«El bello arte de la gentrificación» («The fine art of gentrification«) fue publicado en el número 31 de la revista October, en el año 1984, y es un artículo clásico porque fue de los primeros en denunciar la relación entre los pioneros de la gentrificación y la clase artística. El artículo empieza analizando los cambios que se estaban dando en el Lower East Side de Nueva York en cuanto al nivel de vida de sus habitantes y la importancia que tuvo tanto el arte como el stablishment en apoyar y potenciar dichos cambios. Leímos el artículo hace un tiempo en su versión original, pero lo hemos encontrado ahora dentro de El mercado contra la ciudad, una recopilación de artículos editada por el Observatorio Metropolitano de Madrid que reseñaremos en la siguiente entrada.
Situemos el contexto. Durante los años 70, y merced a los cambios que se estaban dando en la industria y a los coletazos de la crisis económica y del petróleo, la ciudad de Nueva York sufrió una crisis fiscal que la hizo estar a punto de la bancarrota. La respuesta del presidente Ford a la crisis de la ciudad apareció en la icónica portada del New York Daily News: «Fort to city: drop dead». Que más o menos venía a decir: ahí os quedáis. Pese a que luego el Congreso norteamericano cedió fondos a la ciudad (a cambio de llevar a cabo el tipo de políticas que se empezaban a implantar por entonces y que consistían en recortar gasto público y servicios, es decir, en adelgazar el estado del bienestar), la frase evidencia a las claras que algo estaba cambiando.

Las ciudades, que habían sido grandes centros neurálgicos e industriales durante todo el siglo XX, iban quedando abandonadas a medida que la industria se deslocalizaba al sudeste asiático y a los países del Tercer Mundo en busca de lugares con unas condiciones laborales más favorables. Si el gran dogma de las ciudades, hasta entones, había sido desincentivar la llegada de más habitantes, puesto que les suponía enormes problemas logísticos, en los 70 tuvieron que cambiar la dirección y tratar de atraer personas. De ahí, por ejemplo, el famoso logo de I 🖤 NY, cuatro letras que se han convertido en uno de los lemas más reconocibles de la publicidad.
Sin embargo, en los barrios que habían sido objeto del redlining y se habían vaciado de clases medias blancas, y donde, en general, habitaban negros, latinos y pobres, ahora se disponía de una gran cantidad de espacios y viviendas semiabandonadas cuyos precios eran ridículamente bajos. En uno de esos barrios, que en breve recibiría el nombre de SoHo (por estar situado al South de la calle Houston), había muchos edificios que hasta la fecha habían sido talleres textiles pero habían quedado abandonados. Disponían de mucho espacio, ventanales enormes por donde entraba la luz y un precio asequible, por lo que muchos artistas decidieron mudarse a la zona y usar esos talleres como estudio y residencia a la vez. Había llegado lo que Sharon Zukin analizó en 1982 en su famoso libro Loft living: la moda del loft.
Esos pioneros, artistas, personas jóvenes, en general de clases algo más medias que los residentes originales del barrio, se sentían atraídos por algo que percibían en los barrios: un sentido de novedad, de autenticidad, de algo original que no se encontraba, por ejemplo, en los barrios residenciales de familia blanca con perro y jardín. Encontraban allí lo que Neil Smith denominó «una nueva frontera urbana«, la sensación de ser pioneros descubriendo tierras extrañas y salvajes. Hoy sabemos que ese movimiento conformó uno de los primeros pasos de lo que se conoce como gentrificación, y conocemos también el papel que juegan en el proceso los artistas y jóvenes bohemios: son una primera avanzadilla que acude al barrio por lo exótico de sus habitantes; pero, aun sin ellos quererlo, su llegada dota al barrio marginal de cierta pátina de respetabilidad (porque, aunque sean jóvenes, suelen ser de extracción más alta que los habitantes del barrio y tienen ímpetu para modificar sus viviendas, reformarlas, moverse en busca de establecimientos que marquen sus pautas culturales y de consumo). Con el tiempo surgirán tiendas de comida orgánica, de empanadillas argentinas, de cómics, cafés, galerías de arte, y entonces los precios de las viviendas subirán, atrayendo a clases medias y expulsando a los habitantes originales del barrio en lo que Zukin denominó «pacificación por capuccino«. Paradójicamente, cuando las clases altas lleguen, en la fase final de la gentrificación, y se modifique el nombre del barrio (y se lo llame SoHo, o el Raval en vez de «el barrio chino», o TriBall en Madrid, o tantos otros), esos mismos artistas pioneros serán expulsados a su vez, porque ya no podrán hacer frente al valor de los inmuebles.
Todo esto que recogemos aquí viene de lecturas muy diversas (First We Take Manhattan nos habló de las fases de la gentrificación, Neil Smith de la ciudad revanchista, Francisco Javier Ullán de la Rosa del redlining) y tras muchos años de estudios de las ciencias sociales. Sin embargo, quienes pusieron de manifiesto la connivencia del arte (voluntario o no) con la gentrificación, fueron Rosalyn Deutsche (historiadora del arte) y Cara Ryan (periodista) con este artículo.
En 1982 había cinco galerías de arte en el East Village; y, sin embargo, todos los medios de la ciudad loaban el «vibrante espacio artístico» del barrio. Hablaban de liberación, de revulsivo, de «la ley de la jungla». Sin embargo, esta vez era algo distinto porque el mercado de arte de la ciudad les siguió los pasos y validó sus puntos de vista.
La representación del Lower East Side como el «escenario de una vanguardia aventurera» esconde, no obstante, una cruel realidad. Esta desafiante y novedosa escena artística es también una arena urbana estratégica en la que la ciudad, financiada por el gran capital, libra su particular guerra de posiciones contra la población local empobrecida y cada vez más segregada. La estrategia metropolitana consta de dos partes. Su objetivo inmediato consiste en desplazar a una población de clase trabajadora que se considera superflua, se trata de arrebatarles el control de la propiedad de sus barrios y viviendas y devolvérselo a los promotores inmobiliarios. El segundo paso consiste en estimular el desarrollo a gran escala de las condiciones apropiadas para albergar y mantener la fuerza de trabajo propia del capitalismo tardío, esto es, el profesional blanco de clase media preparado para servir a la sociedad estadounidense «postindustrial». (p. 29 – las citas son a la edición del artículo dentro de «El mercado contra la ciudad»)
El Lower East Side estaba situado a poca distancia del flamante World Trade Center, que iba a ser uno de los centros de negocios mundiales. A medida que el capitalismo se volvía «tardío» (o se avanzaba en la acumulación flexible) se perdían empleos de obreros (lo que en EEUU llaman «de cuello azul») y se creaban empleos destinados a la dirección de empresas en otros países y a los servicios («de cuello blanco»). Los barrios convertidos en guetos eran un desperdicio de espacio céntrico que la ciudad no se quería permitir, por lo que surgieron iniciativas para expulsar a sus habitantes y substituirlos por otros de clases más acomodadas.
«Convertido en uno de los agentes de estas fuerzas económicas, el Ayuntamiento —que posee el 60 % de las propiedades de los barrios gracias al impago de impuestos y al abandono de edificios por parte de sus propietarios— utiliza tácticas probadas con anterioridad a fin de promover la transformación del Lower East Side. La primer es no hacer nada, permitir que el barrio se deteriore por sí solo.» (p. 33) A medida que las viviendas y las calles se degradan, los habitantes que tienen capacidad económica para ello huyen del barrio; los únicos que permanecen son los que no tienen alternativa, que son, precisamente, los que luego sufrirán la expulsión.
A pesar de que la nueva escena artística del East Village y quienes la legitiman en la prensa ignoran el proceso de gentrificación, ellos mismos se han visto enredados en este mecanismo. Las galerías y los artistas hacen subir los alquileres y desplazan a los pobres. Los artistas han puesto sus necesidades de residencia por encima de las de los residentes que no pueden elegir dónde vivir. La convergencia de los intereses del mundo del arte con los del gobierno de la ciudad y los de la industria inmobiliaria se han vuelto explícitos para muchos residentes del Lower East Side. (p. 38)
Los artistas forman parte de esta embestida por propio interés: disponen de lugares económicos, de un barrio «vibrante» y de mayor exposición comercial; las galerías y centros de arte están en la misma situación. Pero, además, reciben ayuda de las autoridades: Deutsche y Ryan denuncian que, por ejemplo, el Ayuntamiento destinó 3 millones de dólares a financiar viviendas para «para las necesidades de los artistas blancos de clase media» en un barrio donde había necesidades económicas mucho más acuciantes.
Los artistas y las galerías no eran completamente ajenos al proceso. Algunos lo racionalizaban, argumentando que la gentrificación llegaría de todos modos; otros negaban su participación; y unos cuantos trataban de luchar contra ello. ¿Pero cómo enfrentarse a algo cuando las protestas en contra, si acaso, lo validan y lo hacen más atractivo? La única alternativa es desertar; pero es difícil cuando uno es consciente de que, simplemente, otros aprovecharán la oportunidad.
Pero hay otro aspecto que las autoras estudian: los propios cambios en el mundo del arte. Como nos recordaba Harvey hace poco, a medida que el dinero deja de tener una relación física y se vuelve virtual, se recurre a otros ámbitos para mantener el valor: adquirir propiedades en el centro de una ciudad, por ejemplo, o comprar obras de arte. El mercado del arte se mercantilizó a grandes pasos, convirtiéndose en un mercado volátil que podía aportar grandes beneficios. Además de eso, surgieron museos por doquier y la cultura se volvió, cada vez más, un bien de consumo y una excusa que permitía llevar a cabo en las ciudades todo tipo de intervenciones e inversiones.
El propio arte no era ajeno a este hecho. «Durante los años sesenta y setenta las tendencias artísticas, empezando por el minimalismo, estuvieron centradas en trabajar sobre el mismo contexto artístico.» Algunas de estas prácticas cuestionaban la existencia material y mercantilizada del arte; una gran mayoría, no. «El establishment ha hecho resucitar la doctrina según la cual la estetización y la auto-expresión son las verdaderas preocupaciones del arte, y que estas constituyen mundos de experiencia separados de lo social.» Es decir: el arte es algo ajeno, más allá del día a día, y no debe preocuparse de cosas tan mundanas como el dinero… o la gentrificación.
De ahí surge el juego de palabras del título, que se refiere tanto «al bello arte» de la gentrificación como «al bello arte» que acompañó al proceso: la corriente artística conocida como neoexpresionismo.
Esta doctrina está encarnada en un neoexpresionismo dominante que, a pesar de su pretendido pluralismo, debe ser entendido como un sistema de creencias rígido y restrictivo: primacía de la auto-existencia, previa e independiente de la sociedad; conflicto eterno, fuera de la historia, entre el individuo y la sociedad; eficacia de la individualización, protestas subjetivas. Los participantes de la escena del East Village sirven a esta triunfante reacción. Pero la victoria del neoexpresionismo y su variante del East Village, al igual que la victoria de todas las reacciones, depende de una mentira gracias a la cual se legitima a sí misma. En este caso la mentira consiste en decir que el neoexpresionismo es emocionante, nuevo y liberador. Esta mentira obstruye el pensamiento crítico, escondiendo la subyugación y la opresión social que esta «liberación» ignora, y a la que por lo tanto da soporte. (p. 44)
Sucede algo similar a cuando la modernidad, durante el mismo periodo, quedó subyugada a los procesos capitalistas de la técnica y la eficacia (La condición de la posmodernidad): que fueron apropiados por una autoridad concreta que los usó para expresar y validar sus principios. Pese a que era una corriente artística relativamente reciente e inocua, las grandes instituciones culturales del momento se lanzaron a glosar a sus artistas y las obras neoexpresionistas, criticando las corrientes anteriores, como el minimalismo, algunas de las cuales sí que habían sido críticas y habían hecho «del contexto la materia de su trabajo, prestando especial atención al tiempo real y al espacio».
A escasos tres años desde la inauguración de las primeras galerías en el East Village, el Institute of Contemporary Art de la Universidad de Pennsylvania organizó una exposición neoexpresionista, a la que pronto siguieron otras. En esta primera exposición, el Lower East Side sólo aparece de tres modos: «mitologizado en los textos como un ambiente bohemio y emocionante, cosificado en un mapa que delimita sus fronteras y estetizado en una fotografía a página completa de una «escena callejera» del Lower East Side» (p. 48; el destacado es nuestro). Ninguna de las dos primeras acepciones tienen en cuenta la realidad social del barrio: la mitologización da a entender que es un lugar vibrante, obviando la pobreza institucionalizada y la marginación que lo pueblan; la cosificación lo sitúa en tanto que espacio neutro, como si la Qinta Avenida y el Bronx fuesen exactamente lo mismo. Pero la tercera visión es la peor: en la fotografía a página completa aparecen graffitis, carteles de galerías, una obra de arte y un sin techo en la esquina de la imagen. Contraponiendo la alta cultura del arte con la «realidad de las calles» pero, en realidad, «despreocupada de cualquier tipo de conciencia social». «La figura del sin techo está empapada de connotaciones sobre la pobreza como un hecho eterno y merecido. Mantiene por lo tanto el análisis histórico bajo control.»
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