III. La metrópolis de los arquitectos. Camillo Sitte, Raymond Unwin, Le Corbusier

(Seguimos el libro Teorías e historia de la ciudad contemporánea, de Carlos García Vázquez).

A finales del siglo XIX, el urbanismo (que aún no recibía ese nombre) había quedado en manos de los artistas, a raíz del éxito de Haussmann en París y del movimiento City Beautiful que lo transfirió a Estados Unidos. En 1875, sin embargo, el gobierno de la Alemania preguillermina aprobó una ley que otorgaba a las administraciones públicas la capacidad de aplicar planes reguladores, reconociendo así la capacidad de reacionalización de las ciudades a un espectro más amplio que el de los artistas. Muchos autores afirman que esa fecha es la del origen del urbanismo como disciplina, aunque no fue bautizada como tal hasta la Town Planning Conference de Londres de 1910.

Poco antes, en 1899, Camillo Sitte había publicado Construcción de ciudades según principios artísticos. Las ciudades se habían convertido en nidos enormes de obreros, sucias y sometidas a los dictados de la revolución industrial; los artistas querían cambiar eso, querían embellecerlas (recordemos que es la época en que el Art Noveau recorría Europa). Sitte defendía que la ciudad, además de racional, debía ser hermosa, y que los principios tecnicistas e industriales eran necesarios (no era un utopista) pero que los artísticos debían de ser igual de importantes. Recurriendo, como argumento, a la psicología del espacio, Sitte proponía un retorno a una estética medievalista y pintoresquista, rehuyendo los grandes espacios ortogonales de los bulevares de Haussmann o el Ensanche de Cerdà.

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El Ensanche barcelonés de Cerdà. La gran idea: las esquinas no son abruptas, lo que mejora la circulación de vehículos y da unos espacios chulísimos para terrazas de cafeterías.

El libro de Sitte tuvo repercusión por toda Europa. Cornelius Gurlit, historiador y urbanista, publicó en 1920 Handbuch des Städtebaues, donde seguía la doctrina de Sitte y rehuía la ortogonalidad. Albert Erich Brinckmann, historiador del arte, autor de Platz und Monument (1912), en cambio, analizaba el estado de la ciudad según pares opuestos (simetría – asimetría, por ejemplo) y llegó a condenar el neomedievalismo, sin ocultar su fascinación por los perfiles metropolitanos modernos. John Ruskin, autor de Las piedras de Venecia (1851), fue el primero en la reivindicación del valor patrimonial de la ciudad, de la que decía que debía conservarse intacta, no sólo sus formas y medios de comunicación, sino incluso la forma de vida preindustrial que la habría generado.

El debate entre intervencionistas y conservacionistas duró toda la década de 1920, hasta la llegada de Gustavo Giovannoni, que publicó en 1931 Vecchia città ed edilizia nuova, donde defendía un acuerdo entre pasado y presente. El casco histórico, decía, era un monumento, pero también una parte viva con valor de uso, concretamente como área de esparcimiento. Impulsó una teoría basada en tres principios:

  • el casco histórico debía articularse con el resto de la ciudad;
  • sus monumentos eran inseparables del entorno urbano;
  • las demoliciones y reconstrucciones parciales eran lícitas siempre que no falseasen el original.

Si bien, sobre todo tras la II Guerra Mundial, los conservacionistas quedarían derrotados, hubo otro aspecto donde tuvieron importancia: el paisaje, convertido en una necesidad romántica para las pobres multitudes encerradas en la metrópolis, no sólo de índole estética sino incluso ética. Empezó con Piotr Kropotkin y su Campos, fábricas y talleres, donde proponía un futuro de fábricas pequeñas donde trabajadores muy cualificados gozarían de gran libertad de localización, por lo que las ciudades se vaciarían.

Pero el gran golpe lo dio Ebenezer Howard (del que ya hablamos en relación a Jane Jacobs, pues ella lo demolió definitivamente). Ciudades jardín del mañana (publicado en 1989 con otro nombre, pero republicado con el actual en 1902) proponía colonizar el territorio con ciudades jardín de población y dimensión limitadas: 32.000 habitantes, 1000 acres de terreno urbanizable y 5000 de terreno agrícola. Ciudades jardín enlazadas entre sí, formadas en círculos concéntricos, con una baja densidad (80 habitantes por hectárea). El proyecto era completamente idealista, y de hecho, como argumentaría Jacobs más adelante, era la ciudad de los que odiaban la ciudad.

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Esquema de la ciudad jardín de Howard

La propuesta de Howard era utópica: Raymond Unwin fue el encargado de adaptarla a la realidad, primero en La partida del urbanismo (1909), donde se maravillaba por la belleza de los pueblecitos ingleses, y finalmente en 1912 con Nothing Gained by Overcrowding!, donde proponía una mezcla entre la baja densidad de Howard y los espacios abiertos de Sitte para generar un close, una agrupación de viviendas en forma de U que generaba un espacio semiprivado y semipúblico donde fomentar la vida comunitaria. La ciudad jardín se había convertido en el suburbio jardín.

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Imagen de la ciudad jardín extraída del documental Urbanized

La idea tuvo éxito en toda Europa (la Garden City Associaction de Londres, la Association des Cités-Jardins de París, Alessandro Schiavi en Italia), pero donde más triunfó fue en Alemania, a raíz de las teorías de Tönnies y Spengler, hasta conformar el concepto de la Gartenstadtgesellschaft (algo así como la comunidad – ciudad – jardín).

En 1914 se creó el Town Planning Institute en Londres, encargado de la planificación urbana y dirigido por Thomas Adams y Raymond Unwin (el mismo que había mutado la idea de Howard de las ciudades jardín hacia el suburbio jardín, y además el que diseñó la primera ciudad jardín al norte de Londres, Letchworth). Su principal doctrina sería los «métodos de descentralización», es decir, la creación de una galaxia de ciudades (suburbios) satélites a las grandes capitales.

La idea migró a Estados Unidos de la manó de Patrick Geddes, un romántico fascinado por el urbanismo que llegó a Nueva York en 1923, donde se encontró con Lewis Mumford, del que hablamos en la metrópolis de los historiadores. Mumford escribió, en los últimos capítulos de La cultura de las ciudades, sobre la cuarta migración (las dos primeras fueron de Europa a Estados Unidos, la tercera fue del campo a la ciudad, y es la que había generado unas pésimas condiciones de vida en las metrópolis, y la cuarta debía ser una fase neotécnica mediante las expansiones de radio, televisión, teléfono y electricidad para obtener una población dispersada por el territorio).

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Frank Lloyd Wright

El encargado de asumir ese reto fue Frank Lloyd Wright, que en su libro The Disappearing City de 1923 había descrito la ciudad como un ente horrible y condenado al fracaso y había pronosticado que su futuro sería una ciudad descentralizada, «en todos sitios y en ningún lugar a la vez». Tres años después mostró la maqueta de Broadacre City, una comunidad de 5000 habitantes ocupando una retícula de 20 millas cuadradas. Con el tiempo, una idea similar ocuparía Estados Unidos con el nombre de suburbia o sprawl.

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¿No queríais ciudad jardín? Pues hala, dos tazas.

De vuelta en Londres, y ya en 1920, Patrick Abercrombie, una de las cabezas del Town Planning Institute, empezó a quejarse de la cantidad de cottages individuales que inundaban las zonas al sur de Londres, efecto de los postulados de Unwin. Abercrombie propuso un retorno a la lógica y la mentalidad racional en Planteamiendo de la ciudad y del campo, y sus ideas serían las que acabarían imponiéndose de cara a la creación del Gran Londres, redactado en 1944 y ejecutado tras la II Guerra Mundial.

Hubo otras propuestas para formar la ciudad: Otto Wagner con Moderne Architektur en 1885, denominando «cementerios de villas» a las ciudades jardín y declarando que la vivienda unifamiliar era incompatible con la escala y densidad de las metrópolis; o Arturo Soria y Mata, que propuso la ciudad lineal, una franja de 500 metros de anchura, de Cádiz a San Petersburgo, con un ferrocarril que la recorría y estructuraba; o Eugène Hénard, Estudios sobre la transformación de París, proponiendo, como Wagner, un esquema radial para el tráfico.

Pero, si bien los tres anteriores fueron precursores del proceso de racionalización aplicado a la metrópolis, finalmente fue en Alemania donde la idea se desarrolló. Por un lado, Tony Garnier publicó Una ciudad industrial en 1917. Su principal aportación tuvo que ver con la zonificación funcional: en un libro acompañado de muchas imágenes, se veía a las fábricas ocupando los meandros del río junto a las líneas férreas; las residencias estaban en la colina, envueltas por un colchón verde que las separaba de la industria; y en la cima había una zona hospitalaria.

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Boceto de Una ciudad industrial

Le Corbusier recogió ese boceto y lo convirtió en modelo. Si los tres anteriores habían propuesto planes para determinadas ciudades (Wagner en Viena, Hénard en París), Le Corbusier propuso un modelo universal, deslocalizado, aplicable a cualquier lugar. La ciudad contemporánea, presentado en 1922 y luego en el libro La ciudad del futuro, con espacio para tres millones de habitantes. El esquema era un núcleo urbano, un cinturón verde y una corona de ciudades jardín a su alrededor. Ni rastro de las comunidades idílicas: los rascacielos de la zona de negocios eran para las élites, los apartamentos de las cercanías para las clases altas y medias y las ciudades jardín de las afueras para los obreros.

El segundo modelo de Le Corbusier fue la Ville Radieuse, planeada para el centro de París, casi sin calles, sometida al vehículo, con enormes autopistas y rascacielos monstruosos de hormigón y cristal.

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Ville Radieuse

La alternativa a Le Corbusier fue el alemán Ludwig Hilberseimer. En La arquitectura de la gran ciudad proponía una ciudad vertical basada en la superposición de tres estratos: arriba el residencial, abajo el terciario, con el tráfico rodado, y en el subsuelo el resto de medios de transporte. Los edificios tendrían una altura mucho más racional que las monstruosidades superpobladas de Le Corbusier: Hilberseimer proponía una altura de cinco plantas los basamentos y quince los bloques. El centro de su modelo era la célula vivienda, hasta el punto de que todo quedaba sometido a eso: no había continuidad, ni margen de mezcla o disolución: como buen alemán, cada cosa en su sitio, sin imaginación ni gracia ni estética: sólo utilidad.

Enfrentados a estos dos postulados, Francia o Alemania, Le Corbusier o Hilberseimer, en 1928 empezaron a celebrarse los CIAM (Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna). El de 1933 en Atenas, el cuarto, dio lugar a La carta de Atenas (íntegra aquí) redactada por Le Corbusier, que establecía en 95 puntos los valores y estrategias que habrían de regir la concepción y gestión de la ciudad racional. La célula residencial se convertía en la base, el elemento biológico fundacional de la metrópolis; a partir de ahí, se generaban los bloques, los barrios, las ciudades. Además, la carta de Atenas dictaminaba que el interés privado debía subordinarse al colectivo, es decir, que el Estado debía tomar el mando de la planificación urbana. Y una de las principales herramientas: la zonificación funcional, por lo que se tipificaban cuatro espacios básicos: habitar, trabajar, descansar, circular.

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