Contraseñas, Jean Baudrillard

Si hay un concepto que acompaña a Jean Baudrillard es, sin duda, el de simulacro. El simulacro no es una imitación, sino algo que se asemeja a otro algo sin llegar a serlo; pero con la pretensión de serlo. El enfermo que aparenta síntomas no es un simulacro de enfermo, sino una mentira; el que simula estar enfermo tiene algunos de los síntomas, pero no todos, porque no está enfermo. Atenta contra la realidad; genera, de hecho, una hiperrealidad donde las cosas ya no tienen sustancia ni por qué ser reales, sólo aparentarlo.

Si el concepto nos ha interesado tanto en el blog es porque una parte de la arquitectura actual, que podríamos llamar postmoderna, se basa en el simulacro. No sólo los parques temáticos, donde, por ejemplo, se simula Japón con platos de sushi y peluches kawai o se simula algún país escandinavo con fiordos, nieve y vikingos; sino porque la propia realidad se amolda a los gustos de los consumidores y desplaza su historia. Una trattoria italiana se representa, a lo largo del mundo (tal vez del mundo occidental) como un lugar con mesas de manteles a cuadros rojos y blancos, buen pan, aceite de oliva, pizza, romero y tal vez camareros que gesticulen con la mano. Los consumidores, los turistas, se acostumbran a esta representación, a esta simulación, en los parques temáticos, en los centros de las ciudades, en los frentes marítimos rousificados, en los barrios gentrificados, donde puede que se le dé una vuelta de tuerca al concepto. Y, al acudir a Italia, al visitar Roma, esperan que las trattorias sean así: por lo que a éstas, a las verdaderas trattorias italianas, no les queda más remedio que adaptarse y convertirse en algo que no eran para no defraudar a los turistas.

De este modo, el simulacro ha modificado la realidad, generando un mundo hiperreal donde el mapa precede al territorio, donde vemos antes imágenes o trayectorias en Google Maps que la realidad, y donde esperamos que ésta se acabe adaptando a lo ya visto. De ahí surgen la tiranía de la estética (que denunciaba nuestro admirado Carlos García Vázquez al hablar de la belleza del Kawloon pero de cómo esa belleza esconde las condiciones pésimas de vida de sus habitantes) y las reconstrucciones posthistóricas de los centros urbanos, que glorifican, por ejemplo, el pasado burgués pero esconden el pasado obrero (Barcelona y el modernismo, sin ir más lejos; o Times Square, que se ha construido simulando un pasado que no fue y que sólo remite a su propia mitología).

Otra ramificación de nuestra primera lectura de Cultura y simulacro de Baudrillard fue el análisis del Centro Pompidou, que también podríamos englobar dentro de la arquitectura postmoderna. El Centro Pompidou se convirtió en un lugar tan… concreto, específico, ideológico, que no tenía sentido que albergase en su interior ninguna otra colección salvo alguna locura de Philip Dick o la biblioteca de Babel de Borges. Cualquier otro intento cae en la mercantilización del arte y sitúa la cultura en los términos en que la definía Manuel Delgado: como una devoción, como el que asiste a una misa en una catedral, un lugar diáfano, lleno de luz, donde los oficiantes (sacerdotes en un caso, funcionarios, en el otro), imbuidos de la divinidad (o de la cultura) la acercan a quienes los visitan. Entramos, entonces, en esa visión de la cultura como el colofón a cualquier acto de gentrificación o como la última excusa para llevar a cabo en toda ciudad una arquitectura y un urbanismo dedicados a las clases culturales: amable, de carriles bici y heladerías artesanas, de mezcla y diversidad (pero en su punto justo), de alteridad homogeneizada.

Si recordamos todos estos conceptos es porque Contraseñas, escrito en el año 2000, casi al final de su vida, es una especie de recopilación de su obra. Dieciséis cortos capítulos en los que se tratan otros tantos temas, empezando por el objeto, donde reflexiona sobre el paso en los años sesenta «de la primacía de la producción a la del consumo» que precisamente «situó los objetos en un primer plano». Se habla de intercambio, de valor, de mercancía, pero también de final, dualidad o destino. Oímos ecos del Gilles Lipovetsky de La era del vacío en las palabras de Baudrillard sobre la seducción («el dominio simbólico de las formas», acotando el concepto más de lo habitual en su época) y del Byung-Chul Han de Psicopolítica en lo obsceno (la diferenciación entre erotismo, que oculta, y la pornografía, «ya no hay escena ni juego, la distancia de la mirada se borra»). «Pensemos en la pornografía: está claro que allí el cuerpo aparece totalmente realizado» (p. 35), algo que Han denominaba «producido», creado con una finalidad (su consumo).

Acabamos con un link a una entrevista realizada a Baudrillard a propósito de la publicación de Contraseñas.

Zerópolis, Bruce Bégout

Zerópolis, publicado en 2002 por el escritor francés Bruce Bégout y traducido al español en 2007 (Albert Galvany, Anagrama) es una reflexión sobre diversos aspectos de la ciudad de Las Vegas, especialmente en tanto que simulacro urbano.

No es la primera vez que tratamos el tema en el blog. Sin ir muy lejos, Aprendiendo de Las Vegas, publicado en 1977 por los arquitectos Venturi, Scott Brown e Izenour, estudiaba la arquitectura de la ciudad sin tener en consideración su aspecto moral. Las Vegas es una enorme calle (el Strip) pensada para ser recorrida en coche, algo que también destaca Bégout, a cuyos lados se abren casino tras casino, a cual mayor y a cual más extravagante. El símbolo de neón, decían en Aprendiendo de Las Vegas, se ha vuelto tan importante, tal vez más, que el propio edificio. «El rótulo es más importante que la arquitectura», concluían.

Otro gran nombre que resuena en la ciudad es el de Baudrillard; no podía ser de otra manera, pues cada casino es una elevación al cuarto nivel del simulacro (Cultura y simulacro), apelando a una hiperrealidad sin base sostenible. El casino The Venetian, explicaba Francesc Muñoz en Urbanalización, ya no trata de imitar la ciudad italiana, sino que remite a un ideal inexistente, destilado, mediatizado, de góndolas, canales y puentes románticos.

La sombra de Las Vegas es alargada, viene a decir Bégout: la vemos en cualquier centro comercial de nuestras ciudades en la actualidad. «Todos somos habitantes de Las Vegas», propone en la introducción, pues «la cultura consumista y lúdica que transfiguró Las Vegas hace casi treinta años gana cada día nuevo terreno en nuestra relación cotidiana con la ciudad» (p. 13).

[Las Vegas] se opone, con una alegre brutalidad, a toda la pompa cultural, social y estética que comúnmente rodea nuestros hechos y gestos. Ya sean las instituciones (matrimonio, bautismo, etc.) o las tradiciones, Las Vegas se mofa de todo. Convierte toda realidad en escarnio. (…) Al hacerlo, revela la escena primitiva de la sociedad: la imposibilidad de creer en la verdad del otro. Convierte al otro en un completo desconocido, pues todo aquello que señala su presencia, la cultura y la civilización, se ve aquí propiamente ridiculizado. (p. 15)

El mensaje de Las Vegas es, en definitiva: «Todo es una inmensa y grotesca farsa». ¿Podría considerarse la ciudad como un enorme espacio liminal, entonces, un lugar desgajado del mundo donde las normas no se aplican y todos están hermanados en una communitas a lo Turner? A ello ayudaría la «no plausabilidad geográfica» (Joan Didion) y el hecho de que se yergue en un desierto, alejada de todo, forzando a sus visitantes a, literalmente, atravesar el desierto para alcanzarla, así como el famoso dicho «lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas».

Las Vegas, por lo tanto, carece de memoria. Da igual que la ciudad ya tenga cerca de 150 años: los visitantes no acuden a descubrir su pasado, sino a los casinos, a perderse en entornos artificiales, regidos por el aire acondicionado, donde se escamotean los relojes y cualquier referencia al exterior. Precisamente de esa necesaria -y buscada- artificialidad deben brotar los simulacros arquitectónicos y escénicos que pueblan la ciudad; Bégout afirma que «la extracción de lo real constituye la condición preliminar de la introducción en el mundo de la fantasía» (p. 23).

A diferencia del resto de las ciudades del mundo, la capital del juego no puede resumirse en una o dos figuras reconocibles. Al contrario, las multiplica profusamente como si quisiera con ello trascender definitivamente toda posibilidad de asignarle cierta identidad duradera. (p. 54)

De ahí el título del libro: zerópolis, un término «etimológicamente incorrecto» que, por un lado, parodia los muchos nombres diversos que reciben en la actualidad las ciudades, como megalópolis, exópolis, postmetrópolis o metápolis; y, por el otro, se refiere al número zero, el número que no cuenta nada pero que permite a los otros tener entidad; como leímos hace nada en Ciudad de cuarzo a los intelectuales europeos refiriéndose a Los Ángeles: antípolis, la anticiudad, la ciudad que no es.

Freemont Street, la calle con techo.

Sin embargo, no podemos acabar la reseña sin comentar el tufo pedante que, en ocasiones, empaña la obra. Además de un lenguaje a veces innecesariamente enrevesado o plagado de referencias cultas que no vienen al caso, Bégout da la impresión de considerar que los visitantes de Las Vegas son pobres despojos que han ido a la ciudad a jugar, o bien huyendo de unas vidas miserables y sin esperanza, o bien atraídos por lo abrupto de las luces y el neón. Se plantea en alguna de las páginas lo miserable que debe de ser la vida de los servidores de todos aquellos turistas llegados al desierto para jugar; sin embargo, en el blog nos parece que no debe de haber mucha diferencia entre, por ejemplo, trabajar en un casino de Las Vegas o un resort de Cancún o Bali; o un chiringuito de las playas del Mediterráneo, vaya. El problema no son Las Vegas, sino los servicios y el tipo de trabajadores de baja calificación y fácilmente sustituibles que requiere.

Por otro lado, aludiendo a la cúpula de Freemont Street, Bégout destaca la aparente necesidad de la ciudad de encandilar a sus paseantes, de no permitirles un sólo momento de respiro: «es preciso ocupar las veinticuatro horas del día al cliente con atracciones visuales y sonoras, a cual más sensacional, sin dejarle tiempo para comprender lo que le está sucediendo». Las Vegas es un lugar único en el mundo donde reinan el artificio y el simulacro; nadie pretende que sea otra cosa, y a eso es a lo que van sus visitantes. Otro tema son, por ejemplo, los centros comerciales, una de las bestias negras de los estudios sobre urbanismo actuales: porque privatizan el espacio público, porque fomentan el consumismo, porque impiden el acceso, de forma física o mediante la desincentivación, de determinados colectivos, porque sirven a la economía de la acumulación y del gran capital, empeoran las condiciones laborales, arrasan con la historia de la ciudad y una larga lista de ejemplos. Denunciar el simulacro en un centro comercial es una forma de luchar por otro tipo de ciudad; denunciarlo en Las Vegas dejó de ser novedad hace 30 años.

Cultura y simulacro, Jean Baudrillard

Jean Baudrillard fue un filósofo y sociólogo francés, especialmente conocido por su concepto de hiperrealidad, que desarrolló en el ensayo de 1981 Simulacro y simulación (traducido al español como Cultura y simulacro). Hemos tratado el tema de la hiperrealidad (o de la precesión del simulacro antes que la realidad) en diversas ocasiones en el blog (por citar las más relevantes: La an-estética de la arquitectura, de Neil Leach; Urbanalización, de Francesc Muñoz, y también en Aprendiendo de Las Vegas). Como sucedía con la obra del también pensador francés Guy Debord La sociedad del espectáculo, Cultura y simulacro es difícil de resumir sin diluir sus contenidos.

«La precesión de los simulacros» empieza con una referencia al cuento de Borges de El hacedor en el que el Imperio, en su búsqueda del mapa exacto, acabó generando uno tan grande como el propio Imperio; un mapa que al final, perdido su sentido, dejaron decaer y pudrirse de modo que sus jirones cubrían los territorios del Imperio.

Hoy en día, la abstracción ya no es la del mapa, la del doble, la del espejo o la del concepto. La simulación no corresponde a un territorio, a una referencia, a una sustancia, sino que es la generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no precede al mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio —PRECESIÓN DE LOS SIMULACROS— y el que lo engendre, y si fuera preciso retomar la fábula, hoy serían los jirones del territorio los que se pudrirían lentamente sobre la superficie del mapa. Son los vestigios de lo real, no los del mapa, los que todavía subsisten esparcidos por unos desiertos que ya no son los del Imperio, sino nuestro desierto. El propio desierto de lo real. (p. 9-10).

Es un ejemplo que ya hemos puesto en otras ocasiones. Las cafeterías de los parques temáticos, por ejemplo, o de las zonas turísticas, simulan una cafetería italiana: manteles a cuadros blancos y rojos, buen pan regado con aceite de oliva, pasta, pizzas y tal vez camareros estridentes que gesticulen con la mano. Cuando los turistas, conocidas ya las «cafeterías italianas», acuden a Italia, esperan que las cafeterías allí sean como las que ya han visto; y éstas, para satisfacer su demanda y no provocar su enfado, acatan y se convierten. De modo que las cafeterías italianas, que eran las cafeterías que había en Italia, acaban simulando algo que no eran: las cafeterías italianas creadas en el resto del mundo a imitación de un ideal inexistente. Eso es la hiperrealidad.

Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Simular es fingir tener lo que no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia. Pero la cuestión es más complicada, puesto que simular no es fingir: «Aquel que finge una enfermedad puede sencillamente meterse en cama y hacer creer que está enfermo. Aquel que simula una enfermedad aparenta tener algunos síntomas de ella» (Littré). Así, pues, fingir, o disimular, dejan intacto el principio de realidad: hay una diferencia clara, sólo que enmascarada. Por su parte la simulación vuelve a cuestionar la diferencia de lo «verdadero» y de lo «falso», de lo «real» y de lo «imaginario». El que simula, ¿está o no está enfermo contando con que ostenta «verdaderos» síntomas? Objetivamente, no se le puede tratar ni como enfermo ni como no–enfermo. La psicología y la medicina se detienen ahí, frente a una verdad de la enfermedad inencontrable en lo sucesivo. (p. 12)

Ahí yace el verdadero problema de la simulación: no permite una distinción clara con la realidad; la aniquila. «Al contrario que la utopía, la simulación parte del principio de equivalencia, de la negación radical del signo como valor, parte del signo como reversión y eliminación de toda referencia.» Se forman cuatro fases sucesivas o capas de realidad:

  • la primera «es el reflejo de una realidad profunda»; es una buena apariencia que pertenece al orden del sacramento;
  • la segunda «enmascara y desnaturaliza una realidad profunda»; es una mala apariencia y es del orden de lo maléfico;
  • la tercera «enmascara la ausencia de realidad profunda»; juega a ser una apariencia y pertenece al orden del sortilegio;
  • la cuarta «no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y puro simulacro»; ya no corresponde al orden de la apariencia, sino al de la simulación.

Vienen a la mente las palabras de Amalia Signorelli que recogíamos hace nada: el objeto de la etnología del siglo XIX, el auténtico salvaje, ya no existe: era una producción, un simulacro. «Es pues de una inocencia mayúscula el ir a buscar la etnología entre los salvajes o en un Tercer Mundo cualquiera, porque la etnología está aquí, en todas partes, en las metrópolis, entre los blancos, en un mundo completamente recensado, analizado y luego resucitado artificialmente disfrazándolo de realidad«.

Baudrillard ve simulacro en las obras que son copiadas para que las visiten los turistas sin dañar al original. Él habla de las grutas de Lascaux, pero podemos citar la Dama de Elche o las cuevas rupestres de Altamira. Como la mercancía, que debe estar expuesta, también los restos del pasado deben quedar a la luz, desterrado todo secreto. «Las momias no son consumidas por los gusanos sino que perecen al trasladarlas desde el ritmo lento de lo simbólico, dueño de la podredumbre y de la muerte, al orden de la historia, la ciencia y el museo». Los intentos de devolver a los lugares originales aquellas obras artísticas que fueron saqueadas aún añaden otra capa de simulacro: léase la devolución del Museo Británico de sus obras a Egipto o Grecia; ¿qué realidad subyace bajo esa reconstrucción? «Constituye el simulacro total que recupera la «realidad» mediante una circunvolución completa» (p. 27)

Celebration, el pueblo de Disney donde puede usted vivir

«Disneylandia es un modelo perfecto de todos los órdenes de simulacros entremezclados.» En ella se reúnen la Isla del Tesoro, el Mundo Futuro, la Frontera… ya empezando por su logo: el simulacro de un castillo alemán. Disneylandia es «un microcosmos social», los valores americanos exaltados por la miniatura y el dibujo animado. «Disneylandia es presentada como imaginaria con la finalidad de hacer creer que el resto es real, mientras que cuanto la rodea, Los Ángeles, América entera, no es ya real, sino perteneciente al orden de lo hiperreal y de la simulación. No se trata de una interpretación falsa de la realidad (la ideología), sino de ocultar que la realidad ya no es la realidad y, por tanto, de salvar el principio de realidad.» No es casualidad que Los Ángeles, la ciudad del cine y el travelling, esté rodeada por estas «centrales imaginarias». Nos hablaba hace poco Félix de Azúa en La arquitectura de la no-ciudad de un parque temático situado a las afueras de Nueva York donde se reproducen todos los hitos de la ciudad americana; y es mucho más agradable visitarlos allí, encapsulados, limpios, controlados, que en la realidad, llenos de turistas y, en definitiva, de lo urbano.

La política, la sociedad misma, se hallan hundidas en el simulacro (Baudrillard cita el escándalo Watergate: al convertirlo en escándalo, en algo que debe ser denunciado y sacudir a la sociedad, se crea la ilusión de que el resto, la política, la ley, son reales). Si usted simula un robo y es descubierto, ¿cómo explicará a la seguridad que se trata de un hurto simulado? Además, ¿no existen acaso los delitos por «engañar» a la policía? «La ley es un simulacro de segundo orden mientras que la simulación pertenece al tercer orden, más allá de lo verdadero y de lo falso.»

Pues, en definitiva, el capital es quien primero se alimentó, al filo de su historia, de la desestructuración de todo referente, de todo fin humano, quien primero rompió todas las distinciones ideales entre lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, para asentar una ley radical de equivalencia y de intercambios, la ley de cobre de su poder. (p. 51-52)

El capital erradicó toda equivalencia real entre producción y riqueza; y desde entonces trata de solapar esa destrucción «secretando realidad» y multiplicando los signos. «Aquello que toda una sociedad busca al continuar produciendo, y superproduciendo, es resucitar lo real que se le escapa. Por eso, tal producción «material» se convierte hoy en hiperreal.» Podríamos pensar fácilmente en lo que vende todo paquete turístico y todo viaje al extranjero, toda estancia en un balneario o un Airbnb: experiencias. Algo único que puede usted sentir… al igual que el resto de los consumidores que paguen el precio.

Afirmarse (Baudrillard no entra en las redes sociales, claro; a saber qué diría de ellas), por ejemplo, compartiendo una imagen en negro para referir que uno está «a favor» (?) del #blacklivesmatter no deja de ser una simulación; al igual que lo es su opuesto, estar en contra, reconocerse racista. Y, de nuevo paradójicamente, aquí Baudrillard ve la llegada del socialismo: a través de la muerte de lo social. «… el poder del que hablamos, no siendo más que el objeto de una demanda social, será objeto de la ley de oferta y la demanda y no estará ya sujeto a la violencia y a la muerte». No se engañen: el trasfondo de Amazon es la violencia, con que trata a trabajadores y competidores; pero su poder es el de la demanda mundial. Análogo papel el de la política, decidida a venderse para ser consumida como un producto más, sólo que uno que se consume (¿gratuitamente?) en una votación cada cuatro años (y volvemos a la Psicopolítica de Byung-Chul Han). «La ideología no corresponde a otra cosa que a una malversación de la realidad mediante los signos, la simulación corresponde a un cortocircuito de la realidad y a su reduplicación a través de los signos.»

El ensayo acaba tratando otros temas: el de la familia Loud, que fue filmada durante 7 meses bajo la premisa de que «actuaban como si no hubiese cámaras» y que se desintegró tras el rodaje; de nuevo, nos quedamos con las ganas de conocer la opinión de Baudrillard sobre programas de telerealidad como Gran Hermano y todos los sucedáneos que se han dado; el del grupo de países con armas nucleares, donde la simple pertenencia es lo que los disuade de usarlas «(como la sindicación en el mundo obrero) borra rapidísimamente toda veleidad de intervención violenta». Recordemos que Baudrillard vaticinó, y corroboró tras lo sucedido, que «la Guera del Golfo no había sucedido«.

El Centro Pompidou

El segundo ensayo se titula «El efecto Beaubourg» y se refiere al Centro Pompidou en París, del que hemos hablado en otras ocasiones y que se hizo famoso por mostrar en la fachada las tuberías y conductos normalmente reservados al interior de los edificios. ¿Qué proclama este edificio? El reciclado, el flujo, la pura transmisión, la velocidad: es una muestra de la fluidez de nuestras relaciones sociales (Vida líquida, Modernidad líquida); «esto, Beaubourg-Museo quiere ocultarlo pero Beaubourg-armazón lo proclama». Para tan singular edificio, ¿qué habría que poner en su interior? «Nada. El vacío que habría significado la desaparición de toda cultura del sentido y del sentimiento estético. Pero esto es aún demasiado romántico y desgarrador, semejante vacío habría valido aún como obra maestra de la contracultura.»

Pero la propia pregunta ya no tiene sentido: «cualquiera de sus contenidos es un contrasentido y se ve anticipadamente negado por el contenido».

Y no obstante… si alguna cosa debería haber en Beaubourg tendría que ser una especie de laberinto, una biblioteca combinatoria infinita, una redistribución aleatoria de los destinos mediante el juego o la lotería —en suma, el universo de Borges— o quizá las Ruinas circulares: un encadenamiento de individuos soñados los unos por los otros (no una Disneylandia del sueño, un laboratorio de ficción práctica). Una experimentación de los distintos procesos de la representación: difracción, implosión, encadenamientos y desencadenamientos aleatorios —un poco como en el Exploratorium de San Francisco o en las novelas de Philip Dick— en definitiva, una cultura de simulación y de fascinación, y no la de siempre de producción y de sentido: he aquí lo que podría ser propuesto que no fuera una miserable contracultura. ¿Es ello posible? No aquí, evidentemente. Pero este tipo de cultura se está haciendo por ahí, en todas partes y en ninguna en concreto. En adelante, la única verdadera práctica cultural será la de las masas, la nuestra (se acabó la diferencia) es una práctica manipulatoria, aleatoria, de laberintos de signos, que ya no tiene sentido. (p. 89)

«Beaubourg es un monumento de disuasión cultural». Entendida la cultura como lugar (sea o no físico) de reflexión casi personal, de exposición a la dialéctica, todos estos centros y museos que surgen a día de hoy como colofón, normalmente, a una ejecución inmobiliaria (recordemos las palabras de Manuel Delgado: «la cultura», entendida como lugar donde se consume algo cultural, es siempre lo que da pátina de «legalidad» o normalidad a los barrios gentrificados). El propio éxisto del lugar lo entierra, pues son las masas, su número, su deseo y voluntad de verlo y manipularlo todo; los museos esconden un simulacro de cultura, una cultura mercantilizada. «Es preciso que la masa de consumidores sea equivalente u homóloga a la masa de los productos. La confrontación y la fusión de estas dos masas que se dan tanto en el hipermercado como en Beaubourg, hacen de éste algo muy distinto de los lugares tradicionales de la cultura. Aquí se elabora la masa crítica, más allá de la cual la mercancía deviene hipermercancía y la cultura hipercultura.»

El cuarto de los ensayos del libro, «El fin de lo social», prosigue este tema con tres posibles hipótesis:

  • 1) lo social jamás existió;
  • 2) lo social existió, existe y, de hecho, lo inviste todo. Sin embargo, lo que entendemos por social es lo anecdótico, lo anormal, «el caso»; ¿qué hay en las páginas de sociedad de los periódicos o revistas, qué hechos pueblan las redes sociales? Asesinatos, inmigrantes, delincuentes, el juego, sátrapas que venden sus miserias. «Poniendo bajo la rúbrica de «Sociedad» a las categorías residuales, lo social se designa a sí mismo como el resto
  • 3) lo social existió pero ya no existe. Convertido en nodos de realidad, los ciudadanos (conectados a una realidad alterna e hipersimulada mediante sus smartphones, habitando ciudades múltiples y devenidos más territoriantes de espacios que habitantes de ciudades); ¿siguen siendo socius, la base de lo social? «Lo hiperreal es la abolición de lo real no por destrucción violenta, sino por asunción, elevación a la potencia del modelo.»
  • 4) La implosión de lo social en las masas.

Y esta cuarta hipótesis es la que trata en el tercer ensayo, «A la sombra de las mayorías silenciosas», de la que nos quedamos con una reflexión: » El espacio político es el comienzo del mismo orden que el teatro de máquinas del Renacimiento, o del espacio persepectivo de la pintura, que se inventa en el mismo momento. La forma es la de un juego, no de un sistema de representación». En el siglo XVIII, y sobre todo tras la Revolución Francesa, lo social inviste lo político y es dominado por los mecanismos representativos, como sucede con el teatro: se convierte en un espacio representativo. «La escena política se convierte en la de la evocación de un significado fundamental: el pueblo, la voluntad del pueblo, etc.» Es decir, pasa a trabajar sobre un sentido y empieza a querer ser transparente, a moralizarse, a responder al ideal de una buena representación. Se mantuvo equilibrado durante un tiempo («corresponde a la edad dorada de los sistemas representativos burgueses») y con el pensamiento marxista «se inaugura el fin de lo político». «Lo social venció.» ¿El resultado? Las masas.

La arquitectura de la no-ciudad, Félix de Azúa

La arquitectura de la no-ciudad recoge una serie de conferencias dadas en el año 2003 por diversos ponentes alrededor de «la dificultad de imaginar, definir o pensar la no-ciudad y sus consecuencias sobre la arquitectura», organizada por la Cátedra Jorge Oteiza de la Universidad Pública de Navarra. Cada autor aborda la temática desde su punto de vista, ofreciendo un atisbo de lo que entienden por no-ciudad y las consecuencias que su desarrollo puede tener sobre la convivencia, los ciudadanos y también la arquitectura. Pese a que alguna de las intervenciones se perciba levemente desfasada (no en vano han pasado casi 20 años), todas ellas son más que interesantes.

El filósofo Félix Duque divide la no-ciudad en tres ciudades distintas en su intervención La Mépolis: Bit City, Old City, Sim City. «Las megalópolis son los nudos de la economía global, con sus funciones de dirección, de producción y de gestión planetarias: allí donde se anudan el control de los medios de comunicación, el poder fáctico -basado en los flujos bancarios- y la facultad para la invencion de mensajes, de narraciones de cohesión: los nuevos mitos de los que se nutre nuestra era.» (p. 27) Lo que caracteriza a estas megalópolis es su desconexión con la región circundante y su estrecha vinculación con otras megalópolis, mediante una red de aeropuertos, trenes de alta velocidad y conexiones que van relegando el resto del territorio a un papel secundario. A este espacio, Duque lo llama Nociudad y lo divide en tres subciudades (que coexisten, por supuesto, no como entes autónomos, pero sí que en cada una de ellas prima un concepto):

  • Bit City u Online City, que corresponde a la actividad económica y laboral;
  • Old-line City, una parodia del centro, el Downtown histórico, «una rehabilitación y reordenación del casco histórico de las ciudades con decidido desprecio hacia la historia de la ciudad»; mediante la museificación, la disneyificación, la recreación de un pasado que nunca existió, con ecos del simulacro, el hiperrealismo y Baudrillard;
  • Sim City o la Ciudad del Simulacro, antes llamada Sin City o la Ciudad del Pecado, que condensa el arquetipo de la vida social y de ocio, y cuyo paradigma es, por supuesto, Las Vegas y el Strip.

Encontramos en Duque, cuando habla de Bit City, ecos de ese momento, que se dio durante el cambio de siglo, en que se preveía que la virtualidad iba a llegar de forma mucho más drástica: en que el futuro sería virtual de una forma, si me permiten, más física de lo que es; que transitaríamos virtualmente las ciudades andando por ellas, en vez de recorrerlas mirando un teléfono y la aplicación de Google Maps. La virtualidad ha llegado, vaya si ha llegado, pero de una forma mucho más discreta, por la puerta de atrás, haciendo más difícil que nos demos cuenta de la enorme significación que está teniendo en nuestras vidas.

El escritor Eduardo Mendoza explica que se vio a sí mismo convertido en algo similar a un «cronista de Barcelona» y que su pasión por las ciudades surgió cuando descubrió que éstas se analizaban como colección de hechos, como ente donde suceden cosas, pero no como un lugar autónomo con personalidad propia. Esta concepción, de la que el propio autor es consciente de que era fruto de su época (en definitiva, de la creación del márqueting de ciudades a partir de la crisis económica de los años 70, cuando se reconvirtieron en «nodos» de atracción de poder, turismo y flujos de capital), se ejemplifica por la distancia entre los bombardeos de Londres o Dresde durante la Segunda Guerra Mundial, bombardeos a mansalva que pretendían implantar el miedo en los ciudadanos, y la destrucción de las Torres Gemelas el 2001, un golpe directo al símbolo, financiero y moral, de la ciudad de Nueva York que sus propios habitantes percibieron como tal.

El siguiente es el arquitecto Rafael Moneo, que reflexiona alrededor de seis puntos que han marcado la evolución arquitectónica de las ciudades:

  • los muros que protegían y encerraban las primeras ciudades, marcando la distinción entre el adentro y el afuera, dónde se cumple la ley y dónde no;
  • el surgimiento de la ciudad jardín como respuesta al progresivo embrutecimiento de las ciudades con la llegada de la revolución industrial, el proletariado, el hacinamiento urbano, etc.
  • Le Corbusier, generado por la misma causa, y la ciudad planificada que, voluntaria o involuntariamente, quiso acabar con la espontaneidad ciudadana;
  • la «beautiful city», un centro glorificado, una ciudad estática, inmutable y siempre bella; incapaz, por lo tanto, de adaptarse a los cambios que sucedan;
  • Rossi y el intento de la creación de una teoría de la ciudad, entender cómo se habían creado para tratar de crearlas mejor;
  • la aparición del «territorio», el hinterland de las ciudades; si me permiten (y esto sólo lo insinúa Moneo), el paso de ciudad a flujo, a nodo espacial.

El siguiente es Manuel Delgado, antropólogo urbano y viejo admirado en este blog. Sin embargo, en esta ocasión hace Delgado un símil con el que no acabamos de estar de acuerdo: equipara la no-ciudad al flujo, informe y magmático, nunca estructurado pero siempre estructurándose, de los ciudadanos, de las personas que la recorren. Siguiendo el cuento de la ciudad de Sofronia de Calvino en Las ciudades invisibles (una ciudad formada por dos mitades: el carrusel, la feria, el tiro al pato, el circo; y la otra, los museos, la bolsa, los templos, los castillos; y cada seis meses llegan los operarios y desmontan una mitad, y se la llevan; y se quedan el circo, el tiro al pato, el carrusel, la feria, esperando que vuelvan los museos, templos, la bolsa y la iglesia, para volver a estar completa), la no-ciudad es, realmente, la ciudad menos la arquitectura.

Primero asimila el concepto de no-ciudad al de suburbia, esos espacios disfuncionales (para el carácter de espacio público, se sobreentiende) donde las personas viven en extensiones larguísimas de casas similares y necesitan del vehículo privado para trasladarse a cualquier lugar, y donde la vida social se da solamente en los centros comerciales; más que no-ciudad, lo llama anticiudad o contraciudad, pseudociudad incluso: «centralización sin centralidad, renuncia a la diversificación funcional y humana, grandes procesos de especialización, producción de centros históricos de los que la historia ha sido expulsada… Todas esas dinámicas -trivialización, terciarización, tematización- desembocan en una disolución de lo urbano en una mera urbanización…» (p. 124).

De ahí al concepto de no lugar puesto de moda por Marc Augé; donde Augé veía algo «lugares monótonos y fríos a los que no les corresponde identidad ni memoria», Delgado propone la definición de Michel de Certeau: «Lo que para Augé es un paisaje, para Duvignaud y de Certeau sería más bien un pasaje. De la apoteosis del espacio sin creación y sin sociedad que sería el no-lugar augéiano, pasaríamos a la categorización del no lugar como espacio hecho de recorridos transversales en todas direcciones y de una pluralidad fértil de intersecciones, a la que llegan aquellos dos autores.» Aquí es donde inserta el cuento sobre Sofronia y recalca que los ciudadanos, los pasantes si lo desean, existen en tanto que quidam, aquella figura latina que se refiere al que pasa y que sólo existe en tanto que pasa; y llega finalmente a la creación (mítica) de Roma, cuando Rómulo traza los límites de la ciudad con un arado, dejando afuera «la inestabilidad y oscilación que se había decidido abandonar. Desde entonces, errar no en vano va a ser al mismo tiempo vagar y equivocarse. A partir de ese momento, el lenguaje nos va a obligar a que proclamemos que todo errar es un error.»

El escritor y periodista Vicente Verdú habla sobre Las Vegas. «Las Vegas no se encuentra, simbólicamente, en ningún lugar determinado. Carece del arraigo que la trabaría a un entorno marcado o de la pesantez documental, que la ataría a la historia. Nació como un artificio en el área desmarcada de un desierto y se comporta, desde entonces, con la liviandad de un espejismo.» (p. 157) En Las Vegas se mezcla todo, y cualquier ciudad desea ser allí clonada para acceder «a la categoría de lo irreal y (…) no morir nunca». La propia Las Vegas se clona en sí misma y ha generado un modo de hacer donde el resto de ciudades buscan clonarse en un simulacro más real que la realidad (la hiperrealidad): John Herde diseñó un centro comercial a las afueras de Nueva York donde reproducía escenas de la Nueva York real; que estaban a poco tiempo y se podrían visitar en realidad, pero que tienen el inconveniente de ser más sucias, demasiado reales. Por eso los cafés que simulan Roma son impolutos, no como los reales en Roma; pero los propios cafés romanos tienen que convertirse en impolutos, en simular bien su simulación, so pena de que los turistas acaben decepcionados al llegar a la ciudad eterna.

En un primer estadio, en el capitalismo de producción, la urbe hizo las veces de un campamento donde habitaba el ejército laboral de reserva. Más tarde, en el capitalismo de consumo, la ciudad fue el lugar donde brillaban los objetos de deseo. Ahora, en el capitalismo de ficción, la ciudad deja de ser contenedor para ser ella misma, en cuanto objeto fascinante y opaco, quien ingresa en el proceso de producción.

[…] Efectivamente, las ciudades históricas se emplean ya poco para residir. Son hoteles y locales de copas, restaurantes, museos, cines, calles comerciales, oficinas e iglesias antiguas, todo dentro de un pack. La ciudad ha demostrado su capacidad de fantasía interminable: lonjas convertidas en videotecas, mataderos acondicionados como teatros de ópera, cárceles y hospitales volcados en museos, palacios traducidos en paradores, catedrales iluminadas como platós. La ciudad se reconstruye como espacio teatral y se autocontempla como un tinglado donde los visitantes son actores, protagonistas de un concurso televisivo o turistas-fotógrafos que se afanan pro captar la visión de la visión, la foto que viene en la postal, el acta ilustrada de sus actos. (p. 160-61)

En este escenario, la vida que aún queda en la ciudad se convierten en «extras en la película que presenciala oleada turística», cuando no en parte del atractivo «local» que convoca a las masas de turistas (como sucedía con las resistencias antigentrificación de Kreuzberg, por ejemplo, lo vimos en First We Take Manhattan). El lugar estratégico de la primera ciudad fue la puerta, que conectava el adentro con el afuera; luego el puerto, que conectaba la ciudad con el exterior, y luego el ferrocarril, que la conectaba también con otras ciudades; ahora es el aeropuerto y las conexiones con los trenes de alta velocidad y las autopistas, nodos crecientes donde el único patrón dirigente es la especulación y el capital. Se habla de postmetrópolis (la escuela de Los Ángeles) pero también de egde cities, urban villages, middle landscape, etc, para referirse a estas extensiones amorfas, desproporcionadas.

Celebration, de Disney

¿Y los ciudadanos? Refugiándose en CID, Common-Interest Developments, también llamadas gated communities: recintos cerrados, amurallados, específicos para un tipo de población (jubilados, matrimonios, singles, cristianos, lo que pueda usted imaginar) donde la urbanización y la naturaleza siguen un determinado patrón (casas unifamiliares construidas según determinados motivos estéticos) y todo símil al espacio público es mediado, dirigido, controlado. El ejemplo sería Celebration, de Disney, pero existe una multitud creciente de ellas.

Félix de Azúa, escritor y doctor en Filosofía, es el último poniente, y también el moderador del evento. En su ponencia trata de buscar las formas en que es posible representar (o no) la no-ciudad. La primera ciudad separa el campo de lo urbano; la ciudad renacentista es glosada y retratada por la pintura, puesto que son ciudades esculpidas, similares a un objeto de culto (veremos más adelante, con La producción del espacio de Lefebvre, que son, en realidad, producidas). La literatura no se interesa por ellas hasta mediados del siglo XIX: Don Quijote ya empieza con la descripción de paisajes, algo que la novela anterior (si es que se puede hablar de novela antes del Quijote) no hacía, y Moll Flanders, por ejemplo, también viaja y permite al lector conocer las zonas que transmite; pero es con Jane Austen que la novela entra en la ciudad («la obra de Jane Austen puede leerse como el progresivo triunfo artístico de la ciudad sobre el campo y su consagración definitiva en tanto que territorio natural de la novela, aunque todavía las fuerzas del bien residan fuera de Londres»). Luego llegarán Dickens, Dostoievsky, Balzac, Galdós.

Sin embargo, la narrativa no era capaz de aprehender la ciudad: solía dividirla en dos, la del bien y la del mal. En cuanto aparecen más versiones, la literatura se revela incapaz del retrato, como descubrió Benjamin al afirmar que la nueva ciudad sólo podía ser representada mediante el cine y la fotografía, mediante el montaje: «la yuxtaposición de imágenes sin relación interna, expresaba con toda propiedad el proceso productivo, las condiciones del trabajo proletario, las relaciones sociales y la experiencia sensible del ciudadano en la gran urbe industrial.»

«La aparición de las no-ciudades, de los no-lugares, la tematización de los centros urbanos, la conversión de los depósitos de memoria (museos, monumentos, circuitos históricos) en centros comerciales, la construcción generalizada de «simulacros verdaderos», han convertido la vida urbana y la urbe en un laberinto de imágenes cada vez más similar a los cientos de canales televisivos a los que se accede con un mando a distancia.

[…] Pintura y dibujo fueron suficientes para la ciudad antigua, la palabra dio cuenta de la ciudad industrial, cine y fotografía se bastaron para el siglo XX, pero la urbe del siglo XXI escapa incluso a esos medios técnicos de representación. ¿Acaso debemos entender que la ciudad ha desaparecido como unidad conceptual?

La respuesta es que la ciudad, en su sentido clásico, ya no existe, pero en su lugar se está construyendo un simulacro de ciudad clásica muy convincente. Y este simulacro es verdadero. Tal es el origen de nuestro desconcierto. (p. 178-180)

Dos ejemplos: Matrix presenta una no-ciudad que, sin embargo, fue adaptada a la realidad en cuanto la película triunfó; en cambio, para El show de Truman, se escogió la ciudad de Seahaven («una ciudad-simulacro» del grupo Seaside). Seahaven es «real», Matrix no lo es, pero ambas son intercambiables puesto que ninguna se construye para cubrir las necesidades tradicionales; sin embargo, son reales en el sentido en que alguien los habita; por lo tanto, no existe sólo una realidad virtual, sino también una virtualidad real. «Es un sistema en el que la misma realidad (esto es, la existencia material/simbólica de la gente) es capturada por completo, sumergida de lleno en un escenario de imágenes virtuales, en el mundo del «hacer creer», en el que las apariencias no están sólo en la pantalla a través de la cual se comunica la experiencia, sino que se convierte en la experiencia.»

Por ejemplo: el castillo de Disney: es un simulacro, porque no pretende «asumir la ideología de Luis de Baviera, la monarquía absoluta y el wagnerismo»: sólo asume la imagen de la copia. Otro ejemplo: la cadena de marisquerías «John Silver», que imitan el ambiente de la película La isla del tesoro, que está basada en el libro La isla del tesoro que es en el fondo una invención de Stevenson que no existió jamás geográficamente. De modo que el cliente penetra en una especie de reverberación de la evocación de la imagen de una ficción sin original empírico.

Ponemos una foto de Times Square porque no hemos encontrado ninguna decente de las marisquerías John Silver.

O, dando un paso más, la reconstrucción de Times Square para reforzar la imagen de Nueva York simulando, de forma meticulosamente estudiada, la espontaneidad y anarquía que, se supone, tuvo en su origen la plaza; o los barrios gentrificados; o mantener, en Barcelona, las fachadas urbanas del siglo XIX pero dejando de lado las barracas, el barrio chino y las ciudades dormitorio; que también eran realidades de la época, pero se prefiere dejarlas de lado. Lo cual tiene lógica, porque es mucho más agradable pasearse por una Barcelona que evoca los paseos burgueses de una clase privilegiada «sin tener que soportar las huelgas, los atentados o el gangsterismo empresarial». O el simulacro de las fiestas populares, estrictamente controladas por la autoridad o denostadas en cuanto el control municipal se muestra insuficiente para contenerlas (caso de San Juan, constantemente demonizado por la prensa por «la suciedad que deja en las playas»).

Sí que distingue de Azúa entre distintos simulacros:

  • la reconstrucción del centro arrasado de Múnich, que se inspiró en el siglo XVIII porque todos los otros estilos viables conducían, de uno u otro modo, a evocar el nazismo; por lo que este simulacro está basado «en una decisión moral, no económica o lúdica»;
  • el barrio de Santa Cruz de Sevilla, donde se inventó una arquitectura andaluza tan específica que ha acabado siendo el estilo andaluz de las películas; no es simulacro, sino invento;
  • el Pueblo Español de Barcelona, que no es simulacro sino parque temático.

En consecuencia, la no-ciudad (…) no puede representarse porque ella misma es la mejor y más convincente representación de la sociedad que en ella habita.

[…] Del modo más paradójico, la no-ciudad que todo lo oculta es de nuevo el verdadero espejo de la sociedad y su más fiel representación, exactamente como la ciudad gótica o la neoclásica representaban a sus sociedades. (p. 194)

Acaba el libro con un debate a cuatro donde interviene también el público; no tiene desperdicio, pero nos quedamos con la última pregunta que hace un asistente a la charla: si cada autor ha dado una definición distinta, todas ellas viables pero distintas, de lo que es la no-ciudad, ¿cómo se concibe, en definitiva, la no-ciudad? A lo que cada autor responde con sus palabras:

  • Félix de Azúa la sitúa en la interacción entre dos procesos: el crecimiento urbano exagerado que hace que, por ejemplo, no se pueda distinguir Bruselas de Amberes, porque es como si fueran la misma ciudad; y, por el otro, la conversión, museificación y gentrificación mediante, de los centros históricos en espectáculos para turistas, y por ello falseados; este doble procedimiento (de explosión e implosión) está borrando los modelos de ciudad conocidos; y por ello nos ha dejado sin medidas con que representar esta nueva ciudad;
  • Rafael Moneo pone el ejemplo de Venecia, que ya no es Venecia sino un caparazón, un lugar para la mera contemplación estética, no vivido;
  • Manuel Delgado continúa en esta reflexión y dice que la no-ciudad no puede ser representada «puesto que únicamente puede ser vivida»;
  • y acaba Eduardo Mendoza explicando que el turismo es una fuente de ingresos tan grande que no hay que decepcionar al turista; por lo tanto, si uno cree que en determinado lugar le van a picar los mosquitos, «hay que comprar mosquitos para que no se vayan sin picaduras»; por lo que las ciudades se acaban convirtiendo en representaciones. Siempre lo han sido, pero devienen no-ciudades cuando son organizaciones no funcionales.

Aprendiendo de Las Vegas (1972): la postmodernidad en la arquitectura

En 1968, Robert Venturi, Denise Scott Brown y Steven Izenour, tres profesores de arquitectura de Yale, partieron hacia Las Vegas para investigar los elementos arquitectónicos que hacían de la ciudad un lugar tan especial. Cuatro años después publicaban el celebérrimo Aprendiendo de Las Vegas. El simbolismo olvidado de la forma arquitectónica, un estudio sobre la esencia del strip de la capital de Nevada que huía de toda consideración moral sobre sus edificios o la significación y los analizaba de forma puramente estética. La publicación del libro desató un tsunami en la arquitectura entre defensores y detractores; tal vez las palabras que mejor resuman lo que supuso sean de Peter Hall: significó el final de la arquitectura moderna y su paso a la postmoderna.

01

Las Vegas se analizan aquí exclusivamente como fenómeno de comunicación arquitectónica. Del mismo modo que el análisis de la estructura de una catedral gótica no tiene por qué incluir un debate sobre la ética de la religión medieval, tampoco aquí ponemos en cuestión los valores de Las Vegas. La ética de la publicidad comercial, de los intereses del juego y del instinto competitivo no nos interesa aquí, aunque creemos, desde luego, que debería formar parte de las tareas sintéticas y más amplias del arquitecto, de las cuales tal análisis no sería sino un aspecto.

En este contexto, el análisis de una iglesia drive-in equivaldría al de un restaurante drive-in, pues se trata de un estudio del método, y no del contenido (p. 23)

Con estas palabras de la introducción ya bastaría para destacar su postmodernistmo; el resto es un estudio detallado de las formas comunicativas del Strip.

En efecto, se analiza sobre todo la forma en que la arquitectura (o construcción, si lo prefieren) de la calle mayor de Las Vegas «es antiespacial; es más una arquitectura de la comunicación que una arquitectura del espacio; la comunicación domina al espacio en cuanto elemento de la arquitectura y del paisaje» (p. 29).

Los símbolos en Las Vegas se vuelven tan complejos que llegan a ser contradictorios y desorientan al conductor, que a veces debe girar a la derecha para llegar a la izquierda. La escala ha dejado de ser la del peatón y pasado a ser la del vehículo, con lo que el paseante obtiene la misma sensación que al recorrer un aeropuerto: de que ese espacio no está diseñado a su medida.

02

¿Qué se ha diseñado específicamente a medida del paseante? El interior de los casinos: un entorno hermético, estanco, a una temperatura artificialmente agradable y totalmente cerrado al exterior para que el jugador nunca sepa si es de día o de noche, si lleva dos o cinco horas jugando; para que pierda la noción del tiempo y entre en un estado de trance similar al que sucede en los centros comerciales.

El plano Nolli, que creó el famoso arquitecto de la ciudad de Roma donde señalaba las posibles transiciones entre espacio público y privado, cambia su versión y se convierte en Las Vegas en un mapa que destaca las diferencias entre espacios cerrados y aparcamientos «y se invierte la proporción macizo / vacío a causa de los espacios abiertos del desierto» (p. 41).

Pero son las señales y los anuncios de la autopista, con sus formas escultóricas o sus siluetas pictóricas, con sus posiciones específias en el espacio, sus contornos inflexionados y sus significados gráficos, los que identifican y unifican la megatextura. Establecen conexiones verbales y simbólicas a través del espacio, comunicando complejos significados mediante cientos de asociaciones en unos segundos y desde lejos. El símbolo domina el espacio. La arquitectura no basta. Y como las relaciones espaciales se establecen más con los símbolos que con las formas, la arquitectura de este paisaje se convierte en símbolo en el espacio más que en forma en el espacio. La arquitectura define muy pocas cosas: el gran anuncio y el pequeño edificio son las reglas de la carretera 66.

El rótulo es más importante que la arquitectura. Esto se refleja en el presupuesto del propietario. El rótulo, en primer plano, es un grosero alarde; el edificio, en segundo plano, una modesta necesidad. (p. 35; los destacados son nuestros).

¿Aspectos a favor de Aprendiendo de Las Vegas? Su capacidad para analizar un espacio nuevo, cada vez más presente en las ciudades, huyendo de consideraciones morales; la prefiguración de la postmodernidad. ¿Aspectos en contra? Los mismos. No se habla aún en el estudio de Venturi, Izenour y Scott Brown sobre simulacro e hiperrealidad, pero Baudrillard no tardará en hacerlo. O podríamos recordar las palabras de Francesc Muñoz sobre Urbanalización y cómo la preeminencia de la imagen eclipsa lo que se esconde tras ella; pasamos por La sociedad de la transparencia de Byung-Chul Han y terminamos en la denuncia de Carlos García Vázquez en Ciudad hojaldre sobre cómo las bellísimas imágenes del Kowloon de Hong Kong nos permiten olvidar la miseria que en el lugar se esconde.

La an-estética de la arquitectura, Neil Leach

La an-estética de la arquitectura es un texto del arquitecto y teórico británico Neil Leach publicado en 1999. El libro reflexiona sobre el papel de la arquitectura a finales de siglo pero también sobre el poder de la imagen y los efectos que la búsqueda perpetua de la estetización (no sólo en la arquitectura) están teniendo sobre la sociedad. El título es ambiguo en inglés: anaesthetics se traduce tanto por anestética como por anestesia, con lo que se juega constantemente con la polisemia del término.

001

El primer capítulo, «La saturación de la imagen», recurre frecuentemente a Baudrillard: «La información devora su propia contenido. Devora la comunicación y el intercambio social.» ¿El ejemplo citado por Baudrillard? Un informe de doce volúmenes que fue la respuesta de Exxon al gobierno de Estados Unidos. Una cantidad tan grande de información que se disuelve en sí misma sin aportar nada, al pretender aportarlo todo. De hecho, es habitual que uno busque en internet aquello que confirma lo que ya pensaba antes de entrar a buscar la información; porque los datos en bruto no aportan veracidad ni autenticidad; ésta está reservada a las experiencias que venden las multinacionales; lo que Baudrillard denomina hiperrealidad.

En la resbaladiza pendiente de la cultura de la simulación, la función de la imagen pasa de reflejar la realidad a enmascararla y pervertirla. Una vez que se ha eliminado la realidad misma, todo aquello con lo que nos quedamos es sólo un mundo de imágenes, de hiperrealidad y de simulacro puro. El desprendimiento de esas imágenes de su compleja situación cultural inicial las descontextualiza. Son fetichizadas y juzgadas a partir de su apariencia superficial a expensas de cualquier lectura más profunda. Esta cultura de la reificación objetiviza el acto completo de mirar, de tal forma que cualquier apreciación de profundidad, perspectiva o relieve es reducida, promoviendo en su lugar «una mirada que barre los objetos sin ver en ellos nada más que su objetividad» (Baudrillard). Es en el proceso de lectura de un objeto como mera imagen cuando el objeto se vacía de gran parte de su significado original.

Todo lo que existe es imagen. Todo se traslada a un terreno estético y se valora por su apariencia. El mundo se ha estetizado. Todo ha sido transformado en arte. Como el propio Baudrillard escribe: «El arte, hoy en día, ha penetrado totalmente en la realidad… La estetización del mundo es completa.» Baudrillard localiza este problema dentro de una serie de síntomas más generales: la condición transpolítica, transexual y transestética de la cultura contemporánea, esto es, la condición del exceso, donde todo pasa a ser político, sexual y estético y, consecuentemente, cualquier especificidad en estas esferas se pierde. Porque precisamente cuando todo adquiere significado político, la propia política se hace invisible, y cuando todo adquiere significación sexual el sexo mismo se hace invisible, y lo mismo ocurre cuando todo se hace estético, la noción propia de arte desaparece. Como consecuencia de todo esto, la palabra estética pierde todo su significado: «Cuando todo se hace estético ya nada es ni bello ni feo, y el arte en sí mismo desaparece.» (p. 21).

«A cualquier gama de actividades puede llamársele cultura; esta cultura es un proceso semiológico publicitario y de comunicación que lo invade todo.» Y la arquitectura no es ajena a este proceso: el mundo del arquitecto es el mundo de la imagen. Incluso la ausencia de estilo, la pretensión de hacer algo sin ornamentos, «puro», se vuelve un estilo.

El concepto que prima en la arquitectura es el estético; y la forma de trabajo, la creación de un proyecto y una maqueta que se impondrán sobre un territorio en función de esos criterios estéticos, revela, según Leach, la sospecha de que no sólo «dentro de cada dictador fascista hay un arquitecto, sino que también dentro de cada arquitecto hay un fascista en potencia». Leach llega a estas palabras tras el capítulo donde explica las relaciones entre, por ejemplo, Hitler y Ceaucescu con los arquitectos y la necesidad de fundar nuevas capitales para sus imperios. No iremos tan lejos en el blog como para secundar la sentencia; tal vez se puedan atribuir los efectos de la arquitectura como pieza desgajada de su contexto a la sociedad en que vivimos, la necesidad de las ciudades de generar marca o espacios desgajados (como acabamos de ver en Urbanalización) o, por qué no, la voluntad del arquitecto de hacerse un nombre y ganar dinero.

Simmel, en su famoso estudio Las grandes urbes y la vida del espíritu (que en breve reseñaremos) exponía que el ciudadano de las metrópolis, ante la avalancha de estímulos que recibe en su día a día, debe desarrollar una actitud blasé, a la vez «producto y defensa contra esta situación». Benjamin, en cambio, y siguiendo la inspiración de Baudelaire, lo relacionó con un estado narcótico, similar a un trance, muy parecido al generado por el uso de las drogas.

El antiguo término griego, aesthesis, hace referencia, no a teorías abstractas de la belleza, sino a percepciones sensoriales. Implica una elevación de los sentidos y las emociones y una conciencia de los sentidos, justo lo opuesto a la «anestesia». (…) El proceso de estetización eleva la consciencia hacia la estimulación sensorial, con lo que se desencadena una anestesia compensatoria como protección contra la sobre-estimulación. (…) Estetizar quiere decir, por lo tanto, hundirse dichosamente en un estupor embriagador que sirve al individuo de colchón para con el mundo exterior, como una ofuscación alcohólica.

La respuesta descrita por Simmel es, en gran parte, una respuesta involuntaria producida por las condiciones de la metrópolis moderna, porque son los impulsos fragmentarios y caleidoscópicos de la vida moderna los que generan la actividad blasé, en tanto que los nervios tienden a autodefenderse. Pero la respuesta que da Benjamin depende de una cierta receptividad a esas condiciones. Para aquellos no dispuestos hacia dicha actitud, la ciudad puede ser un lugar de aburrimiento e irritación. (…) Por tanto, la estetización depende de modo crucial del compromiso activo por parte del observador, de una elevación deliberada de la propia conciencia estética. (p. 79)

«El mundo se estetiza y se anestesia.» Ante el arrollador potencial de la imagen, la conciencia social se desvanece. El ejemplo que nos viene a la mente es el Kowloon chino, del que ya hablamos a propósito de Ciudad hojaldre (en un párrafo en el que, precisamente, Carlos García Vázquez se refería al libro de Leach): la belleza del Kowloon en múltiples fotografías nos hace olvidar que ese lugar es la residencia de gran cantidad de personas que viven en condiciones infrahumanas.

La siguiente asimilación de este proceso estético es el espectáculo de Debord: «en la sociedad del espectáctulo, la realidad está tan oculta bajo la acumulación de imágenes, de «espectáculos», que ya no es posible experimentarla directamente». Y, de la celebración del espectáculo, a la arquitectura del espectáculo: Las Vegas y Robert Venturi. Aunque los autores citen al principio de Aprendiendo de Las Vegas que huyen de toda consideración moral (aunque no lo digan con estas palabras) y pretenden sólo un análisis estético, es difícil separar ambos conceptos; e implica no tener en cuenta el poder de la estetización (de la imagen, del espectáculo) sobre la sociedad. Un análisis estético del Holocausto no puede desgajarse de sus aspectos morales.

Urbanalización (III): playas de ocio

La urbanalización (primera entrada, sobre la ciudad multiplicada y los territoriantes; segunda, sobre la propia urbanalización y los no lugares que genera) surge a partir de tres procesos, según Francesc Muñoz:

  • la especialización económica y mundial reduce la diversidad de actividades y otorga predominio a los monocultivos; sucede con los productos básicos, el café, el cacao, el aguacate; y sucede también con las ciudades o con partes de ellas;
  • la segregación morfológica del espacio urbano: los paisajes no se mezclan entre ellos, se generan «islas de funcionamiento especializado», lo que genera paisajes autistas y con poca o nula relación entre ellos;
  • la tematización del paisaje de la ciudad.

En la ciudad urbanalizada se dan cuatro requerimientos urbanos:

  • la imagen de la ciudad;
  • la necesidad de seguridad;
  • la existencia de playas de ocio en partes de la ciudad;
  • el consumo del espacio urbano a tiempo parcial.

Los analizaremos uno a uno.

El peso de la imagen. La ciudad siempre ha intentado ser bella. Podríamos citar el ejemplo de Haussmann en París o la beautiful city en Chicago. «Desde finales de 1970, sin embargo, empieza a entenderse que todo en la ciudad puede ser diseñado, incluso elementos no estrictamente urbanísticos como la misma imagen urbana o el sentimiento de pertenencia a ella por parte de los habitantes» (p. 68). El siguiente paso en la evolución de las marcas y el consumo se da cuando las propias marcas o el logo pasan a ser más importantes que el producto en sí. Hasta entonces, Adidas, Nike o Reebok eran marcas que garantizaban que sus bambas tuviesen una determinada calidad; a partir de los 80, sin embargo, lo importante pasa a ser la propia marca, no sus productos; cada zapatilla se convierte en una plataforma que da publicidad a la marca. Lo explica Naomi Klein en No logo:

Tommy HIlfiger se ocupa menos de fabricar ropa que de poner su firma. La sociedad está íntegramente dirigida por medio de acuerdos de explotación bajo licencia, y Hilfiger pasa todos sus productos a un conjunto de sociedades distintas: Jockey fabrica la ropa interior Hilfiger, Pepe Jeans London fabrica los Jeans Hilfiger, Oxford Industries fabrica las camisas Tommy, la Sride Rite Corporation fabrica su calzado. ¿Qué fabrica Tommy Hilfiger? Nada”.

Es decir: marca. Tommy Hilfiger genera productos que refuerzan su marca. Ikea, Starbucks o The Body Shop ya no publicitan sus productos, sino su propia existencia, unos valores determinados, una visión del mundo, tal vez.

001

El tercer paso se da cuando las marcas entran directamente en la ciudad y esponsorizan partes de ella, festivales, actividades, la liga de fútbol, una estación de metro. La propia ciudad se vuelve una marca: I love NY, Barelona posa’t guapa. Al mismo tiempo, las marcas se vuelven ciudad, sobre todo en Estados Unidos: Disneylandia, pero también la villa que creó, Celebration, donde todo se vende como idílico; La Roca Village, un refugio entre autopistas donde ir a comprar ropa a precios outlet de distintas marcas; o el Sony Center de la Potsdamer Platz de Berlín.

La necesidad de seguridad se refiere a un imperativo que impone el comercio: que haya regiones de la ciudad lo bastante seguras para llevarlo a cabo de forma relajada. Segura no implica que no se permitan los crímenes, sino que se regule la entrada, como a los centros comerciales: no sólo que no haya delincuentes sino nadie susceptible de generar inseguridad: vagabundos, borrachos, prostitutas, parias de cualquier tipo. De la necesidad de seguridad a la vigilancia sólo hay un paso, fácil de dar; y pronto llegamos a las gates communities, de las que hemos hablado en el blog hasta la saciedad.

Los puntos tres y cuatro se solapan. De la necesidad de hacer la compra semanal para adquirir víveres y otros productos de primera necesidad se pasó a los supermercados, luego a los hipermercados y finalmente a los centros comerciales. De ahí, y viendo que las personas cada vez pasaban más rato en él, se instalaron cines, se aclimató el espacio, llegó la música… en fin, todo lo que comentamos en el maravilloso artículo de Margaret Crawford cuando lo analizamos.

De esos lugares se ha llegado a las playas de ocio de que habla Muñoz: lugares dedicados por completo al consumo, a menudo en forma de monocultivo, pero que se presentan como lugares seguros donde poder pasar el rato de ocio. Ejemplo evidente: Ikea. Uno no va a Ikea sólo porque necesite comprar algo: va a Ikea y ya comprará algo. O no, simplemente pasa la tarde, admira los nuevos modelos y se plantea cómo redecorar la casa, una habitación, o se limita a comprar unas velas o unos jarrones. Nunca estamos satisfechos, por lo que siempre necesitamos más. Algo similar ocurre con los grandes centros del bricolaje, la jardinería… Uno no va a adquirir productos sino a pasar el tiempo. «La diferencia entre ir a comprar e ir de compras es esencial y tiene que ver con toda una serie de contenidos y atributos de esa modernidad urbana» (p. 84).

Poland Ikea's Transformation

Estos espacios de ocio son capaces de generar una gran atracción: cualquier población que cuente con un Ikea verá aumentar considerablemente su número de visitantes. Pero no nos engañemos: no es la población la que aumenta, es la zona concreta donde se instala Ikea, que recibirá gran cantidad de visitantes y probablemente verá la generación de otras tiendas de muebles, cafeterías, párquings, etcétera, a su alrededor.

Acostumbrados a estos espacios, pues, es lógico que el siguiente paso sea solicitar que el espacio público se vuelva similar al espacio de ocio donde nos movemos habitualmente. Si el territorio Ikea, Starbucks, el Akí, los centros comerciales, los hípers, son seguros, asépticos, irreales, ¿por qué la ciudad no lo es? Por ello empiezan a generarse espacios dentro de la ciudad que sí lo son: el Portal de l’Àngel o el Paseo de Grácia en Barcelona, la Gran Vía de Madrid, otras mil calles que ustedes podrían nombrar, entregadas al comercio y pobladas sólo por consumidores que las buscan en las horas en que pueden llevar a cabo ese consumo. La ciudad, poco a poco, cede su terreno a este tipo de lugares; y lo hace mediante el diseño y la colocación estratégicas de mobiliario urbano. «Filtros en tanto que reglas, convenciones y regulaciones -junto con los elementos físicos cuya función es favorecer el cumplimiento de estas regulaciones- orientadas hacia el control y la organización de un espacio de naturaleza compleja.» (p. 87)

El gran problema antropológico de estos monocultivos es la falta de mezcla y diversidad: uno sólo encuentra a sus pares. De hecho, cada monocultivo tiene sutiles diferencias que atraen a personas determinadas, como cada supermercado está orientado a un tipo de cliente levemente distinto a los demás.

Existe otro problema de fondo: la gestión de estos espacios corresponde, casi siempre, a la iniciativa privada, aunque se trate de suelo público. Y los poderes públicos deben garantizar unos derechos (no entraremos aquí en si los garantizan o no; eso nos daría para un blog político inagotable) mientras que los promotores privados se rigen por un único fin: el beneficio.

A continuación, y como muestra de toda su exposición, Muñoz retrata cuatro ciudades que representan otros tantos aspectos de la urbanalización:

  • Londres es la ciudad intercambiada: prima los requerimientos de la economía global y entrega zonas completas de su territorio a los flujos de capital;
  • Berlín es la ciudad logo, un logo creado con el que vender la ciudad en los mercados globales que acaba impostando su propio carácter a la ciudad;
  • Buenos Aires es la ciudad cuarteada;
  • y Barcelona, la ciudad marca.

Los dos últimos capítulos del libro se centran en tratar de responder a sendas preguntas. La primera: ¿existen elementos comunes en toda forma de urbanalización de la ciudad? Aquí Muñoz recurre a Baudrillard:

Jean Baudrillard propondrá en obras como Cultura y simulacro un salto cualitativo en esta argumentación cuando explique la sustitución del original por el modelo. La copia siempre se había referido a la representación del objeto original, de forma que se podía hablar con propiedad de una buena o una mala copia. En cambio, el modelo no representa sino que sustituye al objeto original para, gracias a las posibilidades técnicas de reproducción, dar lugar a un conjunto infinito de copias.

[…] Todas las copias son, así pues, homólogas, intercambiables, y es esta condición estandarizada la que hace que, como ya observara Benjamin al reflexionar sobre la placa fotográfica, no tenga sentido interrogarse por el origen de la copia, es decir, el original, ya que este no es otro que el modelo. Es decir, en la serie hecha de infinitas copias la autenticidad del objeto original desaparece.

[…] La principal consecuencia de todo ello es que el modelo deviene así la única verosimilitud, lo cual significa, en último extremo, la negación de la capacidad de representación de la realidad. La simulación niega la propia realidad o, más bien, la supera.

El resultado final no es otro que la superación de los límites de la simple imitación o la repetición para llegar a la sustitución de lo real -lo original, lo auténtico- por lo «hiperreal», algo paradójicamente real pero sin origen ni realidad. (p. 187)

Un ejemplo urbano de ello: Venice, el barrio de Los Ángeles que imita los puentes y canales de Venecia. En este caso existen copia y original. El siguiente paso: The Venetian, un casino en Las Vegas que reproduce los principales elementos de la ciudad pero situados de tal manera que ya no tratan la Venecia original como objeto auténtico sino como modelo. Todas las Venecias simuladas «no serían, por tanto, copias del original sino simulaciones equivalentes entre sí».

004

Parafaseando las palabras de Guy Debord sobre el espectáculo, Muñoz concluye:

La urbanalización es el lugar en el cual la imagen ha conseguido la ocupación total de la vida social. La relación con la imagen no sólo es visible sino que es lo únicdo visible.

Muñoz habla de banalscapes, «morfologías urbanas relativamente autistas en relación con el territorio, reproducibles independientemente del lugar y sus características» y dan lugar a un género de paisajes «que, en realidad, no pertenecen a ningún territorio». Se trata de escenas urbanas donde se usa el pasado no como modelo, sino como simulación: pequeños detalles que evocan un pasado industrial en las ciudades pero, por ejemplo, sin traer a colación las luchas obreras, formando un pasado idealizado.

El último capítulo plantea formas de luchas contra la urbanalización. Lo hace desde la reflexión de que existen pequeñas diferencias en todas las ciudades banalizadas en cuanto a la gestión de su propia urbanalización. Sin embargo,ya mentamos a propósito de las revueltas de Kreuzberg contra la gentrificación cómo esas pequeñas diferencias son, en realidad, semillas que el tardocapitalismo aprovecha para vender como auténticas o diversas las experiencias que se pueden vivir por separado en cada ciudad. Si realmente todos los espacios fuesen igualmente banales no existiría la necesidad de moverse ni del turismo; algo que la sociedad requiere, y por ello también no sólo permite sino que impulsa esas pequeñas diferencias.

Lo cual no quita valor a la reflexión de Muñoz que lo hace llegar a un símil muy válido: la relación existente entre la imagen del puerto y la de la ciudad. Durante el siglo XIX y principios del XX, el puerto representaba la ciudad, tanto en el cine como en la iconografía general: el puerto era el lugar en el que la ciudad se relacionaba con el mundo exterior, lugar exótico, abierto, oscuro, sí, también zona de intercambio y de promesa. A partir de la mitad del siglo XX, sin embargo, las zonas portuarias, cada vez más abandonadas por el cambio en las formas de industrialización y relegadas a zonas alejadas de la ciudad donde poder absorber bien el enorme crecimiento del movimiento de mercancías, estas zonas, decíamos, se convirtieron en frentes marítimos vendidos al capital y al espacio de los flujos, lugares de ocio y altas finanzas, similares unos a los otros. «La promoción de la imagen de la ciudad ha encontrado en las operaciones de transformación portuario un referente que, en no pocos casos, ha inspirado incluso el modelo de cambio de imagen urbana que se proponía para toda la ciudad.» (p. 206)

Ya para concluir, Muñoz propone dos objetivos para luchar contra la urbanalización:

  • primero, favorecer los usos públicos del tiempo en detrimento de los privados; modificando el axioma del derecho a la ciudad como «el derecho al tiempo de la ciudad»;
  • segundo, reivindicar una geografía de los tiempos muertos. El nombre nace d ela paradoja que, mientras más avanza la tecnología y nos permite reducir los tiempos en el ejercicio de nuestras actividades cotidianas, los tiempos libres que resultan de esa mayor productividad del tiempo no restan como espacios vacíos o intervalos sino que son el nicho de nuevas actividades que estandarizan de forma acelerada el tiempo. «Hacer visible esta cartografía de los tiempos muertos es, sin embargo, necesario y reivindicable en aras de una mayor diversidad urbana, humana y social.» (p. 214)

Ciudad hojaldre (II): la visión sociológica

Vamos con el segundo capítulo de Ciudad hojaldre. Visiones urbanas del siglo XXI, de Carlos García Vázquez. La primera parte trataba la visión culturalista de la ciudad y se dividía en tres capas (la ciudad de la disciplina, la ciudad planificada y la ciudad posthistórica). Ahora nos enfrentamos a la visión sociológica con sus cuatro capas:

  • la ciudad global (Saskia Sassen y la ciudad de los flujos);
  • la ciudad dual (desterritorialización y reterritorialización en el espacio público);
  • la ciudad del espectáculo (consumo, ocio y cultura);
  • la ciudad sostenible (la entrada de la ecología en la ecuación);

Empezamos con el origen de la ciudad global. Hay dos características esenciales que Manuel Castells, el gran sociólogo urbano de finales del siglo XX, destaca de la época: «la retirada del Estado de la economía y la expansión geográfica del sistema hacia una globalización que abarca el capital, la fuerza de trabajo y la producción» (p. 57). A ello hay que sumarle el surgimiento y afianzación de las TIC, las tecnologías de la información y la comunicación, que se han vuelto esenciales en la configuración del llamado «espacio de los flujos».

Es decir, un sistema integrado de producción y consumo, fuerza de trabajo y capital, cuya base son las redes de la información. La reorganización espacial de las actividades económicas que de él se ha derivado ha afectado especialmente a tres sectores: la industria, donde la producción se ha transferido de los países avanzados a zonas menos desarrolladas, pero con salarios más bajos; el trabajo de oficina, que ha permitido la relocalización de las empresas en cualquier lugar del mundo; y el sector financiero, en el cual, gracias a un proceso previo de desregulaciones legales, también ha propulsado una expansión global.

Esta reorganización ha transformado la geografía productiva del planeta. Las diferencias que antes separaban los distintos lugares en privilegiados o perjudicados, según contaran con puertos, carreteras, ferrocarriles, etc., cada vez tienen menos importancia, ya que el acceso al espacio de los flujos no depende tanto de esas infraestructuras como de las mucho más asequibles nuevas tecnologías. Esto no quiere decir, sin embargo, que el lugar geográfico no cuente. (p. 57)

Al contrario: el lugar geográfico es esencial pero para el establecimiento en la ciudad de una nueva clase: los profesionales altamente cualificados, que las empresas necesitan para poder funcionar. Y dichos profesionales buscan una calidad de vida determinada, por lo que «no es de extrañar que los planes estratégicos de las ciudades de todo el mundo insistan en esta cuestión». No extraña, por ello, que los triunfadores de la nueva geografía sean ciudades con climas benignos, paisajes atractivos, entornos históricos…

Mientras más globalizada está la economía, más centrales son los lugares de control. En parte se explica por lo caro del establecimiento y construcción de las infraestructuras (fibra óptica, en la actualidad) por donde corren los datos: es necesario que circule por ellos el máximo posible de caudal informativo para amortizar su instalación.

El problema, como han comentado muchos autores pero escogeremos a Raquel Rolnik en su conferencia, es que las ciudades se vuelven, entonces, campos de batalla del territorio global: un obrero ya no pugna con los empresarios y la clase alta de su ciudad por una vivienda en el centro, sino con las grandes empresas y fondos de inversión; la ciudad deviene sede de poder y centralidad, y como tal es codiciada. Por ello, las clases menos afortunadas no tienen otra solución que alejarse de las ciudades: al extrarradio, a ciudades satélite, a suburbios, en función de cómo esté configurada la ciudad. Ello da lugar a la metápolis.

Ello ha favorecido la discontinuidad de la urbanización y la irrupción del denominado «efecto túnel», es decir, de enormes vacíos metropolitanos (los lugares donde el tren no efectúa paradas) que separan densos núcleos de actividad urbana. El resultado es la metápolis, un espacio geográfico cuyos habitantes y actividades económicas están integrados en el funcionamiento cotidiano de una gran ciudad pero, a la vez, profundamente heterogéneo y discontinuo, cuyos principios organizativos derivan de los sistemas de transporte de alta velocidad. (p. 64)

La propia configuración del espacio de los flujos da lugar a la segunda capa, la ciudad dual. «Como apunta Saskia Sassen, la realidad ha demostrado que la polarización social es intrínseca al orden tardocapitalista, donde los trabajos a cambio de bajos salarios son claves para el crecimiento económico.» (p. 68) París y los magrebíes, Chicago y los mexicanos. Por la propia idiosincrasia de las dinámicas sociales, tal vez por efecto de la lectura de Jane Jacobs sobre la importancia de los barrios y sus conexiones, por la desaceleración y la necesidad de huir del crecimiento por el crecimiento de los 70, los centros urbanos volvieron a ser un lugar codiciado. Recordemos la rousificación de la que hablaba Peter Hall al convertir los centros urbanos en mercados para el consumo de las clases medias.

Otra de las formas que tienen las ciudades de reconquistar sus centros para las clases medio altas o directamente altas es la gentrificación. No entramos ahora en el tema, lo haremos en breve con otros libros; pero la conclusión es que los barrios donde existía tradición obrera son desahuciados y ofrecidos al capital, por lo que las clases bajas sufren procesos de exclusión constantes que los alejan a las periferias. Estas minorías marginadas se hacinan y atrincheran en barrios ultradegradados que siguen perdiendo infraestructruas, a la espera, o no, de ser reconquistados por la gentrificación.

Ello, sin embargo, lleva a que las clases medias o altas, acostumbradas a la tranquilidad de sus refugios, perciban estos barrios como lugares peligrosos, lugares y personas de los que deben protegerse; en la pugna por el control del territorio, deciden elevar muros y convertirse en gated communities, lugares vallados y con seguridad privada las 24 horas del día, o simplemente suburbios aislados controlados, no por los poderes públicos de la ciudad, sino por una asociación vecinal (hablamos de Estados Unidos, sobre todo) donde a menudo el poder de cada vecino está directamente relacionado con la cantidad de terreno (ergo, de dinero) que posee.

03

Y aún otra variación a la que alude García Vázquez es una que ya vimos en el (nunca nos cansaremos de decirlo) maravilloso Variaciones sobre un parque temático: la ciudad análoga. El ejemplo es Calgary, pero hay muchos: en este caso se trata de 15 km de túneles construidos a unos dos metros sobre el nivel de la ciudad con la excusa de permitir al ciudadano huir del frío y las condiciones climáticas adversas; en realidad se trata de un espacio que emula una ciudad, entregado al consumo y el ocio, pero al que aquellos ciudadanos no considerados adecuados no tienen permitido el acceso. «Paul Goldberg, crítico de arquitectura del New York Times, ha calificado como «entornos urbanoides», es decir, entornos que ofrecen una experiencia urbana filtrada: reproducen la ciudad real pero evitan sus aspectos más desagradables. En estos lugares no llueve, no hace frío, no cruzan coches, no hay contaminación, no hay suciedad, no hay ruidos… pero tampoco mendigos, ni carteristas, ni drogadictos ni prostitutas.» (p. 75)

A esas oleadas se suman (cuando no forman parte directa de ellas) los inmigrantes que han ido acudiendo a las grandes ciudades atraídos por la posibilidad de trabajo. A menudo se ven exiliados a los mismos barrios, lo que aumenta el nivel de hostilidad que las clases medias sienten por ellos. Aquí cita García Vázquez el libro de Richard Sennett Vida urbana e identidad personal, donde estudia la segregación y llega a una conclusión que nos es conocida en el blog por otros dos de sus libros (El declive del hombre público y Construir y habitar): que la mezcla es difícil de entender y que por ello las ciudades no deben formar comunidades, sino espacio público donde todas las opciones queden expuestas y el ciudadano se vea obligado a contemplarlas, asumirlas y lidiar con ellas.

En una extraña paradoja, García Vázquez cita como ejemplos de lugares donde se da esta coexistencia el Raval barcelonés, el Marais parisino o el Kreuzberg berlinés. Son tres de los barrios estudiados en nuestra próxima lectura (First We Take Manhattan) como ejemplos clásicos de barrios gentrificados.

Es lo que ocurre en los escasos enclaves multirraciales que aún permanecen en los centros urbanos de la ciudad dual, lugares problemáticos pero infinitamente más tolerantes que las purificadas urbanizaciones de la periferia. En el Raval barcelonés, el Kreuzberg berlinés o el Marais parisino, los diferentes se han visto obligados a establecer una tregua. A diferencia de lo que ocurre en los guetos de los segregados suburbios norteamericanos, la violencia rara vez ha aflorado en ellos porque sus habitantes han aprendido que la conflictividad que, día a día, respiran en sus calles es algo consustancial a la vida urbana contemporánea. (p. 77)

Si la comparación es con las gated communities de Estados Unidos está claro que los barrios citados son mucho más cosmopolitas; pero no habría que olvidar que se trata de tres barrios degradados que se han ido regenerando a medida que eran vendidos al mejor postor de los flujos capitalistas, a las clases medias creativas y a un determinado concepto del ocio y el consumo a costa de despojarlos de sus habitantes originales, las clases bajas marginales.

Y, a pesar de todo lo expuesto… las ciudades contemporáneas, lejos de un campo de batalla o un lugar marginal, lucen más espléndidas que nunca. Entramos de lleno en la ciudad del espectáculo y lo hacemos de la mano de Jean Baudrillard y su reflexión sobre cómo la esencia de los hechos humanos ha desaparecido de las ciudades y la vida en ellas está exenta de experiencias auténticas y plagada de hábitos precodificados. «Ante la ausencia de naturaleza, el ciudadano posmoderno anhela bosques y cataratas; ante la ausencia de contacto social, añora pasiones y emociones».

En la ciudad esta exigencia ha inducido una enloquecida dinámica de simulaciones que ha desembocado en lo que Baudrillard denomina «el tercer orden de simulacros», el que irrumpe en el momento en que, tras ser duplicado una y otra vez por los medios de comunicación de masas, lo real desaparece y lo que queda es una copia exacta del original, una imagen hiperreal. Es lo que ocurre cuando la verdadera Litte Italy, con sus inmigrantes, sus penurias y sus carencias, es reemplazada por la imagen que la gente tiene de Litte Italy, con sus terrazas, sus camerieri y sus spaghetti alla siciliana, una imagen hiperreal que duplica la original y enfatiza hasta el artificio sus más pulcras esencias materiales.

Cuando este fenómeno se expande por el espacio urbano nace la ciudad del espectáculo, donde lo real ha dejado paso a lo hiperreal, a la pura materialidad, a la fría superficialidad. De ahí su vivacidad cromática y luminosa, un esplendor radiante e intenso que puede llegar a ser alucinatorio y desembocar en lo que Fredric Jameson ha denominado «euforia posmoderna». Y es que en la ciudad del espectáculo todo es táctil y visible, pero ha sido vaciado de cualquier significado profundo (lo que le interesa de Litte Italy son sus formas, no sus contenidos). Se desactivan así los grandes temas que acompañan al pensamiento negativo, característico de la visión sociológica: la segregación, la injusticia, la rebelión, etc. El habitante de la ciudad del espectáculo tan sólo está interesado en absorber por los sentidos, sin cuestionarse críticamente su situación en el mundo.

Jameson entiende que la euforia postmoderna ha generado una nueva forma espacial: el «hiperespacio». Los edificios de la ciudad del espectáculo funcionan como mónadas, envolturas que encierran un interior protegiéndolo del exterior. En su ensimismamiento, el edificio-mónada demuestra una gran indiferencia por la ciudad que le rodea, a la que no pretende transformar. En el interior, sin embargo, se cargan las tintas. Un envolvente despliegue de simulacros se dispone a conseguir que el visitante experimente la incapacidad de representarse en el espacio que le rodea, que flote en un estado de debilidad psicológica que le hace altamente vulnerable a los intereses comerciales que promueven el hiperespacio. La radical separación interior-exterior que representa la mónada, y el énfasis en la interioridad como ambiente fantástico y alucinatorio que representa el hiperespacio, confluyen en los edificios relacionados con la nueva industria del ocio, la cultura y el consumo. (p. 78)

Por supuesto, aquí entran los parques temáticos y no podemos obviar hablar de Disney y su ciudad Anaheim; pero tampoco de Las Vegas o de los muy edulcorados centros urbanos donde se pretende reconstruir un pasado que nunca fue real (Times Square, Covent Garden) o incluso los barrios donde se supone que se puede vivir una experiencia «real»: ya sea un barrio gay, ya se trate de Harlem, con sus góspel dominicanos repletos de turistas. «En todos estos lugares, lo que una vez fue verdadero y cotidiando está dando paso a lo simulado y lo superficial, es decir, la realidad está dando paso a la hiperrealidad.» (p. 82)

«La segunda actividad económica disneylandizada en la ciudad del espectáculo es la cultura.» Cultura entendida como centro cultural en el seno de la ciudad, ejemplificado por el Centro Pompidou pero también por el Guggenheim, el MoMa o tantos otros: un museo reconvertido en espacio social («hipermercado del arte», lo llamaría Baudrillard) y rodeado de salas de exposiciones, librerías y cafeterías. La tercera actividad es el consumo: los grandes centros comerciales.

El problema de concebir la ciudad como un espacio que forma parte de la red global es que, dado que el número de plazas en el ránquing es limitado, y los beneficios económicos enormes, las ciudades pasan a competir entre ellas. Los aspectos que valoran las empresas (buenas comunicaciones, buena calidad de vida para atraer a sus trabajadores, buenos restaurantes, etc.) pasan a ser los factores que la ciudad impulsa y en los que invierte; no tienen por qué ser, necesariamente, los factores más importantes para la mayoría de sus ciudadanos.

Las formas de publicitarse son múltiples, todas extraídas de los manuales de mercadotecnia del mundo de las empresas: grandes eventos, como unos Juegos Olímpicos o una Exposición Universal, aceptar publicidad, la creación de una gran infraestructura, parque tecnológico o edificio icónico, una gran inversión en «marca ciudad», etc.

Fueron Robert Venturi, Steven Izenour y Denise Scott Brown los primeros en celebrar la nueva dinámica del espectáculo con su famoso Aprendiendo de Las Vegas, donde analizaban la calle principal de la ciudad de Nevada como un hito de la modernidad, un nuevo fenómeno. No se alejaban en esto de, por ejemplo, Baudrillard; y luego Koolhas haría lo mismo con Delirio de Nueva York. Pero la diferencia entre el filósofo y los arquitectos es que «mientras que Baudrillard entendía que la ciudad del espectáculo era perniciosa, la «cultura de la congestión» de Koolhas la celebra y la reconoce como base de la sociedad contemporánea» (p. 88).

Y dicha espectacularización es un problema, además de por todo lo expuesto, por la narcotización a la que somete a sus ciudadanos. Seguimos aquí una «línea de pensamiento inaugurada por Baudelaire» pero seguida por otros como Simmel y Benjamin y, más tarde, Neil Leach (La an-estética de la arquitectura) que argumenta que, «cuando la ciudad se reduce a un reino estético, todo, incluso sus aspectos más crueles, se convierte en aceptable. Es lo que ocurre con las fotografías urbanas de última generación: nos fascinan las destartaladas fachadas del Kowloon de Honk Kong, y esto nos hace olvidar a las miles de personas que viven tras ellas en condiciones deplorables» (p. 88). O, como concluye García Vázquez: no hay que olvidar que, a pesar de su luminosa fachada, Las Vegas sigue siendo la capital mundial del crimen y la corrupción.

02

La cuarta capa de la visión sociológica de la ciudad es la ciudad sostenible.

La denominación «huella ecológica» mide la superficie natural necesaria para producir los recursos que demanda una ciudad determinada. Los datos derivados de este concepto demuestran que, a día de hoy, ninguna ciudad es sostenible en sí misma. Por ejemplo, la absorción del dióxido de carbono que emite Barcelona requiere una superficie forestal equivalente a 65 veces su término municipal; y el abastecimiento de agua, un lago de hasta ocho veces esa dimensión.

Si a estos hechos le sumamos que en 2025 la población urbana del planeta alcanzará los 5.000 millones de habitantes, está claro que hay que revisar la forma en que las ciudades consumen recursos. El concepto «desarrollo sostenible» se refiere a que las ciudades sean capaces de enfrentarse a las necesidades del presente sin comprometer la posibilidad de las futuras generaciones de enfrentarse a las suyas». O, en un lema un poco más actual que se está volviendo famoso, «No hay planeta B».

Teniendo en cuenta, además, que muy pocas de las ciudades más pobladas pertenecen al Primer Mundo, «el futuro medioambiental del planeta se está jugando en las megalópolis del Tercer Mundo» (p. 95). García Vázquez pone el ejemplo de Curitiba, en Brasil, ciudad de dos millones de habitantes que ha sabido reconvertirse tanto social como ecológicamente con su enorme flota de autobuses que atraviesan toda la ciudad.

Como apéndice para este capítulo, la ciudad elegida es Los Ángeles:

  • como ciudad global, en cuanto la ciudad decidió convertirse en buque insignia del Pacific Rim, como centro neurálgico y puerto esencial del Océano Pacífico;
  • como ciudad dual, por los grandes vacíos y barrios triunfadores de la globalización; Los Ángeles concentra algunos de los barrios más ricos pero también una enorme cantidad de zonas totalmente arrasadas por la pobreza; recordemos que es, también, la «ciudad del miedo» de Mike Davies;
  • como ciudad del espectáculo está Hollywood, claro, pero también todos los centros comerciales y parques temáticos de la zona;
  • como ciudad sostenible, y teniendo en cuenta que se halla en una zona propensa a las catástrofes y además dotada de una enorme cantidad de infraestructuras (su enorme red de autopistas, sin ir más lejos), existen por toda la ciudad iniciativas que buscan tanto el provecho propio (la moda del slow food sirvió para que algunos barrios exclusivos se blindasen ante la llegada de personas de menor nivel adquisitivo) como otras que realmente buscan el bienestar social y ecológico.

Madrid, el #carapolla y el modelo de ciudad deseado

Estos días se ha hecho viral un insulto usado contra el nuevo alcalde de Madrid, José Luís Martínez-Almeida. La historia del insulto (que podéis encontrar en esta noticia de La Vanguardia, por ejemplo) viene de un acto de la campaña electoral donde el actual alcalde se presentó a limpiar pintadas públicas armado de un cepilla. Lo intentó con una pintada de A.C.A.B y fracasó, por lo que su equipo político le propuso que dejase sin limpiar el siguiente insulto: «carapolla». El acto se viralizó y un cantautor madrileño usó la palabra para componer una canción: Almeida Carapolla. La historia no hubiese ido a más sin el «efecto Streisand«: un policía le puso una multa a un ciudadano que llevaba una pegatina con las palabras Almeida Carapolla y, como consecuencia, el tema se volvió viral y se convirtió en un hashtag que apuntaba a trending topic.

limpieza

La historia, más allá de algo graciosa y un poco burda (tal vez sería mejor aportar argumentos en contra de alguien que insultarle de forma pueril), tiene sin embargo su qué. Se ha descartado el insulto y la movilización que ha generado como una reacción infantil surgida de la oposición de la izquierda al alcalde de la derecha. Pero, sin necesidad de escarbar mucho, es posible encontrarle otro significado.

Uno de los primeros gestos de Manuela Carmena al llegar al poder fue retirar sillas de establecimientos de restauración de algunas plazas públicas y volver a colocar mobiliario urbano. Es un gesto pequeño, casi insignificante, pero revela a las claras la concepción del espacio público del equipo de Carmena: público, es decir, accesible a todos. Una plaza llena a rebosar de terrazas, gente, jarana y diversión es, a priori, un lugar maravilloso y vibrante; pero si hay que pagar un acceso al lugar, el de la consumición, no es un espacio público, sino semiprivado: el propietario del establecimiento puede decidir si nos quiere o no ahí, y por lo tanto vetar a aquellos consumidores no deseados. Algo similar comentábamos con el libro editado por Micahel Sorkin sobre los centros comerciales: simulan el espacio público, pero no ocultan que son privados. Sigue leyendo «Madrid, el #carapolla y el modelo de ciudad deseado»

Variaciones sobre un parque temático (III): la ciudad como simulación

Y terminamos con los tres últimos artículos de esta recopilación editada por Michael Sorkin de la que ya llevamos dos posts (I y II).

El antepenúltimo artículo es uno muy conocido: «Fuerte Los Ángeles: la militarización del espacio urbano», de Mike Davis. En él se explica cómo la ciudad americana se ha dividido en dos espacios diferenciados: unas «celdas fortificadas» donde habitan los ricos, protegidos por servicios de seguridad privada, y «cercos del terror» «donde la policía lucha contra los pobres criminalizados» (p. 178). «La consecuencia más generalizada de esta cruzada para hacer que la ciudad sea segura es la destrucción de cualquier espacio urbano verdaderamente democrático.» Las gestiones urbanas se llevan a cabo en lugares protegidos, privados, controlados (recordemos: el centro comercial o bien su ampliación, como los puentes que crean una ciudad análoga en Calgary). Lejos queda la idea original con la que, por ejemplo, Freferick Law Olmted, el padre de Central Park, concibió dicho enclave: para que las clases se mezclasen en unos placeres (burgueses, sí) comunes. «Los templos del placer del elitista Westside dependen del encarcelamiento social de un proletariado de servicios tercermundista, ubicado en unos guetos y unos barrios cada vez más represivos».

library2
Biblioteca diseñada por Gehry en Los Ángeles que no esconde su inspiración militar, según Davis.

El penúltimo artículo es de M. Christine Boyer y se titula «Ciudades en venta: la comercialización de la historia en el South Street Seaport». Este barrio portuario de Nueva York sufrió una remodelación a fondo y pasó de muelles de descarga de mercancías y venta de pescados a simulación de puerto histórico lleno de restaurantes fast food, lugares donde sentarse y recreaciones de lo que el público mayoritario imaginaba que era un puerto elegante («paisajes del consumo simulado»). Sigue leyendo «Variaciones sobre un parque temático (III): la ciudad como simulación»