La ciudad horizontal (y II): la ciudad vertical y la antropología horizontal

En la primera entrada de La ciudad horizontal. Urbanismo y resistencia en un barrio de casas baratas de Barcelona, de Stefano Portelli, reseñamos la historia del barrio de Bon Pastor, en Barcelona, y la construcción de las casas baratas, unas viviendas de dimensiones entre pequeñas y medianas que fueron edificadas durante la década de los años 20 del siglo pasado y donde vivían, sobre todo, familias de migrantes llegados a Barcelona por la época así como otras familias (en general, también migrantes) de los años de la posguerra civil que fueron expulsadas de otros barrios de Barcelona.

Durante los ochenta años en que el barrio de casas baratas mantuvo su forma original –es decir, desde la Exposición Universal de 1929 hasta el Fórum de las Culturas de 2004– Barcelona experimentó un crecimiento progresivo de lo que David Harvey llama «capital simbólico»: un aumento en el reconocimiento internacional de la ciudad como lugar «central». Pero este ascenso de la ciudad en el ranking global necesitó de una limpieza espacial que convirtió en sobras gran parte del patrimonio histórico material e inmaterial de la población –que al mismo tiempo representaban algunas de las señas de distinción del mismo capital simbólico que se celebraba–. (p. 349)

Ya hemos comentado otras veces, por ejemplo, que Barcelona siempre ha tratado de proyectar al mundo su herencia burguesa (el Liceo, el modernismo, la Sagrada Familia o el Parque Güell diseñados por Gaudí) al tiempo que trataba de disimular su herencia de ciudad con una gran tradición obrera y revolucionaria (convirtiendo los descampados de las antiguas fábricas en centros comerciales sin nombre que recordase lo que hubo allí o silenciando todo recuerdo de dichas reivindicaciones). La forma física que tomó esta elección de qué capital se privilegiaba fueron las expulsiones o la gentrificación de la población: primero con los barrios centrales (el Barrio Chino, situado casi en el centro de la ciudad, fue gentrificado a golpe de expulsión de ciudadanos pobres y culturización de sus espacios, con diversas facultades de la Universidad de Barcelona, Museos y Filmoteca, hasta convertirse en El Raval, barrio completamente saneado), luego con los barrios periféricos a medida que esta nueva Barcelona global y cosmopolita reivindicaba espacio para la inversión de capital: con la Diagonal Mar, el barrio de Besós y el Fórum de las Culturas, un megaevento cuya excusa nadie llegó a comprender pero que sirvió para expulsar a todo un barrio de la zona marítima y edificar numerosos edificios de lujo para inversores internacionales.

Una de las víctimas de esta nueva Barcelona fueron las casas baratas. En ellas, y dada su morfología (casas situadas una junto a la otra), los vecinos se habían acostumbrado a una sociabilidad que Portelli denomina «horizontal», con densas redes nacidas del hecho de que sus habitantes llevaban vidas bastante homogéneas (mismos trabajos, mismos horarios, mismas etapas vitales) y se habían mantenido allí durante las ocho décadas de vida del barrio.

Tras el derribo y el traslado a unos pisos (hacia una ciudad vertical, como la define Portelli), el choque para los vecinos fue enorme. Por un lado, el simple coste físico de la vivienda se disparó: de los contratos de renta antigua que tenían pasaron a pagar precios de mercado de la época, así como mayor potencia para la luz, mayor precio de los suministros… lo que supuso problemas económicos y situaciones de precariedad. El otro mazazo fue el social: de un lugar de socialización constante, como era la calle, y esas redes densas donde se compartían el día a día y las penurias, pero también las cosas buenas, se pasó a una división constante: en bloques, en pisos, en escaleras, en familias. De repente todos eran extraños entre ellos y los encuentros, antes constantes, se volvían esporádicos, no lo bastante habituales para constituir un día a día continuo.

El ejemplo que centra esta pérdida es la fiesta de San Juan (el solsticio de verano), aunque no sólo para el barrio de casas baratas sino para toda la ciudad. Tradicionalmente había sido una noche de reunión, hogueras y petardos informal y, sin embargo, cada año el Ayuntamiento de Barcelona lucha con más ahínco por demonizarla: aparecen portadas con los destrozos y la suciedad que generan los jóvenes en las calles, la policía impone un toque de queda argumentando las necesidades de los bañistas en las playas… hechos que, por ejemplo, jamás se dan tras una celebración «sancionada» por el Ayuntamiento, sean la Fiesta Mayor, un triunfo deportivo o un concierto. Esto evidencia que hay dos tipos de fiestas: las que están en consonancia con la ideología del poder (festivales, celebraciones gastronómicas, ferias hipsters y tantas otras), cuyos efectos nocivos jamás son destacados, y las populares, que el poder trata de reconducir, mercantilizar o demonizar.

En el último capítulo, Portelli habla de esta pérdida de «horizontalidad» como la pérdida del derecho a usar las calles, algo que ocurre en todas las ciudades (globales) y que se traduce en que ciertos usos de la misma están bien vistos (consumir, sentarse a tomar algo en un bar o restaurante) y otros no, o incluso se prohíben (el uso intensivo de las plazas por parte de las familias, la progresiva desaparición de los bancos, las fuentes o los baños públicos, ir sin camiseta o con ropa considerada no adecuada), hasta llegar al extremo, por supuesto, de los individuos que no tienen cabida en el sistema (ciertos inmigrantes, ciertas apariencias, ciertos cortes de pelo o ciertas indumentarias).

Sin embargo, en la denuncia de esta situación, que se cristaliza en que los niños ya no tienen lugar donde socializar de forma libre (y que podríamos resumir en el hecho que comentaba Manuel Delgado de que el espacio público ha substituido a las calles), Portelli, como otros antropólogos, cae en una especie de idealización de una sociabilidad casi rural.

La idea de la horizontalidad nos ha servido hasta aquí para reflexionar sobre la relación entre el espacio físico y la organización social. Estudiar el barrio de casas baratas nos permitió concentrarnos sobre las dinámicas de apropiación del espacio, y de adaptación recíproca del medio ambiente y del grupo humano que lo habita, incluso cuando este medio es un espacio edificado. Unos territorios hostiles, nacidos como barrios «concentracionarios» y espacios de exclusión, en pocos años se convirtieron en zonas en gran medida autogestionadas, donde las diferentes oleadas de recién llegados encontraron un refugio relativamente protegido y un ambiente social acogedor –a condición de aceptar algunas características de su forma de vida–. Esto fue posible gracias a una serie de prácticas comunes, y de elaboraciones culturales espontáneas, que también sirvieron para cohesionar a los habitantes y mediar entre las diferencias. (…)

Frente a un sistema económico que se fundamenta sobre la propiedad privada, que promueve la concentración de la propiedad inmobiliaria, que desincentiva el alquiler y obstaculiza cualquier forma de acceso informal a la vivienda, este tipo de relación con el territorio es automáticamente una contracultura. (p. 431)

Y, si bien esta contracultura justifica, en parte, el derribo de las casas baratas (así como, sobre todo, el valor del terreno sobre el que se edificaban), parece que la narración de Portelli cae en una idealización de dicha sociabilidad horizontal, mucho más propia de un pueblo que de una ciudad y siempre narrada con nombres propios: Paca sonríe mientras sus nietos juegan a la pelota, María habla con Tomás de cuándo allí estaba el bar…

La tradicional distinción de Tönnies entre comunidad y sociedad (o asociación) es, extendiéndola al espacio, y grosso modo, la diferencia entre un pueblo y una ciudad: en el pueblo el panadero o la molinera son personas, mientras que en la ciudad son figuras que llevan a cabo una acción, ya sea vender el pan o moler el trigo. En el primer caso, probablemente conoceremos algo de su vida y familia; en el segundo, no sólo no lo haremos sino que no nos interesará, y la relación estará regida, a priori, por la utilidad mutua. El hecho, por lo tanto, de lamentarse por la pérdida de una sociabilidad comunitaria cae, como hemos dicho, en una especie de idealización de dicha sociabilidad.

¿Es Barcelona, una ciudad de tal envergadura, el lugar para que se den dichas sociabilidades o comunidades? Por supuesto que en el blog estamos en contra de la especulación inmobiliaria, el interés únicamente por una posesión de las viviendas basada en la propiedad privada y en el lucro, en el uso mercantilizado de las calles… ¿pero acaso eso nos debería abocar irremediablemente a añorar una sociabilidad comunitaria, donde los niños salgan a la calle y las mujeres charlen a la puerta de casa mientras lavan la ropa (ignorando el machismo implícito en ese modelo, por supuesto)? De hecho, este modelo, que no deja de ser el suburbano de las ciudades de Estados Unidos, es poco ecológico, supone una sociabilidad muy segregada (puesto que una amplia mayoría trata de cohabitar con sus pares), disipa el espacio público y lo entrega al uso del automóvil y los centros comerciales. El único motivo por el que las casas baratas no caían en este modelo suburbano norteamericano es porque suponían una rara avis en el panorama de Barcelona.

Portelli es consciente de que este hecho, la forma concreta de la sociabilidad horizontal en las casas baratas, no permite extraer unas leyes generales concretas. Acierta, sin embargo, al situar la demolición de las casas baratas en la tradición de la «ciudad revanchista» de Neil Smith: «aquellas políticas públicas públicas dirigidas a la reconquista de territorios que se perciben como perdidos, como dejados en manos de quien no los merecía. Recuperar estos territorios, integrarlos en la ciudad, no significaba sólo «verticalizarlos», adecuándolos a los estándares urbanísticos contemporáneos; sino sobre todo imponer formas de gestión del espacio y de la convivencia que los volviesen a abrir a la penetración del Estado y de sus representantes (…) y su sustitución por un barrio mainstream, normalizado y sometido al sistema económico dominante» (p. 437).

El otro eje que articula las conclusiones es el papel del antropólogo. Portelli y el resto de antropólogos que investigaron la situación eran, en principio, observadores imparciales y extranjeros en el barrio. Pero, como le sucedió a Jaume Franquesa en su estudio de la gentrificación del barrio de Sa Calatrava de Mallorca (también citado por Portelli), pronto se encontraron con que no podían mantener esa neutralidad y tomaron partido. En primer lugar, porque el hecho de convivir con los vecinos los forzaba a integrarse entre ellos: de otro modo, sólo habrían sido capaces de mantenerse como espectadores lejanos capaces de producir una literatura antropológica académica que la mayoría de esos propios vecinos no serían capaces de leer. Y ése es uno de los principios que propone Portelli al hablar de antropología (o etnografía) horizontal: la que se hace, también, para los propios investigados, para que ellos confirmen, o rechacen, lo que se ha visto de ellos. Y dicha antropología, sostiene Portelli, pasa por integrarse entre ellos y vivir su día a día; en definitiva, por tomar partido.

Poner estos presupuestos sobre la mesa, no esconder ningún elemento de la propia presencia sobre el terreno, centrarse sobre la interacción, son las bases para una antropología verdaderamente científica. Por el contrario, el intento de mantenernos fuera de ese juego de interrelaciones y miradas cruzadas, manteniendo el viejo papel de los observadores externos, no tendría nada de «neutral»: nos obligaría a posicionarnos automáticamente del lado de los poderes externos al barrio, de la parte de los que se niegan a situarse sobre el mismo plano de los contextos que estudian. Igualmente como, en el barrio, para observar cualquier cosa es obligatorio salir a la calle, es decir, exponerse a las miradas de los otros, de la misma manera, para estudiar un terreno horizontal, se tiene que inventar una antropología horizontal. (p. 449)

Del mismo modo que hemos comentado que la lucha contra la homogeneización de las calles y la mercantilización progresiva del espacio público no tiene que pasar, necesariamente, por ansiar el retorno a una comunidad perdida, idílica, de intensas relaciones comunitarias que parecen poco probables en una ciudad del tardocapitalismo, tampoco creemos que la ausencia de implicación directa en un hecho implique el posicionamiento del antropólogo a favor de las autoridades. ¿Acaso no es posible informar de la situación sin escoger necesariamente una de las partes? O, incluso escogiendo uno de los bandos, como creemos haber evidenciado en este blog, y defendiendo unas calles de uso social, no mercantilizadas, una ciudad para sus habitantes y no para el capital, vaya, ¿implica necesariamente formar parte activa de la lucha en cada uno de sus frentes? Por supuesto, necesitamos recordar que esto son sólo reflexiones de un blog donde no somos antropólogos, sino meros aficionados a la disciplina, por lo que, tal vez, una implicación directa en algún caso concreto nos podría modificar este punto de vista.

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