Hacia la ciudad de umbrales (II): heterotopías

En la primera entrada de Hacia la ciudad de umbrales, de Stavros Stavrides, vimos los posibles acercamientos urbanos a la alteridad. La ciudad, recordando la definición clásica de Wirth, es un lugar de gentes heterogéneas que configuran, en la medida de lo posible, un espacio a su medida. Las ciudades actuales tienden a volverse «compartimentadas», ya sea por la aparición de centros comerciales, de reproducciones históricas escenificadas, de templos de la cultura, de millas de oro o de lo que Stavrides denominaba «zonas rojas», como los espacios hipervigilados que se crean alrededor de una concentración de políticos. Esas zonas se desgajan de la ciudad y son sometidas a un control exagerado y la suspensión de las leyes, por lo que, poco a poco, a medida que cada zona va imponiendo sus propias normas, su etiqueta de acceso, su homogeneidad de los usuarios, se pierde algo de la mezcla urbana.

Por todo ello, Stavrides proponía revisitar el concepto de umbral entendido como ese espacio liminar (de Turner) donde las normas, más que en suspenso, quedan cuestionadas por seres desposeídos de ellas; para pasar, de este modo, de la «ciudad de enclaves» a la «ciudad de umbrales».

Los siguientes capítulos, sin embargo, más que seguir con esta reflexión, ofrecen acercamientos distintos al concepto de umbral, como el habitar, los ritmos de la ciudad o el teatro. De todos ellos, nos parece, el más interesante es la heterotopía de Foucault, aunque tomaremos apuntes de algunos de los otros.

La experiencia metropolitana es una experiencia de shock. El tiempo-espacio de la ciudad se experimenta a través de la mediación traumática del shock. Ya en el siglo XIX las grandes ciudades constituyen una condición espaciotemporal sin precedentes. El espacio público se torna progresivamente arduo. Los individuos se ven forzados a hacer frente a un tempo acelerado de sensaciones fragmentadas que desbaratan la continuidad espaciotemporal de la experiencia colectiva tradicional. Los individuos han de aprender cómo responder a estímulos demandantes, y adaptar su comportamiento público a una experiencia metropolitana emergente. El resultado, según Simmel y Benjamin, es una especie de anestesia que lleva a las personas a adoptar la denominada «actitud blasé», de indiferencia o hastío, con el fin de lidiar con los crecientes asaltos perpetrados a sus sentidos (p. 92).

El culto burgués a la individualidad está necesariamente conectado al culto a la experiencia individual. Supuestamente, la individualidad se construye a partir de la acumulación de experiencias pulcramente diferenciadas. Las mercancías se anuncian, se venden y se consumen como mediadoras de experiencias reconocibles que acaban por construir perfiles biográficos. Independientemente de en qué medida o cómo estén influidas las experiencias por el consumo, funcionan como indicadores de la personalidad en una sociedad que convierte el individualismo en su principal ideología legitimadora.

Sin embargo, por muy individualizadas que estén las experiencias de la modernidad metropolitana, resulta imposible hallar huellas del individuo en el cuerpo de la ciudad. La individualidad se condensa en la fugaz presentación del yo en el espacio público, una aparición ambigua y transitoria que habrá de ser descifrada innumerables veces por la mirada del fisonomista. La individualidad no deja huella en el espacio público. (p. 93)

De esta reflexión a partir de Benjamin se avanza hacia la figura del flâneur, el observador del entorno moderno, el paseante urbano; que, como destacaba Zukin, es siempre un burgués, pero que Stavrides define como «un posible coproductor de fantasmagorías urbanas. Con sus gestos y sus escritos contribuye al carácter espectacular de una cultura dedicada a «venerar la mercancía»» (p. 101).

Benjamin teorizaba sobre el arte del deambular. Quizá recordarlo nos ayude a entender por qué la porosidad y la navegación coinciden metafóricamente en el potencial emancipador que esconde la Modernidad. El flâneur, como paseante, como errante metropolitano, es la figura capaz de apreciar esa promesa escondida. Por su propia idiosincrasia, el peatón se pierde en la ciudad para descubrir las falsas promesas propulsoras de la civilización moderna que permanecen ocultas tras la fachada metropolitana fantasmagórica. El flâneur, «entre el coro de sus pasos ociosos» (De Certeau), intuye los pasajes; intuye los umbrales (Benjamin). Descubre e inventa pasajes incluso cuando los identifica como puntos de ruptura en el tejido de la ciudad. El flâneur interrumpe el continuum de la costumbre pero también la coherencia inventada de la ratio urbanística. Así, el paseo se convierte en el paradigma de un acto capaz de reinventar la discontinuidad en el corazón mismo de la uniformidad; es un acto capaz de descubrir la alteridad en el corazón mismo de la homogeneidad. El flâneur intuye los pasajes porque intuye la heterogeneidad. (p. 119)

Sin embargo, nos surge una pregunta esencial: ¿es el paseante urbano de hoy un flâneur? ¿Hasta qué punto los burgueses ociosos que partían a recorrer la ciudad y atisbar sus cambios y sus gentes, incluso los situacionistas que se entregaban a la deriva y a la psicogeografía para cuestionar un espacio que percibían como producido, pueden encontrarse en los trabajadores que se apuran de uno a otro confín urbano? ¿El simple ir a coger el metro o a comprar un bocadillo convierten al urbanita en flâneur?

Debemos ver en cada acto de andar el poder expresivo de un movimiento hacia la alteridad y no únicamente de una retórica idiosincrática. Pasear por la ciudad moderna, por estrictas que sean las normas que delimitan el movimiento del peatón, conlleva siempre una marca de individualidad, un atisbo de imprevisibilidad. El predominio de los encuentros casuales y la complejidad de la vida en la ciudad contemporánea provocan en los habitantes de la ciudad la necesidad de desarrollar una inteligencia navegadora creativa. Caminar –no sólo deambular– puede abrir potenciales pasajes hacia destinos indefinidos, que con frecuencia nos pasan desapercibidos pero que otras veces percibimos explícitamente. Ese encuentro revelador y exploratorio con la alteridad es lo que confiere a los andares un poder expresivo. (p. 120)

«El actor paseante no sólo se presenta a sí mismo a través de la teatralidad gestual, sino que invita a participar a los otros implícitamente en una fase transitoria. Así, «representar» un paseo se convierte en gesto de negociación hacia la alteridad con los que pasan por delante.» (p. 121) No sorprende, por lo tanto, que el siguiente aspecto a analizar sea la teatralidad: ¿son los umbrales lugares de encuentro o de teatralidad?

El otro no es transparente. El lenguaje, los gestos que dirigimos al otro tampoco son transparentes y, en consecuencia, no son inequívocos. (…) Nos escondemos para ser descubiertos; nos disfrazamos para revelar nuestra identidad. La comunicación no consiste exclusivamente en aquello que queremos decir sino también en lo que no queremos que se advierta. De alguna forma, administramos lo que mostramos a los demás… (p. 128)

Tras transitar los conceptos de distancia óptima entre personas y aplicarlo a los barrios, Stavrides avanza en la tercera parte hacia las heterotopías: «una apropiación de la geografía de la alteridad de Foucault».

Para Foucault, la disciplina es por encima de todo un arte de distribución. Por eso «la disciplina procede de la distribución de los individuos en el espacio». (p. 161)

Este poder «guarda semejanza con el caso de una ciudad afectada por la peste», donde todas las personas deben permanecer en su sitio para mantener la plaga bajo control. Es lo mismo que ha sucedido con el COVID: la obligación de permanecer en el hogar durante los primeros meses con el fin de controlar los contagios, o la suspensión (¿temporal?) de una serie de derechos (salir de noche, huelga, reunión, entre otros) con el mismo fin. «La peste se combate con orden», dice Foucault, de modo que «la ciudad azotada por la peste (…) es la utopía de la ciudad perfectamente organizada.»

La espacialidad se convierte en herramienta de control; surgen la vigilancia, las prisiones, los manicomios, el panóptico. «Vivimos en una época en la que se nos presenta el espacio como una forma de relación entre emplazamientos», sigue Foucault. Pero estos emplazamientos son «perfectamente diferenciables e irreducibles los unos a los otros». El punto de inflexión se sitúa en el siglo XVII, «con el nacimiento de la institución carcelaria».

…el confinamiento es el origen de una nueva relación entre la sociedad y lo que esta define como normal o anormal, natural o contra natura, de la vida humana. Al quedar proscrito todo aquello que se considera antinatural, asocial –siendo la locura la amenaza emblemática en esta ecuación–, la sociedad delimita en su interior un ámbito bajo vigilancia en el que se confina a los «otros peligrosos» . El confinamiento al margen de la sociedad de los locos, o de quienes están considerados como antisociales en general, implica determinar al «otro», a una alteridad radical externa a la sociedad, en términos espaciales. Si el modelo de ciudad vigilada, azotada por la peste, logra imponer una clasificación y un control generalizados sobre sus habitantes, el manicomio constituye un modelo de exilio del otro, como en el caso de los leprosos, sólo que en el interior de una sociedad que delimita estrictamente el perímetro de un «absceso» maligno. (…) De modo que las heteropías podrían identificarse como los lugares del otro, fuera del orden disciplinado generalizado, donde las diferencias no describen caracteres distintos sino fronteras, las fronteras de lo social. (p. 167)

Son numerosas y fecundas las interpretaciones que se han hecho de la heterotopía, destaca Stavrides:

  • Edward Soja «insiste en que las heterotopías logran hacernos pensar en la espacialidad de un modo distinto, diferente al discurso geográfico en boga» (Thirdspace);
  • Kevin Hetherington las considera como «ordenaciones alternativas» puesto que «a lo largo de su historia se las pone a prueba y acaban emergiendo determinadas formas de orden espacial y social distintas de las que define su entorno» (The Badlands of Modernity. Heterotopia and Social Ordering);
  • Benjamin Genocchio las concibe como ajenas al discurso y al espacio, «el afuera absoluto» (Discourse, Discontinuity, Difference: The Question of «Other Spaces»);
  • y para Manfredo Tafuri son «un montaje discontinuo de formas, citas y recuerdos».

En todos ellos, las heterotopías «aparecen como perturbaciones del orden» y como «espacios de alteridad suspendidos». Pero hay más, claro: «por supuesto, cabe hallar una simulación de la heterotopía en el mundo moderno del consumismo. La ciudad de Las Vegas se considera un lugar emblemático por su extraña coexistencia de escenarios arquitectónicos y pictóricos que representan lugares exóticos del pasado y del presente (los grandes casinos se disfrazan de Roma, del antiguo Egipto, del mítico Oriente o de una colonia futurista en el espacio). «Hay reducciones de Nueva York, París y Venecia que se remezclan y empaquetan para el consumidor de alteridad mediada en un espacio conveniente» (Chaplin, «Heterotopia Deserta: Las Vegas and Other Spaces», p. 216).

Stavrides, sin embargo, prefiere ver las heterotopías como «pasajes hacia la alteridad y no como lugares de alteridad»:

Las heterotopías tienen algunos atributos de lugares de transición, en los que permanecen temporalmente quienes experimentan un rito de paso. En dichos lugares, como ha destacado Turner, se oscila entre una identidad de origen que ya se ha abandonado y una identidad de llegada para la que el iniciado aún no es apto. Las pruebas que acompañan a esta fase intermedia, que tienen lugar en lugares que están simbólicamente y a menudo materialmente fuera de cualquier lugar, son ejercicios sobre cómo asumir una identidad social impuesta. En el caso de las heterotopías, estas experiencias de iniciación a la alteridad de una identidad latente no están estrictamente predeterminadas sino que más bien asumen la forma de una visita a la alteridad, la forma de una visita a un mundo que todavía no existe. Es una partida de prueba de todo aquello que caracteriza a uno sin un destino predeterminado. Estas pruebas de alteridad pueden provocar el titileo de las identidades, que aparecen y desaparecen simultáneamente, que se expresan y se refutan. (p. 176)

Las heterotopías pueden construirse; los umbrales pueden levantarse. Stavrides acaba el libro con dos ejemplos de ello: la revolución zapatista y los levantamientos de Atenas en 2008, que primero actuaron contra los símbolos del consumo (tiendas de lujo o de marcas conocidas), luego contra las comisarías de policía (porque se percibía a las fuerzas de la autoridad como actuando de forma impune e ilegítima) y finalmente levantaron espacios propios, reivindicando los parques como públicos o hasta agujereando enormes párkings de hormigón en la ciudad para convertirlos en parques para todos.

Estos espacios se convierten a través de su uso en espacios intermedios. Su existencia, como umbrales que son, depende de que sean real o virtualmente cruzados. Pero no es su calidad de cruces de caminos, pasajes vigilados hacia zonas bien definidas, lo que puede convertirlos en representantes de una espacialidad emancipadora alternativa. Tiene más que ver con la idea de que los umbrales conectan destinos potencialmente separados. La espacialidad del umbral representa una experiencia espaciotemporal que puede ser constitutiva de los espacios para la conflictividad urbana, como el que creó temporalmente la rebelión de Atenas aquel mes de diciembre.

Una «ciudad de umbrales» puede constituirse como patrón espacial que da forma a espacios intermedios propicios para el encuentro, el intercambio y el reconocimiento mutuo (p. 221).

«Los estudiantes no eran simples estudiantes, ni los trabajadores simples trabajadores, ni los inmigrantes meros inmigrantes. Las personas que participaban en las distintas acciones colectivas hallan formas de encontrarse y de comunicarse entre sí más allá de expresar sus identidades socialmente impuestas, sin que ello supusiera adscribirse a identidades políticas, ideológicas y culturales cerradas» (p. 223)

Lo que ha empezado como una expresión generalizada de rabia juvenil, que brotó tras el asesinato de un joven por un policía, ha evolucionado en una reivindicación diversa y creativa del espacio público urbano. Como suele ser característico de la mayoría de los conflictos urbanos, la ciudad no era un mero escenario de la acción, sino un espacio urbano cuyos usos eran una de las cuestiones en conflicto. Los conflictos urbanos, ya sea explícita o implícitamente, están conectados con las demandas relacionadas con las condiciones de vida en la ciudad; transforman la ciudad activamente. (…) ¿Se convierte la ciudad en un espejo, y no en un mero lugar para el conflicto? (p. 207)

Y, como concluye unas líneas más adelante: «el espacio es algo que sucede» (p. 208).

Hacia la ciudad de umbrales, Stavros Stavrides

El argumento central de este libro es que la creación y el uso social de los umbrales permite la potencial emergencia de una espacialidad emancipadora. Las luchas y los movimientos sociales están expuestos al potencial formativo de los umbrales. La experiencia fragmentada de una vida distinta, durante la propia lucha, adquiere forma en las espacialidades y tiempos con características de umbral. Cuando las personas advierten colectivamente que sus acciones empiezan a diferir de lo que hasta entonces habían sido sus hábitos colectivos, la comparación adquiere una dimensión liberadora. (p. 16)

Stavros Stavrides, arquitecto griego y profesor de la Universidad Politécnica de Atenas, es el autor de Hacia la ciudad de umbrales (Akal, 2016, traducción de Olga Abasolo Pozas), uno de los libros a los que más ganas le teníamos en el blog. Stavrides concibe la ciudad como un archipiélago de diversas espacialidades y alude a temas que ya hemos tratado, como la teatralidad (Goffman), los ritos de paso (Van Gennep y pronto reseñaremos a Victor Turner) o el flâneur tanto de Baudelaire como de Benjamin. No es de extrañar, por lo tanto, que el prólogo a la edición española sea de Manuel Delgado.

Lo que Stavros Stavrides pone de manifiesto en Hacia la ciudad de umbrales es que una ciudad no constituye un organigrama cerrado de funciones, estructuras e instituciones, sino que no cesa de conocer discontinuidades, rupturas, porosidades, lagunas…, en cada una de las cuales se expresa o se insinúa la presencia de lo otro, a veces de todo lo otro, es decir, de todo aquello que se opone o desacata la realidad existente. (p. 9)

Para ello recurre al concepto de Foucault de heterotopías, «súbitas desjerarquizaciones del territorio, entradas en crisis del tiempo, por las que penetran o se despiertan energías oscuras pero a veces esperanzadoras» que desvelan «lo ilusorio que es el sueño de los tecnócratas de la ciudad de hacer de esta un espacio del todo inteligible, liso, desconflictivizado y amable» (p. 10).

El concepto clave que trata Stavrides a lo largo del libro es la alteridad (si acaso, el concepto esencial en la antropología): el otro. Puesto que toda identidad social se manifiesta de forma espacial, la alteridad genera espacios distintos que, en las ciudades, coexisten, chocan, luchan, se integran, se difuminan. Y entre unos y otros: fronteras, espacios difusos, que no acaban de pertenecer a ninguna de las naciones que los rodean: los umbrales, los puntos de la porosidad donde el encuentro es inevitable.

Las personas desarrollan el arte de la negociación en sus encuentros cotidianos con la alteridad, cuya base se encuentra en los espacios intermedios, es decir, en los umbrales. Y este es el arte que se pone colectivamente en práctica hasta su máxima potencialidad durante los periodos en los que se experimenta el cambio liberador. (p. 16)

«A menudo, la experiencia de la alteridad implica habitar espacios y tiempos intermedios.» Pero, en cuanto se levantan fronteras para proteger (o recluir ) a comunidades que perciben el entorno como hostil, se abre también una invitación a cruzarlas, a adentrarse hacia lo desconocido. «Las fronteras también están para ser cruzadas. Y, a menudo, el cruce de fronteras va acompañado de una serie de complejos actos ritualizados, gestos y movimientos simbólicos. La invasión es tan sólo una de las muchas formas de cruzar una frontera.» (p. 18)

Estos actos de transición son los ritos de paso, definidos por Arnold van Gennep como el tránsito entre diversos estados sociales (de joven a adulto, de soltero a casado) y entendido por Victor Turner como un estado de excepción, una liminalidad que pone de manifiesto la construcción social que subyace bajo toda estructura de la sociedad. Es el descubrimiento que hace el exiliado: «que la identidad social se construye a través de un proceso que está profundamente influido por la realidad de las relaciones que definen eso que cabría llamar «la frontera de la identidad»» (p. 19)

Las distintas formas de definir y controlar el espacio son construcciones sociales, y como tales no sólo reflejan distintas relaciones sociales y valores sino que los moldean e intervienen en la construcción a su vez de experiencias concretas, socialmente significativas. (p. 20)

(…) El espacio se convierte así en una especie de «sistema educativo» creador de eso que hemos denominado identidades sociales. Pero resulta importante advertir que tales identidades son el producto de una red socialmente regulada de prácticas que secretan su lógica y que tejen una y otra vez características concretas. (p. 21)

El espacio no sólo es una producción (Lefebvre) de los sistemas dominantes sino que lleva la huella de las creencias de la sociedad. Por ejemplo: Bordieu observó «la función social que tiene la puerta principal de la casa. El umbral es el punto en el que confluyen los dos mundos distintos. El interior es todo un mundo que pertenece a una familia distinguida; el exterior es el mundo de lo público, de los campos, los pastos y los edificios compartidos de la comunidad.» (p. 21) Algo que no es universal: recordemos cómo Carlos García Vázquez describía en Ciudad hojaldre la ciudad de Tokio y su trasvaso gradual entre lo público y lo privado, entendido no como una distinción abrupta sino como un flujo continuo.

El umbral, cuya existencia consiste en ser cruzado, real o virtualmente, no es una frontera definitoria que mantiene al margen a la alteridad hostil, sino un complejo artefacto social que produce, mediante distintos actos de cruce definidos, diferentes relaciones entre la mismidad y la alteridad. (p. 22)

Este espacio intermedio o tierra de paso está dotada de liminalidad (de limen, umbral en latín), tal como las describió Victor Turner.

¿Cómo acercarse a la alteridad?, se plantea Stavrides. Hay tres modos:

  • Para aquellas comunidades que perciben todo lo ajeno como potencialmente hostil, cruzar una frontera es un acto de invasión «real o simbólico».
  • Si el cruce se realiza «sin pasar por una fase intermedia de reconocimiento mutuo» o sin que medie gesto de negociación, se extingue o asimila la alteridad. Esto sucede con el consumismo actual (Bauman: «los consumidores son ante todo y en primer lugar recolectores de sensaciones», p. 23), «una especie de alteridad prefabricada, prefabricada por los medios de comunicación, por la publicidad, por la continua educación de los sentidos orientados al consumismo. El ciudadano-consumidor está más que dispuesto a cruzar las fronteras que lo conduzcan hasta esa alteridad. Hallamos una forma similar de asimilación consumista de la alteridad en la actitud del turista –guiada por un exotismo que moviliza el deseo– en un país ajeno, al que acude para acumular nuevas sensaciones como si de trofeos se trataran.» (p. 24)
  • «La aproximación a la alteridad como acto de reconocimiento mutuo requiere habitar el umbral con delicadeza. Desde ese territorio de transición que no pertenece a ninguna de las partes vecinas, comprenderemos que, para poder construir un puente, es preciso sentir la distancia. La hostilidad surge cuando esa distancia se preserva y aumenta; la asimilación cuando se anula. El encuentro se produce al mantenerse la distancia necesaria a la vez que se cruza. La sabiduría que encierra la experiencia del umbral radica en la consciencia de que sólo podremos acercarnos a la alteridad si abrimos las fronteras de la identidad, para poder formar –por así decirlo– zonas de paso habitadas por la duda, la ambivalencia, la hibridación; zonas de valores negociables. Como dice Richard Sennett, «para poder sentir al Otro uno tendrá que aceptarse como incompleto» (1993: 148)». (p. 24)

Si recordamos la lectura de El declive del hombre público, en ella Richard Sennett condenaba la creación actual de «comunidades» en las ciudades puesto que, en ellas, sus habitantes son homogéneos unos a otros y puesto que nada hay tan útil para la creación de comunidades como un enemigo común, exterior y ajeno: el otro. Por ello, abogaba por un aprendizaje de civilidad: acostumbrarse a la presencia del otro, a la necesidad de negociar espacios compartidos por la diversidad social.

Si consideramos la urbanidad como un aspecto que pertenece al arte de construir umbrales entre las personas o grupos sociales, coincidiremos con la defensa de Sennett de una nueva cultura pública, la cual se basaría en un esfuerzo continuo por conservar la alteridad y construir zonas intermedias de negociación. (p. 25)

El libro se divide en tres partes: la primera reflexiona sobre el espacio urbano actual en tanto que discontinuo; la segunda, los encuentros con la alteridad en función de la experiencia urbana, con especial mención de Benjamin y sus reflexiones; y la tercera avanza hacia el concepto de umbral a partir, sobre todo, de las heterotopías de Foucault. Vamos a ello.

En las muy proclamadas metrópolis «posmodernas», el espacio público aparece como el lugar en el que se experimenta una libertad fantasmagórica. (…) El surgimiento frenético de la privatización, y de las ideologías consumistas sustentadas sobre una idea de hedonismo individualista que la acompañan, transforma las prácticas «performativas» de los espacios públicos en prácticas para la autogratificación. Dichas prácticas tienden a representar la ciudad como si de una colección de casualidades (y de lugares) para la satisfacción del consumidor se tratase. No obstante, como ha mostrado Peter Marcuse, entre otros, la «condición posmoderna» corre pareja a una nueva «ciudad compartimentada». (…) La metrópolis moderna se convierte progresivamente en un conglomerado de enclaves definidos de forma distinta. En algunos casos, hay muros que separan literalmente estos enclaves del resto de la ciudad, como en el caso de los grandes almacenes y de las urbanizaciones valladas. Pero también puede haber muros «de orgullo y estatus, de dominación y prejuicio» (Peter Marcuse, «Not Chaos but Walls: Postmodernism and the Partitioned City»), como los muros invisibles de los guetos, los barrios suburbiales y las zonas de ocio gentrificadas. (p. 36)

«Uno de los atributos básicos de la ciudad compartimentada es que destruye eso que parece constituir el carácter público del espacio público.»

La ciudad compartimentada se halla repleta de espacios públicos privatizados en los que los usos públicos están minuciosamente controlados y son específicamente motivados. No se tolera en ellos la contestación. A menudo, se controla y clasifica a sus usuarios, que deben seguir instrucciones específicas para que se les permita acceder a diversos servicios e instalaciones. Hallaremos, por ejemplo, este tipo de espacios cuasi públicos en un centro comercial o en unos grandes almacenes. En una cuidad de propiedad empresarial o en una urbanización cerrada, aisladas de la red de espacios públicos que los rodean (calles, plazas, bosques, etc.), el espacio local está controlado y su uso estará limitado a quienes puedan certificar su condición de residentes. Los complejos vacacionales a menudo despliegan espacios públicos tradicionales que adquieren la forma de parques temáticos y que representan comunidades rurales o de pueblo. La vida pública queda así reducida a un consumo conspicuo de identidades fantaseadas dentro de un enclave sellado que imita a una «ciudad de vacaciones». Lo que define a esos espacios como lugares para la «vida pública» no es el choque de los ritmos de prácticas contestatarias (creadoras de lo político), sino los ritmos acompasados de una rutina bajo vigilancia. Las identidades de los usuarios que se exhiben allí públicamente actúan acordes a los mismos ritmos que las discriminan y canonizan. (p. 37)

Vimos varios ejemplos de los tipos anteriores de espacios compartimentados en The Cultures of Cities de Sharon Zukin: desde Disney Wordl, cuya Calle Mayor es un ejemplo perfecto de simulacro, un escenario que simula la calle central de un pueblo de los años 50 y que evoca una América perdida y dorada, hasta Bryant Park en Nueva York, un lugar vallado y con protección privada del que se expulsa a todo aquel sospechoso de no pertenecer a él. Otros muchos ejemplos serían La Défense, que Bauman denunciaba que no está hecha para el espacio de los lugares sino el de los flujos, o cualquier centro comercial que ustedes elijan; incluso las calles comerciales de las ciudades.

El acceso a cada uno de estos enclaves está controlado y permitido sólo a sus residentes o usuarios. En espacios semiprivados o privados, como las gated communities, la entrada es exclusiva; en espacios que se suponen públicos y sólo lo son hasta cierto extremo, se permite la suficiente alteridad, diluida y adecuadamente oxigenada, para que los consumidores tengan la ilusión de diferencia, de cambio, de abundancia; de que todos allí están permitidos y no hay parias; cuando «el mero hecho de que se les permita estar ahí es un indicador de su identidad» (p. 37).

Por ello, Stavrides habla de «identidades encuadradas tanto espacial como conceptualmente. Un encuadramiento es un espacio caracterizado por una demarcación clara de un espacio interno en oposición al espacio externo: lo que queda fuera del encuadramiento no contribuye a la definición de lo de dentro.» (p. 38) El espacio de los flujos convierte a todo ciudadano en, precisamente, una red de flujos. Pero hay que hacer la distinción (Bauman) entre aquellos «para quienes la movilidad es un privilegio y aquellos para quienes se convierte en una obligación». El propio Bauman hablaba de una clase dirigente que se limita a aterrizar en las ciudades y exigir que éstas (las ciudades globales) les cedan un espacio exclusivo, con clubes de golf, hoteles de superlujo y edificios de alto standing; un espacio cedido a los flujos y desgajado del espacio de los lugares.

No obstante, en estos lugares de performatividad de un anonimato solitario, se producen algunas de las características que definen las identidades contemporáneas urbanas. Las identidades de tránsito del viajero de la autopista o el cliente del supermercado contribuyen a la construcción del habitante tipo de una ciudad moderna. En dichos espacios siempre se dan una serie de instrucciones de uso explícitas o implícitas, dirigidas a cada cual individualmente pero generadoras de características recurrentes. Los mensajes no verbales son especialmente potentes como marcadores de esas características; por ejemplo, las imágenes de los anuncios en unos grandes almacenes o los logos de una cadena de comida rápida o las estaciones de servicio. Las identidades de tránsito no son, por lo tanto, el producto de una experiencia azarosa; por el contrario, destilan aquello que es típico y recurrente a partir de la experiencia contingente y personal en los «no lugares» urbanos. (p. 40)

Los estados de excepción urbanos crean zonas específicas con los atributos referidos. Por ejemplo: una concentración de líderes mundiales en determinado centro de congresos supone la llegada tanto de policías como la prohibición de la libre circulación en esa zona, a la que Stavrides denomina «zona roja»: «un enclave urbano es una zona claramente definida en la que se suspende parcialmente la ley general y se aplica una serie concreta de normas administrativas». La existencia y multiplicidad de estos enclaves, cada vez más habituales y cada uno de ellos investido de sus propias normas, cuestiona en el fondo a la propia ciudad «considerada como localización uniforme de la ley soberana». Cada uno de estos «enclaves urbanos-isla» supone la aparición de «los puntos de control metastásicos» que «imponen un orden parcial precario sobre el mar urbano que rodea dichos enclaves» (p. 51).

«Tendemos a adaptarnos a la excepción sin tan siquiera considerar eso que vivimos como excepción.» Se vuelven normales los puntos de control, la vigilancia policial, los cacheos antes de entrar en un estadio, la cajera de un supermercado exigiendo que le mostremos nuestras pertenencias. Estos enclaves de excepción o zonas rojas siguen, según Agamben, «el modelo de ciudad medieval infectada por la peste»: » se erigían zonas de progresivo control que dejaban a merced de la epidemia algunas partes de la ciudad mientras se protegía otros enclaves para los ricos» (p. 54). Estos controles serían, si acaso, las murallas del espacio de los flujos, las barreras impuestas por el capital al acceso de los no investidos. La City de Londres, por ejemplo, se ha convertido en un «anillo de acero» urbano (Coaffee, 2004).

Las zonas rojas «expresan la demonización de la alteridad» y sirven «para definir como extranjero a los otros que violan las normas»; de la ciudadanía obediente se espera que «acate las normas y consienta la supresión del derecho a la ciudad» (p. 55).

A continuación Stravrides se centra en los ritos de paso, tanto en su acepción según Van Gennep como en la de Turner de liminalidad, de suspensión de la estructura social. Ahí identifica el umbral, el lugar donde prevalece la liminalidad, donde no están claros los bordes ni definidas las fronteras. Identifica este lugar o estado con las protestas de los atenienses cuando se cerraron los parques públicos de la ciudad con la excusa de los Juegos Olímpicos de 2004. Negándose a aceptarlo, de forma desorganizada y espontánea, diversos grupos y colectivos se reunían, debatían sobre la importancia de esas vallas y decidían o no si derribarlas y recuperar los parques.

El último apartado de este primer capítulo se titula, adecuadamente, «de la ciudad de enclaves a la ciudad de umbrales».

En las ocasiones en las que toda esa diversidad de personas ocupa el espacio público y se organizan en él, emerge una potencial ciudad de umbrales. Estos grupos crean tanto simbólicamente como en la práctica un espacio público poroso, abierto a todos en las calles y plazas de la ciudad. Si en la construcción temporal-permanente de zonas rojas se está poniendo a prueba una nueva forma de gobernanza, se pone a prueba espontáneamente una nueva forma de cultura emancipadora en el espacio público. (p. 65)