El campo y la ciudad (I), Raymond Williams

El campo y la ciudad, de Raymond Williams (publicada en 1973, leemos la edición de 2001 de Paidós con traducción de Alcira Bixio) es un estudio monumental que trata, como explica Beatriz Sarlo en el prólogo, de responder a una única pregunta: «¿cómo el capitalismo transformó la sociedad británica?». Pregunta tan general que, lógicamente, Williams enfocó en un aspecto más concreto: las relaciones entre la ciudad y el campo en Inglaterra. Y lo hace recurriendo a la visión que de ambos mundos, y de las relaciones entre ellos, ha dado la literatura inglesa.

Por todo lo anterior, el libro puede ser leído de múltiples maneras. Una primera lectura es, como lo denominó Perry Anderson (y leemos también en el prólogo): una «multisecular ficción de lugares», es decir, rastrear los orígenes míticos (culturales) tanto del campo como de la ciudad. Otra lectura es una compleja revisión de la literatura inglesa, en toda su tradición. Otra es la propia construcción del paisaje en sí; y cómo su producción produce, valga la redundancia, «un tipo particular de observador». Raymond Williams fue, no en vano, escritor, historiador y crítico cultural, enmarcado en la tradición marxista; y algunas de sus obras esenciales son, además de la que reseñamos: Cultura y sociedad (1958) y Marxismo y literatura (1977). Harvey le dedicaba algunos artículos en su antología Espacios del capital, pero apenas los reseñamos en su momento porque desconocíamos a la figura de Williams.

De todos modos, debería quedar claro que la experiencia inglesa es particularmente significativa, por cuanto una de las transformaciones decisivas de las relaciones entre el campo y la ciudad se dio allí en época muy temprana y con una minuciosidad que, en muchos sentidos, aún no ha sido abordada. La revolución industrial no sólo transformó la ciudad y el campo; se basó en un capitalismo en alto grado desarrollado que tuvo como característica la temprana desaparición del campesinado tradicional. En la fase imperialista de nuestra historia, la naturaleza de la economía rural, tanto en Gran Bretaña como en sus colonias, también se transformó de manera temprana: la proporción de gente que dependía de una agricultura doméstica alcanzó niveles muy bajos, con no más del cuatro por ciento de los hombres económicamente activos dedicados entonces a la agricultura, y esto ocurría en una sociedad que ya había llegado a ser la primera constituida por una población predominantemente urbana en la larga historia de los asentamientos humanos. Puesto que gran parte del subsiguiente desarrollo dominante –en realidad, la idea misma de «desarrollo» en el mundo en general– se encaminó en esa dirección, la experiencia inglesa continúa siendo excepcionalmente importante. Y no es solo sintomática sino también, en cierta forma, diagnóstica: en su intensidad aún memorable, lo que fuera podía tener éxito. Pues es un hecho crítico que durante y a través de esas experiencias transformadoras, las actitudes inglesas en relación con el campo, con las ideas de la vida rural, persistieron con fuerza extraordinaria, de modo tal que, aun después de que la sociedad fuera predominantemente urbana, su literatura, durante una generación, continuó siendo predominantemente rural; y aún en el siglo XX, en un país urbano e industrial, persisten todavía notablemente ciertas formas de las ideas y experiencias antiguas. (p. 26)

El primer objetivo de Williams es la búsqueda de la «edad de oro», ese mítico principio donde todo era hermoso y no estaba aún corrompido. Y ahí surge también el primer problema: porque, retroceda cuanto retroceda, siempre hay un recuerdo lejano de esa edad de oro, por lo que es imposible situarla. Así recorre, en los primeros capítulos, las literaturas pastoral y antipastoral, en las que no profundizaremos. Sí que dejamos constancia del surgimiento, ya, de «otro servicio que la ciudad fue suministrando gradualmente, como resultado de los cambios en las leyes de herencia. Para los relativamente diseminados terratenientes, la ciudad se convirtió en un necesario mercado matrimonial (lo que luego se llamó «la temporada social» [the season]). Alrededor de este negocio, nuevamente, se reunieron los alcahuetes y proxenetas, así como los acompañantes profesionales, los guardianes de los salones, los libertinos intermediarios y las rameras. Cuando estos diversos submundos quedaron establecidos de manera por completo visible, fue fácil proyectar una imagen del hombre sencillo llegado del campo con su inocencia rural, que se encuentra en tan sorprendente compañía». (p. 81)

La verdadera historia de la campiña inglesa se ha concentrado permanentemente en los problemas de la propiedad de la tierra y en sus consecuentes relaciones sociales y laborales. En el siglo XVIII, casi la mitad de la tierra cultivada pertenecía a unas cinco mil familias. Como una forma esencial de este predominio, cuatrocientas familias, de una población total de aproximadamente siete u ocho millones de personas, eran propietarias de casi un cuarto de la tierra cultivada. Por debajo de esta dominación, ya no existía, en ningún sentido clásico del término, ningún campesinado, sino que había una estructura cada vez más regular de granjeros arrendatarios y trabajadores asalariados: las relaciones sociales que podemos calificar adecuadamente como las del capitalismo agrario. La producción se ajustaba progresivamente atendiendo a un mercado organizado.

La transición desde los acuerdos feudales y posfeudales inmediatos a este capitalismo agrario en desarrollo es, por supuesto, inmensamente complicada. Pero sus implicaciones sociales son bastante claras. Es cierto que la clase predominante de los terratenientes era también, en términos políticos, una aristocracia, cuyos títulos y mansiones, antiguos o de apariencia antigua, ofrecían la ilusión de una sociedad determinada por compromisos y relaciones tradicionales entre los diversos órdenes sociales. Pero la principal actividad de esta clase era de una variedad radicalmente diferente. Sus miembros vivían concentrados en el cálculo de la renta y el rédito que les proporcionaban sus inversiones de capital, y precisamente el proceso de elevar los arrendamientos de manera exorbitante, monopolizar la producción y privatizar las tierras comunes era lo que les permitía aumentar su influencia sobre la tierra.

Sin embargo, nunca había ninguna confrontación simple entre las cuatrocientas familias y el proletariado rural. Por el contrario, entre estos polos del proceso económico existía una jerarquía cada vez más estratificada de pequeños terratenientes: los grandes arrendatarios, los poseedores de feudos francos y de escrituras públicas (…), los pequeños y medianos arrendatarios y, por último, los aldeanos y artesanos que conservaban derechos comunes residuales. (p. 91)

Y estos cambios sociales se reflejan en la literatura, en concreto: «el largo proceso de elección entre la ventaja económica y otras concepciones del valor» (p. 93). En el teatro se ve desde un punto de vista particular mientras que en las novelas desde un punto de vista familiar (Richardson y Fielding).

También la concepción de la pobreza se modificó. Si en la Edad Media se había considerado como una consecuencia de las calamidades (como el hambre, la peste o las enfermedades) y era algo que había que combatir entre todos en tanto que sociedad, a lo largo de los siglos XVI y XVII y con la irrupción de la nueva concepción monetaria de la persona, surgió una voluntad de catalogar la pobreza, primero, y de castigarla, después. Esto sucedía a la vez que la propia desigualdad del capitalismo concentraba los enormes beneficios que ya se empezaban a obtener en unas pocas familias, por un lado, y creaba una clase social paupérrima, por el otro: «los desamparados, los vagabundos, los ancianos, los enfermos, los discapacitados, las madres lactantes y los niños», considerados «como una carga negativa y no deseada» (p. 118).

El «hostigamiento a los pobres» se vinculó con la aparición de la mano de obra barata. «En gran medida, el verdadero propósito de las leyes contra los vagabundos era obligar a quienes carecían de tierra a trabajar por un salario en la nueva organización de la economía.» (p. 119) No fue inmediato: el primer paso se presentó como la necesidad de la gente de cuidar de sí mismo y de los demás; para, finalmente, centrarse sólo en el «sí mismo» y los demás quedaron convertidos en personas que debían, a su vez, cuidar de sí mismos; algo ajeno.

De esta concepción urbana surge también su opuesta: la idealización del campo (de la aldea) como el lugar donde todos cuidan unos de otros; algo que Williams, nacido en un pueblo, rechaza. No tanto porque la aldea sea implacable sino porque la pobreza hace mella en ella y, en esas circunstancias, debido a la desigualdad capitalista, independientemente de su situación, los habitantes deben marcharse.

La siguiente gran etapa fue la privatización y vallado de una parte importante de la tierra. «…en cierto sentido, la idea de las privatizaciones de los terrenos comunes, situada precisamente en ese período en que comenzaba a gestarse la Revolución Industrial, puede desviar nuestra atención de la historia real y constituir un elemento más de ese potente mito de la Inglaterra moderna según el cual la transición de una sociedad rural a una sociedad industrial fue una especie de decadencia, la causa y el origen verdaderos de nuestros sufrimientos y nuestras perturbaciones sociales […] también es la fuente esencial de esa última ilusión protectora de la crisis de nuestra propia época: la idea de que lo que nos está perjudicando es, no el capitalismo, sino ese sistema más identificable, más evidente, del industrialismo urbano.» (p. 135)

Hubo una concentración de cercamientos (o privatizaciones del campo) «desde el segundo cuarto del siglo XVIII hasta el primero del XIX», pero fue sólo el momento cumbre de un proceso que Williams sitúa ya en el siglo XIII y especialmente en los siglos XV y XVI y que no es «más que la continuación de ese otro largo proceso de conquista e incautación: la obtención de tierras mediante matanzas, represión y negociaciones políticas» (p. 136). Las privatizaciones fueron, pues, la punta del iceberg del cambio de la concepción del campo y de la «presión económica general que se ejercía» sobre pequeños arrendatarios y propietarios. Dicho de otro modo: el campo se volvió un negocio que requería dedicación exclusiva y, mediante la creciente competencia, cada vez una mayor inversión, lo que lógicamente lo alejó del día a día de muchas personas a lo largo de este proceso que duró siglos.

En un proceso que se muerde la cola, esta compleja industrialización del campo aumentó su eficacia y las cosechas, sobre todo, de trigo; lo que dio lugar a mayor abundancia de carnes y a la progresiva desaparición de las hambrunas. Esto aumentó la población; y al caudal de mayor población se sumaban los desplazados de las aldeas, donde no era ni tan fácil sobrevivir, ahora que el campo estaba, literalmente, vallado; ni donde tampoco eran necesarias tantas manos, ahora que la industrialización había llegado. De modo que todo esto generó una creciente mano de obra concentrada en la ciudad.

Por otro lado, las privatizaciones no modificaron la composición esencial de la aldea. De una población de unos trescientos habitantes a principios de siglo XVIII, por ejemplo, aproximadamente doscientos eran aldeanos, labriegos y sirvientes, o personas pobres (viudas, huérfanos, etc.). Unos setenta eran granjeros arrendatarios, otros veinte eran pequeños propietarios y sus familias y los diez o doce restantes eran el señor del lugar y el clérigo.

Esta distribución no difiere en mucho de la propia del «capitalismo rural maduro». Hay tres clases: pequeña aristocracia, pequeños productores y pobres que carecen de tierras, con diferencias lo bastante evidentes como para que sea imposible presentar la aldea como una «comuna» o incluso una comunidad altruista.

Lo que se produjo no fue tanto la «privatización» –el método del vallado– sino el establecimiento más visible de un sistema que se había estado desarrollando desde mucho tiempo antes, que había adquirido –y habría de adquirir– muchas otras formas. Los numerosos kilómetros de vallas y muros nuevos, los derechos establecidos ahora en documentos, fueron la declaración formal de dónde residía el poder. El sistema económico del terrateniente, el arrendatario y el labriego, que había estado extendiendo su influencia desde el siglo XVI, se manifestaba ahora mediante un control explícito y afirmativo. Para poder sobrevivir, la comunidad tuvo, pues, que cambiar sus términos. (p. 147)

Estos cambios se reflejaron también en las novelas. Surgió una nueva forma de literatura campestre, «de la cual Cobbet es el precursor» (p. 154): la descripción de la interacción de clases. Se encuentra también en Jane Austen; aunque a menudo la novelista ha sido acusada de obviar la historia (los sucesos históricos, como por ejemplo las guerras napoleónicas), Williams destaca que la preocupación que sienten sus personajes por las propiedades, la posición social o los ingresos son signos inequívocos de su tiempo.

[En La abadía de Northanger, en concreto] Se trata de ese mundo sumamente difícil de describir de la historia social inglesa: una alta sociedad burguesa con poder adquisitivo en el momento de su más evidente interconexión con un capitalismo agrario que a su vez sufre la intermediación de los títulos heredados y de la construcción de los nombres de las familias. En la larga y complicada interacción de los capitales de la tierra y los capitales comerciales, el proceso que observó Cobbet –la llegada de «los nuevos ricos de las colonias, los negreros, los almirantes, los generales» , etcétera– se inserta directamente y hasta se da por sentado. Las confusiones y contradicciones sociales de este complicado proceso son, pues, la verdadera fuente de muchos de los problemas de la conducta humana y de la escala de valores que las acciones personales dramatizan. Una sociedad abiertamente adquisitiva, que está también preocupada por la transmisión de la riqueza, intenta juzgarse simultáneamente mediante un código heredado y mediante la moral del progreso económico. (p. 157)

De la transformación del campo, de su vallado, por un lado, y de su disposición para ser explotado, surge también el jardín inglés: el paisaje organizado para su contemplación; el paisaje producido, en definitiva.

Dejamos aquí la primera entrada y seguiremos en la segunda.

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