La tesis de El triunfo de las ciudades. Cómo nuestra mejor creación nos hace más ricos, más inteligentes, más ecológicos, más sanos y más felices, del economista estadounidense Edward Glaeser, es bien sencilla: las ciudades, la mejor creación de la humanidad, son, pese a las críticas en contra, la opción más ecológica, económica y enriquecedora para vivir que existe hoy en día. A fin de sostener tal tesis da una serie de ejemplos, curiosos y bien documentados, centrados sobre todo en Estados Unidos, aunque también en Bangalore, Dubai, algunas ciudades europeas… donde se centra en diversos temas: ecología, sanidad, pobreza, lujo, turismo.

Uno de los temas centrales del libro es por qué algunas ciudades decaen y otras triunfan. La respuesta es obvia: porque saben reinventarse, porque disponen de un gran capital humano que les permite adaptarse a los nuevos tiempos. Nos vienen a la mente las palabras de Carlos García Vázquez al describir Tokio en Ciudad hojaldre: una ciudad tan diversa, abierta, orgánica y mutable que es capaz de adaptarse a todos los posibles cambios. Nueva York triunfa porque en ella conviven cientos de miles de personas con diversas funcionalidades; Detroit se hundió porque sólo disponía de una industria, la automovilística; cuando ésta cayó, se llevó a la ciudad con ella.
Lo que nos lleva a plantearnos qué significa triunfar, en términos de una ciudad, para Glaeser: una ciudad triunfa si sigue ganando habitantes a lo largo de su vida. Detroit se vacía, Nueva York cada vez tiene más habitantes. Las ciudades son focos de atracción para todos aquellos que buscan algo nuevo: nuevas opciones de trabajo, de ocio, de consumo, para los que llegan con cierto nivel económico; nuevas opciones de vida, para los que llegan envueltos en un halo de pobreza.
A medida que la proporción de población urbana de una nación aumenta en un 10 por ciento, el rendimiento per cápita aumenta en una media de 30 por ciento. Los ingresos per cápita son casi cuatro veces más altos en los países donde la mayoría de la población vive en ciudades que en aquellos donde la mayoría de la población vive en áreas rurales. (p. 21)
Ya nos hacemos una idea de por dónde va a ir la idea de triunfo de Glaeser: la ciudad es la cúspide del capitalismo; una ciudad es rica si sus habitantes ganan más dinero, producen más dinero, tienen más educación… lo que les permite ganar más dinero.
Las ciudades no empobrecen a la gente, sino que atraen a los pobres. El influjo de gente menos afortunada que reciben las ciudades, ya se trate de Río de Janeiro o de Róterdam, es una prueba d elas virtudes de las ciudades, no de sus defectos. (p. 24)
En esencia podríamos estar de acuerdo: como el propio Glaeser explica más adelante, pese a lo abrumador de la pobreza de, por ejemplo, las favelas de Río, las condiciones de vida del medio rural de Brasil son, en general, peores; y la cercanía de la ciudad conlleva la posibilidad de un cambio, un trabajo, la salida de la favela, algo mucho más complicado en el medio rural. Pero también habría que hablar de las bolsas de pobreza que el capitalismo necesita como mano de obra no cualificada; de la remodelación de las ciudades para atraer a las clases creativas, en vez de su remodelación para acoger a todas las clases… «Hoy en día, las ciudades que tienen éxito, nuevas o antiguas, atraen a los empresarios emprendedores, en parte, porque son parques temáticos urbanos.» Cierto. Pero esto no es así de forma natural: las ciudades se modifican para atraerlos; compiten entre ellos. Porque triunfo, crecimiento de habitantes, crecimiento de productividad, van asociados a ganar más dinero; no a mejores condiciones de vida ni, por supuesto, a ser mejores.
Pese a que su economía es todavía más dinámica que la de Bombay, Shanghái sigue siendo una ciudad mucho más asequible porque la oferta ha crecido al mismo ritmo que la demanda. (p. 28)
Y aquí encontramos el tema que recorre todo el libro pero que, como nos decía hace nada Byung-Chul Han, no está tematizado («el poder se manifiesta allí donde no es tematizado»): el capitalismo, la oferta y la demanda, la mano invisible. Las ciudades funcionan bien porque en ella el capitalismo rige; cuando las leyes de la oferta y la demanda se siguen, los ciudadanos son felices, creadores, emprendedores, productivos, eficientes. Y eso es bueno.
En una sociedad libre, las personas escogen el lugar donde quieren vivir, ya sea de forma explícita, cambiando de ciudad, o de forma implícita, quedándose en su lugar de nacimiento. (…) En Londres hay muchos banqueros porque es un buen sitio para ser banquero. En ciudades como Río hay muchos pobres porque son sitios relativamente buenos para ser pobre. Al fin y al cabo, se puede disfrutar de la playa de Ipanema incluso sin dinero. (p. 103)
Claro, porque es la prioridad de los pobres: que haya buenas playas cerca. Glaeser parece ignorar que, por ejemplo, como nos mostró Raquel Rolnik en La guerra de los lugares, los precios de la vivienda no los decide el mercado, sino el capital, las grandes finanzas, unos pocos grupos de fondos de inversión y conglomerados multinacionales con suficiente poder para modificar el valor de la vivienda a su elección. No es el único tema: el alquiler en Barcelona (por decir una ciudad) es caro por las residencias Airbnb, por sus barrios gentrificados, su localización excepcional y su clima; pero también porque es una ciudad global que busca atraer al capital, porque hay calles enteras cuyos edificios son propiedad de grandes fortunas que las usan como reservas de valor, a la espera de cambios en el mercado. Sería abrumador tratar todos los temas a la vez: pero ignorarlos y atribuirlo todo a la mano invisible que gobierna el mercado muestra cierta miopía, sea o no desinteresada.

No todo el monte es orégano, sin embargo: el libro de Glaeser es ameno, bien nutrido con historias de ciudades y anécdotas sobre cómo se forman, crecen, evolucionan. Glaeser es completamente consciente, por ejemplo, del valor de las personas. Explica en relación a la decadencia de Detroit: «Las cadenas de montaje de Henry Ford son un ejemplo de una extraña criatura: la idea destructora de conocimientos. Si la tecnología de la información parece multiplicar los beneficios de la inteligencia, las máquinas que reducen la necesidad de ingenio humano producen el efecto contrario. Al convertir a los seres humanos en engranajes de una inmensa empresa industrial, Ford consiguió que los trabajadores fueran muy productivos sin que tuvieran que saber gran cosa. Sin embargo, cuando la gente necesita saber menos, también tiene menos necesidad de ciudades que difundan el conocimiento.» (p. 75) Gran defensor de las tesis de Jane Jacobs, también, salvo la idea de la urbanista de que hay que mantener una mezcla de edificios, viejos y nuevos, en los barrios, para favorecer viviendas de todos los precios: Glaeser deja claro que, una casa en medio de la milla dorada de Nueva York no será asequible, sino una rareza de precio incalculable.
Dos notas interesantes que nos deja el libro: la paradoja de Jevons. William Stanley Jevons se dio cuenta de que, a pesar del aumento de la eficiencia de las tecnologías en cuanto al consumo del carbón, que cada vez consumían menos para cubrir más distancias, el consumo total de carbón crecía. Esta paradoja explica por qué las carreteras de acceso a las ciudades están siempre saturadas: porque absorberán tanto tráfico como sea posible hasta quedar bloqueadas, momento en que los conductores empiezan a plantearse usar otras vías o el transporte público.
Y la segunda: la aparición de dos vías fluviales a lo largo de Norteamérica en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el país empezó a desarrollarse económicamente. La segunda, «el canal de Míchigan e Illinois, remataba el gran arco que iba desde Nueva Orleans hasta Nueva York pasando por St. Lous, Chicago, Detroit y Búfalo. Desde 1850 hata 1970, al menos cinco de las diez ciudades más grandes del país se encontraban a lo largo de esa ruta. Los especuladores de Chicago se dieron cuenta de que el canal de Míchigan e Illinois convertiría su ciudad en la piedra angular de ese arco -el punto por donde los barcos del canal que descendían por el río Chicago llegaban a los Grandes Lagos- y el mercado de la tierra de la ciudad experimentó una expansión vertiginosa en la década de 1830, cuando se estaba construyendo el canal. Entre 1850 y 1900, la población de Chicago se multiplicó por cincuenta, pasando de menos de 30.000 habitantes a más de un millón y medio cuando tras las vías acuáticas llegó el ferrocarril.» (p. 70). No sorprende que la primera sociología de la Escuela de Chicago se diese en dicha ciudad, ¿verdad?
El por qué Chicago fue la cuna de la sociología urbana es un contraejemplo -en la línea de lo que el comentarista indica- de que la mano invisible sí existe. Nadie decretó ni dio una ley para que Chicago fuese tal. En verdad, la «mano invisible» es una figura maltrecha y enrevesada por sus detractores, ignorando su ral conceptualización. Cuando se habla de la «mano invisible» no se afirma la inexistencia de causas detrás de los fenómenos, sino que estas causas no pueden ser predeterminadas ni sostenidas por fuerza extraña alguna, sino que son los propios actores del fenómeno que interactúan y no siempre logran lo que se proponen. Esa dinámica hace emergen nuevos escenarios que nadie preestableció, aunque muchos por análisis, prueba y error, hayan acertado en identificar las tendencias y lógicamente -si eso perseguían- obtendrán retribuciones monetarias a veces bastante más elevadas que los otros. Solo si se maniobra desde el poder violento (¿legitimo?) del Estado, podemos afirmar que esa mano «invisible» se hace lamentablemente visible, pues suele suceder que a la larga, la intervención del Estado deja las cosas como están o las empeora. Y si alguna mejora emerge, será a pesar de esa intervención estatal
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