Espacios del capital (III): el auge del ocio

Seguimos con Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, de David Harvey. En la primera entrada analizamos la neutralidad de la ciencia a propósito de los supuestos sobre población y recursos de Malthus y Marx, así como el materialismo dialéctico del segundo. En la segunda entrada, las diferencias entre la sociología (burguesa) de la Escuela de Chicago y la visión marxista de la producción del entorno urbano.

El quinto artículo del libro es un homenaje a Owen Lattimore, geógrafo estadounidense que se crió en China y viajó por Asia durante gran parte de su vida y fue acusado de comunista por el comité del senador McCarthy. «Pero casos como el de Lattimore demuestran también lo peligroso que es cultivar perspectivas en cuestiones geopolíticas que se desvían de concepciones rígidas del interés nacional o que ofenden a la línea dominante. No sorprende en absoluto que la geopolítica abandonara el ámbito de la geografía ni que la geografía política se convirtiera en un aburrido remanso después de los años de McCarthy. Los geógrafos se sentían más seguros tras el «escudo positivista» de un método supuestamente neutral.» Harvey habla de la «revolución cuantitativa», cuando las ciencias sociales pasaron a buscar cifras con ansias de parecer más científicas; en esencia, más ciencia y menos una cosmovisión o ideología. Similar tema encontramos en La Escuela de Chicaga de Sociología, de Josep Picó e Inmaculada Serra, donde detallaban cómo la visión de la sociología urbana de los de Chicago fue quedando soterrada por el interés cientifista por las encuestas y la cuantificación.

Precisamente una geografía adecuada a los nuevos tiempos es el manifiesto del capítulo 6: «Acerca de la historia y de la actual situación de la geografía: manifiesto materialista histórico«. Cada sociedad ha buscado su propia geografía. La geografía antigua reflejaba «el movimiento de las mercancías, las migraciones de pueblos, las rutas de conquista y las exigencias de la administración del imperio», mientras que luego los mapas y el registro catastral se convirtieron en indispensables por definir los derechos territoriales. La geografía, a priori neutra, se puede usar «para justificar el imperialismo, la dominación neocolonial y el expansionismo»; por todo ello, Harvey reclama una geografía basada en el respeto mutuo y centrada en la cooperación de la diversidad humana. El marxismo no fue la única corriente que asaltó el positivismo imperante; hubo muchas otras desde ideologías diversas. Tantas, de hecho, que generaron «una cacofonía» y no consiguieron «definir un lenguaje común para manifestar preocupaciones comunes».

Ese es el objeto del manifiesto: la creación de un lenguaje y marcos de referencia comunes «dentro de los cuales los derechos y las reivindicaciones en conflicto puedan representarse adecuadamente».

En «Capitalismo: la fábrica de la fragmentación«, Harvey menciona una de sus obras anteriores, La condición de la posmodernidad, donde por un lado bendecía la llegada del posmodernismo, con todas sus visiones distintas sobre las posibles verdades, su heterogeneidad o su abolición de un discurso único. Pero, por otro lado, «dado que este cambio de sensibilidad cultural se produjo paralelamente a cambios muy radicales en la organización del capitalismo tras la crisis de 1973-1975, parecía incluso verosímil sostener que el posmodernismo era en sí producto del proceso de acumulación de capital». El ascenso del posmodernismo coincidió con una nueva mentalidad individualista donde «la política de la clase trabajadora pasó a la defensiva» a medida que la crisis arreciaba y llegaban el desempleo o las reducciones del Estado del bienestar. Este cambio, que Harvey denomina «del fordismo a la acumulación flexible», «había producido las condiciones para el ascenso de los modos de pensar y funcionar posmodernos».

La relación entre el espacio y el tiempo se ha modificado. Es algo que ya observó Marx en su momento y que otros muchos han resaltado (Castells entre ellos), pero el capitalismo, que busca una velocidad cada vez mayor de traspaso de mercancías, ha cambiado la percepción de dónde y cuándo estamos; de nuestra identidad, provocando una crisis de representación. A medida que la industria se deslocalizaba a los países emergentes, a China, etc., surgía otro mercado extenso en Occidente para substituirla: la cultura. «La acumulación de nichos de mercado, de preferencias diversas y la promoción de estilos de vida nuevos y heterogéneos se producen dentro de la órbita de la comunicación de capital.»

Ésta, sin embargo, ha tenido el efecto de acabar con las distinciones entre cultura elevada y baja -comercializa la estética- al mismo tiempo que ha prosperado, como siempre hace, con la producción de diversidad, heterogeneidad y diferencia. Lo que en general consideramos «cultura» se ha convertido en campo primordial de la actividad empresarial y capitalista. (p. 142)

Como ya comentamos a propósito de La an-estética de la arquitectura, esta preocupación por la imagen, por la estética, se produce «a expensas de la preocupación por la ética, la justicia social, la equidad y las cuestiones locales e internacionales de explotación tanto de la naturaleza como de la naturaleza humana».

El último artículo que comentamos en esta entrada se centra en Baltimore, la ciudad de Estados Unidos a la que viajó Harvey (geógrafo inglés, aunque ha residido gran parte de su vida en el país americano) y la que mejor conoce. «Una vista desde Federal Hill» narra la evolución de la ciudad y la confabulación de intereses públicos y privados para que el centro de Baltimore se convierta en un lugar privilegiado destinado a la vivienda para las grandes rentas y, sobre todo, al ocio, polo de atracción de la población del resto de barrios. Se explica la creación del Greater Baltimore Commite (como muchas otras ciudades globales, que al comprender su papel de centralidad buscan nuevos mecanismos de gestión a menudo supralocales), la reconversión del Inner Harbor, el puerto que en los días industriales vivió la gloria pero había quedado reducido a un erial semiabandonado (como en Barcelona, Londres o la mayoría de grandes ciudades portuarias de Europa, que necesitaban un espacio mucho mayor para acomodar los grandes buques cargueros y la maquinaria que los gestiona).

Inner Harbor, en Baltimore.

Tanto el entramado político como el financiero y mediático glosaron la evolución de la ciudad, que alcanzó su cúspide cuando el alcalde fue nombrado por Esquire el mejor alcalde de Estados Unidos en 1984 o cuando, en 1987, el Sunday Times británico celebraba la remodelación de la ciudad. Pero no es oro todo lo que reluce, y así resumía la ciudad un informe encargado por la Fundación Goldseker en 1987:

En los pasados veinticinco años, Baltimore ha perdido un quinto de su población, más de la mitad de su población blanca, y una proporción muy elevada pero difícil de calcular de su clase media, tanto blanca como negra. Ha perdido más del 10% de sus puestos de trabajo desde 1970, y los que conserva los ocupan cada vez más personas que residen fuera de la ciudad. En 1985, la renta media por unidad familiar en la ciudad ascendía a poco más de la mitad de la renta media en los condados circundantes, y las necesidades de servicios de sus pobres superaban con creces lo que la erosionada base fiscal de la ciudad podía soportar. (p. 156)

Dicho de otro modo: se había destinado gran cantidad de fondos públicos a remodelar el centro pero ese dinero no revertía en la ciudad, sino en las finanzas privadas. Los beneficios públicos que generaba todo ese entramado de ocio apenas daban para cubrir su mantenimiento, los puestos de trabajo que se creaban eran de baja calidad, dedicados al servicio, y el aumento del precio inmobiliario en el centro obligaba a sus trabajadores a desplazarse desde grandes distancias.

Ya hablamos de este proceso a partir de Ciudades del mañana, de Peter Hall. Él lo llamaba, precisamente, Rousificación (por el promotor James Rouse, del que también se habla en el artículo de Harvey), y enunciaba todos los problemas comentados arriba: una inversión privada cuyos beneficios no repercuten en la población y que, de hecho, degrada el nivel de vida de la ciudad. Barcelona, ciudad entregada al turismo de la que hemos hablado a menudo en el blog, es un buen ejemplo; aunque el ejemplo paradigmático sería Venecia, ciudad prácticamente inhabitable para sus ciudadanos.

Anuncio publicitario

7 comentarios sobre “Espacios del capital (III): el auge del ocio

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s