Antropología de la ciudad (III): el espacio y el tiempo humanos

En la primera entrada que repasa este maravilloso libro de Lluís Duch nos centramos en la relación entre naturaleza y cultura y algunos de los efectos de esta última en la ciudad; en la segunda entrada, lo hicimos alrededor del espacio y el tiempo humanos, y cómo se viven en la ciudad. En esta tercera entrada nos centraremos en la ciudad como un todo. O, en palabras del propio Duch:

En los capítulos precedentes, a partir de la tensión, nunca totalmente resuelta, entre naturaleza y cultura, hemos hecho algunas observaciones sobre el espacio y el tiempo humanos como factores determinantes para la constitución y supervivencia del hombre como ser histórico, cultural y social, que vive en un mundo que, por mediación de la artificiosidad, ha de convertirse en su mundo. En efecto, no se instala en él automáticamente, sino acomodándose a las gramáticas y las pautas que le ofrece la tradición cultural en la que, para bien y para mal, se encuentra situado. Ahora debemos referirnos a la ciudad como el ámbito más peculiar del habitar humano, en el que se da la coimplicación, no exenta de conflictos y malentendidos, de lo espacial y lo temporal del hombre, esto es, de su espaciotemporalidad. (p. 255)

Partiendo de los análisis sobre el espacio de Simmel, donde presentaba la ciudad como un espacio social y no como mero espacio geométrico o territorial y afirmaba que «no era una entidad parcial (física) con consecuencias sociológicas, sino una entidad sociológica que estaba constituida espacialmente», Duch establece que la experiencia pública de la ciudad es una puesta en escena, un proceso de traducción continuo en el que los habitantes de la ciudad manifiestan en el exterior, el ámbito urbano, lo que anhelan, sienten y piensan en su interioridad. «La realidad urbana es al mismo tiempo un laboratorio en donde, para bien y para mal, puede proyectar y experimentar sus sueños y anhelos más recónditos y un escenario sobre el que puede representar y representarse su humanidad o, por el contrario, su inhumanidad.» (p. 271).

Sin olvidar en ningún momento que el poder establecido siempre intenta, de un modo u otro, establecer su ideología sobre el paisaje urbano, no sólo sobre sus formas materiales sino sobre los usos que se establecen o permiten en ellos y, por extensión, las relaciones que los ciudadanos establecen con y en ellos. De ahí que sea necesario un aprendizaje, «la sociabilidad, es decir, la socialización de individuos mediante hábitos, costumbres y visiones del mundo para alcanzar la inmersión y afianzamiento con garantías en el seno de la propia cultura».

Destacamos la distinción que hace Duch entre cuatro términos que a menudo se usan en las ciencias sociales para referirse a un mismo hecho desde puntos de vista distintos:

  • civis, palabra latina, designa al ciudadano en tanto que dependiente de otro ciudadano: «para mí es civis aquel de quien yo soy un civis. En consecuencia, civitas como entidad política es el conjunto de los civis organizados y articulados.»
  • en cambio, la polis, de origen griego, es sobre todo un cuerpo abstracto que es el origen de toda autoridad. «(…) es independiente de los hombres y su único asentamiento material es la extensión del territorio que le da consistencia», y está estrechamente ligada a la invención de la política.
  • el urbs, también romano, es, por otro lado, el conjunto de la ciudad, su territorio físico;
  • mientras que communitas era la comunidad de los ciudadanos que la habitaban.

En este sentido, y tras comentar algunos casos (el modelo Los Ángeles, una ciudad diseminada como una mancha amorfa sobre el territorio sin verdadero centro y donde todo es zona suburbana, hilera tras hilera indistinguible de casas; o las gated communities, comunidades cerradas en pos de la seguridad donde se ha desterrado todo vestigio de heterogeneidad, efervescencia o novedad), Duch lamenta que «en la modernidad ha tenido lugar el divorcio de las antiguas solidaridades entre urbs y civitas, lo cual implica que la dinámica de las redes técnicas y comerciales (lo urbano) tiende a sustituir la estática de los lugares antaño proyectados y edificados para posibilitar los encuentros e intercambios efectivos y afectivos de los ciudadanos.» (p. 314). En parte se debe a que «las formas de interacción de los individuos entre ellos y con el entorno no sólo han aumentado vertiginosamente, sino que se han deslocalizado, desocializado e inestabilizado: en realidad, han entrado, como otros tantos aspectos de nuestro momento en el ámbito de la provisionalidad.» Recordemos: ha desaparecido o dejado de tener sentido el vecindario, por lo que es habitual pertenecer a distintas agrupaciones o asociaciones a menudo alejadas entre ellas y con intereses diversos o alejados.

Recuerda luego Duch los orígenes (históricos, pero también míticos) de la ciudad. «En sentido estricto, sólo hay ciudad donde se ha separado un fragmento concreto del espacio amorfo y caótico por medio de ritos de fundación, que la sitúan de manera ordenada y orientada en el espacio y en el tiempo.» (p. 316). En el caos primigenio se ordena un lugar, es decir, se cosmiza, se sitúa en el centro del mundo para convertirse en un espacio vivido, opuesto al no-espacio a menudo asociado al desierto. Mircea Eliade, destaca Duch, distingue tres grandes complejos simbólicos que configuran las diferentes formas adoptadas por el centro del mundo que a menudo se combinan entre sí (Tratado de historia de las religiones):

  • La montaña sagrada, que establece una conexión íntima entre el cielo y la tierra;
  • los templos, palacios, residencias reales y ciudades a menudo son asimilados a la montaña sagrada (recordemos la importancia del palacio del rey-dios en el Imperio Neoasirio, por ejemplo, y dónde estaba la morada de Astur);
  • el santuario o la ciudad sagrada, porque son lugares construidos en torno al axis mundi, constituyen el nexo que une y comunica las tres regiones cósmicas en las que tradicionalmente se ha divido el conjunto de la realidad: cielo, tierra e inframundo.

«En muchas culturas antiguas, el hecho de instalarse en un lugar determinado no era una decisión intrascendente o casual, sino la consecuencia de una elección que previamente había sido decretada por los dioses.» (p. 325).

Nos dejamos en el tintero otros temas comentados en este capítulo: la relación entre ciudad y sociabilidad, entre literatura y ciudad (la novela es la epopeya de la ciudad occidental a partir del siglo XVI y, como la propia ciudad, es caótica e inacabada, en constante evolución: «la novela moderna (…) puede considerarse como una «antiepopeya» que narra el desencantamiento y la fragmentación de unas existencias anodinas y vacía; existencia que parece, al menos en términos generales, que han renunciado, casi sin proponérselo, apáticamente, a todas las formas de superación de la contingencia», (p. 289)), una somera tipología de ciudades (de los pensadores y sociólogos teóricos, de los psicólogos sociales, de los sociólogos, de los arquitectos y diseñadores) e incluso intenta una definición de ciudad.

El cuarto y último capítulo lo dedica a la evolución de la ciudad en la historia y para ello se centra en cuatro momentos básicos: la polis griega, la ciudad medieval, la renacentista y la industrial. No entraremos mucho en ello, pues hay muchos libros dedicados al tema y en parte se nos escapa de la temática del blog, pero sí que destacamos algunos apuntes que nos parecen más que interesantes.

En el siglo XII, en Europa, inicialmente con pausa, se comienza a contraponer la ciudad como espacio cosmizado, arrebatado al caos (incluyendo en ella el campo de su entorno) al desierto como espacio informe, acechado sin cesar por las imprevisibles irrupciones del caos.

El ciudadano medieval vive en un coto amurallado, no dispone de espacios ilimitados, sino que los muros de su ciudad señalan un «adentro» y un «afuera» infranqueables y con una comunicación muy limitada y regulada (las puertas de la ciudad) hacia el exterior. Por eso mismo, en el interior de los muros de la ciudad se establecen relaciones humanas visibles y materialmente palpables. A partir de ahí, aparece por primera vez lo que Émile Durkheim denominó la «densidad social», es decir, un estado de ánimo colectivo, a menudo con una intensa carga emocional. En este espacio, la reunión cuantitativa de un gran número de individuos en los espacios artificiales de la ciudad (plazas, calles, atrios de los templos) origina unas tranformaciones cualitativas de la convivencia ciudadana que son inalcanzables por medio de la simple adición o acumulación de individuos.

Por ello empiezan a adquirir un papel relevante en la vida ciudadana las plazas públicas, como ámbitos vecinales, semifamiliares, que vienen a ocupar el lugar del forum latino. Se trata de plazas rodeadas de grandes y ostentosos edificios, no situadas en el centro de las vías de comunicación como suele suceder en la actualidad, sino tangenciales a ellas, «ofreciendo así la sensación de ser lugares de receso, protegidos y adornados con magníficos monumentos, fuentes y palacios que manifestaban el poder económico y cultural de las élites comerciales de las ciudades» (p. 380).

La ciudad renacentista trae un nuevo concepto: la ciudad, además de cómoda y práctica, debe ser bella; y debe serlo para patrones humanos. «En efecto, en la representación en dos dimensiones, el punto de vista del espectador no se encontraba focalizado o centrado en un punto. El observador formaba parte, en consecuencia, de una personalidad colectiva, sin matices ni tensiones. Con la invención de la perspectiva, el individuo adquiere, en la observación y en la evaluación de lo que se observa, todo el protagonismo, ya que su perspectiva propia es determinante no sólo para la descripción de los objetos percibidos, sino especialmente para la misma autodeterminación del sujeto humano.» (p. 439)

«Joel Kotkin apunta que, a diferencia de los creadores de las ciudades clásicas o renacentistas, inicialmente los beneficiarios del nuevo orden industrial solían sentir desprecio por las ciudades que habían creado. Estas sólo eran lugares donde ganar dinero, y no donde pasar el tiempo.» (p. 457) La ciudad industrial surge y lo cambia todo, hasta el punto que, durante la segunda mitad del siglo XIX surge un urbanismo reparador, terapéutico, regenerador, incluso utópico, que pretende corregir los desamanes del siglo anterior. «La ciudad ya no es el símbolo del poder constituido, el vínculo entre la corte y la capital, sino que se ha convertido en una fuente oscura y temible del poder popular, potencialmente revolucionario y anarquista.»

La primera ciudad en ser sometida a grandes cambios: París, con Haussmann, del que ya hemos hablado innúmeras veces. Benjamin ya destacó que «la verdadera finalidad de los trabajos haussmannianos era asegurar la ciudad contra la guerra civil. Quería imposibilitar en cualquier futuro el levantamiento de barricadas en París». Tras las comunas y revoluciones de 1848, no parece nada descabellado. Las propias Memorias de Haussmann no van en dirección contraria: «¿Es en realidad esta inmensa capital una «comuna»? ¿Qué vínculo municipal une a los dos millones que se amontonan en ella? ¿Se observa entre ellos algunas afinidades de origen? No. París es para ellos como un gran mercado de consumo, una inmensa oficina laboral, un campo de ambiciones o un simple lugar de citas placenteras.» (p. 460) Haussmann derribó todo atisbo de ciudad medieval, salvaguardando los pocos edificios que le parecieron emblemáticos y trazando enormes avenidas para unirlos y situarlos en perspectiva. Muchos artistas de la época añorarán pronto esas calles recónditas y de giros: «La geometrización del espacio urbano les parece aburrido y vulgar, sin el toque de distinción que da el paso del tiempo. Por eso, y como reacción, junto a la nueva concepción de la ciudad aparecen en los países europeos los revivals de los estilos históricos -el neoclasicismo, el neogótico, etcétera.» (p. 462)

Finalmente, Duch cierra el capítulo con algunas reflexiones sobre la ciudad actual. La primera de ellas: hemos pasado de una aceleración del tiempo a la instantaneidad, «esto es, el tempo que antaño se atribuía a los dioses».

A lo largo del siglo XX se pasó progresivamente de la ciudad a lo urbano, de entidades circunscriptas a metrópolis. Antes la ciudad controlaba los flujos y hoy ha caído prisionera en la red de esos flujos (network) y está condenada a adaptarse a ellos, a desmembrase, a extenderse en mayor o menor grado. (Mongin, «La mondialisation»).

«La irrupción de lo urbano deshace la antigua solidaridad entre urbs y civitas. Ahora, la interacción de los individuos se ha desmultiplicado y deslocalizado al mismo tiempo. La pertenencia a comunidades de intereses distintos ya no se basa ni en la proximidad, ni sobre la densidad demográfica local. Transportes y telecomunicaciones nos introducen en relaciones cada días más numerosas y diferentes. Somos miembros de colectividades abstractas cuyas implantaciones espaciales ya no coinciden y no presentan una estabilidad de larga duración.» (François Choay).

Duch denuncia que la ciudad actual ha quedado en manos de especuladores, mafias y mercados, y corre el riesgo de perder la capacidad integradora y socializadora que la ha caracterizado a lo largo de la historia. «Por lo general, los simuladores de proximidad de nuestros días (internet, telefonía, televisión) solo son capaces de producir «telepresencias», es decir, ausencias prácticas, sujetas al vértigo sin objeto de la actual «sociedad del olvido y la indiferencia». (p. 468)

Por otra parte, Duch recuerda las palabras de Bauman en cuanto a que la situación histórica de riesgo y seguridad se ha invertido durante el último siglo: antaño las ciudades, con sus murallas, prometían seguridad frente al terror del desierto, el caos de extramuros; hoy, en cambio, es en la ciudad donde subyace el peligro, donde en cualquier momento lo desconocido puede acechar. Ello explica el aumento de las gated communities y «el encapsulamiento de los individuos en su propia vivienda -en realidad, una especie de fortín- al margen de cualquier relación de vecindad y una especie de autovigilancia obsesiva para determinar horarios, trayectos más o menos seguros, censura de la espontaneidad y la buena disponibilidad hacia los vecinos, etcétera.» (p. 470) Otro de los fenómenos generados a raíz de esto es «la formación de «islotes» de población cada vez más alejados del centro de la ciudad, que en realidad son «migajas» aisladas que se interesan por escapar de los numerosos inconvenientes de las aglomeraciones metropolitanas. De esta manera se constituye «lo urbano difuso», que no tiene ninguna posibilidad de configurar un «mundo de vida».

La ciudad se vuelve difusa, pierde su centro: el casco histórico se ha vuelto un museo, a menudo dedicado a turistas, y se ha difuminado el centro como punto de referencia simbólico al poder político, religioso, económico y social de la urbe. «La relevancia de la ciudad vendrá definida cada vez más, no por la exportación de bienes o servicios, sino por sus provocadoras galerías, sus peculiares tiendas, su animada vida callejera y su creciente negocio turístico.» (p. 474, A. Mongin).

Creemos que tiene razón Mongin cuando señala que en la ciudad del siglo XXI como en ninguna otra época anterior, el espacio urbano se constituirá mediante orquestaciones, más bien desafinadas, de flujos de información con dinámicas e intensidades muy diferentes que, a menudo caóticamente, convergerán en una suerte de «punto difuso» designado con el antiguo nombre de la ciudad. En esta situación es posible que el espacio urbano se convierta en un campo de batalla en el que, sin cesar y con resultados inciertos, caos y cosmos entablarán una lucha sin cuartel. (p. 474)

Un ejemplo de esto último: Venecia y sus habitantes huyendo en desbandada del parque turístico en que se ha convertido, o los tornos que se instalaron para acceder a ella; o la lucha entre vecinos y turistas de algunos barrios de Barcelona, sin ir más lejos, cedido en general a pisos turísticos o reconvertidos en habitaciones dormitorio para Airbnb.

La ciudad en red «pone en tela de juicio la integración propuesta por la ciudad industrial, que a menudo se fundamentaba con tonos más o menos agresivos en distintos procesos de afiliación (sindicatos, partidos políticos, centros culturales, orfeones, agrupaciones religiosas, etcétera), los cuales a su vez ejercían la función de transmitir los diferentes contenidos informativos y comunicativos propios de la segunda estructura de acogida («corresidencia»). (p. 475). Esto genera procesos de desafiliación, de disinterés creciente por encontrar convergencias de carácter político, cultural, sindical o religioso; y dicha desafiliación se intenta contrarrestar con peligrosos movimientos de hiperafiliación, como si la pertenencia unívoca, unilateral, desmedida, a un único movimiento fuese a compensar la pérdida de los anteriores.

Terminamos con la reflexión final del libro de Duch, la que cierra las conclusiones:

En la actualidad, en la época de la «vigilancia electrónica», como se comprueba a primera vista, los asuntos relacionados con el dinero y el orden público están, por regla general, meticulosamente regulados y controlados, pero los restantes ámbitos de lo humano, los que tienen algo que ver con la responsabilidad, la simpatía, el acogimiento, la honestidad por libre elección y la misericordia, se encuentran de lleno en el ámbito de la autolimitación, de la voluntad libre y generosa de determinadas personas o grupos socialmente indispensables para que, en un momento tan alejado de las euforias, ciertamente desmesuradas y artificiales, de hace unos pocos años, las transmisiones que tienen como marco la ciudad como «estructura de acogida» (la corresidencia) puedan recobrar algo de su pérdida efectiva. Pero, para ello, es imprescindible que los transmisores (políticos, maestros, empresarios, sacerdotes, líderes de opinión, etcétera) sean testimonios.

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