Si hay un concepto que acompaña a Jean Baudrillard es, sin duda, el de simulacro. El simulacro no es una imitación, sino algo que se asemeja a otro algo sin llegar a serlo; pero con la pretensión de serlo. El enfermo que aparenta síntomas no es un simulacro de enfermo, sino una mentira; el que simula estar enfermo tiene algunos de los síntomas, pero no todos, porque no está enfermo. Atenta contra la realidad; genera, de hecho, una hiperrealidad donde las cosas ya no tienen sustancia ni por qué ser reales, sólo aparentarlo.

Si el concepto nos ha interesado tanto en el blog es porque una parte de la arquitectura actual, que podríamos llamar postmoderna, se basa en el simulacro. No sólo los parques temáticos, donde, por ejemplo, se simula Japón con platos de sushi y peluches kawai o se simula algún país escandinavo con fiordos, nieve y vikingos; sino porque la propia realidad se amolda a los gustos de los consumidores y desplaza su historia. Una trattoria italiana se representa, a lo largo del mundo (tal vez del mundo occidental) como un lugar con mesas de manteles a cuadros rojos y blancos, buen pan, aceite de oliva, pizza, romero y tal vez camareros que gesticulen con la mano. Los consumidores, los turistas, se acostumbran a esta representación, a esta simulación, en los parques temáticos, en los centros de las ciudades, en los frentes marítimos rousificados, en los barrios gentrificados, donde puede que se le dé una vuelta de tuerca al concepto. Y, al acudir a Italia, al visitar Roma, esperan que las trattorias sean así: por lo que a éstas, a las verdaderas trattorias italianas, no les queda más remedio que adaptarse y convertirse en algo que no eran para no defraudar a los turistas.
De este modo, el simulacro ha modificado la realidad, generando un mundo hiperreal donde el mapa precede al territorio, donde vemos antes imágenes o trayectorias en Google Maps que la realidad, y donde esperamos que ésta se acabe adaptando a lo ya visto. De ahí surgen la tiranía de la estética (que denunciaba nuestro admirado Carlos García Vázquez al hablar de la belleza del Kawloon pero de cómo esa belleza esconde las condiciones pésimas de vida de sus habitantes) y las reconstrucciones posthistóricas de los centros urbanos, que glorifican, por ejemplo, el pasado burgués pero esconden el pasado obrero (Barcelona y el modernismo, sin ir más lejos; o Times Square, que se ha construido simulando un pasado que no fue y que sólo remite a su propia mitología).
Otra ramificación de nuestra primera lectura de Cultura y simulacro de Baudrillard fue el análisis del Centro Pompidou, que también podríamos englobar dentro de la arquitectura postmoderna. El Centro Pompidou se convirtió en un lugar tan… concreto, específico, ideológico, que no tenía sentido que albergase en su interior ninguna otra colección salvo alguna locura de Philip Dick o la biblioteca de Babel de Borges. Cualquier otro intento cae en la mercantilización del arte y sitúa la cultura en los términos en que la definía Manuel Delgado: como una devoción, como el que asiste a una misa en una catedral, un lugar diáfano, lleno de luz, donde los oficiantes (sacerdotes en un caso, funcionarios, en el otro), imbuidos de la divinidad (o de la cultura) la acercan a quienes los visitan. Entramos, entonces, en esa visión de la cultura como el colofón a cualquier acto de gentrificación o como la última excusa para llevar a cabo en toda ciudad una arquitectura y un urbanismo dedicados a las clases culturales: amable, de carriles bici y heladerías artesanas, de mezcla y diversidad (pero en su punto justo), de alteridad homogeneizada.
Si recordamos todos estos conceptos es porque Contraseñas, escrito en el año 2000, casi al final de su vida, es una especie de recopilación de su obra. Dieciséis cortos capítulos en los que se tratan otros tantos temas, empezando por el objeto, donde reflexiona sobre el paso en los años sesenta «de la primacía de la producción a la del consumo» que precisamente «situó los objetos en un primer plano». Se habla de intercambio, de valor, de mercancía, pero también de final, dualidad o destino. Oímos ecos del Gilles Lipovetsky de La era del vacío en las palabras de Baudrillard sobre la seducción («el dominio simbólico de las formas», acotando el concepto más de lo habitual en su época) y del Byung-Chul Han de Psicopolítica en lo obsceno (la diferenciación entre erotismo, que oculta, y la pornografía, «ya no hay escena ni juego, la distancia de la mirada se borra»). «Pensemos en la pornografía: está claro que allí el cuerpo aparece totalmente realizado» (p. 35), algo que Han denominaba «producido», creado con una finalidad (su consumo).
Acabamos con un link a una entrevista realizada a Baudrillard a propósito de la publicación de Contraseñas.