Dionisos en las ciudades, Manuel Delgado y Marta Contijoch

Con este artículo, «Dionisos en las ciudades. El retorno del dios trágico en Eurípides, Nietzche y Lefebvre«, de Manuel Delgado Ruiz y Marta Contijoch Torres (Scripta Nova, Vol. 25, num. 2 (2021)), inauguramos la lista de lecturas surgidas del postgrado Antropología de la Arquitectura, que estamos cursando (desde octubre hasta diciembre) en la Universidad de Barcelona, codirigido por la arquitecta y antropóloga María Gabriela Navas-Perrone y el propio Manuel Delgado. El objetivo del postgrado es establecer un puente entre la arquitectura, entendida como la disciplina global que diseña y ejecuta las ciudades (es decir: arquitectura, urbanismo, ingeniería y similares) y la antropología (entendida como la disciplina que se preocupa y estudia los movimientos y actos de las personas; lo que hacen en realidad, más allá de lo que se les planifique desde la arquitectura o el urbanismo). La temática es más que interesante y entra de lleno en lo que hemos ido indagando en el blog, por lo que nos lanzamos a ello sin más preámbulo.

El artículo «Dionisos en las ciudades» rescata un tema que ha sido continuo en la producción de Lefebvre: la irrupción de lo urbano en las ciudades. Pero esta vez lo rastrea desde los orígenes míticos del dios Dionisos: el extranjero, el forastero, el salvaje, el principio de locura, embriaguez y destrucción que Nietzsche identificó y que luego Lefebvre simbolizó en su concepción de lo urbano (enfrentado al urbanismo).

En Las bacantes, una de las tragedias de Eurípides, el dios Dionisos llega a Tebas, su ciudad de origen, una ciudad que lo ha olvidado y reniega de él. Lo hace en forma de forastero y no tarda en estar rodeado de una comitiva, las bacantes, de mujeres enloquecidas. Dionisos es el caos: es figura masculina pero viste como mujer, es oriundo de la ciudad pero se presenta como forastero. En oposición, Penteo, rey de Tebas, «encarna algunos de los aspectos fundamentales del mundo griego. Condensa el control sobre sí mismo, al tiempo que desprecia a mujeres y bárbaros, precisamente por su falta de autodominio. Es la expresión de la vida en la ciudad sometida a normas, del mantenimiento de este orden y el control sobre la polis frente el desorden potencial que siempre la amenaza desde dentro y desde fuera.» (p. 191). Estas dos figuras son la que sirven de oposición para «dos formas de pensar la ciudad y la vida urbana». Por un lado, el urbanismo y la arquitectura: la planificación de ciudades ordenadas y armoniosas, pacíficas y dotadas de un espacio público ideal donde todos los ciudadanos son ejemplos magnos de pulcritud, educación y ausencia de conflicto; y, por el otro, la presencia de Dionisos como forma de subrayar que «esta voluntad de ordenación de la vida urbana necesita del contrapeso del mito, como plasmación narrativa de esta vida urbana real que transcurre al margen de los repetidos intentos por regularla» (p. 191), es decir: lo urbano.

Recordemos también que toda ciudad de Grecia era sometida a una fundación mítica (La idea de ciudad) donde el sacrificio (y consumo) de la carne era una parte esencial. De ahí, por ejemplo, la importancia de la figura de Prometeo, el titán que robó el fuego a los dioses para entregarlo a los hombres y, con ello, inaugurar tanto la tecnología (lo divino en lo humano, lo que nos convierte en algo más que animales) y, simbólicamente, el consumo de carne cocinada, y no cruda. Ante ello, se opone (Detienne ya calificó el dionisismo como «antisistema» en 1982) tanto la figura de Dionisos y sus bacantes, que comen la carne cruda tras asesinar al animal, como «los pitagóricos, cínicos y órficos, los dos primeros también como devoradores de carne cruda y los últimos por su adhesión al vegetarianismo» (p. 192).

Penteo, de hecho, curioso por los actos que llevan a cabo las bacantes en los montes que rodean la ciudad, acude a Dionisos y éste le ofrece vestir sus ropajes; encaramados a un árbol, Penteo dice: «Me parece que veo dos soles y dos Tebas, ciudad de las siete puertas.» Y la respuesta de Dionisos: «Ahora ves lo que tienes que ver.» Porque siempre ha habido dos ciudades, y la voluntad ordenadora griega, la estructura reticular de Hipodamo de Mileto, es una forma de «pacificación del universo mítico», como la propia inclusión de Dionisos, un dios extranjero, en el panteón olímpico: un intento de domesticar, de separarse de las bestias.

La aparición de la tragedia como género teatral forma parte de ese deseo de incorporar el delirio dionisíaco –y los relatos míticos en general, por medio de una versión fijada de los mismos- a los intereses de las instituciones atenienses y hacer de las fiestas en honor del dios una manifestación cívica. Un proceso que transcurre paralelo al de la incorporación de Dionisos el panteón del santuario de Delfos, como una forma de desactivar su poder cuestionador, integrando su culto como uno más entre los estatales, articulando el imperativo del logos y la capacidad fascinadora y disuasoria del mythos. Se cumple así, de la mano de la tragedia, el objetivo de generar síntesis o compatibilidades entre la religión tradicional, fuertemente aristocrática, y corrientes religiosas populares como el dionisismo, que podían incluso ser potenciadas en nombre de una instrumentalización política de sus virtudes ejemplarizantes. (p. 194)

Luego serán los primeros románticos alemanes los que reclamarán esa figura dionisíaca, esquiva, salvaje, destructiva, como encarnación de lo sagrado y lo mítico ante la voluntad racional de la Ilustración, y posteriormente lo hará Nietzsche en su primera obra, su tesis doctoral, de hecho: El nacimiento de la tragedia. «Tal tarea, a su vez, enlaza con lo que Horkheimer y Adorno (2016 [1947]) apuntan a propósito de la manera cómo el proyecto ilustrado pasa necesariamente por la disolución y el control del mito y su sustitución por una nueva razón ordenadora, acaso tan mítica como el universo que había venido a abolir. Contra el triunfo del proyecto filosófico socrático y su continuación ilustrada, creador del humano teórico que niega y destierra el espíritu dionisíaco, convirtiendo la vida en objeto de conocimiento, de saber y no de vivencia, y que desprecia todo método que escape a su reduccionismo lógico, Nietzsche opone una práctica poética y extática que valora lo vivido en detrimento de lo concebido y percibido.» (p. 195)

Este nuevo dios acabará encarnado en la figura de Zaratustra en Así habló Zaratustra, trasunto tanto de Dionisos como del propio Nietzsche. Zaratustra denosta la ciudad La Vaca Multicolor, ciudad en la que predica y que anhela ver consumirse; pero no por ciudad, sino por ciudad racional, apolínea, controladora, subsumidora del mito; y de lo urbano. «Nietzsche es quien mejor entiende, sobre todo en su obra de madurez, esa dimensión fáustica de la modernidad urbana, que convierte al hombre moderno en un semibárbaro» (p. 197).

Tras la aparente hegemonía de la moral y la ciencia positiva, la esencia eterna e inmutable de la humanidad encontraba, como señala David Harvey (1998), su representación adecuada en la figura mítica de Dionisos, encarnación divina de la destrucción creativa y de la creatividad destructora, esa misma energía vital que fundamentará tanto la vida urbana como la apropiación capitalista de las ciudades. Acaso Dionisos también encarnara, irónicamente, al mismo tiempo que las desobediencias populares, la vocación nihilista del capitalismo, el espíritu indómito de la burguesía en pos de su propio enriquecimiento, la irracionalidad del libre mercado y la bolsa. (p. 197)

En el «combate contra el desorden urbano» surgen, ya desde el Renacimiento, las grandes utopías urbanas y arquitectónicas. La utopía siempre es una ciudad; y, más aún, una ciudad ordenada, una Nueva Jerusalén cuyas calles, limpias y pobladas por espacio público, brillan por la ausencia de conflicto y la presencia de lo urbano. Su máxima materialización sea, acaso, la reforma de París a manos del barón Haussmann, que tanto hemos referido en el blog, cuya finalidad manifiesta es la pacificación de París y el control de las masas, que en las calles adoquinadas del París medieval lo tenían demasiado fácil para sublevarse y montar barricadas. Además de un mayor control urbano, facilidad para todas las personas para desplazarse hasta el centro y soñar con las fantasmagorías mercantiles que pueblan los escaparates de los grandes almacenes.

Este urbanismo de la segunda mitad del XIX (Haussmann, el Cerdà del Ensanche de Barcelona, incluso el Daniel Burnham de Chicago), «con su mezcla de socialismo utópico y liberalismo autoritario», no podrá, sin embargo, y paradójicamente, exorcizar por completo lo urbano; y en el mismo París higienizad y debidamente domesticado por Haussmann estalla, en 1871, La Comuna, como vimos en la obra de Harvey (París, capital de la modernidad).

Peor aún, sin embargo, será el urbanismo racionalista de la primera mitad del siglo XX, por un lado con la voluntad utopista de la ciudad jardín de Howard (que, en palabras de Jane Jacobs, odiaba las ciudades; y que, de hecho, propone algo que no es una ciudad, sino un retorno idílico a la campiña inglesa y que acabará cristalizando en las zonas residenciales estadounidenses, el famoso suburbia). Y, por el otro, con la gran bestia negra de las ciudades: Le Corbusier, con su Carta de Atenas y la separación de la ciudad en las cuatro funciones básicas: habitar (en rascacielos separados unos de otros por enormes zonas verdes), trabajar y ocio, y dichas tres funciones conectadas por la cuarta: la movilidad, entregada por completo a un automóvil y a unas autopistas cada vez mayores que acaban destruyendo la ciudad (y que fueron las que catapultaron a Jane Jacobs cuando Robert Moses, el Haussmann de Nueva York, amenazó con derruir su barrio para construir autopistas con más carriles; o el de Marshall Berman, que también le dedicaba el último capítulo de su monumental Todo lo sólido se desvanece en el aire).

Esas Nuevas Atenas de la «ciencia urbana» aparecen mediadas por arquitectos y urbanistas –expertos en el espacio y especialistas de las morfologías de la vida cotidiana (2013 [1974], 150)– que imponen un orden lógico basado en la legibilidad, la visibilidad y la inteligibilidad del espacio que planifican, un orden de significaciones cerrado que elude toda crítica presentándose como neutro y objetivo, pero, sin embargo, escondiendo la existencia de un sujeto que, para Lefebvre, es el Estado, sostenido sobre clases sociales y facciones de clase que actuarían a través suyo para reproducir sus condiciones de dominación; un espacio que, a pesar de su condición abstracta, trata de imponerse como realidad. (p. 200)

Lefebvre será el siguiente crítico contra ese nuevo urbanismo racionalista y lo hará «continuando de forma consciente y deliberada la interpelación de Nietzsche» (p. 200). Donde más se nota esta influencia intelectual es en la definición de «lo urbano» del filósofo francés: «una forma de vida (…) rebosante de virtualidades, intensificación y aceleramiento de la espacialización de la sociedad, proscenio para el encuentro y la sobreposición de todo» (p. 202). Las visiones con que Lefebvre define lo urbano son las propias de Dionisos y la embriaguez nietzcheana; y la oposición entre urbanismo y lo urbano, o entre la ciudad y lo urbano, es la propia entre lo apolíneo y lo dionisíaco. «Esa división se retoma en Lefebvre en la pugna entre el espacio de arquitectos y urbanistas y el espacio practicado de la vida cotidiana, que es el espacio del querer vivir ciego y elemental» (p. 202).

Lo urbano es la abstracción con que Lefebvre (2017 [1968]) podría designar la vigencia del desafío del Dionisos. Es ese genio loco que llega o emerge para recordar que las ciudades se alimentan de lo que las altera, que recuerda que las ciudades son verdadera vida, esto es lucha y pasión, y que de esa sustancia la polis no puede saber nada en realidad y menos controlarla, ni siquiera predecirla. (p. 202)

De ahí la parte importante de la obra de Lefebvre donde se ponen de manifiesto tanto la importancia del juego como la de la fiesta; como admonición de que, por mucha voluntad apolínea que se aplique a la ciudad, lo urbano subyace, presto a estallar, al conflicto, a derrumbar los muros, a sacudir la ciudad. E incluso, dando un paso más allá, enlazamos con la visión de Ciudad líquida, ciudad interrumpida, otra obra de Delgado donde se analizaban las condiciones de la fiesta en la ciudad. A propósito de ella ya hablamos de la fiesta de San Juan, fiesta popular donde las haya y que siempre se ha tratado, desde el poder, de controlar y amortiguar. Porque se trata de una fiesta que no pertenece al poder ni está articulada por ella; y por ese mismo motivo, los jóvenes (y no tan jóvenes) son desalojados de la playa al amanecer del día de San Juan, para dar por concluida su fiesta. Y dicha operación siempre viene acompañada de las consiguientes noticias en los periódicos sobre lo incívicos que han sido y lo sucias que han quedado las playas. ¿Dónde están esas reflexiones tras los macroconciertos y festivales veraniegos que se celebran en el Fórum, por ejemplo?

Por otro lado, y siguiendo con la misma Ciudad líquida, ciudad interrumpida, la importancia para lo urbano del estallido, de la revolución, las manifestaciones que ocupan las calles y que nos recuerdan que el día a día, lo cotidiano (lo apolíneo, vaya), aunque sea lo habitual, lo es únicamente porque las multitudes (lo urbano) lo permiten.

Urbanismo y desigualdad social, David Harvey

El primer libro del geógrafo David Harvey fue Explanation in Geography (1969), que seguía la línea tradicional de la geografía del momento: teorías positivistas, métodos cuantitativos y unas bases asentadas, por ejemplo, en los descubrimientos de la Escuela de Chicago. Por entonces, Harvey formaba parte de la Universidad de Bristol, aunque también estuvo en Cambridge, pero a finales de los 60 se trasladó a la John Hopkins University de Baltimore. El salto a Estados Unidos, especialmente a la ciudad de Baltimore, con sus manifiestas desigualdades y unos cambios urbanos generados por el tardocapitalismo que no tardaron en modificar su centro urbano y su frente marítimo (lo reseñamos aquí), hizo que Harvey se diese cuenta de que los postulados que estaba usando no bastaban para entender la ciudad. Para ello necesitaba una nueva base teórica: y acudió al marxismo.

En uno de los artículos aparecidos en Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, Harvey manifestaba que necesitó «siete años» de lecturas para tener un vocabulario (marxista) lo bastante amplio para poder aplicarlo a la ciudad y, de paso, refundar la geografía urbana. Urbanismo y desigualdad social (Social Justice and the City, 1973, leemos la edición de Siglo XXI de 1977) recoge parte de este viaje y es, además, uno de los libros esenciales del geógrafo inglés. Está dividido en dos mitades muy diferenciadas: en la primera, armado con los planteamientos liberales, Harvey trata de comprender el urbanismo y plantear una ciudad justa; en cuanto estos supuestos se demuestran incapaces, recurre a los planteamientos socialistas y lleva a cabo el mismo ejercicio.

Los tres primeros artículos, los que están escritos desde los planteamientos liberales, abordan el problema con una actitud científica, casi matemática. La ciudad, asume Harvey, siempre ha sido abordada desde dos vertientes distintas: la geográfica, es decir, en tanto que lugar físico construido; y la sociológica, en tanto que configuración social de una determinada cultura. «… si queremos comprender la forma espacial de las ciudades, hemos de articular una adecuada filosofía del espacio social. En la medida en que sólo podemos comprender el espacio social relacionándolo con ciertas actividades sociales, nos vemos obligados a tratar de integrar las imaginaciones sociológicas y geográficas» (p. 24). Todo esto suscita una serie enorme de preguntas, por supuesto, desde qué es el espacio a qué es la sociedad.

En cuanto a la relación entre espacio y sociedad, Harvey detecta dos posibles acercamientos: el determinista y el ambientalista. Para los primeros, «es posible considerar la forma espacial de una ciudad como un determinante básico de la conducta humana»; para ellos, así esté construida una ciudad, así se comportarán sus habitantes. El otro enfoque, el ambientalista, hipótesis donde sitúa, por ejemplo a Gans, Jacobs y Webber, «considera que los procesos sociales poseen su propia dinámica interna que, frecuentemente, a pesar del planificador, dará lugar a una determinada forma espacial», forma espacial que el planificador no podrá evitar, como mucho podrá influir sobre ella. Pese a su aparente enfoque, sin embargo, ambos planteamientos acaban asumiendo que las ciudades son, como afirma Harvey, «un complejo sistema dinámico en el cual las formas espaciales y los procesos sociales se encuentran en continua interacción».

Pero todos estos planteamientos son un tanto ingenuos en el sentido de que suponen que existe un lenguaje adecuado para estudiar simultáneamente las formas espaciales y los procesos sociales. Tal lenguaje no existe. Normalmente, lo que hacemos es abstraer bien la forma espacial, bien el proceso social de ese complejo sistema que es una ciudad, haciendo uso de ambos lenguajes por separado. Dado ese mecanismo de abstracción, no podemos decir de modo significativo que una forma espacial es causa de un proceso social (o viceversa), así como tampoco es correcto considerar las formas espaciales y los procesos sociales como si fuesen variables que se encuentran, de alguna manera, en continua interacción. (p. 41.42)

Lo que se hacía, en conclusión, era tratar de trasladar conceptos de un lenguaje al otro. Sin embargo, ¿qué reglas de equivalencia habría que usar?

En el segundo capítulo, Harvey introduce nuevas variables a la ecuación, a saber: «las medidas destinadas a cambiar la forma espacial de la ciudad (es decir, la localización de objetos tales como casas, fábricas, red de transportes y cosas por el estilo)» y «las medidas destinadas a influir sobre los procesos sociales que se desarrollan dentro de la ciudad» (p. 46), que, en general, son todos los procesos y agentes que relacionan a las personas (trabajadores con los lugares de trabajo, servicios sociales con sus beneficiarios, etc.). Pero, en este punto, no existe un criterio «objetivo» con el que abordar si una determinada medida es o no es buena, puesto «que este criterio requiere que recurramos a una serie de normas éticas y de preferencias sociales».

En este punto, Harvey desarrolla todos los conceptos anteriores en función de sus costos / beneficios, considerándolos de forma amplia y desarrollando un nuevo vocabulario. Por ejemplo: «al cambiar la forma espacial de una ciudad (…), cambiamos también el precio de la accesibilidad y el costo de la proximidad para cualquier familia» (p. 54).

Todo esto lleva a un «considerable desequilibrio» en la negociación de los distintos grupos, puesto que grupos diferentes cuentan con recursos diferentes, los grupos grandes suelen estar menos organizados que los grupos pequeños y muy identificados y algunos grupos quedan fuera de las negociaciones; además de la propia inercia de la estructura, donde unos ya cuentan, de partida, con mejores posiciones.

Las perspectivas de equidad o de una justa redistribución del ingreso en un sistema urbano a través de un proceso político surgido espontáneamente (particularmente si está basado en una filosofía del egoísmo individual) no son nada halagüeñas. La medida en que un sistema social reconozca este hecho y se obligue a sí mismo a contrarrestar esta tendencia natural estará, en mi opinión, en relación con el grado en que dicho sistema social haya logrado evitar los problemas estructurales y las tensiones sociales, cada vez más profundas, que surgen a consecuencia del proceso de urbanización masiva. (p. 78)

El tercer capítulo se centra en el que, según el parecer de Harvey, sería el objetivo ideal: un sistema capaz de aportar justicia social, es decir, un sistema redistributivo de la riqueza que, en su medida, ayude a los menos favorecidos. A menudo cita el óptimo de Pareto, que sería el punto en el que cualquier cambio que pueda suponer una mejora para unos individuos supone, también, un empeoramiento para otros, por lo que ya se ha alcanzado un punto de equilibrio.

Idealmente, eficiencia y justicia social irían de la mano. La eficiencia por sí misma no es un buen medidor objetivo, porque, por ejemplo, puede suponer descartar a unos mínimos de población que se verían abocados a la miseria o la exclusión; la justicia social, por sí misma, tampoco lo es, porque puede acabar persiguiendo objetivos imprácticos y dilapidando recursos que podrían usarse de otro modo. Sin embargo, como se ha tendido a primar la primera en detrimento de la justicia social, Harvey escoge darle más importancia.

El principio de justicia social, por consiguiente, se refiere a la división de los beneficios y a la asignación de las cargas que surgen de un proceso colectivo de trabajo. (p. 99)

Es el objetivo de este capítulo, por lo tanto, descubrir una base sobre la que asentar «una distribución justa a la que se pueda llegar justamente» y que estará basada en tres criterios:

  • la necesidad,
  • la contribución al bien común,
  • el mérito.

Al mismo tiempo, los tres «principios de la justicia social» se resumen en los siguientes puntos:

  • 1. «La organización espacial y el modelo de inversión regional deben ser tales que cubran las necesidades de la población»; y la diferencia entre las necesidades y la asignación que se recibe para las mismas marcarán el grado de «injusticia territorial» en un sistema determinado.
  • 2. Si la organización anterior, además, proporciona beneficios adicionales en otros territorios «a través de los efectos expansivos», dicha forma será mejor.
  • 3. Las desviaciones dentro del modelo pueden ser toleradas cuando tienen la finalidad de superar una situación específica que impediría la satisfacción del sistema.

Luego, Harvey aplica este armazón teórico al sistema capitalista.

…está claro que el capital se conducirá de un modo que apenas estará relacionado con las necesidades o con las condiciones de los territorios menos aventajados. Como resultado, encontraremos bolsas geográficamente localizadas donde el grado de insatisfacción de las necesidades será elevado, como las que actualmente encontramos en los Apalaches o en muchas zonas del centro de las ciudades. La mayoría de las sociedades aceptan ciertas responsabilidades al desviar la corriente natural del movimiento del capital para solucionar estos problemas. Pero, sin embargo, hacer esto sin alterar básicamente el proceso total del movimiento de capital parece más bien imposible. (p. 114)

El ejemplo al que recurre Harvey es el centro de las ciudades norteamericanas (sin duda, con Baltimore en mente), que se habían convertido en guetos de pobreza en el momento en que las inversiones se fueron hacia las viviendas suburbanas. El lugar donde más necesarias eran las inversiones era el que menos recibía; porque el retorno del capital era bajo (o nulo), por lo que el sistema capitalista no tenía necesidad de acudir allí.

«¿Es posible contrarrestar este movimiento utilizando instrumentos capitalistas?», se pregunta Harvey (p. 115). Las pocas ideas que se le ocurren, llevadas hasta el final, acaban en la misma situación: el capitalismo beneficiando a su cúspide. «Lo que esto sugiere es que «los medios capitalistas sirven invariablemente a sus propios fines capitalistas» (Huberman y Sweezey, 1969), y que estos fines capitalistas no concuerdan con los objetivos de la justicia social.» (p. 116).

Por lo tanto, si los planteamientos liberales no funcionan… hay que buscar otros planteamientos. Aquí se da el salto a la segunda parte, que empieza con la concepción de Kuhn sobre los cambios de paradigma en la ciencia. ¿Es necesario un nuevo paradigma en el pensamiento geográfico, una revolución en su forma de contemplar las ciudades? El problema analizado es la formación de los guetos. Hasta el momento, la geografía había seguido la visión «culturalista» de la Escuela de Chicago, según la cual en la ciudad había distintas «áreas naturales» que, mediante unas leyes muy similares a las de la ecología, acababan conformando todo el espacio de la ciudad. Las personas, al llegar a la ciudad, escogían su «área natural» en función de ciertos intereses (raciales, culturales, económicos, etc.) y, a medida que iba pasando el tiempo y se asentaban, iban cambiando de lugar o las propias áreas evolucionaban. La Escuela de Chicago nunca pretendió explicar todas las ciudades (de hecho, se ha comentado a menudo que sus teorías sólo eran aplicables a Chicago), pero el modelo, con sus altibajos, permitía cierta aplicación a bastantes ciudades norteamericanas.

Harvey se dio cuenta de que ese modelo no bastaba para explicar la formación de los guetos en el centro de la ciudad. En cambio, había otro análisis de los guetos y las condiciones de vida del proletariado, ochenta años anterior, que sí lo hacía.

El planteamiento adoptado por Engels en 1844 era, y todavía es, mucho más coherente con las duras realidades sociales y económicas que el planteamiento, esencialmente cultural, de Park y Burgess. De hecho, la descripción de Engels, con ciertas modificaciones obvias, podría adaptarse fácilmente a la ciudad americana contemporánea (creación de zonas concéntricas con buenas oportunidades de transporte para los ricos que viven en zonas suburbanas, cinturones de circunvalación para evitar que éstos vean la suciedad y la miseria que es la otra cara de su riqueza, etc.). Es una pena que los geógrafos contemporáneos se hayan inspirado más en Park y Burgess que en Engels. La solidaridad social que Engels observaba no provenía de ningún «orden moral» superordenado, sino que más bien las miserias de la ciudad eran una consecuencia inevitable del avaricioso y nefasto sistema capitalista. (p. 138)

Si la visión «cultural» no sirve para explicar los guetos, la económica sí que lo hace: el precio del suelo es más elevado cuando más cerca está de los lugares de trabajo (es decir, el centro urbano); las personas con mayores ingresos pueden permitirse el transporte hacia el centro, mientras que las personas con menores ingresos no tienen ese margen. Por ello, acaban viviendo en las zonas más cercanas al centro urbano. Pero como, realmente, tampoco pueden permitirse alquileres elevados (dado su nivel de ingresos), compensan esta contradicción ahorrando en la cantidad de espacio, es decir: hacinándose. Yendo más allá, de hecho, los ricos pueden escoger el espacio de la ciudad que prefieran, puesto que no están limitados por su capacidad de transporte; y será su elección, por lo tanto, la que configurará en gran medida el espacio.

Por supuesto, existen soluciones viables a este problema. Harvey las analiza; pero, como todas ellas surgen desde dentro del capitalismo, como mucho suponen desviaciones más o menos afortunadas que, a la larga, acaban generando la misma desigualdad. Si el origen del problema es «la licitación competitiva por el uso del suelo», es decir, la pugna por el espacio, que se lleva a cabo según métodos capitalistas, tal vez la solución sea acabar con esa pugna. «Esto sugiere inmediatamente una política destinada a eliminar los guetos que probablemente sustituiría la licitación competitiva por un mercado del suelo urbano socialmente controlado y por un control socializado del sector de la vivienda.» (p. 142)

Parte del problema de la vivienda es la distinción entre valor de uso y valor de cambio.

Poseemos una enorme cantidad de capital social bloqueado en el total de casas construidas, pero en el sistema de mercado privado de la vivienda y del suelo, el valor de la vivienda no se mide siempre en función de su uso como refugio y residencia, sino en función de la cantidad recibida en el mercado de cambio, que puede verse afectada por factores externos, como la especulación. En muchos barrios centrales de las ciudades las casas, actualmente, poseen claramente poco o ningún valor de cambio. Esto no significa que no tengan valor de uso. (…) Este despilfarro no ocurriría bajo un sistema de mercado de la vivienda socializado y éste es uno de los costos que soportamos por aferrarnos tan tenazmente a la noción de propiedad privada. (p. 143-144)

Esta teoría nos sirve, también, para explicar parte del problema actual de la vivienda en las ciudades globales: su valor de cambio es tan, tan distinto del de uso, que se prefiere especular con ellas, convertirlas en alojamientos turísticos o, simplemente, tenerlas vacías a la espera del momento adecuado.

En el quinto capítulo, el más extenso del libro, recupera conceptos como el de valor de uso o valor de cambio junto a muchos otros, todo un vocabulario económico sacado de la teoría marxista y con el que teje una red que le permitirá, en el sexto capítulo, abordar el tema del urbanismo como conjunto. Es ésta una tarea titánica y el propio Harvey adelanta, al empezar el capítulo, que no se puede conseguir; pero sí que llega a algunas conclusiones interesantes.

El urbanismo puede ser considerado como una forma o modelo característico de los procesos sociales. Estos procesos se manifiestan en un medio espacialmente estructurado creado por el hombre. Por consiguiente, la ciudad puede ser considerada como un medio tangible, construido, como un medio que es un producto social. (p. 206)

Lógicamente, la sociedad que ha generado ese producto construido que es la ciudad, o la sociedad que la habite, tienen unas «condiciones de autosuficiencia y de supervivencia» que «implican que el grupo posea un modo de producción y un modo de organización social eficaces para obtener, producir y distribuir cantidades suficientes de bienes materiales y servicios». Por lo tanto, entender el urbanismo requiere entender a las sociedades; y entender a éstas, comprender sus modos de producción y sus formas de urbanismo concomitantes, cuando las haya.

En esta coyuntura pienso que sería útil hacer ciertas observaciones previas sobre la relación entre el urbanismo como forma social, la ciudad como forma construida y el modo de producción dominante. En parte la ciudad es un depósito de capital fijo acumulado por una producción previa. Ha sido construida con una tecnología dada y edificada en el contexto de un modo de producción determinado (lo que no significa que todos los aspectos de la forma construida de una sociedad sean funcionales con respecto al modo de producción). El urbanismo es una forma social, un modo de vida basado, entre otras cosas, en una cierta división del trabajo y en una cierta ordenación jerárquica de las actividades coherente, en líneas generales, con el modo de producción dominante. Por tanto, la ciudad y el urbanismo pueden funcionar como sistemas de estabilización de un modo de producción concreto (tanto la primera como el segundo contribuyen a crear las condiciones para la autoperpetuación de dicho modo). Pero la ciudad puede ser también un lugar de acumulación de contradicciones y, por consiguiente, la sede apropiada para el nacimiento de un nuevo modo de producción. (p. 213)

Harvey da también algunas vueltas al concepto de excedente y de si está en los orígenes del urbanismo (controversia que vimos hace nada con Soja y Jacobs, que defendían que primero fue el urbanismo y luego el excedente de producción), aunque para él es sólo el preludio hacia el tema que verdaderamente le interesa: el plustrabajo, el plusvalor y su relación con el urbanismo. Más que una historia del excedente, entonces, es una cuestión de saber «cuáles fueron las principales condiciones en la base económica de la sociedad que permitieron la emergencia de la redistribución y, finalmente, del intercambio de mercado como modos de integración económica» (p. 240). Para lo cual hay que investigar «la transformación de la reciprocidad en redistribución». Las condiciones que se dieron para dicha transformación fueron claves, no sólo para el nacimiento del urbanismo, sino que «sirvieron también para concentrar el plusproducto en pocas manos y pocos sitios». Por ejemplo: es más fácil obtener plusvalor de una población sedentaria, que nómada; es más fácil obtener plusvalor de una población concentrada (urbana) que segregada (nómada o el campo).

A partir de aquí, Harvey define excedente social como «la cantidad de fuerza de trabajo utilizada en la creación de un producto para determinados fines sociales que exceden de lo biológica, social y culturalmente necesario para garantizar el mantenimiento y la reproducción de la fuerza de trabajo dentro del contexto de un modo de producción dado» y el plusvalor como «el plustrabajo expresado en términos capitalistas de intercambio de mercado». Ambas definiciones le permiten avanzar hacia unas proposiciones:

  • 1. «Las ciudades son formas construidas a partir de la movilización, extracción y concentración geográfica de cantidades importantes de plusproducto socialmente determinado.»
  • 2. «El urbanismo es una forma de modelar una actividad individual que, junto con otras, forma un modo de integración económica y social capaz de movilizar, extraer y concentrar cantidades importantes de plusproducto socialmente determinado.»
  • 3. «En todas las sociedades se produce algún tipo de plusproducto social y siempre es posible aumentarlo.»
  • 4. Dicha cantidad de plusproducto social es más fácil de extraer y concentrar cuando se dan algunas de las siguientes condiciones favorables, a saber: población total numerosa; población sedentaria; alta densidad; alta productividad en una situación determinada; buenas comunicaciones y accesos.
  • 5. «La movilización y concentración de excedente social sobre una base permanente implica la creación de una economía espacial permanente y la perpetuación de las condiciones descritas en el punto anterior.
  • 6. «El urbanismo puede surgir de la transformación de un modo de integración económica basado en la reciprocidad en otro basado en la redistribución.»
  • 7. «El urbanismo surge necesariamente de la emergencia de un modo de integración económica basado en el intercambio de mercado con lo que esto implica: estratificación social y diferencias en el acceso a los medios de producción.»
  • 8. El urbanismo puede asumir diversas formas; en las sociedades contemporáneas, dichas formas son cada vez más complejas.
  • 9. «Existe una relación necesaria, pero no suficiente, entre urbanismo y crecimiento económico.»
  • 10. «Si no se da una concentración geográfica del plusproducto socialmente determinado no habrá urbanismo. Allí donde es patente el urbanismo, su única explicación legítima consiste en un análisis de los procesos por los cuales se crea, se moviliza, se concentra y se manipula ese plusproducto social.» (p. 249-251)

Ahí es nada. Por lo tanto, más que de urbanismo, se puede hablar de una red de conceptos donde toda forma urbana va ligada a los distintos modos de producción y sus diversas formas de entender la integración o la redistribución.

Las metrópolis contemporáneas de los países capitalistas son verdaderos palimpsestos de formas sociales construidas a imagen de la reciprocidad, la redistribución y el intercambio de mercado. El plusvalor, tal como es esencialmente definido bajo el orden capitalista, circula dentro de la sociedad, moviéndose libremente a lo lago de algunos canales mientras que se ve reducido a un mero goteo en otros. En la medida en que esta circulación se manifiesta de forma física, a través de la corriente de bienes, servicios e información, de la construcción de medios de desplazamiento, etc., y en la medida en que la coherencia de las formaciones sociales depende de la proximidad espacial, también encontraremos una economía espacial intrincadamente expresada pero tangible. La tesis central de este ensayo es que si unimos los marcos conceptuales en que se inscriben 1) el concepto de excedente, 2) el concepto de modo de integración económica y 3) los conceptos de organización espacial, llegaremos a un marco de conjunto para interpretar el urbanismo y su expresión tangible, la ciudad.

Cada época concede un significado especial a estos marcos conceptuales. Si tratamos de escribir una teoría general del urbanismo en función de ellos, ha de tenerse en cuenta, por consiguiente, que sus significados cambian y deben ser establecidos siempre por medio de una detallada investigación de las circunstancias de la época. (p. 256-257)

Por poner algunos ejemplos, se habla del México teocrático (Wolf, 1959) y cómo las ciudades se enriquecieron más rápidamente que el campo, dando lugar a una diferencia de la que las periferias son conscientes y que crea resquemor y la semilla de una revolución, puesto que los márgenes son, también, los lugares donde el poder tiene menos control. Algo similar sucedió en el Imperio Romano, que fue capaz de controlar las periferias mientras se iba expandiendo pero se colapsó en cuanto dejó de expandirse. En estos modelos, «la ciudad funciona como un centro generativo alrededor del cual se crea un espacio efectivo del que se extraen crecientes cantidades de plusproducto.» (p. 261)

Pero el ejemplo al que más tiempo destina Harvey es el análisis de las ciudades de la Europa medieval y su transición hacia una economía capitalista. De una ética dominante casi anticapitalista (la condena de la usura, por ejemplo; pero, más que opuesto, era de un orden ideológico distinto al capitalista), con la Iglesia y los gremios controlando el comercio, se pasó, en cuanto el comercio fue aumentando, a una ciudad con una «forma de corporación territorial», con relaciones complejas con el comercio, ya fuese su control o su monopolio. Italia, por ejemplo (el territorio que acabaría siendo Italia) trató de apoderarse del comercio y para ello creo diversas instituciones, como los bancos y la contabilidad de doble asiento. Estas técnicas y organizaciones pasaron al resto de Europa mediante los comerciantes italianos.

Según Marx, había dos desarrollos posibles en la Europa medieval: el primero, «revolucionario», implicaba que el productor fuese también comerciante y capitalista. El segundo «extendía el control que ejercía el capital comercial sobre la producción» (p. 268). Por lo tanto, y para evitar que los productores fuesen también comerciantes y capitalistas, «había que suprimir las numerosas barreras que el orden feudal se había encargado de colocar. Y fue este cometido el que con más éxito llevó a cabo el capital comercial».

Este paso del urbanismo redistributivo de la sociedad feudal al urbanismo del capitalismo comercial supuso que el segundo llevase a cabo «una integración espacial por encima de la típica integración realizada por el localismo de la era feudal» que permitió acumular plusvalor en los centros comerciales y desarrollar nuevos instrumentos financieros.

La industrialización que finalmente sojuzgó al capital comercial no fue un fenómeno urbano, sino un fenómeno que condujo a la creación de una nueva forma de urbanismo, un proceso por el cual Manchester, Leeds y Birmingham dejaron de ser pueblos insignificantes o centros comerciales de poca importancia para convertirse en ciudades industriales con una alta capacidad productiva. (p. 271)

Esta nueva forma de urbanismo, por ejemplo, priorizaba la estratificación por clases, «en vez de los antiguos tipos de diferenciación basados en parte en la estratificación (…) y en parte en los criterios tradicionales de la sociedad jerárquica» (p. 272). De ahí, claro, pasó al resto de Europa y del mundo.

La rapidez con que circula actualmente el plusvalor es tal que la riqueza viene medida por el ritmo de flujo más que por la cantidad absoluta de producto almacenado. La riqueza ya no es una cosa tangible, sino que constituye una constatación del ritmo de flujo actual (capitalizado con respecto a un periodo de tiempo futuro) basado en documentos de propiedad sobre futuros flujos o deudas y obligaciones provenientes de flujos pasados. La metrópoli, como sistema de transacción maximizador, refleja todo esto de varios modos, el más evidente es la creciente inestabilidad física de las estructuras que contiene, dado que la economía requiere una mayor rapidez en la circulación del plusvalor a fin de mantener el índice de beneficios. (p. 279)

En las conclusiones, Harvey comparte su alegría por haber conocido a otro autor que, como él, revisita la ciudad desde la perspectiva marxista. Se trata nada más y nada menos que de Lefebvre, del cual leyó La revolución urbana y La producción del espacio, aunque los leyó tras haber terminado el libro (por eso los comentarios están en el apartado final).

De ahí [un extracto de La revolución urbana donde Lefebvre habla de un nuevo urbanismo y su problemática urbana] deduce Lefebvre su tesis principal. La sociedad industrial no es considerada como un fin en sí misma, sino como un estadio preparatorio del urbanismo. La industrialización, argumenta Lefebvre, sólo puede encontrar su realización en la urbanización, y la urbanización está llegando a dominar, en el momento presente, la organización y la producción industrial. La industrialización que en tiempos produjo el urbanismo está siendo actualmente producida por éste. (p. 322)

«El característico papel que desempeña el espacio tanto en la organización de la producción como en la modelación de las relaciones sociales se encuentra, por consiguiente, expresado en la estructura urbana. Pero el urbanismo no es meramente una estructura que proviene de una lógica espacial. El urbanismo se encuentra influido por ideologías determinadas (criterios urbanos contra criterios rurales, por ejemplo) y por tanto posee una cierta función autónoma para modelar el modo de vida de la gente.» (p. 323) Del mismo modo que, en las ciudades antiguas, «la organización del espacio era una recreación simbólica de un supuesto orden cósmico» (lo vimos, por ejemplo, en La idea de ciudad, de Joseph Rykvert), en las ciudades actuales «posee un propósito ideológico equivalente» (p. 326)

Donde Harvey no está de acuerdo con Lefebvre es en la idea de que el urbanismo prima sobre la sociedad industrial. «En ciertos aspectos importantes y esenciales, la sociedad industrial y las estructuras que comprende continúan dominando el urbanismo». Por ejemplo:

  • Las inversiones en capital fijo (es decir, en inmuebles, y que por lo tanto configuran el espacio urbano) sigue estando dictadas por el capitalismo industrial (de ahí la alienación constante que se puede sufrir en las ciudades, por ejemplo), y el urbanismo lógicamente influye en esas inversiones, pero no las domina.
  • Igualmente, la creación de necesidades y de escasez vienen determinadas por el capitalismo industrial. El urbanismo también crea necesidades y nuevas aspiraciones, pero la ideología subyacente es la del capitalismo industrial, no la urbana.
  • Análogamente con la «creación «producción, apropiación y circulación de plusvalor» (p. 328), que no están subordinadas a la dinámica del urbanismo sino a la de la sociedad industrial. Para Harvey, «el urbanismo es un producto de la circulación del plusvalor (…) Considero a los canales por donde circula el plusvalor como las arterias por las que pasan todas las relaciones e interacciones que definen la totalidad dela sociedad. Comprender la circulación del plusvalor significa, de hecho, comprender la manera en que funciona la sociedad.» (p. 328; el destacado es nuestro)

La revolución urbana, Henri Lefebvre

En el Occidente europeo tiene lugar en un momento dado un «acontecimiento» enorme y, no obstante latente, por así decir, ya que pasa inadvertido. El peso de la ciudad en el conjunto social llega a ser tan grande que dicho conjunto bascula. En la relación entre la ciudad y el campo la primacía correspondía aún a este último: a sus riquezas inmobiliarias, a los productos de la tierra, a la población establecida territorialmente (poseedores de feudos o de títulos nobiliarios). La ciudad conservaba, con respecto al campo, un carácter heterotópico, caracterizado tanto por las murallas como por la separación de sus barriadas. En un momento dado, se invierten esas variadas relaciones; la situación cambia. Nuestro eje debe reflejar el momento capital en que se realiza ese cambio, ese derrumbamiento de la heterotopía. Desde entonces, la ciudad ya no se considera a sí misma, ni tampoco por los demás, como una isla urbana en el océano rural; ya no se considera como una paradoja, monstruo, infierno o paraíso, enfrentada a la naturaleza aldeana o campesina. Penetra en la conciencia y en el conocimiento como uno de los términos —igual al otro— de la oposición «ciudad-campo». ¿El campo?: ya no es más —nada más— que «los alrededores» de la ciudad, su horizonte, su límite. ¿Y las gentes de la aldea? Desde su punto de vista ya no trabajan para los señores terratenientes. Ahora producen para la ciudad, para el mercado urbano. Y si bien saben que los negociantes de trigo o de madera los explotan, no obstante, encuentran en el mercado el camino de la libertad. (p. 17)

A dicho proceso habría que sumarle, claro, muchos otros, igual de importantes: «el emplazamiento del mercado se convierte en el centro. Sustituye y suplanta al lugar de reunión (ágora, fórum). En torno al mercado, convertido en algo fundamental, se agrupan la Iglesia y el Ayuntamiento (dominado por la oligarquía de mercaderes), con su torreta o su campanil, símbolo de libertad. Obsérvese cómo la arquitectura sigue y refleja la nueva concepción de la ciudad. El espacio urbano se convierte en el enclave donde se opera el contacto entre las cosas y las gentes, donde tiene lugar el intercambio.» (p. 16) En esta época, de hecho, «el intercambio comercial se convierte en función urbana: dicha función ha hecho que surja una forma (o unas formas arquitectónicas y urbanísticas) y, a partir de ellas, una nueva estructura del espacio urbano» (p. 17).

La revolución urbana (publicada por Lefebvre en 1970, leemos la edición de Alianza Editorial de 1972 traducida por Mario Nolla) marca el punto central de las reflexiones del filósofo Henri Lefebvre sobre la cuestión urbana. El pistoletazo de salida lo dio en 1968 con El derecho a la ciudad (de la que habrá una segunda edición en 1972), a la que siguieron De lo rural a lo urbano (1970), este La revolución urbana, el mismo año, y, tras las críticas de Manuel Castells con La cuestión urbana (1972), el mucho más denso y monumental La producción del espacio, al que hemos vuelto innumerables veces y al que otros autores se han referido sin cesar (por citar sólo dos que hemos leído recientemente: Harvey y Soja).

La revolución urbana es la constatación de que se ha producido un cambio: se pasó de la ciudad política (medieval y anterior) a la ciudad comercial cuando la industria, que en principio se había situado en «la no-ciudad, ausencia o ruptura de la realidad urbana», es decir, cerca de las fuentes de energía (agua o carbón) y de la materias primeras (metales, textiles) y se acaba aproximando a las ciudades «para acercarse a los capitales y a los capitalistas, a los mercados y a la mano de obra abundante» (p. 19). Ahí, en ese proceso entre la ciudad comercial y la industrial, se da la «inflexión de lo agrario hacia lo urbano»: se rompe la distinción entre uno y otro y todo pasa a ser urbano, puesto que el campo se concibe como lugar no-ciudad, como oposición a la ciudad, pero está igualmente urbanizado o preparado para ser producido.

Por tejido urbano no se entiende, de manera estrecha, la parte construida de las ciudades, sino el conjunto de manifestaciones del predominio de la ciudad sobre el campo. Desde esa perspectiva, una residencia secundaria, una autopista, un supermercado en pleno campo forman parte del tejido urbano.

Pero, tras la inflexión de lo agrario hacia lo urbano y el surgimiento de la ciudad industrial aún se da otro paso, que Lefebvre denomina fase crítica y a la que se refiere como revolución urbana: «el conjunto de transformaciones que se producen en la sociedad contemporánea para marcar el paso desde el período en el que predominan los problemas de crecimiento y de industrialización (modelo, planificación, programación) a aquel otro en el que predominará ante todo la problemática urbana y donde la búsqueda de soluciones y modelos propios a la sociedad urbana«. La industrialización, que hasta ahora ha dirigido el curso de las ciudades y el trazado urbano, con sus problemas de aglomeración, diseminación de la mano de obra, extrarradios y urbanizaciones, «se convierte en realidad dominada a través de una crisis profunda, al precio de una enorme confusión, en el curso de la cual se confunden lo pasado y lo presente, lo mejor y lo peor» (p. 22).

Lo urbano (abreviación de «sociedad urbana») se define, pues, no como realidad consumada, situada en el tiempo con desfase respecto de la realidad actual, sino, por el contrario, como horizonte y como virtualidad clasificadora. Se trata delo posible, definido por una dirección, al término del recorrido que llega hasta él. (p. 23)

Lo urbano se refiere, pues, no a la ciudad, sino a las relaciones que genera, una realidad social magmática y confusa, nunca estructurada sino en proceso de. De hecho, sin ir muy lejos, y teniendo en cuenta la fecha de publicación, La revolución urbana podría muy bien estar preconfigurando las relaciones tardocapitalistas. Lefebvre se niega a hablar de sociedad post-industrial, pero deja claro que se refiere a ella; que es consciente, como también lo fueron otros por la época (Touraine, Daniel Bell) de que la sociedad industria iba dejando paso a algo distinto. El libro se convierte, por lo tanto, en una reflexión sobre el cambio y las formas posibles de abordarlo; algo que no culminará hasta La producción del espacio, aunque, matizado por las críticas de Castells, lo hará en una dirección distinta, sentando las bases filosóficas para comprender hasta qué extremos llega esa producción espacial.

A favor de la calle. En la escena espontánea de la calle yo soy a la vez espectáculo y espectador, y a veces, también, actor. Es en la calle donde tiene lugar el movimiento, de catálisis, sin los que no se da vida humana, sino separación y segregación, estipuladas e inmóviles. Cuando se han suprimido las calles (desde Le Corbusier, en los «barrios nuevos»), sus consecuencias no han tardado en manifestarse: desaparición de la vida, limitación de la «ciudad» al papel de dormitorio, aberrante funcionalización de la existencia. La calle cumple una serie de funciones que Le Corbusier desdeña: función informativa, función simbólica y función de esparcimiento. Se juega y se aprende. En la calle hay desorden, es cierto, pero todos los elementos de la vida humana, inmovilizados en otros lugares por una ordenación fija y redundante, se liberan y confluyen en las calles, y alcanzan el centro a través de ellos; todos se dan cita, alejados de sus habitáculos fijos. Es un desorden vivo, que informa y sorprende. Por otra parte, este desorden construye un orden superior: los trabajos de Jane Jacobs han demostrado que la calle (de paso y preventiva) constituye en los Estados Unidos la única seguridad posible contra la violencia criminal (robo, violación, agresión). Allí donde desaparece la calle, la criminalidad aumenta y se organiza. La calle y su espacio es el lugar donde un grupo (la propia ciudad) se manifiesta, se muestra, se apodera de los lugares y realiza un adecuado tiempo-espacio. Dicha apropiación muestra que el uso y el valor de uso pueden dominar el cambio y el valor de cambio. (…)

En contra de la calle. ¿Un lugar de encuentros?, quizá, pero ¿qué encuentros? Aquellos que son más superficiales. En la calle se marcha unos junto a otros, pero no es lugar de encuentros. En la calle domina el «se» (impersonal), e imposibilita la constitución de un grupo, de un «sujeto», y lo que la puebla es un amasijo de seres en búsqueda… ¿De qué? El mundo de la mercancía se despliega en la calle. La mercancía, que no ha podido limitarse a los lugares especializados, los mercados (plazas, abastos), ha invadido toda la ciudad. (…) ¿Qué es, pues, la calle? Un escaparate, un camino entre tiendas. La mercancía, convertida en espectáculo (provocante, incitante), hace de las gentes un espectáculo, unos de otros. Aquí, más que en cualquier sitio, el cambio y el valor de cambio dominan al uso hasta reducirlo a algo residual. (…) El paso por la calle es, en tanto que ámbito de las comunicaciones, es obligatorio y reprimido al mismo tiempo. En caso de amenaza, las primeras prohibiciones que se dictan son las de permanecer y reunirse en las calles.

[…] Es por ello por lo que puede hablarse de una colonización del espacio urbano, colonización que se lleva a cabo en la calle a través de la imagen de la publicidad y el espectáculo de los objetos: a través del «sistema de los objetos» convertidos en símbolo y espectáculo. (p. 25-8)

Los sociólogos de la ciudad, Gianfranco Bettin

Los sociólogos de la ciudad es un libro de Gianfranco Bettin de 1979 que trataba de sistematizar los conocimientos de la sociología urbana hasta dicha fecha. No era una época casual: tanto Lefebvre como Castells ya habían publicado (el primero prácticamente toda su obra, el segundo acababa de empezar pero ya había dado un par de golpes sobre la mesa con Problemas de investigación en sociología urbana (1971) y La cuestión urbana (1972)). Bettin hace una relectura de los principales autores que han investigado el hecho urbano, y ahí surge el que, si acaso, es el único reproche que le podemos hacer: que muchos de esos lugares ya los hemos transitado. Pero eso no es, ni mucho menos, un reproche hacia su obra o hacia sus análisis, por lo que éste se convierte en un muy buen manual para interesarse por la materia.

Bettin dedica los tres primeros capítulos a analizar, a fondo, a tres autores que se podrían considerar precursores de la sociología urbana, si bien dos de ellos no estudiaron, per se, el hecho urbano: Weber con La ciudad y su análisis de la ciudad medieval, y Marx y Engels, que, si bien no entraban directamente en el hecho, no olvidemos que tanto la burguesía como el proletariado son clases evidentemente urbanas. Además, Engels dedicó toda una obra al problema de la vivienda, por lo que eran manifiestamente conscientes de las condiciones urbanas en que se vivía. El tercer autor sí que se centró en el hecho urbano, en concreto, en la forma en que la mente de los habitantes de la ciudad deja de lado el pensamiento emocional y se centra en una actitud racional, marcada por el dinero y por el hastío ante tanto estímulo. Sí: se trata de Simmel, la actitud blasé del ciudadano y la obra Las grandes urbes y la vida del espíritu (o Las metrópolis y la vida mental, depende de la traducción).

La Escuela de Chicago merece dos capítulos: el primero, dedicado a la ecología urbana de Park, Burgess y McKenzie, al estudio de las áreas naturales y a los diagramas de anillos concéntricos del tercero, que fueron evolucionando a medida que lo hacía su comprensión de la ciudad. El segundo está dedicado al urbanismo de Louis Wirth, del que ya leímos «El urbanismo como forma de vida«.

El sexto capítulo, y el que más nos interesa en el blog, trata los dos estudios que llevó a cabo el matrimonio Lynd en una «ciudad media» de Estados Unidos. La gracia del asunto es que hicieron el primer estudio antes del crack del 29 y el siguiente unos años después, con lo que pudieron comprobar, de primera mano, los cambios que habían sucedido. Los dos últimos capítulos tratan la obra de Henri Lefebvre y los primeros libros de Castells, que ya hemos reseñado en el blog, por lo que sólo los trataremos brevemente. Sin más preámbulo, vamos al estudio de los Lynd.

Las investigaciones de Robert y Helen Lynd representan dentro de este sector del trabajo sociológico una contribución pionera ya clásica que, sin embargo, sigue teniendo el valor de un modelo al que es conveniente todavía referirse. Como ya es sabido, se trata de un estudio sobre una pequeña ciudad del Middle West, realizado en el curso de dos periodos importantes de la historia norteamericana moderna, caracterizados respectivamente por la difusión del proceso de industrialización en todo el territorio nacional y por la Gran Depresión. (p. 110)

Middletown: A Study in Modern American Culture, publicado en 1929, cubre el periodo entre 1890 y 1925, aproximadamente. El estudio empezó en 1924 y supuso bastante trabajo de campo en la ciudad de Muncie, en Indiana (aunque los autores no concretaron el lugar y hablaron de «una población de treinta y pico mil habitantes»). Durante sus observaciones, que cubren una época de bonanza y crecimientos económicos, los Lynd se dan cuenta de que existen dos grandes grupos sociales: la working class y la bussiness class. «En general, los miembros del primer grupo orientan sus actividades lucrativas especialmente hacia las cosas, utilizando instrumentos materiales en la fabricación de objetos y en el cumplimiento de servicios, mientras que los miembros del segundo grupo dirigen sus actividades hacia las personas, en particular, vendiendo o difundiendo cosas, servicios o ideas.» La clase «obrera» está constituida por el 71% de los sujetos económicamente activos y la clase «empresarial», por el 29% restante, y los Lynd constatan que «el simple hecho de haber nacido en una o en otra parte de la vertiente,constituida grosso modo por estos dos grupos, representa el factor cultural específico más significativo que influye en lo que una persona hace durante el día en el curso de su vida».

Enfocando en la clase obrera, se dan cuenta de que son los que más sufren las consecuencias de los cambios económicos. En general provienen de entornos campesinos y, en apenas una generación, la mayoría de sus constantes sociales cambian. Las mujeres, hasta entonces madres y esposas, deben buscar trabajo para adaptarse al nuevo entorno económico, con lo que ya no pueden ocuparse en la misma medida de la crianza de los hijos. Este papel recae en la educación, donde, sin embargo, los hijos de la clase obrera no pueden competir con los de la clase empresarial: los segundos tienen un coeficiente intelectual mayor (teniendo en cuenta que «distintas circunstancias sociales influyen en el nivel de inteligencia», por lo que suponemos que se mide como una variable coyuntural, no permanente).

Por otro lado, el trabajo de los obreros se lleva a cabo en entornos industriales, a menudo con máquinas. Su única valoración en el trabajo es la capacidad que tenga para resistir la repetición constante del vaivén de la máquina: dan igual su destreza o su actitud, por lo que, en general, el único valor proviene de su edad y mengua con el paso del tiempo. Además, y puesto que los obreros se convierten en una población flotante que migra en función de la demanda de trabajo, sus raíces con la comunidad son más débiles y habitan en las zonas menos agradables del lugar.

Por contra, los miembros de la bussiness class «participan activamente en la vida de varios círculos ciudadanos» e incluso «fundan nuevos círculos sobre la base paraprofesional», generando una vida asociativa entre ellos que «convierte a la bussiness class en la única clase social consciente de sus funciones y de sus intereses, es decir, organizada para una enérgica defensa frente al resto de la comunidad» (p. 115).

En cuanto a la movilidad social, se llega a una conclusión unívoca: no existe.

La movilidad social es un valor-mito, un elemento cultural que forma parte de una ideología tradicional que ya no tiene sentido, desmentida por la realidad de manera muy clara sobre todo en esta primera fase de expansión capitalista. Los obreros no sólo no tienen la posibilidad concreta de abandonar su condición de asalariados y de transformarse en pequeños empresarios, puesto que el mercado está ya controlado por empresas mecanizadas, con abundancia de capital, sino que incluso en el ámbito del trabajo de fábrica tienen muy pocas oportunidades de mejorar. Y esto ocurre por dos motivos: la no disponibilidad de puestos de encargados y la tendencia, debido al desarrollo del sistema administrativo, a emplear a niveles intermedios personales técnicamente preparados; el obrero común, totalmente agotado por su trabajo cotidiano, no tiene ni tiempo ni energía para adquirir este tipo de conocimiento. (p. 116)

Por ello, la clase obrera suele volcar sus esperanzas en la educación, para que sus hijos sí que disfruten de esa ansiada movilidad social, aunque también luego ahí encontrarán escollos, puesto que no es su «destino natural». «Se puede decir entonces que en Middletown no existe conflicto de clase. Es más correcto hablar de convivencia, una convivencia basada en la distancia social y en la indiferencia. La confrontación cotidiana entre las clases, en muchas áreas de la vida comunitaria, no se traduce en un conflicto abierto organizado; ni siquiera podemos decir que el conflicto esté latente» (p. 116).

En 1935, los Lynd vuelven a Muncie para comprobar los efectos de la crisis sobre la población. El estudio resultante, Middletown in Transition: A Study in Cultural Conflicts se publicará en 1937. Este segundo estudio lo llevaron a cabo muchos menos investigadores que el primero, por lo que no es tan exhaustivo. El gran foco se centra en la familia X, una determinada familia que ejerce un gran poder sobre la comunidad.

La crisis llega a Middletown algo más tarde que a las grandes capitales norteamericanas pero, cuando lo hace, arrasa entre los obreros: uno de cada cuatro pierde el empleo durante el primer año. La clase empresarial, sin embargo, se obceca empecinadamente en negarse a aceptar la existencia de dicha crisis. Pero, cuando los obreros empiezan a sindicarse y a organizarse, la clase empresarial «reaccionará incrementando la organización interempresarial e intentará desalentar por todos los medios la organización de la mano de obra. Se extiende también un credo cívico basado en tres principios relacionados entre sí, según los cuales una producción en función del provecho, una ciudad sin sindicatos y «un mercado favorable al trabajo» (es decir, con una oferta de mano de obra que exceda a la demanda) son las condiciones necesarias para salvaguardar el interés común y el bienestar de toda la ciudad» (p. 118).

Por otro lado, la estructura de clases, tan clara en los años 20, se ha complicado bastante (aunque esta parte es algo vaga, seguramente porque los Lynd no pudieron recabar datos definitivos). Cada una de las dos clases anteriores se ha dividido en tres subgrupos, a saber:

  • un grupo pequeño de banqueros, grandes empresarios y directores de empresas nacionales con sede local, que orbita alrededor de la familia X y se define como el núcleo de la anterior clase empresarial; «actúa como grupo de control y fija también los estándares comunitarios de comportamiento de consumo y tiempo libre»;
  • un segundo grupo formado por empresarios menos relevantes, comerciantes o profesionales liberales que también actúa como grupo socialmente homogéneo y que, en ocasiones, se opone a las decisiones del grupo anterior, aunque en otras lo apoya de forma férrea;
  • un grupo residual dentro de la clase empresarial, que siguen formando parte de ella pero nunca alcanzarán el «nivel» de los dos grupos anteriores;
  • el cuarto grupo lo forma la «aristocracia local obrera», es decir, los capataces de fábrica, por ejemplo, que coincide en estándares de vida y en aspiraciones con «la clase media asalariada»;
  • el quinto estrato son los obreros, en el sentido más amplio;
  • y el sexto estrato lo forman el subproletariado y obreros sin trabajo estable.

Pero en la estructura de Middletown, a medida que se vuelve más compleja, también influyen otros factores, como ser o no miembro de una «vieja familia», que confiere un determinado prestigio social; o las creencias religiosas o ser blanco o negro, «la línea de división más profunda que la comunidad admite ciegamente» (p. 123). A medida que la población crece (pasó de los 36.500 habitantes del primer estudio a cerca de 47.000 en el segundo), la cohesión social se reduce. Despunta entonces el primero de los seis grupos analizados, el de las mayores rentas (y la familia X), que luchan con mayor denuedo por mantener la unidad social que, «aunque se trate de un objetivo que se alcanza sólo aparentemente, será perseguido para poder mantener un nivel de integración que permita a los pocos que ostentan el poder conservarlo y ejercerlo sin molestias.

Por un lado, éstos se preocuparán de «invocar cada vez más toscos símbolos emotivos de tipo no selectivo que les permitan guiar a las masas» y, por otro lado, representan la única fuente autorizada de ideologías y símbolos para la comunidad, la cual no será ya capaz de dar vida de forma espontánea y desde abajo a una cultura autónoma e independiente. (p. 124)

Es decir: a medida que la estructura social se vuelve más y más compleja, sólo los grupos de poder ya organizados y con medios suficientes son capaces de establecer los temas y símbolos de cohesión de la totalidad, que pueden, o bien aferrarse a ellos, o bien rechazarlos; pero que se ven forzados a una toma de posición frente a ellos.

Bettin acaba elogiando el hecho de que, a diferencia de la Escuela de Chicago, que pretendía obtener conclusiones universales aplicables a toda ciudad a partir del estudio de la capital de Illinois, los Lynd «tienen tendencia a restringir el ámbito de aplicación de su interpretación sociológica a la comunidad local que les ha proporcionado el material de observación empírica».

El siguiente capítulo está dedicado a la obra de Lefebvre, (La producción del espacio, El derecho a la ciudad), de la que citamos sólo algunas frases:

  • «La urbanización total es la hipótesis guía de Lefebvre: la historia de la sociedad se traduce en movimiento hacia su progresiva urbanización.» (p. 126)
  • «La industria se somete a la urbanización que ella misma ha provocado, y esta fase es la que confiere significación a la revolución urbana, fase de transición que desembocará en una nueva era: lo urbano, que representa el final de la historia.» (p. 128)
  • La naturaleza social de las fuerzas productivas se vislumbra hoy en la producción social del espacio. La producción del espacio no es ciertamente un hecho históricamente nuevo; los grupos dominantes plasmaron siempre su espacio urbano. El hecho nuevo, en cambio, es evidente en la extensión sin precedentes de la actividad productiva, donde el capitalismo está interesado en emplear el espacio en la producción de plusvalía.» (p. 131)
  • «El urbanismo olvida las necesidades sociales; víctima del fetichismo del espacio se ilusiona en crear el espacio, pensando que de este modo controlará también de la mejor manera la vida cotidiana y creará nuevas relaciones sociales entre los habitantes de la ciudad.» (p. 132)

La nueva cuestión urbana, Andy Merrifield

La neohaussmanización es un nuevo capítulo en la vieja historia de la reurbanización, del divide y vencerás por medio del cambio urbano, de la alteración y mejora del entorno físico urbano para alterar el entorno social y político. Lo mismo que ocurrió en el París de mediados del siglo XIX está ocurriendo ahora globalmente, no sólo en las grandes capitales y debido a fuerzas político-económicas poderosas a nivel municipal y nacional, sino en todas las ciudades, de la mano de las élites financieras y corporativas de todo el mundo, con el apoyo de sus respectivos gobiernos. Aunque estas fuerzas de clase dentro y fuera del gobierno no siempre están conspirando de forma consciente, crean una ortodoxia global, que a su vez crea y rasga un nuevo tejido urbano que cubre el mundo. (p. 16)

En este nuevo «tejido urbano», término que el geógrafo y urbanista inglés Andy Merrifield prefiere al de «ciudades», las luchas no son entre un centro y una o múltiples periferias sino que «hay centros y periferias en todas partes, ciudades y suburbios dentro de ciudades y suburbios, centros geográficamente periféricos, periferias que de pronto se convierten en nuevos centros».

En los años 70 se habló de una «nueva sociología urbana». Durante los años 50 y 60 (estamos citando a Fernando Ullán de la Rosa en Sociología Urbana) surgieron nuevas temas que la sociología anterior no tenía claro cómo abordar: por un lado, la lucha de «clases tradicional» había quedado desdibujada por una suave pátina de clase media donde los obreros no se reconocían como tales y donde las clases liberales habían perdido poder adquisitivo; además, muchos de los fenómenos que hasta entonces sólo había sucedido en entornos urbanos se daban también en entornos rurales. A todo ello, se le sumaban numerosas revoluciones culturales (los hippies, Mayo del 68) encabezadas, no por proletarios oprimidos, sino por clases medias o estudiantes. Esta nueva sociología urbana estuvo comandada por dos nombres: Lefebvre, que acuñó los conceptos de producción del espacio o el derecho a la ciudad, y Castells, que en 1974 publicó La cuestión urbana. En ella trataba de desentrañar la importancia de las ciudades en la sociedad y descartaba muchos de los efectos que se le atribuían, que para él estaban más basados en ideología que en datos empíricos, y situaba las ciudades como los lugares donde se daba el «consumo colectivo» (viviendas, escuelas, hospitales, transporte público). Estos bienes eran esenciales para la reproducción de la fuerza del trabajo y por ello el Estado velaba por ellos y, de ese modo, «el Estado media en la lucha social y de clase, la suaviza y la desvía, la absorbe, al interponerse entre el capital y el trabajo en el contexto urbano».

Sin embargo, y tras las crisis económicas de los 70, sucedió lo impensable: el Estado no sólo dejó de «financiar los artículos de consumo colectivo, esenciales para la reproducción social, funcionales para el capital y tan necesarios para la supervivencia global del capitalismo», sino que además «empezó a apoyar ideológica y materialmente al capital, sobre todo al capital financiero y mercantil, y se planteó una nueva cuestión urbana». Castells, en palabras de Merrifield, «sintió que debía abandonar no sólo su antigua cuestión urbana sino también al marxismo» y se centró en un nuevo sujeto: los movimientos sociales urbanos.

Pero el planteamiento de Castells, según Merrifield, estaba equivocado en que el espacio urbano no es un sujeto pasivo donde se da la reproducción de la fuerza de trabajo, sino «un espacio saqueado productivamente por el capital»; posición mucho más afín a la del oponente intelectual de Castells en los 70, Lefebvre, para quien todo espacio estaba producido y sólo podía ser aprehendido mediante el estudio del sistema productivo de su época. A todo este proceso de saqueo que no ha hecho más que agudizarse en las ciudades Merrifield lo denomina neohaussmanización. Y de ahí también el título de su obra: La nueva cuestión urbana (2014, traducción de Gema Facal Lozano).

Sin embargo, donde Lefebvre defendía el derecho a la ciudad como uno básico (y colectivo) de los ciudadanos, Merrifield considera la defensa de este derecho como algo vacío sino va apoyada por reivindicaciones más concretas. «El guardián de la ley siempre le atribuye violencia a aquel que la infringe» o, como dirá unos párrafos mas adelante: «la justicia es «lo ventajoso para el poderoso», lo que beneficia al más fuerte, que luego se consagra en las cortes». Por todo ello, Merrifield defiende una revuelta y se plantea, en gran parte del libro, la mejor forma de llevarla a cabo.

Y es una pena porque temas más que interesantes, como la progresiva privatización del espacio público, la reconversión de los centros de las ciudades en lugares amables y benevolentes para turistas o clases creativas, la gentrificación, la expulsión a la periferia de los trabajadores de los servicios y tantos otros, quedan algo diluidos en reflexiones más o menos acertadas sobre cómo percibía Debord París o sobre cómo Eric Hazan echa de menos su visión de la ciudad. Es posible que Merrifield, autor prolífico, haya tratado sobre estos temas en publicaciones anteriores (lo ha hecho sobre Lefebvre o Debord y tenemos ganas de leer su Metromarxismo: una historia marxista de la ciudad), pero la sensación es que la idea original del libro, una nueva reflexión sobre la cuestión urbana actual, queda algo disuelta.

Por un lado, hay que ocupar esos espacios vacíos y recuperarlos, reconstruirlos a partir de una imagen común, reinventarlos como espacios de encuentros, de desarrollo de afinidades, en los que la venta minorista pueda florecer entre tanta venta de sobreacumulación y devaluación. Estos espacios devaluados pueden revalorizarse y convertirse en calles principales en el límite, nuevos centros de vida urbana con espacios verdes, con pequeñas fincas ecológicas, con vivienda social, autogestionada pensando en las personas y no el beneficio. Por fin, la destrucción creativa podría dar pie a creatividad libre y sin patentar.

Por otro lado, el impulso externo de la insurrección debe seguir ocupando los espacios del 1%, de la aristocracia financiera y corporativa, debe seguir luchando contra los bancos, las instituciones financieras y las corporaciones que lideran la neohaussmanización… (p. 72)

Por un lado, el problema es la distinción entre buenos y malos: los que tienen una vivienda social y ecológica son buenos frente a los bancos, que son malos; ¿en qué punto un operador de un banco se vuelve malo? Y, si comprar en Amazon promueve trabajos con pésimas condiciones laborales y muy poco ecológicas, ¿un trabajador de Amazon es malo?, ¿un habitante responsable de una ecoaldea es malo si compra en Amazon?, ¿si vende ahí sus productos? El debate nunca es tan sencillo.

Por otro lado, Merrifield propone obstruir los flujos de mercancías y capital que ahora ocupan lo urbano, es decir, prácticamente todo el tejido urbano, todo aquello que los flujos de capital consideren, en algún momento determinado, valioso; todo lo que conviertan en central (opuesto a periferia) y sea rentable. El ejemplo que propone es cuando Occupy Oakland ocupó, en 2011, el quinto puerto más grande de Estados Unidos, «paralizando ingresos de hasta 27.000 millones de dólares anuales, golpeando duramente a los aristócratas donde más les duele: en sus bolsillos, en la tierra».

El problema es que las consecuencias no las pagan los aristócratas: o se socializan o se imponen sobre el pueblo. Quienes pagarán esos 27.000 millones de dólares son los trabajadores, que verán sus condiciones laborales rebajadas; o los clientes, que verán el precio de sus productos aumentado. «En el pasado, el modus operandi válido consistía en sabotear el trabajo, reducir su velocidad, romper las máquinas, hacer huelgas de celo; eran un arma eficaz para obstaculizar la producción y bloquear la economía. Ahora, el espacio de circulación urbana del siglo XXI, la corriente incesante y a menudo sin sentido de mercancías y personas, de información y energía, de coches y de comunicación, es una dimensión ampliada de la «fábrica social completa» y, por tanto, se puede aplicar el principio del sabotaje.» (p. 87)

Ojo: de nuevo teniendo en cuenta dónde caen las consecuencias. Vienen a la mente dos sabotajes actuales:

  • el primero, el bloqueo por el barco Ever Given del canal de Suez, algo, por su magnitud, alejado de la capacidad de la mayoría de ciudadanos, cuyos efectos recaerán, sobre todo, directamente en las personas, al aumentar el precio de los productos; y queda como reflexión que el 10% del tráfico marítimo mundial ha quedado obstruido por un único incidente;
  • por el otro lado, la pugna entre los fondos de inversión y los usuarios del hilo WallStreetBets de reddit a propósito de las acciones en corto de GameStop. Unos cuantos usuarios, ni siquiera especialmente bien organizados, hicieron perder a un fondo de inversión 2.750 millones. Se trata de dinero volátil, el capital en estado puro y convertido en flujo; y los vencieron usando los mismos sistemas legales que ellos usan (pese a las protestas de muchos de los multimillonarios de los fondos, que de repente pedían al Estado que los protegiese y anulase esas «acciones fraudulentas»; mismas acciones que, cuando ellos llevan a cabo y les suponen cantidades enormes de dinero, no les parecen tan ilícitas). Se abre una nueva vía de oposición al capital: jugar a su mismo juego pero siendo muchos usuarios y subvirtiendo las normas; algo similar a lo sucedido con Napster, emule o torrent; y cabe recordar que, en todos esos casos de usos de la multitud de productos que la industria quería rentabilizar, siempre se ha acabado legislando a favor del capital.

Por otro lado, nos viene a la mente la reflexión de Marc Augé sobre los no lugares cuando Merrifield hace distinciones entre, por ejemplo, el espacio activo y el espacio pasivo: «el espacio [en el siglo XXI] no se dividirá entre lo púbico y lo privado, sino entre lo pasivo y lo activo: entre un espacio que fomenta el encuentro activo de las personas y un espacio que se resigna a los encuentros pasivos, no públicos sino «prático-inertes» de Sartre» (…) Para que los espacios urbanos cobren vida (…) tienen que manifestar relaciones sociales dinámicas entre las personas, entre las personas de allí y de otras partes, de otros espacios urbanos, dando vida también a estos otros espacios…» (p. 149).

Decía Augé que los espacios no entran nunca de forma total en una categoría: un lugar puede ser a la vez antropológico y no lugar en función de quienes lo transiten o habiten; un aeropuerto es no lugar para los viajeros y lugar para los trabajadores. Del mismo modo, el centro comercial en Estados Unidos se vio como el lugar que destruía el espacio público por antonomasia en la sociología de los años 50; pero también era el lugar donde toda una generación socializaba con los suyos. Del mismo modo, Delgado lamenta en Elogi del vianant la destrucción de una Barcelona obrera y reivindicativa perdida tras las sucesivas capas de pintura burguesas y gentrificadoras que ha sufrido la ciudad para convertirse en un bonito escaparate al público turista; pero incluso en esos barrios desolados, pasivos, en palabras de Merrifield, los barceloneses podrán hacer vida y ciudad. Tal vez de un modo distinto a sus ancestros; pero la harán, porque «the Street finds its own used for things», que decía Gibson. Lo cual no invalida ni la reflexión de Merrifield ni la de Delgado ni nos impide lamentarnos por la destrucción del espacio público en los centros comerciales al haber sido privatizado y tener un acceso restringido; pero sí es un aviso para evitar las dicotomías en temas complejos.

A parte de estos temas, nos quedamos con un par más de reflexiones del libro:

  • La concepción del espacio de Lefebvre: «es global, fragmentado y jerárquico, todo al mismo tiempo. Es un mosaico increíblemente complejo, puntuado y texturizado por los centros y las periferias, pero un mosaico cuyo «patrón» está definido en el fondo por la forma de la mercancía.» (p. 36)
  • «Uno de los principales puntos de divergencia entre La cuestión urbana de Castells y Justicia social y la ciudad de Harvey, y el motivo por el cual el segundo ha tenido una vida más larga y radical, es que en el análisis de Harvey la ciudad asume un significado mucho más dinámico. Es un instrumento productivo más que reproductivo dentro del capitalismo, un escenario activo más que reactivo. Mientras Castells habla de la reproducción de la fuerza de trabajo y de vivienda asequible y de servicios públicos de barrio dentro de las dinámicas básicas de la reproducción social, Harvey enfatiza el suelo urbano como mercancía, como un lugar para la apropiación de rentas. La ciudad, desde su enfoque, es en sí misma un valor de cambio, está lista para la bolsa y para su explotación en la cartera de inversiones.» (p. 55)

La producción del espacio (y III)

Con esta tercera entrada acabamos la lectura de La producción del espacio, del filósofo Henri Lefebvre. En la primera entrada reflexionamos sobre la tríada de la práctica espacial (el espacio percibido), las representaciones del espacio (el espacio concebido) y los espacios de representación (lo vivido); en la segunda, cómo el espacio, más que crearse, ocuparse, desarrollarse… se produce.

Socialmente hablando, el espacio posee una doble «naturaleza», una doble «existencia» general (para toda sociedad dada). De un lado, uno (es decir, cada miembro de la sociedad considerada) se refiere a sí mismo, se sitúa en el espacio; tiene para sí y ante sí una inmediatez y una objetividad. Se pone en el centro, se designa, se mide y se emplea a sí mismo como patrón de medida. Es el «sujeto». El status social — asumiendo una hipótesis de estabilidad, por tanto de definición en y por un estado— implica un rol y una función: una identidad individual y pública. También conlleva un lugar, una ubicación, una posición en sociedad. (p. 229)

La percepción del espacio como ente social empieza desde uno mismo y el lugar que ocupa: «el espacio -mi espacio- no es el contexto en que constituyo la textualidad; es en primer lugar mi cuerpo, y después el homólogo de mi cuerpo, el «otro» que le sigue como su reflejo y su sombra».

A partir de aquí, Lefebvre inicia una reflexión sobre el desarrollo de la noción del espacio a lo largo de la historia occidental, especialmente desde su concepción griega y romana y su paso a las sociedades feudales.

La cuna del espacio absoluto, el origen (si se quiere emplear este término) es un fragmento del espacio agro-pastoral: un conjunto de lugares nombrados y trabajados por los campesinos o por los pastores nómadas o seminómadas. En un momento dado, una parte de dicho espacio recibe un destino diferente, debido a la acción de los señores o conquistadores. Desde entonces se antoja trascendente, sagrado (marcado por potencias divinas), mágico y cósmico. La paradoja es, sin embargo, que tal espacio no deja de ser percibido como naturaleza; es más, su misterio, su carácter dual —sacro y maldito—, se atribuyen a las fuerzas de la naturaleza, aunque la acción del poder político ejercida en él lo sustraiga del contexto natural, adquiriendo su nuevo sentido mediante esa ruptura. (p. 275)

La ciudad vive del campo circundante; extrae un tributo de ellos. Sin embargo, al volverse ciudad-Estado, «establece un centro fijo y se constituye en centro, lugar privilegiado»; «la ciudad se afirma contemplándose desde lo alto de sus torres, desde sus puertas, desde sus campanarios, en el paisaje que ella modela: su obra». El ejemplo clásico que da Lefebvre es el monumento, punto de confluencia pero también piedra de toque que modifica la significación del espacio:

El espacio social, el de la práctica espacial, el de las relaciones sociales de producción, del trabajo y del no-trabajo —relaciones más o menos codificadas—, este espacio social se condensa en el espacio monumental. El concepto de «condensador social» acuñado por los arquitectos rusos entre 1920 y 1930 posee un alcance general. Las «propiedades» de una textura espacial se concentran en torno a un punto: santuario, trono, sede, sillón presidencial, etc. Así, cada espacio monumental deviene soporte metafórico y cuasi metafisico de una sociedad en virtud de un juego de sustituciones donde lo religioso y la política cambian simbólicamente (y ceremonialmente) sus atributos —los atributos del poder—. En este sentido, la fuerza de lo sagrado y la consagración de la fuerza se transfieren y refuerzan recíprocamente. La cadena horizontal de lugares en el espacio es sustituida por una superposición vertical, una jerarquía que sigue su propio camino para acceder al lugar del poder, a la disposición de esos lugares. Cualquier objeto tomado de la práctica cotidiana —un vaso, un sillón, una prenda— sufre un desplazamiento que lo transforma al transferirlo al espacio monumental, donde el vaso deviene forma sagrada; el traje, hábito ceremonial; y el sillón, asiento de la autoridad. (p. 267)

Basta pensar en un juicio o la asistencia a una ceremonia o un ayuntamiento: el comportamiento deviene formal al surgir la consciencia de que se está en lugar «imbuido» de poder.

Estos monumentos, por extensión todo símbolo del espacio absoluto, «se carga de sentidos que no se dirigen al intelecto sino al cuerpo, mediante amenazas, sanciones y emociones». El espacio absoluto surge en los lugares sagrados, en el templo, «en una modesta iglesia de aldea». «La casta sacerdotal dispone de él.» Esta significación se modifica primero en Grecia, que disponían de una noción de unidad y de orden que no hacía distinciones claras entre forma y estructura. «Entre los griegos la construcción y el arte no son sino una y la misma cosa», cita Lefebvre a Viollet-le-Duc. Son los romanos los primeros que establecen la distinción entre el principio masculino ordenador y jerarquizados y el principio femenino de lo sutil y la reproducción que subyace en lo profundo.

Cuando la paternidad impuso su ley jurídica (la Ley) a la maternidad, la abstracción se erigió en ley del pensamiento. La dominación del Padre sobre el suelo, los bienes, los niños, los siervos y los esclavos, las mujeres, introdujo y supuso la abstracción. A la esfera femenina se le asignó la experiencia inmediata, la reproducción de la vida (indiscerniblemente mezclada, al principio, con la producción agrícola), el placer y el dolor, la tierra y el abismo. Ese poder patriarcal estaba acompañado por la imposición de una ley de signos sobre la naturaleza, mediante la escritura y las inscripciones, mediante la piedra. El paso del principio de maternidad (todavía importante en las relaciones de consanguinidad) al predominio de la paternidad implicó la constitución de un espacio mental y social específico; al mismo tiempo que con el avance de la propiedad privada del suelo se impuso su división de acuerdo a principios abstractos que determinaban a la vez los límites de las propiedades y el estatuto de ios propietarios. (p. 284)

«La Villa romana, perteneciente a un propietario latifundista, ya no tenía nada de lugar sagrado. Realizaba en el espacio agropastoral la práctica social codificada, legalizada, de la propiedad privada del suelo.» Es esta villa y su posterior evolución a lo largo de la baja edad media en las formas feudales lo que dio lugar a un nuevo espacio la creadora de «un nuevo espacio (…) de gran porvenir en Europa occidental».

En el siglo XVI se da un cambio en Europa consistente en el paso de la ciudad medieval al «establecimiento de los sistemas urbanos», ligado al «efecto arquitectónico en una unidad de composición y estilo». Las ciudades dejan de crecer «añadiendo un edificio a otro» y pasan a ser concebidos desde una óptica política.

Desde el siglo XII al siglo XIX las guerras giraron en torno a la acumulación. Gastaron las riquezas y contribuyeron a incrementarlas, pues la guerra ha acrecentado siempre las fuerzas productivas y ha perfeccionado las técnicas, utilizándolas para la destrucción. Apuntando a los territorios de inversión, las guerras eran en sí mismas las mayores inversiones y las más provechosas (…) El espacio de la acumulación capitalista se animó y se colmó progresivamente. Se denomina admirativamente a esta acumulación como «historia». Se ha explicado este proceso mediante todo tipo de motivaciones: los intereses dinásticos, las ideologías, las ambiciones de los grandes, la formación de los Estados nacionales, la presión demográfica, etc. Se penetra así en la búsqueda incesante y el análisis de fechas y encadenamientos causales. ¿Acaso no podría proporcionar el espacio, lugar de encadenamientos cronológicos múltiples, un principio y una explicación tan aceptables como cualesquiera otros? (p. 313)

«Antes del capitalismo, la violencia desempeñó un papel extraeconómico; con el capitalismo y el mercado mundial, la violencia asumió un rol económico en el proceso de acumulación. Y es de ese modo como lo económico se convirtió en la esfera dominante.»

Así se establece en el espacio la trinidad capitalista «tierra-capital-trabajo», que no puede permanecer abstracta y que sólo puede concentrarse en un espacio institucional triple: en primer lugar, global o mantenido como tal, el de la soberanía, donde se despliegan las coacciones, por tanto espacio fetichizado, reductor de las diferencias; en segundo lugar,fragmentado, separador, disyuntivo, que localiza las particularidades, los lugares y las localizaciones, con el propósito de controlarlas y negociarlas; y por último, jerarquizado, que ubica los lugares despreciables y los nobles, los prohibidos y los soberanos. (p. 319)

La siguiente modificación del espacio se aprecia en los diseños propuestos por Le Corbusier: «El autor pretendía «libertad»: libertad de la fachada respecto al plan interior; libertad de la estructura respecto al exterior, libertad de la disposición de plantas y apartamentos respecto a la armadura edificada. En realidad lo que sucede es la fractura tí el espacio, la homogeneidad del conjunto arquitectónico concebido como «máquina para habitar» y hábitat del hombre-máquina, la desarticulación de elementos disociados los unos de los otros al tiempo que disocian el conjunto urbanístico, la calle, la ciudad.» Este espacio de la modernidad ya fue, por ejemplo, pintado por Picasso en Las señoritas de la calle Aviñón, rodeadas por un espacio que no es el que las rodea.

«La Bauhaus, al igual que Le Corbusier, expresó (es decir, formuló y realizó) las exigencias arquitectónicas del capitalismo de Estado.»

A modo de conclusión, el propio Lefebvre recoge:

Así pues, retomando una por una las categorías sin quebrar la articulación teórica, el espacio social:

(a) figura entre las fuerzas productivas, asumiendo el rol que antes desempeñaba la naturaleza original, a la que desplaza y suplanta;

(b) aparece como un producto privilegiado, a veces simplemente consumido (desplazamientos, viajes, turismo, ocio) como una enorme mercancía, y otras veces, en las aglomeraciones urbanas, consumido productivamente (como lo son las máquinas) en tanto que dispositivo productor de gran envergadura;

(c) se muestra políticamente instrumental dado que permite el control de la sociedad, y al mismo tiempo no deja de ser un medio de producción en virtud de su «ordenación» (la ciudad y la aglomeración urbana ya no son sólo obras y productos, sino medios de producción, suministrando vivienda, manteniendo la fuerza de trabajo, etc.);

(d) soporta la reproducción de las relaciones de producción y de propiedad (propiedad del suelo y del espacio, jerarquización de los lugares, organización de redes en función del capitalismo, estructuras de clase, exigencias prácticas);

(e) equivale prácticamente a un conjunto de superestructuras institucionales e ideológicas que no se presentan como tales: simbolismos, sistemas de significaciones (y sobre-sentidos) o, por el contrario, neutralidad aparente, insignificancia, renuncia semiológica y vacío (ausencia);

(f) contiene virtualidades — las potencialidades de la obra y la reapropiación— existentes en la esfera artística, primero, pero ante todo según las exigencias del cuerpo «deportado» fuera de sí, cuerpo cuya resistencia impulsa el proyecto de un espacio diferente (sea el espacio de una contra-cultura, sea un contra-espacio en el sentido de una alternativa utópica en principio al espacio «real» existente). (p. 382)

Nos quedamos con una última reflexión en las conclusiones que acerca bastante el planteamiento de Lefebvre al de uno de sus alumnos, Manuel Castells, con el que, sin embargo, divergían en bastantes puntos.

En cuanto a la mercancía, ni los kilogramos de azúcar ni los paquetes de café ni los metros de tela pueden pasar por el soporte material de su existencia general. Hay que tomar en consideración las tiendas y depósitos donde esas cosas son almacenadas y esperan; los barcos, los trenes, los camiones que las transportan y, por tanto, también los itinerarios. Ni siquiera considerando todos y cada uno de esos objetos se tiene aún el soporte material del mundo de la mercancía. La noción de «canal», derivada de la teoría de la información, como la de «repertorio», tampoco permiten definir dicho conjunto de objetos. Lo mismo puede decirse de la noción de «flujo». Hay que tener presente que esos objetos constituyen redes y cadenas de intercambio relativamente determinadas en un espacio. El mundo de la mercancía no tendría ninguna «realidad» sin esos puntos de fijación e inserción, sin su conjunto. Igualmente han de considerarse los bancos y las redes financieras para el mercado de capitales, para las transferencias de dinero y, de ahí, para la comparación y balance de los beneficios y el reparto de la plusvalía.

Al final de ese proceso se desemboca en el espacio planetario, con sus múltiples «capas», redes y vínculos: el mercado mundial y la división del trabajo que envuelve y desarrolla, el espacio de la informática, el de las estrategias, etc. Este espacio planetario comprende como niveles los de la arquitectura, el urbanismo y la planificación espacial.

El «mercado mundial» nada tiene de entidad soberana ni ha de concebirse como una realidad instrumental manipulada por los imperialismos con pleno y absoluto control. Sólido en algunos aspectos, frágil en otros, se desdobla en mercado de mercancías y mercado de capitales: este desdoblamiento impide atribuirle sin precaución la lógica o la coherencia. Se sabe que la división técnica del trabajo introduce complementariedades (operaciones encadenadas racionalmente) mientras que la división social genera disparidades, distorsiones y conflictos de forma presuntamente «irracional». Las relaciones sociales de producción no desaparecen en el marco «mundial»; al contrario, se reproducen. A través de las. interacciones, el mercado mundial perfila las configuraciones e inscribe sobre la superficie terrestre los espacios cambiantes regidos por las contradicciones y los conflictos.

Las relaciones sociales, abstracciones concretas, no poseen existencia real sino en y por el espacio. Su soporte es espacial. (p. 433)

La producción del espacio (II): el espacio social

Seguimos con el análisis del libro de Henri Lefebvre La producción del espacio, del que ya reseñamos el primer capítulo, Plan de la obra, en la anterior entrada. En esta ocasión, analizamos el segundo capítulo, titulado El espacio social, que se distingue del espacio mental (el de filósofos y matemáticos, el espacio «pensado) y del espacio físico (concepto ligado a los orígenes «naturales» del espacio), es un espacio producido; y para llegar a ello, Lefebvre justifica la elección de las palabras producción del espacio.

Según el pensamiento de Marx y Engels (que para el concepto de producción deriva en parte de Hegel, con su ambigüedad sobre «la Idea que produce el mundo, que produce al ser humano, que produce mediante sus luchas y trabajos la historia, el conocimiento y la conciencia de sí, esto es, el Espíritu que reproduce la Idea inicial y final»); para Marx y Engels, decíamos, «Nada hay en la historia y en la sociedad que no sea adquirido y producido. La misma «naturaleza», tal como es aprehendida en la vida social por los órganos sensoriales ha sido modificada, esto es, producida.» (p. 125)

¿Qué constituyen, a juicio de Marx y Engels, las fuerzas productivas? En primer lugar, la naturaleza; después, el trabajo, y en consecuencia la organización (división) del trabajo así como los instrumentos empleados, las técnicas y, por tanto, el conocimiento. (p. 126)

¿La naturaleza produce? No, la naturaleza no produce: crea. Surge la distinción entre obra y producto: «la obra posee algo de irreemplazable y único mientras que el producto puede repetirse y de hecho resulta de gestos y actos repetitivos».

Entonces, la ciudad (esto es, «espacio producido», «creado, modelado y ocupado por actividades sociales en el curso de un tiempo histórico»), ¿es una obra o un producto? Lefebvre piensa en Venecia, «Venecia no puede no decirse obra», por su estructura monumental, su concepción, su significación; «testimonia la existencia desde el siglo XVI de un código unitario, de un lenguaje común relativo a la ciudad». En palabras de Lefebvre, «en Venecia la representación del espacio (el mar a la vez dominado y evocado) y el espacio de representación (los trazados exquisitos, el gusto refinado, la disipación suntuosa y cruel de la riqueza acumulada por todos los medios) se refuerzan mutuamente». Pero también hay que reflexionar sobre el espacio: ¿acaso las aldeas medievales responden sólo a la noción de obra, de modo que no tienen nada que ver con el concepto de producción? O las catedrales, que son «actos políticos», expresiones del poder.

Pero dejemos épocas anteriores atrás y pasamos al siglo XIX, al surgimiento de la industria, de la economía política: «las cosas y los productos que son medidos, esto es, reducidos al patrón común del dinero, no comunican su verdad: al contrario, lo ocultan en tanto que cosas y productos».

La cosa miente. Y alcanzado el estatuto de mercancía, al mentir respecto a su origen -el trabajo social-, al disimularlo, la cosa tiende a erigirse como un absoluto. Los productos y los circuitos a que dan lugar (en el espacio) se fetichizan, devienen más «reales» que la realidad mismo, es decir, que la actividad productiva, apoderándose de ella. Esta tendencia aclanza su expresión última, como sabemos, en el mercado mundial. El objeto oculta algo de gran importancia, y lo hace con mayor efectivdad en tanto que no podemos (el «sujeto») pasar sin él; no podemos prescindir de lo que nos aporta, un placer ilusorio o real (¿pero cómo distinguir ilusión y realidad en el goce?). La apariencia y la ilusión de realidad no se hallan en el uso de las cosas ni en el placer derivado del uso, sino en la cosa misma en calidad de soporte de signos y significados falaces. Arrancar la máscara de las cosas con el fin de desvelar las relaciones (sociales), tal fue el gran logro de Marx… (p. 137)

Volvamos al espacio; a cualquier espacio, siempre que no sea vacío: «este espacio implica, contiene y disimula las relaciones sociales, a pesar de que, como hemos dicho, este espacio no es una cosa, sino un conjunto de realciones entre las cosas (objetos y productos)». Por ejemplo: un trigal o maizal, con sus surcos, barreras, alambradas… indican relaciones de producción y propiedad. Lo mismo sucede con los peñascos, árboles, montes… sabemos que pertenecen a alguien, que tras ellos subyace una producción, o al menos una propiedad; incluso un parque natural.

El espacio no es nunca producido al modo en que se produce un kilo de azúcar o un metro de tela. (…) ¿Acaso se produce como una superestructura? No, sería más exacto decir que es la condición o el resultado de superestructuras sociales: el Estado y cada una de las instituciones que lo componen eigen sus espacios -espacios ordenados de acuerdo con sus requerimientos específicos-. (…) Podemos afirmar que el espacio es una realidad social, pero inherente a las relaciones de propiedad (la propiedad del suelo, de la tierra en particular), y que por otro lado está ligado a las fuerzas productivas (que conforman esa tierra, ese suelo); (…) Producto que se utiliza, que se consume, es también medio de producción: redes de cambio, flujos de materias primas y de energías que configuran el espacio y que son determinados por él. (p. 141)

Para la «experiencia vivida», el espacio no es nunca un marco, comparable al de una pintura, una forma neutra, un mero continente donde pasan cosas; pero esta concepción, tan común, ¿es error o ideología? Lefebvre lo tiene claro: «más bien lo último que lo primero». El error, continúa, consiste en «contentarse con ver un espacio sin concebirlo«.

Dando el siguiente paso, «la nación no sería sino una ficción proyectada por la burguesía sobre sus propias condiciones históricas y sobre su origen: primero, con objeto de magnificarlos en su imaginario y, después, para ocultar las contradicciones de clase e implicar a la clase obrera en una solidaridad ficticia con ella» (p. 166). La nación, para Lefebvre, comprende dos momentos:

  • un mercado, construido a lo largo del tiempo y como asentamiento de distintas jerarquizaciones, mercados locales y regionales subordinados a un mercado nacional;
  • una violencia, la del Estado; un poder político que utiliza todos los recursos del mercado o de las fuerzas productivas, adueñándose de ellas.

Faltaría, claro, reflexionar largamente sobre cómo han sido luego todas las relaciones que han ido conformando el espacio-nación. Aquí Lefebvre introduce un símil: el de un espectador que contempla un cuadro. El cuadro está terminado, está enmarcado, supone una obra terminada, supone un autor con una intencionalidad; y el observador contempla el cuadro suponiendo que esa obra tiene un significado, una intencionalidad, ya sea un mensaje, el uso de los colores, la expresividad del trazo, todas las anteriores o tal vez muchas más.

Algo similar sucede al contemplar un paisaje, incluso un monumento; pero aquí «remiten a una capacidad creativa y a un proceso significante», existe un poder (político) detrás, son el resultado de una pugna, por lo que surge un nuevo elemento: la historia del espacio. Cuando se contempla un paisaje la mente bascula hacia la dialéctica «mandar-demandar», ¿quién lo hizo, planteó, para qué, para quién…? Pero cuando esa relación dialéctica (conflictiva) cesa, cuando no hay sino demanda sin orden, u orden sin demanda, cesa la historia del espacio. La producción del espacio surge sólo a demanda del poder: se produce sin crear, se reproduce. (p. 170)

Eso no supone el fin de la historia del espacio, sino el surgimiento de la creación del espacio como hecho industrial: «un espacio donde lo reproducible, la repetición y la reproducción de las relaciones sociales asumen deliberadamente más peso que la sobras, la reproducción natural, la naturaleza misma y el tiempo natural» (p. 173). Y a toda esta consideración nos falta añadirle un elemento esencial, que por ahora Lefebvre ha dejado de lado: el espacio es donde el ser humano habita, donde tiene su morada (aquí recurre a Bachelard y su Poética del espacio, pero con el hecho físico, fáctico, de que el ser humano habita un lugar, nos basta).

Aunando los dos puntos anteriores (la creación industrial, la necesidad de morada), se puede datar perfectamente el momento de «la emergencia de una conciencia espacial y de la producción del espacio»: el papel «histórico» de la Bauhaus. La Bauhaus desarrolló los vínculos entre industrialización y urbanización, entre lugares de trabajo y lugares de habitación. «Lo paradójico es que «programática» vino a pasar por racional y al mismo tiempo por revolucionaria, cuando en realidad se avenía perfectamente al Estado, al capitalismo de Estado y al socialismo de Estado» (p. 177). «Tanto para Gropius como para Le Corbusier el programa consistía en la producción del espacio.» Los de la Bauhaus comprendieron que las cosas no podían producirse independientemente unas de otras, sino que era preciso tener en cuenta sus relaciones mutuas y su relación con el conjunto.

Este cambio de mentalidad supuso una serie de consecuencias:

  • una nueva conciencia del espacio, que a veces lo reducía intencionalmente al dibujo, al plano, a la superficie del lienzo, y otras tratándolo como rupturas y fracturas de planos;
  • la desaparición de la fachada;
  • el espacio global se convirtió en abstracción a llenar; y el capitalismo lo pobló de imágenes, signos, objetos comerciales; apareció, así, el «medio-ambiente» urbano.

La reflexión de Lefebvre lo lleva ahora a la significación del espacio (la capacidad de la arquitectura por producir «espacios destinados a la voluptuosidad», como la Alhambra, para la contemplación (monasterios), de poder (castillos), etc: el espacio, ligado a una práctica social, donde reúne los bienes, la producción, la acumulación de conocimientos, el proceso creativo. La pregunta que subyace en todo esto (o al menos, la que se nos suscita con su lectura): ¿existe libertad al construir el espacio, o sólo al disfrutarlo? Dicho de otro modo: si el espacio es el resultado de una batalla, o una imposición del poder, sea éste el que sea… ¿quiénes disponen de verdadera libertad, al producirlo, si es que existe un único grupo? ¿Y dónde queda la libertad de los demás, los usuarios, los ciudadanos: en el mero «uso», «disfrute»?

Y de la significación, lógicamente, a la semiología, la ciencia que lee la ciudad y estudia cómo se forman y decodifican sus signos. «La semiología introduce la idea de que el espacio es susceptible de lectura y, en consecuencia, de una práctica (la lectura-escritura). El espacio de la ciudad, desde esta perspectiva, comporta un discurso, un lenguaje.

¿Pero se lee el espacio? Sí y no. Se lee en cuanto que el lector lo descifra y descodifica; pero no se lee en cuanto «nunca es una página en blanco sobre la que cualquiera (¿pero quién?) puede haber escrito su mensaje»; si acaso, más que signos hay consignas, trazos, convenciones, intenciones, órdenes; una maraña de múltiples significaciones que, en definitiva, remiten a «lo que es preciso hacer y no hacer», es decir, que remiten al poder. «El espacio ordena en la medida en que implica un orden (y en ese sentido, también cierto desorden)», pues es tanto expresión del poder el cartel que impide pintar paredes como el grafiti que lo desafía.

El capítulo acaba con unas reflexiones sobre la tríada forma, función y estructura que llevan a Lefebvre a reflexionar sobre la distribución espacial japonesa (donde las tipologías público y privado son mucho más laxas, por dar sólo un apunte, o la diferenciación naturaleza y sociedad; por ejemplo todo templo, público, dispone de espacios privados; toda casa, privada, dispone de lugares públicos, susceptibles de ser vistos por las visitas… Reflexión que nos retrotrae a la que hiciera Carlos García Vázquez en Ciudad hojaldre) y que acaba revelando tanto la incapacidad del capitalismo para producir un espacio diferente al capitalista pero también su esfuerzo por disimular esta producción como tal, «el intento de ocultar todo rastro del máximo beneficio».

La producción del espacio, Henri Lefebvre

Por fin llegamos a la lectura de uno de los libros esenciales en el tema de las ciudades: La producción del espacio, del filósofo francés Henri Lefebvre. De Lefebvre ya hablamos a propósito de El derecho a la ciudad, donde desarrollaba el concepto de lo urbano, como una característica derivada de las ciudades pero no constreñida a ellas; y también un poco a propósito de Sociología Urbana, de Francisco Javier Ullán de la Rosa, donde dimos cuatro apuntes biográficos.

En la Francia de los años 50 y 60, la forma de llegar a la universidad era pasar por la enseñanza en el liceo (el instituto), por lo que la formación de Lefebvre es como filósofo. Posteriormente se dedicó a otros temas, abogando siempre por una filosofía práctica, cercana al individuo y alejada de los grandes temas, que tampoco teme tratar. Siendo ciudadano de París, y además viviendo en el barrio que sufrió la transformación tanto de Les Halles como del Centro Pompidou, Lefebvre no dudó en reflexionar largamente sobre el urbanismo y el espacio.

Si en El derecho a la ciudad Lefebvre buscaba una «ciencia de la ciudad», en La producción del espacio reflexiona sobre cómo se genera el espacio; nunca es aleatorio ni desintencionado; de hecho, el espacio es una producción, y como tanto es el resultado de una pugna por el poder y una manifestación en sí del poder; pero también influye en la propia producción. Esta frase lapidaria es un resumen sumario y hasta erróneo de todas las reflexiones que hace el filósofo a lo largo del libro: como siempre, Lefebvre toma un tema, lo analiza desde todos los puntos posibles y avanza dialécticamente hasta su construcción.

Como el libro no tiene desperdicio, y como es uno de los esenciales alrededor del urbanismo, la antropología urbana, la antropología del espacio, la sociología urbana o, en fin, tantas denominaciones posibles, nos detendremos largamente en él y probablemente le dediquemos una entrada a prácticamente cada capítulo.

El primer capítulo, «Plan de la obra», traza un mapa mental de lo que intenta Lefebvre: alcanzar la ciencia del espacio (en evolución a la «ciencia de la ciudad» que buscaba en El derecho a la ciudad). ¿Por qué, por ejemplo, no podemos servirnos de disciplinas como la semiología o la literatura para abarcar la comprensión del espacio? Porque llevan implícitas una ideología, la neocapitalista en nuestra sociedad, con su carga política; hay que llegar hasta la propia concepción del capitalismo, de qué se entiende por él, de qué implica. «Algunos olvidan fácilmente que el capitalismo posee otro aspecto ligado con seguridad al funcionamiento del dinero, al funcionamiento de los diferentes mercados y a las relaciones sociales de producción, pero aspecto distinto en la medida en que es dominante: la hegemonía de una clase. (…) [hegemonía] designa mucho más que una influencia e incluso mucho más que el uso perpetuo de la violencia represiva. La hegemonía se ejerce sobre toda la sociedad, cultura y conocimientos incluidos…» Por lo tanto, el espacio no puede ser sólo el lugar pasivo de las relaciones sociales.

Luego, puesto que el espacio es el lugar donde se habita, se halla el urbanismo, que se centra en las ciudades; pero cuando abarca también las regiones, se trata de planificación, economistas, políticos. Lefebvre vuelve a la pregunta: ¿qué disciplina puede abarcarlo todo? Ciertamente la filosofía no, pues es «parte activa e interesada en la ficción». ¿La literatura? Entonces habría que escoger qué textos. Lefebvre acabará huyendo a conceptos universales, y dará con la producción, pero en un sentido muy específico (por ahora todo esto son apuntes que da en el primer capítulo y que luego desarrollará pormenorizadamente).

La proposición a la que llega Lefebvre es que «el espacio (social) es un producto (social)«. Lo denomina social para diferenciarlo del espacio «mental» (el de los filósofos y matemáticos, un espacio pensado, descrito) y del espacio físico (el espacio vivido concretamente, muy relacionado con sus orígenes en la naturaleza). Y, a partir de esta proposición, surgen dos implicaciones:

  • el espacio-naturaleza desaparece irreversiblemente. No es que desaparezca: «es aún el fondo del cuadro; como decorado, y más que como ambientación, persiste por doquier»; pero se convierte en mito, «en materia prima sobre la que operan las fuerzas productivas de las diferentes sociedades para forjar su espacio»;
  • y dos: cada sociedad (en consecuencia, cada modo de producción con las diversidades que engloba, las sociedades particulares donde se reconoce el concepto general) produce un espacio, su espacio.

El espacio social, además, contiene, media y asigna los lugares apropiados a dos tipos de relaciones:

  • las relaciones sociales de reproducción, esto es, las relaciones entre los sexos, las edades, familia, etc.
  • las relaciones de producción, la división del trabajo, la especialización, las funciones sociales jerarquizadas.

Con la llegada del capitalismo se añade una tercera capa, y el esquema queda así:

  • 1) la reproducción biológica (la familia);
  • 2) la reproducción de la fuerza del trabajo (la clase obrera);
  • 3) la reproducción de las relaciones sociales de producción.

Estas tres capas, que se van interconectando de formas complejas e imbricadas, acaban generando en Lefebvre una tríada conceptual sobre la que volveremos en breve: la práctica espacial, las representaciones del espacio y los espacios de representación.

«Podría objetarse que en una u otra época, en tal o cual sociedad (antigua-esclavista, medieval-feudal, etc.), los grupos activos no han «producido» su espacio al modo en que se «produce» un jarrón, un mueble, una casa, un árbol frutal. Entonces, ¿cómo logran producirlo? La cuestión, sin duda alguna muy pertinente, cubre todos los «campos» considerados. Efectivamente, incluso el neocapitalismo o capitalismo de organizaciones, y hasta los planificadores y programadores tecnocráticos, no producen un espacio con plena y clara comprensión de las causas, efectos, motivos e implicaciones.» (p. 96). Llegamos aquí a los tres espacios:

  • la práctica espacial de una sociedad secreta su espacio; lo postula y lo supone en una interacción dialéctica; lo produce lenta y serenamente dominándolo y apropiándose de él. ¿Cuál es la práctica espacial bajo el neocapitalismo? «El espacio percibido entre la realidad cotidiana (el uso del tiempo) y la realidad urbana (las rutas y redes que se ligan a los lugares de trabajo, de vida «privada», de ocio). Corresponde a lo percibido.
  • las representaciones del espacio, es decir, el espacio concebido, el espacio de los científicos, planificadores, urbanistas…, el espacio dominante en cualquier sociedad. Corresponde a lo concebido.
  • los espacios de representación, es decir, el espacio vivido a través de las imágenes y los símbolos que lo acompañan, el espacio de los «habitantes», de los «usuarios», pero también de los artistas, de los novelistas que sólo describen. Se trata del espacio dominado, pasivamente experimentado, y «recubre el espacio físico utilizando simbólicamente sus objetos». Corresponde a lo vivido.

Se genera así una tríada dialéctica que va basculando. Por ejemplo, en las ciudades renacentistas la representación del espacio dominó y subordinó al espacio de representación (de origen religioso) mediante la creación de la perspectiva (volveremos luego a ello). Las representaciones del espacio, por ejemplo, «poseen un alcance práctico, que se engastan y modifican las texturas espaciales, impregnadas de conocimientos e ideologías eficaces»; ¿cómo lo hacen? Mediante la arquitectura, no en tanto que construcción de edificios individuales sino como proyectos insertados en un contexto espacial determinado «que exige representaciones que no se pierdan en el simbolismo o el imaginario». «En cambio, los espacios de representación no serían productivos, sino tan solo obras simbólicas.» Valgan estas observaciones a modo de ejemplo, pero dejando claro que no son compartimentos estancos y cerrados sino una relación dialéctica de tipos ideales.

Asimismo, el paso de un modo productivo a otro genera nuevos códigos sobre los que se construye la ciudad. «El código es una superestructura, no la ciudad en sí misma»; por ejemplo, con el paso de la Edad Media al Renacimiento, «las fachadas concuerdan para definir las perspectivas; las entradas y las salidas, las puertas y las ventanas se subordinan a las fachadas, esto es, a las perspectivas». En tiempos de cambio de una etapa productiva a la siguiente es cuando más visibles se vuelven los códigos.

De forma mucho más definitiva, y tras apuntar que los espacios son producidos y también el resultado de una pugna de poderes, Lefebvre apunta: «los bordes del Mediterráneo se han ido convirtiendo en el espacio de ocio de la Europa industrial». Y, tras abundar explicando lo que ya conocemos (repunte del sector servicio, importancia del turismo, trabajos de baja cualificación, todo tipo de turismos, alguno extremadamente nocivos), Lefebvre lo redefine en sus propios términos:

En la práctica espacial del neocapitalismo, con los transportes aéreos, las representaciones del espacio permiten manipular los espacios de representación (sol y mar, fiesta, gasto y derroche). (p. 116)

Coda: la trialéctica espacial, en palabras de Lefebvre:

a) La práctica espacial de una sociedad secreta su espacio; lo postula y lo supone en una interacción dialéctica; lo produce lenta y serena­mente dominándolo y apropiándose de él. Desde el punto de vista analítico, la práctica espacial de una sociedad se descubre al desci­frar su espacio.

¿En qué consiste la práctica espacial bajo el neocapitalismo? Expresa una estrecha asociación en el espacio percibido entre la rea­lidad cotidiana (el uso del tiempo) y la realidad urbana (las rutas y redes que se ligan a los lugares de trabajo, de vida «privada», de ocio). Sin duda, esta asociación es sorprendente pues incluye la separación más extrema entre los lugares que vincula. La competen­cia y la performance espaciales propias de cada miembro de la socie­dad sólo son apreciables empíricamente. La práctica espacial «moderna» se define así por la vida cotidiana de un habitante de vivienda social en la periferia —caso límite, pero sin duda significa­tivo— , sin que esto nos autorice a dejar de lado las autopistas o la política de transporte aéreo. Una práctica espacial debe poseer cierta cohesión, sin que esto sea equivalente a coherencia (en el sen­tido de intelectualmente elaborada, concebido lógicamente).

b) Las representaciones del espacio, es decir, el espacio concebido, el espacio de los científicos, planificadores, urbanistas, tecnócratas fragmentadores, ingenieros sociales y hasta el de cierto tipo de artis­tas próximos a la cientificidad, todos los cuales identifican lo vivido y lo percibido con lo concebido (lo que perpetúan las Arcanas espe­culaciones sobre los Números: el número áureo, los módulos, los cánones, etc.). Es el espacio dominante en cualquier sociedad (o modo de producción). Las concepciones del espacio tenderían (con algunas excepciones sobre las que habrá que regresar) hacia un sis­tema de signos verbales — intelectualmente elaborados.

c) Los espacios de representación, es decir, el espacio vivido a través de las imágenes y los símbolos que lo acompañan, y de ahí, pues, el espacio de los «habitantes», de los «usuarios», pero también el de ciertos artistas y quizá de aquellos novelistas y filósofos que describen y sólo aspiran a describir. Se trata del espacio dominado, esto es, pasiva­mente experimentado, que la imaginación desea modificar y tomar. Recubre el espacio físico utilizando simbólicamente sus objetos. Por consiguiente, esos espacios de representación mostrarían una ten­dencia (de nuevo con las excepciones precedentes) hacia sistemas más o menos coherentes de símbolos y signos no verbales. (p. 97)

Sociología Urbana 04: Lefebvre, Castells, Harvey

A lo largo de los años 50 y 60 del siglo XX surgen nuevos retos en las ciudades que la sociología de la época no consigue explicar. Por un lado, el Estado del Bienestar occidental ha conseguido domar bastante a la fiera de lucha de clases, convirtiendo por un lado a los obreros en propietarios (de casas, de pisos, de coches) y por el otro proletarizando a las clases medias profesionales (deflación de títulos universitarios, aumento de nichos laborales de cuello blanco mal pagados…). Por ello, dicotomías como propietarios – no propietarios no sirven para explicar ni la sociedad urbana ni la sociedad en general. Además, no dejan de surgir nuevos movimientos sociales, como Mayo del 68, donde son los estudiantes, y no los obreros, los que encabezan una revolución, o los movimientos contraculturales (hippies, beat generation) o los movimientos vecinales, que son transversales y no tienen su origen ni en la clase ni en la ideología sino en el hecho de compartir un mismo espacio.

Además, muchos de los procesos tradicionalmente considerados por la sociología como propios de las ciudades se dan en otros entornos, no necesariamente urbanos pero tampoco directamente rurales; lo urbano se expande, diríamos en palabras actuales. Pero hizo falta una Nueva Sociología Urbana para abordar todos estos hechos, desarrollada especialmente en la Francia de finales de los 60 y los 70 y de tendencia bastante cercana al marxismo, centrada sobre todo en dos nombres: Henri Lefebvre y Manuel Castells. Este será el tema central de la cuarta entrada que dedicamos a recorrer el libro de Francisco Javier Ullán de la Rosa Sociología urbana: de Marx y Engels a las escuelas posmodernas. Recordemos que ya hemos visto los precursores de la disciplina, la Escuela de Chicago y la era del urbanismo.

La primera parte del capítulo lo dedica Ullán de la Rosa al estudio de los neoweberianos, como Ray Pahl, Peter Saunders, John Rex y Robert Moore. La base de sus estudios es que el espacio «es intrínsecamente desigual, pues por mucho que se quiera negociar o luchar, dos personas o grupos no pueden nunca ocupar el mismo espacio al mismo tiempo». Por ello, se centrarán en los modelos de asignación y distribución de los recursos espaciales, con especial atención al Estado y su mecanismo burocrático. Sin embargo, y pese a que luego otros autores neoweberianos revisaron sus propias teorías, están muy atadas al momento en que fueron desarrolladas (los años 60 y principios de los 70), por lo que la crisis económica del 73, con la ola de privatizaciones, recortes al Estado del bienestar que la siguió y primeras oleadas de la globalización, dejaron obsoletas sus conclusiones.

01
Lefebvre, francés

Henri Lefebvre, nacido en 1901, era un «viejo luchador de izquierdas». Se afilió al Partido Comunista en 1928, participó en la resistencia en la Segunda Guerra Mundial y al terminar el conflicto dio clases de filosofía en un instituto para pasar, en 1961, a la universidad, primero en Estrasburgo y a partir de 1965 en la Universidad de París X, en «una zona de banlieue erizada de grands ensembles«. Uno de sus estudiantes fue Manuel Castells, otro Guy Debord. Por entonces, para alcanzar la universidad en Francia había que pasar por la educación secundaria; teniendo en cuenta que no se enseñaba sociología en los institutos, los universitarios de dicha disciplina habían pasado todos por dar clases de filosofía, lo que les imponía un deje a sus estudios que el propio Castells (nacido más tarde, y que por lo tanto ya no tuvo que pasar por la etapa de profesor y saltó directamente a la universidad) les reprochará.

Lefebvre no es, como será Castells, ni metodológico ni especialmente riguroso; ni falta que le hace. En 1961 publica La crítica de la vida cotidiana, donde propone una liberación que escapa de la que proponían por entonces las izquierdas del momento: Lefebvre aboga por una liberación del «control cultural impuesto, de la cultura estandarizada, a través de la imaginación y la creatividad». El libro tuvo una influencia fundamental en la creación del Movimiento Situacionista de Guy Debord» (p. 218).

A partir de 1967, Lefebvre, que vivía en el centro de París, empieza a sentir en sus carnes el peso de la gentrificación de la capital francesa y de su afán «museístico» por convertirse en referente internacional con las construcciones del mercado de Les Halles y el Museo Pompidou, «una operación a gran escala que pretendía museificar el centro y atraer nuevos residentes adinerados y turistas, y que Lefebvre interpretó como el impulso final a la «banlieusización» de las clases menos pudientes, como el ataque final a toda una cultura, que era también la suya, centrada en el barrio histórico.» De ese interés nacieron tres obras enormes: El derecho a la ciudad (1698), La revolución urbana (1970) y La producción del espacio (1974).

El argumento central de Lefebvre desarrolla lo ya apuntado por Chombart o los sociólogos críticos del suburb americano: que el espacio es un producto social, basado en ciertos valores y que la producción social del espacio urbano es fundamental para la reproducción del sistema social en su conjunto (en el caso contemporáneo, del sistema capitalista).

[…] El espacio es un elemento clave en la producción y reproducción del sistema capitalista. Hay que estudiar no sólo cómo el sistema capitalista produce capital sino también cómo produce y reproduce el espacio, cómo los intereses de clase colonizan y mercantilizan el espacio, usando y abusando del espacio construido, manipulando ideológicamente los monumentos, conquistando barrios enteros.

Cada economía política produce un cierto tipo de espacio. La ciudad antigua, por ejemplo, no puede entenderse como una simple aglomeración de gente y edificios en el espacio: tiene su propia práctica espacial. Si cada sociedad produce su propio espacio entonces una sociedad que no lo haga será una anomalía. […] El urbanismo racionalista es la gran bestia del viejo sociólogo, como lo había sido de Chombart. Lefevbre lo acusa de totalitario, al imponer transformaciones sin consultar a nadie, de haber desfigurado la ciudad, confundiendo racionalidad con funcionalidad, de aniquilar los lazos sociales y las identidades. El urbanismo se ha convertido en una fuerza de producción, como la ciencia. Una de las formas de generación de plusvalía es ahora el mercado inmobiliario. Lo que él llama el «circuito secundario del capital» (el primero sería el capital industrial). El espacio físico de las ciudades se ha convertido en objeto de explotación. El espacio ha sido mercantilizado, creado y destruido, usado y abusado, se ha especulado sobre él y luchado sobre él. Traslada al espacio la metáfora marxiana de la fetichización de la mercancía. Igual que el trabajo queda deshumanizado, alienado de sus circunstancias concretas al medirse únicamente en términos de su valor económico, lo miso sucede con el espacio: aparece la noción abstracta de espacio en el que este existe al margen de su individualidad, teniendo como única dimensión su valor real o potencial en el mercado (Lefevbre, 1970).

Lefevbre criticó el abandono a que se habían sometido los centros urbanos históricos; sin ellos no podía haber ciudad. Los suburbs, los banlieus o los New Towns eran una forma de «urbanismo desurbanizado y un episodio espacializado de la lucha de claes: el nuevo urbanismo implicaba la expulsión de la clase obrera de la ciudad hacia los grands ensembles periurbanos». Pero también criticó la forma como se estaban recuperando los centros, museificándolos para disfrute de la burguesía y «convertido paulatinamente en su espacio exclusivo de reproducción económica y, sobre todo, simbólica, purgado ya de sus clases obreras».

Pero la solución de Lefebvre no pasaba por volver a un pasado idealizado; proponía un nuevo humanismo, «el ser humano tiene necesidades antropológicas que el urbanismo no ha tenido en cuenta: la necesidad de imaginario, de sentido». Por ello Lefevbre reclamó el derecho a la ciudad, entendiendo por esto la ciudad histórica, compacta, bullendo en su caldo denso de relaciones sociales, de creatividad cultural y de referentes históricos e identitarios. Pero la ciudad para todos y no sólo para unos pocos.» (p. 221) Una ciudad que dé valor al espacio público, a la red de relaciones, al encuentro, a la importancia del lugar para generar identidad.

02
Castells

El otro gran nombre de la sociología urbana (no sólo de la época, sino en global) es Manuel Castells. Se doctoró en Sociología en 1967, compartió departamento con Lefebvre en Nanterre, donde vivió Mayo del 68 (aunque él tampoco participó). En 1969 se convirtió en el director del Seminario de Sociología Urbana de la École de Hautes Etudes en Sciences Socials, donde publicó varias obras colectivas con su equipo, y en 1979 pasó a trabajar para la Universidad de California, donde comenzó una etapa que lo alejó del marxismo de su época francesa y que dio lugar a su celebérrima teoría de los flujos, que analizaremos en el siguiente capítulo.

Si Lefebvre era un filósofo, Castells es un sociólogo metódico y académico. Siguiendo los pasos de Althusser, Castells se cuestiona los fundamentos de la sociología urbana tal como se había entendido hasta el momento y los desmorona uno a uno. Para él, «la afirmación de que el espacio es un factor causal de las relaciones sociales es meramente ideológica. La relación causal entre espacio y sociedad es un a priori que no se sustenta con los datos. Es, en resumidas cuentas, pura ideología.» (p. 223) Por ejemplo, respecto a la idea de que existía una cultura urbana propia en el suburb americano, Castells demuestra con estudios que no es así, sino que sus características se deben a que dicho espacio se formó por una migración selectiva de un segmento de la estructura social (las clases medias blancas profesionales) que ya tenían dichas características cuando habitaban en el centro de las ciudades.

El espacio es, para Castells, un producto del modo de producción dominante en la sociedad. Y, por lo tanto, no es la ciudad la que crea un tal o cual estilo de vida o proceso social: es la estructura de la economía política en la que está inserta la que lo hace. (p. 225)

Castells invierte el orden causal de la ciudad: primero se heterogeniza la sociedad y luego surge la ciudad. Es la propia dinámica del capitalismo la que acaba superando la autonomía de las ciudades medievales al necesitar un aparato mayor para gestionar sus infraestructuras y recurrir al Estado-nación.

Entonces, si la ciudad no tiene una especificidad concreta, ¿cuál es el objeto de la sociología urbana? Toda formación social necesita reproducir sus fuerzas productivas, tanto los medios de producción como la fuerza de trabajo. Es la relación que establecen los trabajadores no sólo con sus bienes y el consumo sino con los valores culturales en los que habitan y que hacen, por ejemplo, que acepten «esta relación desigual, jerárquica e injusta como algo normal, como un hecho natural» mediante la ideología de forma explícita (propaganda) o implícita (el proceso de socialización). En las ciudades, lugar de residencia de la mayor parte de esa fuerza de trabajo, el aparato del Estado no se limita a medrar en las relaciones de consumo, los bienes de primera necesidad o las relaciones culturales: también es, desde los años 50, el impulsor último de las políticas urbanísticas, el que decide dónde (y cómo) reside esa fuerza de trabajo. «Los grandes desarrollos urbanos, financiados por el Estado, son una herramienta que opera simbióticamente con los grandes conglomerados monopolísticos para fomentar su crecimiento.»

Aquí es donde cobra importancia el papel de las ciudades: el sistema de ciudades, más que las ciudades de forma individual, tienen «un papel esencial en el funcionamiento de la economía política, del sistema en su conjunto». Ese será el objeto de estudio de la sociología urbana a partir de entonces; ése, y la ciudad como lugar de consumo y como lugar donde se dan prioritariamente los movimientos sociales en torno a dicho consumo. Precisamente, los movimientos urbanos serán uno de los objetos de estudio de Castells, junto con las nuevas formas de urbanización de las ciudades del Tercer Mundo.

Entre Lefebvre y Castells se desató un debate que duró años y abarca las tres obras del filósofo y algunas del español en la que Lefebvre le reprochaba a Castells su falta de compromiso político. Para Castells el espacio era sólo un lugar de producción, consumo o intercambio, mientras que para Lefebvre el espacio es también una fuerza productiva, como el capital y el trabajo. Incluso cuando un espacio está vacío su control es disputado por el poder económico, argumentará, porque puede ser potencialmente usado para alguna actividad productiva. «Por esta y otras razones las relaciones espaciales son siempre una fuente constante de conflicto social y necesitan ser analizadas en sus propios términos y ni ninguneadas, como hacen los althusserianos, como un mero reflejo de los conflictos generados por el proceso de producción en sí mismo.» (p. 233) El conflicto de clase también se proyecta en la dimensión espacial, dirá Lefebvre; y el espacio es en sí mismo un objeto de consumo, y no sólo el lugar donde se realiza el consumo, como ponen de manifiesto la industria del turismo.

03
Harvey, profético

El otro gran nombre de la sociología urbana marxista es David Harvey, pese a que se trata de un geógrafo británico que ha realizado la mayor parte de su carrera en Estados Unidos. Su primer libro, Social Justice and the City (1973), empieza denunciando los estudios de la Escuela de Chicago como mantenedores del statu quo, y por lo tanto conservadores. En la ciudad de Baltimore, donde llevó a cabo sus estudios Harvey, el 66% de la población del centro histórico de la ciudad son afroamericanos que no han podido subirse al tren de la escapada a los suburbs. Las causas, según Harvey, eran tres:

  • el racismo institucionalizado como instrumento ideológico;
  • el redlining, del que hablamos en la entrada anterior, que consistía en considerar diversas zonas de la ciudad como de alto riesgo (el centro donde vivían las poblaciones pobres, en general negras) y por ello limitarles la capacidad de recibir créditos bancarios;
  • el blockbusting, que es la práctica de dejar morir a los edificios del centro con potencial para convertirse en sedes de oficinas mediante la total ausencia de inversión en ellos para que sus habitantes actuales se marchasen.

Harvey describe la existencia de una clase verdaderamente poderosa de propietarios que consiguen «retener el valor del suelo» creando una situación perfecta para maximizar sus beneficios. Por ello denuncia que los intereses del capitalismo no están regulados por una mano invisible sino a través de estrategias deliberadas de obstrucción del mismo para conseguir ese máximo beneficio posible. Dejando, por el camino, gran cantidad de víctimas en forma de desplazados o personas que veían sus viviendas desvalorizadas. Estos especuladores financieros, a los que Harvey bautizó con las siglas FIRE (Financial, Insurance and Real Estate) juegan un papel esencial en la conformidad de la estructura residencial de la ciudad. «El espacio urbano es el escenario de la última fase de evolución de la lucha de clases, mucho más compleja que las anteriores». Ya en sus obras de 1982 y 1985, Harvey avisaba de las prácticas del capital inmobiliario de crear una burbuja enorme de deuda mediante el crédito barato que, cuando estallaba, no salpicaba a todos por igual, sino a los que habían sido los últimos en subirse a ella. Teniendo en cuenta la crisis de 2008, sus palabras parecen proféticas.

El paisaje físico de la ciudad capitalista se caracteriza, pues, por estar sometido a ondas cíclicas de devaluación/revaluación, crisis y auge especulativo, decadencia y deterioro (en absoluto espontáneos sino guiados por mecanismos del sistema) y renovación bajo nuevas formas (el vehículo de una nueva ola de acumulación). (p. 243)

Este movimiento no dejará de crecer a partir de la crisis económica de 1973, cuando el estado del bienestar empezará a adelgazar y las ciudades a competir entre ellas en el mercado global por atraer y afianzar el nuevo capital global mediante la creación de infraestructuras bussiness-friendly. Todo ello, en la siguiente entrada.

Lo urbano, en suspenso

El objeto de estudio de la antropología urbana no es la ciudad en sí sino una de las manifestaciones que en ella suceden: lo urbano. La distinción es de Lefebvre en El derecho a la ciudad (p. 71):

«una distinción entre, por un lado, la ciudad, en cuanto que realidad presente, inmediata, dato práctico-sensible, arquitectónico, y, por otro lado, lo urbano, en cuanto que realidad social compuesta por relaciones que concebir, que construir o reconstruir por el pensamiento.»

Lo urbano, concepto que hemos trabajado a fondo, sobre todo, con Manuel Delgado (De la ciudad a lo urbano), «no tiene habitantes, sino usuarios que lo usan de forma transitoria», que forman relaciones cristalizadas pero no estructuradas, siempre cambiantes, siempre desbordadas y a punto del desastre.

Cuando el habitante sale del espacio privado al público lo hace consciente de que será sometido a escrutinio por sus pares y por ello decide actuar. Actuar no implica mentir, sino ser consciente de que se es un actor sobre un escenario y que los otros son tanto espectadores como posibles actores con los que interactuar. El objetivo: no montar una escena, escamotear la verdad que se esconde en el interior de uno, mostrar una verdad falsa (pero siempre verosímil) o cualquier otra intencionalidad que un usuario pueda tener. Nos lo enseñó Erving Goffman (La presentación de la persona en la vida cotidiana). Delgado lo llamó «un baile de disfraces», Jane Jacobs, «el ballet de las aceras».

01

Un vagón de metro es el ejemplo perfecto de lo urbano: efímero, cambiante, lleno de personas con intereses y fines diversos y unas normas, laxas, que cada cual podrá cumplir a su voluntad. Cada usuario decide qué normas le interesa cumplir; un acto flagrante de incumplimiento puede acarrear la censura por parte de otros usuarios y llevar al destierro de ese usuario de la escena y condenarlo al ostracismo; o no. Cada persona es juzgada por su apariencia; no juzgada en el sentido personal, emocional, sino analizada de un vistazo por los otros usuarios en función de sus características físicas (edad, género, raza) y sociológicas (ropa, estilismo, comportamiento) para tratar de intuir cómo se va a comportar. Es tanto un acto reflejo como un análisis del peligro; también nos enseñó Goffman que, del mismo modo que podemos herir a los demás con nuestro comportamiento, somos conscientes de que los otros pueden herirnos; y por ello llevamos a cabo ese análisis desde el desapego (Simmel y «Las grandes urbes y la vida del espíritu«).

Cuando el vagón se vacía y es por un motivo concreto, lo urbano se derrumba. El confinamiento del COVID-19 ha encerrado a todo el mundo en sus casas y nos ha convertido en sospechosos unos de otros. La calle, espacio público y lugar de manifestación de lo urbano, se ha vuelto un no-lugar cuyos habitantes son sospechosos de no estar usándolo bien por si no están cumpliendo la normativa del confinamiento. Los primeros días, con las calles vacías, cada encuentro suponía una amenaza y un pequeño desvío para alejarse unos de otros; con el paso del tiempo, la vuelta a las calles y la relajación del peligro, se vuelve poco a poco a las calles. Pero sólo en momentos puntuales y con las normas cambiadas: los usuarios pasan a ser analizados por sus actos en relación al acatamiento, no por sus características. Se tiene en cuenta si lleva o no mascarilla, si cumple con el espacio de distanciamiento; toser es un incumplimiento flagrante de la cortesía, como sentarse sin respetar el espacio seguro.

¿Cuáles de estas características serán transitorias y cuáles permanentes? Veremos.