Clase cultural. Arte y gentrificación recoge una serie de ensayos de la artista Martha Rosler, afincada en Nueva York, respecto a la relación entre los artistas, la clase cultural y la gentrificación de las ciudades. El primer ensayo se plantea si los artistas de la actualidad pueden seguir siendo críticos ante el sistema o deben doblegarse para sobrevivir en él; los tres siguientes, recogidos bajo el epígrafe de clase cultural, trazan un repaso al urbanismo del siglo XX hasta llegar a la emergencia de lo que Richard Florida denominó clases creativas, el nuevo prototipo de trabajadores que demandan una ciudad muy específica. Los dos últimos ensayos retoman el tema pero fueron escritos en un nuevo escenario mundial, después de la crisis de 2008.
¿Tomar el dinero y correr? ¿Puede sobrevivir el arte político y de crítica social?, el primero de los ensayos, recorre la historia del papel de los artistas desde que sobrevivían gracias a la existencia de sus mecenas hasta su emancipación, con el nacimiento de la cultura de masas y la llegada de la novela o el teatro populares. “La autonomía artística, planteada como una forma de insurgencia, comenzó a identificarse con un término miliar, avant-garde, o con su derivado, la vanguardia” (p. 37). De ahí se pasó a todas las vanguardias de principios de siglo, a la cultura pop, a la apropiación por parte de las clases dirigentes del hecho artístico como una forma de generar valor, mercancía.
Puede asumirse que nosotros, habitantes del mundo del arte, también nos hemos convertido en neoliberales al encontrar sólo una validación dentro del sistema de las galerías, los museos, las fundaciones y las revistas -lugares en los que prima la mercancía- y al competir más allá de las fronteras (aunque algunos estamos equipados con ventajas por fuera de nuestros talentos artísticos), en una posición evocada al principio de este ensayo cuando un artista que transitaba la veintena planteaba si buscar venderse a sí mismos a los ricos en espacios internacionales era una práctica estándar para los artistas ambiciosos. (p. 56)
Rosler destaca los tres desarrollos sistemáticos que han aumentado el poder y la visibilidad del mundo del arte:
- los museos edificados por arquitectos célebres, del cual el Guggenheim de Bilbao es la muestra providencial; su arrollador efecto en la zona es algo que muchas ciudades quieren emular, para convertirse en jugadoras visibles dentro del sistema global de ciudades. Como destaca Rosler, a menudo este proceso lo toman ciudades “de segunda fila”, dispuestas a correr el riesgo a cambio de poder dar el paso a una liga superior en cuanto a atracción de flujos del capital. Recordemos, también, las palabras de Manuel Delgado en Elogi del vianant sobre la la importancia que tienen los edificios culturales en la transformación de las ciudades.
- las bienales, cada vez más omnipresentes, que forman un circuito que lleva a los artistas de las principales ciudades del mundo a ciudades secundarias, en un giro contradictorio, y que precisamente muestra que “los artistas van detrás del flujo del capital como cualquier otro trabajador”;
- las ferias de arte, donde el arte se convierte meramente en mercancía. Como tal, el arte debe ser capaz de ser empaquetado, por lo que debe huir de ser “excesivamente esotérico y difícil de comprender”; o, en otras palabras, no debe ser tampoco demasiado crítico. Aquí Rosler reflexiona sobre cómo la multiculturalidad fue el epígrafe adoptado para “pasar la diferencia de la cultura de lo negativo a la de lo positivo”, pero siempre rebajando sus excesos. Como en el caso de la gentrificación de Berlín, donde los habitantes de Kreuzberg en su lucha contra la gentrificación son, precisamente, los que dotan al barrio de los atractivos que buscan los que traen la gentrificación consigo, el mercado ha convertido la diferencia en algo exótico, un añadido más al valor de la experiencia: oír un gospel en Harlem, unas rancheras en México, romper platos tras la comida en un restaurante de Grecia. Una diferencia que roce oblicuamente la presencia del otro sin llegar a incomodar.
El primer ensayo de Clase cultural se titula Arte y urbanismo. Su primer párrafo ya destaca que “el espacio ha desplazado al tiempo como dimensión operativa del capitalismo avanzado, globalizador (¿y postindustrial?)” (p. 77) y declara que el objetivo es el estudio del papel que tiene la “clase creativa” tal como la definió Richard Florida en la reconfiguración de las economías actuales, sobre todo urbanas.
Sin sucumbir al empirismo ni al positivismo, Lefebvre no dudó en describir lo urbano como un estado virtual cuya realización completa en las sociedades humanas todavía pertenecía al futuro. Según la tipología que construye Lefebvre, las primeras ciudades eran políticas y estaban organizadas alrededor de las instituciones de gobierno. Con el tiempo, en la Edad Media, la ciudad política fue reemplazada por la ciudad mercantil organizada alrededor del mercado; y luego por la ciudad industrial, entrando finalmente así en una zona crítica del proceso hacia la absorción total de lo agrario por parte de lo urbano. Incluso en las sociedades agrarias menos desarrolladas que no parecen (aún) estar urbanizadas o industrializadas, la agricultura está sujeta a las demandas y restricciones de la industrialización. En otras palabras, el paradigma urbano ha superado y subsumido a todos los demás, determinando las relaciones sociales y la conducta en la vida cotidiana dentro de sus marcos (de hecho, el propio concepto de “vida cotidiana” es en sí mismo un producto de lo urbano y del industrialismo). (p. 79)
La revolución sucede en la calle: lo sabían Lefebvre y Jacobs, sin ir muy lejos. Y por eso no es de extrañar que “una tarea central de la modernidad ha sido la mejora y la pacificación de las ciudades del núcleo industrial metropolitano”; aquellas ciudades donde no se llevó a cabo con la excusa de la higienización de las condiciones de vida de sus ciudadanos lo hicieron con la de la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial; siempre abriendo los barrios bajos y conectándolos por vías más amplias al centro, salpicado de rascacielos mientras las ciudades se volvían nodos.
Una de las denuncias a esta situación y a la construcción de la ciudad-radiante de Le Corbusier llegó por parte de la Internacional Situacionista, acusándolos de haber creado una ciudad carcelaria donde los pobres estaban encerrados y debían dar las gracias por tener una falsa utopía de luz y aire puro mientras eran exiliados de las calles, cedidas al tránsito de vehículos.
El concepto de lo que Debord denominó “sociedad del espectáculo” es más amplio que cualquier instancia particular de la arquitectura o del negocio inmobiliario, y ciertamente también excede la cuestión del cine y de la televisión. El “espectáculo” de Debord designa la naturaleza controladora y abarcadora de la cultura moderna industrial y “postindustrial”. (…) Los elementos de la cultura estaban en un primer palno, pero el foco estaba puesto bastante más adecuadamente en el modo dominante de producción. (p. 84)
Los situacionistas proponen la deriva en oposición al paseo burgués: mientras el segundo es un recorrido prefigurado que invita a la visibilidad ante los otros, la deriva es libertad ante el control burocrático, un retorno a la figura del flanêur de Baudelaire y Benjamin.
Luego llegaron los banlieue franceses, la suburbanización americana, el retorno de las clases medias a las ciudades en un movimiento que, cuando finalmente encontró la oposición de los habitantes originales de esos barrios, fue llamado gentrificación. A menudo los medios consideraban a los primeros habitantes de los barrios degradados del centro como unos pioneros, similares a los que viajaron al Lejano Oeste; canónico es el libro de Neil Smith La nueva frontera urbana, que pronto analizaremos. Y aquí es donde aparece la relación entre el arte y la gentrificación, ya puesta de manifiesto en el libro de Sharon Zukin Loft living: Culture and Capital in Urban Change, donde demostraba el papel que jugaron los artistas al mudarse a sus lofts en la regeneración algunos barrios semiabandonados de Nueva York.
Las ciudades que contaban con suficiente clase artística no necesitaron crear una avanzadilla para recuperar los centros; las que carecían de ella se entregaron a las llamadas “mejoras en la calidad de vida” que consistían en reformas para atraer a estos asalariados de alto nivel: centros de convenciones, estadios, museos, paseos. Los hijos del baby boom, escribe Rosler, tenían motivaciones más personales y consumistas que sus padres, cuyas vidas giraron alrededor de la familia y el trabajo. Esas aspiraciones incluían la contracultura, un rechazo al urbanismo, a la vida militar. La publicidad y el márqueting no tardaron en segmentar dichos gustos y convertirlos en pequeños paquetes a medida de todo el mundo y listos para el consumo.
En la próxima entrada reseñaremos las reflexiones de Rosler alrededor de la clase creativa de Richard Florida y su papel en la configuración de las ciudades.
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