Con esta tercera entrada acabamos la lectura de La producción del espacio, del filósofo Henri Lefebvre. En la primera entrada reflexionamos sobre la tríada de la práctica espacial (el espacio percibido), las representaciones del espacio (el espacio concebido) y los espacios de representación (lo vivido); en la segunda, cómo el espacio, más que crearse, ocuparse, desarrollarse… se produce.
Socialmente hablando, el espacio posee una doble «naturaleza», una doble «existencia» general (para toda sociedad dada). De un lado, uno (es decir, cada miembro de la sociedad considerada) se refiere a sí mismo, se sitúa en el espacio; tiene para sí y ante sí una inmediatez y una objetividad. Se pone en el centro, se designa, se mide y se emplea a sí mismo como patrón de medida. Es el «sujeto». El status social — asumiendo una hipótesis de estabilidad, por tanto de definición en y por un estado— implica un rol y una función: una identidad individual y pública. También conlleva un lugar, una ubicación, una posición en sociedad. (p. 229)
La percepción del espacio como ente social empieza desde uno mismo y el lugar que ocupa: «el espacio -mi espacio- no es el contexto en que constituyo la textualidad; es en primer lugar mi cuerpo, y después el homólogo de mi cuerpo, el «otro» que le sigue como su reflejo y su sombra».
A partir de aquí, Lefebvre inicia una reflexión sobre el desarrollo de la noción del espacio a lo largo de la historia occidental, especialmente desde su concepción griega y romana y su paso a las sociedades feudales.
La cuna del espacio absoluto, el origen (si se quiere emplear este término) es un fragmento del espacio agro-pastoral: un conjunto de lugares nombrados y trabajados por los campesinos o por los pastores nómadas o seminómadas. En un momento dado, una parte de dicho espacio recibe un destino diferente, debido a la acción de los señores o conquistadores. Desde entonces se antoja trascendente, sagrado (marcado por potencias divinas), mágico y cósmico. La paradoja es, sin embargo, que tal espacio no deja de ser percibido como naturaleza; es más, su misterio, su carácter dual —sacro y maldito—, se atribuyen a las fuerzas de la naturaleza, aunque la acción del poder político ejercida en él lo sustraiga del contexto natural, adquiriendo su nuevo sentido mediante esa ruptura. (p. 275)
La ciudad vive del campo circundante; extrae un tributo de ellos. Sin embargo, al volverse ciudad-Estado, «establece un centro fijo y se constituye en centro, lugar privilegiado»; «la ciudad se afirma contemplándose desde lo alto de sus torres, desde sus puertas, desde sus campanarios, en el paisaje que ella modela: su obra». El ejemplo clásico que da Lefebvre es el monumento, punto de confluencia pero también piedra de toque que modifica la significación del espacio:
El espacio social, el de la práctica espacial, el de las relaciones sociales de producción, del trabajo y del no-trabajo —relaciones más o menos codificadas—, este espacio social se condensa en el espacio monumental. El concepto de «condensador social» acuñado por los arquitectos rusos entre 1920 y 1930 posee un alcance general. Las «propiedades» de una textura espacial se concentran en torno a un punto: santuario, trono, sede, sillón presidencial, etc. Así, cada espacio monumental deviene soporte metafórico y cuasi metafisico de una sociedad en virtud de un juego de sustituciones donde lo religioso y la política cambian simbólicamente (y ceremonialmente) sus atributos —los atributos del poder—. En este sentido, la fuerza de lo sagrado y la consagración de la fuerza se transfieren y refuerzan recíprocamente. La cadena horizontal de lugares en el espacio es sustituida por una superposición vertical, una jerarquía que sigue su propio camino para acceder al lugar del poder, a la disposición de esos lugares. Cualquier objeto tomado de la práctica cotidiana —un vaso, 1111 sillón, una prenda— sufre un desplazamiento que lo transforma al transferirlo al espacio monumental, donde el vaso deviene forma sagrada; el traje, hábito ceremonial; y el sillón, asiento de la autoridad. (p. 267)
Basta pensar en un juicio o la asistencia a una ceremonia o un ayuntamiento: el comportamiento deviene formal al surgir la consciencia de que se está en lugar «imbuido» de poder.
Estos monumentos, por extensión todo símbolo del espacio absoluto, «se carga de sentidos que no se dirigen al intelecto sino al cuerpo, mediante amenazas, sanciones y emociones». El espacio absoluto surge en los lugares sagrados, en el templo, «en una modesta iglesia de aldea». «La casta sacerdotal dispone de él.» Esta significación se modifica primero en Grecia, que disponían de una noción de unidad y de orden que no hacía distinciones claras entre forma y estructura. «Entre los griegos la construcción y el arte no son sino una y la misma cosa», cita Lefebvre a Viollet-le-Duc. Son los romanos los primeros que establecen la distinción entre el principio masculino ordenador y jerarquizados y el principio femenino de lo sutil y la reproducción que subyace en lo profundo.
Cuando la paternidad impuso su ley jurídica (la Ley) a la maternidad, la abstracción se erigió en ley del pensamiento. La dominación del Padre sobre el suelo, los bienes, los niños, los siervos y los esclavos, las mujeres, introdujo y supuso la abstracción. A la esfera femenina se le asignó la experiencia inmediata, la reproducción de la vida (indiscerniblemente mezclada, al principio, con la producción agrícola), el placer y el dolor, la tierra y el abismo. Ese poder patriarcal estaba acompañado por la imposición de una ley de signos sobre la naturaleza, mediante la escritura y las inscripciones, mediante la piedra. El paso del principio de maternidad (todavía importante en las relaciones de consanguinidad) al predominio de la paternidad implicó la constitución de un espacio mental y social específico; al mismo tiempo que con el avance de la propiedad privada del suelo se impuso su división de acuerdo a principios abstractos que determinaban a la vez los límites de las propiedades y el estatuto de ios propietarios. (p. 284)
«La Villa romana, perteneciente a un propietario latifundista, ya no tenía nada de lugar sagrado. Realizaba en el espacio agropastoral la práctica social codificada, legalizada, de la propiedad privada del suelo.» Es esta villa y su posterior evolución a lo largo de la baja edad media en las formas feudales lo que dio lugar a un nuevo espacio la creadora de «un nuevo espacio (…) de gran porvenir en Europa occidental».
En el siglo XVI se da un cambio en Europa consistente en el paso de la ciudad medieval al «establecimiento de los sistemas urbanos», ligado al «efecto arquitectónico en una unidad de composición y estilo». Las ciudades dejan de crecer «añadiendo un edificio a otro» y pasan a ser concebidos desde una óptica política.
Desde el siglo XII al siglo XIX las guerras giraron en torno a la acumulación. Gastaron las riquezas y contribuyeron a incrementarlas, pues la guerra ha acrecentado siempre las fuerzas productivas y ha perfeccionado las técnicas, utilizándolas para la destrucción. Apuntando a los territorios de inversión, las guerras eran en sí mismas las mayores inversiones y las más provechosas (…) El espacio de la acumulación capitalista se animó y se colmó progresivamente. Se denomina admirativamente a esta acumulación como «historia». Se ha explicado este proceso mediante todo tipo de motivaciones: los intereses dinásticos, las ideologías, las ambiciones de los grandes, la formación de los Estados nacionales, la presión demográfica, etc. Se penetra así en la búsqueda incesante y el análisis de fechas y encadenamientos causales. ¿Acaso no podría proporcionar el espacio, lugar de encadenamientos cronológicos múltiples, un principio y una explicación tan aceptables como cualesquiera otros? (p. 313)
«Antes del capitalismo, la violencia desempeñó un papel extraeconómico; con el capitalismo y el mercado mundial, la violencia asumió un rol económico en el proceso de acumulación. Y es de ese modo como lo económico se convirtió en la esfera dominante.»
Así se establece en el espacio la trinidad capitalista «tierra-capital-trabajo», que no puede permanecer abstracta y que sólo puede concentrarse en un espacio institucional triple: en primer lugar, global o mantenido como tal, el de la soberanía, donde se despliegan las coacciones, por tanto espacio fetichizado, reductor de las diferencias; en segundo lugar,fragmentado, separador, disyuntivo, que localiza las particularidades, los lugares y las localizaciones, con el propósito de controlarlas y negociarlas; y por último, jerarquizado, que ubica los lugares despreciables y los nobles, los prohibidos y los soberanos. (p. 319)
La siguiente modificación del espacio se aprecia en los diseños propuestos por Le Corbusier: «El
autor pretendía «libertad»: libertad de la fachada respecto al plan interior; libertad de la estructura respecto al exterior, libertad de la disposición de plantas y apartamentos respecto a la armadura edificada. En realidad lo que sucede es la fractura tí el espacio, la homogeneidad del conjunto arquitectónico concebido como «máquina para habitar» y hábitat del hombre-máquina, la desarticulación de elementos disociados los unos de los otros al tiempo que disocian el conjunto urbanístico, la calle, la ciudad.» Este espacio de la modernidad ya fue, por ejemplo, pintado por Picasso en Las señoritas de la calle Aviñón, rodeadas por un espacio que no es el que las rodea.

«La Bauhaus, al igual que Le Corbusier, expresó (es decir, formuló y realizó) las exigencias arquitectónicas del capitalismo de Estado.»
A modo de conclusión, el propio Lefebvre recoge:
Así pues, retomando una por una las categorías sin quebrar la articulación teórica, el espacio social:
(a) figura entre las fuerzas productivas, asumiendo el rol que antes desempeñaba la naturaleza original, a la que desplaza y suplanta;
(b) aparece como un producto privilegiado, a veces simplemente consumido (desplazamientos, viajes, turismo, ocio) como una enorme mercancía, y otras veces, en las aglomeraciones urbanas, consumido productivamente (como lo son las máquinas) en tanto que dispositivo productor de gran envergadura;
(c) se muestra políticamente instrumental dado que permite el control de la sociedad, y al mismo tiempo no deja de ser un medio de producción en virtud de su «ordenación» (la ciudad y la aglomeración urbana ya no son sólo obras y productos, sino medios de producción, suministrando vivienda, manteniendo la fuerza de trabajo, etc.);
(d) soporta la reproducción de las relaciones de producción y de propiedad (propiedad del suelo y del espacio, jerarquización de los lugares, organización de redes en función del capitalismo, estructuras de clase, exigencias prácticas);
(e) equivale prácticamente a un conjunto de superestructuras institucionales e ideológicas que no se presentan como tales: simbolismos, sistemas de significaciones (y sobre-sentidos) o, por el contrario, neutralidad aparente, insignificancia, renuncia semiológica y vacío (ausencia);
(f) contiene virtualidades — las potencialidades de la obra y la reapropiación— existentes en la esfera artística, primero, pero ante todo según las exigencias del cuerpo «deportado» fuera de sí, cuerpo cuya resistencia impulsa el proyecto de un espacio diferente (sea el espacio de una contra-cultura, sea un contra-espacio en el sentido de una alternativa utópica en principio al espacio «real» existente). (p. 382)
Nos quedamos con una última reflexión en las conclusiones que acerca bastante el planteamiento de Lefebvre al de uno de sus alumnos, Manuel Castells, con el que, sin embargo, divergían en bastantes puntos.
En cuanto a la mercancía, ni los kilogramos de azúcar ni los paquetes de café ni los metros de tela pueden pasar por el soporte material de su existencia general. Hay que tomar en consideración las tiendas y depósitos donde esas cosas son almacenadas y esperan; los barcos, los trenes, los camiones que las transportan y, por tanto, también los itinerarios. Ni siquiera considerando todos y cada uno de esos objetos se tiene aún el soporte material del mundo de la mercancía. La noción de «canal», derivada de la teoría de la información, como la de «repertorio», tampoco permiten definir dicho conjunto de objetos. Lo mismo puede decirse de la noción de «flujo». Hay que tener presente que esos objetos constituyen redes y cadenas de intercambio relativamente determinadas en un espacio. El mundo de la mercancía no tendría ninguna «realidad» sin esos puntos de fijación e inserción, sin su conjunto. Igualmente han de considerarse los bancos y las redes financieras para el mercado de capitales, para las transferencias de dinero y, de ahí, para la comparación y balance de los beneficios y el reparto de la plusvalía.
Al final de ese proceso se desemboca en el espacio planetario, con sus múltiples «capas», redes y vínculos: el mercado mundial y la división del trabajo que envuelve y desarrolla, el espacio de la informática, el de las estrategias, etc. Este espacio planetario comprende como niveles los de la arquitectura, el urbanismo y la planificación espacial.
El «mercado mundial» nada tiene de entidad soberana ni ha de concebirse como una realidad instrumental manipulada por los imperialismos con pleno y absoluto control. Sólido en algunos aspectos, frágil en otros, se desdobla en mercado de mercancías y mercado de capitales: este desdoblamiento impide atribuirle sin precaución la lógica o la coherencia. Se sabe que la división técnica del trabajo introduce complementariedades (operaciones encadenadas racionalmente) mientras que la división social genera disparidades, distorsiones y conflictos de forma presuntamente «irracional». Las relaciones sociales de producción no desaparecen en el marco «mundial»; al contrario, se reproducen. A través de las. interacciones, el mercado mundial perfila las configuraciones e inscribe sobre la superficie terrestre los espacios cambiantes regidos por las contradicciones y los conflictos.
Las relaciones sociales, abstracciones concretas, no poseen existencia real sino en y por el espacio. Su soporte es espacial. (p. 433)
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