La era del vacío, de Gilles Lipovetsy: seducción y posmodernismo

La era del vacío es, probablemente, el libro más conocido del filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky (París, 1944). Los grandes temas que ha tratado el autor giran alrededor de lo que se ha dado en llamar la sociedad posmoderna y las nuevas formas de consumo y comportamiento en una sociedad dominada por la estetización, el individualismo y lo efímero. Recordemos: en 1986, por lo que la situación no ha hecho más que agudizarse.

Eso es la sociedad posmoderna; no el más allá del consumo, sino su apoteosis, su extensión hasta la esfera privada, hasta en la imagen y el devenir del ego llamado a conocer el destino de la obsolescencia acelerada, de la movilidad, de la desestabilización. Consumo de la propia existencia a través de la proliferación de los mass media, del ocio, de las técnicas relacionales, el proceso de personalización genera el vacío en tecnicolor, la impresión existencial en y por la abundancia de modelos, por más que estén amenizados a base de convivencialidad, de ecologismo, de psicologismo.

(…) La cultura posmoderna representa el polo «superestructural» de una sociedad que emerge de un tipo de organización uniforme, dirigista y que, por ello, mezcla los últimos valores modernos, realza el pasado y la tradición, revaloriza lo local y la vida simple, disuelve la preeminencia de la centralidad, disemina los criterios de lo verdadero y del arte, legitima la afirmación de la identidad personal conforme a los valores de una sociedad personalizada en la que lo importante es ser uno mismo, en la que por lo tanto cualquiera tiene derecho a la ciudadanía y al reconocimiento social, en la que ya nada debe imponerse de un modo imperativo y duradero, en la que todas las opciones, todos los niveles pueden cohabitar sin contradicción ni postergación. (p. 11)

«La edad moderna estaba obsesionada por la producción y la revolución, la edad posmoderna lo está por la información y la expresión.» Todos los medios de la vida se han vuelto lugares donde expresarse a uno mismo: Lipovetsky habla de los graffitis y las radios, pero podríamos añadir fácilmente las redes sociales a la mezcla, donde cada uno escoge no sólo lo que comparte sino lo que consume. «Cuanto mayores son los medios de expresión, menos cosas se tienen que decir, cuanto más se solicita la subjetividad, más anónimo y vacío es el efecto». La paradoja es que nadie está, realmente, interesado en esa expresión salvo el propio creador: de ahí el narcisismo, uno de los temas que se tratan en el libro.

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Nos suenan de fondo las tesis de El declive del hombre público, de Richard Sennett, que ya denunció la preeminencia de la personalidad en los tiempos modernos. La forma que adopta el capitalismo para aprovechar (¿generar?) esta característica es la seducción: mediante la oferta, se ofrecen tantas opciones que alguna de ellas, por necesidad, tiene que representar exactamente lo que el consumidor es; o lo que el consumidor quiere mostrar que es.

¿Por qué es importante la seducción para nuestro blog? «El proceso de personalización aseptiza el vocabulario como lo hace con el corazón de las ciudades, los centros comerciales y la muerte. Todo lo que presenta una connotación de inferioridad, de deformidad, de pasividad, de agresividad debe desaparecer en favor de un lenguaje diáfano, neutro y objetivo, tal es el último estadio de las sociedades individualistas.» Ya nos lo dijo Byung Chul-Han en La sociedad de la transparencia: «El mundo no es hoy ningún teatro en el que se representen y lean acciones y sentimientos, sino un mercado en el que se exponen, venden y consumen intimidades. El teatro es un lugar de representación, mientras que el mercado es un lugar de exposición. Hoy, la representación teatral cede el puesto a la exposición pornográfica.»

Y, como ya dijimos entonces: eso se refleja en los centros de las ciudades que se vuelven progresivamente o centros comerciales (higienizados, tranquilos, asépticos, entregados a un consumo amable que esconde otras realidades diversas del capitalismo) o ciudades análogas (desde los pasos elevados de Calgary, que sobrevuelan la ciudad y mantienen una temperatura agradable para que los trabajadores/consumidores no tengan que pisar el asfalto y, por lo tanto, abandonan la ciudad para aquellos que no pueden acceder a los pasos, hasta las ciudades disneyficadas o convertidas en parques temáticos donde la apariencia es lo relevante, independientemente de la condiciones que yazcan debajo; la Celebration de Florida o la copia de Venecia en Las Vegas; volvemos a la hiperrealidad de Baudrillard).

Gracias a su indiferencia por el tema, el sentido, el fantasma singular, el hiperrealismo se convierte en juego puro ofrecido al único placer de la apariencia y el espectáculo. Sólo queda el trabajo pictórico, el juego de la representación vaciado de su contenido clásico, ya que lo real se encuentra fuera de circuito por el uso de modelos representativos de por sí, esencialmente fotográficos. (p. 38)

Lipovetsky habla de la fotografía; estamos ya en la era del vídeo (TikTok y los youtubers). La seducción del primer capítulo da lugar a la indiferencia del segundo: «la indiferencia actual no recubre más que muy parcialmente lo que los marxistas llaman alienación, aunque se trate de un alienación ampliada. Esta, lo sabemos, es inseparable de las categorías de objeto, de mercancías, de alteridad, y en consecuencia del proceso de reificación, mientras que la apatía se extiende tanto más por cuanto concierne a sujetos informados y educados. (…) La alienación analizada por Marx, resultante de la mecanización del trabajo, ha dejado lugar a una apatía inducida  por el campo vertiginoso de las posibilidades y el libre-servicio generalizado; entonces empieza la indiferencia pura, librada de la miseria y de la «pérdida de realidad» de los comienzos de la industrialización.» (p. 42)

La seducción lleva a la indiferencia, la indiferencia, al narcisismo, a la «pérdida de sentido de la continuidad histórica, esa erosión del sentimiento de pertenencia a una «sucesión de generaciones enraizadas en el pasado y que se prolonga en el futuro» (Lipovetsky cita aquí a Christoper Lasch). «Cuanto más se invierte en el Yo, como objeto de atención e interpretación, mayores son la incertidumbre y la interrogación. El Yo se convierte en un espejo vacío a fuerza de «informaciones», una pregunta sin respuesta a fuerza de asociaciones y de análisis, una estructura abierta e indeterminada que reclama más terapia y anamnesia» (p. 56).

Desde hace más de un siglo el capitalismo está desgarrado por una crisis cultural profunda, abierta, que podemos resumir con una palabra, modernismo, esa nueva lógica artística a base de rupturas y discontinuidades, que se basa en la negación de la tradición, en el culto a la novedad y al cambio. El código de lo nuevo y de la actualidad encuentra su primera formulación teórica en Baudelaire para quien lo bello es inseparable de la modernidad, de la moda, de lo contingente, pero es sobre todo entre 1880 y 1930 cuando el modernismo adquiere toda su amplitud con el hundimiento del espacio de la representación clásica, con la emergencia de una escritura liberada de las represiones de la significación codificada, luego con las explosiones de los grupos y los artistas de vanguardia. Desde entonces, los artistas no cesan de destruir las formas y sintaxis instituidas, se rebelan violentamente contra el orden oficial y el academicismo: odio a la tradición y furor de renovación total. (p. 81)

Todas las grandes obras artísticas han supuesto alguna innovación, pero «el modernismo quiere romper la continuidad que nos liga al pasado, instituir obras absolutamente nuevas»; la novedad por el valor de la novedad. Pero el propio modernismo consume sus creaciones en búsqueda de la novedad perpetua en la «contradicción inmanente al modernismo», una «especie de autodestrucción creadora» (Octavio Paz).

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La fuente, de Duchamp, que era un cachondo.

El modernismo es de esencia democrática: aparta el arte de la tradición y la imitación, simultáneamente engrana un proceso de legitimación de todos los sujetos. Manet rechaza el lirismo de las poses, los arreglos teatrales y majestuosos, la pintura ya no tiene un tema privilegiado, tampoco tiene que idealizar el mundo, un modelo puede ser pobre e indigno, los hombres pueden aparecer llevando chaquetas y levitas negras, un bodegón es igual a un retrato y más tarde al esbozo de un cuadro. Con los impresionistas, el antiguo esplendor de los personajes deja paso a la familiaridad de los paisajes de suburbio, a la simplicidad de las orillas de la Île-de-France, de los cafés, calles y estaciones; los cubistas integrarán a sus telas cifras, letras, trozos de papel, de cristal o de hierro. Con el readymare, importa que el objeto escogido sea absolutamente «indiferente», decía Duchamp, el urinario, el porta botellas entran en la lógica del museo, aunque sólo sea para destruir irónicamente sus fundamentos. Más tarde, los pintores pop, los Nuevos Realistas tomarán por tema los objetos, signos y desperdicios del consumo de masa. El arte moderno asimila progresivamente todos los temas y materiales, y con ello se define por un proceso de desublimación (Marcuse) de las obras, que corresponde exactamente a la desacralización democrática de la instancia política, a la reducción de los signos ostensibles de poder, de la secularización de la ley: el mismo trabajo de destitución de las alturas y majestades está en marcha, todos los temas están en el mismo plano, todos los elementos pueden entrar en las creaciones plásticas y literarias. En Joyce, Proust, Faulkner, ningún momento está privilegiado, todos los hechos valen lo mismo y son dignos de ser descritos; «quisiera qeu todo entrase en esa novela», decía Joyce sobre Ulises, la banalidad, lo insignificante, lo trivial, las asociaciones de ideas son contadas sin juicios jerárquicos, sin discriminación, en pie de igualdad con los hechos importantes. Renuncia a la organización jerárquica de los hechos, integración de cualquier tipo de tema, la significación imaginaria de la igualdad moderna ha incorporado el quehacer artístico.» (p. 88)

[…] John Cage invitará a considerar como música cualquier ruido de un concierto, Ben llega  la idea de «arte total» (…) Final de la supereminente altura del arte, que se reúne con la vida y baja a la calle, «la poesía debe ser hecha por todos, no por uno», la acción es más interesante que el resultado, todo es arte: el proceso democrático correo las jerarquías y las cumbres, y la insurrección contra la cultura, sea cual sea su radicalidad nihilista, sólo ha sido posible por la cultura del homo aequalis. (p. 90)

El punto de vista único desaparece: la novela de los años veinte no está dominada por la mirada omnisciente de un autor que lo ve todo; «la continuidad del relato se trunca, el fantasma y lo real se entremezclan, la historia se cuenta a sí misma según las impresiones subjetivas y casuales de los personajes» (p. 97). Lipovetsky concluye que esto lleva al eclipse de la distancia entre la obra y el espectador, creando una serie de capas entre ambos que diluye la univocidad de la primera. Del mismo modo que Jan Gahl (La humanización del espacio urbano) por una separación progresiva entre el espacio privado y el público con la creación de espacios progresivamente más públicos (de la casa al jardín comunitario, del jardín al barrio, del barrio a la ciudad), el arte modernista abole la separación clásica autor-espectador incluyendo muchos otros elementos en la ecuación. Por eso se vuelven necesarios los manifiestos y cada vanguardia va acompañada del suyo. «No es una contradicción, es el estricto correlato de un arte individualista liberado de cualquier convención estética y que requiere por ello el equivalente a un diccionario, un suplemento-instrucciones».

«Con el arte moderno ya no hay espectador privilegiado, la obra plástica ya no tiene que ser contemplada desde un punto de vista determinado, el observador se ha dinamizado, sino (sic) que es un punto de referencia móvil. La percepción estética exige del observador un recorrido, un desplazamiento imaginario o real por el que la obra es recompuesta en función de las referencias y asociaciones propias del observador. Indeterminada, modificable, la obra moderna establece de esta manera una primera forma de participación sistemática, el observador es «llamado de algún modo a colaborar con la obra del creador» se convierte en el «co-creador» (p. 102). Eso somos en las redes sociales y en las nuevas formas de comunicación: Netflix no viene por defecto como sí las otras cadenas de televisión; hay que llevar a cabo la elección.

La búsqueda perpetua por parte de las vanguardias de una actitud provocativa se ha filtrado en la sociedad y ya nadie defiende el orden y la tradición. «Entonces entramos en la cultura posmoderna, esa categoría que designa para Daniel Bell el momento en que la vanguardia ya no suscita indignación, en que las búsquedas innovadoras son legítimas, en que el placer y el estímulo de los sentidos se convierten en los valores dominantes de la vida corriente» (p. 105). En los temas que tratamos en el blog, el posmodernismo aparece en la arquitectura, por ejemplo, según el criterio de Peter Hall con Aprendiendo de Las Vegas, el estudio de Robert Venturi, Denise Scott Brown and Steven Izenour que analiza la ciudad de Nevada y sus hitos constructivos. El strip, la calle principal, está formada por estructuras de neón, carteles enormes y llamativos porque está concebido para ser visualizado desde el coche, y no andando.

04
El consumo, entrando por la puerta grande en la sociedad del XIX

La era del consumo, según Daniel Bell, fue la que dinamitó la ética protestante: la realización en la vida ya no llega sólo al alcanzar el éxito: cada producto lo promete, toda la publicidad va encaminada a dar a entender al consumidor que, escogiendo su producto, se estará realizando. Y el consumo funciona por seducción, por propia elección de sus consumidores convertidos en coparticipantes: no necesita ni de una gran burocracia ni de un sistema complejo, por ello también las grandes organizaciones que regían la vida en el siglo XIX han ido perdiendo poder y relevancia. El consumidor se ve obligado a escoger en todos los ámbitos: como el ejemplo que hemos puesto de Netflix, el televidente de finales del siglo pasado era un agente pasivo, encendía la televisión y recibía un determinado número de canales entre los que escogía. En la actualidad, uno escoge Netflix, o Disney, o HBO, con la idea, además, de que cada elección lleva aparejado su consiguiente posicionamiento en el mercado. Escoger una u otra indica las series de las que se podrá hablar con los compañeros, amigos, etc. El ejemplo puede parecer frívolo, pero es sólo uno de los innumerables que hay que llevar a cabo a diario, desde el tipo de champú hasta las opciones vacacionales. La responsabilidad de todas las elecciones, por supuesto, recaen sobre el consumidor.

Aquí se posiciona Lipovetsky en contra de Baudrillard y de Lyotard («no podemos suscribir las problemáticas recientes que, en nombre de la indeterminación y la simulación [Baudrillard] o en nombre de la deslegitimación de los metarrelatos [Lyotard] se esfuerzan en pensar el presente como un momento absolutamente inédito en la historia» (p. 114). Lipovetsky ve en el posmodernismo una continuación del proceso de personalización: «se pierde de vista que no hace más que proseguir, aunque sea con otros medios, la obra secular de las sociedades modernas democrático-individualistas». El posmodernismo iguala todas las medidas, pone en un mismo plano un best-seller y un premio Nobel, trata de igual modo los sucesos, hazañas y curvas económicas: «las diferencias jerárquicas no cesan de retroceder en beneficio del reino indiferente de la igualdad». La posmodernidad, por lo tanto, no es ruptura, sino continuación.

Un apunte para terminar: el humor, al que está dedicado el siguiente capítulo. No entraremos en él, sólo nos quedamos con la observación (que sigue al libro de Bajtin La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de François Rabelais) de que el humor en la Edad Media era grotesco y una forma de burlarse del poder; se fue «refinando» en la edad moderna, con la aparición de la sátira, el cinismo, la burla, y cuando la risa salvaje, cruda, pasó a ser vista como algo primitivo, que esconder, que escamotear en público (como la propia personalidad) hasta llegar, en la era posmoderna, a un humor adolescente, desenvuelto, que huye de la crítica; un humor blando, que no critica, que no se burla, que busca sólo la efervescencia de crear un ambiente festivo y vacío.

[La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Gilles Lipovetsky. Traducción de Joan Vinyoli y Michèle Pendanx, editorial Anagrama, publicado en 1986. Publicado originalmente en francés por Éditios Gallimard en 1983 con el título: L’ère du vide. Essais sur l’individualisme contemporaine.]

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