La ciudad mentirosa (y III): el recuerdo en la ciudad

La primera entrada de La ciudad mentirosa se centraba en la historia actual de Barcelona y cómo sus muchos gobiernos han buscado, uno tras otro, la mercantilización de sus calles y sus barrios, lanzando la ciudad a convertirse, en vez de en un modelo, en una marca y propulsándola como destino turístico internacional. La segunda entrada analizaba el aspecto simbólico de la ciudad y cómo cada una de sus partes tiene distintos significados que sus habitantes interpretan de distintas maneras. Este significado es siempre complejo y cambiante, pero también ha habido intereses políticos por potenciar, por ejemplo, unas fiestas ante otras o por demonizar fiestas populares (San Juan). En la entrada de hoy seguiremos con este mismo tema y nos centraremos en cómo ciertas partes de la historia se han salvaguardado mientras que otras han sido borradas o mantenidas sólo a pedazos.

El ejemplo perfecto de esto en la ciudad de Barcelona son las enormes chimeneas de ladrillos que quedan en múltiples lugares como único rastro del pasado industrial de dichos enclaves. Remitiendo en parte al Baudrillard de El sistema de los objetos y los «objetos singulares»: «signos en los que se pretende descubrir la supervivencia de un orden tradicional o histórico que, en realidad, no existiría de no ser por el esfuerzo que se pone en representarlo» (p. 125):

Las muestras exaltadas de arqueología industrial están donde están para significar, y para significar justamente el tiempo o, mejor, la elisión del tiempo. Como cosa «auténtica», es decir, exclusivamente representacional, la chimenea monumentalizada tiene lo que le falta a los demás objetos funcionales que podemos encontrarnos en la ciudad: la capacidad de transportarnos a realidades abstractas inexistentes en sí mismas –la infancia, la patria, la historia, el pueblo– de las que la verdad o la impostura son del todo irrelevantes a la luz de la eficacia simbólica que ejecutan. (p. 125)

Sin embargo…

Pero ese pasado glorioso –se enfatiza– está definitiva e irrevocablemente pasado. Los grandes talleres convertidos en contenedores destinados al consumo o a la cultura, las plazas o parques infantiles que rodean esas imponentes chimeneas exentas fueron –se viene a proclamar– lugares inhóspitos, malolientes, sórdidos, escenarios de la explotación, marcos para la lucha de clases. Helos ahí, ahora: limpios, polifuncionales, asépticos, redimidos del ruido y del humo, sin obreros sucios de grasa, sin patrones abusivos, sin huelgas. Ese es el mensaje definitivo, el que se enorgullece de haber vencido la mugre industrial y el descontento obrero. (p. 133)

Y sigue: «Toda política de producción de identidad requiere, como se ha visto, una insitucionalización de la memoria, pero, precisamente por ello, al mismo tiempo, una institucionalización igualmente severa del olvido.» (p. 133). No basta con recordar la chimenea: hay que olvidar el pasado industrial y la fábrica que la albergó. Ya no hay obreros, ya no hay patrones, ya no hay sindicatos y ya no hay lucha de clases; y las multitudes de trabajadores del sector servicios en Barcelona, malpagadas y que jamás se llevan una parte importante del pastel que deja el turismo, son… circunstanciales. Probablemente porque no han sido capaces de esforzarse lo suficiente y subirse al tren de la meritocracia. Obtener barrios perfectos, libres de conflicto, dedicados al ocio y al paseo burgués, requieren también ese malabarismo de la memoria y de la identidad: Barcelona ya no es una ciudad obrera. Es lo que tienen los barrios gentrificados: una vez expulsados los sospechosos (es decir: los pobres) lo que queda está liberado del conflicto y es bonito, lugares hermosos donde pasear y consumir. Y donde quienes no pueden permitirse esto segundo, consumir, ya no van a acercarse.

La puesta en escena de los imaginarios urbanos oficiales no ha respetado apenas nada, excepto chimeneas, dependencias fabriles aisladas y nombres de antiguas instalaciones –la Espanya Industrial, la Pegaso, l’Escorxador, la Sedeta, el Moll de la Fusta, la Farinera, Can Felipa, la Maquinista…–, todos ellos restos reconvertidos en un mero acompañamiento decorativo de un estilo urbanístico uniforme y uniformizador. Las expresiones radicales de este principio han sido barrios enteros, como la Vila Olímpica o Diagonal Mar, espacios atractivos, previsibles, controlados, pensados para que en ellos habitaran vecindarios ejemplares. (p. 138)

Barcelona no es un caso aislado, por supuesto, y hemos visto suceder lo mismo en innumerables ciudades. Pero sorprende en el caso de Barcelona por el cuidado con el que supuestamente se mantiene viva su memoria y se elogian ciertos momentos. ¿No se hace homenaje tras homenaje a Gaudí y al modernismo?, entonces, ¿por qué las grandes fábricas que se levantaron a lo largo del siglo XIX y principios del XX no reciben ese mismo halo de veneración y son mantenidas año tras año? Análogamente, el descubrimiento de ruinas de construcciones romanas no supone la más mínima paralización ante la construcción de aparcamientos en el centro de la ciudad (con la consiguiente destrucción de las ruinas), mientras que ruinas que son siglos mucho más tardías, pero que en ese momento eran más relevantes por su relación con el nacionalismo catalán, supusieron la construcción de un edificio enorme, en pleno barrio gentrificado, que se puede visitar (y rememorar ese importante momento histórico) en el Born. La memoria urbana acaba siendo una decisión política; una decisión, por lo tanto, de las élites.

El destino de lo poco que sobrevive de estos lugares (las naves industriales de que hablábamos, los conventos reciclados, las atarazanas vaciadas) es convertirse, en unas pocas ocasiones, en el enésimo contenedor cultural (el museo del diseño, exposiciones fotográficas, una galería de arte genérica) pero, en la mayoría de las veces, acaban siendo espacios de consumo, centros comerciales homogéneos con su Zara, su Starbucks, su café donde tomar matcha latte o smoothies y, dependiendo de la envergadura, unos cines o una bolera. Progresivamente, esta epidemia se va extendiendo a espacios que, a priori, no lo eran: y los vestíbulos de las estaciones, de las correspondencias de metro, de cualquier hub de transporte atravesado por las suficientes personas, se acaba convirtiendo en un reducto industrial. En un viaje reciente, por ejemplo, se da la osadía (la vergüenza, en definitiva) de que, para alcanzar el lugar de despegue de los aviones del aeropuerto de Bruselas, hay que atravesar, físicamente, los pasillos de una tienda. No es como el caso de Barcelona u otros tantos aeropuertos, que están, por supuesto, repletos de tiendas, pero cuyo acceso siempre acaba siendo opcional: en el de Bruselas, tras el control de seguridad, el único pasillo que hay y que lleva hasta el acceso a los aviones es, literalmente, el de una tienda. ¿Acaso ese espacio no es público?

«Siguiendo este referente [el del centro de Barcelona], en Cataluña todas las poblaciones importantes han hecho de su núcleo una réplica de los centros comerciales, en la que los monumentos y las catedrales se añaden a la escenografía y dan al conjunto un cierto look vernáculo. Se alcanzan así, justo en medio de las ciudades, territorios eximidos de cualquier cosa que pueda obstaculizar los itinerarios y los altos de los compradores, espacios, no hay que decirlo, rigurosamente vigilados.» (p. 145)

Las ciudades cambian –nos lo recordaba Baudelaire– «más que el corazón de un mortal» y es verdad que puede haber mucho de afectación pequeño-burguesa en la devoción por ciertos ambientes muchas veces artificialmente cochambrosos y envejecidos, como imagen de una cierta idea no menos prototípica y tematizada de la vida urbana. No se trata de denunciar como perversa toda transformación urbana, sino de señalar a quiénes favorecen tales transformaciones, que no suele ser a la mayoría social. (p. 148)

«Como escribió magistralmente Maurice Halbwachs a principios del siglo XX, la diferencia entre la memoria social en las sociedades tradicionales y la memoria social en las ciudades es que la primera es compartida, mientras que la segunda es colectiva. En efecto, no todo lo que es colectivo ha de ser por fuerza común. La memoria urbana puede ser perfectamente fractal y atómica, dispersa e inestable, y es justamente esto lo que le permite ser hasta tal punto integradora. La memoria institucional, en cambio, quiere ser memoria orgánica, memoria reducida, central, unificada, complaciente, tranquila… y todo ello deriva de su esperanza de beneficiarse de lo que pueda quedar de añoranza de una organicidad social ya irrevocablemente enajenada.» (p. 153)

En un párrafo que recuerda (o sugiere) la deriva situacionista, Delgado glosa los monumentos corrientes y cotidianos con que todo habitante y hasta usuario de una ciudad puebla la misma:

Los practicantes secretos de lo urbano no hacen más que llenar las ciudades de monumentos, cada uno de ellos evocador de un momento histórico, de un encuentro al más alto nivel, de una batalla incruenta, de un recibimiento triunfal, de una derrota, de un levantamiento, de un naufragio, de una catástrofe, de un portento, de una defensa heroica, de una aparición, de un adiós para siempre. Registros escriturales polivalentes y palimpsésticos, levantados con una caligrafía ilegible. Infinita superficie de inscripción de huellas innumerables, en que se marcan constantemente intrincadas correspondencias. Puerto y desembocadura de memorias. Las calles, las plazas, los vestíbulos de las grandes estaciones, los andenes del metro, incluso los triviales centros comerciales, están saturados de esa delirante lógica que suma y remueve toda la infinita red que forma lo inolvidable de todos. Esos monumentos son, no obstante, implícitos, en la medida en que no aparecen en ningún catálogo ni en ninguna guía turística. (p. 157)

Si recuerdan, en el maravilloso Smart Cities de Townsend se hablaba de una app que se desarrolló en la ciudad de Nueva York que explicaba la vida de los árboles que había en la calle. Ni más, ni menos. Una aplicación completamente inútil que, sin embargo, aportaba algo a quienes tuviesen apetito, voluntad o curiosidad por leerla. ¿Se imaginan un catálogo, o un mapa, o una app, también, donde cada usuario y ciudadano pudiese estampar sus monumentos? «Yo viví aquí». «Me bajé en esta parada de metro durante doce años». «Aquí encontré el amor, allí lo perdí». Lugares completamente anodinos que dotamos de sentido y que jamás recibirán ningún monumento; y, caso de que lo hiciesen, no narraría nuestras vidas ni los azares de la cotidianidad, sino que probablemente sería un señor a caballo conmemorando alguna guerra.

El siguiente capítulo está dedicado a las movilizaciones urbanas, para lo cual se rastrea el origen de los barrios obreros periféricos:

Como se sabe, los conglomerados urbanizados basados en grandes bloques de viviendas responden a un modelo que se empieza a experimentar y da a conocer sus expresiones más interesantes en los años treinta –los siedlungen alemanes o las höfe austriacas, por ejemplo–, se pervierte de la mano de los urbanismos nazi-fascista y soviético y se generaliza, ya completamente envilecido, en la década de los cincuenta y sesenta, en la que todas las grandes ciudades europeas y otras muchas del mundo entero ven desperdigarse por sus periferias grandes barrios de bloques de casas que obedecen un esquema, cuya expresión más elocuente y espectacular serían los grands ensembles franceses o los new towns británicos. Se trata de las postreras expresiones de un modelo de crecimiento urbano que se generaliza en Europa en un contexto marcado por la expansión económica e industrial de las ciudades, por la proliferación de polígonos industriales en las periferias urbanas, por las transformaciones que acabarán con grandes extensiones de suelo agrícola, por las grandes avalanchas de inmigrantes que llegan a las ciudades provenientes de las zonas más deprimidas de cada país o de países más pobres, por las mejoras en los transportes y las comunicaciones… (p. 162)

De ahí surgen, ya lo hemos comentado en ocasiones en el blog, también las ciudades dormitorio o ciudades satélite españolas, incluso los barrios que están a las afueras de Madrid o Barcelona.

Inmediatamente después de que empezara a aplicarse esa política de exilio de la clase trabajadora a los alrededores de las ciudades se puso de manifiesto que la ciudad burguesa iba a pasar de sentir el enemigo de clase en su corazón a sentirlo alrededor, rondándole, levantando un sitio permanente en torno a ella. Se le daban razones para que Le Corbusier notara lo que era cierto en el momento en que se redactó La Carta de Atenas y que lo es en la actualidad. Primero, «que los suburbios son los descendientes degenerados de los arrabales» y, después, que el suburbio «es una especie de espuma que golpea la ciudad». [Le Corbusier, Principios de urbanismo] (p. 169)

Los banlieues han pasado a ocupar el lugar de nido de revolucionarios o agitadores sociales que a mediados del XIX ocupaban los faubourgs, de donde surgieron los «agitadores» de la Comuna en 1871 e incluso los de junio de 1848. Delgado cita el estudio de Castells de uno de los grands ensembles, Sarcelles (aparecido en La ciudad y las masas. Sociología de los movimientos sociales urbanos, 1986). Castells sostenía que lo que se había producido allí era una dinámica similar a la que se dio con el primer sindicalismo obrero del siglo XIX: al convivir un tipo de personas tan similares, descubrieron un conjunto de intereses comunes. Si las primeras revueltas eran, pues, en los barrios obreros y en las fábricas, las segundas eran de la periferia hacia el centro.

Se pasa de la lucha de los vecinos-obreros, en tanto que obreros, haciéndose fuertes en sus barrios en las grandes revueltas urbanas, a la lucha de los vecinos-obreros, en tanto que vecinos, en los grandes conglomerados de viviendas que rodeaban las grandes ciudades europeas desde finales de los años sesenta y a lo largo de toda la década de los setenta.

(…) en estas condiciones, tan directamente vinculadas a la proliferación de polígonos de viviendas, se podía producir por primera vez una percepción en clave de lucha de clases del significado del fenómeno urbano». (p. 171)

Con el tiempo, y tal vez por esta evidencia constante de que los polígonos iban a ser «focos de conflictividad», su construcción fue desechada.

Los términos del discurso que tendría que justificar la necesidad de buscar alternativas para albergar a los nuevos y viejos pobres urbanos –o renunciar a hacerlo, que parece ser que fue lo que finalmente sucedió– se han formulado en los últimos tiempos en clave de combate contra la formación de guetos, es decir, de lucha contra la posibilidad de que la nueva clase obrera y el nuevo lumpenproletariado llegara a coagularse en algún espacio que considerase propio y desde el que llegara a tomar conciencia de su capacidad para la resistencia y la impugnación del sistema del que se sentía y se sabían víctimas» (p. 193).

Habrán oído, sin duda, esa misma excusa, la de no permitir la creación de guetos, en muchas ocasiones; a menudo, para expulsar a pobres u obreros de sus barrios. Qué casualidad que jamás parezca preocupar en los barrios ricos, donde se dan auténticos guetos de clase alta; o en los edificios de alto standing, donde, de nuevo, sus habitantes están muy, muy claramente definidos. Pero esa marginación no es tal, parece.

El concepto del gueto se utilizó también cuando se dieron las revueltas en Francia en otoño de 2005, famosas porque se quemaron muchos coches y hubo violencia en las calles. «El problema, en efecto, no parecía ser la miseria, sino una acumulación excesiva de miserables por metro cuadrado.» (p. 199). Como si el hecho de disolver la banlieue fuese a terminar con el problema de los marginados. De nuevo, el recurso burgués: alejarlo del centro. Erradicar el problema a la periferia; convertirlo, de hecho, en problema de otros.

El séptimo (y último) capítulo vuelve a la bestia negra de Delgado: el concepto actual de espacio público (ya lo vimos en una conferencia que dio), entendido no como lugar de titularidad pública (¿acaso un juzgado o una biblioteca no son «espacio público»?) sino como ese lugar de realización ideal, burgués y desconflictivizado, que es un tipo muy concreto de espacio público. Para conseguir dicho espacio, en Barcelona se promulgó una ordenanza en 2006 que «se ensañaba, como comenta «se ensañaba» (muy acertada la expresión) con el juego en la calle, limpiarse en las fuentes, utilizar los bancos para cualquier cosa que no fuese sentarse adecuadamente en ellos (con lo que se prohíben no sólo las filigranas de los skaters sino, en definitiva, vaya, ser pobre y dormir en un banco), andar por la calle sin camiseta (que los turistas barriobajeros dan mala imagen) e incluso, si tiene usted la fortuna de vivir en un piso céntrico (o la desgracia, pues muchos de ellos son viejos y están bastante hacinados), tampoco podría tender la ropa en el balcón. De nuevo: mala imagen. Sorprende este celo legal en una ciudad donde no le quita el sueño a nadie derruir barrios obreros o lanzarse a prácticas de mobbing inmobiliario (siempre legales, eso sí).

Toda la retórica que acompañó la promulgación de esa nueva normativa en materia de «urbanidad» ponía de manifiesto cómo el civismo es hoy uno de los discursos políticos centrales de nuestras autoridades políticas y mediáticas. Como se sabe, el civismo concibe la vida social como un colosal proscenio de y para el consenso, en que ciudadanos libres e iguales acuerdan convivir amablemente cumpliendo un conjunto de preceptos abstractos de buena conducta. El escenario predilecto de ese limbo es un espacio público no menos ideal, en que una clase media universal se dedica al ejercicio de las buenas prácticas cívicas. En ese espacio modélico no se prevé la posibilidad de que irrumpa el conflicto, puesto que la calle y la plaza contemplan la realización de la utopía de una superación absoluta de las diferencias de clase y las contradicciones sociales por la vía de la aceptación común de un saber comportarse que iguala. (p. 273)

(…) Para el urbanismo oficial, espacio público quiere decir otra cosa: un vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que suelen ser los mismos, por cierto. En este caso, se trata de una comarca sobre la que intervenir, un ámbito que organizar con el propósito de que pueda garantizar la buena fluidez entre puntos, los usos adecuados, los significados deseables, un espacio aseado y bien peinado que deberá servir para que las construcciones-negocio o los edificios oficiales frente a los que se extienden vean garantizada la seguridad y la previsibilidad. No en vano, la noción de espacio público se puso de moda entre los planificadores sobre todo a partir de las grandes iniciativas de reconversión de centros urbanos, como una forma de hacerlas apetecibles para la especulación, el turismo y las demandas institucionales en materia de legitimidad. (p. 274)

(…) Lo que en la práctica es la restauración en Barcelona de la antigua Ley de Vagos y Maleantes resulta de la lucidez con que el Ayuntamiento ha entendido cuál es la regla de oro que debe orientar sus políticas en materia urbana: total servilismo ante los poderosos –los promotores inmobiliarios, la banca, las empresas multinacionales–, severidad máxima con los sectores más frágiles e inconvenientes de la sociedad. (p. 275)

Finalmente, en las páginas finales, se destaca que, a pesar de los muchos cambios habidos en Barcelona, y las «mejoras (…) ostensibles por lo que hace a la calidad de un buen número de entornos», se evidencia también que «ciertas constricciones para el desarrollo de una ciudad verdaderamente abierta no procedían del régimen autoritario liquidado, sino de estructuras socioeconómicas intrínsecamente injustas, que han continuado generando un urbanismo adecuado a sus intereses. Si durante el franquismo estos intereses habían sido sobre todo los de la incorporación a las grandes dinámicas productivas y de mercado iniciadas en la posguerra europea, en el último tercio del siglo XX las orientaciones hegemónicas han tenido que ver con la globalización, con el consumo de masas espectacularizado, con las nuevas tecnologías y con una concepción de la ciudad como objeto de técnicas comerciales.» (p. 287)

Por lo demás, la tendencia a disolver la distancia entre ocio, producción, consumo y residencia, la labilidad de las fronteras entre lo público y lo privado, la imposición de estructuras basadas en la movilidad y en la capacidad de aprovechar los flujos de información, han acabado provocando nuevas formas de discriminación al mismo tiempo social y espacial, en las que el precio, las posibilidades de conexión y los derechos de admisión son los nuevos criterios de selección y enclasamiento. (p. 289)

La ciudad mentirosa (II): la ciudad simbólica

Si en la primera entrada de La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del «modelo Barcelona», de Manuel Delgado, nos centramos específicamente en la historia y los sucesos de Barcelona como ciudad (su venta a los flujos del capital internacional, los sucesivos gobiernos que, directa o indirectamente, no han hecho más que potenciar esta tendencia, la destrucción de barrios obreros por flamantes nuevos espacios de clases medias y altas entregadas al ocio y el consumo), en este segundo apartado lo hacemos entendiendo Barcelona como espacio simbólico; como lugar físico que se habita pero cuya legibilidad y significado son, como en todas las ciudades, mucho más complejos. Cada calle que se modifica, cada edificio que se derrumba o reconstruye, incluso cada paseo, giro, manifestación o elección de lugar donde vivir, sentarse, tomar un café o pegarle una patada a una papelera, dialoga necesariamente con ese capital simbólico.

De hecho, el título del primer apartado del segundo capítulo es bastante explícito en este sentido: «¿Tienen alma las ciudades?». Para responder, Delgado retrocede hasta la Escuela de Chicago y sus primeras investigaciones (no tanto sobre las ciudades sino sobre «el proceso de modernización en general (…) o, lo que es lo mismo, el proceso de homogeneización cultural en que consistía la dinámica mundializadora» [p. 91], como defendía Castells en Problemas de investigación en sociología urbana) sobre los muchos nichos distintos que había en la ciudad, las estructuras líquidas y fluctuantes cuya aglomeración (no su suma) componía precisamente esa ciudad.

«Son ahora las ciudades el nuevo escenario de aquella sacralización de idiosincrasias artificiales, toda la retórica sobre la singularidad cultural de los nuevos territorios estatalizados que había permitido el nacimiento de los nacionalismos modernos y que ayudó, y todavía ayuda, a nacer a las naciones-Estado de los países que se van incorporando al proceso de mundialización» (p. 95). Pero este proceso, en general, no se da de forma autónoma ni espontánea, sino que suele suceder «mediante un férreo control político sobre los signos» (p. 96).

Barcelona podría ser un buen ejemplo de ello. Dejando al margen la cuestión concreta del ocultamiento de los fracasos infraestructurales y de los exudados en forma de marginalidad que no se han conseguido exiliar, el objetivo de la dotación simbólica de la nueva Barcelona es la de lograr un community spirit, una personalidad propia precariamente existente durante décadas en una urbanidad caracterizada por la dispersión social, la plurietnicidad y la compartimentación provocada por el agregado de barrios fuertemente singularizados y, en gran medida, autosegregados de un centro débil y casi imperceptible, que habían ido formando por aluvión el actual conglomerado físico y humano de la ciudad. (p. 97)

La construcción del modelo Barcelona que vimos en la primera entrada era física, sí, y moral; pero ese mismo modelo (o marca, si lo prefieren, que es en lo que acabó convirtiéndose) sufrió también un proceso de construcción simbólico. Delgado rastrea sus orígenes (no entraremos en ellos: son muy específicos del caso concreto de Barcelona) y uno de los puntos que encuentra es, por ejemplo, la «imposición» (o sugerencia repetitiva hasta que acaba calando) de nuevas fiestas «populares» y tradicionales que se inventan tras el franquismo, como el «correfoc», y que en pocos años acaban siendo celebradas por la ciudadanía como epítomes de la tradición y el folklore ancestrales. Otro ejemplo es la consagración que reciben ciertas celebraciones en la ciudad (la Mercè, a finales de septiembre, acompañada de conciertos gratuitos y fuegos artificiales) y la demonización que sufren otras tantas (San Juan es la más evidente, una fiesta popular y obrera donde se socializaba en el barrio o en la playa y que desde hace años sufre cada vez una mayor persecución policial y mediática, con enormes titulares sobre lo «sucia» que está la playa, titulares que nunca se dan sobre lo sucias que quedan las calles tras una celebración futbolística o tras la Mercè).

El espacio concreto de Barcelona se convertía así en un ring de un combate simbólico entre, por un lado, las masas obreras que cierran sus barrios con barricadas y, por otro, los concursos al aire libre de gigantes y cabezudos y las exhibiciones públicas de la imagen de la patrona de la ciudad, lucha simbólica relativa, en última instancia, de quién es y qué significa ese mismo entorno sobre el que los sectores sociales en conflicto ejecutan sus prácticas e inscriben sus discursos. (p. 107)

De este tema se ocupa el sexto capítulo al analizar el simbolismo de los distintos espacios de la ciudad. Lo hace, por ejemplo, recordando el rechazo generalizado de los barceloneses, y de muchas de sus instituciones, ante la celebración de un desfile de las fuerzas armadas en la Diagonal en el año 2000. Se percibió como una vuelta al pasado, a los desfiles triunfales franquistas tras la Guerra Civil y durante la dictadura; hasta el extremo de que el lugar del desfile se cambió a uno mucho menos problemático y menos simbólico, casi en las afueras, y en vez de ser un desfile que entraba en la ciudad, la dirección del desfile fue hacia la salida. Aún así, ese desfile reunió a mucho menos público que uno alternativo, que se celebró en la Ciutadella, en una manifestación popular que desautorizaba «lo que se interpretaba como una utilización indigna de la calles de Barcelona, por mucho que estuvieran alejadas de su centro. Al día siguiente, jóvenes independentistas limpiaban con lejía la calzada de la Avinguda Rius i Taulet hasta el Pueblo Español, es decir, la vía que veinticuatro horas antes había conocido la marcialidad de las tropas, patentizando la idea de que aquel espacio había sido literalmente ensuciado y requería una limpieza» (p. 244). Hubo también protestas contra la reunión de los representantes del Banco Mundial (que finalmente se suspendió y se llevo a cabo de forma telemática).

Esta capacidad de Barcelona de demostrarse fiel a su propio pasado y provocar el miedo de quienes creían tenerla sometida y poseída llegó a un máximo de intensidad con motivo de la cumbre de jefes de Estado de la Unión Europea el 14, 15 y 16 de marzo de 2002. De nuevo, las autoridades pudieron percibir hasta qué punto la ciudad podía mostrarse hostil e inhóspita ante la presencia considerada no solo como ajena, sino, ante todo, como moralmente inaceptable. Durante los tres días que duró el evento, los mandatarios internacionales tuvieron que reunirse literalmente escondidos en un recinto fortificado, a las puertas de la ciudad, sin poder penetrar en ella, sin el mínimo contacto con una población que no estaba predispuesta a depararles ninguna bienvenida multitudinaria, sino más bien lo contrario. En el extrarradio, los poderosos debían verse a sí mismos como marginados, reconocidos como una materia extraña y repugnante que la urbe se negaba a recibir. Eran invitados, es cierto, pero ¿de quién? No de la ciudad, estaba claro, como lo demostraba que nadie se atreviese a salir de un estrecho perímetro en la zona de Pedralbes, encerrados por una muralla de cemento y dobles rejas que, al pie de la letra, los mantenía en todo momento enjaulados. Los líderes europeos se sometían a sí mismos a una especie de efecto túnel que los llevaba directamente desde el aeropuerto de El Prat hasta el aislado hotel de lujo Juan Carlos I y al contiguo Palau de Congresos, en un sector limítrofe de Barcelona que solo ocupaban instalaciones deportivas y descampados. Los reunidos no temían un atentado terrorista, ni la acción de violentos fuera de control. Los jerarcas planetarios allí congregados le tenían miedo a Barcelona. De hecho, la recepción oficial que debía celebrarse uno de los días del encuentro en el Palau de la Generalitat tuvo que trasladarse al palacio de Montjuïc, una vez más vertedero de lo que la ciudad parecía negarse a aceptar en su seno.

Barcelona, una vez más asediada –como tantas veces antes a lo largo de su historia–, ocupada por ocho mil policías destinados a vigilar de cerca unos habitantes que había que mantener a toda costa lejos y a raya. Aquellos días quedó patente de quién era, en última instancia, la calle. (p. 249).

Todo esto remite, además de al aspecto moral, al simbólico de cada parte de la ciudad. Esto nos llevaría a, por ejemplo, los efectos morales del 11S; en realidad, a pesar de lo aparatoso del derrumbe de las Torres Gemelas, el número de muertos no fue una barbaridad (disculpen la banalización de ese número de vidas); lo verdaderamente aterrador fue el golpe al corazón de la ciudad más simbólicamente importante del país más simbólicamente relevante. Fue un ataque, simbólico, a Occidente y al capitalismo. Como, salvando todas las distancias, la bomba en el atentado del Liceu de que hablábamos con Las buenas familias de Barcelona fue un ataque a las élites catalanas.

Siguiendo con el ejemplo de las manifestaciones, Delgado analiza algunas más. Una protesta estudiantil ante la imposición del plan Bolonia (que se percibía que iba a mercantilizar el acceso a los estudios universitarios, como finalmente ha sucedido). Las manifestaciones habituales en Barcelona empiezan en el centro y bajan (se dirigen hacia el mar, en vez de hacia la montaña) hasta la calle Ferran, donde tuercen hacia el Ayuntamiento y la sede de la Generalitat. Los estudiantes anunciaron que, en vez de girar, seguirían por las Ramblas, lugar prohibido para las manifestaciones (de nuevo: por su enorme valor simbólico, en este caso como lugar de centralidad y turístico). En vez de eso, y a pesar de todo el revuelo periodístico que esperaba la confrontación entre estudiantes y policía, la manifestación se desvió… hacia Sants. Los estudiantes «no emplearon ni el camino autorizado ni el prohibido, sino otro, es decir, ignoraron la lógica topográfica institucionalizada de lugares y de itinerarios entre lugares e inventaron una distinta, que se permitía incluso despreciar el centro de la ciudad como centralidad simbólica para elevar a tal rango un barrio popular» (p. 252).

Algo similar sucede con las manifestaciones del Primero de Mayo de 2011. La de los sindicatos mayoritarios baja por la Vía Laietana y termina en la catedral, obviando las sedes del poder (como si no fuese con ellas). La alternativa, que se convoca por la tarde… en lugar de bajar, la tendencia tradicional, sube hacia los barrios altos, es decir, los barrios ricos, donde residen las clases dominantes, «ultrajando zonas de la ciudad que se habían considerado a salvo de las protestas y, más todavía, de los disturbios (…) con que concluirá la marcha» (p. 253).

Delgado acaba analizando el aspecto «ritual», casi escénico, de estas revueltas y manifestaciones, donde tanto manifestados como las fuerzas de seguridad que los contienen llevan a cabo una escenografía en cierta medida coreografiada, como si cada una de las partes fuese consciente del papel que tienen que jugar. «La propia presencia de espectadores es una prueba de esta naturaleza controlada, ritualizada y espectacularizada del disturbio urbano. Su desencadenamiento, en efecto, no implica muchas veces que los viandantes tengan que huir y, si la intensidad de la lucha no alcanza un cierto nivel, buena parte de ellos permanecerá en el lugar como público de lo que es vivido como un acontecimiento urbano más» (p. 262). Lo cual no quita que, en ocasiones, sus efectos sean verdaderos o nocivos, por supuesto.

La ciudad mentirosa (I), Manuel Delgado

En primer lugar, permítanme pedir disculpas por todo este tiempo de inactividad en el blog. Febrero fue un mes complicado por temas de trabajo y marzo lo he dedicado a la redacción del ensayo final del postgrado «Antropología de la arquitectura», del que ya hemos reseñado diversas obras (Delgado, Navas-Perrone, Frago Clols, los puentes entre la arquitectura y la antropología, entre otros). Precisamente para ese ensayo, centrado en el proyecto Superilla de la ciudad de Barcelona, llevamos a cabo la lectura de este La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del «modelo Barcelona» (el libro es de 2007, los libros de la catarata, pero leemos la tercera edición actualizada, de 2017), una «carta de amor despechada» de Manuel Delgado a la ciudad donde vive.

El objetivo del libro no es negar las bondades de los cambios que ha habido (que los hay, y buenos, por supuesto), sino dejar claro que «todas las políticas urbanísticas desarrolladas en Barcelona han sido guiadas, en las últimas décadas, por la voluntad de modelar la ciudad y modelarla no tan sólo para hacerla un modelo, sino para hacerla modélica, es decir, ejemplo ejemplarizante, referente a seguir de lo que tiene que ser una ciudad sometida a los lenguajes que le ordenaban unirse y mostrarse ordenada» (p. 11). Tras esa fachada de bondad, de modernidad, arquitectura, diseño, hordas de turistas y premios internacionales se halla «la otra cara»:

Y ahí están los desahucios masivos, la destrucción de barrios enteros que se han considerado «obsoletos», el aumento de los niveles de miseria y de exclusión, las batidas policiales contra inmigrantes sin papeles, la represión contra los ingobernables… Contrastando con todas las deslumbrantes escenografías destinadas a un público concebido al mismo tiempo como espectador y como figurante, todas las complicidades vergonzantes, todos los fracasos infraestructurales, todos los exudados en forma de marginalidad que no se han logrado exiliar a la periferia. (p. 12)

Hay cierta tendencia a pensar que Barcelona se doblegó a «los imperativos de las dinámicas del capitalismo mundial, pero esta no es que sea una característica singular de la actualidad en materia de iniciativas urbanas de Barcelona, sino que la clave internacionalizadora ha sido un elemento esencial de la lógica del crecimiento urbano en Barcelona» (p. 28), empezando por la Exposición Universal de 1888 (que urbanizó la Ciutadella, su entorno y una parte del frente marítimo), la Exposición Universal de 1929 (Montjuïc), el Congreso Eucarístico de 1952 (para expulsar el poblado de barracas que había en una zona de la Diagonal y urbanizarla), los propios Juegos Olímpicos (la Vila Olímpica o el Maremágnum, por citar sólo algunos) y el Fórum de las Culturas de 2004, con el que se expulsó a los habitantes de clase baja de la zona que ahora es Diagonal Mar, se proyectó el centro comercial y se construyeron viviendas de algo standing debidamente valladas en la zona.

Pero fueron los Juegos Olímpicos, por supuesto, los que entronaron el modelo Barcelona. Tras su celebración, concluida la inercia y con muchas infraestructuras por terminar, se dio una etapa en la que «se empiezan a configurar grandes clusters culturales» (p. 41) como el Raval, el MACBA y el CCCB (al que pronto se le añadirán facultades de la UB) o el de la Plaza de las Glorias, con el Auditorio y el Teatro Nacional de Cataluña (y luego la Torre Agbar, sedes del diseño y la punta del distrito 22@, que no deja de ser un clúster empresarial). «Nos hallamos, pues, en el paso del modelo Barcelona a la marca Barcelona, es decir, de referente de construcción ético-urbanística de una ciudad a poco más que un logotipo comercial destinado a su promoción competitiva en el mercado.» (p. 44). Si las reformas, hasta ese momento, iban investidas de una ideología concreta de convivencia, de mejoramiento de infraestructuras, de reformas para higienizar, esponjar, adecuar, en definitiva, las calles, a partir de 1997 (la substitución de Pascual Maragall, anterior alcalde, por Joan Clos, el siguiente, también socialista) se da una nueva etapa «más pragmática y asociada de manera descarada a la nueva economía y a la renuncia, en gran parte, a un proyecto global de ciudad» (p. 44).

Esta fase viene marcada, también, por la desaparición de la «paz social» que había imperado hasta entonces, debida, por un lado, a la progresiva disolución de las asociaciones de vecinos (que habían marcado la lucha social desde finales del franquismo), y por la otra a lo ilusionante del discurso olímpico. Las nuevas movilizaciones de principios de los 2000 tienen que ver con movimientos altermundistas (protestas contra el Banco Mundial o la reunión de los jefes de Estado en Barcelona), contra la participación de España en la Guerra de Irak o contra las evidencias, cada vez más claras, de que los proyectos de la ciudad no estaban encaminados a mejorar la vida de sus ciudadanos sino a procurarles réditos económicos a unos pocos, como fue el propio Fórum.

Tras unos años en que la evidencia mercantilista es cada vez más evidente (con Joan Clos, que acabaría siendo director ejecutivo de ONU-Hábitat, nada menos, primero; y con Jordi Hereu, después, que fue más de lo mismo), Barcelona pasa a ser gobernada por la derecha con Xavier Trias, en un mandato donde toda ficción de interés social queda descartada y sólo se llevan a cabo actuaciones en las zonas de renta alta. Tras esos cuatro años, y coincidiendo con la politización de los movimientos de indignados que cristalizan en algunos partidos políticos, Ada Colau se convierte en alcaldesa en 2015, al frente de un gobierno de izquierdas. Sin embargo, y a pesar de las proclamas del partido, Delgado destaca la continuidad entre las políticas urbanísticas de Maragall y las de Colau. «Esta vindicación de la etapa supuestamente esplendorosa y auténtica del «modelo Barcelona» es precisamente la que aparece en la base del proyecto político de Barcelona en Comú» (p. 56). Se percibía que, tras la «desfiguración del espíritu Maragall» llevada a cabo por Clos, Hereu y, claro, Trias, finalmente el retorno de Colau y los suyos iba a ser una vuelta a esa época dorada. Ese retorno quedó evidenciado por la inclusión de Jordi Borja (cuyo papel en la difusión del modelo Barcelona hemos comentado a menudo en el blog) en la lista de Barcelona en Comú y también por la inclusión en el equipo de Gobierno de antiguos responsables municipales del Partido Socialista, amén de que Jaume Collboni, socialista, fuese el segundo teniente de alcalde (y actual alcalde hoy en día, una de cuyas primeras medidas ha sido tumbar la obligación de que toda promoción de viviendas dedicase un 30% a la vivienda social; auténtica gestión socialista, vaya).

La clave del éxito de la candidatura de Barcelona en Comú fue presentarse como alternativa al Gobierno de Xavier Trias, que había comandado la ciudad durante los últimos cuatro años (2011-2015), ocultando que la derecha conservadora no había hecho otra cosa que continuar las dinámicas de saqueo capitalista que habían aplicado a lo largo de treinta años los gobiernos «de izquierda» y reclamándose heredera de esa época dorada del «auténtico modelo Barcelona» que el «modelo Barcelona degenerado» y la «marca Barcelona» habían hecho malograr, puesto que el «modelo» era sobre todo un modelo moral y cívico, mientras que la «marca» implicaba una simple imagen de la ciudad como macroproducto de consumo. (p. 58)

A partir de ahí, tanto Colau como la teniente de alcalde de urbanismo, Janet Sanz, loan sin medida el mejor momento de la historia de Barcelona y su época dorada, el maragallismo. Por ello no sorprendieron dos de sus primeras iniciativas urbanísticas: por un lado, «se elevaban a la categoría de bien patrimonial a proteger ejemplos de la arquitecturización de espacios públicos propia de los años 1980» (p. 58), tanto las «plazas duras» (enormes vacíos de hormigón, vaya, como la horrenda y muy vacía Plaza de los Países Catalanes que hay frente a la estación de Sants) como los «proyectos de diseño» (el Moll de la Fusta, el Parque de la Creueta). Y, por el otro lado, se presenta un plan de barrios, cuyos responsables son los mismos que trabajaron en la época de Maragall (Marta Grabulosa y Oriol Nel·lo), que tiene dos ejes de actuación prioritarios: la zona de Bon Pastor – Baró de Viver, donde se sigue expulsando a vecinos de las casas baratas (lo vimos en la obra de Stefano Portelli La ciudad horizontal) y se construyen viviendas «para rentas medias y altas junto al centro comercial de La Maquinista» (p. 59). El otro eje es la zona del Besós y el Maresme, en pleno 22@, cuyo objetivo es seguir ampliando esta zona como «polo de atracción de actividad económica social y cooperativa» y abrirlo hasta comunicarlo con La Sagrera (es decir, la continuación del plan de La Ribera que los vecinos de la zona consiguieron impedir en 1986 porque los expulsaba de su barrio pero que luego, gobierno tras gobierno, todos se han emperrado en ir aplicando).

Pero estas evidencias prácticas no son la prueba definitiva de hasta qué punto el «nuevo municipalismo» de Ada Colau no es otra cosa que restauración maragalliana, esto es recuperación del proyecto imaginado por Pasqual Maragall. Lo que realmente distingue el «toque Maragall» es la dimensión moralizante del discurso en que se justifica, esa voluntad de, en palabras de la alcaldesa en la presentación de lo que es la reedición del Plan de Barrios (…), «distribuir justicia a los abandonados», es decir, de conceder graciosamente y desde arriba «empoderamiento» a los de abajo, todo ese lenguaje altisonante y pretencioso propio del despotismo ilustrado heredado de quienes mandaron en Barcelona acompañando a Maragall. He ahí la diferencia entre el «modelo Barcelona» y «marca Barcelona»: una forma singular de capitalismo urbano, enrollado en lo cultural y paternalista en lo social» (p. 60).

La puesta en venta de Barcelona, por lo tanto, no empieza con la derecha que gobierna cuatro años, ni siquiera con la decadencia del modelo a partir de 2007: es un hecho central de la política de Maragall y de las reformas para los Juegos Olímpicos; es, de hecho, el objetivo central del que era también referente de Maragall, José María Porcioles, el alcalde colocado por la connivencia entre los poderes franquistas y los poderes locales: «Porcioles puso la base, el gran proyecto de una ciudad al servicio total de su propia mercantilización; Maragall sólo tuvo que añadir legitimidad política, una cierta sensibilidad socialdemócrata y sobre todo campañas de autopublicidad basadas en valores» (p. 61).

La siguiente sección de este primer capítulo aborda una dinámica que se ha repetido en numerosos barrios de la zona: como tantas otras grandes ciudades globales, la vivienda en Barcelona alcanza niveles de precios estratosféricos; y su suelo es un valor cada vez más importante para el Ayuntamiento. Por eso no sorprende que, durante las últimas décadas, se hayan llevado a cabo promociones, actuaciones, programas y demás nombres rimbombante cuya pretensión era mejorar la vida de los vecinos pero cuyas consecuencias siempre acaban siendo la expulsión de esos mismos vecinos y su substitución por otros de rentas más altas. Por ejemplo, «las ciento quince manzanas de lo que fue el Poblenou industrial inmoladas en nombre de la nueva economía: el Distrito 22@» (p. 67).

El proceso continuaba siendo el mismo. De pronto, alguien, en algún sitio, decidía algo que cambiará la forma y la vida de un barrio. Primero se lo declaraba «obsoleto», luego se redactaba un plan perfecto, se elaboraban unos planos llenos de curvas y rectas, se hacía todo ello público de manera atractiva –dibujitos y maquetas– y se prometía una existencia mejor a los seres humanos cuya vida iba a ser, como el lugar, remodelada. A continuación, se proponían ofertas de realojamiento –que siempre perjudicaban a quienes no podían asumir las nuevas condiciones que indirectamente se les imponían–, se encauzaban dinámicas de participación –orientadas, de hecho, a dividir a los vecinos afectados– y, después, se continuaba sometiendo a ese pedazo de ciudad a un abandono que ya la venía deteriorando, para disuadir a las víctimas-beneficiarios de la transformación de su urgencia e inevitabilidad. Luego no era extraña la aplicación de formas de mobbing institucional, una técnica de acoso y derribo –y nunca mejor dicho– consistente en hacerle la vida imposible a los vecinos que se niegan a abandonar casas condenadas por los planes urbanísticos e inmobiliarios, en someterles a una presión que los obligue a abandonar su residencia y dejar el paso libre a los planes de «refuncionalización» de sus barrios. Ni que decir tiene que de todo ello poca cosa aparecía en los medios de comunicación, para los que el hostigamiento contra inquilinos inconvenientes o díscolos era una conducta perversa de empresas sin escrúpulos y nunca lo que tantas veces resulta ser: una práctica seguida por la propia Administración y aplicada por sus funcionarios, muchas veces con la ley en la mano. (p. 68 y 69).

¿Ejemplos? La Vila Olímpica, las casas baratas del Bon Pastor, el Barrio Chino reconvertido en el Raval. De fondo en todo este trajín está una concepción del urbanismo que Ángela Giglia denomina (como veremos en próximas entradas) la «falacia del determinismo espacial», que viene a decir, en palabras de Delgado: «a lo largo de la historia del urbanismo se esperaba que la aplicación de criterios ordenadores claros fuera capaz, por sí sola, de resolver problemas sociales e infraestructurales profundos, no por la vía de un cambio en estructuras sociales brutalmente asimétricas, sino por el de una redefinición de los lugares y de su organización» (p. 81). Se trata de la vieja idea burguesa de que resolver un problema es expulsarlo a una periferia cada vez más lejana; o, peor aún, de la concepción, claramente interesada, de que la manifestación de un problema es, de hecho, ese problema, y erradicarlo de la vista quitaría el problema. Calles amables y pacificadas suponen la superación del conflicto económico, de clases, de la vivienda, de la inmigración o de la prostitución, por citar algunos casos sangrantes; cuando, en realidad, sólo suponen haber expulsado esos problemas lejos de unos barrios reconvertidos en reductos del ocio y el consumo para clases de rentas más altas.

Estas reconversiones público-privadas vienen a menudo acompañadas de un discurso legitimador y moral. Por ejemplo, la propiedad de una de las empresas encargadas de renovar Ciutat Vella, Focivesa (Foment de Ciutat Vella, S. A.), «correspondía, en 2007, en un 57 por ciento al Ayuntamiento y la Diputación de Barcelona. El resto se lo distribuyen La Caixa, Caixa de Catalunya, BBVA, SABA y Telefónica» (p. 83, pie de nota). O VOSA, la empresa que hizo lo mismo en Vila Olímpica, expropió el suelo en nombre público y luego se incorporó a NISA (Nova Icària, S. A.), aportando un 40% de su capital, en forma de ese tesoro inmobiliario expoliado a los vecinos. El 60% restante de NISA era capital privado, por lo que NISA acabó construyendo pisos de alto standing que los vecinos, ya expulsados, no se pudieron permitir y les impidió volver a la zona, substituyendo vecinos de rentas bajas por otros de renta mayor (y generando una jugada redonda para el sector privado).

Como decíamos, todas estas expulsiones vienen siempre acompañadas de un discurso moralista.

Es decir, la rehabilitación del barrio no debía ser tan solo formal, debía ser, sobre todo, moral. El enemigo a batir no era solo la pobreza y la marginación, era el mismo Diablo. Los signos inequívocos de su presencia convertían el esponjamiento, el relevo en el tipo de vecindario, la distribución de templos levantados en honor a la Cultura y la apertura de espacios vigilables en una gran ceremonia exorcizadora de aquellas energías malignas que habían poseído el barrio y que conformaban lo que Gary McDonogh definía como una auténtica geografía del Mal (p. 85).

Precisamente la Filmoteca fue retirada del Barrio Chino a principios de los ochenta, cuando pasó a ser gestionada por el gobierno autonómico, al considerar que tal institución no debía estar en dicho emplazamiento, «en pleno asentamiento gitano del barrio» (p. 86). Un cuarto de siglo después, retornó a sólo unos pocos metros de su emplazamiento original: pero ya no era el Chino, sino el Raval, un barrio debidamente saneado y con enormes templos higienistas dedicados a la cultura: CCCB, MACBA, la Facultad de Geografía e Historia y, por supuesto, esta nueva y flamante Filmoteca.