Estos días se ha hecho viral un insulto usado contra el nuevo alcalde de Madrid, José Luís Martínez-Almeida. La historia del insulto (que podéis encontrar en esta noticia de La Vanguardia, por ejemplo) viene de un acto de la campaña electoral donde el actual alcalde se presentó a limpiar pintadas públicas armado de un cepilla. Lo intentó con una pintada de A.C.A.B y fracasó, por lo que su equipo político le propuso que dejase sin limpiar el siguiente insulto: «carapolla». El acto se viralizó y un cantautor madrileño usó la palabra para componer una canción: Almeida Carapolla. La historia no hubiese ido a más sin el «efecto Streisand«: un policía le puso una multa a un ciudadano que llevaba una pegatina con las palabras Almeida Carapolla y, como consecuencia, el tema se volvió viral y se convirtió en un hashtag que apuntaba a trending topic.
La historia, más allá de algo graciosa y un poco burda (tal vez sería mejor aportar argumentos en contra de alguien que insultarle de forma pueril), tiene sin embargo su qué. Se ha descartado el insulto y la movilización que ha generado como una reacción infantil surgida de la oposición de la izquierda al alcalde de la derecha. Pero, sin necesidad de escarbar mucho, es posible encontrarle otro significado.
Uno de los primeros gestos de Manuela Carmena al llegar al poder fue retirar sillas de establecimientos de restauración de algunas plazas públicas y volver a colocar mobiliario urbano. Es un gesto pequeño, casi insignificante, pero revela a las claras la concepción del espacio público del equipo de Carmena: público, es decir, accesible a todos. Una plaza llena a rebosar de terrazas, gente, jarana y diversión es, a priori, un lugar maravilloso y vibrante; pero si hay que pagar un acceso al lugar, el de la consumición, no es un espacio público, sino semiprivado: el propietario del establecimiento puede decidir si nos quiere o no ahí, y por lo tanto vetar a aquellos consumidores no deseados. Algo similar comentábamos con el libro editado por Micahel Sorkin sobre los centros comerciales: simulan el espacio público, pero no ocultan que son privados.
Otro de los grandes puntos controvertidos del equipo de Carmena ha sido la imposición de Madrid Central, una isla en el centro de Madrid en la que el tráfico de vehículos queda limitado para dar prioridad al peatón, la bicicleta, el transporte público y los coches eléctricos, en un intento por reducir la contaminación, bastante elevada en la ciudad, y por limitar la presencia de vehículos. La medida fue controvertida, pero sigue el patrón de la gran mayoría de ciudades europeas, que poco a poco van implantando este modelo en sus centros urbanos para liberarlos de la presencia de los vehículos, y además se ha mostrado efectiva en la reducción de los niveles de contaminación.
Una de las primeras decisiones de Almeida al llegar al poder ha sido cancelar la existencia de Madrid Central por el sistema de anular las multas de tráfico que se imponían a los vehículos que entraban en la isla. La medida ha sido cautelarmente anulada por un juzgado, a la espera de la resolución, por lo que sigue en activo, pero la voluntad política del nuevo consistorio queda clara.
Un análisis sencillo y hecho desde la barra del bar nos permite intentar analizar quién usa el vehículo para acceder al centro de la ciudad: se usa o bien por trabajo o bien por ocio. Los trabajadores del centro se dividen en dos grandes grupos: los de un nivel adquisitivo alto (en el centro de Madrid están algunas de las grandes sedes de bancos y empresas) así como los políticos también de alto rango; y, por el otro, los de servicios encargados de tiendas y restauración de la zona. Los primeros son, probablemente, los que más usan el vehículo privado, mientras que la mayoría de los segundos no pueden afrontar el precio del vehículo y el aparcamiento para acceder al centro. Probablemente los primeros vivan en las afueras (los barrios altos de Madrid no están cerca del centro), mientras que los segundos, si bien no vivirán muy cerca, lo harán más distribuidos o en el extrarradio.
¿A quién favorece, pues, la supresión de Madrid Central? A las rentas altas: empresarios y políticos de alto nivel que no ven mermada su capacidad de acceso al trabajo, si bien tampoco su nivel de vida a causa de la contaminación, pues no residen en las inmediaciones.
En cuanto a los que acuden al centro por ocio y de forma puntual, éstos son de todo nivel: pero probablemente las rentas adquisitivas altas se lo piensen menos al usar el coche y aparcar en el centro para realizar sus compras puntuales, mientras que las clases medias lo harán ocasionalmente (es Navidad, venga, vamos en coche) y las rentas bajas, casi nunca. Uno de los argumentos en contra de Madrid Central era que bajaría el consumo (de nuevo: medida que sólo afecta a los grandes propietarios, por mucho que amenazasen con hacerlo repercutir en sus trabajadores al tener que despedirlos). Normalmente ha sucedido al revés en todos los centros vaciados de vehículos; pero, de nuevo, la supresión de la isla sólo favorece a las clases altas.
Y ahora veamos otro de los anuncios del nuevo alcalde: la presentación de la candidatura de Madrid como sede de unos Juegos Olímpicos. En los últimos años ha ido creciendo la sensación de que los Juegos Olímpicos son poco más que una maniobra institucionalizada y no demasiado bien pertrechada para revalorizar por completo una ciudad, abocarla a un caos de obras públicas y remodelaciones y de posible gentrificación y de traspasar dinero público a manos privadas. Funcionó de manera brillante en Barcelona (hablaremos brevemente de ello a raíz del documental «City for sale»), pero el espejo se ha roto y cada vez hay más voces en contra.
Los Juegos Olímpicos no ayudarán a los ciudadanos de Madrid: les someterán la ciudad a obras faraónicas, la llenarán de polvo y ruido, subirán sus alquileres, echarán a vecinos de los barrios elegidos que estén cerca de las zonas olímpicas y las someterán a la gentrificación. Y los escogidos serán barrios de rentas medio-bajas, para que no hagan mucho ruido al tener que echarlos ni que sus quejas se oigan demasiado mientras duran las obras. El barrio de Salamanca no cambiará mucho, si me entienden. ¿Quiénes serán los favorecidos? Los propietarios de empresas de obras públicas; los que puedan comprar como locos terrenos en los barrios afectados, que verán su inversión multiplicada en breves ocho o diez años. Y ésos no son ciudadanos corrientes.
Las ciudades compiten entre ellas. Nos lo enseñó Saskia Sassen: hoy que el capital es global, las ciudades luchan por conquistarlo, por atraer inversores pero, sobre todo, por atraer a la gente que buscan los inversores: jóvenes creativos, urbanos, bien preparados, que serán tanto sus trabajadores en esa ciudad como sus consumidores. Y lo que estos jóvenes buscan en las ciudades a las que irán a vivir es calidad de vida, parques, lugares donde pasear, transportes públicos y silencio; una ciudad vibrante, también. Eso no lo consiguen ni los coches ocupando el centro ni las grandes obras faraónicas, sino los gestos pequeños, los barrios vivos; es lo que simulan los barrios gentrificados, si bien nunca acaban de emular la realidad.
Eso es algo de lo que esconde el insulto #carapolla: la concepción, clara y directa, de que Almeida no está yendo en la dirección correcta que Madrid necesita. No se trata de ser de derechas o izquierdas (que también, claro) sino de ver hacia dónde van las ciudades hoy en día. Y no es hacia grandes proyectos y paso libre a los vehículos, sino precisamente hacia pensar en pequeño, barrio a barrio, y a lidiar con el tema del coche. No sé si la ciudad convivirá con él o lo someterá: pero parece ya bastante claro que está intentando dejar de someterse a él. Así que, con todos mis respetos, y no por algo personal, sino por todo lo escrito: Almeida #carapolla.
Un comentario sobre “Madrid, el #carapolla y el modelo de ciudad deseado”