La condición de la posmodernidad (III): el posmodernismo en la ciudad

En La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural el geógrafo David Harvey explora el auge de la posmodernidad durante los años 90 del pasado siglo. Ya hemos visto parte de su primera exposición: la condición de la modernidad, por un lado, y el surgimiento de la posmodernidad, por el otro. En esta segunda entrada acabábamos con la duda de si la posmodernidad era una ruptura con la modernidad o una continuación de la misma. Para responder mejor a la pregunta, Harvey decidía estudiar los efectos de la misma en un contexto muy concreto: el urbano.

A mi entender, el posmodernismo en el campo de la arquitectura y del diseño urbano significa, en grandes líneas, una ruptura con la idea modernista según la cual la planificación y el desarrollo debieran apoyarse en proyectos urbanos eficaces, de gran escala, de alcance metropolitano y tecnológicamente racionales, fundados en una arquitectura absolutamente despojada de ornamentos (las austeras superficies «funcionalistas- del «estilo internacional» modernista). En cambio, el posmodernismo cultiva una concepción del tejido urbano necesariamente fragmentada, un «palimpsesto» de formas del pasado superpuestas unas a otras, y un «collage de usos corrientes, muchos de los cuales pueden ser efímeros. En la medida en que la metrópoli no se puede controlar sino por partes, el diseño urbano (nótese que los posmodernistas no hacen proyectos sino diseños) busca simplemente tener en cuenta las tradiciones vernáculas, las historias locales, las necesidades, requerimientos y fantasías particulares, de modo de generar formas arquitectónicas especializadas y adaptadas a los clientes, que pueden ir desde los espacios íntimos y personalizados, pasando por la monumentalidad tradicional, hasta la jovialidad del espectáculo. (p. 85)

Hay diversos aspectos a destacar. Por un lado: la concepción del espacio moderno, «algo que debe modelarse en función de objetivos sociales», al espacio posmoderno como «algo independiente y autónomo». Ello explica, también, el paso de los grandes proyectos monumentales modernistas a la estética y el diseño posmodernistas. Sin embargo, en el año 1990, momento en que se publicó esta obra, no había empezado aún la moda en las ciudades de construir grandes monumentos al capitalismo y la globalización, esto es, los famosos pepinillos de Londres o Barcelona o incluso el Guggenheim de Bilbao.

Otro aspecto a destacar: «adaptados a los clientes». El posmodernismo, como ya comentamos en la entrada anterior, busca la fragmentación y el collage carentes de historia, por lo que la estética de cualquier movimiento puede ser reconvertida, desgajada de su contexto y adaptada a gusto del consumidor.

La arquitectura modernista no era sólo racionalista: era también funcionalista. Y, pese a las críticas que le acabaron lloviendo y pese a los desmanes a los que condujo, los postulados de los CIAM, Le Corbusier, Mies van der Rohe e incluso la Bauhaus fueron, en su momento, la herramienta que permitió reconstruir las ciudades europeas tras la Segunda Guerra Mundial. Se recurrió a las técnicas de producción en masa que se habían usado durante la guerra y se encargó el diseño de las ciudades a ingenieros y urbanistas eficaces y metódicos. En cada país adoptó una forma distinta (la suburbanización financiada por las autoridades en Estados Unidos que formaría el sprawl actual y, en general, destinada sólo a los blancos para que abandonasen las ciudades y recurriesen al vehículo para todo o las ciudades satélite y enormes moles de edificios de hormigón en algunas zonas de Europa).

Pero esta herramienta de progreso social fue, como la propia modernidad, apoderada por el Estado y el capitalismo. Se erigieron grandes rascacielos a gloria de los templos del capital (Harvey destaca el edificio del Chicago Tribune o el Rockefeller Center, aunque también destaca, más reciente, la Trump Tower). Por otro lado, cada vez era más relevante la importancia y el poder del valor de los terrenos y las propiedades: como vimos en La guerra de los lugares, la tierra –el suelo– pasó de ser un bien del que disponían los Estados para garantizar el bien común o la abundancia de viviendas a un bien de consumo del que se apoderaba el capital y lo usaba, bien para invertir, bien para especular.

De las muchas voces que se opusieron a esa concepción de la ciudad, tal vez la de más éxito fue la de Jane Jacobs, que en Muerte y vida de las grandes ciudades atacaba el modernismo hasta no dejar títere sin cabeza. Sus bestias negras fueron Ebenezer Howard y Le Corbusier (amén de Robert Moses), pero en general criticaba a todos los urbanistas, ingenieros, políticos y hasta redactores de revistas por haber olvidado que «los procesos son la esencia». Los medios urbanos saludables «tienen un intrincado sistema de complejidad organizada, no desorganizada, una vitalidad y una energía de interacción social que depende crucialmente de la diversidad, la mezcla y la capacidad de manejar lo inesperado en formas controladas pero creativas» (p. 94). Algo que los planificadores y urbanistas temen más que a nada: el caos y la diversidad, y que nos devuelve a las palabras y la sospecha de Lefebvre de que el urbanismo trata de cubrir lo urbano.

El auge en las tecnologías permite, en parte, una nueva forma de producción, si acaso posmoderna: por un lado, las comunicaciones han borrado (o disuelto) las fronteras, con lo que todo estilo está disponible; por el otro, estas mismas tecnologías han permitido que la producción en masa sea, también, flexible y adaptada a públicos diversos.

Por lo tanto, e idealmente, cada cual puede obtener lo que quiera. Es la proclama de Aprendiendo de Las Vegas: demos al consumidor lo que este quiere. O la destrucción del complejo Pruitt-Igoe: los grandes monumentos de la modernidad ya no funcionan. Sin embargo, se cuestiona Harvey… ¿es realmente el cliente quien decide? Sharon Zukin demostraba en Loft living, una narración de la gentrificación del SoHo de Nueva York y la substitución de los talleres textiles industriales de mitad de siglo abandonados en la ciudad por los loft de diseño que cobijaron, primero, a los artistas en busca de talleres baratos y, luego, a una clase muy acomodada, que «fuerzas poderosas» (el mercado, las grandes inmobiliarias, los promotores, a menudo con la vista gorda o la connivencia de las autoridades) «han establecido nuevos criterios de gusto tanto en el arte como en la vida urbana, y se han aprovechado de ambas». Incluso la recuperación de la historia o la voluntad de reivindicar derechos étnicos o luchas ancestrales acaba convirtiéndose en sumisión al capital.

Para ello recurre al ejemplo de una ciudad que conoce bien, Baltimore, de la que ya hablamos en Espacios del capital. Todo el capital social revolucionario de los 60 fue encauzado hacia una feria urbana que en principio loaba la diversidad social y étnica de la ciudad pero que cada vez, a medida que se volvía más comercial, se homogeneizaba. Al tiempo, y en parte ayudados por el éxito de la feria, se reconvirtió toda la zona portuaria, habitada por obreros de clase baja que habían ido perdiendo sus trabajos a medida que los barcos contenedores crecían y requerían de mayor espacio, y se instalaron centros comerciales, hoteles, restaurantes y lugares de ocio para solaz de las clases medias, que visitaban el espacio, y de las clases altas, los únicos que podían permitirse vivir allí.

No sólo sucedió en Baltimore, claro. Poco a poco, a base de argumento posmodernista, las ciudades se iban reconstruyendo, recurriendo, cuando era necesario, al simulacro, a una percepción sesgada de la historia que, por ejemplo, esconde todas las luchas obreras y glosa los triunfos de la burguesía o las clases altas; y, cuando no, a coger de la historia de la arquitectura aquellos elementos que, sólo por su estética, siempre desgajados de su contexto, les eran adecuados. Harvey da el ejemplo de la Piazza d’Italia, un mamotreto posmodernista situado en Nueva Orleans. En principio la plaza no pretende significar nada; si acaso, como buenos posmodernistas, tendríamos que permitir la libre interpretación. Pero Harvey no puede dejar de ver alienación (aunque sea superficial) por la reivindicación «de la identidad aun en medio del mercantilismo, del arte por y de todos los atavíos de la vida moderna. La teatralidad del efecto, la aspiración a la jouissance [término usado por Barthes] y el efecto esquizofrénico (…) tienen plena presencia en el plano consciente.» (p. 117)

Piazza d’Italia en Nueva Orleans, de Charles Moore.

La incursión en el urbanismo posmodernista no ha resuelto la dudad de Harvey. ¿Es, o no, la posmodernidad una ruptura con la modernidad? Para ello da un salto atrás en el tiempo, hacia el origen de la modernización.

El modernismo es una respuesta estética atribulada y fluctuante a las condiciones de modernidad determinadas por un proceso particular de modernización. Por lo tanto, una interpretación adecuada del surgimiento del modernismo debería captar la naturaleza de la modernización. Sólo de ese modo podremos juzgar si el posmodernismo es una reacción diferente a un proceso de modernización inmutable, o si refleja o augura un desplazamiento radical en la naturaleza de la propia modernización hacia, por ejemplo, algún tipo de sociedad «posindustrial» o aun «poscapitalista». (p. 119; el destacado es nuestro)

Y para ello recurre a Marx, que hizo una «de las primeras y más completas descripciones de la modernización capitalista», combinando «toda la envergadura y vigor del pensamiento de la Ilustración con un sentido matizado de las paradojas y contradicciones a las que es proclive el capitalismo».

El advenimiento de la economía dineraria, sostiene Marx, disuelve los lazos y las relaciones que constituyen a las comunidades «tradicionales», de modo tal que «el dinero se transforma en la verdadera comunidad». (…) El dinero y el intercambio del mercado encubren, «enmascaran» las relaciones sociales entre las cosas. A esta condición Marx la llama «fetichismo de la mercancía». (…)

Las condiciones de trabajo y de vida, el sentido de la alegría, de la ira o la frustración que están detrás de la producción de mercancías, los estados de ánimo de los productores; todos ellos están ocultos y no los podemos ver cuando intercambiamos un objeto (dinero) por otro (la mercancía). Podemos tomar diariamente nuestro desayuno sin pensar en la cantidad de gente que participó en su producción. Todas las huellas de la explotación están borradas del objeto (no hay marcas de dedos de la explotación en el pan de todos los días). (p. 120)

¿Acaso el posmodernismo supone una ruptura o un cambio con esta forma de concebir el dinero? «Las preocupaciones posmodernas por el significante más que por el significado, por el medio (dinero) más que por el mensaje (trabajo social), el énfasis en la ficción más que en la función, en los signos más que en las cosas, en la estética más que en la ética, sugieren una consolidación y no una transformación del rol del dinero tal como lo define Marx» (p. 122) Somos «libres» y podemos desarrollar nuestra vida y nuestro proyecto siempre que tengamos dinero suficiente para vivir de manera satisfactoria; es decir, el dinero une a todos los individuos «a través de su capacidad para adaptarse al individualismo, a la otredad y a la extraordinaria fragmentación social».

Aún hay más, aunque este capítulo lo reseñamos sólo tangencialmente. La separación del trabajo de su producto lleva a la alienación, a la otredad, a los obreros controlados por los propietarios de los medios de producción. Las contradicciones propias del capitalismo hacen el resto: la búsqueda desesperada del aumento de la plusvalía, que lleva a una carrera contra el espacio. El control del propio espacio, el surgimiento del Estado, que debe velar por las adecuadas medidas de protección que garanticen la continuidad del capitalismo.

Por consiguiente, Marx describe los procesos sociales del capitalismo que dan lugar al individualismo, la alienación, la fragmentación, lo efímero, la innovación, la destrucción creadora, el desarrollo especulativo, los desplazamientos impredecibles en los métodos de la producción y el consumo (deseos y necesidades), que dan lugar a una transformación en la experiencia del espacio y el tiempo, así como a una dinámica de cambio social pautada por crisis. Si estas condiciones de la modernización capitalista forman el contexto material a partir del cual los pensadores modernistas y posmodernistas y los productores culturales forjan su sensibilidad estética, sus principios y prácticas, parece razonable llegar a la conclusión de que el giro hacia el posmodernismo no refleja cambio fundamental alguno en la condición social. El surgimiento del posmodernismo representa un recomienzo (si lo hay) en las formas de pensar aquello que puede o debe hacerse acerca de la condición social, o (y esta es la proposición que exploramos con cierta profundidad en la Segunda parte) refleja un cambio en el modo en que funciona hoy el capitalismo. (p. 133)

Por lo tanto, y como afirmación preliminar antes de continuar, Harvey afirma que el posmodernismo supone una influencia positiva al reivindicar al otro y las diferencias en género, raza, sexualidad, clase, etc. Pero, en cambio, considera que «hay más continuidad que diferencia entre la vasta historia del modernismo y el movimiento llamado posmodernismo», que «es una especie de crisis particular dentro del primero que pone en primer plano el aspecto fragmentario, efímero y caótico de la fórmula de Baudelaire».

Pero el posmodernismo, con su énfasis en el carácter efímero de la jouissance, su insistencia en la impenetrabilidad del otro, su concentración en el texto más que en la obra, su tendencia a una deconstrucción que bordea el nihilismo, su preferencia por la estética sobre la ética, lleva las cosas demasiado lejos. (…) Los filósofos posmodernistas no sólo nos dicen que aceptemos sino que disfrutemos de las fragmentaciones y de la cacofonía de voces a través de las cuales se entienden los dilemas del mundo moderno. (…) El posmodernismo nos induce a aceptar las reificaciones y demarcaciones, y en realidad celebra la actividad de enmascaramiento y ocultamiento de todos los fetichismos de localidad, lugar o agrupación social, mientras rechaza la clase de meta-teoría que puede explicar los procesos económico-politicos (flujos monetarios, divisiones internacionales del trabajo, mercados financieros, etc.) que son cada vez más universalizantes por la profundidad, intensidad, alcance y poder que tienen sobre la vida cotidiana. (p. 138)

Por ello, y volviendo al dilema que se le ha planteado antes (el auge del posmodernismo supone un recomienzo en las formas de pensar aquello que puede o debe hacerse, o bien refleja un cambio en el modo en que funciona el capitalismo), Harvey se plantea los cambios en el capitalismo durante la segunda mitad del siglo XX.

La condición de la posmodernidad (II): ¿el posmodernismo como ruptura?

La condición de la posmodernidad es una reflexión de David Harvey sobre si el posmodernismo supone una ruptura con el modernismo o si se trata de una nueva vanguardia de nombre rimbombante. Para ello, necesariamente, Harvey tenía que repasar qué es el modernismo, tema que tratamos en la primera entrada sobre el libro.

«Charles Jencks afirma que el fin simbólico del modernismo y el tránsito al posmodernismo se produjeron a las 15:32 horas del 15 de julio de 1972, cuando el complejo habitacional Pruitt-Igoe en St. Louis (una versión premiada de la «máquina para la vida moderna» de Le Corbusier) fue dinamitado por considerárselo un lugar inhabitable para las personas de bajos ingresos que alojaba» (p. 56). De dichos edificios ya hablamos en Ciudades del mañana; precisamente Peter Hall, su autor, declaraba que el posmodernismo había llegado a la arquitectura de la mano de Aprendiendo de Las Vegas, libro que también menta Harvey y que se publicó en el mismo año 1972.

El modernismo, como vimos en la entrada anterior, se había vuelto sospechoso de «construir para el Hombre, y no para la gente»; se había vinculado (o había sido raptado por) los poderes capitalistas y la industria norteamericana y se veía acosado por múltiples revoluciones contraculturales.

Por otra parte, ¿acaso el posmodernismo representa una ruptura radical con el modernismo, o se trata sólo de una rebelión dentro de este último contra una determinada tendencia del «alto modernismo» como la que encarna, por ejemplo, la arquitectura de Mies van der Rohe y las superficies vacías de la pintura expresionista abstracta de los minimalistas? ¿Es el posmodernismo un estilo (…) o debemos considerarlo estrictamente como un concepto de periodización (…)? ¿Tiene un potencial revolucionario a causa de su oposición a todas las formas del meta-relato (incluyendo el marxismo, el freudismo y todas las formas de la razón de la Ilustración) y su preocupación por «otros mundos» y por «otras voces» tan largamente silenciados (mujeres, gays, negros, pueblos colonizados con sus propias historias)? ¿0 se trata simplemente de la comercialización y domesticación del modernismo, y de una reducción de las aspiraciones ya gastadas de este último a un laissez-faire, a un ec1ecticismo mercantil del «todo vale»? Por lo tanto, ¿socava la política neo-conservadora o se integra a ella? ¿Y acaso atribuimos su aparición a una reestructuración radical del capitalismo, a la emergencia de una sociedad «posindustrial», o lo consideramos como «el arte de una era inflacionaria» o como «la lógica cultural del capitalismo tardío» (así lo proponen Newman y Jameson)? (p. 59)

Ahí es nada. Para definir el posmodernismo, Harvey acude a Hassan y su esquema de dicotomías entre el modernismo y el posmodernismo (que no reproducimos dada su extensión, pero que opone, por ejemplo, el propósito del primero al juego del segundo, o jerarquía/anarquía, centramiento/dispersión, significado/significante o trascendencia/inmanencia, por citar sólo unos pocos). «En líneas generales, para los críticos literarios «modernistas» las obras constituyen ejemplos de un «género» y son analizadas mediante el «código dominante» que prevalece dentro de la «frontera» del género, mientras que, para el estilo «posmoderno», una obra es un «texto» con su «retórica» e «ideolecto» particulares, y en principio puede ser comparada con cualquier otro texto de cualquier naturaleza.» (p. 61)

Si para Baudelaire la modernidad era la pugna dialéctica entre, por un lado, la fragmentación, el caos, las calles llenas de carruajes que obligaban al artista a ir con cuidado al cruzarlas y, por el otro, la voluntad de hallar sentido, de dirigir toda esa vorágine hacia donde uno quería llegar, lo sorprendente del posmodernismo es, para Harvey, es «su total aceptación de lo efímero, de la fragmentación, de la discontinuidad y lo caótico que formaban una de las mitades de la concepción de la modernidad de Baudelaire» (p. 61). De hecho, parte de la base del posmodernismo es que «las verdades universales y eternas, si existen, no pueden especificarse», así como la condena a los «meta-relatos» (como los de Freud o Marx) «por su carácter totalizante». Las personas no sólo pueden recurrir a un conjunto diferente de códigos en cada contexto (en casa, en el trabajo, en la iglesia o en el pub) sino que, de hecho, están obligados a hacerlo, llevados por «el aspecto más liberador y por lo tanto más atrayente del pensamiento posmoderno: su preocupación por la otredad» (p. 65). Por un lado, esta preocupación lleva a que todos los grupos tengan derecho a hablar con su propia voz (mujeres, gays, negros, ecologistas…), lo que también derrumba o, al menos, hace sospechosas las grandes creaciones (llevadas a cabo, en general, por hombres blancos occidentales) pero, por el lado opuesto, propugna que sólo quienes pertenezcan a dicho colectivo tengan una voz legitimada dentro de él (las políticas de la identidad actuales, generando nichos estancos).

Otro aspecto esencial del posmodernismo es la naturaleza del lenguaje. «Mientras que los modernistas presuponían la existencia de una relación estrecha e identificable entre lo que se decía (el significado o «mensaje») y cómo se decía (el significante o «medio»), el pensamiento posestructuralista considera que ambos «se separan constantemente y se vuelven a vincular en nuevas combinaciones».» De ahí, por ejemplo, la deconstrucción, iniciado por la lectura que hizo Derrida de Heidegger a finales de los años 60. La deconstrucción parte del concepto de que todo texto está creado sobre las lecturas o textos a los que ha tenido acceso su creador; de igual modo proceden las lecturas. Por lo tanto, no hay una lectura «principal», sino una serie de lecturas plausibles donde, incluso, las críticas literarias al texto original son, a su vez, otras obras literarias. «Este entramado intertextual tiene vida propia. Todo lo que escribimos transmite significados que no nos proponemos o no podemos transmitir, y nuestras palabras no pueden decir lo que queremos dar a entender. Es inútil tratar de dominar un texto, porque el constante entramado de textos y significados está más allá de nuestro control. El lenguaje opera a través de nosotros. Es así como el impulso deconstructivista tiende a buscar en un texto, otro texto, a disolver un texto en otro, a construir un texto en otro.» (p. 68)

De ahí que el lugar natural del posmodernismo sea el collage, como ya anunció Jameson, o la performance o el happening. Si todas las lecturas son válidas (bien que unas sean más pertinentes que otras, si acaso) «se crean oportunidades de participación popular y de maneras democráticas de definir los valores culturales, pero al precio de una cierta incoherencia o –lo que es más problemático– vulnerabilidad a la manipulación por parte del mercado masivo». El autor ya no tiene poder; pero ese poder no ha sido delegado en otro medio o instancia, sino que ha sido lanzado al aire, donde puede ser asido por cualquiera.

Harvey recuerda que algunos de los discursos modernistas no fueron, ni de lejos, tan unívocos como los pinta el posmodernismo (como el modo en que dialogaban términos como valor, trabajo o capital en la obra de Marx o el montaje que hizo Benjamin en sus textos yuxtaponiendo conceptos para capturar las relaciones fragmentadas de su tiempo).

Pero si no podemos aspirar —como lo señalan en forma insistente los posmodernistas- a una representación unificada del mundo, ni a una concepción que tome en cuenta su carácter de totalidad llena de conexiones y diferenciaciones y no lo vea como un perpetuo desplazamiento de fragmentos, ¿cómo aspiraríamos a actuar en forma coherente con relación al mundo? La respuesta posmodernista consistiría simplemente en afirmar que, si la representación y la acción coherentes son represivas o ilusorias (y por lo tanto están condenadas a disiparse y anularse a sí mismas), ni siquiera deberíamos intentar comprometernos con un proyecto global. (p. 69)

Por ello Habermas, por ejemplo, defiende el proyecto de la Ilustración, abogando por su capacidad dialéctica y la voluntad de entenderse los unos a los otros, frente a la derrota o el relativismo de la posmodernidad.

La figura que surge teniendo en cuenta todos los postulados expuestos hasta ahora conduce a cierta concepción de la personalidad que Jameson identificaba con el esquizofrénico (en términos no clínicos, por supuesto), entendido como el estado de desorden lingüístico o la ruptura de la cadena significante. «Esto se ajusta, por supuesto, a la preocupación posmodernista por el significante más que por el significado, por la participación, la performance y el happening más que por un objeto artístico autoritativo y terminado».

Esta concepción tiene diversas consecuencias. En primer lugar, ya no se puede concebir al individuo como alienado en el sentido marxista, «porque estar alienado supone un sentido del propio ser coherente y no fragmentado, del que se está alienado». Además, si el modernismo se caracterizaba por la búsqueda de un futuro mejor (algo que tenían en común Fausto, Baudelaire, Marx o los rusos de San Petersburgo), el posmodernismo se concentra en todas aquellas inestabilidades que nos impiden, precisamente, avanzar hacia ese futuro (dando lugar a la era de victimismo y queja en que vivimos, que reivindica espacios seguros por doquier).

En tercer lugar: si todo es inmediato, una ilusión, una chispa de significado subjetivo difícilmente comunicable, se fragmenta el concepto de la historia. «Al evitar la idea del progreso, el posmodernismo abandona todo sentido de continuidad y memoria históricas, a la vez que, simultáneamente, desarrolla una increíble capacidad para entrar a saco en la historia y arrebatarle todo lo que encuentre allí como si se tratara de un aspecto del presente.» Cualquier reconstrucción histórica nos serviría: el pueblo de Disney, Celebration, o Seaside, comunidades recreadas evocando una América idealizada pero que obvian todo significado histórico real, al no impedir, por ejemplo, que las mujeres trabajen u obligar a blancos y negros a estar segregados. «Rauschenberg se limita a reproducir, mientras que Manet produce», aclara Harvey.

Rauschenberg, reproduciendo.

«Si se tiene en cuenta la disolución de todo sentido de continuidad y de memoria históricas, y un rechazo de los meta-relatos, el único rol que le queda al historiador es, por ejemplo, convertirse, como Foucault, en un arqueólogo del pasado, desenterrar sus vestigios como lo hizo Borges en su ficción, para articularlos entre sí en el museo del conocimiento moderno.» Dicho de otro modo: no hay verdad unívoca, sino construcciones voluntarias. «Esta pérdida de continuidad histórica en los valores y las creencias, junto con la reducción de la obra de arte a un texto que acentúa la discontinuidad y la alegoría, plantea todo tipo de problemas para el juicio estético y crítico. Al rechazar (y «deconstruir» activamente) todas las pautas autoritativas y supuestamente inmutables del juicio estético, el posmodernismo puede juzgar el espectáculo en función de su carácter espectacular.» (p. 75 ambas citas). A todo esto se le añade la pérdida de profundidad (que también adelantó Jameson) como consecuencia lógica de la disolución de los grandes relatos o discursos.

Todo lo anterior, aclara Harvey, se ha expuesto en términos intencionadamente abstractos y puede parecer, a priori, como algo alejado del día a día. Nada más lejos de la realidad. La democratización del arte ha significado un acercamiento entre «la alta cultura» y la «cultura popular». Aprendiendo de Las Vegas proponía tomar ejemplo de los gustos populares: de la ciudad de Las Vegas, incluso de Levittown, lugares denostados por la crítica pero amados por el público. O Disneylandia, simulacro adorado por todos.

Por ello, Harvey se plantea si, como propone Jameson, el posmodernismo es la lógica cultural del capitalismo avanzado: su estadio postrero, cuando se ha inmiscuido en todas las formas y aspectos de la vida.

Mientras que algunos dirían que los movimientos contra-culturales de la década de 1960 crearon un ambiente de necesidades insatisfechas y deseos reprimidos que la producción cultural popular del posmodernismo se ha propuesto simplemente satisfacer lo mejor que pueda a través de la forma de la mercancía, otros sugieren que, para sostener sus mercados, el capitalismo se ha visto en la necesidad de producir deseo, de despertar la sensibilidad de los individuos creando así una nueva estética por sobre las formas tradicionales de la alta cultura y en contra de estas. En cualquiera de los dos casos, creo que es importante aceptar la proposición según la cual la evolución cultural ocurrida desde comienzos de la década de 1960 no se produjo en un vacío social, económico o político. El despliegue de la publicidad como «arte oficial del capitalismo» incorpora las estrategias de la publicidad al arte y el arte a las estrategias de la publicidad (…).

El posmodernismo es, por lo tanto, más que una corriente estilística o artística: «su arraigo en la vida cotidiana es uno de sus rasgos transparentes más manifiestos», ya sea en la moda y su aceleración constante, el arte pop, la televisión o «la diversidad de estilos de vida urbanos que han pasado a ser parte de la vida cotidiana bajo el capitalismo». Para acabar de aprehender lo que supone el posmodernismo, Harvey lo desplaza a un contexto muy concreto: el urbano. Allí, viendo los cambios que supone y cómo ha modificado la fisonomía de las ciudades, obtiene una conclusión que será la tesis del libro y que le llevará a explorar el paso del fordismo a la acumulación flexible.

La condición de la posmodernidad, David Harvey

La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural (publicado en 1990 y editado en España en 1998, aunque la edición que leemos es de 2017, traducción de Martha Eguía) es la exploración que hizo el geógrafo David Harvey sobre un cambio cultural por entonces muy en boga: la aparición y auge del posmodernismo. Nacido alrededor de los años sesenta o setenta (Harvey lo fecha en 1972), pronto «se conectó con el posestructuralismo, con el posindustrialismo y con todo un arsenal de otras «nuevas ideas»», aunque nadie era capaz de definirlo con exactitud. Sin embargo, Harvey abordó su estudio «no tanto como un conjunto de ideas, sino como una condición histórica que debía ser dilucidada». Para ello, el libro empieza con una primera parte que indaga en el paso (si es que se ha dado) de la modernidad a la posmodernidad. Tratando de buscar si se trata sólo de un cambio de la visión cultural o de un verdadero cambio social, en la segunda parte bucea en el paso del fordismo a lo que acabará llamando la acumulación flexible, la nueva forma que adopta el capital a finales del siglo XX. La tercera parte se centra en el cambio de concepción tanto del tiempo como del espacio surgido a raíz de esta nueva configuración capitalista y la cuarta, finalmente, aborda de nuevo el posmodernismo tras todo este trayecto.

¿Qué es el posmodernismo? Harvey empieza el libro refiriéndose a la descripción que hace la novela Soft city, publicada por Jonathan Raban en 1974, de la ciudad de Londres. Desde un punto de vista de descripción personal, casi autobiográfica, Raban presenta la ciudad como un laberinto o un panal, lleno de espacios inconexos cuya única relación posible es habitar la misma ciudad. Sin entrar en críticas sobre la novela, Harvey la usa como evidencia de que se está dando un cambio cultural.

Los redactores de la revista de arquitectura PRECIS son algo más concretos en 1987: si el modernismo era «positivista, tecnocéntrico y racionalista», «identificado con la creencia en el progreso lineal, las verdades absolutas, la planificación racional de regímenes sociales ideales y la uniformización del conocimiento y la producción», el posmodernismo privilegia «la heterogeneidad y la diferencia como fuerzas liberadoras en la redefinición del discurso cultural». Eagleton es más preciso, hablando de «la muerte de los meta-relatos cuya función secretamente terrorista era fundar y legitimar la ilusión de una historia humana «universal»»; oímos ecos de Foucault y de Lyotard en estas palabras.

Y Harvey da el paso lógico para entender la posmodernidad: acudir a la modernidad, nada menos que al Todo lo sólido se desvanece en el aire de Berman que leímos hace nada. Berman describía la modernidad como una vorágine, el sentimiento de que el mundo no deja de cambiar pero, aún así, uno decide vivir en él, aceptar el cambio y tratar de llegar el mejor lugar posible. Se habla de «lo efímero, lo fragmentario y lo contingente»; Harvey comenta también que, si la modernidad es cambio constante, «si la historia tiene algún sentido, ese sentido debe descubrirse y definirse dentro del torbellino del cambio, un torbellino que afecta tanto los términos de la discusión como el objeto acerca del cual se discute» (p. 27), algo que ya adelantó Berman en referencia a las esperanzas de Marx de que la dictadura del proletariado fuese un estado final.

El pensamiento de la Ilustración (y recurro aquí al trabajo de Cassirer de 1951) abrazaba la idea del progreso y buscaba activamente esa ruptura con la historia y la tradición que propone la modernidad. (…) además, en nombre del progreso humano, alababa la creatividad humana, el descubrimiento científico y la búsqueda de excelencia individual, los pensadores de la Ilustración dieron buena acogida al torbellino del cambio y consideraron que lo efímero, lo huidizo y lo fragmentario eran una condición necesaria a través de la cual podría realizarse el proyecto modernizante. Proliferaron las doctrinas de la igualdad, la libertad y la fe en la inteligencia humana (una vez garantizados los beneficios de la educación) y en la razón universal. (…) Esta concepción era increíblemente optimista. Los escritores como Condorcet, señala Habermas (1983, pág. 9), están imbuidos «de la extravagante expectativa de que las artes y las ciencias promoverían no sólo el control de las fuerzas naturales, sino también la comprensión del mundo y la persona, el progreso moral, la justicia de las instituciones y hasta la felicidad de los seres humanos».

En efecto, el siglo XX —con sus campos de concentración, escuadrones de la muerte, militarismo, dos guerras mundiales, amenaza de exterminio nuclear y la experiencia de Hiroshima y Nagasaki– ha aniquilado este optimismo. Peor aún, existe la sospecha de que el proyecto de la Ilustración estaba condenado a volverse contra sí mismo, transformando así la lucha por la emancipación del hombre en un sistema de opresión universal en nombre de la liberación de la humanidad. Esta era la desafiante tesis de Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración. (p. 28)

¿Estaba el proyecto de la Ilustración condenado al fracaso desde el principio, conducía ineludiblemente a Auschwitz y a Hiroshima? Los hay que opinan que, pese a las revisiones necesarias, el proyecto debe sostenerse (Habermas); «y luego están aquellos –y esto, como veremos, es el núcleo del pensamiento filosófico posmodernista– que insisten en la necesidad de abandonar por completo el proyecto de la Ilustración en nombre de la emancipación del hombre» (p. 29).

«Al proyecto de la Ilustración nunca le han faltado críticos», señala Harvey. Burke, Malthus, De Sade; pero los dos grandes nombres de principios de siglo son Weber y Nietzsche. Para el primero (en palabras de Bernstein), «una vez desenmascarado el legado de la Ilustración, resulta ser el triunfo de (…) la racionalidad instrumental con arreglo a fines», cuyo crecimiento «no conduce a la realización concreta de la libertad universal sino a la creación de una «jaula de hierro» de racionalidad burocrática de la cual no es posible escapar» (p. 31). Nietzsche, desde el lado opuesto, quiso demostrar que «lo moderno no era otra cosa que una energía vital, la voluntad de vida y de poderío, que nadaba en un mar de desorden, anarquía, destrucción, alienación individual y desesperación» (p. 31), y para ello usó la figura de Dionisos, que era a la vez «destructivamente creativa» (es decir, «dar forma al mundo temporal de la individuación y el devenir») y «creativamente destructiva» («aniquilar el universo ilusorio de la individuación»). «El único camino de afirmación de la persona era el de actuar, manifestar el deseo en este torbellino de creación destructiva y destrucción creativa aunque el resultado estuviera condenado a ser trágico.

La figura clásica que representa lo anterior es, como ya adelantaron Lukács y Berman, el Fausto de Goethe, que quiere modernizar el mundo (en parte, para que los hombres puedan ser libres y felices) y acaba asesinando a la pareja de ancianos que se oponen a dicho cambio.

Hacia comienzos del siglo XX, y en particular después de la intervención de Nietzsche, ya no era posible asignar a la razón de la Ilustración un estatuto privilegiado en la definición de la esencia eterna e inmutable de la naturaleza humana. Así como Nietzsche había abierto el camino para colocar a la estética por encima de la ciencia, la racionalidad y la política, la exploración de la experiencia estética —«más aliá del bien y del mal>>- se convirtió en un medio poderoso para instaurar una nueva mitología acerca de lo que seria lo eterno y lo inmutable en medio de lo efímero, de la fragmentación y del caos patente de la vida moderna. Esto otorgó un nuevo papel y un nuevo ímpetu al modernismo cultural. (p. 34)

El papel de la estética (recordemos la Crítica del Juicio de Kant, donde «el juicio estético constituía un nexo necesario aunque problemático» entre la razón práctica (juicio moral) y el entendimiento (conocimiento científico)) dio una posición especial a artistas, escritores, poetas, filósofos… dentro del proyecto modernista. De ahí todos los movimientos y las vanguardias de principios de siglo que trataban, a la vez, de buscar una voz propia y de mostrar lo que de artificio tenían las artes, convirtiéndolas «en una construcción auto-referencial más que en un espejo de la sociedad». Joyce, Proust, Mallarmé, Aragon, Manet, Pisarro, Pollock. «Pero si la palabra era sin duda huidiza, efímera y caótica, por esa misma razón el artista debía representar lo eterno mediante un efecto instantáneo, apelando a las técnicas del shock y a la violación de continuidades esperadas, condición vital para transmitir el mensaje que el artista se propone comunicar» (p. 36). Todo esto, además, con el trasfondo de la mercantilización del arte y la necesidad de los artistas por «vender su arte», es decir, conseguir mantenerse a base de sus ventas o patrocinios.

Por lo tanto, es importante tener en cuenta que el modernismo que apareció antes de la Primera Guerra Mundial fue más una reacción a las nuevas condiciones de producción (la máquina, la fábrica, la urbanización), circulación (los nuevos sistemas de transporte y comunicaciones) y consumo (el auge de los mercados masivos, la publicidad y la moda masiva) que un pionero en la producción de esos cambios. (p. 39)

Por otro lado, las raíces de este arte modernista eran claramente urbanas. Simmel, en «Las metrópolis y la vida del espíritu«, ya había adelantado que, en las aglomeraciones que se estaban formando, el grado de libertad era mucho más alto pero a costa de «dar a los otros un trato objetivo e instrumental» basado en el cálculo monetario y en la función que cada cual desarrolla, más que la persona que es.

Hay un fuerte hilo conductor que va de la remodelación de París por Haussmann en la década de 1860, pasando por las propuestas de la «ciudad-jardín» de Ebenezer Howard (1898), Daniel Burnham (la «Ciudad Blanca» construida para la Feria Mundial de Chicago de 1893 y el Plan Regional de Chicago de 1907), Garnier (la ciudad industrial lineal, de 1903), Camillo Sitte y Otto Wagner (con proyectos muy diferentes para la transformación de la Viena de fin de siécle). Le Corbusier (La ciudad del mañana y la propuesta del Plan Voisin para París de 1924), Frank Lloyd Wright (el proyecto Broadacre de 1935) a los esfuerzos de renovación urbana en gran escala iniciados en las décadas de 1950 y 1960 e inspirados en el espíritu del alto modernismo. La ciudad, observa De Certeau (1984, pág. 95) «es simultáneamente la maquinaria y el héroe de la modernidad». (p. 41)

Otros embates sacudieron la idea del progreso unívoco de la modernidad. Los nuevos lenguajes artísticos estaban evidenciando una multiplicidad de voces, pero también hubo frentes en las ciencias sociales («la teoría estructuralista del lenguaje de Saussure, según la cual el significado de las palabras depende de su relación con otras palabras y no tanto de su referencia a los objetos»), las teorías de Einstein o el principio de incertidumbre de Heisenberg, además de la primera cadena de montaje de Ford en 1913 o las búsquedas del erotismo y el inconsciente de Klimt o Freud. «La comprensión debía construirse a través de la exploración de múltiples perspectivas. En definitiva, el modernismo adoptó el relativismo y la múltiple perspectiva como la epistemología que daría a conocer aquello que aún se consideraba como la verdadera naturaleza de una realidad unificada pero compleja.» (p. 46)

El modernismo de entreguerras, que se denominó como «heroico», se vinculó a la técnica y el progreso, al mito de la máquina funcional y la eficiencia. Surgieron escritores que buscaban la eficiencia de la máquina, algo que había propuesta Ezra Pound, y de esta época son también la Bauhaus, que buscaba la funcionalidad en la estética, y los CIAM, de donde surgió la arquitectura racionalista o modernista. En ocasiones, incluso, dejando de lado la moral, pues no pocos de entre ellos se adhirieron a los movimientos fascistas que iban surgiendo por Europa (los futuristas o Pound admiraban a Mussolini).

Si el modernismo de los años de entreguerras fue «heroico», aunque signado por el desastre, el modernismo «universal» o «alto» que ejerció su hegemonía después de 1945 exhibió una relación mucho más confortable con los centros de poder dominantes de la sociedad. Sospecho que, en cierta forma, la pugna por encontrar un mito apropiado se apaciguó cuando el sistema de poder internacional –organizado, como veremos en la Segunda parte, según las líneas fordistas-keynesianas bajo el ojo vigilante de la hegemonía norteamericana– adquirió relativa estabilidad. El arte, la arquitectura, la literatura del alto modernismo, se convirtieron en artes y prácticas de establishment, en una sociedad donde predominaba, en los planos político y económico, la versión capitalista corporativa del proyecto de desarrollo de la Ilustración para el progreso y la emancipación humana. (p. 52)

La arquitectura glosaba el poder y el capital, creando al mismo tiempo viviendas alienadas para la clase obrera; las obras de las vanguardias, que surgieron como un revulsivo para su época y como un desafío, fueron canonizadas e instauradas en las universidades como parte del cánon. En Estados Unidos triunfó el expresionismo abstracto, un arte carente de crítica o significado, anclado en una estética vana y respaldado por el establishment y el capital, deseoso de usar la cultura para validarse.

La despolitización del modernismo introducida por el auge del expresionismo abstracto presagiaba, curiosamente, su captación por el establishment político y cultural como arma ideológica en la guerra fría. El arte estaba demasiado marcado por la alienación y la ansiedad, y expresaba demasiado la violenta fragmentación y la destrucción creadora (todo lo cual era sin duda apropiado a la era nuclear) como para que se lo utilizara en calidad de ejemplo maravilloso del compromiso de los Estados Unidos con la libertad de expresión, el individualismo rudo y la libertad creadora. La represión maccartista imperante carecía de importancia porque las telas atrevidas de Pollock demostraban que los Estados Unidos eran el bastión de los ideales liberales en un mundo amenazado por el totalitarismo comunista. (…) En la práctica, esta apelación al mito daba lugar a una veloz transición «del nacionalismo al internacionalismo y luego del internacionalismo al universalismo». Pero para que se distinguiera del modernismo existente en otras partes (sobre todo en París), debía forjarse una «nueva estética viable» con materia prima específicamente norteamericana. Lo específicamente norteamericano debía celebrarse como la esencia de la cultura occidental. Y eso ocurría con el expresionismo abstracto, el liberalismo, la Coca-Cola y los Chevrolets, y con las casas suburbanas repletas de bienes de consumo. (p. 54)

El modernismo dejó de ser revolucionario y se puso al servicio de la industria cultural, sirviendo de propaganda al sueño americano. Esa estabilidad (rigidez, lo llamará Harvey más adelante) fue el caldo de cultivo para los movimientos culturales (y antimodernistas) de los 60, eminentemente urbanas y que acabaron conquistando Chicago, París, Praga, México.

Era como si las pretensiones universales de la modernidad, combinadas con el capitalismo liberal y el imperialismo, hubieran tenido un éxito capaz de proporcionar un fundamento material y político a un movimiento de resistencia cosmopolita, transnacional y, por lo tanto, global, a la hegemonía de la alta cultura modernista. Aunque si se lo juzga en sus propios términos, el movimiento de 1968 resultó un fracaso, debe ser considerado, sin embargo, como el precursor político y cultural del surgimiento del posmodernismo. Por lo tanto, en algún momento entre 1968 y 1972, de la crisálida del movimiento anti-moderno de la década de 1960 surge el posmodernismo como un movimiento en pleno florecimiento, si bien aún incoherente. (p. 55)

Desarrollo desigual, Neil Smith

Neil Smith, geógrafo escocés que se trasladó a Estados Unidos, estudió a lo largo de su vida el modo como el capital configura el espacio. De él leímos ya La nueva frontera urbana. Ciudad revanchista y gentrificación, un libro de 1996 donde ahondaba en los casos de gentrificación y apropiación capitalista del espacio público y buceaban en sus causas hasta dar con la diferencia (o el diferencial) de renta: la máxima distancia entre lo que vale un edificio semiabandonado y lo que puede llegar a valer si su zona se revaloriza. En ese rent gap es donde se hallan las causas de la gentrificación y explica por qué las autoridades dejan de invertir voluntariamente en determinados barrios y zonas hasta que sus precios se desploman, momento en que el capital acude vorazmente a la zona, obtiene grandes réditos y, tras la expulsión de los vecinos originales, los sustituye por unos de renta más alta.

Desarrollo desigual. Naturaleza, capital y producción del espacio (1984, 2ª edición en 1990 y 3ª en 2008; leemos la traducción de León Felipe Téllez Contreras, Traficantes de Sueños, 2020) procede del mismo modo y traza las complejas relaciones entre el concepto de naturaleza, que ha ido evolucionando a lo largo de la historia, y cómo se produce el espacio en nuestras sociedades. El gran referente del libro es, por supuesto, Marx, aunque se apoya en geógrafos del siglo XX y encuentra un buen apoyo en las tesis del Lefebvre de La producción del espacio.

Desarrollo desigual no es un libro sencillo. En primer lugar, parte de la geografía, por lo que sus conceptos a veces son distantes de los del blog. Y, en segundo lugar, rastrea cada idea desde sus orígenes y traza toda su evolución, con lo que hay conceptos que, necesariamente, dejaremos algo colgados, y páginas enteras que reproduciremos. El objetivo del libro es llegar al desarrollo desigual: «el emblema de la geografía del capitalismo».

La lógica del desarrollo desigual deriva específicamente de las tendencias opuestas, inherentes al capital, que se orientan de manera simultánea hacia la diferenciación y la igualación de los niveles y condiciones de producción. El capital es invertido de forma continua en el espacio construido para producir plusvalía y expandir las mismas bases del capital. De la misma manera, el capital es retirado continuamente del espacio construido para desplazarse a otro sitio donde pueda aprovechar la existencia de tasas de ganancia más elevadas. La inmovilización espacial del capital productivo en su forma material es una necesidad, que no resulta ni menor ni mayor, que la circulación perpetua del capital en tanto valor. Así, es posible observar el desarrollo desigual del capitalismo como la expresión geográfica de la más fundamental contradicción entre valor de uso y valor de cambio. (p. 21)

Sí: el concepto recuerda al de coherencia estructurada de la producción y el consumo de David Harvey que vimos en Espacios del capital. No en vano, Harvey y Smith trabajaron juntos durante años (de hecho tienen obras escritas a cuatro manos), se admiraban mutuamente y se ayudaron a desarrollar sus teorías.

Por la tendencia constante a acumular cada vez mayores cantidades de riqueza social, el capital modifica la forma del mundo entero. Ninguna piedra es dejada en su lugar, ninguna relación original con la naturaleza continúa inalterada y ninguna cosa viva queda intacta. Hasta ese punto el capital reúne los problemas de la naturaleza, del espacio y del desarrollo desigual. El desarrollo desigual es el proceso y patrón concreto de producción de la naturaleza capitalista. (p. 22)

Para llegar al desarrollo desigual, Smith analiza la ideología de la naturaleza (I), luego su producción en tanto que ente sometido al capitalismo (II), la relación naturaleza-espacio (III) y, antes de llegar a la teoría del desarrollo desigual en el capítulo V, en el cuarto hablar de los procesos de igualación y diferencia. Como hemos dicho, la reseña será algo desigual, haciendo énfasis en algunos puntos y pasando sobre otros de puntillas.

El concepto de naturaleza en Estados Unidos ha tenido una concepción distinta al europeo. «Si los símbolos sociales dominantes del Viejo Mundo obtenían su fuerza y legitimidad de la historia, los símbolos del Nuevo Mundo lo hacían de la naturaleza» (p. 32). La naturaleza americana era un territorio agreste que había que domesticar; el mito americano hablaba, por lo tanto, de los pioneros, los solitarios que viajaban hacia el Oeste en una conquista del territorio (cuyo símbolo volverá como «pioneros urbanos» en La nueva frontera urbana: los precursores que iban a colonizar un barrio agreste, lleno de «salvajes»).

Tras esta concepción se dio una de «retorno a la naturaleza», pero estaba propiciada por las clases urbanas, que concebían una naturaleza amable, donde reconectar con los orígenes o que visitar los fines de semana para purificarse del aire de la ciudad.

Tras dar otros muchos ejemplos, Smith llega a un concepto de naturaleza antagónico: la naturaleza es, al tiempo, algo externo y algo que está en nuestro interior.

La concepción de la naturaleza es un producto social y, como vimos a propósito de la naturaleza en la frontera estadounidense, tuvo una clara función social y política. La hostilidad de la naturaleza externa justificó su dominación y la moralidad espiritual de la naturaleza universal generó un modelo de comportamiento social. Esto es lo que se entiende por «ideología» de la naturaleza. (p. 42)

Por un lado, la naturaleza ha sido domesticada hasta el extremo de que sólo algunos efectos naturales muy adversos y puntuales se consideran hostiles (inundaciones, volcanes, terremotos). Y esta domesticación se concibe como algo «natural». Por el otro lado, la «ideología de la naturaleza» se ha impuesto como una forma de comportamiento social y ciertas actitudes se conciben como «naturales»: «la competencia, la ganancia, la guerra, la propiedad privada, el sexismo, el heterosexismo, el racismo», atribuyéndose todas ellas a «la naturaleza humana», no a la historia: «el capitalismo es tratado como un producto inevitable y universal de la naturaleza y no como una contingencia histórica, por lo que, aunque el capitalismo pudiera estar en su apogeo en la actualidad, algunos lo encuentran en la Roma antigua o en las bandas de monos merodeadores, cuya regla es la supervivencia del más fuerte. El capitalismo es naturalizado, y combatirlo es combatir la naturaleza humana.» (p. 43)

Smith se detiene en la concepción de la Escuela de Fránkfurt de la tecnología (que acabarían viendo como algo natural) y también en el progresivo abandono de la escuela, a partir de su segunda generación, cuando «el Instituto reemplazó el conflicto de clase, esa piedra angular de cualquier teoría marxista verdadera, por un nuevo motor de la historia. El énfasis estaba ahora en el conflicto más amplio entre los hombres y la naturaleza.» (p. 58), para centrarse, en general, «en el abuso y la dominación que ejerce en general la especie humana sobre sí misma. La «condición humana», no el capitalismo, se convirtió en el villano histórico y en el blanco político.»

El segundo capítulo ahonda en cómo el capitalismo pasó a producir la naturaleza, a aprovecharla para sus réditos, y la base tal vez se encuentre en la frase de Marx de que la «naturaleza que precedió a la historia humana […] no existe ya en nuestros días», en el sentido de que toda visión (o ideología) que de ella tenemos se basa en cómo explotarla o extraer réditos. Aquí Smith reflexiona también sobre la formación de los Estados, que han acabado encargados de todas aquellas tareas que el capital no considera provechosas (como vigilantes de que la economía ande sin oposición) y de cómo con la llegada de la economía de las mercancías supuso el paso de que la unidad económica fuese la familia a la empresa. Los trabajadores son despojados de los medios de producción y pasan a depender de un salario. La familia, entonces, pasa a ser la encargada de la reproducción de la fuerza de trabajo, tarea que es privatizada: es decir, y de forma tradicional hasta ahora, recaía en las mujeres, las encargadas de criar a los hijos. Esta tarea las familias burguesas podían subarrendarla (contratando niñeras, por ejemplo), pero no así las familias trabajadoras; por ello se habla, en cuanto las mujeres también entran en el mercado laboral, de la «doble carga» que recae sobre ellas. «Con todo, que la familia sea privatizada no significa que toda la reproducción también lo esté, pues el Estado participa de manera profunda en su organización. No solo controla procesos cruciales como la educación, sino que por medio del sistema jurídico controla la forma misma de la familia y administra la opresión de las mujeres por medio del matrimonio y la legislación sobre el divorcio, el aborto, la herencia, entre otros.» (p. 84)

Como condición de su exitoso desarrollo, el capitalismo hereda un mercado para sus bienes que está organizado a escala mundial. Sin embargo, la escala de operación de este modo de circulación obliga al capitalismo a luchar para hacer del modo de producción un proceso igualmente universal. La acumulación por la acumulación y la inherente necesidad de crecimiento económico provocan la expansión y dominio espacial y social del trabajo asalariado. Las expediciones que ayudaron a constituir este mercado mundial fueron eclipsadas con cierta rapidez por el colonialismo, que no solo incorporó a las sociedades precapitalistas en el mercado mundial, sino que les introdujo en la relación específica trabajo-salario. Aunque hay excepciones significativas, entre otras la permanencia de la esclavitud y de relaciones precapitalistas de producción que quedaron al servicio del mercado mundial, el trabajo asalariado se volvió cada vez más universal. Esta universalidad de la relación trabajo-salario en el capitalismo libra a la clase trabajadora y también al capital de cualquier atadura al espacio absoluto. En las sociedades feudales tempranas, los siervos eran anclados a la tierra del señor feudal, por lo que la definición de las relaciones de clase incluyó una definición del espacio absoluto en función de su forma de trabajo. La liberación de la servidumbre solo podía obtenerse huyendo de la tierra del señor feudal y viviendo dentro de los muros de la ciudad por un año y un día. No ocurre así con el trabajador asalariado, quien es definido por una doble libertad: la de vender su fuerza de trabajo como una mercancía y la de carecer de cualquier medio de producción o subsistencia. Es, pues, libre de moverse, y de hecho, en muchos casos, debe dirigirse a la ciudad, en tanto ha sido despojado de cualquier medio para su supervivencia. (p. 122)

El capital intenta desligarse del espacio absoluto disolviéndolo: compartimentándolo en parcelas, por ejemplo, o separándolo en la posesión disjunta de diversos Estados-nación (algo que también observó Harvey y que la geografía de la primera mitad del siglo XX no hizo más que repetir).

En este tercer capítulo, Smith acude finalmente al pensador que más aportó al concepto de la producción del espacio: Henri Lefebvre.

El interés de Lefebvre es menor con respecto al proceso de producción y mayor frente a la reproducción de las relaciones sociales de producción que, explica, «constituyen el proceso central y oculto» de la sociedad capitalista, un proceso que es, en su esencia, espacial. De acuerdo con él, la reproducción de las relaciones sociales de producción se produce no solo en la fábrica o en la sociedad como un todo, «sino en el espacio como un todo»; «el espacio como un todo se ha convertido en el lugar donde se localiza la reproducción de las relaciones de producción». (p. 130)

Luego Edward Soja refinó las teorías de Lefebvre, en concreto la dialéctica espacio-sociedad.

Lefebvre entiende la importancia del espacio geográfico en el capitalismo tardío, pero es incapaz de aprehender la completa relevancia de esta cuestión. La razón de esto no reside únicamente en la indeterminación conceptual relacionada con el espacio, sino también en el intento por vincular la importancia del espacio al proyecto político más amplio que desplaza la problemática de la producción en favor de la reproducción. Esta tesis de la reproducción surge de la experiencia del capitalismo de posguerra, cuando, de hecho, la sociedad capitalista alcanza un nivel notable en el consumo de mercancías y logra integrar, de forma más completa, el proceso de reproducción en la estructura económica. En esto también participa el hecho de que las luchas de la década de 1960 se centraron significativamente en los temas comunitarios y no en las huelgas en los espacios de trabajo. No obstante, aún queda por ver si esto significa, como sugiere Lefebvre, que la reproducción de las relaciones de producción se vuelve la función más determinante, y si la lucha de clases gira más en torno a los problemas de la reproducción que a los del centro de trabajo. (p. 131)

Concluimos aquí la primera entrada y en la segunda analizaremos la teoría del desarrollo desigual, las diversas escalas geográficas que propone Smith y los epílogos que escribió en sendas reediciones del libro (1990 y 2008).

La nueva cuestión urbana, Andy Merrifield

La neohaussmanización es un nuevo capítulo en la vieja historia de la reurbanización, del divide y vencerás por medio del cambio urbano, de la alteración y mejora del entorno físico urbano para alterar el entorno social y político. Lo mismo que ocurrió en el París de mediados del siglo XIX está ocurriendo ahora globalmente, no sólo en las grandes capitales y debido a fuerzas político-económicas poderosas a nivel municipal y nacional, sino en todas las ciudades, de la mano de las élites financieras y corporativas de todo el mundo, con el apoyo de sus respectivos gobiernos. Aunque estas fuerzas de clase dentro y fuera del gobierno no siempre están conspirando de forma consciente, crean una ortodoxia global, que a su vez crea y rasga un nuevo tejido urbano que cubre el mundo. (p. 16)

En este nuevo «tejido urbano», término que el geógrafo y urbanista inglés Andy Merrifield prefiere al de «ciudades», las luchas no son entre un centro y una o múltiples periferias sino que «hay centros y periferias en todas partes, ciudades y suburbios dentro de ciudades y suburbios, centros geográficamente periféricos, periferias que de pronto se convierten en nuevos centros».

En los años 70 se habló de una «nueva sociología urbana». Durante los años 50 y 60 (estamos citando a Fernando Ullán de la Rosa en Sociología Urbana) surgieron nuevas temas que la sociología anterior no tenía claro cómo abordar: por un lado, la lucha de «clases tradicional» había quedado desdibujada por una suave pátina de clase media donde los obreros no se reconocían como tales y donde las clases liberales habían perdido poder adquisitivo; además, muchos de los fenómenos que hasta entonces sólo había sucedido en entornos urbanos se daban también en entornos rurales. A todo ello, se le sumaban numerosas revoluciones culturales (los hippies, Mayo del 68) encabezadas, no por proletarios oprimidos, sino por clases medias o estudiantes. Esta nueva sociología urbana estuvo comandada por dos nombres: Lefebvre, que acuñó los conceptos de producción del espacio o el derecho a la ciudad, y Castells, que en 1974 publicó La cuestión urbana. En ella trataba de desentrañar la importancia de las ciudades en la sociedad y descartaba muchos de los efectos que se le atribuían, que para él estaban más basados en ideología que en datos empíricos, y situaba las ciudades como los lugares donde se daba el «consumo colectivo» (viviendas, escuelas, hospitales, transporte público). Estos bienes eran esenciales para la reproducción de la fuerza del trabajo y por ello el Estado velaba por ellos y, de ese modo, «el Estado media en la lucha social y de clase, la suaviza y la desvía, la absorbe, al interponerse entre el capital y el trabajo en el contexto urbano».

Sin embargo, y tras las crisis económicas de los 70, sucedió lo impensable: el Estado no sólo dejó de «financiar los artículos de consumo colectivo, esenciales para la reproducción social, funcionales para el capital y tan necesarios para la supervivencia global del capitalismo», sino que además «empezó a apoyar ideológica y materialmente al capital, sobre todo al capital financiero y mercantil, y se planteó una nueva cuestión urbana». Castells, en palabras de Merrifield, «sintió que debía abandonar no sólo su antigua cuestión urbana sino también al marxismo» y se centró en un nuevo sujeto: los movimientos sociales urbanos.

Pero el planteamiento de Castells, según Merrifield, estaba equivocado en que el espacio urbano no es un sujeto pasivo donde se da la reproducción de la fuerza de trabajo, sino «un espacio saqueado productivamente por el capital»; posición mucho más afín a la del oponente intelectual de Castells en los 70, Lefebvre, para quien todo espacio estaba producido y sólo podía ser aprehendido mediante el estudio del sistema productivo de su época. A todo este proceso de saqueo que no ha hecho más que agudizarse en las ciudades Merrifield lo denomina neohaussmanización. Y de ahí también el título de su obra: La nueva cuestión urbana (2014, traducción de Gema Facal Lozano).

Sin embargo, donde Lefebvre defendía el derecho a la ciudad como uno básico (y colectivo) de los ciudadanos, Merrifield considera la defensa de este derecho como algo vacío sino va apoyada por reivindicaciones más concretas. «El guardián de la ley siempre le atribuye violencia a aquel que la infringe» o, como dirá unos párrafos mas adelante: «la justicia es «lo ventajoso para el poderoso», lo que beneficia al más fuerte, que luego se consagra en las cortes». Por todo ello, Merrifield defiende una revuelta y se plantea, en gran parte del libro, la mejor forma de llevarla a cabo.

Y es una pena porque temas más que interesantes, como la progresiva privatización del espacio público, la reconversión de los centros de las ciudades en lugares amables y benevolentes para turistas o clases creativas, la gentrificación, la expulsión a la periferia de los trabajadores de los servicios y tantos otros, quedan algo diluidos en reflexiones más o menos acertadas sobre cómo percibía Debord París o sobre cómo Eric Hazan echa de menos su visión de la ciudad. Es posible que Merrifield, autor prolífico, haya tratado sobre estos temas en publicaciones anteriores (lo ha hecho sobre Lefebvre o Debord y tenemos ganas de leer su Metromarxismo: una historia marxista de la ciudad), pero la sensación es que la idea original del libro, una nueva reflexión sobre la cuestión urbana actual, queda algo disuelta.

Por un lado, hay que ocupar esos espacios vacíos y recuperarlos, reconstruirlos a partir de una imagen común, reinventarlos como espacios de encuentros, de desarrollo de afinidades, en los que la venta minorista pueda florecer entre tanta venta de sobreacumulación y devaluación. Estos espacios devaluados pueden revalorizarse y convertirse en calles principales en el límite, nuevos centros de vida urbana con espacios verdes, con pequeñas fincas ecológicas, con vivienda social, autogestionada pensando en las personas y no el beneficio. Por fin, la destrucción creativa podría dar pie a creatividad libre y sin patentar.

Por otro lado, el impulso externo de la insurrección debe seguir ocupando los espacios del 1%, de la aristocracia financiera y corporativa, debe seguir luchando contra los bancos, las instituciones financieras y las corporaciones que lideran la neohaussmanización… (p. 72)

Por un lado, el problema es la distinción entre buenos y malos: los que tienen una vivienda social y ecológica son buenos frente a los bancos, que son malos; ¿en qué punto un operador de un banco se vuelve malo? Y, si comprar en Amazon promueve trabajos con pésimas condiciones laborales y muy poco ecológicas, ¿un trabajador de Amazon es malo?, ¿un habitante responsable de una ecoaldea es malo si compra en Amazon?, ¿si vende ahí sus productos? El debate nunca es tan sencillo.

Por otro lado, Merrifield propone obstruir los flujos de mercancías y capital que ahora ocupan lo urbano, es decir, prácticamente todo el tejido urbano, todo aquello que los flujos de capital consideren, en algún momento determinado, valioso; todo lo que conviertan en central (opuesto a periferia) y sea rentable. El ejemplo que propone es cuando Occupy Oakland ocupó, en 2011, el quinto puerto más grande de Estados Unidos, «paralizando ingresos de hasta 27.000 millones de dólares anuales, golpeando duramente a los aristócratas donde más les duele: en sus bolsillos, en la tierra».

El problema es que las consecuencias no las pagan los aristócratas: o se socializan o se imponen sobre el pueblo. Quienes pagarán esos 27.000 millones de dólares son los trabajadores, que verán sus condiciones laborales rebajadas; o los clientes, que verán el precio de sus productos aumentado. «En el pasado, el modus operandi válido consistía en sabotear el trabajo, reducir su velocidad, romper las máquinas, hacer huelgas de celo; eran un arma eficaz para obstaculizar la producción y bloquear la economía. Ahora, el espacio de circulación urbana del siglo XXI, la corriente incesante y a menudo sin sentido de mercancías y personas, de información y energía, de coches y de comunicación, es una dimensión ampliada de la «fábrica social completa» y, por tanto, se puede aplicar el principio del sabotaje.» (p. 87)

Ojo: de nuevo teniendo en cuenta dónde caen las consecuencias. Vienen a la mente dos sabotajes actuales:

  • el primero, el bloqueo por el barco Ever Given del canal de Suez, algo, por su magnitud, alejado de la capacidad de la mayoría de ciudadanos, cuyos efectos recaerán, sobre todo, directamente en las personas, al aumentar el precio de los productos; y queda como reflexión que el 10% del tráfico marítimo mundial ha quedado obstruido por un único incidente;
  • por el otro lado, la pugna entre los fondos de inversión y los usuarios del hilo WallStreetBets de reddit a propósito de las acciones en corto de GameStop. Unos cuantos usuarios, ni siquiera especialmente bien organizados, hicieron perder a un fondo de inversión 2.750 millones. Se trata de dinero volátil, el capital en estado puro y convertido en flujo; y los vencieron usando los mismos sistemas legales que ellos usan (pese a las protestas de muchos de los multimillonarios de los fondos, que de repente pedían al Estado que los protegiese y anulase esas «acciones fraudulentas»; mismas acciones que, cuando ellos llevan a cabo y les suponen cantidades enormes de dinero, no les parecen tan ilícitas). Se abre una nueva vía de oposición al capital: jugar a su mismo juego pero siendo muchos usuarios y subvirtiendo las normas; algo similar a lo sucedido con Napster, emule o torrent; y cabe recordar que, en todos esos casos de usos de la multitud de productos que la industria quería rentabilizar, siempre se ha acabado legislando a favor del capital.

Por otro lado, nos viene a la mente la reflexión de Marc Augé sobre los no lugares cuando Merrifield hace distinciones entre, por ejemplo, el espacio activo y el espacio pasivo: «el espacio [en el siglo XXI] no se dividirá entre lo púbico y lo privado, sino entre lo pasivo y lo activo: entre un espacio que fomenta el encuentro activo de las personas y un espacio que se resigna a los encuentros pasivos, no públicos sino «prático-inertes» de Sartre» (…) Para que los espacios urbanos cobren vida (…) tienen que manifestar relaciones sociales dinámicas entre las personas, entre las personas de allí y de otras partes, de otros espacios urbanos, dando vida también a estos otros espacios…» (p. 149).

Decía Augé que los espacios no entran nunca de forma total en una categoría: un lugar puede ser a la vez antropológico y no lugar en función de quienes lo transiten o habiten; un aeropuerto es no lugar para los viajeros y lugar para los trabajadores. Del mismo modo, el centro comercial en Estados Unidos se vio como el lugar que destruía el espacio público por antonomasia en la sociología de los años 50; pero también era el lugar donde toda una generación socializaba con los suyos. Del mismo modo, Delgado lamenta en Elogi del vianant la destrucción de una Barcelona obrera y reivindicativa perdida tras las sucesivas capas de pintura burguesas y gentrificadoras que ha sufrido la ciudad para convertirse en un bonito escaparate al público turista; pero incluso en esos barrios desolados, pasivos, en palabras de Merrifield, los barceloneses podrán hacer vida y ciudad. Tal vez de un modo distinto a sus ancestros; pero la harán, porque «the Street finds its own used for things», que decía Gibson. Lo cual no invalida ni la reflexión de Merrifield ni la de Delgado ni nos impide lamentarnos por la destrucción del espacio público en los centros comerciales al haber sido privatizado y tener un acceso restringido; pero sí es un aviso para evitar las dicotomías en temas complejos.

A parte de estos temas, nos quedamos con un par más de reflexiones del libro:

  • La concepción del espacio de Lefebvre: «es global, fragmentado y jerárquico, todo al mismo tiempo. Es un mosaico increíblemente complejo, puntuado y texturizado por los centros y las periferias, pero un mosaico cuyo «patrón» está definido en el fondo por la forma de la mercancía.» (p. 36)
  • «Uno de los principales puntos de divergencia entre La cuestión urbana de Castells y Justicia social y la ciudad de Harvey, y el motivo por el cual el segundo ha tenido una vida más larga y radical, es que en el análisis de Harvey la ciudad asume un significado mucho más dinámico. Es un instrumento productivo más que reproductivo dentro del capitalismo, un escenario activo más que reactivo. Mientras Castells habla de la reproducción de la fuerza de trabajo y de vivienda asequible y de servicios públicos de barrio dentro de las dinámicas básicas de la reproducción social, Harvey enfatiza el suelo urbano como mercancía, como un lugar para la apropiación de rentas. La ciudad, desde su enfoque, es en sí misma un valor de cambio, está lista para la bolsa y para su explotación en la cartera de inversiones.» (p. 55)

Espacios del capital (VI): la mercantilización de la cultura

Que la cultura se ha convertido en un tipo de mercancía es innegable. Pero también es creencia generalizada que hay en los productos y los acontecimientos culturales (ya sean artes, teatro, música, cine, arquitectura o más en general modos de vida, patrimonio, recuerdos colectivos y comunidades afectivas) algo muy especial que los aparta de mercancías ordinarias como camisas y zapatos. (…) ¿Cómo puede entonces reconciliarse la categoría mercantilizada de estos fenómenos con su carácter especial? (p. 417)

A la resolución de dicho dilema dedica David Harvey el último capítulo de Espacios del capital. Hacia una geografía crítica (entradas I, II, III, IV y V). Empieza la argumentación presentando la renta de monopolio: «toda renta se basa en el poder de monopolio de propietarios privados sobre ciertas partes del planeta». Esta renta puede ser situacional, lo que supone que hay zonas más rentables que otras, por lo que un hotelero, por ejemplo, pagará un suelo más o menos caro en función de la cercanía a un centro de comunicaciones o a una actividad altamente concentrada; o directa, como cuando se vende un Picasso. De hecho, el Picasso se puede vender o exponer a precio de monopolio: puesto que sólo su propietario dispone de acceso a él, puede establecer el precio que considere adecuado para compartir ese acceso.

Pero existen dos contradicciones en esta renta:

  • La primera: por elevado que sea, el bien, el producto o la experiencia tiene que tener un precio de mercado: «ningún artículo puede ser tan singular como para quedar fuera del cálculo monetario». Y, por otro lado, cuanto más comercializables se vuelven los artículos, «menos singulares y especiales parecen», es decir: son menos valiosos.
  • La segunda: a pesar de vivir en un mundo neoliberal donde, en principio, prima la competencia, ésta siempre tiende al monopolio (o a la oligarquía) «simplemente porque la supervivencia de los más aptos en la guerra de todos contra todos elimina a las empresas más débiles», como hemos visto con la progresiva concentración de capital en casi todos los ámbitos empresariales (la evolución de internet de las puntocom a las grandes empresas que hoy la controlan, las cadenas hoteleras, medios de comunicación, farmacéuticas…).

De hecho, el capitalismo se ha ido monopolizando a medida que las limitaciones espaciotemporales han ido cayendo a los pies de las nuevas tecnologías. En el siglo XIX todos los bebedores de cerveza consumían cerveza nacional, al igual que pan, velas y la mayoría de los bienes, que eran producidos en sus proximidades y muy caros de transportar. A medida que el coste del transporte decrecía, las empresas locales se veían obligadas a competir con empresas de otra localidad, finalmente de otros países.

La globalización ha supuesto la extensión de las redes capitalistas a un mercado mundial que prácticamente lo abarca todo. Y «las patentes y los denominados derechos de propiedad intelectual se han convertido consecuentemente en un campo importante de la lucha para afirmar en general los poderes del monopolio». Es aquí donde aparece la nueva forma de «cultura»: como una palanca que se inserta en determinados entornos o productos con la intención de aportarles un plus de singularidad o autenticidad.

Recordemos que Manuel Delgado ya denunciaba el uso de la «cultura» (en concreto, de espacios vagos dedicados a la cultura) en la ciudad de Barcelona como la guinda que acaba la conversión de un barrio obrero en un barrio totalmente gentrificado: ejemplos son la Filmoteca del Raval, la Facultad de Geografía de la Universidad de Barcelona en el mismo barrio o el MACBA, o la reconversión de los museos en lugares de tránsito de los fieles, siempre adosados con uan cafetería en la que consumir y librerías donde adquirir arte.

Harvey usa un ejemplo similar: el vino. La cultura vinícola tiene una larga tradición europea, especialmente francesa (el exportador con mayor renombre), aunque se ha ido volviendo internacional. Llegó un momento en que los productores de vino acabaron en largos litigios internacionales por el uso de palabras que denotaban un pedigrí específico, como chateau, domaine o champagne. Francia pretendía arrogarse la distinción especial de un tipo concreto de vino mientras que otros productores pugnaban contra esa distinción (California, Australia). Sin embargo, más allá de un producto cualquiera, el vino tiene una gran tradición cultural: no sólo simbólica (la sangre de Cristo, Baco, Dioniso, las bacanales), sino también como signo de clase (se espera de alguien «con mundo» que sepa de vinos y pueda escoger un buen maridaje para cualquier ocasión). «El comercio del vino es una cuestión de dinero y beneficio, pero también de cultura en todos los sentidos (…) la perpetua búsqueda de rentas de monopolio supone buscar criterios de espacialidad, singularidad, originalidad y autenticidad en cada uno de estos ámbitos.» Es decir: no se busca sólo obtener beneficios, sino el control de las rentas de monopolio; quien controle el discurso, controla esas rentas, que sólo se obtienen si se consigue otorgar a un producto la calificación de «incomparable».

¿Y qué mejor producto para atribuirle esas rentas de monopolio que las ciudades? «En la mente de muchos, al menos, no habrá otro lugar como Londres, El Cairo, Barcelona, Milán, Estambul, San Francisco o cualquier otro que permita acceder a todo lo supuestamente exclusivo de esos lugares.» No se trata solamente de una pugna por el turismo internacional, que también, sino que «está en juego el poder del capital simbólico colectivo, de marcas distintivas especiales vinculadas a un lugar». Ello explica el ya mencionado efecto Guggenheim: la revolución que supuso para la ciudad de Bilbao la construcción del museo de Gehry y el deseo de muchas otras ciudades de emular dicha revolución y situar su ciudad en el mapa.

Harvey cita, muy oportunamente, el ejemplo de Barcelona como ciudad que ha sabido «amansar continuamente» capital simbólico y marcas de distinción: Gaudí, el MACBA, los Juegos Olímpicos, la Villa Olímpica, el modernismo, el mar. Sin embargo… «¿qué memoria colectiva hay que celebrara aquí (la de anarquistas como los icarianos que desempeñaron un papel tan importante en la historia de Barcelona, la de los republicanos que tan ferozmente lucharon contra Franco, la de los nacionalistas catalanes, la de los inmigrantes andaluces, o la de alguien como Samaranch, que durante mucho tiempo fue un aliado del franquismo)?» Es decir, ¿qué historia contamos, de las muchas que se han vivido en Barcelona? «Se trata de determinar qué segmentos de población deben beneficiarse más de un capital simbólico al que todos, a su manera específica, han contribuido».

Volvemos a las palabras de Félix de Azúa en Arquitectura de la no-ciudad: las ciudades actuales son resultado de una gran lista de elecciones que ha primado una versión determinada, y muy escogida, de sus historias; son más un simulacro que la realidad; pero son simulacros verdaderos, y «de ahí nuestro desconcierto».

Este proceso de mercantilización de todo producto es una apisonadora que va arrasando con la autenticidad (o supuesta) y la singularidad. Ya denunciamos en First We Take Manhattan cómo los barrios cuya población se opone a la gentrificación son, paradójicamente, los barrios más atractivos para los clientes de la gentrificación: porque se percibe en ellos un poso de autenticidad, de población autóctona que lucha por su ciudad; ¿qué puede haber más atrayente?

Pero la renta del monopolio es una forma contradictoria. Su búsqueda conduce al capital mundial a valorar iniciativas locales específicas (y, en ciertos aspectos, cuanto más específica sea la iniciativa, mejor). También conduce a la valoración de la singularidad, la autenticidad, la particularidad, la originalidad y cualquier otra dimensión de la vida social incongruente con la homogeneidad presupuesta por la producción de mercancías. Y para no destruir totalmente la singularidad que constituye la base de la apropiación de rentas de monopolio (…), el capital debe respaldar una forma de diferenciación y permitir desarrollos culturales locales divergentes y en cierta medida incontrolables, que pueden ser antagónicos a su propio funcionamiento estable. (p. 433)

Con esto, Harvey acaba con una nota de esperanza: deseando que estas fisuras que el propio capitalismo va generando, permitiendo o reforzando permitan «a un segmento de la comunidad interesada por las cuestiones culturales a ponerse del lado de una política opuesta al capitalismo multinacional».

Al intentar comerciar con los valores de autenticidad, ubicación, historia, cultura, memoria colectiva y tradición, [los capitalistas] abren un espacio de pensamiento y acción políticos dentro del cual pueden idearse y perseguirse alternativas. Ese espacio merece una exploración y un cultivo intensos por parte de los movimientos de oposición. Es uno de los espacios de esperanza claves para la construcción de un tipo de globalización alternativo. Uno en el que las fuerzas progresistas de la cultura se apropien de las fuerzas del capital, y no al contrario. (p. 434)

Espacios del capital (V): la producción capitalista del espacio

Si la primera parte de Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, de David Harvey (entradas I, II, III y IV) se centraba en el papel de la geografía y la teoría marxista en los tiempos de la acumulación flexible, la segunda parte reflexiona sobre la aplicación de dicha teoría a la producción del espacio actual.

«La teoría marxista del crecimiento en el capitalismo sitúa la acumulación de capital en el centro de las cosas.» Para ello, son necesarios algunos factores, entre los cuales la «existencia de un excedente de trabajo, un ejército industrial de reserva que pueda alimentar la expansión de la producción»; los «medios de producción necesarios en el mercado», para que todo aquel que pueda invertir obtenga plusvalía; y «la existencia de un mercado». Dado que las tres anteriores, en un mercado capitalista, «se producen bajo el modo de producción capitalista, Marx concluye que el capitalismo tiende activamente a producir algunos de los obstáculos a su propio desarrollo». O, dicho de otro modo: que las crisis son endémicas.

De los cuatro métodos a los que el propio capitalismo recurre para tratar de paliar las crisis (aumento de la productividad, reducción del coste del trabajo, aparición de nuevas líneas de producción rentables y aumento de la demanda), Harvey se centra en esta última y la desgrana a su vez en cuatro subapartados (penetración del capital en nuevas esferas de actividad que amplíen su mercado; crear nuevos deseos y necesidades sociales; facilitar la expansión de la población; y, la que más nos interesa, expandirse hacia nuevas regiones). Es decir: la organización espacial y la expansión geográficas son productos necesarios del proceso de acumulación.

En este punto, Marx no propuso una teoría del imperialismo, sino que elaboró una teoría sobre la acumulación en un modo de producción capitalista «sin referencia a niguna situación histórica particular», mientras que cualquier teoría del imperialismo tiene que hacer referencia, necesariamente, a aspectos históricos.

Antes de avanzar en la teoría, Harvey hace un apunte para tratar la concepción marxista del Estado. Dado que «la producción y el intercambio son inherentemente anárquicos», es necesaria la creación o aparición de un marco que garantice su funcionamiento. «Debido a que el capital es fudamentalmente antagónico al trabajo, Marx considera que el Estado burgués es necesariamente el vehículo por medio del cual la clase burguesa ejerce la violencia sobre el trabajo.» El Estado sirve como vehículo de expresión de los intereses de clase. Sin embargo, y aquí entramos en terreno de Gramsci, «la democracia burguesa sólo puede sobrevivir con el consentimiento de la mayoría de los gobernados, al tiempo que debe expresar un interés específico de la clase dominante» (p. 295) mediante «un sistema político que sólo puede controlar indirectamente». Lejos queda la visión del Estado capitalista como «nada más que una enorme conspiración capitalista para la explotación de los trabajadores», sino un medio complejo donde se entrecruzan diversos intereses. Por ello el Estado vela por un mínimo bienestar de la clase trabajadora, a cambio de obtener la «fidelidad de las clases subordinadas». «Podemos considerar las políticas estatales que estimulan la propiedad de vivienda por parte de la clase trabajadora, por ejemplo, simultáneamente ideológicas (el principio de los derechos de propiedad privada alcanza respaldo generalizado) y económicas (se proporcionan criterios mínimos de cobijo y se abre un nuevo mercado para la producción capitalista.» (p. 296)

Además, y alejándonos de la teoría ahistórica de Marx, cada Estado ha acabado conformado de una determinada manera en función de su situación histórica (Harvey da múltiples ejemplos, de los que citamos sólo algunos: la violenta Revolución Francesa eliminó a la aristocracia feudal, mientras que el proceso mucho más lento tras la guerra civil en Inglaterra permitió la integración de la aristocracia en terratenientes primero y en la estructura de poder industrial después, o la ausencia de sociedades feudales en Estados Unidos, Canadá o Australia, que ha dado estructuras muy diferenciadas a las de Europa).

En el siguiente artículo, Harvey se plantea si existe una «solución espacial» a las contradicciones internas del capitalismo (las crisis de sobreproducción). «Marx, Marshall, Weber y Durkheim tienen en común que dan prioridad al tiempo y a la historia sobre el espacio y la geografía» (p. 345). Marx apuntó que la «historia capitalista está propulsada por la explotación de una clase por parte de la otra», mientras que Lenin modificó la frase por «la explotación de la población de un lugar por la de otro (la periferia por el centro, el Tercer Mundo por el Primero)». Para ello, tuvo que introducir la cuestión del Estado («el concepto fundamental por el que se expresa la territorialidad»). Sin embargo, Harvey rechaza reducir «la idea de las relaciones espaciales y la estructura geográfica a una teoría del Estado».

Para entender la producción de la organización espacial, Harvey recurre al concepto de coherencia estructurada de la producción y el consumo dentro de un espacio dado. «El territorio en el que prevalece esta coherencia estructurada se define en general como el espacio en el que el capital puede circular sin que el coste y el tiempo de movimiento excedan los límites del beneficio impuestos por el tiempo de rotación socialmente necesario.» O, dicho de otro modo, «un espacio de trabajo en el que prevalece un mercado de trabajo relativamente coherente». La coherencia se refuerza con políticas u organización del trabajo, que afectan a todo un territorio, o de modo informal mediante la creación o persistencia de culturas y conciencias nacionales, regionales o locales (p. 350).

Pero también existen procesos que socavan la coherencia «inherentes a las características primordiales del capitalismo». La movilidad del capital, sin ir más lejos, a la búsqueda de un mercado de trabajo más dócil, o la huida de la fuerza de trabajo ante unas condiciones draconianas.

La capacidad del capital y de la fuerza de trabajo para moverse con rapidez y a bajo coste de un lugar a otro depende de la creación de infraestructuras físicas, seguras y en gran medida inmovilizadas. La capacidad para superar el espacio se basa en la producción de espacio. Las infraestructuras necesarias absorben, sin embargo, capital y fuerza de trabajo en su producción y mantenimiento. (…) Una porción del capital y de la fuerza de trabajo totales debe ser inmovilizada en el espacio, congelada en su lugar, para facilitar una mayor libertad de movimiento al resto. (…) Si no se cumple esta condición -por ejemplo, si se genera insuficiente tráfico para hacer que el ferrocarril sea rentable, o si no se expande la producción después de una enorme inversión en educación- el capital y el trabajo invertidos se devalúan. (…)

La coherencia regional estructurada hacia la que tienden la circulación del capital y el intercambio de fuerza de trabajo bajo restricciones espaciales tecnológicamente determinadas tiende a su vez a ser debilitada por las poderosas fuerzas de la acumulación y la sobreacumulación, el cambio tecnológico y la lucha de clases. La capacidad debilitadora depende, sin embargo, de las movilidades geográficas del capital y de la fuerza de trabajo; y éstas dependen, a su vez, de la creación de infraestructuras fijas e inmovilizadas cuya permanencia relativa en el paisaje del capitalismo refuerza la coherencia regional estructurada que está siendo debilitada. Pero entonces la viabilidad de las infraestructuras se pone a su vez en riesgo mediante la acción de las movilidades geográficas que éstas facilitan.

El resultado sólo puede ser una inestabilidad crónica en las configuraciones regionales y espaciales, una tensión dentro de la geografía de la acumulación entre la fijeza y el movimiento, entre la creciente capacidad para superar el espacio y las estructuras espaciales inmovilizadas que hacen falta para dicho fin. Deseo resaltar que esta inestabilidad es algo que ninguna cantidad de intervencionismo puede curar (…)

El capitalismo lucha perpetuamente, en consecuencia, por crear un paisaje social y físico a su propia imagen y exigencia, para sus propias necesidades en un momento determinado en el tiempo, sólo para ciertamente debilitar, desestabilizar e incluso destruir ese paisaje en un momento posterior en el tiempo. Las contradicciones internas del capitalismo se expresan mediante la remodelación y recreación continua de paisajes geográficos. Éste es el son al que la geografía histórica del capitalismo debe bailar incesantemente. (p. 353-354)

En consecuencia, «todos los agentes económicos (…) toman decisiones sobre la circulación de su capital o el despliegue de su fuerza de trabajo en un contexto marcado por una profunda tensión entre separarse e irse a donde la tasa de remuneración sea más elevada, o quedarse, apegados a compromisos pasados para recuperar valores ya materializados.» Esta tensión es la que permite a Harvey integrar «la historia de la dinámica capitalista ofrecida por Marx con la geografía de la dinámica capitalista presentada por Lenin».

Ello no quita, sin embargo, para que el Estado siga siendo un sujeto esencial en la geopolítica, debido a los intereses de sus ciudadanos, a su autoridad, su capacidad sobre la moneda o la política de un territorio o incluso debido al nacionalismo de cada espacio. Sin embargo, el predominio es el regional, alianzas efímeras para influir y obtener rédito de un territorio concreto, aunque a menudo reforzadas por los intereses estatales.

Estas alianzas se extienden también a países enteros, a veces en forma de colonización. Entonces el país original debe escoger entre convertir el territorio en un súbdito (Inglaterra y la India), del que puede obtener cierto rédito económico pero que mantienen sometido, o en una colonia más o menos libre (Estados Unidos), de la que podrá obtener un rédito mucho mayor pero a la que, tarde o temprano, es posible que deba enfrentarse. Sucedió entre Inglaterra y Estados Unidos y ahora lo vemos en la pugna entre China y Estados Unidos; y tal vez en el futuro se dé entre China y la nueva fábrica del mundo, África (lo vimos en esta noticia). Harvey lo denomina «crisis de desplazamiento»: «es como si, habiendo intentado aniquilar el espacio mediante el tiempo, el capitalismo comprara tiempo para sí mismo a partir del espacio que conquista».

Espacios del capital (IV): de lo particular a lo global

Seguimos con la reseña de Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, del geógrafo David Harvey. Venimos de tres entradas anteriores (la neutralidad de la ciencia y la teoría marxista de los recursos y la población en la primera, sociología urbana burguesa vs. sociología marxista en la segunda y la evolución del capitalismo fordista a «la acumulación flexible» en la tercera). En esta cuarta nos centraremos en un aspecto al que Harvey dedica dos artículos: el topos en el que se sitúa la militancia.

«Particularismo militante y ambición planetaria: la política conceptual del lugar, el espacio y el entorno en la obra de Raymond Williams» es el título del noveno artículo del libro. No entraremos en el análisis de la obra de Raymond Williams como novelista, sino en la reflexión por la cual Harvey acude a dicho autor. A finales de 1993, el geógrafo fue coautor de un libro (The Factory and the City. The Story of the Cowley Auto Workers in Oxford) junto a Teresa Hayter que giraba alrededor del cierre de una empresa de automóviles situada en Oxford. El libro incluía gran cantidad de puntos de vista sobre el tema: de los obreros de la fábrica y su reivindicación laboral por mantener sus puestos de trabajo, sí, pero también sobre la deslocalización industrial, los cambios en la economía, etc. Llegado el momento de escribir las conclusiones, Harvey y Hayter discutieron: el primero quería hacer una reflexión genérica sobre la situación de los obreros y la segunda, posicionarse claramente a favor de los trabajadores de la fábrica y ayudarlos en su reivindicación.

Llegados a este punto, Hayter le preguntó a Harvey que dónde quedaban sus lealtades, y esa reflexión es la que lleva al geógrafo al artículo. Claro que quería ayudar a mantener los puestos de trabajo de la fábrica, pero también reflexionaba que se trataba de una empresa ecológicamente perniciosa, que estaba produciendo coches de gama alta «para los ultrarricos» que los iban a usar en ciudades y contaminar más aún; y asimismo, el hecho de que la empresa había perdido un tercio de su valor bursátil, con lo cual Harvey no quería justificar la decisión de la deslocalización, pero entendía su justificación empresarial.

La opinión de que lo que está bien y es bueno para los sindicalistas militantes de la fábrica Cowley está bien y es bueno para la ciudad y, por extensión, para la sociedad en general es demasiado simplista. Es necesario desplegar otros niveles y tipos de abstracción si queremos que el socialismo rompa sus vínculos locales y se convierta en alternativa viable al capitalismo como modo de funcionamiento de las relaciones de producción y de las relaciones sociales. Pero hay algo igualmente problemático en la imposición de una política guiada por la abstracción a personas que durante muchos años han dado su vida y su trabajo de una manera particular y en un lugar determinado. (p. 179)

«Una y otra vez brota en las novelas de Williams la misma dualidad. La batalla entre diferentes niveles de abstracción, entre particularidades de lugares específicamente interpretadas y las abstracciones necesarias para llevar esas interpretaciones a un ámbito mayor, la lucha por transformar el particularismo militante en algo más sustancial en la escena mundial del capitalismo» (p. 191)

No es sencillo trasladar «las lealtades contraídas a una escala» a «las lealtades necesarias para convertir al socialismo en un movimiento viable en otra parte o en general»; de hecho, la tesis de Harvey es que «en el acto de traslación se pierde necesariamente algo importante, dejando atrás un residuo amargo de tensión siempre irresuelta.» Es una batalla que el capitalismo tiene resuelta puesto que «no sólo ha conseguido sortear sino a menudo manipular activamente tales dilemas de escala en sus formas de lucha de clases» y a generar «un desarrollo sectorial y geográfico desigual para provocar una competitividad divisiva entre lugares definidos a diferentes escalas».

Sobre este mismo tema reflexiona en el siguiente artículo: «Ciudad y justicia: los movimientos sociales en la ciudad«. Empieza con una reflexión que encontramos hace nada en Castells (Redes de indignación y esperanza): el paso de algo particular e individual a algo colectivo, que sintamos como propio. «Supongo que hay una corriente de fermento de base presente en todos los lugares y localidades, aunque sus intereses, objetivos y formas organizativas son normalmente fragmentarios, múltiples y de intensidad variada. La única pregunta interesante bajo esta formulación es cómo y cuándo se vuelven dichos particularismos suficientemente coherentes internamente, y en última medida integrados o metamorfoseados en una política más amplia». Harvey también alerta de que «la comunidad «en sí misma» tiene significado como parte de una política más amplia, la comunidad «para sí misma» degenera casi invariablemente en exclusiones y fragmentaciones regresivas». Uno de los modos de evitar el estancamiento: integrarse en procesos más amplios de cambio social. «El particularismo militante y las solidaridades locales deben entenderse, por lo tanto, como mediadores cruciales entre cada persona y una política más general.»

Precisamente de ese modo, como capas mediadores, es como se entiende en general el gobierno de una situación concreta. Existe una gran cantidad de instituciones (especialmente en las áreas metropolitanas) que participan activamente en el gobierno, desde institutos, comisiones, departamentos y ONGs hasta individuos con intereses particulares y más o menos grado de poder. A menudo, rivalizan usando las técnicas de competencia capitalistas. De aquí, Harvey extrae dos conclusiones. La primera, que el contexto en el que estudiar los movimientos sociales es extremadamente complejo y requiere un análisis de las instituciones que participan en las distintas escalas. La segunda, que dado que «todos los principios universales se filtran por estas múltiples escalas y capas de discursos institucionalizados», la dialéctica de la universalidad o particularidad puede fácilmente quedar distorsionada o incluso volverse opaca.

«Identidades cartográficas: los conocimientos geográficos bajo la globalización» reflexiona sobre los distintos modos en que una misma información geográfica puede presentarse. Nos quedamos con un párrafo que resume perfectamente el tema de fondo: «Cuando, por ejemplo, Greenpeace ataca los proyectos de empresas multinacionales o del Banco Mundial, lo hace a menudo proporcionando descripciones geográficas totalmente distintas (resaltando las comunidades bióticas, las historias y las herencias culturales, los modos de vida específicos) a las especificaciones establecidas, pongamos, en los informes del Banco Mundial o de las empresas.» Es la misma distinción entre un panfleto turístico del «último enclavo virgen» que visitar o un mapa de la próxima explotación turística sobre el que reflexionaba también Jodidos turistas.

En la próxima entrada pasaremos a la segunda parte del libro: la producción capitalista del espacio.

Antropología urbana, de José Ignacio Homobono

Dejamos temporalmente de lado la reseña de Espacios del capital, de Harvey, para centrarnos en una publicación sin desperdicio de José Ignacio Homobono, sociólogo y antropólogo en la Universidad del País Vasco. Su artículo «Antropología urbana: itinerarios teóricos, tradiciones nacionales y ámbitos temáticos en la exploración de lo urbano« hace un repaso concreto a la historia de la disciplina desde su nacimiento, luego en el ámbito español y finalmente en el del País Vasco.

Su génesis como tradición analítica puede remontarse a la etnografía urbana de la Escuela de Chicago; a los posteriores community studies; a los primeros esbozos de una etnología francesa; a los debates sobre culturas subalternas en la antropología italiana; y a los estudios sobre la urbanización en África, efectuados por los antropólogos de la escuela de Mánchester. Y será en definitiva esta tradición académico-intelectual la que otorgue su identidad diferenciada a la antropología urbana (Feixa,1993: 15)

De estas fuentes, las dos más importantes, como destaca Homobono, son la Escuela de Chicago y el Copperbelt (estudiado por la Escuela de Mánchester). De la Escuela de Chicago hemos hablado hasta la saciedad, por lo que reproducimos el párrafo introductorio que les dedica Homobono:

La más significativa es la constituida por las teorías e investigaciones aplicadas de la Escuela de Chicago, promovidas por el departamento de sociología de la Universidad de Chicago entre 1920 y 1945, que establecen una correlación entre estructura espacial y estructura social, bajo la rúbrica de ecología humana, marcando el nacimiento tanto de la sociología como de la antropología en su adjetivación de urbanas. Sus trabajos se centran en el Chicago de la época, entendida como ciudad paradigmática de las nuevas formas de vida urbana en núcleos de acelerado crecimiento, y cuyas conclusiones se pretenden extrapolar al conjunto de éstos. La Escuela de Chicago produce un conjunto de excelentes trabajos de etnología urbana, de la ciudad como modelo espacial y orden moral, que constituyen un verdadero inventario de la modernidad; grupos sociales y territorios, segregaciones raciales y culturales, desviación/integración, movilidad y redes de relaciones, mentalidades y sociabilidad, y comunidad local ante la más inclusiva sociedad.

A continuación cita algunos de sus estudios más relevantes: The Hobo (sobre los trabajadores nómadas y las formas de socialización que desarrollaron), The Taxi-Dance Hall (las mujeres que aceptaban bailar en los salones con inmigrantes solitarios a cambio de dinero, en una transacción que en ocasiones también encubría la prostitución), The Gang (las bandas de delincuencia juvenil y las formas de socialización alternativas que ofrecían a los jóvenes) y, por supuesto, El urbanismo como modo de vida, de Wirth, donde define el tamaño, la densidad y la heterogeneidad como las variables que caracterizan a una ciudad.

También destaca las críticas que se han hecho posteriormente a los de Chicago: un espíritu burgués (aunque son palabras de Harvey, no de Homobono) y una posición conservadora desde la cual sólo los elementos externos se veían como dignos de estudio.

La siguiente fuente es el Instituto Rhodes-Livingstone de Rhodesia, discípulos de Gluckman (desde Mánchester, y de ahí el nombre de esta segunda Escuela).

Estos autores estudian, en las nuevas ciudades mineras del Copperbelt, fenómenos como la destribalización en el contexto de la ciudad, el asociacionismo urbano, la condición obrera, la dominación colonial o la explotación económica. En un solo bloque teórico-casuístico, los británicos desarrollarán aquí tres campos: la antropología política, la urbana y la de las sociedades complejas, cuyos límites resultan de difícil definición.

El «trabajo más definitorio» es The Kalela Dance (1956) de Mitchell. «Kalela Dance evidencia la naturaleza situacional de las cambiantes identidades étnicas y la discontinuidad de los sistemas tribales rurales y urbanos, poniendo en cuestión las nociones preexistentes de destribalización y los modelos dualistas simples que oponen los fenómenos urbanos y rurales.»

Con Hannerz avanzamos hacia la distinción entre la antropología de la ciudad y la antropología en la ciudad. La segunda permite estudiar temas, como la etnicidad o la pobreza urbana, «que tienen por escenario la ciudad, pero no son distintivos de ella». En cambio, Hannerz «enfatiza que la Antropología Urbana no debe dedicarse al estudio de aldeas o comunidades urbanas, sino espacios especializados y extensivos en el contexto de una ciudad plurifuncional». Existen cinco ámbitos específicos: 1) hogar y parentesco, 2) aprovisionamiento, 3) ocio, 4) relaciones de vecindad, y 5) tráfico, que generan interrelaciones; y de ellos, el segundo y el quinto son «los que hacen de la ciudad lo que es», entendiendo por aprovisionamiento los modos de producción y consumo y el acceso (asimétrico) a los recursos, y por tráfico la interacción mínima definida por un respeto a las reglas y el deseo de evitar colisiones.

Algunos autores proponen que ésta es una falsa dicotomía (la distinción entre antropología de y en la ciudad). «La antropología en la ciudad se habría limitado a trasladar a este nuevo contexto urbano sus temas tradicionales; mientras que cualquier investigación que no aporte nada nuevo sobre las especificidades d e la vida urbana, tomando la ciudad como texto a descifrar sería simplemente una mala antropología (Feixa,1993: 18).» Otra propuesta es que la antropología se centre en lo urbano, aquel flujo inestable que subyace en los espacios públicos y «donde los vínculos son débiles y precarios, los encuentros fortuitos y entre desconocidos y en los que predomina la incertidumbre», donde encontramos a nuestro admirado Manuel Delgado (El animal público, Sociedad movedizas, El espacio público como ideología).

  • Antropología en la ciudad. Esta faceta de la disciplina se centra en las relaciones de parentesco, en los grupos, vecindad o tradiciones. Encontramos aquí, por ejemplo, estudios sobre los suburbios en Estados Unidos, tribales en África, favelas, enclaves rurales y guetos. María Cátedra, por ejemplo, denuncia que este tipo de estudios se centran en un único grupo como si fuese un ente aislado, obviando las relaciones con el resto de la sociedad. También Amalia Signorelli se quejaba de la «producción de un nativo exótico», de la necesidad de la antropología de generar un objeto de estudio romantizado e idealizado.
  • Antropología de la ciudad. Es este ámbito se estudia lo urbano en sí mismo. «La ciudad es concebida como centro de actividades productivas y comerciales», también se establecen las relaciones centro periferia, las diversas zonificaciones, museificación, sobrerepresentación de los centros, incluso la identidad ciudadana o el imaginario urbano. «Las ciudades y sus barrios ya no son islas en sí mismos, sino puntos nodales de una formación social.» Esto supone que los estudios ya no se centran en los pobres de un determinado entorno, sino en «la pobreza» o «la clase media», ampliando enormemente el objeto de la disciplina.

Sin embargo, a partir sobre todo de los planteamientos de Castells y Harvey, con el paso a la sociedad informacional del primero, los límites de estudio de la antropología se difuminan.

Castells es el epígono más representativo de este tipo de planteamientos. Enuncia la teoría de una sociedad informacional, cuya materia prima sería la revolución tecnológica y la información, como lo fue la energía para la revolución industrial. Las elaboraciones culturales y simbólicas se convierten en fuerzas productivas. El modelo de sociedad resultante se caracterizaría por la flexibilidad y por su estructura difusa. Es decir: por una producción descentralizada, por nuevos productos y por la adaptación a los gustos del mercado; asimismo: por el reciclaje en el empleo y por formas de vinculación débil del individuo a organizaciones, grupos y estructuras.

Si las bases materiales del industrialismo fueron el trabajo, la propiedad de la tierra y el capital, los elementos emblemáticos de la sociedad postindustrial serían el tiempo, la identidad y la información; y las elaboraciones culturales y simbólicas sus fuerzas productivas (Castells,1996).

Si las ciudades son nodos de una red global, ¿dónde se limita el estudio de la antropología? «La cuestión de la identidad, de sus constantes redefiniciones y de las adaptaciones a un medio cambiante se ha convertido en el aspecto central del análisis antropológico. Como respuesta a los nuevos retos, Hannerz propone una macro antropología que sea capaz de interpretar los fenómenos de la globalización. Marcus habla de una etnografía multilocal, que supere la reconstrucción miniaturista de fenómenos aislados.»

Si hasta ahora Homobono ha considerado la disciplina como algo universal, especialmente sosteniéndose en las tradiciones americana (Chicago), británica (Mánchester) y una etnología francesa («tan preocupada por la alteridad del inmigrante africano y ultramarino como por las culturas urbanas autóctonas»), ahora considera el estado de la disciplina en otros contextos. Habla de la italiana (Signorelli), mexicana, brasileña, y de la española, a la que dedica un apartado más extenso y en el que no entraremos en detalle, para acabar finalmente con la antropología específica del País Vasco.

Espacios del capital (III): el auge del ocio

Seguimos con Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, de David Harvey. En la primera entrada analizamos la neutralidad de la ciencia a propósito de los supuestos sobre población y recursos de Malthus y Marx, así como el materialismo dialéctico del segundo. En la segunda entrada, las diferencias entre la sociología (burguesa) de la Escuela de Chicago y la visión marxista de la producción del entorno urbano.

El quinto artículo del libro es un homenaje a Owen Lattimore, geógrafo estadounidense que se crió en China y viajó por Asia durante gran parte de su vida y fue acusado de comunista por el comité del senador McCarthy. «Pero casos como el de Lattimore demuestran también lo peligroso que es cultivar perspectivas en cuestiones geopolíticas que se desvían de concepciones rígidas del interés nacional o que ofenden a la línea dominante. No sorprende en absoluto que la geopolítica abandonara el ámbito de la geografía ni que la geografía política se convirtiera en un aburrido remanso después de los años de McCarthy. Los geógrafos se sentían más seguros tras el «escudo positivista» de un método supuestamente neutral.» Harvey habla de la «revolución cuantitativa», cuando las ciencias sociales pasaron a buscar cifras con ansias de parecer más científicas; en esencia, más ciencia y menos una cosmovisión o ideología. Similar tema encontramos en La Escuela de Chicaga de Sociología, de Josep Picó e Inmaculada Serra, donde detallaban cómo la visión de la sociología urbana de los de Chicago fue quedando soterrada por el interés cientifista por las encuestas y la cuantificación.

Precisamente una geografía adecuada a los nuevos tiempos es el manifiesto del capítulo 6: «Acerca de la historia y de la actual situación de la geografía: manifiesto materialista histórico«. Cada sociedad ha buscado su propia geografía. La geografía antigua reflejaba «el movimiento de las mercancías, las migraciones de pueblos, las rutas de conquista y las exigencias de la administración del imperio», mientras que luego los mapas y el registro catastral se convirtieron en indispensables por definir los derechos territoriales. La geografía, a priori neutra, se puede usar «para justificar el imperialismo, la dominación neocolonial y el expansionismo»; por todo ello, Harvey reclama una geografía basada en el respeto mutuo y centrada en la cooperación de la diversidad humana. El marxismo no fue la única corriente que asaltó el positivismo imperante; hubo muchas otras desde ideologías diversas. Tantas, de hecho, que generaron «una cacofonía» y no consiguieron «definir un lenguaje común para manifestar preocupaciones comunes».

Ese es el objeto del manifiesto: la creación de un lenguaje y marcos de referencia comunes «dentro de los cuales los derechos y las reivindicaciones en conflicto puedan representarse adecuadamente».

En «Capitalismo: la fábrica de la fragmentación«, Harvey menciona una de sus obras anteriores, La condición de la posmodernidad, donde por un lado bendecía la llegada del posmodernismo, con todas sus visiones distintas sobre las posibles verdades, su heterogeneidad o su abolición de un discurso único. Pero, por otro lado, «dado que este cambio de sensibilidad cultural se produjo paralelamente a cambios muy radicales en la organización del capitalismo tras la crisis de 1973-1975, parecía incluso verosímil sostener que el posmodernismo era en sí producto del proceso de acumulación de capital». El ascenso del posmodernismo coincidió con una nueva mentalidad individualista donde «la política de la clase trabajadora pasó a la defensiva» a medida que la crisis arreciaba y llegaban el desempleo o las reducciones del Estado del bienestar. Este cambio, que Harvey denomina «del fordismo a la acumulación flexible», «había producido las condiciones para el ascenso de los modos de pensar y funcionar posmodernos».

La relación entre el espacio y el tiempo se ha modificado. Es algo que ya observó Marx en su momento y que otros muchos han resaltado (Castells entre ellos), pero el capitalismo, que busca una velocidad cada vez mayor de traspaso de mercancías, ha cambiado la percepción de dónde y cuándo estamos; de nuestra identidad, provocando una crisis de representación. A medida que la industria se deslocalizaba a los países emergentes, a China, etc., surgía otro mercado extenso en Occidente para substituirla: la cultura. «La acumulación de nichos de mercado, de preferencias diversas y la promoción de estilos de vida nuevos y heterogéneos se producen dentro de la órbita de la comunicación de capital.»

Ésta, sin embargo, ha tenido el efecto de acabar con las distinciones entre cultura elevada y baja -comercializa la estética- al mismo tiempo que ha prosperado, como siempre hace, con la producción de diversidad, heterogeneidad y diferencia. Lo que en general consideramos «cultura» se ha convertido en campo primordial de la actividad empresarial y capitalista. (p. 142)

Como ya comentamos a propósito de La an-estética de la arquitectura, esta preocupación por la imagen, por la estética, se produce «a expensas de la preocupación por la ética, la justicia social, la equidad y las cuestiones locales e internacionales de explotación tanto de la naturaleza como de la naturaleza humana».

El último artículo que comentamos en esta entrada se centra en Baltimore, la ciudad de Estados Unidos a la que viajó Harvey (geógrafo inglés, aunque ha residido gran parte de su vida en el país americano) y la que mejor conoce. «Una vista desde Federal Hill» narra la evolución de la ciudad y la confabulación de intereses públicos y privados para que el centro de Baltimore se convierta en un lugar privilegiado destinado a la vivienda para las grandes rentas y, sobre todo, al ocio, polo de atracción de la población del resto de barrios. Se explica la creación del Greater Baltimore Commite (como muchas otras ciudades globales, que al comprender su papel de centralidad buscan nuevos mecanismos de gestión a menudo supralocales), la reconversión del Inner Harbor, el puerto que en los días industriales vivió la gloria pero había quedado reducido a un erial semiabandonado (como en Barcelona, Londres o la mayoría de grandes ciudades portuarias de Europa, que necesitaban un espacio mucho mayor para acomodar los grandes buques cargueros y la maquinaria que los gestiona).

Inner Harbor, en Baltimore.

Tanto el entramado político como el financiero y mediático glosaron la evolución de la ciudad, que alcanzó su cúspide cuando el alcalde fue nombrado por Esquire el mejor alcalde de Estados Unidos en 1984 o cuando, en 1987, el Sunday Times británico celebraba la remodelación de la ciudad. Pero no es oro todo lo que reluce, y así resumía la ciudad un informe encargado por la Fundación Goldseker en 1987:

En los pasados veinticinco años, Baltimore ha perdido un quinto de su población, más de la mitad de su población blanca, y una proporción muy elevada pero difícil de calcular de su clase media, tanto blanca como negra. Ha perdido más del 10% de sus puestos de trabajo desde 1970, y los que conserva los ocupan cada vez más personas que residen fuera de la ciudad. En 1985, la renta media por unidad familiar en la ciudad ascendía a poco más de la mitad de la renta media en los condados circundantes, y las necesidades de servicios de sus pobres superaban con creces lo que la erosionada base fiscal de la ciudad podía soportar. (p. 156)

Dicho de otro modo: se había destinado gran cantidad de fondos públicos a remodelar el centro pero ese dinero no revertía en la ciudad, sino en las finanzas privadas. Los beneficios públicos que generaba todo ese entramado de ocio apenas daban para cubrir su mantenimiento, los puestos de trabajo que se creaban eran de baja calidad, dedicados al servicio, y el aumento del precio inmobiliario en el centro obligaba a sus trabajadores a desplazarse desde grandes distancias.

Ya hablamos de este proceso a partir de Ciudades del mañana, de Peter Hall. Él lo llamaba, precisamente, Rousificación (por el promotor James Rouse, del que también se habla en el artículo de Harvey), y enunciaba todos los problemas comentados arriba: una inversión privada cuyos beneficios no repercuten en la población y que, de hecho, degrada el nivel de vida de la ciudad. Barcelona, ciudad entregada al turismo de la que hemos hablado a menudo en el blog, es un buen ejemplo; aunque el ejemplo paradigmático sería Venecia, ciudad prácticamente inhabitable para sus ciudadanos.