La ciudad horizontal, Stefano Portelli

La ciudad horizontal. Urbanismo y resistencia en un barrio de casas baratas de Barcelona, del antropólogo Stefano Portelli, narra la crónica de un derribo anunciado: el de las casas baratas del distrito del Bon Pastor, en la ciudad de Barcelona. Construidas durante los años 20 del siglo pasado, su población formaba una red compleja y, como se definirá a lo largo del libro, «horizontal». El Ayuntamiento de Barcelona, sin embargo, recurrió al discurso habitual para este tipo de situaciones (y que es el que se usa para justificar los primeros pasos de la gentrificación) y lo estigmatizó (poco higiénico, casas viejas, necesidad de rehabilitar la zona) y acabó derruyendo las casas para construir pisos verticales, destruyendo, por el camino, la sociabilidad que se había creado y sustituyéndola por una «vertical». Portelli y otros antropólogos, liderados por nuestro admirado Manuel Delgado, se interesaron por el barrio a principios del año 2004, primero como antropólogos investigando una situación concreta y, al poco, tomando partido como defensores del mantenimiento del barrio y llegando a una «antropología horizontal» o «antropología participativa».

La ciudad horizontal se divide en seis capítulos distintos. El primero de ellos explica la historia de los cuatro barrios de casas baratas de Barcelona de forma, digamos, oficial (construcción, habitantes, etc.); el segundo narra la misma historia pero desde el interior, es decir, cómo la vivieron sus habitantes, así como la construcción de su propio contradiscurso que, pese a todo, no llegó a unifircarlos lo bastante como para presentar un frente unido. El tercer capítulo se centra en la etnografía del barrio; el cuarto, en la resistencia contra el derribo; el quinto, en los efectos que tuvo dicho derribo, cuando finalmente se produjo, sobre los habitantes de las casas baratas. Y el sexto capítulo se cierra con unas reflexiones de Portelli sobre el papel de los antropólogos en situaciones como ésta y que comentaremos en una próxima reseña, porque suscita cuestiones más que interesantes.

Como en todas las ciudades en rápida expansión, las clases dirigentes de Barcelona llevaban décadas debatiendo sobre cómo solucionar lo que ya entonces se comenzaba a llamar «el problema de la vivienda». Después del derribo de las murallas medievales, en 1854, la ciudad había estallado como una olla a presión: en pocos años toda la explanada cerrada entre mar y montaña y entre los dos ríos se había llenado de fábricas y nuevas construcciones. Consecuencia de esta expansión fue un enorme flujo de migrantes, atraídos pro las posibilidades de trabajo que ofrecían las grandes obras que iban cambiando la fisionomía de Barcelona: la construcción de la Via Laietana, el Port Vell, las rondas que sustituyeron el recorrido de las murallas, y sobre todo la construcción del «Gran Metro» que se inició con el nuevo siglo. Primero se utilizaron todos los obreros locales; luego llegaron los migrantes catalanes, sobre todo de Tarragona y Lleida; con el cambio de siglo empezó la migración aragonesa y valenciana, hasta que, después de la primera guerra mundial, hubo la verdadera explosión demográfica, con la migración masiva desde el sur del Estado. (p. 33)

Esta llegada masiva de población supuso los típicos problemas de las ciudades industrializadas: hacinamiento, problemas sanitarios (debido al lamentable estado de las infraestructuras de saneamiento y agua potable), alta mortalidad infantil, enfermedades. «Esta situación no era más que la consecuencia inevitable de la repartición desigual del suelo; las élites dirigentes, sin embargo, la denominaban «el problema de la vivienda obrera», para el cual comenzaron a buscar soluciones». (p. 34)

Era, también, una época de gran militancia obrera; en Barcelona, además, dicha militancia se decantaba más por el anarquismo y la autoorganización, que «habían arraigado tan profundamente que convirtieron la ciudad en la «capital de la idea» anarquista a nivel internacional» (p. 34). Ambos motivos, combinados, dieron pie a que la burguesía reclamase una solución urgente al «problema de la vivienda» que, en ese momento en Europa, había tomado dos caminos distintos: el de la racionalización de la vivienda (Le Corbusier y La Carta de Atenas; o, cómo resumió el propio arquitecto, «matar la calle») y la ciudad jardín de Ebenezer Howard (eso sí, completamente despojada de todos los elementos socialistas que originalmente contenía y convertida en los entornos residenciales que en Estados Unidos se conocen como suburbios).

Barcelona se decantó por el racionalismo: la idea de un crecimiento ilimitado de la ciudad que, partiendo desde un punto central, se iría organizando alrededor de éste de forma jerárquica, segregando a la población por clases. Como, además, el alcalde de la ciudad por entonces (el barón de Viver, Darius Romeu i Freixa) quiso celebrar una segunda Exposición Universal para repetir el éxito de la de 1888 (y ya hemos comentado a menudo en el blog que Barcelona siempre ha utilizado los grandes eventos internacionales para anexionarse territorios conflictivos, desde las Exposiciones Universales a los Juegos Olímpicos o el Fórum de las Culturas de 2004), dicho evento supuso la excusa perfecta para apropiarse de zonas nuevas de la ciudad.

Para dar la impresión de que estaba tratando de solucionar el problema de la vivienda, y con la ley de 1924 que obligaba a las ciudades a construir corporaciones público-privadas para la construcción de los barrios, se fundó el Patronato Municipal de la Vivienda. Pero, ojo, los propietarios inmobiliarios tampoco querían que se construyesen muchas casas, no fuese que su negocio de explotación del suelo a obreros dejase de dar beneficios; así que, en total, en cuatro fases (una en Montjuïc, otras dos cerca del río Besós y la cuarta en Horta), se construyeron 2.200 viviendas, mil menos de las anunciadas, y que cubrían apenas a un 1.5% de los obreros de la época: «poco más que una gota en el mar» (p. 41).

«La estructura urbanística de los cuatro barrios, repetitiva y uniforme, escogida por el arquitecto Xavier Turull, acentuaba la percepción de castigo hacia los obreros expulsados de la ciudad: las casas eran todas iguales, pintadas de blanco y dispuestas a ambos lados de calles horizontales, que llevaban números en lugar de nombres.» (p. 43) Las dos del Besós, además, estaban en un terreno inundable, alejadas de cualquier otra construcción.

La situación de necesidad de sus habitantes, en general, hizo que se formasen redes densas entre ellos. Además, el hecho de compartir una similar estructura social aún densificó más esos lazos: los hombres salían a trabajar a la misma hora hacia destinos similares mientras que las mujeres, los ancianos y los niños se quedaban en las casas, haciendo vida en las calles y convirtiéndolas en «espacios de sociabilización fundamental», incluso una «extensión de la casa proletaria», sobre todo en los meses de verano.

Pese a que los grupos de casas baratas construidas fueron 4, el estudio de Portelli se centra en el segundo, el principal de los que se construyeron junto al Besós, con 784 viviendas. Sigue la historia de la Guerra Civil (1936-39), en la que no entraremos por exceder la temática del blog, pero que estuvo caracterizada por una gran implicación de los habitantes de la zona y por una contundente represión posterior por parte de las fuerzas franquistas.

En esa época, el primer franquismo tras la posguerra, que coincidió con la Segunda Guerra Mundial, no hubo grandes construcciones en Barcelona. A mediados de los años 50 se aprovecharon los agujeros provocados por las bombas, sobre todo en la zona del Paralelo, para realizar «los grandes esponjamientos haussmanianos planificados desde antes de la guerra» (p. 87), utilizándolos, de nuevo, como excusa para expulsar a los habitantes (pobres) de la zona y substituirlos por otros de mayor nivel adquisitivo. Algunos de estos habitantes encontraron acomodo en los barrios de casas baratas, a cuyo alrededor ya iban, poco a poco, apareciendo nuevas construcciones, igual que hicieron otros habitantes expulsados por el «Servicio de Erradicación del Barraquismo». Sobre todo durante los primeros años de la posguerra, la construcción de barracas en territorios limítrofes de la ciudad fue una forma que encontraron los que llegaban a la búsqueda de trabajo para solucionar, de forma temporal, la carencia de viviendas disponibles.

A mediados de los años 50, en 1954, llega al Ayuntamiento el nuevo alcalde, Josep Maria de Porcioles Colomer, que lo será hasta el 1973, y se inicia una nueva época (a menudo referida como los años del porciolismo) donde el desarrollo español se entroncó con el auge y afán inmobiliarios de Barcelona y las herramientas de represión del régimen franquista para crear un entorno de corrupción concentrado en el ámbito inmobiliario. A partir de los años 60, también, la organización popular se desliza desde las reivindicaciones obreras de antes de la guerra hacia el asociacionismo vecinal: grupos de habitantes de una misma zona que, más que proponer cambiar el mundo (discúlpennos la exageración), se unen para conseguir mejoras para su barrio. De ahí surgió, por ejemplo, la primera escuela para el barrio de casas baratas.

Al mismo tiempo, el entorno de los cuatro barrios de casas baratas se fue convirtiendo en lo que se conocería como «ciudades dormitorio» o ciudades satélite de Barcelona: lugares donde los residentes iban a dormir, pero no donde trabajaban ni hacían su día a día. La mayoría de ellos, además, de origen no catalán. De la mezcla de estos dos conceptos surgirá luego el discurso oficial que legitimará la demolición del barrio: el de que eran casas de mala calidad, poco higiénicas, y además inmigrantes que podían aportar poco a la sociedad. «Es una operación de etnicización de la problemática social, que recuerda a los pánicos morales burgueses de principios de siglo.» (p. 103)

Un nuevo imaginario ligado a los gitanos y a la pequeña criminalidad se irá afirmando como la narrativa dominante respecto a las periferias de las grandes ciudades. Las casas baratas de Barcelona, pese a las características bien diferenciadas de su población y forma urbana, entrarán de lleno dentro de la nueva mitología quinqui o callejera, basada en una serie de películas –como El pico o Yo, el Vaquilla– ambientadas en barrios degradados y masificados. Este imaginario conformará la versión contemporánea de la historia de mala fama de los barrios de casas baratas: contribuyendo a arrinconar todavía más los cuatro conjuntos, de hecho reproduciendo sobre el plan social el salto de escala urbanístico que los separaba del resto de barrios. [Algunas calles de la ciudad] se configuraron como verdaderas fronteras simbólicas entre la ciudad y su doble, marginado y segregado, incluso estéticamente marcado por la indiferencia. (p. 116)

Algunas de las casas que se construyeron más tarde cerca de las casas baratas del Bon Pastor (en concreto, construidas durante la época porciolista) tenían aluminosis, entre otros defectos estructurales. Pero el estado ruinoso de las casas baratas nunca fue certificado por ninguna entidad oficial; bastó el discurso, coreado y amplificado por los medios, de que eran lugares insalubres, de crimen y marginación (el estigma del que hablaban Daniel Sorando y Álvaro Ardura en First We Take Manhattan y que conforma una de las fases previas a la gentrificación).

Por un lado, los contratos de renta antigua (contratos muy antiguos que no permitían aumentar el importe del alquiler o lo permitían sólo de forma marginal, con lo que, al cabo de los años, sus usuarios pagaban un alquiler muy inferior al del resto de viviendas sin ese tipo de contrato) quedaron progresivamente desprotegidos por las leyes (a favor, como siempre, de los propietarios y en contra de los usuarios de las viviendas). Por otro lado, la zona donde se levantaban las casas fue revalorizándose a medida que se levantaban centros comerciales alrededor (como La Maquinista) y los barrios cercanos sufrían progresivas oleadas de gentrificación o, simplemente, la expulsión de sus habitantes originales (como el barrio de Besós Mar, que con la excusa del Fórum de 2004 fue limpiado de «habitantes indeseables» y donde se levantó otro centro comercial así como edificios limpios y muy caros para inversores internacionales). Ninguna otra excusa era necesaria para mantener una zona tan jugosa dando beneficios tan bajos.

El discurso oficial, por supuesto, puede considerarse «una ficción» en el sentido de que sólo selecciona algunos de lo datos que le son favorables. Por ejemplo, presentaba las casas como habitáculos de 40 metros cuadrados, obviando las muchas que tenían entre 50 y 70; o indicaba que eran insalubres y con mala ventilación, sin detallar las muchas que también tenían jardines alrededor, o hasta un piso superior construido más tarde, puesto que la mayoría de casas, edificadas en el 1929, habían recibido inversiones y modificaciones por parte de sus habitantes durante los cerca de 70 años que llevaban construidas.

En la siguiente entrada veremos las consecuencias del derribo para los habitantes de las casas así como las conclusiones y reflexiones del estudio que hizo Portelli.