En el año 2002, Richard Florida publicó su obra capital: The Rise of the Creative Class. And How It’s Transformig Work, Leisure and Everyday Life. En ella introducía un concepto que se ha hecho muy famoso, especialmente en el mundo del urbanismo, pero en general en todas las ciencias sociales: la clase creativa. Si el concepto ha tenido tanto éxito es, sobre todo, por dos motivos: el primero, porque Florida nunca acaba de concretar a qué se refiere y (casi) cualquier empleo puede ser etiquetado como «creativo»; y el segundo, y mucho más importante, es porque las políticas urbanas que Florida argumenta que son necesarias para atraer a este tipo de trabajadores a las ciudades, y con ello crear progreso, capital y eficiencia, convienen a los poderes fácticos de las ciudades y están en línea con la tolerancia cero y la expulsión de las clases bajas y su substitución por clases medias y altas.
Este hecho, que ahora es más o menos vox populi, salvo para los muy obcecados en no querer verlo, tuvo entre sus primeros denunciantes a Jaime Peck, profesor de Geografía en la Universidad de British Columbia de Canadá. En diciembre de 2005 publicó este artículo, «A vueltas con la clase creativa», en el International Journal of Urban and Regional Research, vol. 29, núm. 4. Lo leemos ahora traducido en El mercado contra la ciudad, una recopilación de artículos del Observatorio Metropolitano de Madrid de la que ya reseñamos «El bello arte de la gentrificación«.
La tesis del libro de Florida, resume Peck, es «que el destino de las ciudades está en función de su capacidad para atraer, retener e incluso mimar a una clase en movimiento de sofisticados «creativos», la suma de cuyos esfuerzos se ha convertido en el principal motor del desarrollo económico» (p. 53 del libro). Florida, explica Peck, argumenta que hemos entrado en una «nueva nueva economía» donde la creatividad es esencial y donde importa el factor humano. En tanto que gestores de los flujos o dirigentes de la acumulación flexible (aunque Florida no use esas palabras), la clase creativa es cada vez más relevante y corresponde ya al 30% de la población activa de Estados Unidos. Florida parece dar a entender que la clase creativa ya no puede ser categorizada según análisis de clase y que hay que valorar otros aspectos, en general, bastante subjetivos.
Uno de los indicadores básicos para un diagnóstico certero de las condiciones de apertura y tolerancia es la presencia evidente de gays y lesbianas, que se distinguen por ser los «mojones de la economía creativa» por la forma en que señalizan un «entorno diverso y progresista», sirviendo de este modo como «precursores de la reurbanización y la gentrificación en barrios deprimidos» (Florida y Gates, 2005:131). En caso de que semejantes indicadores económicos de vanguardia pasaran desapercibidos por el motivo que sea, existen indicios más concretos ―que no son dejados de lado por los planificadores y consultores urbanos― como los edificios históricos «auténticos», los almacenes reconvertidos, las calles peatonales, la multitud de cafeterías, espacios de arte y música en vivo, una «cultura callejera orgánica e indígena» y una ristra de rasgos típicos de los barrios empobrecidos de uso mixto en proceso de gentrificación. (p. 63)
«Los creativos quieren ciudades trepidantes, no marginales.» Rechazan las urbanizaciones periféricas, los centros comerciales, los lugares genéricos. Suelen casarse más tarde que la media, dan gran importancia al ocio (al consumo de) y a su vida social. Las herramientas para atraerlos, según Florida, incluyen parques, entornos peatonales, gran diversidad gastronómica, una potente oferta cultural (tanto tiendas y galerías como museos y exposiciones), carriles bici, mercados agrícolas.
Las ciudades cayeron como locas. Mataderos o recintos industriales reconvertidos en galerías, fábricas demolidas para abrir parques, lofts, pistas de hielo, galerías de arte o escuelas de pintores financiadas con fondos públicos… ¿El problema? Que nunca hay una fórmula secreta. Que se pueden construir carriles bici, museos, galerías y heladerías a tutiplén y la ciudad seguir siendo incapaz de atraer a la clase creativa. Incluso, aunque no se mencione en el artículo, se puede simular todo lo anterior y puede llegar a funcionar.
Si las ciudades se han entregado con tal frenesí a este urbanismo amable, de clases medias, es por una serie de motivos:
- Peck denuncia cierta «carencia de ideas» en terreno urbanístico a finales del pasado siglo y principios de éste. En efecto, las ciudades aún no habían encontrado su rumbo y sabían que debían volverse globales, pero no acababan de tener claro el formato necesario para convertirse en atractoras de flujos.
- Las políticas destinadas a atraer a las clases creativas entroncan con la ideología neoliberal: las autoridades son gestores que deben velar por la eficiencia del gasto público y por el retorno que ese gasto genere, a diferencia de lo que ocurría durante la época de esplendor del estado del bienestar.
- Finalmente, este tipo de políticas expulsan a las clases bajas de las ciudades, quitándoles problemas a las autoridades; higienizan o renuevan zonas céntricas, aumentan los ingresos, permiten pelotazos urbanísticos y pacifican zonas conflictivas. Como ven: todo ventajas para las autoridades, que no tienen en cuenta la gentrificación y la expulsión que sus nuevos carriles bicis y tiendas de cómics o empanadillas argentinas generan.
Hacer segura la ciudad para la clase creativa presenta pocos inconvenientes para cualquier alcalde; una estrategia de creatividad puede transformarse muy fácilmente en políticas de desarrollo urbano orientadas al mismo negocio de siempre. ¿Por qué no, como preguntaba el alcalde Bloomberg de Nueva York, hacer que los artistas asuman la tarea de transformar las «comunidades deprimidas» (citado en Next American City, 2004: 20) en vez de incordiar a las autoridades elegidas con esta engorrosa y algo intratable tarea? (p. 93)
En efecto: el análisis social de Florida no tienen en cuenta ni el ascenso social ni la estructura de clases.
Si hubiera algún modo, reflexiona Florida (2005a: 5), de incorporar a la economía creativa a los dos tercios de la sociedad actualmente atrapados en trabajos «entontecedores» dentro de las clases trabajadora y de servicios, todo el mundo podría participar de los frutos del Edén creativo. La verdad es que, como análisis de clases, no deja de ser curioso, puesto que no contempla divisiones de clase duraderas. Así pues, dejando sin respuesta la incómoda pregunta de quién va a lavar las camisas en este paraíso creativo, Florida exhorta a sus correligionarios creativos a enseñar el camino a otros, planteándolo poco menos que como un deber moral. (p. 83)
Florida da a entender que, por un lado, las clases creativas tienen el «deber moral» (ojo: depende de ellos y de su compás moral, no es un deber social ni una imposición del estado) de ayudar a los otros a ser creativos como ellos (obviemos la competencia en que se basa el capitalismo). Por otro lado, esas pobres clases que no han luchado lo bastante duro como para alcanzar el rango de creativos tienen que esforzarse más, encontrar tiempo libre para reciclarse, ser más eficientes y toda la retahíla de estupideces que sostienen el sueño americano para alcanzar el estatus de creativo. Y dejar de preocuparse por el dinero.
No entra nunca Florida en analizar quién va a limpiar las oficinas o los baños de esas clases creativas; cuándo se van a casar y tener hijos, si fuese ésta su voluntad, en medio de la flexibilización de sus horarios y trabajos. Porque ése es el punto que subyace en la clase creativa: que se los supone tan felices haciendo sus tareas que no se preocupan por horarios, desplazamientos ni días libres; ni, por supuesto, por organizarse en sindicatos o similares.
De hecho, hasta las propias clasificaciones y datos que recogía la fundación de Florida (enriquecido por su trabajo como consultor) «han confirmado el nexo entre creatividad y polarización». «Actualmente las capitales creativas son más desiguales que el resto de Estados Unidos» (p. 85). Peck habla del proceso de «coagulación social» que está polarizando Estados Unidos, puesto que «las personas móviles se trasladan a determinadas ciudades cada vez más por razones culturales, para estar entre los suyos, que por la simple búsqueda de puestos de trabajo»
La subordinación del bienestar social a los imperativos del desarrollo económico —primero, asegurar el crecimiento económico, luego esperar amplios beneficios sociales derivados de ello—, da paso a una forma de goteo creativo; las estrategias de creatividad focalizadas en la élite únicamente dejan papeles secundarios para los dos tercios de la población que languidece en las clases trabajadoras y de servicios, y que no reciben nada más que unas entradas para el circo de vez en cuando. (p. 100)
A diferencia de las políticas de, por ejemplo, el New Deal, que intentaban mejorar la vida de todos, las políticas para los creativos son de pura fachada: tratan de mejorar la vida de unos pocos con la idea, jamás demostrada ni explicada, de que esas mejores condiciones de vida acabarán revirtiendo en el resto de la población, que queda desamparada de esas políticas o es incluso expulsada por ellas. Esto crea una generación de emprendedores donde todo el mundo se esfuerza por ser creativo o sobresalir; y nos viene a la mente el paso de la explotación ajena (del patrón) a la explotación propia, a uno mismo, forzándose a sobresalir, que denunciaba Byung-Chul Han en Psicopolítica. “El sujeto del rendimiento, que se pretende libre, es en realidad un esclavo. Es un esclavo absoluto, en la medida en que sin amo alguno se explota a sí mismo de forma voluntaria.” Porque no deja de ser explotación.
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