En la primera entrada de Hacia la ciudad de umbrales, de Stavros Stavrides, vimos los posibles acercamientos urbanos a la alteridad. La ciudad, recordando la definición clásica de Wirth, es un lugar de gentes heterogéneas que configuran, en la medida de lo posible, un espacio a su medida. Las ciudades actuales tienden a volverse «compartimentadas», ya sea por la aparición de centros comerciales, de reproducciones históricas escenificadas, de templos de la cultura, de millas de oro o de lo que Stavrides denominaba «zonas rojas», como los espacios hipervigilados que se crean alrededor de una concentración de políticos. Esas zonas se desgajan de la ciudad y son sometidas a un control exagerado y la suspensión de las leyes, por lo que, poco a poco, a medida que cada zona va imponiendo sus propias normas, su etiqueta de acceso, su homogeneidad de los usuarios, se pierde algo de la mezcla urbana.
Por todo ello, Stavrides proponía revisitar el concepto de umbral entendido como ese espacio liminar (de Turner) donde las normas, más que en suspenso, quedan cuestionadas por seres desposeídos de ellas; para pasar, de este modo, de la «ciudad de enclaves» a la «ciudad de umbrales».
Los siguientes capítulos, sin embargo, más que seguir con esta reflexión, ofrecen acercamientos distintos al concepto de umbral, como el habitar, los ritmos de la ciudad o el teatro. De todos ellos, nos parece, el más interesante es la heterotopía de Foucault, aunque tomaremos apuntes de algunos de los otros.
La experiencia metropolitana es una experiencia de shock. El tiempo-espacio de la ciudad se experimenta a través de la mediación traumática del shock. Ya en el siglo XIX las grandes ciudades constituyen una condición espaciotemporal sin precedentes. El espacio público se torna progresivamente arduo. Los individuos se ven forzados a hacer frente a un tempo acelerado de sensaciones fragmentadas que desbaratan la continuidad espaciotemporal de la experiencia colectiva tradicional. Los individuos han de aprender cómo responder a estímulos demandantes, y adaptar su comportamiento público a una experiencia metropolitana emergente. El resultado, según Simmel y Benjamin, es una especie de anestesia que lleva a las personas a adoptar la denominada «actitud blasé», de indiferencia o hastío, con el fin de lidiar con los crecientes asaltos perpetrados a sus sentidos (p. 92).
El culto burgués a la individualidad está necesariamente conectado al culto a la experiencia individual. Supuestamente, la individualidad se construye a partir de la acumulación de experiencias pulcramente diferenciadas. Las mercancías se anuncian, se venden y se consumen como mediadoras de experiencias reconocibles que acaban por construir perfiles biográficos. Independientemente de en qué medida o cómo estén influidas las experiencias por el consumo, funcionan como indicadores de la personalidad en una sociedad que convierte el individualismo en su principal ideología legitimadora.
Sin embargo, por muy individualizadas que estén las experiencias de la modernidad metropolitana, resulta imposible hallar huellas del individuo en el cuerpo de la ciudad. La individualidad se condensa en la fugaz presentación del yo en el espacio público, una aparición ambigua y transitoria que habrá de ser descifrada innumerables veces por la mirada del fisonomista. La individualidad no deja huella en el espacio público. (p. 93)
De esta reflexión a partir de Benjamin se avanza hacia la figura del flâneur, el observador del entorno moderno, el paseante urbano; que, como destacaba Zukin, es siempre un burgués, pero que Stavrides define como «un posible coproductor de fantasmagorías urbanas. Con sus gestos y sus escritos contribuye al carácter espectacular de una cultura dedicada a «venerar la mercancía»» (p. 101).
Benjamin teorizaba sobre el arte del deambular. Quizá recordarlo nos ayude a entender por qué la porosidad y la navegación coinciden metafóricamente en el potencial emancipador que esconde la Modernidad. El flâneur, como paseante, como errante metropolitano, es la figura capaz de apreciar esa promesa escondida. Por su propia idiosincrasia, el peatón se pierde en la ciudad para descubrir las falsas promesas propulsoras de la civilización moderna que permanecen ocultas tras la fachada metropolitana fantasmagórica. El flâneur, «entre el coro de sus pasos ociosos» (De Certeau), intuye los pasajes; intuye los umbrales (Benjamin). Descubre e inventa pasajes incluso cuando los identifica como puntos de ruptura en el tejido de la ciudad. El flâneur interrumpe el continuum de la costumbre pero también la coherencia inventada de la ratio urbanística. Así, el paseo se convierte en el paradigma de un acto capaz de reinventar la discontinuidad en el corazón mismo de la uniformidad; es un acto capaz de descubrir la alteridad en el corazón mismo de la homogeneidad. El flâneur intuye los pasajes porque intuye la heterogeneidad. (p. 119)
Sin embargo, nos surge una pregunta esencial: ¿es el paseante urbano de hoy un flâneur? ¿Hasta qué punto los burgueses ociosos que partían a recorrer la ciudad y atisbar sus cambios y sus gentes, incluso los situacionistas que se entregaban a la deriva y a la psicogeografía para cuestionar un espacio que percibían como producido, pueden encontrarse en los trabajadores que se apuran de uno a otro confín urbano? ¿El simple ir a coger el metro o a comprar un bocadillo convierten al urbanita en flâneur?
Debemos ver en cada acto de andar el poder expresivo de un movimiento hacia la alteridad y no únicamente de una retórica idiosincrática. Pasear por la ciudad moderna, por estrictas que sean las normas que delimitan el movimiento del peatón, conlleva siempre una marca de individualidad, un atisbo de imprevisibilidad. El predominio de los encuentros casuales y la complejidad de la vida en la ciudad contemporánea provocan en los habitantes de la ciudad la necesidad de desarrollar una inteligencia navegadora creativa. Caminar –no sólo deambular– puede abrir potenciales pasajes hacia destinos indefinidos, que con frecuencia nos pasan desapercibidos pero que otras veces percibimos explícitamente. Ese encuentro revelador y exploratorio con la alteridad es lo que confiere a los andares un poder expresivo. (p. 120)
«El actor paseante no sólo se presenta a sí mismo a través de la teatralidad gestual, sino que invita a participar a los otros implícitamente en una fase transitoria. Así, «representar» un paseo se convierte en gesto de negociación hacia la alteridad con los que pasan por delante.» (p. 121) No sorprende, por lo tanto, que el siguiente aspecto a analizar sea la teatralidad: ¿son los umbrales lugares de encuentro o de teatralidad?
El otro no es transparente. El lenguaje, los gestos que dirigimos al otro tampoco son transparentes y, en consecuencia, no son inequívocos. (…) Nos escondemos para ser descubiertos; nos disfrazamos para revelar nuestra identidad. La comunicación no consiste exclusivamente en aquello que queremos decir sino también en lo que no queremos que se advierta. De alguna forma, administramos lo que mostramos a los demás… (p. 128)
Tras transitar los conceptos de distancia óptima entre personas y aplicarlo a los barrios, Stavrides avanza en la tercera parte hacia las heterotopías: «una apropiación de la geografía de la alteridad de Foucault».
Para Foucault, la disciplina es por encima de todo un arte de distribución. Por eso «la disciplina procede de la distribución de los individuos en el espacio». (p. 161)
Este poder «guarda semejanza con el caso de una ciudad afectada por la peste», donde todas las personas deben permanecer en su sitio para mantener la plaga bajo control. Es lo mismo que ha sucedido con el COVID: la obligación de permanecer en el hogar durante los primeros meses con el fin de controlar los contagios, o la suspensión (¿temporal?) de una serie de derechos (salir de noche, huelga, reunión, entre otros) con el mismo fin. «La peste se combate con orden», dice Foucault, de modo que «la ciudad azotada por la peste (…) es la utopía de la ciudad perfectamente organizada.»
La espacialidad se convierte en herramienta de control; surgen la vigilancia, las prisiones, los manicomios, el panóptico. «Vivimos en una época en la que se nos presenta el espacio como una forma de relación entre emplazamientos», sigue Foucault. Pero estos emplazamientos son «perfectamente diferenciables e irreducibles los unos a los otros». El punto de inflexión se sitúa en el siglo XVII, «con el nacimiento de la institución carcelaria».
…el confinamiento es el origen de una nueva relación entre la sociedad y lo que esta define como normal o anormal, natural o contra natura, de la vida humana. Al quedar proscrito todo aquello que se considera antinatural, asocial –siendo la locura la amenaza emblemática en esta ecuación–, la sociedad delimita en su interior un ámbito bajo vigilancia en el que se confina a los «otros peligrosos» . El confinamiento al margen de la sociedad de los locos, o de quienes están considerados como antisociales en general, implica determinar al «otro», a una alteridad radical externa a la sociedad, en términos espaciales. Si el modelo de ciudad vigilada, azotada por la peste, logra imponer una clasificación y un control generalizados sobre sus habitantes, el manicomio constituye un modelo de exilio del otro, como en el caso de los leprosos, sólo que en el interior de una sociedad que delimita estrictamente el perímetro de un «absceso» maligno. (…) De modo que las heteropías podrían identificarse como los lugares del otro, fuera del orden disciplinado generalizado, donde las diferencias no describen caracteres distintos sino fronteras, las fronteras de lo social. (p. 167)
Son numerosas y fecundas las interpretaciones que se han hecho de la heterotopía, destaca Stavrides:
- Edward Soja «insiste en que las heterotopías logran hacernos pensar en la espacialidad de un modo distinto, diferente al discurso geográfico en boga» (Thirdspace);
- Kevin Hetherington las considera como «ordenaciones alternativas» puesto que «a lo largo de su historia se las pone a prueba y acaban emergiendo determinadas formas de orden espacial y social distintas de las que define su entorno» (The Badlands of Modernity. Heterotopia and Social Ordering);
- Benjamin Genocchio las concibe como ajenas al discurso y al espacio, «el afuera absoluto» (Discourse, Discontinuity, Difference: The Question of «Other Spaces»);
- y para Manfredo Tafuri son «un montaje discontinuo de formas, citas y recuerdos».
En todos ellos, las heterotopías «aparecen como perturbaciones del orden» y como «espacios de alteridad suspendidos». Pero hay más, claro: «por supuesto, cabe hallar una simulación de la heterotopía en el mundo moderno del consumismo. La ciudad de Las Vegas se considera un lugar emblemático por su extraña coexistencia de escenarios arquitectónicos y pictóricos que representan lugares exóticos del pasado y del presente (los grandes casinos se disfrazan de Roma, del antiguo Egipto, del mítico Oriente o de una colonia futurista en el espacio). «Hay reducciones de Nueva York, París y Venecia que se remezclan y empaquetan para el consumidor de alteridad mediada en un espacio conveniente» (Chaplin, «Heterotopia Deserta: Las Vegas and Other Spaces», p. 216).
Stavrides, sin embargo, prefiere ver las heterotopías como «pasajes hacia la alteridad y no como lugares de alteridad»:
Las heterotopías tienen algunos atributos de lugares de transición, en los que permanecen temporalmente quienes experimentan un rito de paso. En dichos lugares, como ha destacado Turner, se oscila entre una identidad de origen que ya se ha abandonado y una identidad de llegada para la que el iniciado aún no es apto. Las pruebas que acompañan a esta fase intermedia, que tienen lugar en lugares que están simbólicamente y a menudo materialmente fuera de cualquier lugar, son ejercicios sobre cómo asumir una identidad social impuesta. En el caso de las heterotopías, estas experiencias de iniciación a la alteridad de una identidad latente no están estrictamente predeterminadas sino que más bien asumen la forma de una visita a la alteridad, la forma de una visita a un mundo que todavía no existe. Es una partida de prueba de todo aquello que caracteriza a uno sin un destino predeterminado. Estas pruebas de alteridad pueden provocar el titileo de las identidades, que aparecen y desaparecen simultáneamente, que se expresan y se refutan. (p. 176)
Las heterotopías pueden construirse; los umbrales pueden levantarse. Stavrides acaba el libro con dos ejemplos de ello: la revolución zapatista y los levantamientos de Atenas en 2008, que primero actuaron contra los símbolos del consumo (tiendas de lujo o de marcas conocidas), luego contra las comisarías de policía (porque se percibía a las fuerzas de la autoridad como actuando de forma impune e ilegítima) y finalmente levantaron espacios propios, reivindicando los parques como públicos o hasta agujereando enormes párkings de hormigón en la ciudad para convertirlos en parques para todos.
Estos espacios se convierten a través de su uso en espacios intermedios. Su existencia, como umbrales que son, depende de que sean real o virtualmente cruzados. Pero no es su calidad de cruces de caminos, pasajes vigilados hacia zonas bien definidas, lo que puede convertirlos en representantes de una espacialidad emancipadora alternativa. Tiene más que ver con la idea de que los umbrales conectan destinos potencialmente separados. La espacialidad del umbral representa una experiencia espaciotemporal que puede ser constitutiva de los espacios para la conflictividad urbana, como el que creó temporalmente la rebelión de Atenas aquel mes de diciembre.
Una «ciudad de umbrales» puede constituirse como patrón espacial que da forma a espacios intermedios propicios para el encuentro, el intercambio y el reconocimiento mutuo (p. 221).
«Los estudiantes no eran simples estudiantes, ni los trabajadores simples trabajadores, ni los inmigrantes meros inmigrantes. Las personas que participaban en las distintas acciones colectivas hallan formas de encontrarse y de comunicarse entre sí más allá de expresar sus identidades socialmente impuestas, sin que ello supusiera adscribirse a identidades políticas, ideológicas y culturales cerradas» (p. 223)
Lo que ha empezado como una expresión generalizada de rabia juvenil, que brotó tras el asesinato de un joven por un policía, ha evolucionado en una reivindicación diversa y creativa del espacio público urbano. Como suele ser característico de la mayoría de los conflictos urbanos, la ciudad no era un mero escenario de la acción, sino un espacio urbano cuyos usos eran una de las cuestiones en conflicto. Los conflictos urbanos, ya sea explícita o implícitamente, están conectados con las demandas relacionadas con las condiciones de vida en la ciudad; transforman la ciudad activamente. (…) ¿Se convierte la ciudad en un espejo, y no en un mero lugar para el conflicto? (p. 207)
Y, como concluye unas líneas más adelante: «el espacio es algo que sucede» (p. 208).
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