La crisis del fordismo, más o menos durante los años 70, y el paso a la era del postfordismo (o acumulación flexible, como prefieran) supuso que las industrias pesadas se trasladasen a países emergentes y que se primase el sector servicios en la mayoría de ciudades de Europa y Norteamérica. Ello tuvo un efecto devastador en los que habían sido los principales nodos industriales, que tuvieron que readaptarse. Algunas ciudades grandes, como Nueva York, al ser tan diversas, pudieron encontrar nuevos focos de ingresos. Ya hemos hablado a menudo del caso del SoHo, un barrio obrero donde los enormes talleres usados para la textil fueron ocupados por artistas que revalorizaron el valor de la zona. Sin embargo, otras ciudades algo más pequeñas y que se habían convertido en puntos centrales del proceso productivo desde la Revolución Industrial, como Glasgow, en Escocia, o Bilbao, en España, no fueron capaces de adaptarse (o no supieron hacerlo) y se convirtieron en paisajes postindustriales con enormes problemas de paro y vivienda.

La metamorfosis de la ciudad industrial. Glasgow y Bilbao: dos ciudades con un mismo recorrido es un estudio comparativo de la socióloga María Victoria Gómez García que analiza la evolución de estas dos ciudades con una trayectoria similar: centros manufactureros de metales y barcos que, a medida que sus industrias se iban deslocalizando y la economía se desmoronaba en los 70, se encontraron con una enorme bolsa de trabajadores (en general, bastante organizados y sindicados) en el paro. Ambas ciudades escogieron soluciones similares para salir del atolladero: basándose en el modelo de Baltimore, se promocionaron como enclaves industriales (Glasgow con una serie de campañas y construcciones, Bilbao, sobre todo, con el Museo Guggenheim) y aprovecharon esa nueva publicidad para atraer empresas del sector servicios y flujos turísticos y de inversión.
El análisis de Gómez García no es sólo interesante por su recorrido histórico y por lo amplio de sus comparaciones, sino que presta especial atención a los discursos que se promovieron desde ambas ciudades y a los efectos que dichos discursos hayan podido generar.
En este sentido, en el presente trabajo se ha prestado particular atención al papel de los discursos que producen, cuando menos, dos efectos: un efecto de legitimación y un efecto, que suele pasar más inadvertido, que es el de ir modificando paulatinamente nuestra concepción de la ciudad. Los discursos reflejan los ideales culturales de una época determinada, pero al mismo tiempo contribuyen a configurar los objetivos de su narración. Así, ocurre que los vocablos que, inspirándose en el repertorio de la cultura empresarial, identifican a la ciudad como algo que hay que publicitar, que debe entrar en competencia, que debe ser sometido a los criterios del marketing, parecen alejarnos de la idea de ciudad como el espacio que se habita y se identifica con la propia actividad de sus ciudadanos. (p. 8)
Gómez acaba la introducción comentando lo difícil que es valorar si la «regeneración urbana» que se ha dado en ambas ciudades es buena o mala; sin embargo, sí que destaca dos puntos. El primero: el riesgo de que estas transformaciones tomen la parte por el todo y las ciudades no hayan cambiado, sino que lo hayan hecho sólo partes concretas de ellas, y que el márqueting haya sido el responsable de hacernos creer lo contrario: «la “transformación” de la ciudad hace referencia por encima de todo al cambio de imagen de la ciudad, de sus elementos materiales y espaciales. Los cambios humanos no requieren la misma atención, e intervienen lamentablemente poco en la evaluación de la envergadura del cambio» (p. 11). Y la segunda: la tendencia a olvidar la destrucción «que subyace a un proceso de modernización y de cambio», es decir, la tendencia a olvidarnos de los perdedores que hay en todo proceso y que son quienes, o no se pueden beneficiar de los cambios, o son perjudicados por ellos.
El primer capítulo sienta las bases teóricas del estudio, y no tiene desperdicio. Gómez se sitúa en la escuela de la regulación «como teorización de la reestructuración del capitalismo (…) con especial atención al declive del fordismo y la entrada en escena de procesos post-fordistas» (p. 14). Como la misma autora advierte, no se trata tanto de una teoría completa como de un método de análisis para entender las prácticas y métodos «que hacen posible que ocurra la acumulación capitalista de forma relativamente estable» a pesar de las contradicciones que genera su propia dinámica. Más adelante recurrirá, también, aún sin usar explícitamente esa visión, a la pugna entre «macro-necesidad» y «micro-diversidad», es decir, la importancia de lo local para lo global en un entorno económico cada vez más flexible y dinámico.
En palabras de Jessop (1997), cabe distinguir una transición desde formas de gobierno local organizadas en torno a las funciones keynesianas del Estado de bienestar hacia sistemas de gobernanza local en torno a un rol bastante más novedoso. En términos económicos, este rol se basa en el fomento de la flexibilidad, las economías de escala y la innovación permanente, e intenta fortalecer de la forma más intensa posible la competitividad estructural del espacio económico. En términos sociales, este rol subordina las políticas económico-sociales a esa competitividad estructural que, en parte, se basa en la flexibilidad del mercado de trabajo (Turok y Bailey, 2004; Jessop, 1997), lo que en algunos casos ha conducido a que en la organización de los servicios sociales, por ejemplo, adquiera más importancia el pago por tales servicios que la cobertura de necesidades. (p. 29)
O, como concluye más adelante: «lo que los gobiernos municipales quieren actualmente es convertir las ciudades en centros de sedes corporativas de grandes empresas y crear distritos de negocios con múltiples edificios de oficinas, tiendas y restaurantes especializados y hoteles y pisos de lujo» (p. 30).
De este modo las narrativas geoeconómicas emergentes sobre la crisis del fordismo atlántico, la globalización, la triadización, el colapso comunista, el fin de la guerra fría, la emergencia de Asia oriental, etc., constituyen el telón de fondo de una serie de iniciativas comunes que juegan un papel fundamental en lo que podríamos denominar la reforma de los regímenes (Jessop, 1995; Jessop et al, 1996, Jessop, 1997). Desde este punto de vista, elementos y mecanismos tales como cultura empresarial, sociedad empresarial, distritos industriales flexibles, tecnopolos, regiones inteligentes, medio innovador, redes, ciudad global, alianzas estratégicas, partenariados y gobernanza se presentan como la única e inevitable respuesta a los imperativos de la nueva situación. Dicho de otra manera, tras el fracaso económico y político de las medidas establecidas después de la Segunda Guerra Mundial, si las ciudades y las regiones quieren recuperarse deben, supuestamente, modificar su estrategia económica, sus instituciones económicas y sus modos de gobernanza. Todo debe ser rediseñado para dar prioridad a la creación de riqueza y así hacer frente a las múltiples formas de competencia (Jessop, 1995; Jessop, 1996; Jessop et al, 1996). (p. 32)
Esta decisión sitúa a los poderes locales, por un lado, bajo el sometimiento de los poderes globales, puesto que están atentos a sus flujos para tratar de captarlos; y, por el otro, retira a los ciudadanos el poder sobre su ciudad, puesto que los dirigentes no los tienen en mente al tomar sus decisiones, lo que repercute en un empeoramiento de la democracia. A menudo estas mismas políticas empresariales aconsejan recurrir a los partenariados público-privados (los famosos PPP, public-private partnership), que simplemente consisten en privatizar parte de la gestión municipal o incluso zonas concretas de la ciudad.
Estas herramientas no son únicas. Si bien suelen estar basadas en los mismos factores (políticas de publicidad, desarrollos inmobiliarios, afiliación con la cultura), cada ciudad sopesa sus puntos fuertes y sus puntos flacos (a menudo según estándares empresariales, como los famosos análisis DAFO ), pero en general acaban teniendo las mismas consecuencias: apelación a los flujos de capital y turismo, inversión en cultura, narración de progreso y revitalización urbanas e incluso mejores sustanciales en la fiscalidad o reducción de impuestos para que las empresas acepten establecerse en la ciudad.
Tal vez de todas esas herramientas, la más potente visualmente sea, sin duda, la construcción de edificios singulares, a menudo ligados a arquitectos estrella. El Guggenheim es el ejemplo canónico por excelencia que permitió a la ciudad de Bilbao cambiar toda su narrativa e imagen y convertirse en un nodo mucho más importante en el espacio de los flujos.
En función de los diferentes tipos de audiencia posible, la cultura de la ciudad se presenta envasada y reempaquetada, bien como incentivo dirigido al potencial inversor, o como proyecto emblemático para atraer nuevo desarrollo inmobiliario (Booth and Boyle, 1993).
Philo y Kearns (1993) también mencionan cómo, algunas veces, la cultura es manipulada, en un intento de realzar el atractivo y el interés de las ciudades, sobre todo para agradar a los sectores acomodados y de alto nivel que trabajan en áreas tales como la tecnología de vanguardia, pero sin desdeñar otras como el mercado turístico y los organizadores de congresos. Harvey (El País, 2007) pone de manifiesto el doble juego de la promoción que en algunas ocasiones lleva a tratar la historia cultural como si fuera una mercancía y en otras se inventa la tradición e incluso crea nuevas historias, como quien encuentra un objeto histórico perdido y hace de él algo especial, construyendo un mito a partir de la nada. (p. 38)
La propia historia de la ciudad queda sometida a ciertos intereses económicos: y a menudo la historia obrera o sindical es obviada y enterrada mientras que la historia de las clases altas y la burguesía se magnifica. Además de suponer una modificación grosera de la historia, el efecto es que, para agradar a una afluencia turística cada vez mayor, se recurre a una cierta homogeneización (desde los pisos de Airbnb, cada vez más globalmente similares, hasta las calles de las ciudades) que acaba con las particularidades locales, como denunciaba Ian Brossat al hablar de la «parisinidad» de ciertas calles de París (o Baudrillard, mucho antes, e incluso Debord, antes que él).
Finalmente, estos discursos de mejora o regeneración urbana se tejen de tal manera que todas las críticas contra él se presuponen como críticas contra la mejora de la ciudad. Si alguien se opone al Guggenheim, por ejemplo, es porque no quiere mejorar la ciudad o está en contra del progreso o no comprende los verdaderos valores. Este efecto es especialmente potente en ciudades que habían quedado devastadas tras la debacle económica de los 70, como las dos que se analizan. Nueva York fue capaz de sobrevivir sin necesidad de un gran cambio, aunque también sucumbió a todo lo que hemos ido describiendo, pero en casos tan extremos como Glasgow y Bilbao, el discurso legitimador fue mucho más abrupto y más difícil de contrarrestar, dada la necesidad evidente de hacer algo en ellas.
En la siguiente entrada analizaremos los casos concretos de ambas ciudades.
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