hay que invertir en más salarios y en la compra de materias primas y medios de producción. «Si la tasa salarial y la productividad se mantienen constantes, la acumulación [capitalista] requiere una expansión numérica concomitante de la fuerza de trabajo: «la acumulación de capital es, por consiguiente, aumento del proletariado» (Marx)». «Si la oferta de trabajo permanece constante, la creciente demanda de trabajo generada por la acumulación provocará un aumento en la tasa salarial», lo que supondría una reducción del plusvalor y una caída de los beneficios, aunque Marx ya anunció que el propio mecanismo del proceso de producción se encargaba de equilibrarse para «eliminar los mismos obstáculos que crea transitoriamente».

Por lo tanto, Marx habla de una «ley de la población peculiar del modo de producción capitalista«, añadiendo que «cada modo histórico de producción especial tiene sus propias leyes de población especiales, históricamente válidas únicamente dentro de sus límites». Algo bastante opuesto a la teoría de Malthus (y Ricardo), «que atribuían a la ley de población una validez universal y natural», y algo que nos recuerda bastante al Lefebvre de La producción del espacio.

La producción de un excedente de población relativo y de un ejército industrial de reserva se considera en la obra de Marx históricamente específica, intrínseca al modo de producción capitalista. Basándonos en su análisis, podemos predecir que se va a generar pobreza, con independencia de cómo cambie la tasa de producción. (…) [Marx] Sostenía muy específicamente, en contra de la posición de Malthus y Ricardo, que la pobreza de las clases trabajadoras era el producto inevitable de la ley de acumulación capitalista. La pobreza no debía explicarse, por consiguiente, apelando a una ley natural. Había que reconocerla como lo que realmente era: una condición endémica interna del modo de producción capitalista.

Marx no habla de un problema de la población sino de un problema de pobreza y explotación humana. Sustituye el concepto de superpoblación de Malthus por el concepto de excedente de población relativo. Sustituye la inevitabilidad de la «presión de la población sobre los medios de subsistencia» (aceptada por Malthus y Ricardo) por una presión históricamente específica y necesaria de la oferta de trabajo sobre los medios de empleo producidos internamente dentro del modo de producción capitalista. Su método específico permitía esta reformulación del problema población-recursos, y esto situó a Marx en una posición desde la cual podía concebir una transformación de la sociedad que eliminara la pobreza y la miseria en lugar de aceptar su inevitabilidad. (p. 70)

«La superpoblación surge por la escasez de recursos disponibles para cubrir las necesidades de subsistencia de la masa de población.» A diferencia de los recursos, tanto la subsistencia como la escasez son términos sociales y culturales, por lo que Harvey traduce la frase anterior del modo siguiente: «Hay demasiada gente en el mundo porque los fines determinados que tenemos en mente (junto con la forma de organización social que tenemos) y los materiales disponibles en la naturaleza (…) no bastan para proporcionarnos las cosas a las que estamos acostumbrados». Ante la afirmación anterior, se pueden llevar a cabo 4 caminos:

  • (1), cambiar los fines y alterar la organización social de la escasez;
  • (2) cambiar las evaluaciones técnicas y culturales que hacemos de la naturaleza;
  • (3), cambiar nuestros puntos de vista respecto a nuestras costumbres materiales;
  • y (4), alterar las cifras (de población, recursos, etc.)

Harvey afirma que «decir que hay muchas personas en el mundo equivale a decir que no tenemos la capacidad, imaginación o voluntad de hacer algo respecto a (1), (2) o (3). (1) o (3) no pueden ser consideradas sin «desmantelar y sustituir la economía de intercambio de mercado capitalista». Por lo tanto, quedan (2), el progreso técnico, y (4), reducir números. Sin embargo, controlar la población requiere decisiones políticas. ¿Qué población? Yo no, por supuesto; nosotros no, por supuesto; por lo tanto, ellos, un ellos genérico que es fácil demostrar que porta menos que nosotros.

Permítaseme hacer una afirmación. Siempre que una teoría de la superpoblación se asienta en una sociedad dominada por una elite, invariablemente la no elite experimenta alguna represión política, económica o social. (p. 76)

Los ejemplos van desde el Reino Unido posterior a las guerras napoleónicas hasta los «resultados especialmente malignos» de la Alemania de Hitler y su búsqueda del lebensraum [el espacio vital].

Si aceptamos la teoría de la superpoblación y de la escasez de recursos pero insistimos en mantener intacto el modo de producción capitalista, los resultados inevitables serán políticas dirigidas hacia la represión étnica o de clase en el interior y políticas de imperialismo y neoimperialismo en el extranjero. Por desgracia, esta relación se puede estructurar en sentido opuesto. Si, por cualquier razón, un grupo de la elite necesita un argumento para respaldar sus políticas represivas, el argumento de la superpoblación es el que más hermosamente se adapta a este propósito. (…)

[Aún más allá:] si cualquier elite se halla amenazada para conservar su posición dominante en la sociedad, puede usar los argumentos de la superpoblación y la escasez de recursos como poderosa palanca ideológica para persuadir a los demás de que acepten la situación existente y el establecimiento de medidas autoritarias para mantenerla. (p. 77)

Redes de indignación y esperanza, Manuel Castells

A la espera de la lectura de El poder de la identidad, segunda parte de la trilogía La era de la información, de Manuel Castells (ya comentamos en su momento La sociedad red), ha caído en nuestras manos Redes de indignación y esperanza. Se trata de un libro distinto a los habituales de Castells: en vez de basarse en largos estudios bien documentados, es una reflexión, casi a vuelapluma, escrita por el sociólogo a tenor de los movimientos sociales que estallaron en el año 2011 por todo el planeta, en general como protesta contra la gestión de los gobiernos de la crisis económica de 2008 o en contra de las dictaduras o gobiernos árabes con pocas libertades.

Se analizan las revoluciones de Islandia y Túnez, como punto de partida; después los levantamientos árabes, el 15-M en España y el Occupy Wall Street. Castells explica brevemente el contexto de cada una y luego destaca los puntos que tienen en común. En definitiva, se trata de una reflexión sobre nuevas formas de hacer democracia o de organizas los estados; y, al mismo tiempo, sobre la percepción que tiene la sociedad sobre sí misma.

Castells es bastante más optimista de lo que luego, por desgracia, han sido los movimientos; recordemos que el libro es una publicación de 2012. Sí que destaca, en todo momento, que lo importante de estos movimientos (en general, sin líderes visibles y sin reivindicaciones políticas concretas) es la forma en que calan en la sociedad: por ejemplo, ya forma parte de nuestra cultura la dicotomía entre el 1 y el 99% que usó Occupy Wall Street como lema. Esa es la verdadera utilidad de las revoluciones (cuando no consiguen tumbar regímenes, como sí sucedió en Islandia o Egipto): modifican la percepción que los ciudadanos tienen de sí mismos.

El prólogo de Castells es maravilloso. Remite bastante a su anterior obra, Comunicación y poder (2009), y radiografía el poder (o su percepción) en la era de las redes.

Comienzo con la premisa de que las relaciones de poder constituyen el fundamento de la sociedad porque los que ostentan el poder construyen las instituciones de la sociedad según sus valores e intereses. (…) Las relaciones de poder están incorporadas en las instituciones de la sociedad, y especialmente en el estado. (p. 22)

Sin embargo, y pese a ostentar el monopolio de la violencia legitimada, ésta no es el mejor método de control: «la lucha de poder fundamental es la batalla por la construcción de significados en las mentes.» Ahí es donde entra la comunicación, «compartir significados mediante el intercambio de información». Controlada hasta ahora por el poder, la aparición de internet, una red de acceso libre y multimodal, permite la creación y sostenimiento de diversos discursos a la vez; el oficial (el, o los, del poder) ya no son los únicos.

Las diversas redes de poder se interconectan entre ellas. «¿Quién ostenta el poder en la sociedad red? Los programadores de cada una de las redes y los conmutadores (switchers) que conectan diversas redes (magnates de los medios que conectan red de capital con redes multimedia, élites financieras que financian a las élites políticas, élites políticas que rescatan instituciones financieras).»

Si el poder es la conexión de redes, el contrapoder es la reprogramación de redes o bien su desconexión. Ése es el objetivo de los movimientos sociales: puesto que los canales habituales están controlados por las redes de poder, buscan canales alternativos; internet. Y, al mismo tiempo, buscan la ocupación de un espacio pública controlado por el poder (La producción del espacio, de Lefebvre) como forma de visibilizar y legitimar su protesta por tres motivos:

  • la creación de comunidad: para superar el miedo a las posibles represalias del estado (incluso violentas), la comunidad establece lazos de esperanza; de ahí las barricadas levantadas en las calles, que, más que ofrecer protección ante el poder militar del estado, ofrecían una distinción entre el afuera y el adentro, entre «ellos» y «nosotros»;
  • el simbolismo de los espacios ocupados; como lo fue la destrucción de las Torres Gemelas, que no eran dos rascacielos sin más;
  • como conexión entre espacio concreto y espacio virtual.

Las revoluciones de Islandia y Túnez marcaron el punto de partida. Castells destaca, sobre todo, la existencia de una parte importante de la población con presencia e internet y cómo los movimientos eran al mismo tiempo locales y globales. Destaca también el papel de la cadena Al Jazira en los levantamientos árabes.

El movimiento en Islandia fue importante porque, por primera vez, una población se negó a aceptar las consecuencias sobre su bienestar de una clase financiera y política que, a su juicio, no les había representado. El de Túnez, porque acabó con la dictadura de Ben Ali. El primero dio alas a los movimientos que sacudieron Europa y Estados Unidos, el segundo, a todos los levantamientos árabes.

Cada una de ellas, y de las posteriores, tiene un contexto específico en el que no entramos (aunque Castells hace un gran trabajo al narrarlos). De Egipto destaca el intento de desconexión por parte del poder: se «apagó» internet para los ciudadanos. El problema es que una red mundial es muy difícil de cortar y surgieron alternativas por doquier; aquellos con la voluntad de superar las barreras encontraron formas de hacerlo. Además, cortar una red supone debilitar al resto de redes, algo que ni la red del capital ni la del turismo estaban dispuesta a permitir a largo plazo.

Del 15-M, Castells destaca la formación de debates y asambleas donde no había líderes y donde la sociedad tuvo que redescubrir formas nuevas de hacer políticas, de estructurarse y de tratar los diversos temas y tomar decisiones. Precisamente lo que volvió locos a los medios tradicionales, la no existencia de líderes claros, cómo narrar un movimiento donde cada cual se representa a sí mismo, es la gran lección que aprendió la sociedad.

Si en las revoluciones árabes el motivo que impulsó a la sociedad a la calle era la dignidad, la imposibilidad de llevar una vida digna debido a la corrupción política y policial, en Estados Unidos lo que encendió la chispa de Occupy Wall Street fue la respuesta a la crisis de 2008 y cómo dicha respuesta (rescatar a los responsables, que no fueron castigados) sólo acrecentó las diferencias entre una élite financiera y la mayoría de la población.

El nivel de ingresos del 1% de los estadounidenses con mayor nivel de vida pasó del 9% en 1976 al 23,5% en 2007. El crecimiento acumulado de la productividad entre 1998 y 2008 llegó a un 30% aproximadamente, pero los salarios reales sólo subieron un 2% durante esa década. La industria financiera captó la mayoría del incremento en productividad, ya que su cuota de beneficios pasó del 10% en los años ochenta al 40% en 2007, y el valor de sus acciones subió del 6% al 23%, a pesar de emplear tan sólo al 5% de población activa. Efectivamente, el 1% superior se hizo con el 58% del crecimiento económico de ese periodo. En la década anterior a la crisis, el salario real por hora aumentó un 2%, mientas que los ingresos del 5% más rico aumentaron un 42%. El sueldo de un director general era 50 veces mayor que el del trabajador medio en 1980, y 350 veces más en 2010. Éstas ya no eran cifras abstractas. También tenían cara: Madoff, Wagoner, Nardelli, Pandis, Lewis, Sullivan. Y estaban entremezcladas con políticos y funcionarios del gobierno (Bush, Paulsen, Summers, Bernake, Geithner y, por supuesto, Obama). (p. 158)

A modo de conclusión, Castells destaca las características comunes de estos movimientos sociales:

  • Están conectados en red de numerosas formas. Lo que permite no tener un centro identificable y la discusión de numerosos temas a la vez.
  • Se convierten en movimientos al ocupar el espacio urbano. Castells denomina espacio de autonomía al híbrido entre espacio virtual (de las redes) y espacio (físico) de los lugares.
  • Son locales y globales a la vez.
  • Son en gran medida espontáneos, encendidos por una chispa que se vuelve viral.
  • «La transmisión de la indignación a la esperanza se consigue mediante la deliberación en el espacio de la autonomía.» La creación de asambleas, de comisiones, y la no existencia de líderes visibles, en parte debido a la desconfianza de los participantes del movimiento por los representantes políticos.
  • Son redes horizontales.
  • Se trata de movimientos altamente autorreflexivos.
  • Son movimientos raramente programáticos (salvo cuando tienen el objetivo de acabar con una dictadura). Se plantean como una reflexión para alcanzar una nueva forma de consenso, más que como una serie de puntos a alcanzar.

¿Cuál es el balance políticos de estos movimientos? Paradójicamente, su papel en la política o su inclusión en ella se ven como algo muy complejo, incluso como una traición. Efectivamente, las élites políticas y financieras manifiestan que sólo se pueden permitir modificaciones que provengan de los cauces correctos de la política; dichos cauces están, a menudo, preparados de tal modo que diluyen la esencia de los movimientos (por ejemplo, requieren de una jerarquización evidente, algo que ya atenta contra las bases del movimiento). «Como el camino a los cambios de políticas pasa por el cambio político, y el cambio político se configura por los intereses de los políticos que gobiernan, la influencia del movimiento en la política es normalmente limitada».

Sin embargo, el cambio principal se produce en la mente de las personas. Por eso Castells acaba la reflexión con una nota de esperanza: porque las revoluciones supusieron un cambio, como poco, de mentalidad en la sociedad.

Queda pendiente un estudio que relacione el aprendizaje del poder en la lucha contra estos movimientos con la «evolución de los movimientos sociales» que se dio en las protestas de Hong Kong: la sociedad versus la tecnogobernanza china. Castells afirmaba, en La sociedad red, que probablemente una vislumbre del futuro urbano se dará en el Delta del Río de las Perlas; es probable que también gran parte de la gobernanza y la batalla por el control social también se lleve a cabo en sus calles.

Estrategias contra la gentrificación, Lisa Vollmer

La gentrificación es el proceso mediante el cual se revaloriza una zona determinada de una ciudad, a menudo habitada por personas de bajo poder adquisitivo y localización relativamente céntrica, y se substituye a sus habitantes por otros de poder adquisitivo superior. El término proviene del artículo «London: Aspectos of Change» de la socióloga Ruth Glass, publicado en 1964, que se refería a la gentry, la pequeña nobleza inglesa que había abandonado la ciudad y a finales de los años 50 y principios de los 60 volvía a las casas victorianas de la ciudad de Londres.

La gran crítica a la gentrificación es que es un proceso natural en las ciudades: se pasa de barrios incómodos, donde abundan las drogas, prostitución y que se percibe como un punto negro de la ciudad, a un barrio saneado donde pasear y disfrutar en una terraza o comprar un helado artesano. Precisamente en este aspecto se centra Lisa Vollmer, socióloga y activista alemana, en Estrategias contra la gentrificación. Por una ciudad desde abajo (2019, Katakrak): la gentrificación forma parte de la producción capitalista de la ciudad. Dicho de otro modo: la connivencia de los poderes públicos, ya sea no actuando (y dando paso libre al capital), ya sea como participante activo (permitiendo inversiones inmobiliarias y dejando morir los barrios para alcanzar la diferencia potencial de renta), es necesaria para la gentrificación. Y sus consecuencias, especialmente para las clases menos pudientes: expulsión y segregación.

Ya descubrimos las fases de la gentrificación en First We Take Manhattan: primero se da el estigma, cuando un barrio se percibe como un punto negro o foco de delincuencia; a él llegan los pioneros, en general artistas o jóvenes estudiantes que buscan un lugar económico y también se sienten atraídos por el potencial del barrio, por las alternativas heterodoxas que ofrece al resto de la ciudad; a partir de aquí, el barrio se revaloriza: aparecen galerías, restaurantes, tiendas gourmet, reseñas en los medios de comunicación, que citan el lugar como aquel que hay que visitar. Cuando las clases más acomodadas se mudan al barrio, los inversores se lanzan a la compra de terrenos o edificios y los reforman para un público de mayor poder adquisitivo. Para cerrar el círculo, los vecinos originales, junto a los pioneros, son expulsados en cuanto no pueden hacer frente al nuevo precio del barrio. A menudo, toda la operación se cierra con el cambio de nombre del barrio (por ejemplo: el Barrio Chino de Barcelona se convierte en El Raval o aparece SoHo, la zona al South de la calle Houston).

La consecuencia más importante de la gentrificación no es el cambio visible de la oferta de consumo en un barrio, sino la expulsión (a veces difícil de ver) de las personas que lo habitan y sus comerciantes. La expulsión no es un efecto colateral de la gentrificación, es su característica principal. (p. 36)

Existen dos tipos de expulsiones:

  • expulsión directa: cuando los habitantes pierden el hogar de forma inmediata, ya sea por la venta del inmueble o por el aumento del alquiler;
  • expulsión simbólica o expresión desplazatoria: cuando los vecinos abandonan un barrio que ya no les resulta atractivo, en el que sus redes vecinales han desaparecido y en el que no encuentran tiendas adecuadas a su nivel de vida.

A menudo, y puesto que la gentrificación es una rueda que va pasando por la mayoría de los barrios céntricos, los expulsados deben mudarse a una zona alejada de la ciudad, lo que les supone mayor tiempo de desplazamiento hasta el trabajo.

La vivienda es algo esencial: no sólo como ente físico, como lugar donde resguardarse del frío y las inclemencias del tiempo y donde cocinar y dormir, sino también como expresión de la identidad: uno habita un lugar y estructura a partir de él sus relaciones sociales. «La ubicación de la vivienda dentro de una ciudad puede reflejar el estatus social y está ligada a la distribución de recursos públicos.» En el capitalismo, la vivienda se ha convertido en una mercancía que «debe generar retornos». Ya lo denunció Engels en 1873, y además opinaba que no sería posible resolver el problema de la vivienda dentro del capitalismo (avisaba de que la solución capitalista era «expulsar el problema» cada vez más lejos) y lo vimos también en La guerra de los lugares de Raquel Rolnik cuando evidenció el acceso de los fondos de capital e inversión al mercado de la vivienda desde mediados de los años 70 y 80 del siglo pasado.

El geógrafo inglés David Harvey ha denunciado en numerosas ocasiones que «la urbanización y la producción de viviendas son pilares centrales de la acumulación capitalista» (como lo demuestra el hecho de que la crisis de 2007 en Estados Unidos vino propiciada por el mercado subprime de las hipotecas o el estallido de la burbuja inmobiliaria en España en 2008). La teoría del filtro (o efecto goteo) da por sentado que, construyendo inmuebles de alto valor económico, se inicia una cadena de mudanzas que acaba ampliando la oferta del mercado inmobiliario. Esta teoría es falsa por el simple motivo de que la vivienda no es un bien unívoco que uno sólo adquiere una vez en su vida: es también un bien inmobiliario de determinado valor que se puede obtener como fuente de ingresos o incluso mantener como inversión; como quien tiene oro en una caja fuerte. (Recordemos a Ian Brossat en Airbnb. La ciudad uberizada y su estudio sobre cuántos grandes pisos de París no se usan como vivienda, sino como inversión, o como casa de veraneo de las grandes fortunas que visitan a veces un par de semanas al año.)

También fue Harvey quien denunció la evolución del Estado como garante de las necesidades de los ciudadanos (políticas keynesianas) a protector de las reglas de juego del capital. Esto se refleja en el espacio público de las ciudades, a menudo cedido mediante las PPP (sociedades público privadas) a empresas o gestión privada, como sucede en los centros comerciales (y de ahí la arquitectura hostil) o en la reforma de los centros urbanos para convertirlos en lugares agradables, asépticos, adecuados para una creciente clase creativa.

A menudo el enfoque de las ciencias sociales sobre la gentrificación ha distinguido entre la que proviene de la oferta y la que proviene de la demanda.

  • Desde el punto de vista de la demanda consideran que la gentrificación es un proceso impuesto por las demandas de los consumidores. Con el paso del fordismo al postfordismo y la conversión de las ciudades en sedes para grandes empresas y en nodos de servicios, los individuos buscan afirmar su identidad con todas sus elecciones. El lugar en el que se vive determina la idiosincrasia de aquellos que lo habitan, por lo que los ciudadanos buscan barrios adecuados a sus intereses y la ciudad permite o favorece la gentrificación. («Suzanne Frank habla de una suburbanización interna.») Además, la gentrificación siempre busca zonas limítrofes, alternativas, heterodoxas; en una paradoja, las propias resistencias ante la gentrificación se convierten en algo que da carácter al barrio, que lo vuelve más auténtico y atrae más pioneros, dando más poder a la rueda.
  • Desde el punto de vista de la oferta se pone el énfasis en el valor de la vivienda como mercancía. Volvemos a Neil Smith y el rent gap, el diferencial entre lo que se obtiene de una vivienda y el valor potencial que ésta puede dar.

Es interesante que Vollmer añada a los diversos tipos de gentrificación (de obra nueva, que derrumba edificios asequibles y los substituye por otros de alto poder adquisitivo; y comercial, que cambia las tiendas de barrio y comestibles por boutiques o cafeterías de lujo) la turistificación: la llegada masiva de visitantes que sólo permanecen unos días y lo hacen en casas de Airbnb, que buscan descanso, lujo y experiencias y que chocan con los intereses de los vecinos.

La segunda parte del libro presenta resistencias y formas posibles de luchar contra la gentrificación y es donde se nota que Vollmer, además de socióloga, es activista y está implicada en la lucha contra la mercantilización de la ciudad. Los tres pilares en los que debe centrarse la lucha contra la gentrificación son:

  • asequibilidad de la vivienda para todos los estamentos sociales;
  • desmercantilización de la vivienda (aumento de vivienda pública en detrimento del sector privado);
  • y democratización de las instituciones y procesos que gestionan la vivienda.

Bajo condiciones capitalistas, mientras la vivienda sea una mercancía, la cuestión habitacional no tiene solución. (p. 115)

Los ejemplos que da Vollmer son experiencias suyas, por lo que tratan sobre ciudades alemanas (especialmente Berlín y Hannover). La mayoría de reivindicaciones pasan por formas de conseguir que los terrenos reviertan en beneficio para la sociedad. Por ejemplo: permitiendo sólo la venta con unas cláusulas que especifiquen un determinado porcentaje de las viviendas resultantes que deben ser de protección oficial. Otra de las propuestas pasa por las cooperativas o la posesión colectiva de un terreno o edificio; parte del precio del alquiler revierte sobre la comunidad, que puede afrontar reformas y no queda sometida a la lógica del beneficio.

Antes de estar preparados para hacer demandas políticas y transformadoras, y que estas se apliquen, los inquilinos afectados por las subidas de los alquileres primero tienen que abstraerse de su propia consternación y formar un interlocutor que pueda hablar y ser escuchado, para politizar la cuestión de la vivienda. Esto no resulta tan evidente en una sociedad neoliberal, que promueve la separación de las personas y de los temas y donde se nos machaca, diciéndonos que si no nos va bien es por nuestra culpa. (p. 129)

Vollmer no es ajena a una paradoja social neoliberal: si el Estado no garantiza la vivienda (en ocasiones incluso defiende a los fondos buitre o grandes empresas en contra de los habitantes) y son los propios ciudadanos los que tienen que plantar cara… ¿cuál es el papel del Estado? O, dicho de otro modo, ¿para qué tener Estado? Es una batalla en la que el capital siempre vence; por eso la reivindicación no debe ser únicamente ganar una batalla concreta, sino forzar a los poderes públicos a defender la vivienda asequible y democrática, por ardua que pueda ser la batalla.

La gobernanza son las nuevas formas de poder y gestión que surgen en las ciudades del presente. Presentan la ventaja de que son los propios implicados quienes deciden; pero también el inconveniente de que sólo se les permite decidir sobre aquello que les afecta directamente, dejando el resto de cuestiones mayores a otros gobiernos. Y la gentrificación es una batalla que se lucha edificio a edificio pero es también la manifestación de una organización socioespacial capitalista mucho más amplia que los vecinos no tienen capacidad para modificar.

Manifestaciones antigentrificación en Hamburg en 2009

Destacamos el manifiesto «Not In Our Name, Marke Hamburg», de un colectivo de artistas de la ciudad alemana que se reunieron en torno a la ocupación del barrio Gängeviertel. En 2005, este barrio obrero, con gran margen para la gentrificación, fue vendido a un inversor holandés para ser derruido y construir viviendas de alto nivel adquisitivo. Hamburgo es una ciudad que ya se presentaba a sí misma como empresa desde 1980 y donde no escondían que querían atraer, además de inversiones del capital, a las nuevas clases creativas. 200 artistas ocuparon la zona en 2009 para impedirlo y, en contra de lo habitual en la ciudad, no fueron desalojados sino que el ayuntamiento negoció con ellos (a ello ayudó la crisis financieron del 2008 que también había afectado al inversor holandés). El ayuntamiento recompró los terrenos y firmó un pacto de colaboración con los artistas.

A spectre has been haunting Europe since US economist Richard Florida predicted that the future belongs to cities in which the «creative class» feels at home. (…) Many European capitals are competing with one another to be the settlement zone for this «creative class». In Hamburg’s case, the competition now means that city politics are increasingly subordinated to an «Image City». The idea is to send out a very specific image of the city into the world: the image of the «pulsating capital», which offers a «stimulating atmosphere and the best opportunities for creatives of all stripes». (…)

We say: Ouch, this is painful. Stop this shit. We won’t be taken for fools. Dear location politicians: we refuse to talk about this city in marketing categories. (…) We are thinking about other things. About the million-plus square metres of empty office space, for example, or the fact that you continue to line the Elbe with premium glass teeth. We hereby state, that in the western city centre it is almost impossible to rent a room in a shared flat for less than 450 Euro per month, or a flat for under 10 Euro per square meter. That the amount of social housing will be slashed by half within ten years. That the poor, elderly and immigrant inhabitants are being driven to the edge of town by Hartz IV (welfare money) and city housing-distribution policies. We think that your «growing city» is actually a segregated city of the 19th century: promenades for the wealthy, tenements for the rabble. (Not In Our Name, Marke Hamburg Manifesto)

Cultura y simulacro, Jean Baudrillard

Jean Baudrillard fue un filósofo y sociólogo francés, especialmente conocido por su concepto de hiperrealidad, que desarrolló en el ensayo de 1981 Simulacro y simulación (traducido al español como Cultura y simulacro). Hemos tratado el tema de la hiperrealidad (o de la precesión del simulacro antes que la realidad) en diversas ocasiones en el blog (por citar las más relevantes: La an-estética de la arquitectura, de Neil Leach; Urbanalización, de Francesc Muñoz, y también en Aprendiendo de Las Vegas). Como sucedía con la obra del también pensador francés Guy Debord La sociedad del espectáculo, Cultura y simulacro es difícil de resumir sin diluir sus contenidos.

«La precesión de los simulacros» empieza con una referencia al cuento de Borges de El hacedor en el que el Imperio, en su búsqueda del mapa exacto, acabó generando uno tan grande como el propio Imperio; un mapa que al final, perdido su sentido, dejaron decaer y pudrirse de modo que sus jirones cubrían los territorios del Imperio.

Hoy en día, la abstracción ya no es la del mapa, la del doble, la del espejo o la del concepto. La simulación no corresponde a un territorio, a una referencia, a una sustancia, sino que es la generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no precede al mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio —PRECESIÓN DE LOS SIMULACROS— y el que lo engendre, y si fuera preciso retomar la fábula, hoy serían los jirones del territorio los que se pudrirían lentamente sobre la superficie del mapa. Son los vestigios de lo real, no los del mapa, los que todavía subsisten esparcidos por unos desiertos que ya no son los del Imperio, sino nuestro desierto. El propio desierto de lo real. (p. 9-10).

Es un ejemplo que ya hemos puesto en otras ocasiones. Las cafeterías de los parques temáticos, por ejemplo, o de las zonas turísticas, simulan una cafetería italiana: manteles a cuadros blancos y rojos, buen pan regado con aceite de oliva, pasta, pizzas y tal vez camareros estridentes que gesticulen con la mano. Cuando los turistas, conocidas ya las «cafeterías italianas», acuden a Italia, esperan que las cafeterías allí sean como las que ya han visto; y éstas, para satisfacer su demanda y no provocar su enfado, acatan y se convierten. De modo que las cafeterías italianas, que eran las cafeterías que había en Italia, acaban simulando algo que no eran: las cafeterías italianas creadas en el resto del mundo a imitación de un ideal inexistente. Eso es la hiperrealidad.

Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Simular es fingir tener lo que no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia. Pero la cuestión es más complicada, puesto que simular no es fingir: «Aquel que finge una enfermedad puede sencillamente meterse en cama y hacer creer que está enfermo. Aquel que simula una enfermedad aparenta tener algunos síntomas de ella» (Littré). Así, pues, fingir, o disimular, dejan intacto el principio de realidad: hay una diferencia clara, sólo que enmascarada. Por su parte la simulación vuelve a cuestionar la diferencia de lo «verdadero» y de lo «falso», de lo «real» y de lo «imaginario». El que simula, ¿está o no está enfermo contando con que ostenta «verdaderos» síntomas? Objetivamente, no se le puede tratar ni como enfermo ni como no–enfermo. La psicología y la medicina se detienen ahí, frente a una verdad de la enfermedad inencontrable en lo sucesivo. (p. 12)

Ahí yace el verdadero problema de la simulación: no permite una distinción clara con la realidad; la aniquila. «Al contrario que la utopía, la simulación parte del principio de equivalencia, de la negación radical del signo como valor, parte del signo como reversión y eliminación de toda referencia.» Se forman cuatro fases sucesivas o capas de realidad:

  • la primera «es el reflejo de una realidad profunda»; es una buena apariencia que pertenece al orden del sacramento;
  • la segunda «enmascara y desnaturaliza una realidad profunda»; es una mala apariencia y es del orden de lo maléfico;
  • la tercera «enmascara la ausencia de realidad profunda»; juega a ser una apariencia y pertenece al orden del sortilegio;
  • la cuarta «no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y puro simulacro»; ya no corresponde al orden de la apariencia, sino al de la simulación.

Vienen a la mente las palabras de Amalia Signorelli que recogíamos hace nada: el objeto de la etnología del siglo XIX, el auténtico salvaje, ya no existe: era una producción, un simulacro. «Es pues de una inocencia mayúscula el ir a buscar la etnología entre los salvajes o en un Tercer Mundo cualquiera, porque la etnología está aquí, en todas partes, en las metrópolis, entre los blancos, en un mundo completamente recensado, analizado y luego resucitado artificialmente disfrazándolo de realidad«.

Baudrillard ve simulacro en las obras que son copiadas para que las visiten los turistas sin dañar al original. Él habla de las grutas de Lascaux, pero podemos citar la Dama de Elche o las cuevas rupestres de Altamira. Como la mercancía, que debe estar expuesta, también los restos del pasado deben quedar a la luz, desterrado todo secreto. «Las momias no son consumidas por los gusanos sino que perecen al trasladarlas desde el ritmo lento de lo simbólico, dueño de la podredumbre y de la muerte, al orden de la historia, la ciencia y el museo». Los intentos de devolver a los lugares originales aquellas obras artísticas que fueron saqueadas aún añaden otra capa de simulacro: léase la devolución del Museo Británico de sus obras a Egipto o Grecia; ¿qué realidad subyace bajo esa reconstrucción? «Constituye el simulacro total que recupera la «realidad» mediante una circunvolución completa» (p. 27)

Celebration, el pueblo de Disney donde puede usted vivir

«Disneylandia es un modelo perfecto de todos los órdenes de simulacros entremezclados.» En ella se reúnen la Isla del Tesoro, el Mundo Futuro, la Frontera… ya empezando por su logo: el simulacro de un castillo alemán. Disneylandia es «un microcosmos social», los valores americanos exaltados por la miniatura y el dibujo animado. «Disneylandia es presentada como imaginaria con la finalidad de hacer creer que el resto es real, mientras que cuanto la rodea, Los Ángeles, América entera, no es ya real, sino perteneciente al orden de lo hiperreal y de la simulación. No se trata de una interpretación falsa de la realidad (la ideología), sino de ocultar que la realidad ya no es la realidad y, por tanto, de salvar el principio de realidad.» No es casualidad que Los Ángeles, la ciudad del cine y el travelling, esté rodeada por estas «centrales imaginarias». Nos hablaba hace poco Félix de Azúa en La arquitectura de la no-ciudad de un parque temático situado a las afueras de Nueva York donde se reproducen todos los hitos de la ciudad americana; y es mucho más agradable visitarlos allí, encapsulados, limpios, controlados, que en la realidad, llenos de turistas y, en definitiva, de lo urbano.

La política, la sociedad misma, se hallan hundidas en el simulacro (Baudrillard cita el escándalo Watergate: al convertirlo en escándalo, en algo que debe ser denunciado y sacudir a la sociedad, se crea la ilusión de que el resto, la política, la ley, son reales). Si usted simula un robo y es descubierto, ¿cómo explicará a la seguridad que se trata de un hurto simulado? Además, ¿no existen acaso los delitos por «engañar» a la policía? «La ley es un simulacro de segundo orden mientras que la simulación pertenece al tercer orden, más allá de lo verdadero y de lo falso.»

Pues, en definitiva, el capital es quien primero se alimentó, al filo de su historia, de la desestructuración de todo referente, de todo fin humano, quien primero rompió todas las distinciones ideales entre lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, para asentar una ley radical de equivalencia y de intercambios, la ley de cobre de su poder. (p. 51-52)

El capital erradicó toda equivalencia real entre producción y riqueza; y desde entonces trata de solapar esa destrucción «secretando realidad» y multiplicando los signos. «Aquello que toda una sociedad busca al continuar produciendo, y superproduciendo, es resucitar lo real que se le escapa. Por eso, tal producción «material» se convierte hoy en hiperreal.» Podríamos pensar fácilmente en lo que vende todo paquete turístico y todo viaje al extranjero, toda estancia en un balneario o un Airbnb: experiencias. Algo único que puede usted sentir… al igual que el resto de los consumidores que paguen el precio.

Afirmarse (Baudrillard no entra en las redes sociales, claro; a saber qué diría de ellas), por ejemplo, compartiendo una imagen en negro para referir que uno está «a favor» (?) del #blacklivesmatter no deja de ser una simulación; al igual que lo es su opuesto, estar en contra, reconocerse racista. Y, de nuevo paradójicamente, aquí Baudrillard ve la llegada del socialismo: a través de la muerte de lo social. «… el poder del que hablamos, no siendo más que el objeto de una demanda social, será objeto de la ley de oferta y la demanda y no estará ya sujeto a la violencia y a la muerte». No se engañen: el trasfondo de Amazon es la violencia, con que trata a trabajadores y competidores; pero su poder es el de la demanda mundial. Análogo papel el de la política, decidida a venderse para ser consumida como un producto más, sólo que uno que se consume (¿gratuitamente?) en una votación cada cuatro años (y volvemos a la Psicopolítica de Byung-Chul Han). «La ideología no corresponde a otra cosa que a una malversación de la realidad mediante los signos, la simulación corresponde a un cortocircuito de la realidad y a su reduplicación a través de los signos.»

El ensayo acaba tratando otros temas: el de la familia Loud, que fue filmada durante 7 meses bajo la premisa de que «actuaban como si no hubiese cámaras» y que se desintegró tras el rodaje; de nuevo, nos quedamos con las ganas de conocer la opinión de Baudrillard sobre programas de telerealidad como Gran Hermano y todos los sucedáneos que se han dado; el del grupo de países con armas nucleares, donde la simple pertenencia es lo que los disuade de usarlas «(como la sindicación en el mundo obrero) borra rapidísimamente toda veleidad de intervención violenta». Recordemos que Baudrillard vaticinó, y corroboró tras lo sucedido, que «la Guera del Golfo no había sucedido«.

El Centro Pompidou

El segundo ensayo se titula «El efecto Beaubourg» y se refiere al Centro Pompidou en París, del que hemos hablado en otras ocasiones y que se hizo famoso por mostrar en la fachada las tuberías y conductos normalmente reservados al interior de los edificios. ¿Qué proclama este edificio? El reciclado, el flujo, la pura transmisión, la velocidad: es una muestra de la fluidez de nuestras relaciones sociales (Vida líquida, Modernidad líquida); «esto, Beaubourg-Museo quiere ocultarlo pero Beaubourg-armazón lo proclama». Para tan singular edificio, ¿qué habría que poner en su interior? «Nada. El vacío que habría significado la desaparición de toda cultura del sentido y del sentimiento estético. Pero esto es aún demasiado romántico y desgarrador, semejante vacío habría valido aún como obra maestra de la contracultura.»

Pero la propia pregunta ya no tiene sentido: «cualquiera de sus contenidos es un contrasentido y se ve anticipadamente negado por el contenido».

Y no obstante… si alguna cosa debería haber en Beaubourg tendría que ser una especie de laberinto, una biblioteca combinatoria infinita, una redistribución aleatoria de los destinos mediante el juego o la lotería —en suma, el universo de Borges— o quizá las Ruinas circulares: un encadenamiento de individuos soñados los unos por los otros (no una Disneylandia del sueño, un laboratorio de ficción práctica). Una experimentación de los distintos procesos de la representación: difracción, implosión, encadenamientos y desencadenamientos aleatorios —un poco como en el Exploratorium de San Francisco o en las novelas de Philip Dick— en definitiva, una cultura de simulación y de fascinación, y no la de siempre de producción y de sentido: he aquí lo que podría ser propuesto que no fuera una miserable contracultura. ¿Es ello posible? No aquí, evidentemente. Pero este tipo de cultura se está haciendo por ahí, en todas partes y en ninguna en concreto. En adelante, la única verdadera práctica cultural será la de las masas, la nuestra (se acabó la diferencia) es una práctica manipulatoria, aleatoria, de laberintos de signos, que ya no tiene sentido. (p. 89)

«Beaubourg es un monumento de disuasión cultural». Entendida la cultura como lugar (sea o no físico) de reflexión casi personal, de exposición a la dialéctica, todos estos centros y museos que surgen a día de hoy como colofón, normalmente, a una ejecución inmobiliaria (recordemos las palabras de Manuel Delgado: «la cultura», entendida como lugar donde se consume algo cultural, es siempre lo que da pátina de «legalidad» o normalidad a los barrios gentrificados). El propio éxisto del lugar lo entierra, pues son las masas, su número, su deseo y voluntad de verlo y manipularlo todo; los museos esconden un simulacro de cultura, una cultura mercantilizada. «Es preciso que la masa de consumidores sea equivalente u homóloga a la masa de los productos. La confrontación y la fusión de estas dos masas que se dan tanto en el hipermercado como en Beaubourg, hacen de éste algo muy distinto de los lugares tradicionales de la cultura. Aquí se elabora la masa crítica, más allá de la cual la mercancía deviene hipermercancía y la cultura hipercultura.»

El cuarto de los ensayos del libro, «El fin de lo social», prosigue este tema con tres posibles hipótesis:

  • 1) lo social jamás existió;
  • 2) lo social existió, existe y, de hecho, lo inviste todo. Sin embargo, lo que entendemos por social es lo anecdótico, lo anormal, «el caso»; ¿qué hay en las páginas de sociedad de los periódicos o revistas, qué hechos pueblan las redes sociales? Asesinatos, inmigrantes, delincuentes, el juego, sátrapas que venden sus miserias. «Poniendo bajo la rúbrica de «Sociedad» a las categorías residuales, lo social se designa a sí mismo como el resto
  • 3) lo social existió pero ya no existe. Convertido en nodos de realidad, los ciudadanos (conectados a una realidad alterna e hipersimulada mediante sus smartphones, habitando ciudades múltiples y devenidos más territoriantes de espacios que habitantes de ciudades); ¿siguen siendo socius, la base de lo social? «Lo hiperreal es la abolición de lo real no por destrucción violenta, sino por asunción, elevación a la potencia del modelo.»
  • 4) La implosión de lo social en las masas.

Y esta cuarta hipótesis es la que trata en el tercer ensayo, «A la sombra de las mayorías silenciosas», de la que nos quedamos con una reflexión: » El espacio político es el comienzo del mismo orden que el teatro de máquinas del Renacimiento, o del espacio persepectivo de la pintura, que se inventa en el mismo momento. La forma es la de un juego, no de un sistema de representación». En el siglo XVIII, y sobre todo tras la Revolución Francesa, lo social inviste lo político y es dominado por los mecanismos representativos, como sucede con el teatro: se convierte en un espacio representativo. «La escena política se convierte en la de la evocación de un significado fundamental: el pueblo, la voluntad del pueblo, etc.» Es decir, pasa a trabajar sobre un sentido y empieza a querer ser transparente, a moralizarse, a responder al ideal de una buena representación. Se mantuvo equilibrado durante un tiempo («corresponde a la edad dorada de los sistemas representativos burgueses») y con el pensamiento marxista «se inaugura el fin de lo político». «Lo social venció.» ¿El resultado? Las masas.

Jodidos turistas

Jodidos turistas (Antipersona, 2017) son cuatro artículos de autores distintos que reflexionan alrededor del actual concepto de turismo y sus consecuencias.

Despreciamos a los turistas porque su visita nos convierte en indígenas. Y nosotros no queremos serlo. En lugar de aprovechar la posición de sumisión en que nos deja el turismo para atacar al sistema que las genera, preferimos convertirnos en ellos. En otros lugares del mundo no hay posibilidad de elección -los sujetos visitados nunca podrán devolver la visita-, pero en este preferimos ser turistas que acabar con la dominación que genera. (Introducción)

«Detrás de los anuncios de viajes asoma siempre la idea de que nuestro día a día es algo que bien merece una «escapada», en una muestra de que el capitalismo es capaz incluso de rentabilizar la conciencia de que el mundo que ha creado es difícilmente soportable.» Así empieza el primero de los artículos, «Turismo industrial y consumo de lugares exóticos», de el Fanzine Malpaís. Entienden por turismo industrial por «la forma que adopta el viaje cuando se realiza mediante el sistema de relaciones e infraestructuras que el Capital y los Estados han dispuesto para la explotación turística de lugares a escala mundial», y es una serie de procesos que encontraron su auge después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el capital buscaba nuevos frentes que mercantilizar y que, por ejemplo, convirtieron al Mediterráneo y el Caribe en «las primeras piscinas del turismo internacional».

A este concepto de la «escapada» se le añade posteriromente, al pasar de una economía fordista a una postfordista, el elemento exótico, la alteridad, tanto geográfica como cultural. El viaje ya no sólo nos permite «abrirnos a nuevas culturas» o descubrir nuevos entornos, sino que además nos convierte en personas distintas en función de las destinaciones que hayamos consumido. Pero eso nos convierte, también, en agentes colonizadores, puesto que se visitan lugares cuyo habitantes no podrán devolver la visita, «a no ser que lo hagan como fuerza de trabajo migrante».

Se vende la industria turística como una «no contaminante, sostenible, generadora de riqueza y empleo», pero a menudo se esconde que esta riqueza va acompañada de una imposición concreta del modo de riqueza y de desarrollo y progreso capitalista.

Está bastante extendida esa idea de viajar muy lejos para «encontrarse con uno mismo». Es curioso que, aunque uno se haya perdido en alguna megalópolis occidental, un día se pone en marcha y va a buscarse a un hostal de mochileros de un poblado nepalí. (…) ¿Qué son esas cosas perdidas? Parece razonable pensar que se trata, por ejemplo, de una nostalgia ancestral de las condiciones de existencia arrebatadas históricamente por el capitalismo, de la autonomía que alguna vez pudieron tener las comunidades para decidir cómo vivir, de la capacidad de entenderse con el entorno natural, y de una cultura propia que aún no había sido aniquilada y sustituida por la homogeneización occidental y el triunfo de la mercancía. (p. 23)

La idea, además, es que la industria turística ayuda a los lugares «menos desarrollados» donde termina. Pero esta idea no se sostiene por diversas razones:

  • En primer lugar, la identidad colectiva del lugar visitado (que a menudo ha sido extirpado de su «identidad real», si es que existía) se genera a partir de las expectativas y necesidades de los visitantes, diluyendo así su identidad; ¿qué es, por ejemplo, algo muy auténtico?, algo que se aleja de lo que entendemos por habitual en nuestras dinámicas capitalistas actuales; por ello, eso precisamente es lo que tratarán de generar esas culturas para atraer los flujos del capital.
  • Esto genera unas vivencias que están en todo momento marcadas por la simulación y por la lógica mercantilista; un indígena no dirá lo que tenga en mente, sino lo que los visitantes esperan oír. Así, no es inhabitual las quejas de un turista porque los autóctonos no han sido lo «bastante» complacientes o no se han mostrado lo suficiente agradecidos por «la propina», o incluso porque han tratado de venderles algo más caro porque «son turistas», obviando que el precio es muchísimo más reducido que en su país de origen; y ya no entramos a hablar de mercados como el turismo sexual. «Y es que los viajes exóticos son para una buena parte de los turistas una oportunidad inigualable para acariciar el tipo de consumo de las clases adineradas, permitiéndose a precios más económicos lo que en su lugar de origen son lujos» (p. 32). Es decir, parte del viaje es el lujo de sentirse ricos al lugar donde se viaja; y la forma de hacerlo no es enriqueciéndose (algo harto complicado) sino visitando lugares pobres donde nuestro nivel de vida es muy superior.
  • Finalmente, las supuestas ventajas del capital que aporta el turismo a las zonas que «canibaliza» no suelen revertir en la población, sino en unos pocos de sus miembros, cuando alguno; los flujos del turismo están especializados en descubrir (o generar) nuevos espacios «exóticos», «jibarizándolos», es decir, apropiándose sólo de algunas de sus características más exóticas, despojándolos de las que son menos atrayentes; y, por lo tanto, están en una posición de poder para establecer las estructuras que buscan los turistas. A menudo se trata de complejos sólo para turistas desgajados del país, como resorts u hoteles de lujo que privatizan una playa o recursos del país, y donde los autóctonos ocupan solamente el lugar de siervos, obligados a formar parte del sector servicios.
  • Puesto que los turistas están de vacaciones, entregados a un exotismo (y un erotismo) distintos del día a día, no tardan en surgir redes de prostitución y narcotráfico.
  • Además, los efectos sobre los mercados y espacios indígenas son terribles. «Donde antes había pequeños barcos pesqueros, ahora se pueden ver yates y embarcaciones de recreo. Los bienes de consumo básico se encarecen en los mercados locales. Sube también el precio del suelo y la especulación inmobiliaria desplaza a los pobres locales. Las arcas públicas financian las infraestructuras, los oligopolios hacen negocio.» (p. 36)

El artículo huye de dar la imagen de los autóctonos como «pobres víctimas». «Es obvio que esta situación se da en contextos de dominación, pero también de negociación, traducción, acuerdo y conflicto.» Es similar a alquilar un piso a un habitantes de la ciudad o a los turistas por Airbnb; los réditos de uno y otro son distintos, claro, pero la elección la toma cada uno.

El segundo artículo habla del «modelo Barcelona» y cómo, ya desde el siglo XIX, el objetivo de una gran parte de su burguesía ha sido atraer turismo para hacer negocio. Ya se intentó con las Exposiciones Universal e Internacional, pero el pistoletazo de salida que realmente encumbró a la Ciudad Condal al éxito fueron los Juegos Olímpicos y la especulación que trajeron / permitieron. Otros cambios en la ciudad, como la ampliación de los muelles para atraer a los megacruceros o la celebración del Mobile y otros festivales o congresos, no han hecho más que potenciar esta tendencia, además de la potente publicidad del lobby turístico, que ha dominado con su discurso de que «el turismo es beneficioso para la ciudad» y cualquier proceso, o hasta decisión política, que trate de frenarlo está tratando de quitar riqueza a la ciudad. La cantidad de viviendas de alquiler puestas en Airbnb o la llegada de «turismo basura», así como el auge de trabajos también basura del sector servicios, destinados a satisfacer los deseos de los visitantes, son otras de las consecuencias que el turismo trae a la ciudad.

El tercer artículo trata sobre las Islas Baleares, otro enorme destino turístico que está sufriendo las mismas consecuencias, en este caso, además, agraviadas por el descalabro ecológico que supone la masificación veraniega que sufren las islas.

El último artículo, «Dulzainas y kebabs. La decepción del turista rural», de Layla Martínez, además e muy divertido, da una descripción de cómo estas dinámicas de sumisión entre los turistas de los países desarrollados y los autóctonos de lugares «más exóticos» se dan también en las relaciones entre la ciudad y el campo. Martínez estaba haciendo queso en un pueblecito de los Picos de Europa cuando un turista empezó a hacerle fotos con la cámara; sin más, sin pedir permiso, convencido de que tenía derecho a inmortalizar esa «forma ancestral» de hacer queso que aún se mantenía en los pueblos.

Martínez retrata la indignación que sufren los visitantes de la ciudad cuando ven que los habitantes del medio rural usan su todoterreno para ir a ordeñar las vacas, piden en Telepizza (o desearían que les llegase hasta el pueblo) y compran tranquilamente en Amazon mediante su Iphone. «Así no hay manera de que los urbanitas llenen su vacío existencial.»

Sin embargo, este sentimiento de estafa no se dirigía contra el parque o contra la industria del turismo que les había vendido algo que no era real, sino contra los pastores, a los que culpaban de haber traicionado a sus antepasados, de haberse dejado pervertir por las tentaciones del capitalismo, de no hacer el queso como antes. (…) Comerse un kebab en la ciudad es aceptable, e incluso una muestra de tu interés multicultural, pero comerse un kebab en un pueblo es una traición a tus antepasados, una señal de decadencia de la cultura europea y una muestra de la perversión capitalista. (p. 86)

La guerra de los lugares (II): desposesión

La eclosión de un terremoto o una gran inundación, así como el avance de una hidroeléctrica o de un megaproyecto de instalaciones deportivas sobre un territorio habitado, tienen impactos más acuciantes cuando ocurren sobre territorios cuya situación de tenencia puede ser impugnada en cualquier momento por autoridades o agentes privados. Las palabras que pueden designar esa situación en el contexto urbano son muchas: favelas, asentamientos irregulares, asentamientos informales, slums. Como veremos más adelante, las formas de nombrarla no son inocentes e intentan definir una situación de alteridad en relación con el orden jurídico-urbanístico dominante, representando una multiplicidad de casos muy distintos. Sin embargo, podemos afirmar que, por lo menos en el mundo urbano, estos espacios están marcados por la precariedad habitacional y por ambigüedades en relación con la tenencia. Esta es la situación que atraviesan más de la mitad de los habitantes de las ciudades del Sur global… (p. 165)

La primera parte de La guerra de los lugares. La colonización de la tierra y la vivienda en la era de las finanzas, de Raquel Rolnik, se centraba en mostrar cómo el cambio de paradigma del Estado como garante de alguna forma de vivienda para los ciudadanos dio paso a un Estado neutro, encargado de mantener la legalidad y sostener la creación de un complejo entramado financiero para permitir el acceso, mediante hipotecas y deuda, de los ciudadanos a la propiedad de la vivienda; el libro mostraba, como decíamos, que esto no fue un acto aleatorio sino premeditado y orquestado por el capital y las grandes finanzas para obtener rédito de un mercado inmobiliario que hasta entonces había permanecido dormido. Esta segunda parte que reseñamos ahora se centra en los estados de desposesión que sufren los que viven en las partes más vulnerables de la ciudad: en los barrios marginales de las afueras, en las favelas, slums; y los procesos de reapropiación de la tierra que lleva a cabo el capital mediante megaeventos como los Juegos Olímpicos o emergencias medioambientales.

Durante el siglo XIX y hasta mediados del XX existían diversas teorías que relacionaban las chabolas o barrios marginales con un exceso de inmigración en las ciudades, incluso con un remanente de población rural que no conseguía adaptarse a la vida urbana; se lo relacionaba con el otro, el outcast, alguien ajeno. Los años setenta se produjo una gran bibliografía, especialmente en Sudamérica, donde se mostraba que la existencia de estos lugares no respondía tanto a una dualidad moderno-arcaico o urbano-rural sino a «un modelo periférico de acumulación capitalista» en el cual este contingente poblacional de las afueras «respondía a una doble necesidad de acumulación en el capitalismo periférico: mantener bajos los costes de reproducción de la fuerza de trabajo y garantizar un ejército industrial de reserva permanente».

Rolnik relata casos (Camboya, Indonesia) donde grandes cantidades de terreno, áreas boscosas, poco pobladas pero con gran interés comercial, son cedidas a empresas multinacionales para que las exploten en lo que Oxfam calificó como «a global land rush», una nueva Fiebre del Oro. «El avance actual se da en contextos donde gran parte de las tierras ocupadas por comunidades rurales no es reconocida formalmente, o cuando lo es, pertenece a una categoría ‘paralela’ de tenencia, no integrada en un sistema único de registro y gestión.» (p. 180)

Aquí entra la denuncia de Rolnik: que tales desposesiones se dan en lugares limítrofes que lindan entre lo legal y lo ilegal, lo planeado y no planeado, lo formal / informal, dentro / fuera del mercado. Son zonas constituidas con un hilo legal tenue, siempre argumentable, que se acaban convirtiendo en un territorio a la espera de, en reserva, capaz de ser capturado «en el momento exacto». La autora da diversos ejemplos: en algunos casos los títulos de propiedad pertenecen al Estado, que los cede durante un tiempo pero, pasado ese tiempo, no los reclama, por lo que las personas siguen viviendo en esa zona pero ya en un estado transitorio; parcelas que en su momento fueron agrícolas y se vendieron con la condición de no ser divididas y en las que, al volverse urbanas, se construyen diversas casas, dando lugar a comunidades, la creación de una favela o slum; de nuevo, en situación alegal. En palabras de Vera Telles: «No se trata de un fuera del Estado y de la ley, lugar de anomia, desorden, estado de naturaleza. Son espacios producidos por los modos como las fuerzas del orden operan en esos lugares, prácticas que generan la figura del homo sacer en situaciones entrelazadas con las circunstancias de vida y trabajo de los que habitan esos lugares.» En estas zonas, son los propios individuos quienes elaboran sus leyes y viven de acuerdo con ellas.

Un ejemplo son los kampung de Yakarta, Surabaya o Yogyakarta, pequeñas aldeas informales con raíces locales habitado principalmente por personas de clase media y baja. Se convirtieron en la puerta de entrada de los inmigrantes a la ciudad, por lo que estaban formados por una gran mezcla de etnias. Se definen por el uso mixto, una mezcla de zona residencial en los pisos superiores y de comercio y producción en las plantas bajas donde se hacen comida, ropa, juguetes, muebles; creando así espacios semipúblicos de circulación tanto de mercancías como de pasajeros pero también semiprivados, donde llevar a cabo las actividades sociales próximas. Estos enclaves, con más de 500 años de historia, a menudo viven en situaciones de precariedad, sin instalaciones como agua corriente, y con un estatus jurídico ambiguo. Indonesia, durante muchos años, tuvo un plan para mejorar los kampung, dotándolos de medidas como agua corriente, asfalto o sistemas de drenaje, pero últimamente se ha reducido el presupuesto de este programa.

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El papel de la urbanización urbana debería ser la creación «de una especie de modelo para la ciudad ideal o deseada». En cambio, acaba deviniendo una herramienta al servicio de las grandes finanzas y el capital donde las mejores zonas de la ciudad, las que ellos habitan, siempre están claramente delimitadas y protegidas, «de modo que impide su invasión por parte de los pobres». Con sus leyes y regulaciones, el urbanismo santifica unos modos de posesión de la tierra y deja otros en el margen, donde, en cuando le convenga al capital, los modificará a su antojo.

«Para el pensamiento liberal, propiedad, derecho y ciudadanía se entrelazan.» La libertad entendida como autonomía, como lugar donde los otros no participan y que sólo se encuentra limitada por la libertad de los otros; y la propiedad pasa a ser esta garantía de poder sobre una parcela que excluye a los otros. El argumento es mucho más extenso, pero lo hemos reducido para llegar a la publicación del libro El misterio del capital de Hernando Soto donde el autor relaciona la riqueza de Occidente con la existencia de la propiedad privada «e intenta explicar la persistencia de la pobreza en países pobres y de ingresos medios como consecuencia de sus regímenes de propiedad ‘subdesarrollados’. Según Soto, los pobres poseen activos, sin embargo los utilizan de forma ‘defectuosa’, transformándolos en ‘capital muerto'» (p. 218). No sorprende que entre sus admiradores estén Bill Gates, George Bush, Vladimir Putin o Margaret Thatcher, porque la propuesta de Soto para erradicar la probreza pasa por convertir a todos los pobres en propietarios. En palabras de Ángelica Pérez Ordaz:

En El misterio del capital, De Soto analiza la manera en que los países en vías de desarrollo y los que salen del comunismo pueden generar capital a través de un eficiente sistema de propiedad legal que les permita salir de la pobreza y empezar a transformar activos y trabajo en capital, como es el caso de los países de Occidente, para que toda la población tenga acceso a un desarrollo sustentable. Sostiene que la riqueza de las naciones depende de la capacidad de sus gobiernos para crear sistemas legales que al mismo tiempo, reflejen y articulen adecuadamente el contrato social de sus pueblos.

A continuación Rolnik desmonta, uno a uno, los tópicos que propone Soto e incluso demuestra en algunos casos que no han servido en absoluto para erradicar la pobreza y sí para aumentar la brecha entre ricos y pobres. Si quieren otra versión algo más larga, tienen el maravilloso artículo de Edesio Fernandes «La influencia de El misterio del capital‘», con conclusiones muy similares a las de Rolnik.

Y la última forma de desposesión que analiza Rolnik tiene que ver con los megaproyectos financieros. Con la crisis económica y la llegada del neoliberalismo se pasa de unas ciudades en continua expansión cuyos gobiernos sólo deben administrar a unas ciudades en decadencia donde los gobiernos deben «emprender», atraer los flujos de turismo y capital. Surge así una nueva lógica de producción de la ciudad:

  • como los gobiernos locales no pueden endeudarse, recurren a mecanismos innovadores para financiarse y expandirse;
  • la tierra es uno de los recursos utilizables;
  • se atrae a inversores, interesados por el valor que esa tierra pueda generar;
  • el futuro de la tierra lo determina el inversor, en función de sus valores e intereses,
  • el destino de los que ocupasen la tierra anteriormente es irrelevante para el modelo; es tarea de los gobiernos entregar terrenos «limpios».

Lo hemos visto mil veces en China, pero se da en estados de todo el mundo.

Este nuevo proceso de producción de la ciudad también lleva al márqueting urbano, al IloveNY, a la competición entre ciudades por volverse globales, al efecto Guggenheim, por citar sólo unos pocos casos ya tratados en el blog. Pero también la aparición de las iniciativas público-privadas, donde se cede espacio público urbano para que lo exploten compañías privadas; o, en un salto considerable, a la expoliación y expulsión de las bolsas de pobreza en cuanto aparecen nuevos intereses en la ciudad como los Juegos Olímpicos, la Copa del Mundo o un Fórum de las Culturas (como ya vimos en palabras de Manuel Delgado). Las ciudades usan estos eventos para reconvertirse y reconfigurarse como destinos turísticos y del capital; por el camino, construyen grandes instalaciones y expulsan a los habitantes originales de la zona, mostrando, una vez más, el objetivo del urbanismo vinculado con el capital y, en palabras de Harvey, «los procesos de acumulación vía expoliación de los activos de los más pobres».

Casos similares se dan en la reconstrucción de los grandes desastres ecológicos: el huracán Katrina en Nueva Orleans, el terremoto de Haití de 2010, las inundaciones del tsunami en Indonesia. En este último caso, tras el tsunami surgió la oportunidad de transformar el territorio con la excusa de mejorar las condiciones de vida de la población; para ello, se delimitó una zona costera en la que no se podía construir y se alejó de ella a la población. Sin embargo, en poco tiempo esas zonas fueron vendidas a grandes empresas con intereses turísticos que las convirtieron en resorts de lujo para un público internacional.

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El uso de la palabra slum no es inocente. Se trata de identificar el vasto territorio autoproducido por los pobres en las ciudades con el estigma y, por lo tanto, de justificar las políticas de eliminación de esos espacios. El lenguaje de guerra frecuentemente empleado tampoco es inocente: se trata de controlar territorios estructurados bajo la lógica de las necesidades de supervivencia y de la invención, para que el capital financiero -la moneda que circula libremente, desencarnada de cualquier territorio- pueda allí posarse en paz.

Esta nueva forma de colonización opera tanto a través de la ocupación del territorio y de la sustitución de las formas de vida que allí existían, con desalojos forzosos y demoliciones, como del proceso cotidiano de construcción de los individuos consumidores y sujetos del crédito, ampliando los mercados y finanzas globales cultural y concretamente. (p. 273)

La arquitectura del poder

El título original de este libro de Deyan Sudjic es The Edifice Complex: How the Rich and Powerful Shape The World, es decir, El Síndrome del Edificio: cómo los ricos y poderosos dan forma a nuestro mundo. Publicado en 2005, editado por Ariel en 2007 en España, el hilo del libro es seguir la gran cantidad de casos en que las relaciones entre el poder y la arquitectura han tratado (o conseguido) de dar forma a las ciudades más importantes del mundo.

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A diferencia de la ciencia y la tecnología, ambas presentadas convencionalmente como carentes de connotaciones ideológicas, la arquitectura es una herramienta práctica y un lenguaje expresivo, capaz de transmitir mensajes muy concretos. Sin embargo, la dificultad de establecer el significado político exacto de los edificios, y la naturaleza esquina del contenido político de la arquitectura, ha llevado a la actual generación de arquitectos a afirmar que su obra es autónoma, o neutra, o bien a creer que si exsite algo como una arquitectura claramente «política», se reduce a un gueto aislado, no más representativa de los intereses de la arquitectura culta que un centro comercial o un casino de Las Vegas.

Esta idea es falsa. Es posible que determinado lenguaje arquitectónico no tenga un significado político concreto, pero eso no implica que la arquitectura carezca del potencial para asumir una función política. Y casi todos los dirigentes políticos acaban usando a arquitectos con fines políticos. (…)

[…] Pese a cierta cantidad de retórica moralista en los últimos años sobre el deber de la arquitectura de servir a la comunidad, para poder trabajar en cualquier cultura el arquitecto tiene que relacionarse con los ricos y poderosos. Nadie más tiene los recursos para construir. (…) Así, la misión del arquitecto puede verse, no como bien intencionada, sino como la de alguien dispuesto a hacer un pacto faustiano. (p. 11-13)

A partir de estas palabras en la introducción, y más que una «arquitectura del poder», el libro recorre la «arquitectura de los poderosos»: desde Hitler y sus planes para construir Germania junto a Albert Speer, a la mezquita que planeó Saddam Hussein, los bulevares de París de Haussmann y Napoleón o las construcciones faraónicas de Mitterrand en París o Blair en Londres. La arquitectura es la más perdurable y visible de las artes: a diferencia de la pintura, la danza o el cine, que requieren acudir a un lugar específico para su disfrute, la arquitectura brota en nuestra ciudad, se adueña del paisaje, se nos impone como piedra de toque que hay que recorrer sí o sí, un hito en el horizonte, una muesca inevitable en el skyline. Por ello es lógico que los dirigentes traten de dejar su huella en la ciudad para reconvertirla en el objeto de sus designios, pero también con el convencimiento de que sus intervenciones dejarán huella. En Italia sigue habiendo explanadas que se vaciaron para construir la ciudad soñada por Mussolini, en Berlín tuvieron que lidiar con las zonas demolidas por Speer para hacer realidad el sueño de Hitler de una capital alemana universal.

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La Germania de Hitler y Speer, muy discreta.

Pero el sueño urbanístico no sólo ha sido el desmán de los grandes líderes totalitarios: estos sólo lo han tenido más fácil para remodelar grandes zonas de la ciudad, debido al poder que ostentaban. No, la huella tratan de dejarla todos los dirigentes; y ahí es donde entran los arquitectos. Un edificio requiere unas inversiones brutales sólo al alcance de unos pocos; a diferencia de la pintura, que es prácticamente accesible a todos, la arquitectura, la que deja huella, implica relaciones con el poder, darse a conocer, ser controvertido. De ahí llegamos a Venturi, a Koolhas, a Gehry, a tantos otros: nombres que se acaban forjando un estilo y que copan todas las opciones en los concursos de arquitectura, y que también denuncia Sudjic.

El autor denuncia que en la actualidad existen cerca de treinta grandes nombres de arquitectos que se disputan las remodelaciones que quieren llevar a cabo las ciudades para convertirse en la próxima Barcelona, en el nuevo Bilbao. El Guggenheim es el gran revulsivo que todos buscan emular: reconvertir una zona industrial abandonada, un erial en plena ciudad, en un lugar vibrante, lleno de vida, turismo, consumo y capacidad de generar riqueza. El problema es que, para conseguir tanto impacto como en su momento lo tuvo el Museo de Bilbao, esos arquitectos cada vez recurren a mayores ordalías: «una nave voladora, dos trenes chocando, un hotel en forma de meteorito de veinte plantas» (p. 264), hasta llegar al extremo de que uno duda de si esos edificios son la cúspide de la arquitectura o una boutade enorme. ¿Quién tiene la respuesta? Los mismos treinta arquitectos que habían sido convocados al concurso.

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El Sueño, así, en mayúsculas.

La arquitectura del poder es una serie de capítulos centrados en una época concreta o en un tipo de edificio. Cada capítulo repasa las vidas de arquitectos con un estilo entre periodístico y psicológico que describe a los políticos implicados, los arquitectos que se alían con ellos y la situación que sucede. Los capítulos son amenos pero carecen de un hilo común o una tesis que se vaya demostrando a lo largo del libro, más allá de la obviedad de las relaciones entre arquitectos y poder. Se pierde, creemos, la oportunidad de reflexionar sobre la configuración de la ciudad actual a merced del poder del urbanismo, el racionalismo o el capitalismo.

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Pero en cambio esto no se analiza en el libro, y es una pena.

Comentábamos hace nada, a propósito del tercer capítulo de Sociología Urbana, de Francisco José Ullán de la Rosa, cómo a mediados del siglo XX el urbanismo entró de forma definitiva en la vida de todos los habitantes de la ciudad, decidiendo dónde y cómo iban a vivir, qué forma tendrían sus casas, si sería en suburbios a las afueras y obligados a usar el coche para todo y a relacionarse en el mall o si sería en el extrarradio de una ciudad en colmenas de pisos, por poner sólo dos ejemplos como son suburbia y los grands ensembles. Las ciudades que vivimos hoy en día son resultado del poder, económico y político: lo son sus monumentos, sus zonas gentrificadas, su genuflexión ante el capital global por convertirse en la nueva ciudad de moda y atraer hordas de turistas, cruceros o, ¡bingo!, de jóvenes creativos que atraerán inversiones de grandes empresas. Ésa, nos parece, hubiese sido una reflexión mucho más interesante sobre «la arquitectura del poder», pero parte de esa sensación de oportunidad perdida se debe sólo a la mala traducción del título: el síndrome del edificio, mucho más explícito, dejaba claro qué es lo que Sudjic quiso hacer, y sin duda consiguió.

First We Take Manhattan (II): demandas y resistencias de la gentrificación

Si en la primera entrada del libro First We Take Manhattan, de Daniel Sorando y Álvaro Ardura, analizamos las fases que sigue la destrucción y posterior recreación de un barrio gentrificado (abandono, estigma y regeneración) desde el punto de vista de las autoridades y los promotores (la producción), lo haremos ahora con la última fase, la mercantilización, pero desde el punto de vista de los consumidores: los nuevos habitantes del barrio y sus visitantes.

El cuarto capítulo, Repostería para perros: Mercantilización detalla los procesos por los cuales los nuevos consumidores llegan a identificarse con el barrio «saneado». El ejemplo es el barrio de Malasaña, más concretamente una zona específica, el triángulo formado por las calles Fuencarral, Corredera Baja de San Pablo y Gran Vía, adquirido casi en su totalidad por una única empresa inmobiliaria. De hecho, la propuesta es cambiar el nombre del barrio, o de esa zona específica, de Malasaña a TriBall (Triángulo Ballesta), completando así el círculo que ya vimos en la anterior entrada (el paso del Chino al Raval, o al SoHo, o TriBeCa: cambiar el nombre para evidenciar que el barrio también ha cambiado).

Pero ¿por qué las nuevas clases medias se sienten atraídas por los centros históricos? La respuesta a esta pregunta la ha ofrecido el principal exponente de las tesis de la demanda, el geógrafo David Ley (1996). Este autor explica que el perfil típico del pionero de la gentrificación es una persona menor de 35 años, soltera y sin hijos, residente en una vivienda pequeña de alquiler y habitualmente empleado en un sector avanzado de los servicios, con al menos una carrera universitaria, así como perteneciente al grupo étnico mayoritario. (…) No obstante, el perfil de las clases medias atraídas por los centros históricos va cambiando conforme avanza el proceso de gentrificación. En su etapa inicial, los pioneros son personas cuya formación es muy alta, pero cuyos ingresos pueden ser semejantes a los de los vecinos tradicionales de estos barrios. La razón es que los nuevos vecinos suelen estar empleados en sectores precarizados tales como la intervención social, las artes, los medios de comunicación y otros campos culturales. Además, su juventud los coloca en una posición débil dentro del nuevo marco de relaciones laborales. (…) los centros deteriorados ofrecen a estos grupos la oportunidad de aprovechar sus capacidades, muchas veces rehabilitando sus viviendas, para apropiarse del aumento del valor del uso que adquieren para otros profesionales. (p. 105)

Ya entrando en terreno sociológico, y a partir de los sesenta aproximadamente, se rompió la sociedad del hombre del traje gris, representada por un cabeza de familia trabajador en una rutina aburrida de oficina y una madre ocupada del cuidado del hogar y los hijos. A partir de los sesenta y con la progresiva aparición de nuevos modelos de hogar y diversidad cultural, la autoafirmación de la juventud, especialmente aquella formada pero que aún no ha encontrado su lugar estable en la sociedad, pasaba por una revolución contracultural contra los estándares formados, a menudo reclamando un rol creativo cuyo paradigma era el artista que necesitaba su espacio para producir. Debido tanto a su situación económica como a su necesidad de expresarse, a menudo buscaban lugares limítrofes, intersticios de bajo nivel económico que además les ofrecían la experiencia de unas relaciones sociales más fuertes como suelen ser habituales en los barrios obreros y más diversas, debido a la inmigración. Pronto les llegaron comercios de otro tipo destinados a satisfacer sus necesidades: productos reciclados, orgánicos, de segunda mano, frente al consumo estandarizado del querían huir.

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Fábrica textil reconvertida en estudio artístico reconvertida en hogar de lujo.

Finalmente, debido a que «las viejas organizaciones de masas como los sindicatos o las iglesias están en declive, el lugar de residencia adquirió un lugar destacado en la construcción de la identidad personal» (p. 108). Es lo que Savage et al (2005) han denominado elective belonging, la pertenencia electiva.

Sin embargo, estos pioneros no tienen suficiente capacidad económica para convertir el barrio en territorio burgués; sirven «como zapadores que construyen puentes para la llegada posterior de clases medias más adversas al riesgo que la mezcla social supone para sus inversiones» (p. 111) Sin embargo, tanto ellos como los comercios que se abren para satisfacerlos dotan al barrio de cierta distinción: sus demandas de seguridad e inversión pública tienen más calado que las emitidas por los vecinos anteriores, por lo que dotan a la zona de una primera pátina de civilidad. Sin embargo, pasado el tiempo y con las sucesivas oleadas de nuevos habitantes del barrio, estos pioneros deberán abandonarlo cuando la gentrificación sea completa, porque ellos mismos tampoco podrán afrontar el precio de los nuevos inmuebles y porque, además, se les habrá vuelto un barrio demasiado conservador.

El ejemplo es el SoHo de Nueva York, narrado por Sharon Zukin: a lo largo del siglo XIX se convirtió en el barrio de la industria textil de la ciudad. Sin embargo, tras la segunda guerra mundial la industria fue abandonando el centro y el barrio inició un proceso de declive urbano que lo convirtió en Hell’s Hundred Acres, los Cien Acres del Infierno. Sin embargo, en los sesenta hubo multitud de artistas que consideraron que esos espacios diáfanos eran perfectos para sus necesidades, puesto que podían combinar estudio con vivienda en lugares llenos de luz y plantas abiertas: nacieron los lofts. El barrio se convirtió en un reducto artístico que hasta cambió de nombre al de South of Houston Street: SoHo.

Tanto la estética de los lofts como la posibilidad de aprovechar el pasado industrial y urbano del barrio sirvieron para generar una zona artística, de excepción, que los medios no tardaron en retratar y que pronto se llenó de empresas inmobiliarias a la búsqueda de inversiones que rehabilitar y vender a precio de oro. Irónicamente, a medida que esta renovación inmobiliaria surgida a partir de la cultura se fue desarrollando, los artistas que inicialmente habían llegado al barrio a principios de los sesenta tuvieron que abandonarlo a principios de los ochenta. «Varias décadas más tares, en sus calles apenas se ven galerías de arte entre decenas de cafeterías, outlets y franquicias.» Irónicamente, a las fases iniciales de la gentrificación Zukin las denomina domesticación por el capuccino.

El quinto capítulo, Bansky Go Home!: Resistencias se centra precisamente en la forma que toman las luchas urbanas contra la gentrificación.

Las luchas de los desheredados solían organizarse en las fábricas, cuando estos se reunían bajo los tejados de sus naves. En cambio, en pleno siglo XIX la mayor parte de los marginados tan solo se encuentra en las calles de los barrios donde viven. En este contexto, no es de extrañar que el espacio urbano se haya convertido tanto en el lugar como en el motivo de las principales resistencias contemporáneas. (…) El motivo es que el territorio es indispensable para cualquier actividad humana y que, además, cada espacio da acceso a una configuración única de relaciones sociales que es fuente de comunidades con intereses compartidos. (p. 126)

Dichos valores son los bienes y servicios a los que el territorio da acceso, las redes informales de apoyo mutuo, la seguridad de la pertenencia a una comunidad, la identidad para sus residentes. «Y, en cada caso, la mercantilización de dicho territorio amenaza esos sentimientos al subordinar los valores de uso a los valores de cambio. Los orígenes de esta amenaza se remontan al siglo XIX, cuando el aumento de la población urbana y de sus necesidades de alojamiento permitió a la burguesía enriquecerse con las rentas que proporciona el territorio.» (p. 127)

Pero la división de las ciudades, antaño en barrios de distintos niveles, ha llegado a un punto más extremo: como los fractales a los que se refería García Vázquez en Ciudad hojaldre, cada barrio, en distinta medida y según el nivel de gentrificación en que se encuentre, presenta diversos frentes accesibles a distintos tipos de ciudadanos. «Vivimos en ciudades cada vez más divididas, fragmentadas y proclives al conflicto. La forma en que vemos el mundo y definimos nuestras posibilidades depende del lado de la barrera en que nos hallemos y del nivel de consumo al que tengamos acceso» (Harvey, Ciudades rebeldes)

Existen formas de luchar contra esta mercantilización del espacio urbano: por ejemplo, la alcaldía de París ha anunciado un listado de 257 edificios (algo más de 8 mil viviendas) sobre las que el Ayuntamiento se ha adjudicado un derecho preferente de compra. Es decir, si se ponen a la venta, primero se las tienen que ofrecer al gobierno metropolitano a un precio de mercado. Los edificios no han sido elegidos al azar, sino que forman una barrera contra la gentrificación que invade la ciudad, en calles que han empezado a llenarse de restaurantes y cafés con cada vez más jóvenes profesionales. O los mapas de la PAH, donde se observa que la mayoría de los desahucios se llevan a cabo en barrios en proceso de regeneración.

El ejemplo que más repercusión mediática tuvo fue el ataque a una tienda de cereales en el distrito de Shoreditch de Londres. Cereal Killer vendía boles de cereales a 4 euros en una zona donde muchos vecinos no llegaban a pagar el alquiler o la compra básica. El problema, claro, no es la tienda de cereales, sino lo que representa: la llegada de una nueva clase al barrio y la expulsión de sus vecinos originales, con grandes plusvalías para el capital privado por el camino. La manifestación que acabó en la tienda de cereales no tenía ese objetivo, inicialmente, sino quejarse por la gentrificación, por lo que primero atacó una inmobiliaria de una gran cadena, aunque luego identificaron en la tienda de cereales todo lo malo de la gentrificación, «ante la incredulidad de los consumidores de clase media, sin duda ofendidos ante una violencia que sí se ve«, frente a la que no es visible, como los desahucios o la imposibilidad de pagar el alquiler o llegar a fin de mes.

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En Berlín, especialmente, se identifica un nuevo problema: los nómadas digitales.

Se trata de personas que no buscan recorrer los principales atractivos turísticos de uan ciudad durante un período de tiempo breve. Por el contrario, el nuevo turista dedica largas temporadas a conocer la vida íntima de ciudades reputadas por ofrecer experiencias alternativas, lo cual compatibilizan con empleos que no requieren una localización estable, sino tan solo una conexión a internet. Dado que estos viajeros están más interesados en las cafeterías y en los parques que en los monumentos y los museos, sus pautas de comportamiento afectan a la cultura local a la que se aproximan. Entre otras consecuencias, quizá la más grave es su impacto sobre los mercados locales de la vivienda. En resumen, puesto que los turistas suelen proceder de ciudades más prósperas que la relativamente empobrecida Berlín, quienes los alojan han encontrado un nicho de mercado que explotan cada vez con más éxito. Quizás el ejemplo más elocuente lo ofrecen los usuarios de la plataforma Airbnb, los cuales obtienen rentas cada vez mayores por el alquiler de sus viviendas a estos nuevos turistas. (p. 140)

Ante estos hechos surgen resistencias, claro; pero, paradójicamente, las resistencias refuerzan el papel de experiencia que este tipo de turistas buscan, dotando al barrio de más autenticidad. Las pintadas contra la gentrificación, los graffitis, las manifestaciones, la lucha ante esta forma de ocupación se vuelve algo pintoresco que alimenta la bestia contra la que pretende luchar; las fotos de instagram del barrio «peligroso» quedan aún mejor.

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Como denuncia Harvey, al propio sistema capitalista le interesa que existan esas bolsas de rebelión, esos espacios limítrofes donde se gestan las semillas de nuevas formas de relación, vivencia, consumo. Se generan en barrios alejados de las inversiones oficiales y por lo tanto deshomogeneizados; sin embargo, están a la espera de que llegue el capital y los considere lo bastante alternativos como para generar plusvalía a partir de ellos. Sennett hablaba de un barrio de la India en Construir y habitar que se había formado de forma no oficial, de hecho era completamente ilegal, aunque las autoridades hacían la vista gorda por lo enorme que era. El autor reflexionaba sobre lo poco que tardaría alguna corporación global en encontrar el lugar y comprarlo, puesto que para un fondo de inversión la cantidad de dinero es irrisoria. No porque se trate de un lugar que vaya a ser un nuevo centro global, sino porque existe la posibilidad de que lo sea; y los fondos se pueden permitir comprar diez, doce, quince de estos lugares, puesto que, si uno sólo de ellos se convierte en foco (o son capaces de reconvertirlos en lugar atrayente), la inversión en todos ellos habrá resultado positiva.

El capítulo dedicado a las conclusiones, Then We Take Berlin, no tiene desperdicio. «La palabra gentrificación es el gran tabú de los urbanistas contemporáneos.» En cambio, los movimientos de resistencia la usan constantemente. Para los primeros pone el foco en el exclusión y el desplazamiento, cuando en realidad se trata de dinámicas inmobiliarias y capitalistas naturales: todo el mundo quiere vivir en el centro, y ese derecho hay que pagarlo. Los segundos usan precisamente el término para no pasar por alto con eufemismos una realidad social de expulsión y exclusión.

Hasta los setenta, consideran los autores, el pacto social se mantuvo más o menos estable: las clases dominantes de los medios de producción necesitaban mano de obra, la mano de obra podía vivir en las ciudades, cerca de donde era necesaria, por lo que todos deseaban que en ellas se mantuviese una cierta estabilidad y un potente estado del bienestar para que la fuerza de trabajo se reprodujese y continuar con el sistema. «La crisis económica de los setenta rompió el acuerdo: la redistribución de la riqueza dejó de ser una opción para las élites cuando sus beneficios empresariales empezaron a caer.» (p. 160) Se desmontó el pacto entre capital y trabajo, se desmontó el estado del bienestar y toda una serie de campos vedados al mercado comenzaron a ser privatizados: educación, sanidad, finalmente la vivienda, que se convirtió en un mercado ideal para las inversiones y la especulación.

Al proceso hay que sumarle la deslocalización generada por las TIC, que hizo decaer el peso obrero y sindical en las ciudades: los trabajadores debían aceptar que sus condiciones laborales fuesen devaluadas o perder el trabajo, era la amenaza del capitalismo de la época. «En suma, la clase trabajadora ha perdido sus derechos a la vez que ha perdido sus trabajos.» Algunos barrios obreros han sido readaptados para el consumo global, como hemos ido narrando en estas dos entradas; otros han sido abandonados, entregados sólo a la fase de destrucción, sin asomo, por ahora, de una posible fase de creación o regeneración.

Tal como explica Loïc Wacquant (Castigar a los pobres: el gobierno neoliberal de la inseguridad ciudadana, 2010), el neoliberalismo se caracteriza por la gestión punitiva de sus consecuencias sociales. De esta manera, la ciudad liberal del siglo XX es reemplazada por la ciudad revanchista del siglo XXI que describe Neil Smith (La nueva frontera urbana. Ciudad revanchista y gentrificación, 2012). Y, en consecuencia, allá donde la miseria dificulta la expansión de procesos de revalorización, la pobreza es redefinida como un problema individual de sujetos incompetentes que deben ser reeducados por las nuevas clases medias que habrán de salvarlas. En el proceso, las cámaras de seguridad, la presencia policial constante, el diseño restrictivo de los espacios públicos y su cesión exhaustiva a las actividades comerciales restringen cada vez más los usos de la ciudad. Al mismo tiempo, las llamadas a la tolerancia cero se han difundido a todas las ciudades del mundo desde que Rudolph Giuliani las promoviera en Nueva York. A partir de entonces, las personas sin techo, sin papeles o sin trabajo son objeto de vigilancia y represión, en lugar de protección. (p. 163)