Hemos comentado tantas, tantas veces el tema de la ciudad jardín en el blog que, cuando vimos que había disponible una edición en español, y bastante reciente, no pudimos evitar rendirle homenaje. Ciudades jardín del mañana, como ya saben, fue publicada originalmente en 1902, aunque era una nueva versión de un libro del mismo autor aparecido en 1898 y llamado To-Morrow: A Paceful Path to Real Reform. La edición que leemos es del Círculo de Bellas Artes de Madrid, de 2018, traducida por David Cruz Acevedo y revisada por Mariano Peyroy y con un excelente prólogo de Juan Calatrava que reseñaremos al final de la entrada.
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Tras los efectos nocivos del hacinamiento y la polución provocados por la revolución industrial, sobre todo en Inglaterra, fueron numerosos los intentos por parte de políticos, arquitectos, urbanistas, reformadores y almas caritativas por buscar alternativas a ese horror.
Howard empieza la introducción de su propuesta con dos imágenes opuestas: la Ciudad y el Campo. Dos imanes, los llama. De la primera nos atraen los altos salarios y las posibilidades de mejora, pero rechazamos sus elevados precios; nos atraen sus posibilidades sociales pero rechazamos la ausencia de naturaleza; nos atraen las calles bien iluminadas a la vez que rechazamos el asfalto y los edificios cada vez más altos. El campo, por el contrario, es «aburrido por falta de población, y muy escaso en dones por falta de dinero» (p. 49), pero es, en cambio, la fuente de toda belleza y paz (en fin, Howard era inglés y ya nos recordó Williams la importancia que tiene el campo para ellos). Por lo tanto, para aprovechar las ventajas de los dos imanes, y reducir sus desventajas, Howard propuso la creación de un tercer imán: la ciudad-campo. O, en su nombre definitivo: la ciudad jardín.
La ciudad jardín se levanta en un terreno de seis mil acres (o, lo que es lo mismo, unas dos mil quinientas hectáreas).
La Ciudad Jardín, que debe construirse hacia el centro de los seis mil acres, cubre una superficie de mil acres (una sexta parte del total) y puede tener forma circular, con mil ciento treinta metros (o casi tres cuartos de milla) desde el centro a la circunferencia. (…)
Seis magníficos bulevares –cada cual de unos cuarenta metros de ancho– atraviesan la ciudad desde el centro hasta la circunferencia, dividiéndola en seis partes iguales o distritos. En el centro hay un espacio circular, de unos cinco acres y medio, con un jardín hermoso y bien regado. Rodeando este jardín se hallan los grandes edificios públicos, cada cual rodeado de amplios terrenos: el ayuntamiento, la sala de conciertos y conferencias, el teatro, la biblioteca, el museo, la galería de arte y el hospital.
El resto del gran espacio circuncidado por el «Palacio de Cristal» es un parque público de 145 acres que incluye amplios parques de recreo de fácil acceso para toda la población. Alrededor del Parque Central –excepto donde se cruza con los bulevares– hay una estrecha arcada de cristal que mira al parque y se llama «Palacio de Cristal». Este edificio, cuando llueve, es uno de los lugares favoritos de la población, y saber que su brillante refugio está siempre a un paso estimula a la gente a ir al Parque Central incluso cuando el tiempo es más incierto. Aquí se ponen a la venta bienes manufacturados, y también se realizan ese tipo de compras que exigen el placer de la deliberación y la elección. Sin embargo, el espacio techado por el Palacio de Cristal es mucho más grande de lo que se requiere para estos fines, y buena parte de él se usa como Jardín Invernal. (…)
Pasando el Palacio de Cristal de camino al anillo externo de la ciudad, cruzamos el frontal de la Quinta Avenida (flanqueada, como todas las vías de la ciudad, por árboles) donde, mirando hacia el Palacio de Cristal, encontramos un anillo de casas de excelente factura, cada cual rodeada de amplios terrenos, y, mientras continuamos nuestro paseo, observamos que las casas están en su mayor parte construidas bien en anillos concéntricos que miran hacia las diferentes avenidas (como se denomina a las carreteras circulares), bien dando a los bulevares y carreteras, que convergen sin excepción en el centro de la ciudad. Al preguntarle a un amigo que nos acompaña en nuestro viaje cuál es la población de esta pequeña urbe, nos dice que la ciudad tiene unos treinta mil habitantes, más unos dos mil en la parte agrícola, y que cuenta con cinco mil quinientos solares de construcción con un tamaño medio de 6 x 40 m.; el espacio mínimo adjudicado para tal fin es de 6 x 30 m. Mientras percibimos el carácter heterogéneo de la arquitectura y de las casas y las urbanizaciones –algunas tienen jardines comunes y cocinas cooperativas–, averiguamos que las autoridades municipales sólo controlan un aspecto de la construcción doméstica: que se respete el trazado de las calles o que la desviación, si existe, sea armoniosa, pues, aunque las medidas sanitarias se aplican de manera estricta, se promueve en la medida de lo posible el gusto individual. (p. 56-9)
Y sigue. Hacia las afueras se levanta la «Gran Avenida», de ciento treinta metros de ancho. Tras ella están los colegios, las iglesias, los centros comunitarios. Más a lo lejos: las fábricas, almacenes, granjas, que dan directamente a la vía del ferrocarril, por lo que los productos pueden ser manipulados y enviados de forma sencilla.
Y, lo más importante de todo: el terreno pertenece a la ciudad. A los treinta y dos mil habitantes de la ciudad. Ése es el gran tema en Howard: que no proponía un tipo de ciudad, sino un tipo de sociedad que, si bien no era una ciudad, como veremos a continuación, sí que trataba de aunar las mejores opciones del pueblo (o el campo, vaya) y la ciudad. La propiedad del suelo pertenecía a «cuatro caballeros de responsabilidad y de indudable probidad y honor, que la detentan en fideicomiso» (p. 54) y que, tras pagar los gastos necesarios, devolverían el resto de las rentas del suelo al consejo de la ciudad, que decidiría cómo invertirlas de la forma más adecuada para todos los ciudadanos. De hecho, Howard dedica los siguientes cuatro capítulos, del segundo al quinto, a detallar de forma minuciosa los precios, las rentas y la gestión de la ciudad, hasta el precio del alquiler y la construcción de cada una de las casas.
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Un tema importante: a pesar de que todos los diagramas que Howard incluyó en el libro, y todos los que se han hecho como modelo de la ciudad jardín desde entonces, presentan la forma circular, Howard ya deja claro que esto es sólo una sugerencia y que en cada caso habría que adaptar la forma de la ciudad a las posibilidades del terreno. Suponemos que se vinculó esa forma circular por los antecedentes de las ciudades ideales que se diseñaban como ejercicio mental o como alternativa (poco viable) a la ciudad industrial, o bien como referencia a las colonias socialistas que se construyeron alrededor de esa época. O como homenaje a las ciudades utópicas renacentistas y la forma perfecta del círculo, vaya.
Las ventajas de la ciudad jardín y la propiedad del suelo son evidentes: por un lado, el precio del suelo no subirá, puesto que su propiedad ya es terreno de la ciudad. Por lo tanto, los habitantes sólo tendrán que cubrir el precio que costó ese suelo en su momento (más los intereses de la deuda). Los comerciantes, fabricantes y agricultores pagarían un precio moderado, mucho menor que el de la ciudad; y el precio vendría dictado por las necesidades de la ciudad, gestionadas a través de su consejo, por lo que no habría aumentos artificiales del precio motivados únicamente por el beneficio desmesurado. Igualmente, los habitantes también pagarían un precio, pero, de nuevo, sería mucho menor que en la ciudad y gestionado por el consejo, que utilizaría ese beneficio para la mejora de la ciudad, el mantenimiento de los servicios y las reparaciones necesarias. Howard da números de forma bastante concreta; como tienen un siglo y cuarto de antigüedad, no entramos en ellos y valoramos más el concepto que la realización en un momento determinado.
A partir del capítulo sexto, Howard empieza a concretar detalles: cómo funciona el consejo administrativo, cómo se instalan nuevos locales comerciales o de otro tipo en la ciudad. Trata de establecer un equilibrio entre que haya suficientes comercios de cada tipo y que no haya tantos que tengan que competir entre ellos bajando precios o explotando a los trabajadores. Quien decide si se concede alquiler de terrenos o no es la ciudad; y en cuanto a las tiendas… es la población quien decide, en función de si la quieren o no, si la necesitan o no, si les gusta el trato o no.
Con esta disposición se verá cómo el comerciante depende de la buena relación con sus clientes. Si impone precios muy altos, si engaña en cuanto a la calidad de sus productos, si no trata a sus empleados con justa consideración con respecto a las horas de trabajo, nóminas u otras materias, corre un alto riesgo de perder su buen nombre ante sus clientes, y la gente de la ciudad tendrá un instrumento extremadamente poderoso para expresar sus sentimientos. Simplemente invitarán a un nuevo competidor para que entre en juego. (p. 131)
Lo cual, por supuesto, no es una ciudad, sino una comunidad; lo veremos más adelante.
El capítulo noveno entra en consideración sobre si ciudad jardín es o no es un modelo socialista o comunista. Para Howard no lo es porque tiene en cuenta tanto la individualidad de cada persona como el bien común. Los precios no están fijos, cada cual puede construir la casa que le venga en gana (respetando unos patrones estéticos comunes) y, en general hacer lo que le dé la gana; pero la gestión de la ciudad se lleva a cabo teniendo en cuenta el beneficio común, lo que es bueno para todos. Un empresario explotador, por ejemplo, no tendría cabida, puesto que arruinaría su relación con los demás (en la teoría) y los propios ciudadanos lo acabarían expulsando o negándole el derecho a seguir teniendo una tienda en su terreno. Los agricultores tendrían en los habitantes de la ciudad un mercado cercano, éstos podrían comprar productos próximos y frescos… en fin, todo sonaba bien.
Los capítulos diez, once y doce recogen las influencias de Howard para plantear la idea de la ciudad jardín. En el décimosegundo, además, se da la solución a qué hacer cuando la población aumente más allá de los 32 mil habitantes. Muy fácil: saltar el enorme cinturón agrícola que rodea la ciudad… y construir otra ciudad jardín más allá. Lo bastante alejada de la primera para que no haya aglomeraciones, lo bastante cerca como para que el ferrocarril que se establecerá entre ambas las conecte en apenas veinte minutos de trayecto.
Y a la pregunta, evidente, de: sí, todo esto es muy bonito, pero… ¿qué hacemos con las ciudades que ya existen, Howard?, éste responde, en un alarde de modernidad: que, del mismo modo que las formas de construcción, transporte, ropa y, en definitiva, todo va cambiando mediante el progreso, también es necesario comprender que las ciudades ya existentes son cosa el pasado y no funcionaban bien y hay que substituirlas por las nuevas ciudades jardín, mucho más adaptadas a la sociedad del momento.
Las grandes ciudades del presente son igual de inadecuadas para la expresión del espíritu fraternal que un manual de astronomía con el que se pretenda enseñar en nuestras escuelas que la tierra es el centro del universo. Cada generación debe construir según sus necesidades, y no es natural que los hombres sigan viviendo en viejas áreas simplemente porque sus ancestros vivieron en ellas, como tampoco que deban conservar las viejas creencias que una fe más amplia y un mayor entendimiento han superado. Por tanto, se pide seriamente al lector que no dé por hecho que las grandes ciudades, de las que quizá se enorgullezca (y esto es perdonable), son necesarias en su forma presente. No son más permanentes que el sistema de diligencias que era objeto de tanta admiración justo en el instante en que estaba a punto de ser sustituido por el ferrocarril. (p. 199)
¿Cuál es el problema, que no aparece en ningún momento a lo largo del libro y que, por ejemplo, Jacobs vio tan claramente? Que, a pesar de su bienestar, bien común, organización prístina y mil bondades más… lo que Howard describe no es una ciudad. 32 mil habitantes no forman una ciudad: forman una comunidad grande. Si se conocen entre ellos, si su forma de oponerse a un comercio o negocio es porque maltrata a sus trabajadores o cobra precios abusivos y tienen que ir a quejarse a las autoridades… eso no es una ciudad. Y no lo decimos por la sacrosanta libertad capitalista (término muy sobrevalorado del que la derecha se ha apropiado en este país y en otros tantos: no tenemos libertad para conducir nuestros coches por la izquierda, y bendita sea esa ausencia de libertad, porque provocaría muchos más accidentes que la obligación de, o ausencia de libertad ante, conducir por nuestra derecha), sino por la distinción entre comunidad (Gemeinschaft) y sociedad (Gesselschaft) de Tönnies. Si usted conoce al dependiente o dependienta de la panadería no es una sociedad: es una comunidad. Puede usted conocer a esa persona, claro, porque lleve quince años comprando ahí; pero es probable que no conozca al panadero, al carnicero, al zapatero, al dentista y al funcionario del Ayuntamiento. Y, en el caso remoto de que sí, de que sea usted una persona muy social que lleva muchos años en el mismo barrio… tiene a cuatro pasos un barrio nuevo, con todo tipo de personas nuevas, a su disposición para cuando lo necesite o lo desee.
En la ciudad jardín no se da la actitud blasé con la que Simmel caracterizó las ciudades; no se da el baile de disfraces de Delgado, no se da lo urbano de Lefebvre ni, por supuesto, el ballet de las aceras de Jacobs. En 32 mil habitantes, todos los jóvenes de una misma edad se conocen, porque habrá apenas cinco o seis colegios y dos institutos. Por no hablar de universidades, teatros, museos u hospitales. O tiendas especializadas. O bares y locales de diversidad sexual. Con 32 mil habitantes, usted es usted, una persona concreta, hijo de tal y tal, y difícilmente podrá presentarse en sociedad de otra manera. Lo cual no es malo… si lo que usted quiere es vivir en un pueblo grande. Pero si quiere usted el anonimato, el caos, la vorágine, de las ciudades, no las encontrará en la ciudad jardín.
No es de extrañar, por lo tanto, que el resultado directo de la ciudad jardín fuese el suburbio jardín. Es un poco lo que relata Juan Calatrava en la introducción, que se centra en la biografía de Howard y en el resultado de sus propuestas urbanas.
Howard emigró de su Inglaterra natal a Estados Unidos, donde trabajó primero como granjero, y luego como reportero y taquígrafo en Chicago a partir de 1871 (el año de su incendio, sí). Regresó a Inglaterra en 1876 y se convirtió en estenotipista del Parlamento británico, lo que le permitió observar de primera mano los debates y problemas del país.
La estenotipia era también muy representativa de las modernas obsesiones por la velocidad y la comunicación universal, y no podemos olvidar, en este sentido, que Howard era, entre otras cosas, un ferviente propagador del esperanto. Todo ellos nos permite caracterizarle como una figura bastante habitual en estas décadas finales del siglo XIX: la que representa la hibridación y la transición entre el utopista y reformador social, por un lado, y el moderno urbanista profesional ajeno –o al menos así se veía a sí mismo– a cualquier veleidad visionaria. (p. 11)
Howard no se veía como un visionario ni un idealista. Admitía libremente que el ser humano tiene derecho a su libertad individual y a la propiedad privada, y que el egoísmo existe y es una fuerza a tener en cuenta. Por ello mismo buscó, en la ciudad jardín, una forma de limitar sus efectos.
En cuanto a los referentes, Howard mismo destacó tres corrientes en su obra:
- «las propuestas de migraciones organizadas de Edward Gibbon Wakefield»;
- «la idea de la posesión previa de la tierra de Thomas Spence y Herbert Spencer, aunque sin proceder a expropiaciones forzosas sino sólo mediante los mecanismos del mercado»;
- «y la ciudad ideal diseñada por James Silk Buckingham (…) con su insistencia en la reconciliación ciudad-campo» (p. 18, del prólogo a la obra).
Además, por supuesto, de la «larga tradición de las ciudades ideales del Renacimiento y el Barroco» (p. 18) y, sobre todo, la lectura de Looking Backward, de Edward Bellamy, obra publicada en 1888 que describía una Boston futura del año 2000 donde los males y miserias de la humanidad se habían resuelto «no mediante rupturas revolucionarias sino por la propia evolución del capitalismo» (p. 19). Otros referentes eran los asentamientos obreros de carácter empresarial, promovidos por propietarios de empresas con el fin de alojar a sus trabajadores y que tenían cierto cariz comunidad-moral-paternal (Saltaire, a iniciativa de Titus Salt, o los asentamientos levantados por Edward Akroyd como Copley o Akroydon).
Es justamente su apariencia empresarial, el presentarse no sólo como modelo urbano sino además como «buen negocio» perfectamente integrado en el sistema capitalista y ajeno a cualquier idea de cambio social radical, lo que le otorga –en paridad, en este aspecto, con la ciudad lineal de Arturo Soria– su lugar específico en el debate urbano de finales del XIX. No puede ser casual, en este sentido, que ambos modelos surjan en un momento en que los pioneros alemanes de ese nuevo saber llamado «urbanismo» estaban comenzando a relegar el secular problema de la «forma» de la ciudad y a otorgar prioridad a los mecanismos económicos que regulan la vida de las ciudades y, muy principalmente, a las cuestiones relacionadas con el precio del suelo» (p. 23).
En 1899, pocos meses después de la publicación de la primera edición del libro, se fundó la Garden City Association. En julio de 1902, la «Garden City Pioneer Company Ltd., con el objetivo de localizar y adquirir los terrenos necesarios para la construcción del primer asentamiento howardiano y gestionar su proyectación y edificación. Un año después, en 1903, se firmaba el contrato para Letchworth Garden City.» (p. 29) Letchworth fue programada para albergar a 30 mil personas en unos 1250 acres, además de 2500 acres de terreno para cultivar. Pero, como ya comentamos en Ciudades del mañana, donde Peter Hall daba un repaso a la historia de la ciudad jardín, aquí ya intervinieron las dos figuras que acabaron dando lugar a la (nueva versión de la) ciudad jardín: «el arquitecto, ingeniero y urbanista» Raymond Unwin y su pariente (¿sobrino?) y también arquitecto (e interiorista) Barry Parker.
Unwin y Parker fueron adaptando las ideas de Howard a su propio gusto, mucho más estético que social, primero en Letchworth y luego en Hampstead. Se pasa, como comenta Calatrava y como hemos leído muchas veces, «de la garden city al garden suburb» (p. 29). Con ciertas modificaciones impuestas por el propio terreno y, sobre todo, las ideas de los dos últimos, «Letchworth es básicamente un asentamiento de casitas unifamiliares ancladas tanto en la forma como en la ideología del cottage» (p. 30).
El siguiente paso, tres años más tarde, en 1907, es el de Hampstead. En este caso ya se ha abandonado la idea de ciudad jardín y el propio nombre del lugar es Hampstead Garden Suburb, proyectado pro Unwin y Parker. Situado mucho más cerca de Londres, acaba siendo un espacio residencial con casas cucas y, puesto que a Unwin le gustaban las murallas medievales, algo recluido del resto del mundo, «para clases medias acomodadas y personas especialmente sensibles a los valores estéticos y pintorescos» (p. 30). Hampstead ya apelaba al «encanto» y el «atractivo» de su aspecto, en un retorno a la nostalgia medieval campestre tan del gusto de las clases medias y altas inglesas.
A medida que las necesidades urbanas (por ejemplo, el retorno de los soldados tras la Primera Guerra Mundial) lo requerían, a esta estética se le fue añadiendo una mayor densidad. Welwyn Garden City, la siguiente, ya sufre estos efectos y ya presenta algunos de los puntos de Unwin, que formarán parte del imaginario del suburbio residencial, como los cul-de-sac y el urbanismo con esa sensación de intimidad y privacidad. «Welwyn puede considerarse, en suma, ya en un nuevo contexto urbano y territorial diferente al que había suscitado las reflexiones de Howard, como el más claro punto de transición entre los planteamientos teóricos originales de la Garden City y su cristalización en una práctica del urbanismo que terminará llevando, tras la segunda postguerra, al programa de los New Towns» (p. 32-3).
Puede decirse que más o menos a partir de 1910 las ideas de garden city o de garden suburb emprendieron una andadura independiente que terminó por ramificarlas en múltiples propuestas en diferentes países que sirvieron de cobertura teórica a operaciones urbanísticas de muy distinto signo. Ello se corresponde con su difusión internacional, con cajas de resonancia como la Town Planning Conference de Londres de 1910 (en la que, junto al papel predominante de Unwin, destaca también la fuerte presencia de Patrick Geddes y su idea del crecimiento orgánico de las ciudades) o la fundación, en 1912, de la International Garden Cities Federation. (…)
Hay, así, tras el modelo originario howardiano y sus primeras tentativas de realización, una tercera historia de la garden city: la de las modalidades de su presencia como componente más o menos privilegiado en diversas propuestas urbanas del siglo XX. Es una historia que tiene ya otros laboratorios en los que reacciona con elementos muy diferentes: además de las propias new towns británicas, las siedlungen alemanas de la República de Weimar, las ciudades holandesas o escandinavas, los suburbios acomodados de las urbes norteamericanas (sin olvidar al Broadacre de Frank Lloyd Wright), las tesis de los desurbanistas soviéticos, etc., o, en tiempos más actuales, tanto su compleja relación con el moderno ecologismo como la cobertura que presta (última degeneración con respecto a sus planteamientos originales) a las actuales urbanizaciones periféricas de «adosados» con su absoluta carencia de vida urbana propiamente dicha, su dependencia con respecto al automóvil y su simbiosis con el mundo de los shopping malls. (p. 33-4)