La ciudad mentirosa (I), Manuel Delgado

En primer lugar, permítanme pedir disculpas por todo este tiempo de inactividad en el blog. Febrero fue un mes complicado por temas de trabajo y marzo lo he dedicado a la redacción del ensayo final del postgrado «Antropología de la arquitectura», del que ya hemos reseñado diversas obras (Delgado, Navas-Perrone, Frago Clols, los puentes entre la arquitectura y la antropología, entre otros). Precisamente para ese ensayo, centrado en el proyecto Superilla de la ciudad de Barcelona, llevamos a cabo la lectura de este La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del «modelo Barcelona» (el libro es de 2007, los libros de la catarata, pero leemos la tercera edición actualizada, de 2017), una «carta de amor despechada» de Manuel Delgado a la ciudad donde vive.

El objetivo del libro no es negar las bondades de los cambios que ha habido (que los hay, y buenos, por supuesto), sino dejar claro que «todas las políticas urbanísticas desarrolladas en Barcelona han sido guiadas, en las últimas décadas, por la voluntad de modelar la ciudad y modelarla no tan sólo para hacerla un modelo, sino para hacerla modélica, es decir, ejemplo ejemplarizante, referente a seguir de lo que tiene que ser una ciudad sometida a los lenguajes que le ordenaban unirse y mostrarse ordenada» (p. 11). Tras esa fachada de bondad, de modernidad, arquitectura, diseño, hordas de turistas y premios internacionales se halla «la otra cara»:

Y ahí están los desahucios masivos, la destrucción de barrios enteros que se han considerado «obsoletos», el aumento de los niveles de miseria y de exclusión, las batidas policiales contra inmigrantes sin papeles, la represión contra los ingobernables… Contrastando con todas las deslumbrantes escenografías destinadas a un público concebido al mismo tiempo como espectador y como figurante, todas las complicidades vergonzantes, todos los fracasos infraestructurales, todos los exudados en forma de marginalidad que no se han logrado exiliar a la periferia. (p. 12)

Hay cierta tendencia a pensar que Barcelona se doblegó a «los imperativos de las dinámicas del capitalismo mundial, pero esta no es que sea una característica singular de la actualidad en materia de iniciativas urbanas de Barcelona, sino que la clave internacionalizadora ha sido un elemento esencial de la lógica del crecimiento urbano en Barcelona» (p. 28), empezando por la Exposición Universal de 1888 (que urbanizó la Ciutadella, su entorno y una parte del frente marítimo), la Exposición Universal de 1929 (Montjuïc), el Congreso Eucarístico de 1952 (para expulsar el poblado de barracas que había en una zona de la Diagonal y urbanizarla), los propios Juegos Olímpicos (la Vila Olímpica o el Maremágnum, por citar sólo algunos) y el Fórum de las Culturas de 2004, con el que se expulsó a los habitantes de clase baja de la zona que ahora es Diagonal Mar, se proyectó el centro comercial y se construyeron viviendas de algo standing debidamente valladas en la zona.

Pero fueron los Juegos Olímpicos, por supuesto, los que entronaron el modelo Barcelona. Tras su celebración, concluida la inercia y con muchas infraestructuras por terminar, se dio una etapa en la que «se empiezan a configurar grandes clusters culturales» (p. 41) como el Raval, el MACBA y el CCCB (al que pronto se le añadirán facultades de la UB) o el de la Plaza de las Glorias, con el Auditorio y el Teatro Nacional de Cataluña (y luego la Torre Agbar, sedes del diseño y la punta del distrito 22@, que no deja de ser un clúster empresarial). «Nos hallamos, pues, en el paso del modelo Barcelona a la marca Barcelona, es decir, de referente de construcción ético-urbanística de una ciudad a poco más que un logotipo comercial destinado a su promoción competitiva en el mercado.» (p. 44). Si las reformas, hasta ese momento, iban investidas de una ideología concreta de convivencia, de mejoramiento de infraestructuras, de reformas para higienizar, esponjar, adecuar, en definitiva, las calles, a partir de 1997 (la substitución de Pascual Maragall, anterior alcalde, por Joan Clos, el siguiente, también socialista) se da una nueva etapa «más pragmática y asociada de manera descarada a la nueva economía y a la renuncia, en gran parte, a un proyecto global de ciudad» (p. 44).

Esta fase viene marcada, también, por la desaparición de la «paz social» que había imperado hasta entonces, debida, por un lado, a la progresiva disolución de las asociaciones de vecinos (que habían marcado la lucha social desde finales del franquismo), y por la otra a lo ilusionante del discurso olímpico. Las nuevas movilizaciones de principios de los 2000 tienen que ver con movimientos altermundistas (protestas contra el Banco Mundial o la reunión de los jefes de Estado en Barcelona), contra la participación de España en la Guerra de Irak o contra las evidencias, cada vez más claras, de que los proyectos de la ciudad no estaban encaminados a mejorar la vida de sus ciudadanos sino a procurarles réditos económicos a unos pocos, como fue el propio Fórum.

Tras unos años en que la evidencia mercantilista es cada vez más evidente (con Joan Clos, que acabaría siendo director ejecutivo de ONU-Hábitat, nada menos, primero; y con Jordi Hereu, después, que fue más de lo mismo), Barcelona pasa a ser gobernada por la derecha con Xavier Trias, en un mandato donde toda ficción de interés social queda descartada y sólo se llevan a cabo actuaciones en las zonas de renta alta. Tras esos cuatro años, y coincidiendo con la politización de los movimientos de indignados que cristalizan en algunos partidos políticos, Ada Colau se convierte en alcaldesa en 2015, al frente de un gobierno de izquierdas. Sin embargo, y a pesar de las proclamas del partido, Delgado destaca la continuidad entre las políticas urbanísticas de Maragall y las de Colau. «Esta vindicación de la etapa supuestamente esplendorosa y auténtica del «modelo Barcelona» es precisamente la que aparece en la base del proyecto político de Barcelona en Comú» (p. 56). Se percibía que, tras la «desfiguración del espíritu Maragall» llevada a cabo por Clos, Hereu y, claro, Trias, finalmente el retorno de Colau y los suyos iba a ser una vuelta a esa época dorada. Ese retorno quedó evidenciado por la inclusión de Jordi Borja (cuyo papel en la difusión del modelo Barcelona hemos comentado a menudo en el blog) en la lista de Barcelona en Comú y también por la inclusión en el equipo de Gobierno de antiguos responsables municipales del Partido Socialista, amén de que Jaume Collboni, socialista, fuese el segundo teniente de alcalde (y actual alcalde hoy en día, una de cuyas primeras medidas ha sido tumbar la obligación de que toda promoción de viviendas dedicase un 30% a la vivienda social; auténtica gestión socialista, vaya).

La clave del éxito de la candidatura de Barcelona en Comú fue presentarse como alternativa al Gobierno de Xavier Trias, que había comandado la ciudad durante los últimos cuatro años (2011-2015), ocultando que la derecha conservadora no había hecho otra cosa que continuar las dinámicas de saqueo capitalista que habían aplicado a lo largo de treinta años los gobiernos «de izquierda» y reclamándose heredera de esa época dorada del «auténtico modelo Barcelona» que el «modelo Barcelona degenerado» y la «marca Barcelona» habían hecho malograr, puesto que el «modelo» era sobre todo un modelo moral y cívico, mientras que la «marca» implicaba una simple imagen de la ciudad como macroproducto de consumo. (p. 58)

A partir de ahí, tanto Colau como la teniente de alcalde de urbanismo, Janet Sanz, loan sin medida el mejor momento de la historia de Barcelona y su época dorada, el maragallismo. Por ello no sorprendieron dos de sus primeras iniciativas urbanísticas: por un lado, «se elevaban a la categoría de bien patrimonial a proteger ejemplos de la arquitecturización de espacios públicos propia de los años 1980» (p. 58), tanto las «plazas duras» (enormes vacíos de hormigón, vaya, como la horrenda y muy vacía Plaza de los Países Catalanes que hay frente a la estación de Sants) como los «proyectos de diseño» (el Moll de la Fusta, el Parque de la Creueta). Y, por el otro lado, se presenta un plan de barrios, cuyos responsables son los mismos que trabajaron en la época de Maragall (Marta Grabulosa y Oriol Nel·lo), que tiene dos ejes de actuación prioritarios: la zona de Bon Pastor – Baró de Viver, donde se sigue expulsando a vecinos de las casas baratas (lo vimos en la obra de Stefano Portelli La ciudad horizontal) y se construyen viviendas «para rentas medias y altas junto al centro comercial de La Maquinista» (p. 59). El otro eje es la zona del Besós y el Maresme, en pleno 22@, cuyo objetivo es seguir ampliando esta zona como «polo de atracción de actividad económica social y cooperativa» y abrirlo hasta comunicarlo con La Sagrera (es decir, la continuación del plan de La Ribera que los vecinos de la zona consiguieron impedir en 1986 porque los expulsaba de su barrio pero que luego, gobierno tras gobierno, todos se han emperrado en ir aplicando).

Pero estas evidencias prácticas no son la prueba definitiva de hasta qué punto el «nuevo municipalismo» de Ada Colau no es otra cosa que restauración maragalliana, esto es recuperación del proyecto imaginado por Pasqual Maragall. Lo que realmente distingue el «toque Maragall» es la dimensión moralizante del discurso en que se justifica, esa voluntad de, en palabras de la alcaldesa en la presentación de lo que es la reedición del Plan de Barrios (…), «distribuir justicia a los abandonados», es decir, de conceder graciosamente y desde arriba «empoderamiento» a los de abajo, todo ese lenguaje altisonante y pretencioso propio del despotismo ilustrado heredado de quienes mandaron en Barcelona acompañando a Maragall. He ahí la diferencia entre el «modelo Barcelona» y «marca Barcelona»: una forma singular de capitalismo urbano, enrollado en lo cultural y paternalista en lo social» (p. 60).

La puesta en venta de Barcelona, por lo tanto, no empieza con la derecha que gobierna cuatro años, ni siquiera con la decadencia del modelo a partir de 2007: es un hecho central de la política de Maragall y de las reformas para los Juegos Olímpicos; es, de hecho, el objetivo central del que era también referente de Maragall, José María Porcioles, el alcalde colocado por la connivencia entre los poderes franquistas y los poderes locales: «Porcioles puso la base, el gran proyecto de una ciudad al servicio total de su propia mercantilización; Maragall sólo tuvo que añadir legitimidad política, una cierta sensibilidad socialdemócrata y sobre todo campañas de autopublicidad basadas en valores» (p. 61).

La siguiente sección de este primer capítulo aborda una dinámica que se ha repetido en numerosos barrios de la zona: como tantas otras grandes ciudades globales, la vivienda en Barcelona alcanza niveles de precios estratosféricos; y su suelo es un valor cada vez más importante para el Ayuntamiento. Por eso no sorprende que, durante las últimas décadas, se hayan llevado a cabo promociones, actuaciones, programas y demás nombres rimbombante cuya pretensión era mejorar la vida de los vecinos pero cuyas consecuencias siempre acaban siendo la expulsión de esos mismos vecinos y su substitución por otros de rentas más altas. Por ejemplo, «las ciento quince manzanas de lo que fue el Poblenou industrial inmoladas en nombre de la nueva economía: el Distrito 22@» (p. 67).

El proceso continuaba siendo el mismo. De pronto, alguien, en algún sitio, decidía algo que cambiará la forma y la vida de un barrio. Primero se lo declaraba «obsoleto», luego se redactaba un plan perfecto, se elaboraban unos planos llenos de curvas y rectas, se hacía todo ello público de manera atractiva –dibujitos y maquetas– y se prometía una existencia mejor a los seres humanos cuya vida iba a ser, como el lugar, remodelada. A continuación, se proponían ofertas de realojamiento –que siempre perjudicaban a quienes no podían asumir las nuevas condiciones que indirectamente se les imponían–, se encauzaban dinámicas de participación –orientadas, de hecho, a dividir a los vecinos afectados– y, después, se continuaba sometiendo a ese pedazo de ciudad a un abandono que ya la venía deteriorando, para disuadir a las víctimas-beneficiarios de la transformación de su urgencia e inevitabilidad. Luego no era extraña la aplicación de formas de mobbing institucional, una técnica de acoso y derribo –y nunca mejor dicho– consistente en hacerle la vida imposible a los vecinos que se niegan a abandonar casas condenadas por los planes urbanísticos e inmobiliarios, en someterles a una presión que los obligue a abandonar su residencia y dejar el paso libre a los planes de «refuncionalización» de sus barrios. Ni que decir tiene que de todo ello poca cosa aparecía en los medios de comunicación, para los que el hostigamiento contra inquilinos inconvenientes o díscolos era una conducta perversa de empresas sin escrúpulos y nunca lo que tantas veces resulta ser: una práctica seguida por la propia Administración y aplicada por sus funcionarios, muchas veces con la ley en la mano. (p. 68 y 69).

¿Ejemplos? La Vila Olímpica, las casas baratas del Bon Pastor, el Barrio Chino reconvertido en el Raval. De fondo en todo este trajín está una concepción del urbanismo que Ángela Giglia denomina (como veremos en próximas entradas) la «falacia del determinismo espacial», que viene a decir, en palabras de Delgado: «a lo largo de la historia del urbanismo se esperaba que la aplicación de criterios ordenadores claros fuera capaz, por sí sola, de resolver problemas sociales e infraestructurales profundos, no por la vía de un cambio en estructuras sociales brutalmente asimétricas, sino por el de una redefinición de los lugares y de su organización» (p. 81). Se trata de la vieja idea burguesa de que resolver un problema es expulsarlo a una periferia cada vez más lejana; o, peor aún, de la concepción, claramente interesada, de que la manifestación de un problema es, de hecho, ese problema, y erradicarlo de la vista quitaría el problema. Calles amables y pacificadas suponen la superación del conflicto económico, de clases, de la vivienda, de la inmigración o de la prostitución, por citar algunos casos sangrantes; cuando, en realidad, sólo suponen haber expulsado esos problemas lejos de unos barrios reconvertidos en reductos del ocio y el consumo para clases de rentas más altas.

Estas reconversiones público-privadas vienen a menudo acompañadas de un discurso legitimador y moral. Por ejemplo, la propiedad de una de las empresas encargadas de renovar Ciutat Vella, Focivesa (Foment de Ciutat Vella, S. A.), «correspondía, en 2007, en un 57 por ciento al Ayuntamiento y la Diputación de Barcelona. El resto se lo distribuyen La Caixa, Caixa de Catalunya, BBVA, SABA y Telefónica» (p. 83, pie de nota). O VOSA, la empresa que hizo lo mismo en Vila Olímpica, expropió el suelo en nombre público y luego se incorporó a NISA (Nova Icària, S. A.), aportando un 40% de su capital, en forma de ese tesoro inmobiliario expoliado a los vecinos. El 60% restante de NISA era capital privado, por lo que NISA acabó construyendo pisos de alto standing que los vecinos, ya expulsados, no se pudieron permitir y les impidió volver a la zona, substituyendo vecinos de rentas bajas por otros de renta mayor (y generando una jugada redonda para el sector privado).

Como decíamos, todas estas expulsiones vienen siempre acompañadas de un discurso moralista.

Es decir, la rehabilitación del barrio no debía ser tan solo formal, debía ser, sobre todo, moral. El enemigo a batir no era solo la pobreza y la marginación, era el mismo Diablo. Los signos inequívocos de su presencia convertían el esponjamiento, el relevo en el tipo de vecindario, la distribución de templos levantados en honor a la Cultura y la apertura de espacios vigilables en una gran ceremonia exorcizadora de aquellas energías malignas que habían poseído el barrio y que conformaban lo que Gary McDonogh definía como una auténtica geografía del Mal (p. 85).

Precisamente la Filmoteca fue retirada del Barrio Chino a principios de los ochenta, cuando pasó a ser gestionada por el gobierno autonómico, al considerar que tal institución no debía estar en dicho emplazamiento, «en pleno asentamiento gitano del barrio» (p. 86). Un cuarto de siglo después, retornó a sólo unos pocos metros de su emplazamiento original: pero ya no era el Chino, sino el Raval, un barrio debidamente saneado y con enormes templos higienistas dedicados a la cultura: CCCB, MACBA, la Facultad de Geografía e Historia y, por supuesto, esta nueva y flamante Filmoteca.

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