Después del siglo XVI, la ciudad medieval tendió a convertirse gradualmente en un mero cascarón: cuanto mejor protegido estaba el cascarón, menos vida había en él. Tal es la historia de Carcasona, de Brujas, Chipping Camden o de Brunswick. (…) la ciudad se convirtió de hecho en un museo del pasado, así que sus habitantes, o sus guardianes, sólo tenían una parte mezquinamente restringida que desempeñar en la nueva cultura. Esos restos de la vida medieval, algunas veces acartonados y otras en plena decadencia, continúan esparcidos por toda Europa.
La economía proteccionista de la ciudad medieval sólo podía mantenerse por un hecho: la superioridad de la ciudad sobre la vida bárbara e insegura del campo abierto. (p. 91)
La cultura de las ciudades, de Lewis Mumford, obra que ya situamos en la primera entrada, es una reflexión sobre el hecho urbano de uno de los mayores eruditos sobre el tema. Es, también, un manifiesto a favor de la ciudad organicista entendida como un ente regional y en contra de la ciudad industrial, que Mumford relaciona con hacinamiento, desnutrición y un mamotreto informe. El primer capítulo, del que hemos extraído la cita inicial, reflexiona alrededor de la ciudad medieval; el segundo, la barroca y la llegada del industrialismo; el tercero, sobre la ciudad industrial; el cuarto, sobre la proyección que hizo Mumford de la misma, la megalópolis; y los tres últimos sobre las ventajas que, a su parecer, supondría el regionalismo, es decir: entender las ciudades como el nodo central de una región o ecosistema propio y avanzar hacia una ciudad racional y planificada.
«Desde el siglo XVI en adelante los nuevos monopolios surgidos en Inglaterra y Francia ya no eran monopolios de ciudades, sino comerciales: estaban al servicio de los individuos privilegiados que controlaban el comercio sin importar su lugar de residencia.» (p. 93) Los gremios, pese a que establecían redes entre distintas ciudades, no fueron capaces de crecer al mismo ritmo que la red de mercaderes que daría paso a la burguesía. «Además, muchos trabajadores no especializados que eran cada vez más importantes en la nueva rutina industrial -estibadores, porteadores, marineros-, no estaban incluidos en la organización de los gremios. Esta clase cada vez más numerosa contribuyó a bajar el estándar de vida y comenzó a constituir esa reserva de trabajo temporal sobre la cual la ciudad industrial capitalista habría de modelar más tarde su forma de organización característica.» (p. 95)
Este auge mercantil no supuso sólo el crecimiento de la incipiente clase burguesa, sino la idea de que sus métodos eran más válidos que los tradicionales. «Cabe recordar, con Max Weber, que la administración racional de los impuestos fue un logro de las ciudades italianas durante el periodo posterior a la pérdida de sus libertades. La nueva oligarquía italiana fue el primer poder político que controló sus finanzas según los principios de la teneduría de libros mercantil, y poco después la mano del experto en impuestos y administrador financiero italiano podía percibirse en todas las capitales europeas.» (p. 124)
Hubo otros cambios: el capitalismo se apoyó en las armas del Estado y se volvió militarista; además, cambió la concepción del tiempo y se introdujeron las modas, que cambian cada año, y el énfasis pasó a centrarse en la novedad. «Las abstracciones del dinero, la perspectiva espacial y el tiempo mecánico proporcionaron el marco de la nueva vida.» (p. 128)
A fin de satisfacer el deseo de tener más súbditos -esto es, de tener más carne de cañón, más vacas lecheras a las que cobrar impuestos-, los deseos del príncipe coincidieron con los de los capitalistas, que buscaban mercados más grandes y concentrados. El poder político y el poder económico se reforzaron mutuamente. Las ciudades crecieron, las rentas aumentaron y los impuestos se incrementaron. Ninguno de estos resultados fue accidental. (p. 129).
En la ciudad barroca, la avenida se convirtió en «el símbolo más importante y el elemento principal». El espacio urbano se iba geometrizando, aplicando la perspectiva que se había desarrollado durante el Renacimiento pero también dando lugar a algo característico de la época: mayor facilidad para el transporte de personas y mercancías. Esto, además, induce una separación mucho más evidente entre ricos y pobres: los primeros conducen y lo hacen por el centro de la calzada; los segundos caminan y lo hacen por los bordes, donde finalmente se desarrollan las aceras. Esta mezcla, tan evidente, hace que los pobres quieran vivir como los ricos; los ricos, como la alta burguesía; la alta burguesía, como la nobleza; y que éstos últimos compitan entre ellos por sobresalir.

Las ciudades se llenan de grandes almacenes y escaparates. Por primera vez, las compras no se realizan ante personas conocidas y habituales, sino entre desconocidos anónimos que ya ni siquiera regatean o pueden permitirse cierta familiaridad: la mercancía es autónoma y exige su propio precio, como ya vimos en El declive del hombre público de Richard Sennett. Puesto que las capitales se habían vuelto demasiado grandes para que todos se conociesen entre ellos, se impone la opulencia y la ostentación: «todos los individuos y todas las clases cuidaban de guardar las apariencias».
La influencia de la corte barroca sobre la ciudad puede detectarse en casi todos los aspectos de su vida. Es incluso la progenitora de muchas de las nuevas instituciones que más tarde la democracia reclamó como propias. El castillo y la plaza del mercado no ejercieron tal nivel de influencia sobre la ciudad medieval; si acaso, la influencia se produjo en sentido inverso: la aristocracia feudal se convirtió en aristocracia urbana. (p. 149)
Aparecen los teatros, los museos; la costumbre de ser espectador de algo que sucede lejos, en otros ámbitos, en espacios ajenos; surgen los parques y los biergarten donde acudir para alejarse de la ciudad sin dejarla; los gabinetes de curiosidades y los zoológicos.
El sueño barroco de poder y de lujo tenía al menos ciertas derivaciones y propósitos humanos: los placeres de la caza, la mesa y la cama estaban siempre en mente. Sin embargo, en la nueva idea del destino humano, tal y como los utilitaristas se lo habían imaginado, ni siquiera había espacio para las delicias sensuales; y sólo quedaba una doctrina de avaricia productiva y de negación fisiológica que terminó tomando forma de total desprecio por las necesidades de la vida. (p. 186)
Y aparece el horror: la ciudad industrial. Mumford dedica cerca de 200 páginas a glosar lo nefasto, horrendo, indigno y, en fin, todos los adjetivos que puedan imaginar, a glosar los horrores de la ciudad industrial. Y luego aún le dedica otras 100 páginas.
La base política de este nuevo tipo de conglomerado urbano descansaba sobre tres pilares principales: la abolición de los gremios y la creación de un estado de inseguridad permanente para las clases trabajadoras, el establecimiento del mercado libre para el trabajo y la venta de mercancías y el mantenimiento de ciertos países extranjeros en relaciones de dependencia con el objetivo de asegurarse las materias primas necesarias para las nuevas industrias y crear un mercado capaz de absorber el excedente de la industria mecanizada. Sus bases económicas eran la explotación de las minas de carbón, la producción cada vez mayor de hierro y el uso de una fuente de energía mecánica estable y fiable, aunque altamente ineficiente, como la máquina de vapor. (p. 187)
La propia industria demandaba situarse en un centro de población importante: en primer lugar, para disponer de mano de obra abundante (un excedente de trabajadores), pero también porque el tamaño de las unidades de producción estaba limitado por la capacidad técnica de la época: «cuantas más unidades se localizaban dentro de una zona determinada, más eficiente es la fuente de energía».
Igual de crítico es Mumford con los suburbios, las extensiones de hogares unifamiliares que proliferaron al exterior de las ciudades. Era comprensible el anhelo de aquellos que disponían de los medios para hacerlo por marcharse de la ciudad y disfrutar de aire puro; pero precisamente esa distribución es la que condena a los suburbios: no eran ciudades, sino simulacros. La vida real, el trabajo, las relaciones sociales, se llevaban a cabo en las ciudades; y, por lo tanto, al suburbio se huía, no se iba a vivir. Se creaban vidas a medias, duplicadas, segregadas, donde cada aspecto trataba de paliar las deficiencias del otro. «Los habitantes del suburbio vivían vidas divididas.» (p. 277)
En el capítulo quinto se presenta el verdadero objetivo del libro: la ciudad como estructura regional. Mumford propone (siguiendo a Geddes, que fue su gran maestro y del que difundió las ideas) que la ciudad es un ente regional con una historia, geografía y economía concretas. Hasta este punto, totalmente de acuerdo: las ciudades industriales se habían convertido en mamotretos infectos sumidos al progreso económico, sin tener en cuenta ni las condiciones de vida ni las consecuencias de sus decisiones; y sí, también es cierto que habían dejado de lado la idiosincrasia de las regiones en que las ciudades se erigen, y que normalmente han configurado a las propias ciudades en una sinergia y redes de colaboración.
Por todo ello, Mumford propone unos postulados esenciales para el regionalismo:
- Las poblaciones, y las regiones, siempre se han relacionado unas con otras; «el aislamiento es una ilusión».
- «El locus de las comunidades humanas es la región», un «área-unidad» definida por unas condiciones comunes (geología, historia, clima, vegetación, vida animal, asentamientos humanos, etc.).
- Los límites entre regiones no son, no pueden ser, precisos.
- Los asentamientos humanos cambian mucho más rápido que las regiones.
- Las fronteras humanas son más inestables que las regionales.
Nuestras tarifas aduaneras, que pueden ser definidas como murallas militares suplementarias, cuando no son tímidos intentos para enriquecer a un grupo determinado de industriales a expensas de toda la comunidad, son en realidad esfuerzos para lograr, mediante medios completamente inadecuados, los efectos de un sistema planificado de producción y distribución. Ahora bien, los productos más importantes a nivel mundial, como el trigo, el algodón y el caucho, que generalmente se cultiva y se fabrican para un mercado interregional, deben ser planificados y racionalizados finalmente por una autoridad mundial. (p. 461)
Y aquí es donde Mumford da el gran salto: de la organicidad de la región a la planificación de las ciudades, incluso la planificación mundial. «Estos tres aspectos principales de la planificación -la investigación, la evaluación y el plan propiamente dicho- sólo son preliminares: deben ser seguidos por una fase final que implique la absorción inteligente del plan por la comunidad, y su traslado a la acción mediante los agentes políticos y económicos apropiados» (p. 470).

Es bastante lógico ampliar todo proyecto que implique la modificación de una ciudad a su región, y el regionalismo de Mumford y de otros sirvió para comprender que las ciudades no eran entes autónomos sino partes de una región activa cuya personalidad debían tener en cuenta. El gran problema de la planificación regional, sin embargo, es el siguiente: dados un estudio adecuado de la zona, dada toda la investigación necesaria y dado un planificador regional… las decisiones que tomen para una misma ciudad y región pueden ser completamente opuestas. Porque en toda decisión existen, implícitos, unos valores hacia los que se quiere llevar a esa ciudad; es decir, entra la objetividad.
El regionalismo de Mumford pasaba por la construcción de las ciudades jardín de Ebenezer Howard: satélites de 30 mil habitantes donde los ciudadanos eran los propietarios de la tierra y la industria y cuyo excedente usaban para mejorar su calidad de vida. Toda ciudad jardín estaba rodeada por una barrera verde donde se plantaban alimentos para sus habitantes y que las separaba de las ciudades jardín cercanas, pues cada vez que la población superaba esos 32 mil habitantes, los nuevos se iban y fundaban otra ciudad jardín.
La ciudad jardín tiene todos los elementos que Mumford, Howard y otros consideraban esenciales para la población; salvo aquellos que ellos no consideraron esenciales y que otros, como Jane Jacobs, sí hicieron. Por eso la gran urbanista habló de que Mumford y Howard «odiaban las ciudades»: porque sus propuestas no querían hacer ciudades, sino disolverlas. Un enclave con 30 mil habitantes no permite lo urbano, no permite el anonimato, no permite escaparse a la ciudad a llevar a cabo lo que uno no haría en un pueblo. Un enclave limitado en población no puede crecer ni permitir, por ejemplo, la aparición de un Silicon Valley o de una Quinta Avenida, con todos sus desmanes capitalistas implicados. Planificar la ciudad es, en definitiva, llevarla al campo, disolverla, convertirla en un suburbio poblado.
El último capítulo, «La base social del nuevo orden urbano», muestras las muchas ventajas que supondrá vivir en una sociedad urbana planificada. Sin embargo, como en esos trampantojos donde una imagen esconde otra, mientras más elocuente se vuelve Mumford, más evidente es su ceguera intelectual a lo que no quiere ver.
Puede describirse la ciudad, en su aspecto social, como una estructura específicamente dirigida a la creación de oportunidades diferenciadas para lograr una vida en común y un drama colectivo significativo. Puesto que las formas indirectas de asociación, con ayuda de signos, símbolos y organizaciones especializadas, fomentan el intercambio cara a cara, las propias personalidades de los ciudadanos adquieren múltiples facetas, y reflejan sus intereses especializados, sus aptitudes mejor entrenadas y sus criterios y opciones más ajustadas. La personalidad ya no presenta un rostro más o menos tradicional frente a la realidad de su conjunto. Aquí reside la posibilidad de lograr una reintegración personal; así como la necesidad de una reintegración a través de una participación más amplia en un conjunto colectivo concreto y visible. Lo que los hombres no pueden imaginar como una vaga sociedad sin forma, pueden vivirlo y experimentarlo como ciudadanos de la ciudad. Sus planos y edificios unificados se convierten en un símbolo de su relación social, y cuando el propio entorno físico se vuelve desordenado e incoherente, las funciones sociales que se llevan a cabo en él se vuelven a su vez más difíciles de expresar. (p. 595)