La arquitectura del poder

El título original de este libro de Deyan Sudjic es The Edifice Complex: How the Rich and Powerful Shape The World, es decir, El Síndrome del Edificio: cómo los ricos y poderosos dan forma a nuestro mundo. Publicado en 2005, editado por Ariel en 2007 en España, el hilo del libro es seguir la gran cantidad de casos en que las relaciones entre el poder y la arquitectura han tratado (o conseguido) de dar forma a las ciudades más importantes del mundo.

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A diferencia de la ciencia y la tecnología, ambas presentadas convencionalmente como carentes de connotaciones ideológicas, la arquitectura es una herramienta práctica y un lenguaje expresivo, capaz de transmitir mensajes muy concretos. Sin embargo, la dificultad de establecer el significado político exacto de los edificios, y la naturaleza esquina del contenido político de la arquitectura, ha llevado a la actual generación de arquitectos a afirmar que su obra es autónoma, o neutra, o bien a creer que si exsite algo como una arquitectura claramente «política», se reduce a un gueto aislado, no más representativa de los intereses de la arquitectura culta que un centro comercial o un casino de Las Vegas.

Esta idea es falsa. Es posible que determinado lenguaje arquitectónico no tenga un significado político concreto, pero eso no implica que la arquitectura carezca del potencial para asumir una función política. Y casi todos los dirigentes políticos acaban usando a arquitectos con fines políticos. (…)

[…] Pese a cierta cantidad de retórica moralista en los últimos años sobre el deber de la arquitectura de servir a la comunidad, para poder trabajar en cualquier cultura el arquitecto tiene que relacionarse con los ricos y poderosos. Nadie más tiene los recursos para construir. (…) Así, la misión del arquitecto puede verse, no como bien intencionada, sino como la de alguien dispuesto a hacer un pacto faustiano. (p. 11-13)

A partir de estas palabras en la introducción, y más que una «arquitectura del poder», el libro recorre la «arquitectura de los poderosos»: desde Hitler y sus planes para construir Germania junto a Albert Speer, a la mezquita que planeó Saddam Hussein, los bulevares de París de Haussmann y Napoleón o las construcciones faraónicas de Mitterrand en París o Blair en Londres. La arquitectura es la más perdurable y visible de las artes: a diferencia de la pintura, la danza o el cine, que requieren acudir a un lugar específico para su disfrute, la arquitectura brota en nuestra ciudad, se adueña del paisaje, se nos impone como piedra de toque que hay que recorrer sí o sí, un hito en el horizonte, una muesca inevitable en el skyline. Por ello es lógico que los dirigentes traten de dejar su huella en la ciudad para reconvertirla en el objeto de sus designios, pero también con el convencimiento de que sus intervenciones dejarán huella. En Italia sigue habiendo explanadas que se vaciaron para construir la ciudad soñada por Mussolini, en Berlín tuvieron que lidiar con las zonas demolidas por Speer para hacer realidad el sueño de Hitler de una capital alemana universal.

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La Germania de Hitler y Speer, muy discreta.

Pero el sueño urbanístico no sólo ha sido el desmán de los grandes líderes totalitarios: estos sólo lo han tenido más fácil para remodelar grandes zonas de la ciudad, debido al poder que ostentaban. No, la huella tratan de dejarla todos los dirigentes; y ahí es donde entran los arquitectos. Un edificio requiere unas inversiones brutales sólo al alcance de unos pocos; a diferencia de la pintura, que es prácticamente accesible a todos, la arquitectura, la que deja huella, implica relaciones con el poder, darse a conocer, ser controvertido. De ahí llegamos a Venturi, a Koolhas, a Gehry, a tantos otros: nombres que se acaban forjando un estilo y que copan todas las opciones en los concursos de arquitectura, y que también denuncia Sudjic.

El autor denuncia que en la actualidad existen cerca de treinta grandes nombres de arquitectos que se disputan las remodelaciones que quieren llevar a cabo las ciudades para convertirse en la próxima Barcelona, en el nuevo Bilbao. El Guggenheim es el gran revulsivo que todos buscan emular: reconvertir una zona industrial abandonada, un erial en plena ciudad, en un lugar vibrante, lleno de vida, turismo, consumo y capacidad de generar riqueza. El problema es que, para conseguir tanto impacto como en su momento lo tuvo el Museo de Bilbao, esos arquitectos cada vez recurren a mayores ordalías: «una nave voladora, dos trenes chocando, un hotel en forma de meteorito de veinte plantas» (p. 264), hasta llegar al extremo de que uno duda de si esos edificios son la cúspide de la arquitectura o una boutade enorme. ¿Quién tiene la respuesta? Los mismos treinta arquitectos que habían sido convocados al concurso.

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El Sueño, así, en mayúsculas.

La arquitectura del poder es una serie de capítulos centrados en una época concreta o en un tipo de edificio. Cada capítulo repasa las vidas de arquitectos con un estilo entre periodístico y psicológico que describe a los políticos implicados, los arquitectos que se alían con ellos y la situación que sucede. Los capítulos son amenos pero carecen de un hilo común o una tesis que se vaya demostrando a lo largo del libro, más allá de la obviedad de las relaciones entre arquitectos y poder. Se pierde, creemos, la oportunidad de reflexionar sobre la configuración de la ciudad actual a merced del poder del urbanismo, el racionalismo o el capitalismo.

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Pero en cambio esto no se analiza en el libro, y es una pena.

Comentábamos hace nada, a propósito del tercer capítulo de Sociología Urbana, de Francisco José Ullán de la Rosa, cómo a mediados del siglo XX el urbanismo entró de forma definitiva en la vida de todos los habitantes de la ciudad, decidiendo dónde y cómo iban a vivir, qué forma tendrían sus casas, si sería en suburbios a las afueras y obligados a usar el coche para todo y a relacionarse en el mall o si sería en el extrarradio de una ciudad en colmenas de pisos, por poner sólo dos ejemplos como son suburbia y los grands ensembles. Las ciudades que vivimos hoy en día son resultado del poder, económico y político: lo son sus monumentos, sus zonas gentrificadas, su genuflexión ante el capital global por convertirse en la nueva ciudad de moda y atraer hordas de turistas, cruceros o, ¡bingo!, de jóvenes creativos que atraerán inversiones de grandes empresas. Ésa, nos parece, hubiese sido una reflexión mucho más interesante sobre «la arquitectura del poder», pero parte de esa sensación de oportunidad perdida se debe sólo a la mala traducción del título: el síndrome del edificio, mucho más explícito, dejaba claro qué es lo que Sudjic quiso hacer, y sin duda consiguió.

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