Dionisos en las ciudades, Manuel Delgado y Marta Contijoch

Con este artículo, «Dionisos en las ciudades. El retorno del dios trágico en Eurípides, Nietzche y Lefebvre«, de Manuel Delgado Ruiz y Marta Contijoch Torres (Scripta Nova, Vol. 25, num. 2 (2021)), inauguramos la lista de lecturas surgidas del postgrado Antropología de la Arquitectura, que estamos cursando (desde octubre hasta diciembre) en la Universidad de Barcelona, codirigido por la arquitecta y antropóloga María Gabriela Navas-Perrone y el propio Manuel Delgado. El objetivo del postgrado es establecer un puente entre la arquitectura, entendida como la disciplina global que diseña y ejecuta las ciudades (es decir: arquitectura, urbanismo, ingeniería y similares) y la antropología (entendida como la disciplina que se preocupa y estudia los movimientos y actos de las personas; lo que hacen en realidad, más allá de lo que se les planifique desde la arquitectura o el urbanismo). La temática es más que interesante y entra de lleno en lo que hemos ido indagando en el blog, por lo que nos lanzamos a ello sin más preámbulo.

El artículo «Dionisos en las ciudades» rescata un tema que ha sido continuo en la producción de Lefebvre: la irrupción de lo urbano en las ciudades. Pero esta vez lo rastrea desde los orígenes míticos del dios Dionisos: el extranjero, el forastero, el salvaje, el principio de locura, embriaguez y destrucción que Nietzsche identificó y que luego Lefebvre simbolizó en su concepción de lo urbano (enfrentado al urbanismo).

En Las bacantes, una de las tragedias de Eurípides, el dios Dionisos llega a Tebas, su ciudad de origen, una ciudad que lo ha olvidado y reniega de él. Lo hace en forma de forastero y no tarda en estar rodeado de una comitiva, las bacantes, de mujeres enloquecidas. Dionisos es el caos: es figura masculina pero viste como mujer, es oriundo de la ciudad pero se presenta como forastero. En oposición, Penteo, rey de Tebas, «encarna algunos de los aspectos fundamentales del mundo griego. Condensa el control sobre sí mismo, al tiempo que desprecia a mujeres y bárbaros, precisamente por su falta de autodominio. Es la expresión de la vida en la ciudad sometida a normas, del mantenimiento de este orden y el control sobre la polis frente el desorden potencial que siempre la amenaza desde dentro y desde fuera.» (p. 191). Estas dos figuras son la que sirven de oposición para «dos formas de pensar la ciudad y la vida urbana». Por un lado, el urbanismo y la arquitectura: la planificación de ciudades ordenadas y armoniosas, pacíficas y dotadas de un espacio público ideal donde todos los ciudadanos son ejemplos magnos de pulcritud, educación y ausencia de conflicto; y, por el otro, la presencia de Dionisos como forma de subrayar que «esta voluntad de ordenación de la vida urbana necesita del contrapeso del mito, como plasmación narrativa de esta vida urbana real que transcurre al margen de los repetidos intentos por regularla» (p. 191), es decir: lo urbano.

Recordemos también que toda ciudad de Grecia era sometida a una fundación mítica (La idea de ciudad) donde el sacrificio (y consumo) de la carne era una parte esencial. De ahí, por ejemplo, la importancia de la figura de Prometeo, el titán que robó el fuego a los dioses para entregarlo a los hombres y, con ello, inaugurar tanto la tecnología (lo divino en lo humano, lo que nos convierte en algo más que animales) y, simbólicamente, el consumo de carne cocinada, y no cruda. Ante ello, se opone (Detienne ya calificó el dionisismo como «antisistema» en 1982) tanto la figura de Dionisos y sus bacantes, que comen la carne cruda tras asesinar al animal, como «los pitagóricos, cínicos y órficos, los dos primeros también como devoradores de carne cruda y los últimos por su adhesión al vegetarianismo» (p. 192).

Penteo, de hecho, curioso por los actos que llevan a cabo las bacantes en los montes que rodean la ciudad, acude a Dionisos y éste le ofrece vestir sus ropajes; encaramados a un árbol, Penteo dice: «Me parece que veo dos soles y dos Tebas, ciudad de las siete puertas.» Y la respuesta de Dionisos: «Ahora ves lo que tienes que ver.» Porque siempre ha habido dos ciudades, y la voluntad ordenadora griega, la estructura reticular de Hipodamo de Mileto, es una forma de «pacificación del universo mítico», como la propia inclusión de Dionisos, un dios extranjero, en el panteón olímpico: un intento de domesticar, de separarse de las bestias.

La aparición de la tragedia como género teatral forma parte de ese deseo de incorporar el delirio dionisíaco –y los relatos míticos en general, por medio de una versión fijada de los mismos- a los intereses de las instituciones atenienses y hacer de las fiestas en honor del dios una manifestación cívica. Un proceso que transcurre paralelo al de la incorporación de Dionisos el panteón del santuario de Delfos, como una forma de desactivar su poder cuestionador, integrando su culto como uno más entre los estatales, articulando el imperativo del logos y la capacidad fascinadora y disuasoria del mythos. Se cumple así, de la mano de la tragedia, el objetivo de generar síntesis o compatibilidades entre la religión tradicional, fuertemente aristocrática, y corrientes religiosas populares como el dionisismo, que podían incluso ser potenciadas en nombre de una instrumentalización política de sus virtudes ejemplarizantes. (p. 194)

Luego serán los primeros románticos alemanes los que reclamarán esa figura dionisíaca, esquiva, salvaje, destructiva, como encarnación de lo sagrado y lo mítico ante la voluntad racional de la Ilustración, y posteriormente lo hará Nietzsche en su primera obra, su tesis doctoral, de hecho: El nacimiento de la tragedia. «Tal tarea, a su vez, enlaza con lo que Horkheimer y Adorno (2016 [1947]) apuntan a propósito de la manera cómo el proyecto ilustrado pasa necesariamente por la disolución y el control del mito y su sustitución por una nueva razón ordenadora, acaso tan mítica como el universo que había venido a abolir. Contra el triunfo del proyecto filosófico socrático y su continuación ilustrada, creador del humano teórico que niega y destierra el espíritu dionisíaco, convirtiendo la vida en objeto de conocimiento, de saber y no de vivencia, y que desprecia todo método que escape a su reduccionismo lógico, Nietzsche opone una práctica poética y extática que valora lo vivido en detrimento de lo concebido y percibido.» (p. 195)

Este nuevo dios acabará encarnado en la figura de Zaratustra en Así habló Zaratustra, trasunto tanto de Dionisos como del propio Nietzsche. Zaratustra denosta la ciudad La Vaca Multicolor, ciudad en la que predica y que anhela ver consumirse; pero no por ciudad, sino por ciudad racional, apolínea, controladora, subsumidora del mito; y de lo urbano. «Nietzsche es quien mejor entiende, sobre todo en su obra de madurez, esa dimensión fáustica de la modernidad urbana, que convierte al hombre moderno en un semibárbaro» (p. 197).

Tras la aparente hegemonía de la moral y la ciencia positiva, la esencia eterna e inmutable de la humanidad encontraba, como señala David Harvey (1998), su representación adecuada en la figura mítica de Dionisos, encarnación divina de la destrucción creativa y de la creatividad destructora, esa misma energía vital que fundamentará tanto la vida urbana como la apropiación capitalista de las ciudades. Acaso Dionisos también encarnara, irónicamente, al mismo tiempo que las desobediencias populares, la vocación nihilista del capitalismo, el espíritu indómito de la burguesía en pos de su propio enriquecimiento, la irracionalidad del libre mercado y la bolsa. (p. 197)

En el «combate contra el desorden urbano» surgen, ya desde el Renacimiento, las grandes utopías urbanas y arquitectónicas. La utopía siempre es una ciudad; y, más aún, una ciudad ordenada, una Nueva Jerusalén cuyas calles, limpias y pobladas por espacio público, brillan por la ausencia de conflicto y la presencia de lo urbano. Su máxima materialización sea, acaso, la reforma de París a manos del barón Haussmann, que tanto hemos referido en el blog, cuya finalidad manifiesta es la pacificación de París y el control de las masas, que en las calles adoquinadas del París medieval lo tenían demasiado fácil para sublevarse y montar barricadas. Además de un mayor control urbano, facilidad para todas las personas para desplazarse hasta el centro y soñar con las fantasmagorías mercantiles que pueblan los escaparates de los grandes almacenes.

Este urbanismo de la segunda mitad del XIX (Haussmann, el Cerdà del Ensanche de Barcelona, incluso el Daniel Burnham de Chicago), «con su mezcla de socialismo utópico y liberalismo autoritario», no podrá, sin embargo, y paradójicamente, exorcizar por completo lo urbano; y en el mismo París higienizad y debidamente domesticado por Haussmann estalla, en 1871, La Comuna, como vimos en la obra de Harvey (París, capital de la modernidad).

Peor aún, sin embargo, será el urbanismo racionalista de la primera mitad del siglo XX, por un lado con la voluntad utopista de la ciudad jardín de Howard (que, en palabras de Jane Jacobs, odiaba las ciudades; y que, de hecho, propone algo que no es una ciudad, sino un retorno idílico a la campiña inglesa y que acabará cristalizando en las zonas residenciales estadounidenses, el famoso suburbia). Y, por el otro, con la gran bestia negra de las ciudades: Le Corbusier, con su Carta de Atenas y la separación de la ciudad en las cuatro funciones básicas: habitar (en rascacielos separados unos de otros por enormes zonas verdes), trabajar y ocio, y dichas tres funciones conectadas por la cuarta: la movilidad, entregada por completo a un automóvil y a unas autopistas cada vez mayores que acaban destruyendo la ciudad (y que fueron las que catapultaron a Jane Jacobs cuando Robert Moses, el Haussmann de Nueva York, amenazó con derruir su barrio para construir autopistas con más carriles; o el de Marshall Berman, que también le dedicaba el último capítulo de su monumental Todo lo sólido se desvanece en el aire).

Esas Nuevas Atenas de la «ciencia urbana» aparecen mediadas por arquitectos y urbanistas –expertos en el espacio y especialistas de las morfologías de la vida cotidiana (2013 [1974], 150)– que imponen un orden lógico basado en la legibilidad, la visibilidad y la inteligibilidad del espacio que planifican, un orden de significaciones cerrado que elude toda crítica presentándose como neutro y objetivo, pero, sin embargo, escondiendo la existencia de un sujeto que, para Lefebvre, es el Estado, sostenido sobre clases sociales y facciones de clase que actuarían a través suyo para reproducir sus condiciones de dominación; un espacio que, a pesar de su condición abstracta, trata de imponerse como realidad. (p. 200)

Lefebvre será el siguiente crítico contra ese nuevo urbanismo racionalista y lo hará «continuando de forma consciente y deliberada la interpelación de Nietzsche» (p. 200). Donde más se nota esta influencia intelectual es en la definición de «lo urbano» del filósofo francés: «una forma de vida (…) rebosante de virtualidades, intensificación y aceleramiento de la espacialización de la sociedad, proscenio para el encuentro y la sobreposición de todo» (p. 202). Las visiones con que Lefebvre define lo urbano son las propias de Dionisos y la embriaguez nietzcheana; y la oposición entre urbanismo y lo urbano, o entre la ciudad y lo urbano, es la propia entre lo apolíneo y lo dionisíaco. «Esa división se retoma en Lefebvre en la pugna entre el espacio de arquitectos y urbanistas y el espacio practicado de la vida cotidiana, que es el espacio del querer vivir ciego y elemental» (p. 202).

Lo urbano es la abstracción con que Lefebvre (2017 [1968]) podría designar la vigencia del desafío del Dionisos. Es ese genio loco que llega o emerge para recordar que las ciudades se alimentan de lo que las altera, que recuerda que las ciudades son verdadera vida, esto es lucha y pasión, y que de esa sustancia la polis no puede saber nada en realidad y menos controlarla, ni siquiera predecirla. (p. 202)

De ahí la parte importante de la obra de Lefebvre donde se ponen de manifiesto tanto la importancia del juego como la de la fiesta; como admonición de que, por mucha voluntad apolínea que se aplique a la ciudad, lo urbano subyace, presto a estallar, al conflicto, a derrumbar los muros, a sacudir la ciudad. E incluso, dando un paso más allá, enlazamos con la visión de Ciudad líquida, ciudad interrumpida, otra obra de Delgado donde se analizaban las condiciones de la fiesta en la ciudad. A propósito de ella ya hablamos de la fiesta de San Juan, fiesta popular donde las haya y que siempre se ha tratado, desde el poder, de controlar y amortiguar. Porque se trata de una fiesta que no pertenece al poder ni está articulada por ella; y por ese mismo motivo, los jóvenes (y no tan jóvenes) son desalojados de la playa al amanecer del día de San Juan, para dar por concluida su fiesta. Y dicha operación siempre viene acompañada de las consiguientes noticias en los periódicos sobre lo incívicos que han sido y lo sucias que han quedado las playas. ¿Dónde están esas reflexiones tras los macroconciertos y festivales veraniegos que se celebran en el Fórum, por ejemplo?

Por otro lado, y siguiendo con la misma Ciudad líquida, ciudad interrumpida, la importancia para lo urbano del estallido, de la revolución, las manifestaciones que ocupan las calles y que nos recuerdan que el día a día, lo cotidiano (lo apolíneo, vaya), aunque sea lo habitual, lo es únicamente porque las multitudes (lo urbano) lo permiten.

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