El urbanismo. Utopías y realidades, de François Choay

El urbanismo. Utopías y realidades, publicado en 1965 por la arquitecta e historiadora urbana francesa François Choay, es un extraordinario compendio de las palabras de los principales urbanistas y pensadores sobre la materia de los últimos dos siglos. Sólo por eso este libro merecería la pena; pero además viene precedido por una introducción de unas 100 páginas donde, sin desperdicio, la autora repasa y organiza todas las visiones sobre urbanismo de ese periodo.

La sociedad industrial es urbana. La ciudad es su horizonte. A partir de ella surgen las metrópolis, las conurbaciones, los grandes conjuntos de viviendas. Sin embargo, esa misma sociedad fracasa a la hora de ordenar tales lugares. La sociedad industrial dispone de especialistas de la implantación urbana. Y, a pesar de todo, las creaciones del urbanismo, a medida que aparecen, son objeto de controversia y puestas en tela de juicio. Ya se hable de las quadras de Brasilia, de los cuadriláteros de Sarcelles, del fórum de Chandigarh, del nuevo fórum de Boston, de los highways que dislocan San Francisco o de las autopistas que perforan las entrañas de Bruselas siempre surge idéntica insatisfacción, idéntica inquietud. La magnitud del problema queda demostrada por la abundante literatura que suscita desde hace veinte años. (p. 9)

El urbanismo aspira a ser científico y sueña con ser objetivo; pero también sus críticas llegan «en aras de la verdad». Para tratar de desentrañar tal embrollo, Choay recurre a los grandes pensadores de la disciplina.

Empieza con lo que denomina preurbanismo, la ciencia de la ordenación de la ciudad antes del nacimiento de la propia disciplina (que Choay sitúa en 1910 en Francia pero que apareció unas décadas antes de la mano del ingeniero Ildefons Cerdà, creador del plan para el Ensanche de Barcelona). La ciudad industrial llegó ligada a ciertos cambios urbanos:

  • la racionalización de las vías de comunicación (grandes arterias urbanas, vías del ferrocarril);
  • especialización de los sectores urbanos (barrios de negocios en el centro, barrios residenciales en las afueras);
  • nuevos órganos y símbolos: grandes almacenes, hoteles, cafés;
  • suburbanización: la industria se implanta en los alrededores de la ciudad;
  • la ciudad deja de ser «una entidad espacial bien delimitada».

Con estos cambios, la ciudad «aparece como algo externo a los individuos a los que concierne», que se enfrentan a ella como un «hecho no familiar, extraordinario, extraño». Surgen dos visiones contrapuestas: la de quienes tratan de analizar la ciudad de forma objetiva (por ejemplo, la disciplina naciente de la sociología recurre a la estadística) y los que la entienden desde una visión política y polémica («surgen las metáforas del cáncer y la verruga»), entre los que encontramos los higiniestas, especialmente en Inglaterra, que perciben la ciudad como un lugar funesto y lleno de todos los males que debe ser erradicado. Pocos de entre ellos, sin embargo, salvo por ejemplo Engels, relacionan esta nueva clase social, con todos sus vicios, con la llegada de la industrialización, como «una nueva organización del espacio urbano, promovida por la revolución industrial y el desarrollo de la economía capitalista. No piensan que la desaparición de un orden urbano determinado implica la aparición de otro orden.»

Surgen así dos modelos de preurbanismo: el progresista y el culturalista.

El modelo progresista (Owen, Fourier, Richardson, Cabet, Proudhon) concibe el individuo como un tipo que puede ser abordado mediante un estudio científico de sus necesidades: «la ciencia y la técnica deben permitir resolver los problemas planteados por la relación de los hombres entre sí». Se trata de un pensamiento dominado por la idea de progreso y vinculado a las revoluciones tecnológicas. Se distingues las siguientes características:

  • En primer lugar, el espacio está abierto. Buscan lugares amplios, llenos de vegetación, donde se pueda respirar libremente.
  • En segundo lugar, «el espacio urbano se divide de acuerdo con un análisis de las funciones humanas. Una clasificación rigurosa instala en lugares distintos el hábitat, el trabajo, la cultura y los esparcimientos.»
  • Se da gran importancia a la impresión visual de los objetos construidos; «lógica y belleza coinciden».
  • Importancia de la vivienda y surgimiento de un modelo de vivienda estándar donde residir.

El modelo progresista (Ruskin, Morris) se centra, no en el individuo, sino en el grupo. «El individuo no es una unidad intercambiable como en el modelo progresista; por sus particularidades y por su propia originalidad, cada miembro de la comunidad constituye por el contrario un elemento insubstituible». Este modelo surge de la ciudad orgánica que existía antes de la industrial y que estaba desapareciendo, por lo que su origen es claramente nostálgico. Buscan una vía democrática basada en la comunidad, y el industrialismo se percibe como algo a controlar para que no perturbe el bienestar del individuo. A menudo, este modelo cae en el malthusianismo, el control del número de la población; en un intento, tal vez, de detener la historia.

Existen aún otras dos vías. Por un lado, la «crítica sin modelo de Engels y Marx«, para los cuales la ciudad es «el lugar de la historia», epítome del desarrollo de la burguesía y lugar de nacimiento del proletariado industrial, el encargado de llevar a cabo la revolución socialista. El orden actual debe ser erradicado; sin embargo, pese a esta denuncia, Marx y Engels no proponen un nuevo modelo que lo deba substituir. Por ejemplo, en su análisis La condición de la clase obrera en Inglaterra denuncia las condiciones pésimas en que viven, pero no plantea una alternativa a cómo debería organizarse la situación.

Por otro lado, existe un antiurbanismo americano representado por Jefferson, Emerson, Thoreau, Henry Adam y Henry James, entre otros, «donde la época heroica de los pioneros está unida a la imagen de una naturaleza virgen». Cada uno de ellos anhela, a su modo, «la restauración de una especie de estado rural que suponen, con ciertas reservas, compatible con el desarrollo económico de la sociedad industrial y que permite por sí solo asegurar la libertad, el florecimiento de la personalidad e, incluso, la verdadera sociabilidad».

El paso del preurabanismo al urbanismo se da cuando ya existen especialistas en la materia, generalmente arquitectos. Si el preurbanismo «estaba vinculado a una serie de ideas políticas, el urbanismo aparece despolitizado«. Además, ya no se trata de una visión teórica sino que sus ideas son aplicadas a la realidad, pese a encontrarse a menudo con la oposición, bien de una condiciones económicas desfavorables, bien con las «todopoderosas estructuras económicas y administrativas heredadas del siglo XIX».

A partir del 1928, el modelo progresista encuentra su órgano de difusión en el grupo de los CIAM, los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna. Sí, si son lectores habituales del blog ya lo habrán adivinado: estamos hablando de Le Corbusier, por supuesto, y de La carta de Atenas. «La idea-clave que subyace en el urbanismo progresista es la idea de modernidad. (…) Pero el interés de los urbanistas se ha desplazado de las estructuras económicas y sociales hacia estructuras técnicas y estéticas.» Para que la propia ciudad alcance la revolución industrial es necesaria la implantación de nuevos métodos y materiales de construcción (acero y cemento), pero también que la producción se realice de modo industrial. Es decir: casas estándar con materiales estándar, algo esencial en el desarrollo de las «unidades de habitación».

El objetivo de modernizar las ciudades es garantizar a todos los ciudadanos una cantidad suficiente de sol, aire puro y vegetación; y el método para conseguirlo, desdensificar la ciudad y separar las distintas zonas que la conforman según si son para habitar, trabajar, ocio o comunicación entre las tres anteriores. Se proponen edificios enormes, basados siempre en formas geométricas, puesto que «el modelo progresista es tanto una ciudad-herramienta como una ciudad-espectáculo«, y se propone abolir la calle y entregarla a los vehículos (Le Corbusier aborrecía las aceras; le parecían un espectáculo dantesco dedicado al caos y el trajín, y proponía desterrar a los transeúntes a las azoteas o lugares específicos donde no molestasen).

La ciudad se convertía en una retícula donde el ángulo recto tenía prioridad que, contemplada en perspectiva, se volvía algo glorioso: Brasilia es el gran ejemplo. Sin embargo, y como Brasilia, estas ciudades son inhóspitas para sus ciudadanos, y de ahí surgirán todas las críticas al racionalismo a partir, sobre todo, de los años 60.

Choay también incluye a la Bauhaus en este modelo, más por su búsqueda estética y por su industrialización de todo material del hogar, reduciendo forma a función, que por compartir la doctrina de Le Corbusier.

En cuanto al modelo culturalista, surge con fuerza, sobre todo, en Alemania y Austria a finales del siglo XIX. Debido a que la industrialización se llevó a cabo, en primer lugar, en Inglaterra, en cuanto llegó a los países germánicos estos ya habían aprendido la lección inglesa y buscaron métodos para evitar los peores efectos urbanos. Los grandes nombres del modelo culturalista son Camillo Sitte, Ebenezer Howard y Raymond Unwin. Sitte fue el gran historiador del urbanismo austríaco, anhelando un pasado basado en la ciudad medieval; Howard, el creado del concepto de ciudad jardín, una construcción con tintes socialistas y población limitada donde todos serían propietarios de la industria y del terreno y que, en cuanto superase los límites impuestos, fundaría una nueva ciudad, de características similares, para evitar la densificación; y Unwin, el arquitecto que llevó a cabo las ideas de Howard y tuvo que adaptarlas a la realidad. De los tres, sólo la visión de Howard aparece politizada; Sitte y Unwin, especialmente el primero, realizaba una búsqueda estética.

A diferencia del modelo progresista, que podía fácilmente urbanizar el mundo, la ciudad culturalista tiene unos límites claros. Para Sitte, además, la concepción de la ciudad no pasa por la situación de edificios en la distancia sino por la concepción de las calles y las plazas como los órganos básicos del funcionamiento urbano. De aquí surgen las críticas al modelo culturalista, especialmente al de Sitte: parece dejar atrás la historia en una búsqueda de una Arcadia perdida. Unwin será más pragmático y tratará de incorporar a sus ciudades jardín «las exigencias del presente»; sin embargo, como destaca Choay, «en el caso de las ciudades jardín, el control exigido a la expansión urbana y su estricta limitación no son fácilmente compatibles con las necesidades del desarrollo económico moderno». [Hablamos largo y tendido sobre ciudades jardín y su ejecución a propósito del libro de Peter Hall Ciudades del mañana.]

Existe un tercer modelo: el naturalista, que recoge la tradición del antiurbanismo americano en la figura de Frank Lloyd Wright y la creación de Broadacre city. «La gran ciudad industrial es acusada de alienar al individuo en el artificio. Únicamente el contacto con la naturaleza puede devolver al hombre a sí mismo y permitir un armónico desarrollo de la persona como totalidad.» Lloyd Wright busca la realización de la «democracia»; pero «este término no debe inducir a error y hacernos creer en una nueva introducción del pensamiento político en el urbanismo: implica esencialmente la libertad para cada cual de actuar a su gusto.» El individualismo estadounidense, vaya, un individualismo «intransigente, unido a una despolitización de la sociedad, en beneficio de la técnica, ya que, finalmente, la industrialización será la que permitirá eliminar las taras que son su consecuencia.»

Por todo ello, «Wright propone una solución a la que siempre reservó el nombre de City, aunque con ella elimine no sólo la megalópolis sino también la idea de ciudad en general». Es esencial el concepto de naturaleza, las viviendas son siempre casas particulares con su terreno aledaño, ya que la agricultura se considera una actividad esencial. No existen grandes hospitales ni construcciones, y en su lugar son pequeños y muy descentralizados, diseminadas por todo la ciudad y con gran cantidad de conexiones.

Broadacre es una mezcla entre los dos modelos anteriores: «es a la vez abierto y cerrado, universal y particular», «un espacio moderno que se ofrece generosamente a la libertad del hombre» y que sólo es posible gracias a las conexiones que permiten las nuevas tecnologías (vehículos, televisor, como forma de comunicar esta gran red dispersa).

Como consideraciones finales, Choay destaca que es comprensible, por ejemplo, la asimilación de las ciudades jardín culturalistas a la ciudad radiante de Le Corbusier, del modelo progresista. Sin embargo, «Howard pertenece al modelo culturalista a causa de la preeminencia que en ella [la ciudad jardín] se concede a los valores comunitarios y a las relaciones humanas, y del malthusianismo que resulta de ello. En cambio, las ciudades jardín francesas forman parte del modelo progresista, que acabarán desembocando en los «grandes conjuntos» (grands ensembles). «El modelo progresista es el que inspira el nuevo desarrollo de los suburbs y el remodelamiento de la mayoría de las grandes ciudades en el seno del capitalismo americano» pero también surge en los países en desarrollo con «ciudades-manifiesto» como Brasilia o Chandigarh.

Existe un tercer apartado donde Choay destaca las resistencias o alternativas a los anteriores modelos urbanistas, la mayoría de las cuales se dan tras la Segunda Guerra Mundial, cuando dichos modelos ya se han puesto en práctica con mayor o menor fortuna. Hay una primera tendencia a proponer ciudades futuristas, en general irrealizables: ciudades verticales, ciudades puente, ciudades isla, totalmente desgajadas del concepto tradicional de ciudad, a menudo con una gran densidad, que en general son más modelos visuales y alternativos que verdaderas ciudades practicables. Todas están muy ligadas a las técnicas del momento en que se proponen y olvidan que, como propuso Heidegger, «habitar es el rasgo fundamental de la condición humana», y por todo ello, puesto que son objetos, más que ciudades, Choay las recoge bajo el epígrafe de «tecnotopía, y no tecnotópolis: el lugar, y no la ciudad, de la técnica».

Por otro lado, en antrópolis se recogen las tendencias que surgen como protesta al modelo progresista y las debacles que estaba generando en las ciudades, especialmente americanas. Las críticas tienen en común que surgen de fuentes, en general, no urbanistas sino sociólogos o historiadores, y reivindican otros factores desde lo que plantear las formas en que habitar y diseñar las ciudades. Son las siguientes:

  • El urbanismo de la continuidad. Los dos grandes nombres de esta fórmula son Patrick Geddes y Lewis Mumford. El primero fue un biólogo que proponía la necesidad de un estudio muy complejo, especialmente centrado en la historia, antes de abordar la remodelación de cualquier ciudad. Para Geddes no existían modelos: cada caso particular es una ciudad distinta. Su pensamiento, expuesto de forma algo compleja en sus obras, fue divulgado por su discípulo Lewis Mumford, americano de una vastísima cultura (leímos La ciudad en la historia aquí, aunque nos superó). «En su búsqueda de fórmulas nuevas, Mumford acude constantemente a las lecciones de la historia. La ciudad bien circunscrita de la época preindustrial se le aparece como una fórmula mejor adaptada que la megalópolis a un desarrollo armonioso de las aptitudes individuales y colectivas». Choay destaca la enorme importancia que ha tenido el concepto de regionalismo en los estudios urbanos actuales al poner de manifiesto que una ciudad no es algo autónomo sino el centro de un lugar, con unas redes propias con todo el entorno que la rodea y que debe ser abordada antes de cualquier intervención. Como crítica, sin embargo, Choay destaca que, dada una investigación exhaustiva de un mismo entorno, dos planificadores urbanos pueden llegar a proponer soluciones completamente distintas, por lo que la idea de «la existencia de una solución profunda» pregonada por Geddes y Mumford no es cierta y toda elección tomada siempre estará basada en una determinada ideología. De hecho, ambos autores se acercan bastante más al modelo culturalista que al progresista: ambos detestan «la ciudad moderna» y proponen cierto malthusianismo en aras de la defensa de las «relaciones sociales».
  • Defensa e ilustración del asfalto. Si los objetivos higienistas fueron los precursores, en Inglaterra, del urbanismo y la necesidad de reformar las ciudades para hacerlas tan habitables como fuese posible, en los años 60 surge la denuncia de que el modelo progresista está desbaratando las relaciones sociales complejas que existían en los barrios de las ciudades. Existía un barrio en Boston, el North End, con una fama terrible y al que se le atribuían todos los males urbanos posibles; sin embargo, con las estadísticas en la mano, era un barrio con buenos índices de educación y bajos índices de insalubridad. De la mano de psiquiatras como Duhl y, sobre todo, de la gran Jane Jacobs (Muerte y vida de las grandes ciudades) surge la reivindicación de la calle como lugar social y expresión de la ciudadanía; conceptos como «el ballet de las aceras» o «los ojos que vigilan la calle» indican la necesidad de crear barrios densos, con todo tipo de relaciones y calles siempre repletas, algo opuesto a la zonificación. Choay denuncia el cariz nostálgico de Jacobs, que idealiza su barrio y le atribuye a una ciudad industrial cualidades que los urbanistas culturalistas atribuían a las ciudades preindustriales. [Sennett presentaba un debate más que interesante entre las ideas de Mumford y de Jacobs en el momento de planificar las enormes ciudades chinas de crecimiento acelerado en Construir y habitar.]
  • Análisis estructural de la percepción visual. La ciudad es percibida por quienes la habitan no tanto como un lugar estético o una suma de volúmenes sino que es «estruturada por la necesidad de encontrar en ella mi casa, los mejores accesos de un punto a otro o un cierto elemento de distracción». Ello llevó a Kevin Lynch a desarrollar el concepto de legibilidad en La imagen de la ciudad y a determinar cinco elementos distintos: sendas, bordes, barrios, nodos e hitos. Precisamente los conjuntos progresistas son «difíciles de estructurar (a pesar de su aparente sencillez) a causa, en gran parte, de la gratuidad de su implantación».

Como colofón, Choay aporta algunos elementos que responden a la crisis que sufrió el urbanismo de la época de la publicación del libro (1965):

  1. Pese a que se ha presentado como un sistema objetivo, en realidad el urbanismo, como toda propuesta de ordenación, se basa en una «serie de tendencias y sistemas de valores». «La ciudad, hecho cultural pero naturalizado a medias por la costumbre, era objeto por primera vez de una crítica radical».
  2. Es comprensible que haya surgido una «crítica de segundo grado» que rechaza el «urbanismo dominado por lo imaginario y haya buscado en la realidad la base de la ordenación urbana, sustituyendo el modelo por una cantidad de información». Además, y pese a la afluencia de estudios sobre las ciudades y sus necesidades, tras toda elección debe haber una decisión: !ciudad o no-ciudad, ciudad de asfalto o ciudad verde, ciudad casbah o ciudad estallada».
  3. Pese a que «un conocimiento exhaustivo del contexto (servicios exigidos y gastos implicados, por parte del usuario; condiciones de fabricación, por parte del productor) debe permitir la determinación de la forma óptima de una plancha, un teléfono o de un sillón», base de la teoría funcionalista de la Bauhaus, esta teoría olvida que los objetos tienen un valor semiológico. «La ciudad no es sólo un objeto o un instrumento, un medio de cumplir ciertas funciones vitales; es igualmente un marco de relaciones interconcienciales, el lugar de una actividad que consume unos sistemas de signos mucho más complejos que los más arriba evocados».
  4. El urbanismo aún no ha sido capaz de reunir estas observaciones en un «sistema semiológico global que sea a la vez abierto y unificador».

El antiguo modo de ordenación de las ciudades se ha convertido en una lengua muerta. Una serie de acontecimientos sociales –transformación de las técnicas de producción, crecimiento demográfico, desarrollo del ocio, entre otros– han hecho perder su sentido a las antiguas estructuras de proximidad, de diferencia, de calles y de jardines. Todas ellas no se refieren ya más que a un sistema arqueológico. En el contexto actual, carecen de significación.

Pero, ¿han sustituido los urbanistas esta lengua muerta, conservada por la tradición, por una lengua viva? Las nuevas estructuras urbanas son en efecto creación de los microgrupos de decisión que caracterizan a la sociedad del dirigismo. ¿Quién elabora hoy las nuevas ciudades y los conjuntos de viviendas? Unos organismos de financiación (estatales, semiestatales o privados), dirigidos por técnicos de la construcción, por ingenieros y por arquitectos. Todos juntos, y arbitrariamente, crean su propio lenguaje, su «logotécnica». (p. 101)

Pero este lenguaje, muy especializado, tiene «un campo de significación restringido», «pobreza lexicográfica» y «una sintaxis rudimentaria que procede por yuxtaposición de sustantivos sin disponer de elementos de unión; por ejemplo, el mismo espacio verde es sustantivado, cuando debería tener una función coordinativa». ¿Qué significa un bloque de pisos, una zona verde, un paso peatonal? Que alguien lo ha puesto ahí; remite a un lenguaje «imperativo y coactivo». «El urbanista monologa o arenga; el habitante se ve en la obligación de escuchar, sin que siempre comprenda».

Debido a la complejidad de la administración de nuestros tiempos, el ciudadano debe delegar en unos expertos; «si confrontamos el tiempo de la palabra con el de la logotécnica, nos enfrentamos a la relación esencial entre el tiempo y la política: al oponer la democracia al dirigismo comprobamos, una vez más, que la primera no es actualmente más que una palabra. Pero la desaparición de la palabra no implica de por sí la desaparición de la propia lengua.» Es por ello que, a día de hoy, el urbanismo es «un simulacro de lenguaje, un código práctico de especialistas, generalmente desprovistos de referencias al conjunto de los demás sistemas semiológicos que constituyen el universo social.»

¿Ha sabido el urbanismo desarrollar un lenguaje propio desde los años 60 hasta la actualidad? Sin duda lo ha intentado, a tenor de lecturas como Jan Gehl (Ciudades para la gente) o Richard Sennett (el ya citado Construir y habitar); aunque también es posible que dicho lenguaje se haya impregnado aún más de ideología (arquitectura hostil, zonas higienizadas para las clases creativas y gentrificación).

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