Jodidos turistas

Jodidos turistas (Antipersona, 2017) son cuatro artículos de autores distintos que reflexionan alrededor del actual concepto de turismo y sus consecuencias.

Despreciamos a los turistas porque su visita nos convierte en indígenas. Y nosotros no queremos serlo. En lugar de aprovechar la posición de sumisión en que nos deja el turismo para atacar al sistema que las genera, preferimos convertirnos en ellos. En otros lugares del mundo no hay posibilidad de elección -los sujetos visitados nunca podrán devolver la visita-, pero en este preferimos ser turistas que acabar con la dominación que genera. (Introducción)

«Detrás de los anuncios de viajes asoma siempre la idea de que nuestro día a día es algo que bien merece una «escapada», en una muestra de que el capitalismo es capaz incluso de rentabilizar la conciencia de que el mundo que ha creado es difícilmente soportable.» Así empieza el primero de los artículos, «Turismo industrial y consumo de lugares exóticos», de el Fanzine Malpaís. Entienden por turismo industrial por «la forma que adopta el viaje cuando se realiza mediante el sistema de relaciones e infraestructuras que el Capital y los Estados han dispuesto para la explotación turística de lugares a escala mundial», y es una serie de procesos que encontraron su auge después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el capital buscaba nuevos frentes que mercantilizar y que, por ejemplo, convirtieron al Mediterráneo y el Caribe en «las primeras piscinas del turismo internacional».

A este concepto de la «escapada» se le añade posteriromente, al pasar de una economía fordista a una postfordista, el elemento exótico, la alteridad, tanto geográfica como cultural. El viaje ya no sólo nos permite «abrirnos a nuevas culturas» o descubrir nuevos entornos, sino que además nos convierte en personas distintas en función de las destinaciones que hayamos consumido. Pero eso nos convierte, también, en agentes colonizadores, puesto que se visitan lugares cuyo habitantes no podrán devolver la visita, «a no ser que lo hagan como fuerza de trabajo migrante».

Se vende la industria turística como una «no contaminante, sostenible, generadora de riqueza y empleo», pero a menudo se esconde que esta riqueza va acompañada de una imposición concreta del modo de riqueza y de desarrollo y progreso capitalista.

Está bastante extendida esa idea de viajar muy lejos para «encontrarse con uno mismo». Es curioso que, aunque uno se haya perdido en alguna megalópolis occidental, un día se pone en marcha y va a buscarse a un hostal de mochileros de un poblado nepalí. (…) ¿Qué son esas cosas perdidas? Parece razonable pensar que se trata, por ejemplo, de una nostalgia ancestral de las condiciones de existencia arrebatadas históricamente por el capitalismo, de la autonomía que alguna vez pudieron tener las comunidades para decidir cómo vivir, de la capacidad de entenderse con el entorno natural, y de una cultura propia que aún no había sido aniquilada y sustituida por la homogeneización occidental y el triunfo de la mercancía. (p. 23)

La idea, además, es que la industria turística ayuda a los lugares «menos desarrollados» donde termina. Pero esta idea no se sostiene por diversas razones:

  • En primer lugar, la identidad colectiva del lugar visitado (que a menudo ha sido extirpado de su «identidad real», si es que existía) se genera a partir de las expectativas y necesidades de los visitantes, diluyendo así su identidad; ¿qué es, por ejemplo, algo muy auténtico?, algo que se aleja de lo que entendemos por habitual en nuestras dinámicas capitalistas actuales; por ello, eso precisamente es lo que tratarán de generar esas culturas para atraer los flujos del capital.
  • Esto genera unas vivencias que están en todo momento marcadas por la simulación y por la lógica mercantilista; un indígena no dirá lo que tenga en mente, sino lo que los visitantes esperan oír. Así, no es inhabitual las quejas de un turista porque los autóctonos no han sido lo «bastante» complacientes o no se han mostrado lo suficiente agradecidos por «la propina», o incluso porque han tratado de venderles algo más caro porque «son turistas», obviando que el precio es muchísimo más reducido que en su país de origen; y ya no entramos a hablar de mercados como el turismo sexual. «Y es que los viajes exóticos son para una buena parte de los turistas una oportunidad inigualable para acariciar el tipo de consumo de las clases adineradas, permitiéndose a precios más económicos lo que en su lugar de origen son lujos» (p. 32). Es decir, parte del viaje es el lujo de sentirse ricos al lugar donde se viaja; y la forma de hacerlo no es enriqueciéndose (algo harto complicado) sino visitando lugares pobres donde nuestro nivel de vida es muy superior.
  • Finalmente, las supuestas ventajas del capital que aporta el turismo a las zonas que «canibaliza» no suelen revertir en la población, sino en unos pocos de sus miembros, cuando alguno; los flujos del turismo están especializados en descubrir (o generar) nuevos espacios «exóticos», «jibarizándolos», es decir, apropiándose sólo de algunas de sus características más exóticas, despojándolos de las que son menos atrayentes; y, por lo tanto, están en una posición de poder para establecer las estructuras que buscan los turistas. A menudo se trata de complejos sólo para turistas desgajados del país, como resorts u hoteles de lujo que privatizan una playa o recursos del país, y donde los autóctonos ocupan solamente el lugar de siervos, obligados a formar parte del sector servicios.
  • Puesto que los turistas están de vacaciones, entregados a un exotismo (y un erotismo) distintos del día a día, no tardan en surgir redes de prostitución y narcotráfico.
  • Además, los efectos sobre los mercados y espacios indígenas son terribles. «Donde antes había pequeños barcos pesqueros, ahora se pueden ver yates y embarcaciones de recreo. Los bienes de consumo básico se encarecen en los mercados locales. Sube también el precio del suelo y la especulación inmobiliaria desplaza a los pobres locales. Las arcas públicas financian las infraestructuras, los oligopolios hacen negocio.» (p. 36)

El artículo huye de dar la imagen de los autóctonos como «pobres víctimas». «Es obvio que esta situación se da en contextos de dominación, pero también de negociación, traducción, acuerdo y conflicto.» Es similar a alquilar un piso a un habitantes de la ciudad o a los turistas por Airbnb; los réditos de uno y otro son distintos, claro, pero la elección la toma cada uno.

El segundo artículo habla del «modelo Barcelona» y cómo, ya desde el siglo XIX, el objetivo de una gran parte de su burguesía ha sido atraer turismo para hacer negocio. Ya se intentó con las Exposiciones Universal e Internacional, pero el pistoletazo de salida que realmente encumbró a la Ciudad Condal al éxito fueron los Juegos Olímpicos y la especulación que trajeron / permitieron. Otros cambios en la ciudad, como la ampliación de los muelles para atraer a los megacruceros o la celebración del Mobile y otros festivales o congresos, no han hecho más que potenciar esta tendencia, además de la potente publicidad del lobby turístico, que ha dominado con su discurso de que «el turismo es beneficioso para la ciudad» y cualquier proceso, o hasta decisión política, que trate de frenarlo está tratando de quitar riqueza a la ciudad. La cantidad de viviendas de alquiler puestas en Airbnb o la llegada de «turismo basura», así como el auge de trabajos también basura del sector servicios, destinados a satisfacer los deseos de los visitantes, son otras de las consecuencias que el turismo trae a la ciudad.

El tercer artículo trata sobre las Islas Baleares, otro enorme destino turístico que está sufriendo las mismas consecuencias, en este caso, además, agraviadas por el descalabro ecológico que supone la masificación veraniega que sufren las islas.

El último artículo, «Dulzainas y kebabs. La decepción del turista rural», de Layla Martínez, además e muy divertido, da una descripción de cómo estas dinámicas de sumisión entre los turistas de los países desarrollados y los autóctonos de lugares «más exóticos» se dan también en las relaciones entre la ciudad y el campo. Martínez estaba haciendo queso en un pueblecito de los Picos de Europa cuando un turista empezó a hacerle fotos con la cámara; sin más, sin pedir permiso, convencido de que tenía derecho a inmortalizar esa «forma ancestral» de hacer queso que aún se mantenía en los pueblos.

Martínez retrata la indignación que sufren los visitantes de la ciudad cuando ven que los habitantes del medio rural usan su todoterreno para ir a ordeñar las vacas, piden en Telepizza (o desearían que les llegase hasta el pueblo) y compran tranquilamente en Amazon mediante su Iphone. «Así no hay manera de que los urbanitas llenen su vacío existencial.»

Sin embargo, este sentimiento de estafa no se dirigía contra el parque o contra la industria del turismo que les había vendido algo que no era real, sino contra los pastores, a los que culpaban de haber traicionado a sus antepasados, de haberse dejado pervertir por las tentaciones del capitalismo, de no hacer el queso como antes. (…) Comerse un kebab en la ciudad es aceptable, e incluso una muestra de tu interés multicultural, pero comerse un kebab en un pueblo es una traición a tus antepasados, una señal de decadencia de la cultura europea y una muestra de la perversión capitalista. (p. 86)

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