La trilogía La era de la información es una obra monumental del sociólogo Manuel Castells que se compone de los libros La sociedad red (1996), El poder de la identidad (1997) y Fin de milenio (1999), aunque su publicación generó tanto revuelo y comentarios que Castells reeditó una nueva edición aumentada en 2000. En su momento leímos, y disfrutamos, la primera parte, La sociedad red, donde se estudian los cambios sociales, políticos y económicos de la llegada de la sociedad de la información y del espacio de los flujos. Dividimos la reseña del libro en cinco entradas: la revolución tecnológica que permitió la globalización (las TIC, el nacimiento y expansión de internet, en la primera entrada); el trasvase empresarial de la unidad empresa a la unidad red (segunda entrada), la nueva tipología empresarial y laboral (tercera), la virtualidad real generada por el nuevo sistema informacional (cuarta) y el espacio y el tiempo de los flujos y cómo afectaba, sobre todo, a los entornos urbanos globales (quinta).
Este segundo libro, El poder de la identidad, se centra en los efectos que el espacio de los flujos o la globalización tienen sobre los Estados-nación y sobre la identidad social de los habitantes de cada país. Gran cantidad de movimientos, como el feminismo o el ecologismo, han pasado a articularse de modo global, mientras que muchos otros lugares han visto el resurgimiento de formas de identidad locales para oponerse a un entorno fluido, mutable, siempre cambiante donde se percibe que el control escapa progresivamente de las manos locales. Con ese objetivo, Castells analiza una gran cantidad de movimientos distintos que buscan afianzar la identidad, ya sea política, religiosa, nacional o de otros tipos, en determinados lugares.

Sin embargo, lo que en La sociedad red era el estudio de un momento concreto y sus efectos a corto y medio plazo sobre el ecosistema global, por lo que es un estudio relativamente atemporal, El poder de la identidad fue escrito hace veinte años, y se nota. La mayoría de los movimientos que Castells analiza en el libro han sufrido una gran evolución; todo el sistema económico, político y global, en definitiva, también lo ha hecho. Ni siquiera, por poner un ejemplo, había sucedido el 11-S, por lo que en general el libro queda bastante enmarcado en un momento concreto y la mayor parte de sus ejemplos, algo desfasados.
Hay partes que siguen teniendo actualidad, claro. En «la construcción social de la identidad que siempre tiene lugar en un contexto marcado por las relaciones de poder» (p. 29), Castells distingue tres formas distintas:
- La identidad legitimadora, «introducida por las instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar su dominación frente a los actores sociales», Este tipo de identidad lleva a la creación de una sociedad civil, «un conjunto de organizaciones e instituciones, así como un serie de actores sociales estructurados y organizados, que reproducen, si bien a veces de modo conflictivo, la identidad que racionaliza las fuentes de la dominación estructural» (p. 30);
- La identidad de resistencia, «generada por aquellos actores que se encuentran en condiciones/posiciones devaluadas o estigmatizadas por la lógica de la dominación, por lo que construyen trincheras de resistencia y supervivencia basándose en principios diferentes u opuestos a los que impregnan las instituciones de la sociedad». Esta identidad lleva a la formación de comunas o comunidades; por ejemplo, los «nacionalismos basados en la etnicidad, el fundamentalismo religioso, las comunidades territoriales, las comunidades gay» (p. 31), lo que Castells denomina «la exclusión de los exclusores por los excluidos».
- La identidad proyecto «construye una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad y, al hacerlo, busca la transformación de toda la estructura social». El ejemplo de Castells son las feministas al reclamar los derechos de las mujeres y desafiar al patriarcado y, por extensión, la familia patriarcal y toda una estructura social. Esta identidad produce sujetos, que «no son individuos, aun cuando estén compuestos por individuos. Son el actor social colectivo mediante el cual los individuos alcanzan un sentido holístico de su experiencia» (p. 32).
Cómo se construyen los diferentes tipos de identidades, por quiénes y con qué resultados no puede abordarse en términos generales y abstractos: depende del contexto social. La política de la identidad, como escribe Zaretsky, «debe situarse en la historia». (p. 32)
En la era informacional, «la planificación reflexiva de la vida se vuelve imposible, excepto para la élite que habita el espacio atemporal de los flujos de las redes globales y sus localidades subordinadas» (p. 33), lo que empuja al resto a una pugna por la construcción de su identidad social en aras de entender su lugar en el mundo y, desde ahí, proyectar sus objetivos o planes vitales. Si, por ejemplo, en la sociedad moderna el socialismo se basó en el movimiento obrero, «en la sociedad red, la identidad proyecto, en caso de que se desarrolle, surge de la resistencia comunal» (p. 34).
De los muchos ejemplos que da Castells sobre la formación de las identidades sociales (nacionalismos, luchas políticas, fundamentalismo religioso), escogemos la creación de los barrios gay de San Francisco.
Para expresarse, los gays siempre se han reunido, en los tiempos modernos, en bares nocturnos y lugares codificados. Cuando tuvieron suficiente conciencia y fuerza para «aparecer» colectivamente marcaron lugares donde podían estar a salvo juntos e inventar nuevas vidas. Las fronteras territoriales de sus lugares elegidos se convirtieron en la base para la construcción de instituciones autónomas y la creación de una autonomía cultural. Levine ha expuesto el modelo sistemático de las
concentraciones espaciales de los gays en las ciudades estadounidenses durante la década de los setenta. Aunque él y otros utilizaron el término «gueto», los militantes gays hablan de «zonas liberadas»: y, en efecto, existe una importante diferencia entre los guetos y las áreas gays, ya que las últimas suelen estar construidas deliberadamente por personas gays para crear su ciudad propia, en el marco de la sociedad urbana más amplia. ¿Por qué San Francisco? Ciudad instantánea, asentamiento para aventureros atraídos por el oro y la libertad, San Francisco siempre fue un lugar de normas morales tolerantes. La Barbary Coast era un punto de encuentro para marineros, viajeros, transeúntes, soñadores, estafadores, empresarios, rebeldes y desviados, un entorno de encuentros casuales y pocas reglas sociales, donde la línea divisoria de lo normal y lo anormal era borrosa. No obstante, en los años veinte, la ciudad decidió volverse respetable, surgiendo como la capital cultural del Oeste estadounidense y creciendo elegantemente bajo la sombra autoritaria de la Iglesia católica, con el apoyo de sus legiones de irlandeses e italianos de clase obrera. Cuando el movimiento de reforma alcanzó al ayuntamiento y la policía en los años treinta, los «desviados» fueron reprimidos y obligados a ocultarse. Así pues, los orígenes pioneros de San Francisco como ciudad libre no bastan para explicar su destino como escenario de la liberación gay. El punto decisivo fue la Segunda Guerra Mundial. San Francisco fue el principal puerto del frente del Pacífico. Pasaron por la ciudad unos 1,6 millones de hombres y mujeres jóvenes: solos, desarraigados, al borde de la muerte y el sufrimiento y compartiendo la mayor parte del tiempo con personas de su mismo sexo, muchos de ellos descubrieron, o eligieron, la homosexualidad. Y muchos fueron licenciados con deshonor de la marina y desembarcados en San Francisco. En lugar de volver a lugares como Iowa a soportar el estigma, se quedaron en la ciudad, y a ellos se unieron otros miles de gays al final de la guerra. Se reunían en bares y formaron redes de apoyo y participación. Desde finales de los años cuarenta, comenzó a surgir una cultura gay. Sin embargo, la transición de los bares a las calles hubo de esperar más de una década, cuando florecieron en San Francisco modos de vida alternativos, con la generación beatnik, y en torno a los círculos literarios que se interconectaron en la librería City Lights, con Ginsberg, Kerouac y los poetas de Black Mountain, entre otros. (…) Cuando los medios de comunicación se centraron en la cultura beatnik, destacaron la amplia presencia de la homosexualidad cómo una prueba de su desviación. Al hacerlo, dieron publicidad a San Francisco como una meca gay, atrayendo a miles de gays de todos los Estados Unidos. El ayuntamiento respondió con represión, lo que llevó a la formación, en 1964, de la Society of Individual Rights, que defendía a los gays, en conexión con el Tavern Guild, una asociación comercial de gays y propietarios de bares bohemios que luchaba contra el acoso policial. (p. 240)
A finales de los sesenta, sumando la revolución cultural y los hippies, tanto los gays como usuarios como los propietarios gays se hicieron con propiedades en la zona y se concentraron/construyeron un barrio que podían considerar suyo.
Por otro lado, Castells destaca el papel político de líderes como Harvey Milk, no sólo dando visibilidad al movimiento sino dejando claro que formaban parte de la ciudad y que, como tal, era una fuerza a tener en cuenta y una población con intención de luchar por sus propias metas.
Sin embargo, la comunidad gay de los años noventa no es la misma que la formada en los setenta, debido a la aparición del sida a comienzos de la década de los ochenta. En diez años, murieron unas 15.000 personas por su causa en San Francisco y a varios miles se les diagnosticó infección por el VIH. La reacción de la comunidad gay fue notable, ya que San Francisco se convirtió en un modelo para todo el mundo en cuanto a autoorganización, prevención y acción política orientada a controlar la epidemia de sida, un peligro para la humanidad. Creo que es exacto decir que el movimiento gay más importante de la década de los ochenta/noventa es el componente gay del movimiento contra el sida, en sus diferentes manifestaciones, de las clínicas a los grupos militantes como ACT UP!. (p. 244)
El esfuerzo más importante de la comunidad gay de San Francisco, añade Castells, fue «la batalla cultural para desmitificar el sida, para quitarle el estigma y convencer al mundo de que no lo producía la homosexualidad o la sexualidad.»
En los noventa hubo otra tendencia: tal vez por el progresivo envejecimiento de los miembros de la comunidad, tal vez porque algunas de las principales batallas ya se estaban librando y su visibilidad iba en aumento, «los patrones de interacción sexual se volvieron más estables, en parte como modo de canalizar la sexualidad en pautas más seguras» (p. 245). «El anhelo de familias del mismo sexo se convirtió en una de las tendencias culturales más intensas entre los gays y, aún más, entre las lesbianas. La comodidad de una relación duradera y monógama se volvió el modelo predominante entre los gays y las lesbianas de mediana edad. En consecuencia, brotó un nuevo movimiento en la comunidad gay para obtener el reconocimiento institucional de esas relaciones estables como familias.» «Lo que comenzó como un movimiento de liberación sexual cerró el círculo en torno a la familia patriarcal, atacando sus raíces heterosexuales y subvirtiendo su apropiación exclusiva de los valores familiares.» (p. 246)
Castells presenta también (p. 255-262) una interesantísima reflexión sobre «la reproducción del maternaje bajo la no reproducción del patriarcado» siguiendo el argumentario de Chodorow. Simplemente lo mentamos, porque exponerlo sería muy largo y supondría meternos en temas que se escapan a la consideración del blog.
El control estatal sobre el espacio y el tiempo se ve superado cada vez más por los flujos globales de capital, bienes, servicios, tecnología, comunicación y poder. La captura, por parte del estado, del tiempo histórico mediante su apropiación de la tradición y la (reconstrucción de la identidad nacional es desafiada por las identidades plurales definidas por los sujetos autónomos. El intento del estado de reafirmar su poder en el ámbito global desarrollando instituciones supranacionales socava aún más su soberanía. Y su esfuerzo por restaurar la legitimidad descentralizando el poder administrativo regional y local refuerza las tendencias centrífugas, al acercar a los ciudadanos al gobierno pero aumentar su desconfianza hacia el estado-nación. (p. 271)
Reflexionando sobre las distinciones entre identidad y gobierno, Castells destaca que la mayoría de estados-nación modernos «se han construido sobre la negación de las identidades históricas/culturales de sus constituyentes en beneficio de la identidad que mejor se acopla a los intereses de los grupos sociales dominantes que se encuentran en los orígenes del estado». (p. 299) Esto se puede ver, por ejemplo, en cómo la burguesía catalana dominó las organizaciones institucionales para reproducirse a sí misma pese a ser culturalmente minoritaria, usando las escuelas, universidades, el cuerpo de funcionarios y la mayoría de relaciones con sus habitantes en catalán como una forma de convertir a las familias mixtas o inmigrantes en «nuevos catalanes» que siguiesen legitimando su dominio. Pero también se ve, por ejemplo, concentrando a los pobres y minorías étnicas «en el centro de las ciudades estadounidenses o en las banlieus periféricas francesas» para confinar los problemas que generan y al tiempo reducir los recursos públicos disponibles que se les destinan.
Sin embargo, lo que parece estar surgiendo ahora, por las razones presentadas en este capítulo, es la pérdida de peso relativo del estado-nación dentro del ámbito de la soberanía compartida que caracteriza al escenario de la política mundial actual.
(…) el estado-nación cada vez está más sometido a la competencia más sutil y más preocupante de fuentes de poder que no están definidas y, a veces, son indefinibles. Son redes de capital, producción, comunicación, crimen, instituciones internacionales, aparatos militares supranacionales, organizaciones no gubernamentales, religiones transnacionales y movimientos de opinión pública. Y por debajo del estado están las comunidades, las tribus, las localidades, los cultos y las bandas. Así que, aunque los estados-nación continúan existiendo, y seguirán haciéndolo en el futuro previsible, son, y cada vez lo serán más, nodos de una red de poder más amplia. (p. 334)
Es en este contexto, el de tratar de asir los flujos de poder por sí mismos, donde Castells sitúa los movimientos independentistas o nacionalistas europeos, que buscan más un reconocimiento supranacional que la verdadera independencia del estado en el que están inmersos.
En el siguiente capítulo, el sexto, reflexiona sobre la importancia de los medios de comunicación y la percepción, creciente (que no ha hecho más que aumentar en estos veinte años) de que la mayoría de los políticos son corruptos. Castells deja claro que los medios ya no son el cuarto poder, sino el campo de batalla donde se lleva a cabo la batalla política. Para acceder a ellos, lo que es un proceso caro y arduo, todo político tiene, más o menos, que hacer alguna especie de pacto fáustico; por ello, en cuanto alcanzan la palestra y se vuelven notorios, todos disponen de munición que se lanzan unos contra otros en momentos clave.
En los albores de la era informacional, una crisis de legitimidad está vaciando de significado y función a las instituciones de la era industrial. Superado por las redes globales de riqueza, poder e información, el estado-nación moderno ha perdido buena parte de su soberanía. Al tratar de intervenir estratégicamente en este escenario global, el estado pierde capacidad de representar a sus electorados, arraigados en un territorio histórico. En un mundo donde el multilateralismo es la regla, la separación entre naciones y estados, entre la política de representación y la política de intervención, desorganiza la unidad contable sobre la que se construyó la democracia liberal y se ejerció en los dos últimos siglos. La privatización de los organismos públicos y el declive del estado de bienestar, aunque alivian a las sociedades de algunas cargas burocráticas, empeoran las condiciones de vida para la mayoría de los ciudadanos, rompen el contrato social entre el capital, el trabajo y el estado, y eliminan buena parte de la red de seguridad social, el sostén del gobierno legítimo para el ciudadano de a pie. (p. 393)
El poder en la era de la información, concluye Castells, se encuentra en «la mente de la gente» (p. 399). «El nuevo poder reside en los códigos de información y en las imágenes de representación en torno a los cuales las sociedades organizan sus instituciones y la gente construye sus vidas y decide su conducta.» Por ello se vuelve de esencial importancia el control del discurso; no tanto que éste sea unívoco como que exista un público receptor capaz de ampliar el mensaje que cada grupo trata de emitir. De ahí, en veinte años, hemos pasado del control del cuarto poder o de la producción social de la realidad de Berger y Luckman a las fake news y los youtubers.
De forma bastante preclara hablaba Castells de «las entidades que expresan proyectos de identidad orientados a cambiar los códigos culturales», que deben ser «movilizadoras de símbolos» y «actuar sobre la cultura de la virtualidad real que encuadra la comunicación red, subvirtiéndola en nombre de valores alternativos e introduciendo códigos que surgen de proyectos de identidad autónomos» (p. 400). Existen dos tipos:
- el primero: los profetas, personalidades simbólicas que dan un rostro «a una sublevación simbólica»; el subcomandante Marcos, el compadre Palenque de La Paz-El Alto, Jordi Pujol, Sting en el movimiento ecologista, líderes religiosos fundamentalistas (son ejemplos de Castells, extraídos de temas presentados en el libro) o, por ser algo más actuales, Greta Thunberg;
- el segundo y principal: los movimientos sociales, «una forma de organización e intervención interconectada y descentralizada» (p. 401), los «productores y distribuidores reales de códigos culturales» y que se convertirían en objeto de estudio del sociólogo durante los siguientes años de su vida (recordemos la reseña de Redes de indignación y esperanza).
muy interesante-colegas.
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