Smart City. Hacia la gestión inteligente, Sergio Colado et al.

Seguimos en nuestra búsqueda de un buen libro que trate sobre las smart cities, las ciudades inteligentes. Hace nada leímos Smart cities. Una visión para el ciudadano, de Marieta del Rivero, una loa desmesurada a todo concepto empresarial que defendía una implantación completa de la smart city y de toda la tecnología necesaria, respaldada, claro, por las empresas en las que la autora ha trabajado y trabaja. Como el lobo explicando a las ovejas por qué será tan buen guardián, vaya.

Hoy leemos Smart City. Hacia la gestión inteligente (Marcombo, 2014), escrito por Sergio Colado y con coautoría de Aberlardo Gutiérrez, Carlos J. Vives y Eduardo Valencia. Colado es ingeniero y fundador de empresas de tecnología; los otros tres, directivos en empresas de tecnología. Sin embargo, el libro empieza con una nota de esperanza:

Smart City no es construir una ciudad totalmente tecnificada, con sistemas informáticos y tecnológicos complejos que anulen la voluntad y la participación humana hasta el punto de transformar a la población en meros consumidores-productores sin posibilidad de autogobierno o de toma de decisión alguna. (p. 3)

La esperanza dura poco. En el segundo capítulo, al rastrear el origen de las smart cities, se cita a Leonardo da Vinci, que, al ser azotada Milán por la peste, diseñó una ciudad planificada (que nunca se llevó a cabo). Y ese parece ser el origen de las smart cities: las diversas utopías que se han llevado a cabo desde entonces. ¿Porque, se supone, una smart city es una utopía? El siguiente paso en el origen del concepto se encuentra durante los años 60, cuando empezaron las preocupaciones por la ecología y por la durabilidad del planeta, algo tan en boga en la actualidad. De nuevo: ¿porque la preocupación ecológica es precursora de la smart city? Ninguna de esas preguntas se responde; ni tampoco se sitúa el origen del concepto más allá de aunar algunos de sus supuestos temas, como la utopía, la gestión de los recursos o las ventajas ecológicas. Recordemos: Manu Fernández, en «El surgimiento de la ciudad inteligente como nueva utopía urbana«, sí que nos detallaba el origen de la smart city: en intereses empresariales que comprendieron el enorme nicho de negocio que se les abría en el campo de la ciudad.

Los siguientes capítulos ya caen en el tópico: ventajas de la smart city en tal ámbito, ventajas de la tecnología en tal otro. Si algo distingue a este libro, sin embargo, es que dedican un capítulo entero a las diversas tecnologías que se podrían implantar en la ciudad (sensores, por ejemplo) para hacerla más eficiente. Todo lo demás sigue el manual que hemos leído tantas veces y que sólo se distingue de cualquier página web que hable de smart cities por el volumen de información y la cantidad de páginas.

El capítulo final da ejemplos de algunas ciudades que han adoptado la iniciativa. Sale Barcelona; siempre, en todas las listas de ciudades inteligentes, aparece Barcelona. Y en el blog, pese a que vivimos cerca de ella, nos preguntamos el porqué. Sí que es cierto que Barcelona organiza el Congreso Mundial Smart City Expo; y dispone de todos los elementos que los índices de smart city explicitan que son necesarios; pero, más allá de eso, ¿acaso la vida de sus ciudadanos ha cambiado en algo? No. Barcelona presume de que sus autobuses son híbridos, y ello la convierte en ciudad inteligente; que los contenedores son smart, porque sorben la basura hacia el interior y eso evita olores; que se puede encontrar aparcamiento de forma smart (¿dónde, por favor?) y que dispone de muchos laboratorios fab, «talleres a pequeña escala que ofrecen fabricación digital (personal)». ¿Y eso la convierte en una ciudad smart? Para nada: simplemente, supone la lógica implementación de avances tecnológicos, adecuados a su época, como se ha hecho siempre. Como se hizo con la luz de gas, luego con la electricidad, anteriormente con el alcantarillado y con el tiempo se hará con nuevas tecnologías que no podemos ni sospechar.

El hecho de que haya que buscar una etiqueta con tanta desesperación, y que la cantidad de congresos, fondos europeos, nombres rimbombantes y empresas asociadas a la idea sea tan grande, eso es lo que debería asustarnos. No se engañen: la promoción smart city no es más que el enésimo intento empresarial por llevarse el gato al agua y justificar la implantación de sus tecnologías.

Les dejamos con la lectura de Smart Cities, de Anthony M. Townsend, donde se analizaba el concepto de ciudad abierta y las ventajas que podía acarrear para sus ciudadanos. Porque la tecnología puede llevarnos a grandes avances individuales y colectivos; y uno de sus mejores aliados, y posible campo de acción, es sin duda el entorno urbano. Pero no pasa por unas grandes empresas ávidas de instalar sus soluciones de tecnología privativa y entornos cerrados.

Smart cities. Una visión para el ciudadano, Marieta del Rivero

Llevamos desde los inicios del blog tratando de encontrar un libro que haga justicia al concepto de smart city o ciudad inteligente. Por ahora, el único que se le ha acercado, aunque era mucho más amplio que ese único apartado, era el Smart Cities. Big Data, Civic Hackers and the Quest for a New Utopia, del enorme Anthony M. Townsend, que nos dejó una frase de William Gibson que nos ha acompañado desde entonces: «The Street finds its own uses for things». Los demás suelen acabar convertidos en vulgares panfletos tecnológicos llenos de promesas y carentes por completo de profundidad.

El que nos sacó del engaño de que la smart city sería el nuevo revulsivo urbano fue Manu Fernández con «El surgimiento de la ciudad inteligente como nueva utopía urbana«, capítulo extraído de su libro Descifrando la smart city (que, por desgracia, aún no hemos podido encontrar para leer). En dicho artículo, Fernández situaba claramente el nacimiento del concepto de smart city: nada menos que en la empresa CISCO, en el año 2008, lo que evidencia que todo este tinglado se trata de un enorme montaje empresarial para obligar a las ciudades a adquirir tecnologías propietarias a las grandes empresas tecnológicas. El pastel se divide entre la implementación de toda la infraestructura necesaria para avanzar hacia la ciudad inteligente y la posterior gestión de todo ese aparato tecnológico, que tendrá que ser subcontratada… probablemente, a alguna de las grandes empresas que se hayan encargado de su fabricación o instalación.

Smart cities. Una visión para el ciudadano, de Marieta del Rivero (LID Editorial Empresarial, 2017), no esconde su propósito. El prólogo está escrito por José María Álvarez-Pallete, consejero delegado de Telefónica en dicho año. La autora es licenciada en Ciencias Económicas por la UAM y AMP por el IESE Business School, lleva 20 años trabajando para grandes tecnológicas como Amena, Nokia y Telefónica y en el momento de escribir el libro colabora con Ericsson Group o RocaSalvatella. Por supuesto: la mayoría de esas empresas aparecen en el libro como ejemplo de prácticas de smart city que siempre, siempre, van a beneficiar al ciudadano.

Mi propósito con Smart Cities. Una visión para el ciudadano es explicar a los lectores en qué consiste esta gran transformación digital de las ciudades de una forma sencilla para que pueda entenderse sin necesidad de ser un tecnólogo, abordando siempre los beneficios que se derivan del uso de esas nuevas tecnologías aplicadas a los servicios urbanos que utilizamos de forma cotidiana. (p. 18)

Como hemos dicho, al menos no mienten: sólo los beneficios. En ningún momento del libro se mencionan los posibles efectos negativos que puedan tener las smart cities o su implementación; ni el hecho de que la tecnología que controlará a los ciudadanos pueda ser de índole propietaria, es decir, que nuestros datos pertenezcan a empresas privadas (algo que, viendo el historial de Facebook, Google o Amazon, tal vez podría preocuparnos); ni una sumisión descarada a los recursos tecnológicos sin analizar si su uso es, o no, el adecuado; ni la complejidad de su implementación, dicho sea de paso.

En el anterior artículo ya comentamos que suena mejor la idea que su puesta en efecto. Es muy bonito prometer que los contenedores de basura tendrán sensores que informarán a la central de cuándo hay que vaciarlos; pero… ¿entonces, los trabajadores pasarán a tener un horario flexible? Si los contenedores no se llenan, ¿cobrarán por no trabajar, no cobrarán? Si se llenan de golpe, ¿tendrán que presentarse en el trabajo al momento? Y, sobre todo: ¿cómo, y quién, nos garantiza que esos sensores no estarán recogiendo los datos de la basura que generamos y usándolos para obtener provecho?

El despropósito de que toda tecnología es buena estalla cuando del Rivero elogia sin medida a una empresa disruptiva en el ámbito del e-turismo: Airbnb. Habla de lo inteligente de su creación, de su valor en bolsa, de cómo ha modificado el turismo e incluso aclara que ha habido ciertas reticencias a su modelo de negocio en algunas ciudades, pero en seguida añade que la empresa ha llegado a acuerdos con ciudades como Barcelona o San Francisco para enmendar esos problemillas.

Lo que del Rivero obvia es que los problemas no han sido por el cambio de modelo, sino porque Airbnb, que se las promete de economía colaborativa, está formado en su mayor parte por enormes propietarios de vivienda que han ocupado barrios enteros de las principales ciudades del mundo, aumentando el precio del alquiler, expulsando a los vecinos autóctonos, complicándoles la vida al hacerlos convivir con turistas que buscan otras experiencias; incluso homogeneizando las ciudades y forzando una estética del simulacro. Y del Rivero no puede argumentar que esos hechos eran desconocidos en el año de redacción del libro, 2017, porque sólo un año después, en 2018, Ian Brossat publicaba Airbnb. La ciudad uberizada, donde denunciaba todos estos hechos y algunos más.

Ya no es sólo que se trate de un panfleto a favor de la implementación tecnológica escrito por una ejecutiva de dichas empresas; ni siquiera es que obvie todos los posibles inconvenientes del tema que trata (con lo que deja de ser un estudio y se sitúa en la publicidad sin ambages): lo peor es el tufo neoliberal que se desprende de todas sus páginas. Los ciudadanos ya no son tal: son clientes. Que escogen sus ciudades. Y lo hacen en función de si sus ciudades son, o no, lo que ellos quieren. Y eso sólo es cierto para determinados ciudadanos. Los ejecutivos como del Rivero, por supuesto; los que están situado en la parte superior del nivel adquisitivo. Los que pueden trabajar indistintamente en Londres, París, Berlín o Bangkok.

Pero hay una gran parte de la ciudadanía que no puede escoger. Son todos aquellos que trabajan en la parte baja de la escala del sector servicios y que también forma parte de las ciudades. Son los que viven lejos del centro, los que no están preocupados por aparcar en la ciudad, porque llegan hasta ella en transporte público. Para ellos también es la ciudad. Y todas las propuesta que del Rivero defiende al final del libro (salvo su posición a favor de entornos open source, algo que se le agradece) están dirigidas a mejorar las condiciones de los ciudadanos de clase alta y de las grandes empresas tecnológicas, como todos los estudios al respecto no han hecho más que demostrar. Las colaboraciones público-privadas benefician a las empresas, no al ciudadano; sí que mejoran ciertos entornos, pero a costa de privatizar la calle y de empeorar las condiciones laborales de sus trabajadores, como nos explicó Sharon Zukin en The Cultures of Cities. Como toda ejecutiva, del Rivero da por sentado que el mundo iría mejor si funcionase bajo criterios de eficiencia empresarial y sumisión a la tecnología; lamentablemente, eso dejaría por el camino muchos otros criterios morales que, afortunadamente, aún no han quedado obsoletos.

La smart city

La smart city o ciudad inteligente es aquella en la que se alcanzan grandes cotas de eficiencia y sostenibilidad mediante el uso de las TIC. Es un concepto que lleva unos cuantos años en boga y que aún no ha acabado de encontrar una definición precisa: desde los periódicos y las adminsitraciones se llama smart city a cualquiera que lleve a cabo proyectos de gestión medioambiental o relacionados con la implementación de sensores o nuevas tecnologías.

En el blog os proponemos una definición muy sencilla de lo que es una smart city. Imaginad que os corresponde decidir a qué hora se iluminan las farolas de una ciudad, para que esté iluminada durante la noche; ¿cómo lo haríais? Hasta ahora, la única opción viable era investigar las horas en que se va haciendo de noche, que son variables durante todo el año, y establecer ese momento aproximado para encender las farolas. El problema, evidente, es que habrá días en que, por ejemplo, el cielo estará lleno de nubes y no habrá luz durante un buen rato, hasta que las farolas se encienda; o en días especialmente luminosos, se encenderán antes de tiempo, malgastando energía.

Todo eso se resuelve con la llegada de los sensores de luz. Basta con colocar unos pocos repartidos por la ciudad, determinar un nivel de claridad, ¡y voilà!, las luces se encenderán solas en cuanto su iluminación sea necesaria. Ese es el concepto de ciudad inteligente: aquella donde la tecnología ha avanzado lo bastante para tomar decisiones por sí misma.

El concepto se puede extender a innumerables campos: riego inteligente en parques y jardines, contenedores de basura que informan de cuándo están llenos, audímetros para comprobar los niveles de sonido de forma automática, cámaras repartidas por la ciudad para controlar y diagnosticar el tráfico.

El problema surge cuando estos conceptos no nacen de demandas de la ciudadanía, sino de intereses de las empresas tecnológicas por implementar sus modelos en la ciudad y llevarse una buena cantidad de dinero. Ya lo denunciamos a propósito del artículo de Manu Fernández El surgimiento de la ciudad inteligente como nueva utopía urbana: la smart city no es una necesidad de los habitantes de las ciudades sino una imposición empresarial surgida alrededor de 2008 en la empresa IBM, luego extendido a multitud de otras empresas, con la intención de definir un nuevo paradigma urbano para principios del siglo XXI y ser ellos los responsables de su implementación y gestión.

La red de sensores y tecnologías necesaria para una smart city eficiente (en el sentido en que la pretenden dichas empresas) incluye un enorme coste de gestión tecnológica, de servidores y de personal altamente preparado que sólo las grandes empresas tecnológicas pueden proveer. No negamos que algunos de los conceptos que proponen sean más eficientes que los actuales: pero el paso de los de hoy (en general, gestionados por modelos públicos o públic-privados) a los necesarios para la smart city supone el paso de su gestión pública o semipública a una gestión completamente privada.

Ese es uno de los contras en la smart city. El otro es la verdadera necesidad de tanta tecnología. Entiéndannos, no tratamos ni de poner puertas al campo ni de volvernos luditas: bienvenida sea la tecnología, la queramos o no, y ojalá sea usada para lo mejor de que es capaz; la pregunta es: ¿necesitamos, de verdad, contenedores con sensores de capacidad, como propone Narcís Vidal Tejedor en su libro La smart city? El autor propone unos contenedores que irán avisando a una central cada vez que estén llenos de forma que el camión de recogida irá modificando de forma inteligente su recorrido para ir sólo a los puntos donde sea necesario.

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Siendo realistas: se hará una inversión enorme en contenedores nuevos dotados de sensores; se hará una inversión aún mayor en una central inteligente donde recibir y gestionar los datos; se reducirá la plantilla de conductores de camiones, porque de algún lugar habrá que sacar inversión para todo lo otro, y los conductores de camión tendrán una ruta variable cada día, lo que les impedirá optimizarla y generará nuevos problemas (dónde aparcar el camión mientras maniobran, qué carreteras están cortando de forma temporal, cuánto tráfico están reteniendo, cuánto ruido están haciendo). Además, habrá días en que, por azares, la mayoría de contenedores no estén llenos, porque ha llovido mucho y hace frío y a la gente le ha dado pereza bajar, me espero y mañana bajo bolsa y media; entonces, al día siguiente, si el recorrido supone más que sus horas de trabajo, ¿el conductor tendrá que hacer un horario mayor?, ¿dejará sin recoger las que excedan de su jornada laboral?

El ejemplo puede ser un poco exagerado, estamos de acuerdo, pero presenta el problema principal de las smart citys: que no son reales. Suponen una serie de personas, en general enamoradas de una forma determinada de tecnología, que empiezan a pensar qué pueden hacer con tantos sensores sin plantearse si realmente esos usos, o incluso la necesidad de sensores, son la mejor opción de inversión para la ciudad hoy en día. Ese es el gran error de La smart city y muchos otros: no se cuestionan el concepto de smart city, lo reciben con brazos abiertos sólo porque son unos enamorados de la tecnología. Que, repetimos, no es ni buena ni mala, ni estamos en contra de ella en el blog: es necesaria para unos fines. Pues determinemos primero dichos fines.

Unoa apuntes para terminar. El concepto de smart city nos recuerda al momento en que Le Corbusier y los suyos pensaron que la mejor forma para construir las nuevas ciudades era la descrita en La carta de Atenas: edificios llenos de luz, sol, aire y vegetación, bien alejados de las zonas de trabajo, para poder ordenar las ciudades y que los niños no creciesen llenos de polución y ruido. En la práctica, esas ideas, que no suenan mal, se convirtieron en bloques de viviendas alejados del centro de la ciudad donde los obreros tenían que llevar a cabo horas y horas de trayecto para alcanzar sus zonas de trabajo y donde las familias sentían que estaban apartadas de la ciudad. Porque se encumbró una idea al Olimpo sin tener en cuanta sus repercusiones ni su ejecución en el mundo real, una vez pasase a las manos de especuladores, políticos, concelajes de urbanismo y otras mil capas de capitalismo e intereses varios.

Segundo apunte: si les interesan las smart cities y los conceptos tecnológicos asociados a ella, no dejen de leer Smart Cities: Big Data, Civic Hackers, and the Quest for a New Utopia, de Anthony Townsend, donde propone una smart city surgida de la ciudadanía, de la aplicación libre de la tecnología, y no una tecnología limitada como la que nos proponen las grandes empresas (Apple es sólo un ejemplo, pero el que más rápido nos viene a la mente). Townsend explica ejemplos donde la tecnología, de forma barata, sencilla, eficiente y colaborativa, es útil: por ejemplo, en Nueva York, donde las depuradoras vierten el agua de la ciudad, una vez depurada, al río Hudson. Cuando llueve, sin embargo, el caudal de agua es tan grande que las depuradores se ven obligadas a abrir compuertas y dejar pasar toda el agua, sin filtrar, al río. Pues se propuso la creación e instalación de un pequeño led en los lavabos de la ciudad que se pondría rojo sólo en los días de lluvia en los que se tienen que abrir las compuertas de las depuradoras, para que los neoyorquinos supiesen que, en ese momento, si tiraban de la cadena, sus residuos irían directamente al río. Dándoles, claro, la opción de esperar una horas y no contaminar. Opción que ellos tomaban libremente, además. Todo ello, basado en la gran frase de William Gibson: “The Street finds its own uses for things”.

“When you start paying attention to what people actually do with technology, you find innovation everywhere. The stuff of smart cities -networked, programmable, modular, and increasingly ubiquitous on the streets themselves- may prove the ultimate medium for Gibsonian appropiation. Companies have struggled to make a buck off smart cities so far. But seen from the street level, there are killer aps everywhere.” (Smart Cities, p. 119).

Tercer apunte: ¿han oído hablar del concepto smart airport o smart flying? No, ¿verdad?, porque no existe. Hace unos años, viajar en avión suponía ir a una agencia de viajes, imprimir el billete, gestión precisa de tiempos, reservas, llamadas, llegada con horas de antelación, facturar maletas… todo eso se ha convertido en ir al aeropuerto, pasar la pantalla del móvil por un lector y caminar hacia el avión (por un aeropuerto reconvertido en no lugar entregado al comercio y a los flujos del capital, sí, pero no nos desviemos). Sin embargo, en ningún momento se nos ha pretendido vender un concepto de «nueva forma de viajar» ni de smart flying ni nada parecido; porque no ha sido necesario, porque se ha creado una sinergia entre lo mejor para las grandes aerolíneas, los aeropuertos y los viajeros que ha supuesto una mejora en la eficiencia y la facilidad para viajar (tema de la contaminación a parte). Por ello es tan sospechoso el concepto de smart city: si tanta ventaja va a suponer, ¿por qué no se implanta ya, por qué tanta necesidad de congresos y ferias y vender humo por parte de administraciones y empresas?

Finalmente, el libro La smart ctiy, de Narcís Vidal Tejedor, que ha generado toda esta reflexión, es un pequeño manual de 2015 donde se dan algunos tips sobre el concepto de smart city y sus posibles usos tecnológicos, con especial atención a todos los aspectos tecnológicos y ninguna reflexión sobre la verdadera necesidad o idoneidad de dichos avances.

Construir y habitar (II): lo global y lo local

Como consecuencia de la globalización, la vieja manera de pensar sobre la estructura política ha quedado un poco desfasada. Se parece a las muñecas rusas, de distintos tamaños y una dentro de la otra: las comunidades encajan en las ciudades, las ciudades en las regiones, las regiones en las naciones. Las ciudades ya no «encajan» así, sino que se están desgajando de los estados nación que las contienen. Los principales socios financieros de Londres son Frankfurt y Nueva York. Las ciudades globales tampoco se han convertido en ciudades según el modelo de Weber. La ciudad global representa una red internacional de dinero y poder, difícil de tratar a nivel local. Hoy Jane Jacobs, en vez de enfrentarse a Robert Moses, una persona de carne y hueso que vivía en Nueva York, tal vez habría tenido que enviar correos electrónicos de protesta a un comité inversor de Qatar.

Así se da paso a la segunda parte del libro Construir y habitar, de Richard Sennett: con el cambio de escala. Como ya nos avisaba Raquel Rolnik con su conferencia, las ciudades han pasado a ser propiedad de grandes fondos de inversión, de un capital sin sede ni patria. Las ideas de Jane Jacobs sobre la vida local y las pequeñas inversiones y cómo éstas van a marcar el ritmo para la evolución urbana dejaron de ser válidas para Sennett en cuanto visitó las grandes ciudades de China y la India y vio la velocidad de su desarrollo y las cifras enormes de inmigrantes que debían acoger. ¿Cómo abordar entonces el aspecto urbano a esas dimensiones?

Los inversores buscan lugares donde, con poco dinero y algo de tiempo, su inversión pueda dar grandes frutos. Les da igual si tienen que comprar diez, quince, veinte espacios distintos en la misma cantidad de ciudades: en general serán sitios baratos, por lo que pueden hacer frente a la inversión. Y, con que uno de ellos de fruto, les habrá compensado económicamente. Lo que buscan es un «punto de inflexión»: en sistemas cerrados, los hechos pequeños se van acumulando pero no desencandenan cambios bruscos, sin incidencias; hasta que llega uno que cataliza todo lo anterior y revaloriza la zona por completo. El High Line de Nueva York es un buen ejemplo, pero también lo serían la Torre Agbar para el 22@ de Barcelona o el Guggenheim para Bilbao.

Así, se crean lo que Joan Clos, que fue director de UNHabitat, denominó «ciudades pulpo»: ciudades con un centro que se van extendiendo en función de los nuevos polos interesantes, conectando el aeropuerto con el centro con los diversos barrios de moda que van surgiendo y evitando los barrios bajos, las favelas, los distritos industriales. Son ciudades amorfas, creadas a pedazos, no planeadas desde el origen sino adaptadas a lo que va sucediendo; adaptadas, de hecho, a los vaivenes del capital.

Si el primer ejemplo nos lo ha dado un mercado lleno de vida en la India, el segundo nos lo da una ciudad de las afueras de Shangái. A finales del XIX, y dada la gran oleada de desposeídos tras la Rebelión Taiping que llegaron a la ciudad, se recurrió a una forma barata y tradicional de edificar: los shikumen, pequeñas casas adosadas con un patio diminuto que, puestas una junto a la otra, crean una calle limitada; juntando calle a calle, se obtiene una retícula, un barrio donde los pobres hacían vida en la calle y formaron un entramado, primero como refugiados, luego como comunistas, de vida urbana y solidaridad.

Sin embargo, cuando Shangái empezó a convertirse en un monstruo enorme que debía acoger a millones de inmigrantes, la opción escogida por las autoridades fue similar al Plan Voisin de Le Corbusier pero a una escala mucho mayor: torres y torres de edificios, separadas por un mínimo bosque, sin nada que hacer en ellas salvo dormir; que, por supuesto, destruían todo vestigio de espacio público y colectividad urbana.

Por ello, en el 2004 se planteó la idea de restaurar los shikumen, como opción viable para conseguir espacio público de calidad. Pero claro, lo que era un lugar donde vivían familias y, por su propia dinámica, hacían ciudad:

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se ha convertido en un lugar gentrificado para jóvenes profesionales de entre 20 y 30 años. Porque tienen dinero, y porque buscaban un retorno simbólico a los orígenes… pero sin querer codearse con las personas que representaban la esencia de los orígenes.

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Volvemos a las simulaciones y a las ciudades análogas de las que hablaba el maravilloso libro Variaciones sobre un parque temático, de Michael Sorkin. Y en parte plantea una de las preguntas que persiguen a Sennett en este libro: ¿cómo lidiar con el pasado, cómo relacionar el urbanismo de una ciudad actual con su propia historia?

El siguiente capítulo, «El peso de los otros», está dedicado a la forma como establecemos relaciones con el Otro, con las personas que viven en la ciudad que habitan mundos distintos al nuestro. Una forma posible de integración: la cabaña de Heidegger. El filósofo se retiró a la montaña y se construyó una cabaña; en parte para huir del mundanal ruido, sí, pero también como lugar donde sólo aceptaba a aquellas personas que encajaban dentro de su vida (por ejemplo: los no judíos). Otra posible forma de integración (o de ausencia de ella, también) es el gueto de Venecia: los judíos se encerraban en él durante la noche; como sólo estaba conectado al resto de la ciudad durante la noche, ninguno de ellos podía salir… pero tampoco los gentiles podían entrar y suponer un peligro para ellos.

Ninguna de estas dos formas es integración en su sentido óptimo; ésta la reserva Sennett para un filósofo de Heidegger, Emmanuel Lévinas. Lévinas concebía el Vecino como el Otro, alguien al que nunca comprenderemos del todo y que nunca llegará a comprendernos; sin embargo, y ahí reside la grandeza de su ética, pese a todo hay que tratarlo con respeto, con civilización. «La indiferencia hacia los desconocidos, porque son incomprensibles y estraños, degrada el carácter ético de la ciudad.» (p. 186).

Esta idea no nos es desconocida en el blog, y ya la presentamos en relación al primer libro de Sennett que leímos: El declive del hombre público. En él, también huía de la necesidad del urbanismo actual de crear «comunidades», pues acaban recurriendo, como mejor pegamento posible, a buscar enemigos en el exterior de su seno, y proponía el hecho de aceptar la diferencia y la universalidad del espacio público urbano como mejor camino y medicina.

Tocqueville denomina las relaciones entre individuos distanciados una «equality of condition». Esta expresión no significa lo que parece. […] …transmite la idea de que las personas llegarán a desear todas las mismas cosas (los mismos objetos de consumo, la misma educación, el mismo tipo de casa) a las que, sin embargo, tienen un acceso desigual. La igualdad de condición recibió una etiqueta menos bonita, «la masificación del gusto del consumidor», por parte del sociólogo Theodor W. Adorno. (p. 214)

Con esta apreciación da inicio el capítulo Tocqueville en Tecnópolis, que da un repaso a las smart cities que están poblando el mundo. El capítulo empieza con el Googleplex de Nueva York, un edificio de Google pensado para que a sus trabajadores no les falte de nada; o, en otras palabras, para que sus trabajadores no deban abandonarlo y puedan estar en su puesto de trabajo día y noche.

Los trabajadores de Google representan lo que Richard Florida denomina las «clases creativas». Intentamos seguir un curso universitario del señor Florida, como hemos hecho cursos en este blog sobre el Imperio Neoasirio o algunos sobre urbanismo e historia de las ciudades, pero nos pareció tan centrado en su propio ego y en unas pocas ideas que tuvimos que dejarlo. Parece que Sennett comparte algo de nuestro punto de vista (no seamos groseros: nosotros compartimos el suyo) respecto al tema, porque destaca que, pese a lo creativas que se supone que son estas clases, siempre buscan exactamente el mismo tipo de lugares. Son los locales que encontrarán cerca del Googleplex, claro, pero también en el Born de Barcelona o cualquier otro barrio gentrificado del mundo. Estos edificios, que no se relacionan con la ciudad, acaban operando como un pozo de gravedad que genera sus propias necesidad, a menudo alejadas de las que tiene esa zona de la ciudad. Como difícilmente pueden coexistir, porque sus niveles económicos son dispares, los de menor poder adquisitivo acaban huyendo.

La siguiente parte del capítulo resume un libro que ya leímos: Smart Cities, de Anthony Townsend. En resumen: que la ciudad inteligente puede ser abierta o cerrada, prescriptiva o colaborativa. La ciudad que prescribe es como la app de Google Maps: nos da el camino más corto, sí, pero ¿qué parte de la ciudad nos estamos dejando sin ver? Dicho de otro modo, sólo tiene en cuenta la funcionalidad, no podemos optar por «el camino con más zonas verdes» o «el camino con más fábricas abandonadas» (lo cual, queramos o no, es algo bastante lógico). La ciudad que prescribe dice al ciudadano cómo vivir; y, como está pensada desde un punto de vista central y desde la utilidad, cada cosa tiene su sentido; en cuanto la tecnología o la forma de uso cambien, la ciudad no podrá adaptarse, por lo que está condenada a no permitir el cambio o a quedar desfasada.

Las ciudades que coordinan, en cambio, tienen en cuenta cómo son las personas, y no cómo deberían ser. Y además, ayudan a desarrollar la inteligencia humana. ¿Un ejemplo? Los presupuestos participativos en Porto Alegre, en Brasil, donde los ciudadanos, reunidos en asamblea, decidían cómo invertir una cantidad del dinero destinado a sus barrios. Y ahí es donde la tecnología puede ayudar: cuando la cantidad de personas votando es demasiado alta, surgen los votos, el Big Data, lo que sea, una forma de gestionarlo en tiempo real. Ahí es donde Mumford se reencuentra con Jacobs: el primero le criticaba a la segunda que la acción local era demasiado pequeña, demasiado lenta para algunos de los temas necesarios en el urbanismo. Con la tecnología adecuada, se puede ampliar el espacio pequeño de Jacobs a la planificación de Mumford y así cerrar el círculo.

Alternativas para burlar los sistemas de reconocimiento facial

Las revoluciones de Hong Kong se están convirtiendo en un escaparate del uso de las nuevas tecnologías aplicadas bien a la revuelta social, bien al control social. Cada paso que da un bando, el otro intenta contrarrestarlo. Por parte de las autoridades ya existían el aterrador sistema del crédito social chino y el control de las comunicaciones, que los manifestantes intentaron burlar usando aplicaciones alternativas para reunirse y organizar las protestas; luego, por ejemplo, la policía ha pasado a usar mangueras con aguas teñidas de azul, para poder reconocer a los disidentes cuando ya se hayan dispersado y detenerlos.

Pero esta lucha (desigual, todo sea dicho) es sólo la punta de lanza en un Estado que, no nos engañemos, disimula poco sus métodos. Aunque nos parezca muy lejano, una lucha similar se da en nuestras calles (no en intensidad, ojo, no estoy comparando sino haciendo un símil): acérquense ustedes a una ciudad mediana y cuenten cuántos metros pueden andar sin encontrar una cámara. Les digo que en Barcelona es casi imposible, y en el centro probablemente se puedan contar con un dedo de la mano los puntos donde no estás siendo enfocado a la vez por un puñado de ellas. Los sistemas de reconocimiento facial están a la orden del día: no sólo los usaba la fenecida Picassa, por ejemplo, con aterradora eficacia (y ya hace años de aquella aplicación) sino que los siguen usando Facebook, Apple, cualquiera de las grandes: para desbloquear los aparatejos tecnológicos, sin ir más lejos, o cada vez que etiquetamos a alguien en instagram y le regalamos más información a las corporaciones.

En este blog somos malpensados. No hace falta recurrir a teorías de la conspiración para ver que, en cuanto les interese, las grandes compañías usarán todos esos datos para ganar dinero, si no lo hacen ya. Llevamos un localizador en el bolsillo, la mayoría de nosotros, que desbloqueamos una media de 150 veces al día por costumbre, sin verdadera necesidad de consultar algo. Pero, aunque no lo llevásemos, el Big Data puede saber dónde estamos en todo momento simplemente reconociendo nuestras caras. Y en este blog, donde no es que tengamos nada especial que ocultar pero tampoco nos apetece que nadie fuera de nuestro entorno tenga por qué saber dónde andamos ni para qué, nos hemos interesado por las alternativas existentes para engañar los sistemas de reconocimiento facial.

El primer problema que encontramos es que hay multitud de formas tecnológicas (¿usan la luz?, ¿infrarrojos?) y ya no digamos algoritmos diferentes para llevar a cabo lo mismo, por lo que habría que saber a qué nos enfrentamos para decidir qué alternativa usar. Las propuestas aquí (tras una búsqueda sencilla en internet, no vayamos tan lejos) suelen burlar un único sistema; ninguna de ellas es disimulada y en todo momento quedará claro lo que pretendemos, al menos al resto de la población que ande por las calles.

CV Dazzle e Hyperface

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Desarrollado por Adam Harvey, «artivista», el sistema en el que se basa es el de distorsionar los algoritmos de reconocimiento: un punto muy importante es el del puente de la nariz, donde convergen la nariz, los ojos y las cejas, por lo que el primer paso consiste en distorsionar esa zona; el segundo, un peinado asimétrico, y luego un maquillaje o sombras que oscurezcan un solo ojo.

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Otros ejemplos del CV Dazzle.

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El mismo artista desarrolló luego otro sistema, Hyperface, que consiste en llevar ropas con multitud de rostros estampados en ellas, para confundir a los sistemas: si no pueden situar el rostro, no podrán intentar el reconocimiento.

El sistema que más se está desarrollando es, por razones obvias, el uso de determinadas gafas. Las gafas son un accesorio no especialmente distorsionador del rostro, por lo que no nos serñalarán en el metro mientras las llevamos. Veamos algunas:

Gafas Privacy Visor

Creadas por el Instituto Nacional de Informática de Japón, estas gafas reflejan la luz del techo en la lente de la cámara, por lo que convierten en virtualmente invisible la zona alrededor de los ojos. Otro modelo, las Reflectacles tienen un efecto similar:

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Gafas con rostros de famosos

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Las gafas no tienen realmente rostros de famosos, pero consiguen convencer a los algoritmos de que somos otras personas mediante el uso de píxeles en la montura. Discretas tampoco son.

Incognito

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Un sistema de joyas colocadas alrededor del rostro que al reflejar la luz impide situar los principales puntos de reconocimiento.

La máscara de URME

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Algo más extremo que las anteriores, el «artivista» Leonardo Selvaggio, de Chicago, vio la oportunidad perfecta para combinar arte y negocio: como forma de luchar contra el reconocimiento facial, propone la creación de una máscara hiperrealista, fabricada mediante impresión 3D de su propio rostro, que vende al precio de unos 180 euros y que permite al que la lleva caminar de incógnito ante cualquier sistema. Esconderse a simple vista, lo llaman.

No podemos terminar esta entrada sin dar a conocer a Lilly Ryan, que se dedica a lo que ella define como «Scientific Hooliganism»; nos hemos enamorado de ella.

Fuentes: 1, 2, 3.

El atlas de las metrópolis, de Le Monde Diplomatique

El atlas de las metrópolis es una publicación de Le Monde Diplomatique del año 2014 que aborda el tema de las ciudades desde diversos puntos de vista. Entendido como una introducción a sus diversos temas, las sitúa en la historia, da un repaso a las que han sido sus principales funciones y avanza los que son los mayores retos a los que se enfrenta en la actualidad y en el futuro.

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Dividido en cinco capítulos, el primero, a modo de introducción, lo protagonizan seis personalidades (un arquitecto, Jean Nouvel, un guionista de cómics, una cocinera, un monje y un artista callejero) que dan sus diversas definiciones y puntos de vista de lo que es una ciudad. Destacamos la reflexión de la socióloga Saskia Sassen:

Las ciudades son sistemas complejos. E inconclusos. En esa inconclusión reside la posibilidad de hacer: hacer el urbanismo, hacer la política, hacer la sociedad o hacer la historia. Estos aspectos no bastan para definir lo urbano, pero son una parte esencial de su ADN. Así, muchos de nuestros terrenos densamente construidos no son de la ciudad; les falta la esencia misma de la ciudad. Calle tras calle se extienden las torres altas de viviendas, los inmuebles de oficinas o incluso las fábricas… y nada de todo eso responde a la pregunta de ¿qué es lo urbano?

Cada ciudad es diferente de las demás y lo mismo sucede con las disciplinas que las estudian. Sin embargo, todo estudio dedicada a la ciudad se confrontará siempre a la incompletitud, la complejidad y la posibilidad de hacer. (…) Las ciudades se vuelven entonces heurísticas: cuentan una historia que las supera.

(…) En realidad, es el nivel nacional el que pierde la pertinencia. Regiones específicas de un país ya tejen vínculos con regiones parecidas, igual de singulares, situadas en muchos otros países. La relación que antaño se establecía de país a país se realiza actualmente de ciudad a ciudad, de Silicon Valley a Silicon Valley, de universidad a universidad o de museo a museo.

(…) Las ciudades globales son espacios clave en la formación de estas nuevas geografías de la centralidad. Pero las ciudades son asimismo estos lugares donde estar desprovisto de poder no impide hacer la historia o la política. Un grupo de obreros en una plantación puede protestar y discutir, pero su poder no es grande. En muchos aspectos, su impotencia es elemental. Este mismo grupo, en una gran ciudad, puede protestar y tener reconocimiento, volverse visible. Continúan siendo impotentes, pero su impotencia es compleja.

Esto me ha conducido a dos nociones, fundamentales según mi manera de ver. La calle global como lugar indeterminado en el corazón de nuestros espacios urbanos, por contrastes sobredeterminados. Un lugar donde quienes carecen de poder pueden hacer política. (…) La segunda noción hace del espacio urbano un lugar dotado de palabra. Por ejemplo, un potente coche concebido para la velocidad y la distancia entra en el centro de la ciudad. Enseguida, sus prestaciones se reducen a nada. El coche aminora ante el tráfico. La ciudad ha hablado.

El segundo capítulo explica la historia de las que han sido las principales ciudades del mundo en algún momento de la antigüedad: Babilonia, Atenas, Roma, Bagdad, Constantinopla, Kioto… hasta terminar con un capítulo especial dedicado a las ciudades artificiales surgidas de la nada y generadas por un único arquitecto (Brasilia y Óscar Niemeyer, Le Corbusier y Chandigarh, la Salina Real de Arc-et-senans y Claude Nicolas Ledoux).

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El tercer capítulo, «Y el planeta devino ciudad», nos habla del proceso de globalización de las ciudades y de aquellas que se han convertido en lo que hoy denominamos «ciudad global»: París, Londres, Berlín, El Cairo, Tokio, Lagos y Johanesburgo, las megalópolis chinas y su crecimiento desmesurado. El capítulo termina con el estudio sobre algunos temas actuales de las ciudades: la suburbanización (entendida en este caso en la acepción francesa y española, es decir, las afueras de las ciudades, a menudo de nivel adquisitivo inferior, y no el suburio americano, que es una periferia uniforme de clase media); el aburguesamiento de los centros urbanos, la existencia de parques y plazas en las ciudades.

El cuarto capítulo, «El desafío de la ciudad», trata los principales temas que afectan a las ciudades francesas. Muchos de sus temas, sin embargo, son extrapolables a toda ciudad: las distancias centro-periferia (especialmente sangrantes en el caso francés con los conflictos centro-banlieu); la expansión comercial de los centros, donde cada vez es más difícil vivir (lo hablamos hace nada a propósito de la conversión en centro turístico de Ciutat Vella en Barcelona. City for sale); las distintas gestiones de ciudades que han llevado a cabo los partidos de izquierdas o de derechas (aunque concluyen en el reportaje que ambas gestiones no han sido tan distintas, a largo plazo).

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Finalmente, el quinto capítulo estudia la ciudad del futuro, retos a los que se enfrentará y posibles formas que puede adoptar: los guetos de los ricos, que cada vez copan mayor espacio en las ciudades y donde no se permite entrar a los que no dispongan de cierta renta y que, además de limitar el espacio urbano, fomentan que una clase se mezcle sólo con los que son como ellos, con lo que atenta contra el «derecho a la diversidad» (que no es un derecho, pero parece un concepto indisociable del término ciudad) ; la circulación de vehículos y cómo cada vez se está restringiendo más en el centro de las ciudades para fomentar tanto el transporte público como la circulación de viandantes (otro tema que tratamos hace nada con la posible desaparición de Madrid central); las smart cities, con las que terminaremos esta reseña; y, finalmente, este capítulo propone posibles futuros para las ciudades: desde habitar los mares con ciudades flotantes que irían a la deriva por los mares tropicales del ecuador (donde los vientos son menos peligrosos), ciudades sumergidas para generar menor huella ecológica, hasta la posibilidad de habitar el espacio.

Acabamos con unas palabras muy pertinentes de Bruno Marzloff, sociólogo y director del grupo consultor Chronos, a propósito de las smart cities y el peligro de poblar la ciudad de sensores que lo midan todo: «Cuando se concibió el Plan Voisin a principios de los años 1920 en París, Le Corbusier quiso reorganizar la ciudad para adaptarla al nuevo objeto de deseo que era el coche, ya fuera partiendo desde cero o eliminando aquello que ya existía. A pesar de todas las ventajas que ofrece el coche, pues transformó la ciudad en un lugar muy funcional, hoy somos testigos de los daños que también ha causado. Lo mismo sucederá con la ciudad digital, ya que se concebirá solamente a partir de presupuestos digitales.» Sólo dos apuntes al respecto: el crédito social chino (y II) y los intereses tras la concepción empresarial de las smart cities.

China y sus estudios sobre el crédito social

Copio de xataka esta noticia sobre el crédito social, una iniciativa que el gobierno chino está estudiando para implantar a partir de 2020. La medida busca generar, mediante big data, una especie de lista en la que colocar a cada ciudadano en función de su comportamiento. Los alphas, betas y hasta epsilon de Un mundo feliz, pero sin condicionamiento genético y sí en función de sus actos.

«Estimados pasajeros: cumplan las normas para evitar puntos negativos», así está implementando China su crédito social

"Estimados pasajeros: cumplan las normas para evitar puntos negativos", así está implementando China su crédito social

Imagina una sociedad donde todos llevamos un número flotando sobre la cabeza y dicho número decide tu suerte: si estás en un buen puesto, puedes optar a ciertos privilegios (por ejemplo, más facilidades a la hora de viajar). Sin embargo, si tu puntuación es baja serás castigado y tu mundo será mucho más restrictivo. De hecho, puede que hasta se muestre tu foto en público para exponer tu deshonra. Sería como una especie de videojuego, con la pequeña diferencia de que afectaría a toda tu vida.

Suena a una especie de distopía, ¿verdad? Por muy sorprendente que parezca, no se trata de un episodio de ‘Black Mirror‘, sino que es una imagen que se podría producir en China en un futuro no muy lejano.

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Smart Cities, de Anthony M. Townsend (II)

(sigue de la primera parte)

Capítulo 5. «There is some essential ingredient missing from artificial cities», escribió Christopher Alexander en la primavera de 1965 en la revista Architectural Forum. «To Alexander, the sprawl of postwar suburbia, with its single-use zones and cul de sacs, looked structurally like «trees». In a tree, individual pieces link together up and down in a rigid branching hierarchy, but there are no connections between branches. For Alexander, the architecture and layout of these artificial cities imposed too much top-down order, ther individual elements nestled like Russian dolls, with each subcomponent enclosed and isolated from those around it.» (p. 143). El ensayo se titulaba, precisamenet, «A City is not a Tree». Las ciudades que se desarrollan históricamente poseen un tejido denso de conexiones solapadas, lo que sirvió para que Alexander los definiese como «semiretículos» (era matemático). «Los semirretículos son el motivo por el que el alboroto implícito de Greenwich Village o Florencia parece tan rico y lleno de maravilla y los suburbios monofunción de Los Ángeles tan vacíos y banales.» (p. 143).

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Imagen aleatoria de smart city. Nótense el azul, las infografías y las muchas conexiones.

Volvemos a Jane Jacobs y sus usos diversos para las calles, pasando por las palabras de Jan Gehl sobre Brasilia y lo vacía que se veía en Urbanized, y cómo las ciudades artificiales (i.e.: diseñadas ex professo) no funcionan: porque les falta la capa de naturalidad. El verbo ser es irregular en la mayoría de idiomas, precisamente por lo corriente de su uso; y probablemente sería el primer verbo que se diseñaría como regular en un idioma inventado, precisamente por lo corriente de su uso. Sigue leyendo «Smart Cities, de Anthony M. Townsend (II)»

Smart Cities, de Anthony M. Townsend (I)

El urbanismo del próximo siglo es el último intento de la humanidad por tenerlo todo a la vez, por redoblar la apuesta de la industrialización mediante el rediseño del sistema operativo del siglo pasado para que haga frente a los desafíos del siguiente. Por eso los alcaldes del planeta se están aliando con los gigantes de la industria tecnológica. Las compañías (IBM, Cisco y Siemens, entre otras) les han tendido un buen señuelo: proponen que la misma tecnología que alimentó la  globalización de la economía a lo largo del último cuarto de siglo puede arreglar los problemas locales. Si les permitimos reprogramar las ciudades, dicen, podrán convertir el tráfico en un problema del pasado; si les dejamos rediseñar la infraestructura, tendremos el agua y la energía al alcance de las manos. El cambio climático y la escasez de materias primas no supondrán un retroceso; las ciudades inteligentes se basarán en la tecnología para hacer más con menos, y de paso poner orden al el caos creciente de las ciudades emergentes y volverlas ecológicas.

El tiempo decidirá lo acertado de esas promesas. Pero usted no tiene que limitarse a esperar la resolución. Porque ya no estamos en la revolución industrial, sino en la de la información. Usted ya no es un engranaje de una gran maquinaria. Es parte de la mente de la propia ciudad inteligente. Y eso le da poder para moldear el futuro. (p. xiii)

Anthony M. Townsend es un geek. Él mismo lo reconoce a lo largo del libro: estudió en el MIT, ha formado parte de multitud de grupos de, a falta de un nombre mejor, hackers, o activistas sociales, y le encanta la tecnología. No es de extrañar, por lo tanto, que la tesis de este libro, Smart Cities: Big Data, Civic Hackers, and the Quest for a New Utopia, sea, más o menos: sí a la smart city, pero sólo si se construye desde una base ciudadana. Townsend nos alerta del peligro de permitir que las grandes compañías tecnológicas sean las que establezcan la agenda y los temas a tratar en las ciudades actuales, y nos recuerda que todas las grandes tecnológicas están dedicando muchos recursos por conseguir el jugoso pastel de vender productos y nuevos avances a las ciudades. Las ciudades, además, se han vuelto globales, y compiten entre ellas por atraer el capital líquido que no tiene sede; en este afán de competición, es fácil que se dejen seducir por promesas de eficiencia, ecología y modernidad.

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La introducción relaciona tres hechos que sucedieron en 2008: el primero, por primera vez la población urbana del mundo era la misma que la rural, que siempre había sido superior; el segundo, el número de usuarios de internet conectado mediante redes móviles superaba al de usuarios de cable; es decir, internet se usa desde el teléfono portátil, y no desde el de sobremesa; y tercero, la internet de la gente fue substituida por la Internet of Things, un mundo donde todo está, o es susceptible de estar, conectado a internet, es decir, de tener una mente propia. Sigue leyendo «Smart Cities, de Anthony M. Townsend (I)»