El americano Lewis Mumford (1895-1990) fue un erudito excepcional. Sin embargo, donde, por ejemplo, Lluís Duch, antropólogo al que admiramos en el blog (Antropología de la ciudad I, II y III) siempre deja claras sus fuentes y los lugares de donde bebe, Mumford mezcla en sus exposiciones historia, sociología, psicología y cualquier otra disciplina que le sea necesaria. Sus puntos de vista se mezclan con la narración de los hechos hasta el extremo de que no se sabe si se está leyendo una sucesión de hechos o la visión, muy particular, de estos hechos. Es algo que Mumford nunca esconde; y uno decide si se deja llevar o si prefiere evitarlo.
De él ya reseñamos la monumental La ciudad en la historia, una obra de mil páginas publicada en el año 1961 que recoge y amplía un texto anterior, publicado en 1938 y que es el que reseñaremos a continuación: La cultura de las ciudades. La ciudad en la historia es un estudio de la evolución del concepto de ciudad desde la prehistoria hasta la que, para Mumford, siempre fue la gran debacle de la urbe: la ciudad industrial. La misma tesis presenta en La cultura de las ciudades, pero aquí empieza por una breve introducción con la ciudad medieval y ya da el salto a la industrial para luego tratar de adivinar su posible evolución.

Mumford fue un regionalista. Gran admirador del británico Patrick Geddes, al que dio a conocer en Estados Unidos y del que se convirtió en portavoz involuntario (parece que Geddes era de una exposición densa y costaba de leer; a diferencia de Mumford, que escribía como los ángeles y sus obras más parecen novelas agradables que áridos ensayos ), para Mumford la ciudad era un todo orgánico que comprendía el entorno y la historicidad que le eran propias.
La edición que leemos [pepitas de calabaza, 2018, traducción de Julio Monteverde] incluye una introducción del propio Mumford escrita en 1970 donde se glosa a sí mismo, a lo importante de su visión y a lo contento que está porque dos de las ciudades jardín de su admirado Ebenezer Howard se hayan puesto en práctica a pesar de las críticas de voces como Jane Jacobs «que se oponen a ella». En efecto: Mumford era una de las bestias negras de Jacobs; o Jacobs de Mumford, como prefieran. La primera acusaba al segundo de odiar las ciudades. Lo cierto es que Mumford adolece de las aglomeraciones y la densidad y le parecen antinaturales y que la ciudad ha perdido su rumbo; en bastantes momentos se lo percibe como una persona amante de la paz y el sosiego del campo; frente a Jacobs, que era capaz de leer ensayos mientras esquivaba borrachos en el bar de la esquina. Richard Sennett confrontó las teorías de uno y otra en Construir y habitar: y pese a que siempre había abogado por las teorías de la microgestión de la ciudad de Jacobs (se sobreentiende: de las personas que habitan en la ciudad), enfrentado a la enormidad de las ciudades chinas, a tener que plantear un espacio vacío en el que en diez años vivirán dos, tres o cuatro millones de personas, Sennett acabó admitiendo que las teorías de Mumford (el regionalismo, la ciudad orgánica, la organización desde arriba) le parecían más válidas para ese contexto.
Sin más, reseñamos la introducción.
La ciudad, tal y como la encontramos en la historia, es el punto de máxima concentración del poder y la cultura de una comunidad. Es el lugar donde los rayos difusos de muchas y diferentes luces de la vida se unen en un solo haz, ganando así tanto en eficacia como en importancia social. La ciudad es la forma y el símbolo de una relación social integrada: es el lugar donde se sitúan el templo, el mercado, el tribunal y la academia. Aquí, en la ciudad, los beneficios de la civilización son multiplicados y acrecentados. Es aquí donde el ser humano transforma su experiencia en signos visibles, símbolos, patrones de conducta y sistemas de orden. Es aquí donde se concentran los esfuerzos de la civilización y donde en ocasiones el ritual se transforma en el drama activo de una sociedad totalmente diferenciada y consciente de sí misma. (p. 15)
«En la ciudad el tiempo se hace visible», dice más adelante; porque es una construcción que deja rastro, permanente, donde la historia se amontona y hay que construir teniéndola presente. «Los edificios, los monumentos y las vías públicas -más accesibles que los registros escritos, y más a la vista de las grandes cantidades de hombres que las construcciones dispersas del campo- dejan una huella profunda incluso en la mente de los ignorantes o los indiferentes». «La ciudad es, a la vez, una herramienta física de la vida colectiva y un símbolo de los objetivos y acuerdos colectivos que aparecen en tales circunstancias favorables. Junto con el idioma, es la mayor obra de arte del hombre.»
Sin embargo, la ciudad industrial rompe ese equilibro y se somete a una única preocupación: la obtención de beneficio. «Las nuevas ciudades se desarrollaron sin poder aprovecharse de un saber social coherente o de un esfuerzo social organizado: carecían de los antiguos y útiles caminos urbanos de la Edad Media o del confiado orden estético del periodo barroco; de hecho, un campesino holandés, en su pequeña aldea sabía más respecto al arte de vivir en comunidad que un concejal de ayuntamiento de Londres o Berlín en el siglo XIX. Los hombres de Estado, que no vacilaron en agrupar una gran diversidad de intereses regionales en estados nacionales, o en tejer imperios que rodeaban el planeta, no lograron producir siquiera el esbozo de un barrio decente.»
Porque los concejales del XIX no trataban de recrear comunidades, sino de gestionar sociedades. No entraremos aquí en la defensa de las condiciones de vida de los proletarios en las ciudades industriales, que todo registro histórico coincide en que eran nefastas; pero Mumford cae en la idealización de una época medieval idílica donde el agricultor daba con alegría los buenos días al señor feudal.
«Salvo en lo que se refería a su patrimonio histórico, la ciudad como materialización del arte y de la técnica colectiva se desvanecía». En Europa aún existían ciudades medievales con las que coexistir y a las que, en general, la ciudad industrial rodeó (o arrolló, como Haussmann en París); pero en Norteamérica, sin un pasado tan visual, «el resultado fue la creación de un entorno despiadado y licencioso y un vida social mezquina, opresora y desorientada».
Hoy no sólo nos encontramos frente a la ruptura social original. Nos enfrentamos también a los resultados físicos y sociales acumulados de esa ruptura: paisajes devastados, distritos urbanos ingobernables, focos de enfermedad, capas de hollín y kilómetros y kilómetros de barrios miserables estandarizados desparramándose por la periferia de las grandes ciudades y fusionándose con sus inútiles suburbios. En pocas palabras: un fracaso general y una derrota del esfuerzo civilizatorio.»
Es cierto que las ciudades en los años 30 del siglo anterior no afrontaban su mejor momento: el hacinamiento de la ciudad industrial aún estaba presente y las propuestas del racionalismo arquitectónico (de Le Corbusier, vaya) de llevarse a los trabajadores al extrarradio y amontonarlos en piso sobre piso (como sucedió en general en Europa), o las de situarlos a lo largo de suburbios de casas unifamiliares (como sucedió en Estados Unidos) aún no habían empezado. Sin embargo, en Chicago en los años 30 ya surgía una nueva sociología urbana, la Escuela de Chicago, que empezaba a darse cuenta de que los habitantes de los barrios de la ciudad seguían tejiendo relaciones y creando comunidad, aunque lo hiciesen de modo distinto. El gran problema de Mumford es que no vio, o no quiso ver, que se crean tantos vínculos en un pueblo alemán medieval de mil habitantes como en un barrio conflictivo de Chicago o Nueva York: las relaciones son distintas, claro, el contexto también lo es, y la comunidad permite un conocimiento pleno de las personas (quién es quién y cuáles son sus circunstancias) que la ciudad no permite; pero las estructuras de acogida (citando a Duch) siguen ahí, abiertas a incorporar miembros a la comunidad sea en un pueblo, en una banda callejera de las 1313 que había en Chicago (The Gang, de Trasher) o en un taxi-dance hall (Paul Crassey) donde se puede pagar para bailar con chicas hermosas.
Mumford siempre vaticinó que sus estudios serían olvidados; según él, porque eran demasiado incómodos para su época, que no quería escuchar las verdades que él proclamaba. En el caso del urbanismo, lamentablemente, es posible que lo sean por su ceguera a aceptar como ciudad todo aquello que se alejaba de su elección particular.
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