Naked City, Sharon Zukin

Sharon Zukin lleva 40 años cartografiando Nueva York, ciudad donde nació y vive. Su primera obra, Loft Living (1982), describía los procesos que se estaban dando en un barrio por entonces bastante marginal de Nueva York, Hell Hundred’s Acres. Hasta los 60 había sido una zona de gran fuerza industrial, llena de talleres dedicados al textil. Las crisis económicas de los 70 y la deslocalización de las industrias hacia países emergentes, mucho más baratos, dejó vacíos esos talleres. Y entonces llegaron los artistas, que, al alquilarlos, podían tener, con un solo alquiler, a la vez el taller y la vivienda. Había nacido la moda del loft; y, con ella, como describió Zukin, la importancia de la vanguardia artística en los procesos de gentrificación de la ciudad (algo que también analizamos tanto con «El bello arte de la gentrificación» como con Clase cultural. Arte y gentrificación). Por entonces el barrio ya había cambiado de nombre, claro, y ahora era conocido como la zona al sur de la calle Houston: South of Houston Street, SoHo.

The Cultures of Cities (1995), que reseñamos en su momento, volvía a la ciudad de Nueva York y trataba de comprender algunas de las muchas culturas que la habitaban; sobre todo, la nueva cultura empresarial, que concibe la ciudad como un lugar donde hacer negocio y donde todo servicio debe financiarse a sí mismo, o perecer. En su búsqueda por tratar de comprender cómo se genera la cultura urbana y quién tiene un mayor peso en el proceso, del libro nos quedamos con la importancia creciente que los BIDs (bussiness-improved districts) tenían en la ciudad, algo que no ha hecho más que crecer. Se trata de uniones de comerciantes y empresarios de un lugar común que crean una asociación, fundación o, si disimulan menos, una empresa, cuyo objetivo es velar por la seguridad, la estética y el bienestar de su zona. Un win-win, claro, porque entonces el Ayuntamiento puede olvidarse de la limpieza, de la retirada de basuras o de la seguridad en ese distrito. Pero todos esos servicios pasan a ser privados, con lo que, como siempre, los sospechosos habituales son susceptibles de ser expulsados de esos distritos. Como todas aquellas actividades que no sean del agrado de los propietarios de los negocios, que pasan a ser también los propietarios de las calles.

Si el título de The Cultures of Cities era un claro homenaje a Mumford, Naked City. The Death and Life of Authentic Urban Places (Oxford University Press, 2010) es un claro homenaje a la que será una de sus protagonistas: Jane Jacobs, puesto que uno de los temas centrales será la descripción que hizo Jacobs de un barrio funcional y sano. Pero Zukin lo hace sin abandonar la dicotomía que ya presentó en The Cultures of Cities: existe una ciudad, digamos, real o viva; y existe una ciudad corporativa, que sólo busca eficiencia y máximo beneficio económico. Si en el anterior libro el tema que servía para tratarlos era las distintas culturas urbanas, en este caso se trata de la autenticidad.

Though Jacobs and her fellow community activists were able to stop Moses’s plans to destroy significant parts of Lower Manhattan and replace them with highways and high-rise housing projects, the struggle between the corporate city and the urban village continues in our time. It is fought not only in terms of the bricks and mortar of new construction projects, but also in terms of which groups have the right to inhabit both old and new city forms. Who benefits from the city’s revitalisation? Does anyone have a right to be protected from displacement? These stakes, which the French social theorist Henri Lefebvre calls the right to the city, make it important to determine how the city’s authenticity is produced, interpreted and deployed. (p. xii)

El debate, que ni Jacobs ni Moses hubiesen planteado en términos de «autenticidad» en realidad se da entre la ciudad corporativa y lo que Zukin denomina «urban village»; la ciudad para todos, si acaso, una ciudad que está viva y que, a diferencia de Nueva York, no ha perdido su alma. «Public parks that are now managed by private conservancies and shopping areas that are governed by Business Improved Districts do enjoy cleaner streets and greater public safety. But we pay a steep price for these comforts, for they depend on forces that we cannot control –private business associations, the police bureaucracy, and security guard companies– signaling that we are ready to give up on our unruly democracy. This is another way the city loses its soul.» (p. xi)

A partir de ahí, la introducción relata cómo, desde los años 70, la ciudad deja de ser local para volverse global y sometida a los vaivenes de la globalización y los flujos del capital. «The British geographer Loretta Lees calls this process ‘super-gentrificaition’ (…) Neil Smith calls this ‘gentrification generalized'» (p. 9), es decir, una nueva oleada de gentrificación que convierte los centros urbanos en refugios de los muy ricos y los barrios colindantes, en zonas de clases medio-altas. Por el proceso, lo que para Jacobs era la descripción de un barrio normal, con sus relaciones interpersonales, los negocios pequeños y el «ballet de las aceras», ha perdido su origen real y se ha convertido en un espectáculo simulado. Lo que Ian Brossat denominaba «parisinidad» en Airbnb. La ciudad uberizada y lo que la propia Zukin denomina «manhattanization»: cuando los procesos urbanos han pasado por el rodillo del márqueting y quedan vacíos, sin calado, pura apariencia. O, como lo describía Harvey en Espacios del capital: al propio capitalismo le interesa que surjan lugares auténticos, originales, que tienen algo especial; algo lo bastante singular para llamar la atención y atraer turismo, pero no lo bastante singular para ser incomprensible o inabarcable. Ahí entraríamos, claro, de nuevo, en la hiperrealidad de Baudrillard. El resultado, independientemente de por dónde lo abordemos, son ciudades sin alma, con un discurso amable que promete bondades para sus habitantes pero regidas únicamente por el interés económico y el bienestar de las clases dominantes.

La introducción rastrea ese concepto de ‘autenticidad’; pero, como no podía ser de otro modo, es un concepto muy particular de cada lugar y de cada época. El grueso del libro es, por lo tanto, una búsqueda, barrio a barrio, de seis visiones distintas de autenticidad en Nueva York. Un estudio que interesará, claro, a los habitantes de la ciudad y a quienes la conozcan bien; porque, más allá de las descripciones pintorescas, no se avanza hacia unas conclusiones genéricas (no ya globales: digamos, y ya es un concepto grande, de la cultura occidental) hasta las conclusiones finales.

The East Village still enjoys the image of an oasis of authenticity in a Wal-Mart wasteland, which tends to make living here even more expensive. Almost everywhere, lofts and walk-up flats have been transformed into luxury housing. «Blight», which urban planning officials in the 1950s sneeringly said was the problem with old neighborhoods like ours, has yielded to chic. (p. 104)

Algo más adelante ejemplifica el problema de los BIDs, o de la privatización de las calles, con la simple imagen de la seguridad privada contemplando pasivamente cómo los clientes de un establecimiento que ha colocado sillas sobre el césped de Bryant Park disfrutan de sus cócteles, incluso personas que han traído sus propias sillas para disfrutar de una actuación de música en vivo en ese establecimiento, mientras esos mismos guardias de seguridad privados persiguen y acosan a las personas que beben de una botella envuelta en una bolsa marrón. La decisión de qué es correcto e incorrecto pasa a manos privadas; y las manos privadas toman esa decisión basándose en quién les da dinero y quién no. No deja de ser el viejo debate de botellón contra terrazas; el acto, beber alcohol de forma social, es el mismo, sólo se modifica el contexto.

Las conclusiones, en el capítulo final, están articuladas alrededor de la descripción de Greenwich Village que hizo Jacobs en su momento.

Authenticity was not a word in Jacobs’s vocabulary. She talked instead about density and diversity, about «character and liveliness», and how to «avoid the ravages of apathetic and helpless neighborhoods». For the most part, she advocated resisting overscale development and permitting good design of urban spaces to encourage community involvement. It is not clear that following her suggestions would have allowed cities to avoid the lack of investment in public institutions and the miscarriage of racial and social equality that depressed so many neighborhoods to see them as «authentic», and we can use our Jacobs-influenced vision to transform their authenticity into equity for all. We already use the streets and buildings to create a physical fiction of our common origins; now we need to tap deeper into the aesthetic of new beginnings that inspire our emotions. Authenticity refers to the look and feel of a place as well as the social connectedness that place inspires. But the sense that a neighborhood is true to its origins and allows a real community to form reflects more about us and our sensibilities than about any city block. (p. 220)

Y ahí encontramos uno de los errores: las ciudades no tienen que crear comunidades. Nada más horrendo que la comunidad, como recordaba Sennett en El declive del hombre público: porque las comunidades no dejan de ser grupos cerrados que se perciben a sí mismos como tal, como un grupo; porque suelen tener intereses comunes, algo que los habitantes de una ciudad no necesitan; y porque, ante la posible disolución, nada une tanto a una comunidad como un enemigo común. Real o imaginario. En las ciudades se da, o debería darse, una forma distinta de sociabilidad, no basada en lazos fuertes sino en constantes interacciones autocontenidas. Por supuesto que es agradable la familiaridad en el bario, con algunas de sus gentes y establecimientos; pero eso no puede llevar a la defensa de una comunidad. Para eso siguen existiendo los pueblos y las urbanizaciones; lo que en Estados Unidos llamarían suburbios.

Algo más adelante Zukin confunde, de nuevo, lo que describió Jacobs (el ballet de las aceras, la mezcla de usos) con las personas a las que describió Jacobs (clases medias blancas de primera o segunda generación). «But Jacobs romanticized social conditions that were already becoming obsolete when she wrote about them in 1960. In the years that followed, second-generation immigrant shopkeepers were replaced by the chain stores; housewives who had time to look out the window to see what was happening in the street entered or returned to the workforce. A mix of machines shops and small factories, butcher shops and dry cleaners, and homeowners and tenants were crushed first by old residents moving out, business failing to meet competition, and landlords abandoning low-rent properties, and the by new waves of boutiques, condos, high-rise development, and gentrifiers.» (p. 226). Todo esto, sin embargo, se debe a un origen común, como Zukin explica en el mismo párrafo: «Local roots would finally be destroyed when the state eliminated the social safety net of rent controls, and real estate investors and developers replaced low-cost housing with expensive luxury apartments.»

Es decir: el problema no fue que Jacobs describiese una estampa que iba a evolucionar; ni siquiera que en esa estampa estuviese el germen de la gentrificación (como ya destacó Trevor Boddy en su artículo recogido en Variaciones sobre un parque temático), sino que la ciudad dejó de estar articulada alrededor de sus habitantes para estarlo alrededor del beneficio. Com temas de fondo como el neoliberalismo surgido de las crisis energéticas o la globalización, no fue un tema que afectase únicamente a las ciudades.

La renovación urbana que supuso esta acumulación de tendencias pretende buscar la «autenticidad», pero disimula poco lo que esa autenticidad le debe al interés económico. Brotan centros de convenciones, a cuál más singular; frentes marítimos renovados, rascacielos diseñados por el enésimo arquitecto estrella o museos destinados a revitalizar una zona y convertirse en el próximo Guggenheim. «These elements of sameness do not just speak to a universal yearning for capuccino’s culture, the status symbol of the new urban middle class. They embody consumer’s strivings for the good life as well as cities’ conscious use of culture to polish their image and jump-start investment.» (p. 231)

La competencia se va volviendo más amplia y abarcando cada vez ciudades más pequeñas, hasta que todas ellas están compitiendo por atraer capital, modernizar sus centros urbanos y organizar el próximo festival de moda, gastronomía o pop-up. «Every city wants a ‘McGuggenheim'» (p. 232), resume Zukin. Finalmente se traduce en cambios a nivel de calle; de comercios, personas y cómo se usa el espacio público.

This process has moved faster in the original, ur-neihgborhoods in the centers of cities, where the old urban village has been restored or rehabbed to conform to an «interesting» aesthetic vision, while losing the low-key, low-income, and low-status residents who gave it an authentic character. (p. 243)

Y de ahí nos surge una duda. ¿Acaso en el futuro, los nuevas generaciones que ahora viven la juventud en la ciudad echarán de menos los gastrobares, las cafeterías con enormes ventanales donde se sirven matcha-lattes y bocadillos de sésamo, incluso los Starbucks? ¿Será para ellos el símbolo de la autenticidad, pese a lo claramente mercantilizado que nos parece a generaciones algo mayores?

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