En defensa de la vivienda (y II): alienación residencial y resistencias

En la primera entrada de En defensa de la vivienda, de David Madden y Peter Marcuse, analizamos el primer capítulo de este ensayo en favor de la vivienda pública y que trataba, precisamente, de todos los males que azotan al tema y que los autores resumían como «la hipermercantilización de la vivienda», es decir, el proceso, iniciado a finales del siglo XIX pero acelerado en gran medida durante las tres últimas décadas del siglo XX, mediante el cual la vivienda deja de ser un derecho de todo ciudadano y pasa a ser un bien de consumo sometido a las leyes del mercado y atenazado por el capital.

La consecuencia directa de este hecho, y que ocupa el segundo capítulo, es el surgimiento de la «alienación residencial». El término alienación fue introducido en las ciencias sociales por Hegel, «que vio en la épica historia del desarrollo humano la emergencia y la superación de la alienación espiritual». Luego lo recogió Feuerbach, quien, en su crítica a la religión, que fue creada por los humanos y posteriormente reconvertida en la propia herramienta de sometimiento de éstos, veía la alienación como «no reconocer el alcance real de la capacidad de obrar del ser humano». Pero quien le dio el significado con el que se usa hoy en día fue Marx.

Karl Marx tomó esta visión abstracta de la alienación y la hizo concreta, histórica y política. La alienación, argumentaba Marx, no es un síntoma de malestar existencial, sino una consecuencia de la organización de las economías capitalistas. El trabajo es una acción humana esencial. A través del trabajo creativo, producimos y transformamos el mundo. Y, al hacerlo, confirmamos nuestra humanidad y nuestra individualidad y somos conscientes de ellas. La alienación es lo que ocurre cuando una clase capitalista se apodera de esta capacidad universal de crear y la explota para sus propios fines. (p. 78)

Con el tiempo, la alienación dejó de percibirse sólo como algo presente en la producción individual y sometido al trabajo y se habló de la «alienación social» como «un empobrecimiento característico de la relación con uno mismo y el mundo». La alienación residencial, por lo tanto, se da cuando uno no siente como propio el hogar, sino que es consciente de que se trata de un espacio mercantilizado, sometido a los vaivenes del capital, cuyo destino no es acogerle, sino obtener el máximo beneficio, aunque eso implique desalojar a quien ahora reside allí. «El espacio habitacional mercantilizado no es la expresión de las necesidades residenciales de las personas que viven en él» (p. 80), sino que está determinado por las leyes del mercado inmobiliario.

La reflexión que queremos extraer de la idea de la alienación es que inevitablemente hay violencia social cuando una actividad que es esencial para nuestra humanidad queda sometida a la explotación y el control de otras personas. Si ese es el caso, la alienación residencial y la inseguridad no son síntomas de un momento excepcional de crisis. Son las consecuencias generalizadas y predecibles del lugar que ocupa la vivienda dentro de nuestro sistema político-económico. (p. 81)

Nos vienen a la mente la referencia a «la violencia que sí se ve» que hacían Álvaro Ardura y Daniel Sorando en First We Take Manhattan al referirse a las oposiciones a la gentrificación: una manifestación que entra en un café gentrificado es violencia y se percibe como tal; pero la expulsión, silenciosa y personal, de los habitantes originales del barrio, ya sea por la desaparición de su ecosistema o por métodos más brutales, no se percibe como violencia.

Porque una de las consecuencias de la alienación residencial es la movilidad forzada, claro: la expulsión de los habitantes de su entorno. No sólo del hogar: de las redes de vecinos que hayan formado, de los lugares a los que se hayan acostumbrado, del barrio que conocen. Pero otra de las consecuencias lógicas es la inseguridad. «Cuando la vivienda es insegura, la gente permanece en empleos que preferiría dejar. O se ven obligados a coger un segundo o incluso un tercer empleo» (p. 87). Porque, como vimos en la primera entrada, el coste de la vivienda supone ya un porcentaje enorme del sueldo de los trabajadores, tanto que, como dijimos allí, en la mayoría de las ciudades principales estadounidenses es imposible conseguir una vivienda sólo con un sueldo medio.

Otro concepto al que recurren Madden y Marcuse es el de seguridad ontológica, del psiquiatra escocés R. D. Laing. «La seguridad ontológica es la sensación de que la estabilidad del mundo es algo que se puede dar por supuesto. Es el fundamento emocional que nos permite relajarnos en nuestro entorno y sentir que el lugar en el que vivimos es nuestro hogar. La seguridad ontológica es un estado subjetivo, pero depende de varias condiciones estructurales.» (p. 88). Una de esas condiciones es, claro, la estabilidad de la vivienda.

Si ya es complejo lidiar con todas estas consecuencias para las, digamos, clases medias, estos efectos hacen más que agudizarse para las clases bajas, que son las que sufren el grueso de las consecuencias de la mercantilización: residencias infrahumanas, hacinamiento, gran cantidad de personas en un mismo lugar y completa imposibilidad de defenderse ante caseros que se niegan a algo tan sencillo como mantener la habitabilidad de los hogares o ante agresiones para que abandonen su residencia.

A menudo se presenta la propiedad de la vivienda como «el antídoto a la alienación, como fuente automática de satisfacción residencial y seguridad ontológica» (p. 94). Pero esta relación no es tan sencilla. El título de propiedad otorga ciertos derechos, sí, pero depende también de la legislación en la que se encuadra, el barrio, el tipo de residencia, etc. La titularidad de un hogar no impide la expropiación, por ejemplo, si las autoridades necesitan ese espacio para una carretera, un vertedero o un hospital. Como apuntan Madden y Marcuse, «los atributos más importantes de la relación de tenencia están en realidad más determinados por las características del ocupante y de la sociedad en la que tienen lugar». Por ejemplo, a depende de qué ciudadanos, la titularidad de la vivienda no impedirá que la policía acceda a su hogar. Asimismo, los beneficios fiscales de una vivienda en propiedad son creaciones políticas que se pueden modificar en cualquier momento. Y no hablemos del posible estallido de una burbuja y la pérdida del valor del hogar y de la hipoteca asociada, como aprendieron, a las malas, millones de personas en todo el mundo a partir del año 2007.

Por último, la titularidad de la vivienda es inseparable del sistema más general de desigualdades y de propiedad privada que para empezar produce la alienación social y residencial. Los extraños que tienen el control de la vivienda pueden ser bancos o fuerzas de mercado aparentemente incorpóreas y, sin embargo, son los que mandan. En un mundo desigual e hipermercantilizado, una vivienda ocupada por su propietario puede ser también una vivienda alienada.

[…] Por otra parte, puede observarse que en los países en los que hay una mayor proporción de viviendas en propiedad, como Estados Unidos o el Reino Unido, los sistemas habitacionales no son más humanitarios que los de países como Alemania o Suiza donde, en términos relativos, hay más personas que viven en alquiler. De hecho, la investigación sugiere lo contrario, es decir, que los países con mayores porcentajes de titularidad privada de la vivienda tienen sistemas habitacionales menos humanitarios. (p. 98)

En el tercer capítulo, la exposición se centra en mostrar cómo el Estado, en vez de tratar de «solucionar» el problema de la vivienda, se ha limitado a soslayarlo cuando se hacía muy evidente y a potenciar al capital y a las grandes rentas, cuando el problema era menos evidente. Algo que, a medida que el gobierno de las ciudades se sometía a criterios de eficiencia neoliberales y crecía la competencia entre ciudades por atraer los flujos globales, éstas también han imitado.

La ciudad hipermercantilizada está destinada a ser una ciudad opresiva. La vivienda que no es un hogar, sino simplemente dinero en forma de morada, no requiere servicios, no plantea demandas ni crea dificultados al orden imperante. Las zonas de viviendas de lujo vacías en el centro de las ciudades de todo el mundo son como pacíficos cementerios. La mercantilización no es sólo una estrategia de acumulación de capital, sino que es también una técnica de gobernanza, un proceso político además de económico. (p. 111)

Como ejemplo, los autores ponen tanto la Gran Depresión como la crisis de 2008, momentos en que el enorme sufrimiento de la población no fue suficiente para modificar las políticas de vivienda, algo que sólo se ha llevado a cabo, y de forma puntual y mesurada, cuando las revoluciones de inquilinos amenazaban con estallar y socavar el sistema. Como ejemplo, recordamos la política de España ante la crisis (reforzar a los bancos, vender viviendas a precio de saldo a los fondos de inversión, recompensar a los políticos que formaron parte de dicho entramado) que explicaba Manuel Gabarre en Tocar fondo.

El cuarto capítulo analiza (y desmonta) los mitos habituales entorno a la vivienda. El primero de ellos, claro, la voluntad del Gobierno de preocuparse por el bienestar de sus ciudadanos, cuando las pruebas muestran, cada vez más a las claras, que «las motivaciones reales de las acciones del Gobierno en el sector de la vivienda están más relacionadas con el mantenimiento del orden político y económico que con la búsqueda de soluciones para la crisis habitacional» (p. 135). Para ello, se analiza las políticas del Gobierno de Estados Unidos dirigidas a ayudar a la población con menos recursos a acceder a la vivienda, tema en el que no entraremos a fondo, pero como muestra, un botón: la Ley de Vivienda de Wagner-Steagall de 1937 «exigía que se demoliera una vivienda en malas condiciones por cada nueva unidad de vivienda pública que se construyera», un requisito que estuvo en vigor hasta 1980 y que demuestra el cuidado que tuvo el Gobierno para no inundar el mercad con viviendas públicas y que su objetivo era «apoyar la vivienda privada, en lugar de competir con ella».

El quinto y último capítulo del libro está dedicado a los movimientos en defensa de la vivienda, aunque se centra en el caso específico de Nueva York.

En Nueva York, como en muchas otras ciudades, los movimientos de defensa de la vivienda han llegado por oleadas. Crecen, alcanzan su punto más álgido y se dispersan. Pero nunca quedan erradicados. Muchos movimientos sociales siguen este patrón cíclico, aunque es especialmente marcado en el caso de los movimientos por la vivienda. Las luchas en torno a la vivienda que buscan un cambio sistémico son por naturaleza batallas de largo plazo, aunque las familias individuales se suelen movilizar en respuesta a emergencias inmediatas como desahucios, subidas del alquiler o desastres medioambientales. Una familia lucha contra el desahucio, consigue un contrato de arrendamiento de larga duración y pierde gran parte del incentivo para seguir luchando por temas menos urgentes. Esto es un problema para los movimientos de defensa de la vivienda, aunque también los aviva. (p. 163)

Lo primero que sorprende, de la larga lista de revueltas de inquilinos (encabezadas, en su mayoría, por mujeres, algo que se sigue manteniendo en la actualidad), es que nunca aparecen en la historia «oficial». Es algo que ya hemos destacado: la historia de las ciudades, sus monumentos e hitos, el nombre de sus plazas y lo destacado de la trayectoria de los lugares siempre loa el poder: los aristócratas, las batallas que dieron la victoria a uno u otro bando, las conquistas; pero no las revoluciones obreras, la lucha por las 8 horas, por el voto de la mujer, por la abolición del trabajo infantil. Se entiende por «historia» la historia burguesa, la que honra el Teatro Real y el Liceo, los edificios donde los blancos (en Nueva York) han llevado a cabo actos honorables, pero no aquellos donde los negros han hecho lo mismo (como denunciaba Sharon Zukin a propósito de la junta de conservación de edificios de Nueva York, que no consideraba el edificio donde Martin Luther King dio su último discurso como un lugar que mereciese mantenerse en pie).

Hay diversas etapas en la defensa de la vivienda por parte de los inquilinos: una inicial, de establecimiento de suficientes residencias para todos; tras la Segunda Guerra Mundial, cuando su lucha se alió contra los grandes proyectos de Robert Moses que estaban derruyendo los barrios para construir torres de hormigón enlazadas por autopistas, y que tantas veces hemos simbolizado en la figura de Jane Jacobs (algo que, precisamente, Madden y Marcuse rechazan, pues dicen que simplifica unos hechos que fueron mucho más complejos que esa simple batalla de colosos) y, finalmente, los movimientos por la vivienda en la Nueva York neoliberal, a partir de los 70, cuando los dos grandes procesos que azotaban a la ciudad eran, por un lado, la gentrificación y, por el otro, el abandono.

Hubo autores, como nuestro admirado Neil Smith (La nueva frontera urbana) que ya pusieron de manifiesto que ambos procesos eran dos caras de la misma moneda; el Ayuntamiento era uno de los grandes propietarios de vivienda («En 1979, el Ayuntamiento era el propietario de 40.000 apartamentos ocupados y de 60.000 pisos vacíos», p. 191) y, junto a los promotores inmobiliarios, estaba dejando morir ciertos barrios para venderlos a grupos inversores y que éstos obtuviesen enormes beneficios (Smith lo llamó rent gap, el diferencial o la diferencia de renta).

Durante los años en los que gobernaron los alcaldes Giuliano y Bloomberg, el panorama de la vivienda se volvió cada vez más inasequible y desigual. Las viviendas de lujo se expandieron más allá de sus tradicionales feudos de riqueza hasta colonizar los rincones más exteriores de la ciudad. (p. 195)

Para Bloomberg, la ciudad era un «producto de lujo», y soñaba con atraer a «un montón de multimillonarios de todo el mundo para que se mudaran aquí». Los activistas a favor de la vivienda y las comunidades a las que representaban sentían que no había sitio para ellos en la ciudad de lujo de Bloomberg. (p. 196)

Nueva York era, recordémoslo, una de las tres ciudades que Saskia Sassen escogió como «globales» en su famoso libro La ciudad global de 1991; las otras dos, Londres y Tokyo. Sus calles ya eran, por lo tanto (y no han dejado de serlo desde entonces) lugar de paso de los flujos de capital y una inversión para todos ellos, y no el lugar donde puedan vivir los trabajadores que dicho nodo central requiera. A medida que más y más ciudades se han ido incorporando a los flujos de capital, o han mostrado su disposición a hacerlo, el problema de la vivienda no ha hecho más que crecer, abarcando ya, también, la única otra opción disponible, el alquiler, y formando un cóctel muy complejo de resolver, pues todas las cartas que afectan a la situación de la vivienda están en la misma mano.

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